ME he enterado de que en el tiempo en que Harún al-Rasid era Califa y Emir de los creyentes, vivía en Bagdad un hombre llamado Sindbad el faquín, que se ganaba la vida como mozo de cuerda transportando bultos encima de la cabeza. Cierto día elevaba un fardo muy pesado; hacía mucho calor, se cansó, sudó y se sofocó. Al pasar por la casa de un comerciante, habían barrido y regado, y la temperatura era allí muy agradable. Junto a la puerta había un ancho banco. El faquín dejó su carga sobre el banco para descansar y respirar un poco.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que por la puerta salía un airecillo fresco y un aroma penetrante. El faquín respiró con fruición y se sentó en un extremo del banco. Desde allí oyó tocar instrumentos de cuerda, y escuchó unas voces muy bellas, que recitaban poesías. Oyó asimismo los trinos de los pájaros: tórtolas, ruiseñores, mirlos, pichones de collar y perdices, que alababan a Dios con sus cantos y gorjeos. Quedó admirado y emocionado. Se acercó a la puerta y vio un gran jardín lleno de garzones, esclavos, criados y eunucos, en una cantidad tal como no tienen los reyes ni sultanes. Volvió a aspirar el aroma de una comida exquisita, compuesta de todas clases de guisos y de excelentes bebidas. Levantó sus ojos al cielo y exclamó: «¡Gloria a Ti, oh Señor, oh Criador, oh Sustentador, que provees sin tasa a quien te place! ¡Dios mío! Te pido perdón por todas las culpas y me arrepiento ante Ti de las faltas. ¡Señor! No me resisto a tu ciencia ni a tu poder. Tú no tienes que dar cuenta de lo que haces, y eres Omnipotente sobre todas las cosas. ¡Gloria a Ti! Haces rico o pobre a quien quieres; poderoso, a quien te place, y humillas a quien te apetece. No hay más Dios sino Tú. ¡Cuán grande es tu dignidad! ¡Cuán fuerte es tu poder! ¡Qué hermoso es tu comportamiento! Concedes tus favores a aquel de tus siervos que te place. El dueño de este lugar vive con el máximo desahogo, disfruta con los mejores perfumes, con los guisos más exquisitos y con toda clase de bebidas excelentes. Has dispuesto y predestinado a tus criaturas como has querido: unas se fatigan, otras descansan; unas son felices, otras, como yo, viven con trabajo y humildad». Luego recitó estos versos:
¡Cuántos miserables disfrutan sin descanso del bienestar en la sombra y en la umbría!
Me levanto completamente fatigado: ¡cuán maravillosa es mi vida, y qué pesada mi carga!
Otros, en cambio, son felices sin esfuerzo, y el destino jamás los ha abrumado como a mí.
Disfruta toda su vida de la alegría y del poder; bebe y come.
Pero todas las criaturas proceden del mismo tronco. Yo soy igual que éste, y éste es mi igual.
Sin embargo, la diferencia que existe entre nosotros dos es la misma que hay entre el vino y el vinagre.
Pero no quiero blasfemar contra Ti, pues Tú eres sabio y gobiernas con justicia.
Sindbad el faquín, cuando hubo terminado de recitar sus versos, se dispuso a recoger el fardo y marcharse. Pero entonces salió por la puerta un muchacho muy joven, de hermoso rostro, talla agradable y bellos vestidos. Cogió de la mano al faquín y le dijo: «Entra a hablar con mi señor, que te manda llamar». El faquín trató de negarse, pero no pudo. Dejó el fardo en el vestíbulo, junto a la puerta, y siguió al paje a través de la casa; vio que era hermosa, acogedora y señorial. Un gran salón estaba ocupado por nobles señores y personajes importantes. Había en él flores de todas clases, perfumes, pastas secas, frutas y los más variados y exquisitos guisos, así como vinos de las mejores cepas, instrumentos musicales y preciosas esclavas. Cada uno de los asistentes ocupaba el puesto que le correspondía según su rango, y en la testera del salón había un respetable anciano, de aladares cubiertos de canas. Su figura era agradable; su aspecto, grato, y aparentaba ser una persona respetable, digna y poderosa. Sindbad, admirado, se dijo: «¡Por Dios! Este lugar es un pedazo del paraíso, o tal vez el alcázar de un rey o de un sultán». Se portó cortésmente, saludó a todos, expresó sus mejores deseos y besó el suelo delante de ellos. Después se quedó inmóvil, cabizbajo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad quedó cabizbajo] y humilde. El dueño lo invitó a sentarse, y él lo hizo así. Le dijo que se acercara, y empezó a hablarle afablemente y a darle la bienvenida. Le ofreció los mejores guisos. Sindbad empezó a comer diciendo: «En el nombre de Dios», hasta quedar harto y satisfecho. Exclamó: «¡Alabado sea Dios en todos los casos!» Se lavó las manos y le dio las gracias al dueño. Éste le dijo: «¡Bien venido! ¡Tu día sea feliz! ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu oficio?» «¡Señor mío! Me llamo Sindbad el faquín. Me gano la vida transportando fardos en la cabeza.» El dueño, sonriendo, le dijo: «Sabe, ¡oh, faquín!, que te llamas igual que yo; yo soy Sindbad el marino. Pero, faquín, deseo que me recites los versos que has improvisado mientras estabas en la puerta». El faquín, avergonzado, respondió: «Te conjuro, en nombre de Dios, a que no me riñas. La fatiga, las dificultades y la pobreza enseñan al hombre la mala educación y la estulticia». «No te avergüences, pues te has convertido en mi hermano. Recita los versos, ya que me ha gustado oírtelos declamar cuando estabas junto a la puerta.»
El faquín recitó los versos, y su interlocutor se emocionó al escucharlos. Le dijo: «¡Faquín! Sabe que mi historia es maravillosa, y que te referiré todo lo que he pasado y lo que me ha ocurrido antes de conseguir este bienestar y de instalarme donde me ves. He alcanzado este desahogo y he llegado a este puesto después de grandes fatigas, pesares y muchísimos terrores. ¡Cuántas penas y desgracias he tenido que soportar! He hecho siete viajes, y cada uno de ellos ha constituido una aventura capaz de dejar perplejo a cualquiera. Todo me ha ocurrido por voluntad del destino, pues no hay modo de escapar ni huir de lo que está escrito».
«Sabed, nobles señores, que mi padre fue un gran comerciante y una persona de valía, inmensamente rico. Cuando murió, yo era aún pequeño, y me dejó en herencia dinero, fincas y tierras. Al llegar a la mayoría de edad me hice cargo de todo: comí los guisos más exquisitos, bebí los mejores vinos, vestí hermosos ropajes y frecuenté el trato de las jóvenes. Pasé algún tiempo en compañía de amigos y conocidos, en la creencia de que esto iba a durar eternamente, que iba a serme de utilidad. Continué en esta situación por algún tiempo, al cabo del cual recobré el conocimiento y me di cuenta de mi inconsciencia. Pero entonces mis bienes se habían concluido, y mi situación había cambiado, puesto que había perdido todo lo que poseía. Entonces me asusté. Recordé que había oído referir a mi padre una historia de nuestro señor Salomón, hijo de David (¡sobre él sea la paz!), que decía: “Hay tres cosas que son mejores que otras tres: el día de la muerte es mejor que el día del nacimiento; un perro vivo vale más que un león muerto, y es preferible la tumba a un palacio”. Reuní todos los objetos y vestidos que me quedaban y los vendí, así como mis fincas y todo cuanto poseía. Reuní tres mil dirhemes. Entonces se me ocurrió emprender un viaje hacia lejanos países, y recordé las palabras de un poeta, que dijo:
Según el esfuerzo, se llega a las cimas; quien busca las cumbres pasa las noches en vela.
Quien busca las perlas debe bucear en el mar, y así consigue el señorío y la riqueza.
Quien quiere subir sin fatiga, malgasta la vida en busca de un imposible.
»Al fin me decidí y compré mercancías, objetos y las cosas que necesitaba para el viaje. Me dispuse a navegar y embarqué. Con un grupo de comerciantes descendí por el río hasta Basora, y luego cruzamos el mar durante días y noches: pasamos de isla en isla, de mar en mar y de tierra en tierra. Por doquiera pasábamos, vendíamos, comprábamos y cambiábamos nuestras mercancías. Seguimos nuestro viaje hasta llegar a una isla que parecía un jardín del paraíso. El capitán de la embarcación mandó anclar, y así lo hicieron los marinos: echaron las anclas, ataron la escalera, y todas las personas que iban en el buque desembarcaron en la isla; construyeron hogares, encendieron fuego en ellos y se dedicaron a varias ocupaciones: unos cocinaron, otros lavaron, y otros se dedicaron a pasear; yo fui uno de éstos, pues recorrí los distintos lugares de la isla. Los pasajeros se habían reunido para comer, beber, distraerse y jugar.
»El capitán del navío, mientras nosotros nos esparcíamos, permaneció de pie a la orilla del mar. De pronto chilló con su voz más fuerte: “¡Pasajeros! ¡Salvaos! ¡Corred! ¡Embarcad de prisa en la nave y abandonad vuestras cosas! ¡Salvad vuestras vidas! La isla en que estáis no es tal isla: es un pez enorme, que se ha parado en medio del mar. La arena se ha amontonado encima, y desde hace tiempo han crecido en ella los árboles. Ha notado el calor que despedía el fuego que habéis encendido, se ha puesto en movimiento, y ahora se dispone a sumergirse en el mar con todos vosotros. ¡Salvaos y abandonad vuestras cosas!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sindbad prosiguió así su relato: «Los pasajeros, al oír las palabras del capitán, corrieron y se precipitaron por subir al navío. Abandonaron sus efectos, los utensilios, las cacerolas y los hornos y unos consiguieron llegar a la embarcación y otros no, pues la isla se movió, descendió a las profundidades del mar con todos los que aún quedaban encima de él, y luego el agitado mar y las tumultuosas olas se cerraron sobre sus lomos.
»Yo me contaba entre los que no pudieron reembarcar, por lo que me hundí también. Pero Dios (¡ensalzado sea!) me salvó y me hizo escapar de morir ahogado, ya que puso al alcance de mi mano un gran tronco de madera que habían utilizado para lavar. Me así a él y me senté a horcajadas; fui chapoteando con los pies a modo de remos, mientras las olas me empujaban a derecha e izquierda. El capitán había desplegado velas y zarpado con los que consiguieron reembarcar, sin preocuparse de los que habían quedado en el agua. Seguí mirando el buque hasta que lo perdí de vista. Entonces creía que iba a morir.
»En esta situación permanecí dos noches y un día. El viento y las olas me fueron favorables, pues me arrojaron al pie de una escarpada isla cubierta de árboles, que proyectaban su sombra en el mar. Cogí una rama de un árbol muy alto y trepé por ella; vi que tenía los pies hinchados, y que en las plantas de los mismos había señales de que los peces habían comido sin que yo me hubiese dado cuenta de ello, dado lo grave de mi situación, la angustia y el cansancio. Me tendí en la playa como si estuviese muerto. Perdí el conocimiento y quedé sumido en un profundo sueño. En este estado permanecí hasta el día siguiente.
»Me desperté cuando ya el sol estaba alto, y vi que mis pies se habían hinchado. Me entristecí al comprobar la situación en que me encontraba, y anduve un trozo a rastras y otro de rodillas. La isla estaba repleta de árboles frutales y de fuentes de agua dulce. Comí frutas, y así pasé unos cuantos días y noches. Pude rehacerme, recuperé el ánimo, mis movimientos se hicieron más seguros y empecé a pensar en recorrer la isla y pasear entre los árboles que Dios (¡ensalzado sea!) había creado. Me hice un bastón con una rama de árbol y me apoyé en él.
»Cierto día, en que paseaba de esta manera por una región de la isla, distinguí a lo lejos una silueta. Creí que se trataba de una fiera o de un animal marino. Me acerqué a ella y vi que se trataba de un enorme caballo, atado junto a la orilla. Me aproximé a él, pero un grito horrible me asustó y quise volver atrás. Vi que me llamaba un hombre que había salido de debajo de la tierra: “¿Quién eres tú? ¿De dónde vienes? ¿Qué ha motivado tu venida a este lugar?” Le contesté: “¡Señor mío! Sabe que soy un extranjero que viajaba en un buque. Naufragué con algunos otros navegantes. Dios me deparó un tronco de madera, en el que monté a horcajadas y en el cual las olas me han arrojado a esta isla”. Al oír mis palabras, me cogió por la mano y me dijo: “¡Ven conmigo!”
»Me hizo bajar a una mazmorra subterránea, entró en otra habitación y me hizo sentar en la testera de la misma. Me trajo algo de comer, y yo, como estaba hambriento, comí hasta hartarme. Luego me preguntó por mi situación y por lo que me había ocurrido. Le referí todo lo que me había pasado desde el principio hasta el fin, y él se quedó admirado de mi historia. Al terminar mi relato, dije: “¡Dios te proteja, señor mío! No me reprendas, pues te he explicado mi verdadera situación y lo que me ha ocurrido. Ahora desearía que me informaras de quién eres y cuál es la causa que te hace permanecer en esta habitación subterránea, así como por qué tienes atada esa yegua al lado del mar”. “Sabe que formo parte de una multitud de hombres diseminados por esta isla. Somos los palafreneros del rey Mihrachán, y cuidamos de sus caballos.
»”Cada mes, cuando aparece la luna nueva, traemos aquí las mejores yeguas que aún no han sido cubiertas, y las atamos en la isla. Nos escondemos en estas habitaciones subterráneas para que no nos vea nadie. Algún caballo marino huele a las yeguas, sale a la orilla y, al no ver a nadie, salta sobre una y la cubre. Luego quiere llevársela consigo, pero no puede porque está atada. Entonces el macho relincha y le da coces y cabezadas. Los relinchos son para nosotros la señal de que ya la ha fecundado, y entonces salimos chillando hacia él. El macho se asusta y se sumerge en el mar, mientras la yegua queda preñada y da a luz un potro o una potra que valen un tesoro, pues no se encuentra sobre la faz de la tierra ninguno que los iguale. Ahora ha llegado el momento de salir el caballo. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, te llevaré conmigo ante el rey Mihrachán…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre prosiguió: «“…Si Dios quiere te llevaré ante el rey Mihrachán] y te mostraré nuestro país. Sabe que de no habernos encontrado no habrías visto nunca a nadie en este lugar y hubieses muerto de miseria, sin que nadie hubiera sabido nada más de ti. Gracias a mí, podrás vivir y regresar a tu patria”. Hice votos por él, y le di las gracias por su bondad y su virtud. Mientras así hablábamos, salió el caballo marino, dio un gran relincho y saltó encima de la yegua. Cuando hubo satisfecho su deseo, quiso llevársela consigo, pero no pudo; mientras el macho relinchaba y daba coces, el palafrenero empuñó la espada y cogió un escudo; salió por la puerta de la habitación y llamó a sus compañeros: “¡Adelante! ¡Hacia el corcel!” Avanzaba golpeando con la espada en el escudo; salió una multitud de lanceros gritando. El corcel se asustó, se arrojó al mar como si fuese un búfalo, y desapareció debajo del agua. El hombre se detuvo un momento y esperó a que sus compañeros se acercasen. Cada uno llevaba una yegua. Al verme con él, me preguntaron qué me había ocurrido. Yo les repetí la historia. Se acercaron a mí, extendieron el mantel, y me invitaron.
»Comí con ellos. Después se levantaron, montaron a caballo y me invitaron a hacer lo mismo. Viajamos sin interrupción hasta llegar a la ciudad del rey Mihrachán. Se presentaron ante éste y lo informaron de mi historia. El rey me mandó llamar. Me hicieron entrar y me colocaron delante de él. Yo lo saludé, y él me devolvió el saludo, me dio la bienvenida y me trató honrosamente. Me preguntó cómo me encontraba, y yo le expliqué todo lo que me había ocurrido y todo lo que había visto. Él se admiró mucho y exclamó: “¡Hijo mío! ¡Por Dios que te has librado de un modo inesperado! De no ser así, jamás habrías podido escapar de tales adversidades. ¡Demos gracias a Dios por tu salvación!” Me hizo regalos, me colmó de honores, me convirtió en uno de sus íntimos y me halagó con palabras y buenos tratos. Me nombró administrador del puerto de mar y escribano de todos los buques que tocaran tierra allí.
»Permanecí allí a su lado para cuidar de sus intereses, y él empezó a hacerme dones y favorecerme de varias formas. Me regaló un hermoso vestido de Corte, y me nombró mediador y defensor de los intereses privados. Así continué durante cierto tiempo. Siempre que paseaba por la orilla del mar preguntaba a los comerciantes, a los viajeros y a los marinos la dirección en la que se encontraba la ciudad de Bagdad, con la esperanza de que quizás alguno de ellos me informase y yo pudiera marchar hacia allí, pues ya estaba harto de tan larga ausencia. Mas he aquí que cierto día entré a ver al rey Mihrachán y vi junto a él una muchedumbre de indios. Los saludé, me devolvieron el saludo, me dieron la bienvenida y me preguntaron de qué país era. Les contesté, y a mi vez les pregunté por su patria.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «… Me dijeron que eran gentes de distintas procedencias: unos eran de Sakiriyya[235], de la más noble de sus castas, que no vejaba ni violentaba a nadie; otros eran brahmanes; éstos jamás beben vino, pero viven felices y tranquilos, en medio del juego y de la música; poseen camellos, caballos y ganados. Me explicaron que los indios se dividen en setenta y dos sectas, de lo cual me quedé boquiabierto. En el reino de Mihrachán vi, entre otras, una isla llamada Kabil, en la cual se oye él repicar de adufes y tambores durante toda la noche. Los habitantes de las islas y los viajeros me informaron de que sus habitantes eran gente serena y sensata. También vi en sus aguas un pez que medía doscientos codos de longitud, y otro con cara de búho.
»Durante aquel viaje vi muchas cosas maravillosas, pero si os las contase me extendería demasiado. Seguí visitando aquellas islas, hasta que cierto día en que estaba a orilla del mar, con un bastón en la mano, según mi costumbre, vi que una nave se acercaba repleta de comerciantes. Cuando llegó al puerto, la registré. El capitán arrió las velas, echó las anclas, tiró la escala, y los marineros bajaron a tierra todo lo que transportaba el buque. El desembarque fue lento, y yo, en pie, efectué el registro. Pregunté al capitán: “¿Ha quedado algo en tu buque?” “Sí, señor mío. Tengo aún mercancías en la cala, puesto que su dueño pereció ahogado en cierta isla, mientras navegábamos. Sus mercancías han quedado confiadas a nosotros, y nos proponemos venderlas y sacar su precio para entregárselo a su familia, que reside en la ciudad de Bagdad, morada de paz.” “¿Cómo se llamaba el dueño de esas mercancías?” “Sindbad el marino.”
»Al oír estas palabras, clavé la mirada en él, lo reconocí y grité con fuerza: “¡Capitán! He aquí al dueño de esas mercancías, pues soy Sindbad el marino, el que desembarcó en la isla al mismo tiempo que los demás comerciantes. Cuando el pez se movió con nosotros y tú nos avisaste, sólo pudo embarcar parte de la gente. Yo no pude hacerlo, pero Dios (¡ensalzado sea!) me protegió y me salvó de morir ahogado, gracias a uno de los troncos en que habían lavado los viajeros. Me subí a él, chapoteé con los pies, y los vientos y las olas me empujaron hacia esta isla. Puse el pie en ella, y Dios (¡ensalzado sea!) me auxilió y me permitió encontrar a los palafreneros del rey Mihrachán, quienes me condujeron hasta esta ciudad y me presentaron a su rey. Referí a éste toda mi historia, y él me favoreció y me nombró escribano del puerto de esta ciudad. Así he prosperado en su servicio y he alcanzado su favor. Esos fardos que tienes constituyen mis mercancías y son mi propiedad”.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «El capitán replicó: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Ya no quedan personas fieles ni honradas”. “¡Capitán! ¿Por qué dices eso? Tú me has escuchado, y yo te he referido mi historia.” “Es que tú, al oírme decir que tengo unas mercancías cuyo dueño se ha ahogado, quieres apropiarte de ellas sin derecho alguno, y esto constituye un pecado. Nosotros hemos visto cómo él se ahogaba. Con él había otros muchos pasajeros, y ninguno se ha salvado. ¿Cómo puedes pretender que eres el dueño de las mercancías?” “¡Capitán! Escucha mi historia y atiende mis palabras. Verás cómo digo la verdad; la mentira es un distintivo de los hipócritas.” Le referí todo lo que me había sucedido con él desde el momento en que zarpamos de la ciudad de Bagdad hasta llegar a la isla en que nos hundimos, y añadí algunos detalles de hechos ocurridos entre nosotros dos. El capitán y los comerciantes vieron entonces que decía la verdad, me reconocieron y me felicitaron por haberme salvado. “¡Por Dios! ¡No creíamos que hubieses podido escapar del naufragio! ¡Dios te ha concedido una nueva vida!”
»Me entregaron mis mercancías, y encima de los fardos encontré escrito mi nombre; no faltaba nada. Los abrí, saqué un objeto precioso, muy caro, y di instrucciones a los marineros de que lo desembarcasen. Lo llevé al rey, se lo ofrecí como regalo y lo informé que se trataba de la nave en que yo había viajado. Le dije que habían llegado todas mis mercancías, sin faltar nada, y que aquel regalo lo había sacado de ellas. El rey se admiró mucho de todo aquello, y vio que era verdad cuanto le había referido. Como me quería, me honró más y más, y a cambio de mi regalo me hizo muchísimos dones. Después vendí mis efectos y los objetos que llevaba, y gané muchísimo. Compré mercaderías, objetos y utensilios de aquélla ciudad.
»Cuando los comerciantes que iban en el buque iban a reemprender el viaje, embarqué todo lo que poseía y fui a ver al rey: le di las gracias por sus favores y por su generosidad, y le pedí permiso para regresar a mi país, junto a mi familia. Me lo concedió, y en el momento de la partida me regaló gran número de productos de aquella ciudad. Me despedí de él, embarqué y emprendimos el viaje con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!). Tuvimos buena estrella, el destino nos fue favorable, y no paramos de navegar noche y día hasta que llegamos, sin novedad, a Basora. Desembarcamos y permanecimos poco tiempo en ella. Yo estaba contento por haberme salvado y haber podido regresar a mi tierra.
»Luego me dirigí a Bagdad, morada de paz, llevando muchos fardos, utensilios y objetos muy valiosos. Corrí a mi barrio, entré en mi casa, y acudieron a verme todos mis parientes y amigos. Me compré gran número de eunucos, criados, mamelucos, concubinas y esclavos. Adquirí casas, fincas y terrenos en mayor cantidad que los que había tenido. Empecé a frecuentar el trato de los amigos y conocidos, aún más estrechamente que antes. Olvidé todas las fatigas, penas, añoranzas y terrores que había sufrido durante el viaje, y sólo me preocupé de los placeres, de las alegrías, de los guisos exquisitos y de las buenas bebidas y continué viviendo de esta manera.
»Esto es lo que hace referencia a mi primer viaje. Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, os contaré la historia del segundo de mis siete viajes.»
Sindbad el marino invitó a cenar a Sindbad el faquín y mandó que le diesen cien mizcales de oro. Le dijo: «Hoy nos has alegrado con tu compañía». El faquín le dio las gracias, cogió lo que le regalaba y se marchó a sus asuntos, admirándose mucho al pensar en aquello que puede suceder a las personas. Pasó la noche en su domicilio, y al llegar la mañana siguiente corrió a casa de Sindbad el marino y entró. Éste le dio la bienvenida, lo honró, lo hizo sentar a su lado, y cuando llegaron los restantes amigos, les sirvieron de comer y beber. El tiempo transcurrió agradable y alegremente.
Sindbad el marino empezó a explicar: «Sabed, hermanos míos, que yo vivía en la más dulce de las vidas y en la felicidad más absoluta, conforme os conté ayer».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Pero cierto día se me ocurrió emprender un viaje por otras tierras, ya que en mi interior ansiaba volver a comerciar y a recorrer los países y las islas y hacer buenos negocios. Resuelto a hacerlo, saqué gran parte de mis riquezas y compré con ellas mercancías y objetos apropiados para el viaje, las embalé y me dirigí a la orilla del río. Encontré un buen buque, nuevo, que tenía una hermosa vela de tela, numerosos tripulantes y aparejos. Mandé embarcar mis fardos, y subí a bordo junto con una multitud de comerciantes. Zarpamos aquel mismo día, y navegamos felizmente de mar en mar y de isla en isla. En todos los lugares en que anclábamos, recibíamos a los comerciantes, a los magnates del reino, a los vendedores y a los compradores. Vendíamos, comprábamos y cambiábamos las mercancías.
»Así seguimos hasta que el hado nos condujo a una hermosa isla con multitud de árboles cargados de frutos maduros, flores olorosas, pájaros cantores y riachuelos cristalinos. Pero en ella no había casas ni hogares de fuego. El capitán ancló junto a la costa, y los comerciantes y viajeros desembarcaron en la misma, contemplaron los árboles y los pájaros que en ella vivían y alabaron al Dios único y todopoderoso, admirados del poder del Rey omnipotente. Yo desembarqué al mismo tiempo que los demás, me senté al lado de una fuente de agua cristalina, y como llevaba algo de comer, me instalé en aquel lugar y me comí lo que Dios (¡ensalzado sea!) me había deparado. El céfiro era muy agradable, y el tiempo, magnífico, por lo que me entró la pesadez del sueño: me quedé dormido con aquella brisa tan placentera y aquellos penetrantes perfumes.
»Al levantarme no encontré a nadie. El buque había zarpado, sin que nadie de los pasajeros o tripulantes se acordasen de mí; me habían abandonado en la isla. Me volví a derecha e izquierda pero no vi a nadie más. Me entró un terror profundo, hasta el punto de que por poco me estalla el corazón de pena y tristeza. Me había quedado sin ninguna de las ventajas del mundo, y no tenía qué comer o beber; además estaba solo. Desesperé de la vida y dije: “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe. Si la primera vez me salvé y encontré quien me llevase consigo desde aquella isla hasta la civilización, esta vez no creo que vuelva a tener la misma suerte”. Empecé a llorar y a lamentarme, y me entró tal rabia, que me maldije a mí mismo por lo que había hecho: volver a viajar y fatigarme, después de haberme instalado cómodamente en mi casa y en mi país, en donde vivía satisfecho y tenía a mi disposición comidas, bebidas y vestidos magníficos, sin necesitar dinero ni mercancías.
»Me arrepentí de haber abandonado Bagdad y emprendido un viaje por mar después de haber sufrido tantas fatigas y haber estado a punto de morir en el primero. Exclamé: “¡Nosotros somos de Dios, y a Él volvemos!” Me volví casi loco. Me puse de pie rabiosamente y empecé a recorrer la isla en todas direcciones, sin poder detenerme en ningún sitio. Después me subí a un árbol altísimo y extendí la mirada en derredor, sin ver más que agua, árboles, pájaros, islas y arenas. Al mirar más atentamente distinguí algo blanco y muy grande que había en la isla. Bajé del árbol, me dispuse a ver de qué se trataba y marché en aquella dirección. Era una gran cúpula blanca, muy elevada y de gran circunferencia. Me acerqué, di la vuelta en torno a ella y no encontré ninguna puerta ni tuve fuerza ni agilidad suficientes, dado lo lisa que era, para trepar por ella. Señalé el sitio en que me encontraba y medí su circunferencia: tenía cincuenta pasos justos.
»Empecé a pensar qué hacer para conseguir entrar, pues se acercaba la noche. De repente se ocultó el sol. Pensé que tal vez había sido tapado por una nube, pero como estábamos en verano me extrañó. Levanté la cabeza y vi un pájaro enorme, de gigantesco cuerpo y descomunal envergadura de alas, que surcaba el aire. Había tapado el sol a su paso. Me admiré muchísimo, y recordé una historia…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «… Recordé una historia] que había oído hacía tiempo a los viajeros y caminantes: En una isla vivía un pájaro enorme, llamado ruj, que alimentaba a sus polluelos con elefantes. Entonces me convencí de que la cúpula que estaba viendo era un huevo de ruj, y me admiré de la creación de Dios (¡ensalzado sea!). Mientras me encontraba en esta situación, el pájaro descendió sobre la cúpula, empezó a incubarla con las alas, y apoyando las patas en el suelo por detrás, se durmió encima. ¡Gloria a Aquel que no duerme! Entonces deshice el turbante que llevaba en la cabeza, lo doblé y lo trencé hasta que quedó transformado en una cuerda; me ceñí la cintura con él y me até al pie de aquel pájaro lo más fuertemente que pude. Me dije: “Éste tal vez me conduzca a los países habitados y civilizados. Prefiero hacer esto a continuar en la isla”. Pasé aquella noche en vela, temeroso de dormirme y de que el pájaro arrancase a volar estando yo inconsciente.
»Al hacerse de día, el ave se levantó del huevo, dio un grito fortísimo y se elevó conmigo por los aires. Creí que había llegado a las nubes. Luego descendió hasta posarse en el suelo, en un lugar elevado. En cuanto toqué tierra me apresuré a desatarme, pues temía que el bicho advirtiese mi presencia; pero no notó nada. Luego de haber desatado el turbante y de haberme desligado de su pata empecé a andar por aquel lugar. El ruj cogió algo entre sus garras y se echó a volar de nuevo. Me fijé en lo que llevaba: era una serpiente enorme, que transportaba en dirección al mar. Me admiré mucho de todo esto, y paseé por el lugar. Me encontraba en un altozano, a cuyo pie corría un río profundo y ancho, encajonado entre montañas elevadísimas, cuyas cimas no alcanzaba a distinguir; nadie tiene fuerzas suficientes para escalarlas. Al ver aquello, me dije: “¡Ojalá me hubiese quedado en la isla, que era más hermosa que este lugar desértico! Por lo menos allí había variadas clases de fruta para comer, y riachuelos en los que beber. En cambio, aquí no hay ni árboles, ni frutos, ni ríos. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Escapo de una calamidad para caer en otra mayor y más peligrosa!”
»Me puse en pie, traté de animarme y empecé a recorrer el valle. Todo su suelo estaba cubierto de diamantes; los metales preciosos y las gemas afloraban por doquier; había porcelana y ónice: ésta es una piedra dura, seca, que ni el hierro ni la roca pueden tallar ni partir; únicamente puede hacerse esto con la piedra de plomo. Todo el valle estaba lleno de serpientes y víboras, cada una de las cuales tenía el tamaño de una palmera; eran tan enormes, que podrían muy bien tragarse un elefante. Aparecían por la noche y se ocultaban durante el día, dado el temor que les infundían el pájaro ruj y las águilas, que, no sé por qué razón, las cogen para despedazarlas. Me arrepentí de lo que había hecho, mientras exclamaba: “¡Por Dios! He precipitado mi muerte”.
»Se acercaba la noche, y yo seguía recorriendo el valle en busca de un lugar en el que poder dormir, pues aquellas serpientes me causaban pánico. Me había olvidado de comer y de beber, preocupado sólo de salvar mi vida. Distinguí cerca una cueva y me encaminé hacia ella. La boca era estrecha. Me metí, vi una gran piedra junto a la puerta, la empujé y cerré con ella la entrada. Me dije: “Al menos aquí estaré a seguro. Cuando se haga de día, saldré y veré qué es lo que hace el destino”. Me metí más hacia el interior de la cueva y vi que en el fondo había una enorme serpiente, que dormía incubando sus huevos. Temblé de miedo, los pelos se me erizaron, y me entregué en manos del destino. Permanecí despierto casi toda la noche, y al llegar la aurora removí la piedra que obstruía la entrada y salí de la cueva como si fuese un borracho; iba mareado por lo largo de la vela, por el hambre y por el miedo.
»Mientras me encontraba en este estado, cayó una res sacrificada delante de mí, sin que viese a nadie. Me admiré mucho de ello y recordé una historia que había oído contar, hacía mucho tiempo, a comerciantes, viajeros y trotamundos. Decían que en los montes de los diamantes había grandes horrores y que nadie podía llegar hasta ellos, pero que los comerciantes que negociaban con estas piedras empleaban un truco para conseguirlas: tomaban una res, la sacrificaban, la desollaban, cortaban la carne a pedazos y la echaban desde lo alto del monte al valle. La carne caía aún fresca, y se adherían a ella algunas de estas piedras. Los comerciantes la dejaban hasta el mediodía, hora a la cual bajaban las águilas y los ruj, cogían la carne entre sus garras y remontaban el vuelo con ella hasta la cima del monte. Entonces, los comerciantes corrían hacia ellos, gritaban y los asustaban, y los animales dejaban la carne; los hombres conseguían así las piedras que se habían adherido, y luego abandonaban la carne a los pájaros y a las fieras llevándose las piedras a su país. Nadie podía conseguir los diamantes si no era por este medio».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Al ver la res sacrificada, me acordé de este relato, me acerqué a ella, recogí muchas piedras preciosas, me las metí en los bolsillos y entre las ropas: en la cintura, turbante y en todos los huecos. Mientras hacía esto vi caer una gran res. Me até a ella con el turbante, me tendí de espaldas y me la coloqué encima del pecho; me agarré a ella y la mantuve elevada. De pronto, un águila se abatió sobre la presa, la cogió entre sus garras y levantó el vuelo, mientras yo seguía colgado de ella. Se posó en lo más alto del monte, y ya iba a empezar a desgarrarla, cuando se oyó un gran griterío y ruido con leños. El águila, asustada, levantó el vuelo y yo me desprendí de la res. Mis vestidos estaban tintos de sangre.
»Me quedé allí, y pude ver cómo el comerciante que había asustado al águila se acercaba a la res. Al verme, fue presa del temor. Se acercó a la carne, la removió y no encontró nada. Lanzó un grito y exclamó: “¡Qué desilusión! ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡Refugiémonos en Dios frente a Satanás, el Lapidado!” En su dolor, daba palmadas y decía: “¡Qué pérdida! ¿Qué significa esto?” Me acerqué hacia él, y me preguntó: “¿Quién eres? ¿Cómo has venido hasta este lugar?” “No te asustes ni tengas miedo. Soy un hombre de bien, un comerciante, y mi historia es larga y prodigiosa. La manera cómo he llegado hasta aquí constituye un portentoso relato. No temas, pues recibirás de mí lo que te ha de hacer feliz, ya que tengo multitud de diamantes, y te daré de ellos una cantidad suficiente. Una cualquiera de mis piedras es más hermosa que todo lo que tú pudieras procurarte. No te asustes ni temas.” Entonces aquel hombre me dio las gracias, me bendijo y habló conmigo. Los comerciantes —cada uno de los cuales había tirado una res—, al oír que yo hablaba con su compañero, se acercaron. Al llegar junto a nosotros nos saludaron, me felicitaron por haberme salvado y me llevaron con ellos.
»Yo les referí toda mi historia, lo mucho que había sufrido durante mi viaje, y les expliqué cómo había conseguido llegar allí. Al dueño de la res de la cual me había colgado, le di una buena parte de mis diamantes. Se alegró mucho, me bendijo y me dio las gracias. Los comerciantes me dijeron: “¡Por Dios! ¡Éste te ha concedido una nueva vida, pues nadie antes que tú ha conseguido llegar a este sitio y escapar de él! ¡Gracias a Dios, que te ha salvado!” Pasamos la noche en un lugar agradable y seguro, y yo estaba muy contento por haber podido escapar del valle de las serpientes y llegar a un país civilizado. Cuando se hizo de día levantamos el campo, emprendimos la marcha por aquel gran monte y vimos numerosas serpientes en el valle. Estuvimos andando hasta llegar a un jardín situado en una grande y hermosa isla, en la que están los árboles de los que se extrae el alcanfor. Cada uno de ellos arroja una sombra que puede cobijar a cien hombres. Cuando se quiere obtener el alcanfor, se hace un agujero, con un instrumento largo, en la parte más alta, y se recoge el agua de alcanfor que cae, y que se espesa como la goma; este líquido es la savia del árbol. Después, el árbol se seca y sólo sirve para leña.
»En esa isla hay unos animales llamados rinocerontes. Pastan en ella de la misma manera que las vacas o los búfalos en nuestro país, pero el cuerpo de esos animales es mayor que el de un camello, y se alimentan de forraje. Son unas bestias enormes, provistas de un grueso cuerno en medio de su cabeza; la longitud de éste es de diez codos, y en él se distingue la figura de un hombre. También hay vacas. Los marinos, los viajeros y los trotamundos que recorren los montes y las tierras nos han referido que el rinoceronte puede llevar un gran elefante clavado en el cuerno, y pasta, con él, en la isla y en las playas sin darse cuenta. El elefante muere clavado en el cuerno, y el calor del sol va derritiendo sus grasas, que caen en la cabeza del rinoceronte, le entran en los ojos y lo ciegan. Entonces el animal se tiende en la playa hasta que llega el ave ruj, lo coge con sus garras y vuela con él para entregárselo, junto con lo que lleva en el cuerno, como alimento para sus polluelos.
»En aquella isla vi muchas especies de búfalos que no existen entre nosotros. También había muchísimos diamantes, como los que yo había guardado en mi bolsillo. Mis compañeros me los cambiaron por mercancías y otros objetos, me dieron dirhemes y dinares y yo seguí viajando con ellos, visitando los países y contemplando lo creado por Dios, de valle en valle y de ciudad en ciudad. Vendimos y compramos hasta llegar a Basora. Permanecimos en ella algunos días, después de los cuales yo me vine a Bagdad…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «… Después yo me vine a Bagdad,] morada de paz. Me dirigí a mi barrio y entré en mi casa llevando muchísimos diamantes de todas clases, grandes riquezas, objetos y mercancías magníficas. Me reuní con mis familiares y parientes; hice limosnas, regalos y dones a todos mis allegados y amigos, y volví a comer bien, a beber mejor, a llevar buenos vestidos y a tener una intensa vida de relación. Olvidé todo lo que había sufrido. Mi vida transcurrió feliz, tranquila y alegre entre la música y los juegos. Todos los que se enteraban de mi regreso acudían a verme, a interrogarme por mi viaje y por la situación de los distintos países. Yo los informaba y les contaba lo que había pasado y lo que había sufrido. Se admiraban de mis muchas penalidades, y me felicitaban por haberme salvado. Esto es lo último que me ocurrió durante mi segundo viaje. Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, os contaré lo que me sucedió en el tercer viaje.»
Cuando Sindbad el marino hubo terminado de contar su historia a Sindbad el faquín, todos los presentes estaban admirados. Cenaron, y entonces Sindbad el marino ordenó que entregasen a su homónimo cien mizcales de oro. Los cogió y se marchó a sus cosas, admirado de lo mucho que había llegado a sufrir Sindbad el marino. Cuando estuvo en su casa, rezó por él.
Al amanecer del día siguiente, Sindbad el faquín, siguiendo la orden de su homónimo, se dirigió al domicilio de éste. Entró y le dio los buenos días. Recibió la bienvenida y se sentó con él hasta que hubieron llegado todos los amigos y contertulios. Comieron, bebieron, se distrajeron y estuvieron alegres y contentos. Después, Sindbad el marino empezó a hablar.
Dijo: «Sabed y oíd, hermanos, la historia de este viaje, pues es más maravillosa que las precedentes. Dios conoce mejor que nadie sus misterios, y es el más sabio. Así, cuando hacía ya tiempo que regresé del segundo viaje, estaba satisfecho, feliz y contento por haberme salvado, pues había obtenido muchísimos bienes conforme os conté ayer —Dios me había hecho recuperar todo lo que habla perdido—. Permanecí en Bagdad cierto lapso de tiempo, viviendo feliz, satisfecho, alegre y tranquilo. Pero mi espíritu me impulsó de nuevo a viajar, a ver otras cosas, y se apoderó de mí la tentación de comerciar y obtener ganancias y beneficios. ‘El espíritu nos empuja siempre al mal.’[236] Me decidí, y compré muchas mercancías apropiadas para los viajes por mar, las enfardé para la travesía y me dirigí con ellas hasta Basora.
»Me acerqué a la orilla del mar, vi una gran nave repleta de comerciantes y pasajeros, gentes de bien y personas excelentes y buenas, religiosas, bienhechoras y piadosas. Me embarqué con ellas y navegamos con la bendición, la ayuda y el auxilio de Dios, y con buenos augurios de tener un magnífico viaje, sin incidentes. Navegamos de mar en mar, de isla en isla y de ciudad en ciudad. Visitábamos todos los lugares por los que pasábamos, y en ellos vendíamos y comprábamos. Estuvimos contentos y felices hasta que, cierto día en que navegábamos por alta mar, en donde las olas entrechocan, el capitán, que estaba en un lado de la embarcación oteando la superficie del agua, empezó a abofetearse la cara, plegó velas, mandó echar las anclas, se mesó la barba, desgarró sus vestidos y empezó a gritar a grandes voces. Le preguntamos: “¡Capitán! ¿Qué ocurre?” “¡Dios os bendiga, pasajeros! Sabed que el viento nos ha arrastrado hasta el medio del mar. El destino, para nuestro mal, nos ha hecho llegar al Monte de los Monos. Jamás ha escapado nadie de los que han desembarcado en este lugar. Mi corazón presiente que moriremos todos.”
»Cuando el capitán terminó de hablar, los monos ya rodeaban la nave por todas partes. Había tantos, que parecían una nube de langosta. Se extendieron por toda la nave y por tierra. No quisimos matar, golpear ni expulsar a ninguno por miedo a que nos matasen, dado su gran número, ya que éste vence al valor. Temíamos que saquearan nuestros víveres y nuestras cosas. Eran unos bichos muy repugnantes: tenían pelos como las crines del león, su aspecto asustaba, y nadie podía entender lo que decían. Eran salvajes con los hombres; tenían los ojos amarillos, el rostro negro, y el cuerpo, menudo. Su alzada era de unos cuatro palmos. Subieron por las cuerdas del ancla, las cortaron con los dientes y rompieron todos los cables que estaban en las bandas de la nave: el viento empujó la nave, la arrastró y fue a encallar en el monte. Los monos se agarraron a todos los mercaderes y comerciantes y desembarcaron en la isla; se apoderaron de la nave y de todo lo que contenía, y se marcharon. Mientras permanecimos en aquella isla, comimos de sus frutos, verduras y productos naturales, y bebimos el agua de sus ríos. En medio de ella descubrimos un gran edificio, y nos dirigimos hacia él. Era un castillo bien construido, con murallas elevadas y una puerta de madera de ébano, que se abría sobre dos batientes. Entramos en él y fuimos a parar a un sitio que parecía un patio muy grande. Alrededor había muchas puertas altas, y en el centro, un banco grande y elevado. Junto a los hornos estaba colgada una batería de cocina, y a su alrededor, muchos huesos. Pero no encontramos a nadie. Todo esto nos admiró mucho, y nos sentamos un rato en el patio.
»Nos quedamos dormidos hasta la puesta del sol. Entonces tembló la tierra bajo nuestros pies, oímos que alguien gritaba en el aire y vimos que desde lo más alto del castillo bajaba hacia nosotros un ser enorme, con figura humana: negro, de estatura tan elevada, que parecía ser una palmera gigante; sus ojos parecían carbones encendidos, y sus colmillos eran semejantes a los del cerdo; su desmesurada boca parecía la abertura de un pozo; los labios eran como los de un camello, y le colgaban hasta el pecho; las orejas, como dos tapetes, le caían por los hombros, y sus uñas parecían las garras de las fieras. Al ver aquella aparición perdimos el conocimiento, el terror nos invadió, el miedo aumentó, y permanecimos inmóviles como muertos por el miedo, temor y espanto.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Cuando hubo descendido, se sentó un momento en el banco. Después se levantó y se acercó a nosotros, me cogió a mí y me levantó del suelo: me palpó y me dio vueltas como si se tratara de un pequeño bocado. Me reconoció del mismo modo que el matarife hace con la res que va a degollar. Me encontró débil por el mucho terror y flaco por la mucha fatiga y el viaje: no tenía carne. Entonces me soltó y cogió a otro; le hizo lo mismo que había hecho conmigo y lo soltó también. Así fue palpándonos y reconociéndonos uno tras otro, hasta que llegó al capitán del buque. Era un hombre grueso, robusto, de anchas espaldas, fuerte y recio. Éste le gustó: lo agarró del mismo modo que el matarife sujeta a la res, lo tiró al suelo y le aplastó el cuello con el pie. Luego cogió un largo asador, se lo metió por la garganta y lo sacó por el ano, encendió un buen fuego, colocó encima el cuerpo del capitán y fue dándole vueltas sobre los carbones hasta que la carne estuvo en su punto. Lo sacó del fuego, se puso delante de él y lo trinchó como un hombre trincha un pollo. Empezó a cortar la carne con las uñas y fue comiendo hasta dejar sólo la piel y los huesos; los tiró a un lado del castillo, se sentó un rato y después se tumbó y se quedó dormido encima del banco; al roncar emitía un ruido semejante al mugir de los carneros o de los animales en el momento en que los sacrifican. Durmió hasta por la mañana, y entonces se levantó y se fue.
»Cuando nos cercioramos de que estaba lejos, hablamos y lloramos al considerar la forma en que íbamos a perder la vida, y dijimos: “¡Ojalá hubiésemos muerto ahogados, o los monos nos hubiesen comido! Era preferible a morir asados en las brasas. Es terrible. Pero lo que Dios quiere que sea, es, y no hay fuerza ni poder más que en Dios, el Altísimo, el Grande. Ya hemos muerto de angustia, y nadie sabrá nunca lo que nos ha sucedido. No hay medio de escapar de este lugar”. Salimos y recorrimos la isla en busca de un lugar en el que ocultarnos. Cualquier muerte nos parecía poca cosa comparada con la que nos reservaba aquel monstruo. Cayó la tarde sin que encontrásemos lugar en que ocultarnos. Tan asustados estábamos, que volvimos al castillo y nos sentamos un poco. Al cabo de un momento la tierra tembló de nuevo bajo nosotros y volvió a aparecer aquel negro. Se acercó a nosotros y volvió a hacer la misma operación, hasta que encontró uno que le gustó. Lo cogió e hizo con él lo mismo que hiciera con el capitán el día anterior: lo asó y se lo comió sentado en aquel banco. Durmió toda la noche de un tirón, roncando con un ruido que parecía ser el estertor de un animal degollado. Al hacerse de día se levantó y se marchó.
»Nos reunimos y volvimos a hablar: “¡Por Dios! ¡Más valdría arrojarnos al mar y morir ahogados, antes que permanecer esperando este género de muerte, que es horrible!” Uno dijo: “¡Oíd mis palabras! Hemos de ingeniárnoslas para darle muerte: así nos libraremos de nuestra preocupación, y los musulmanes se salvarán de un enemigo, de su opresor”. Yo les dije: “¡Oíd, hermanos! Si hemos de matarlo, cojamos estos maderos y transportemos parte de esta leña para hacer con ella una embarcación. Después de haberla construido nos las ingeniaremos para darle muerte, subiremos al bote y nos internaremos en el mar a la buena de Dios, o bien permaneceremos aquí hasta que pase cerca un buque y podamos embarcar en él. Si no pudiésemos matarle, embarcaríamos, nos meteríamos mar adentro, y, aunque nos ahogáramos, habríamos evitado el ser sacrificados y asados al fuego. Si nos salvamos nos salvamos, y si nos ahogamos morimos mártires”. Todos lo aprobaron: “¡Por Dios! Ésta es una opinión certera, y un buen modo de obrar”.
Nos pusimos de acuerdo sobre el asunto y empezamos a ponerlo en práctica. Transportamos los maderos fuera del castillo, construimos un bote, lo colocamos en la orilla del mar y depositamos en él algunos víveres. Después regresamos al castillo.
»Al caer la tarde, la tierra tembló bajo nosotros, y el negro compareció: parecía un perro rabioso. Empezó a palparnos y a darnos vueltas uno tras otro; cogió uno e hizo con él lo mismo que con los dos anteriores: se lo comió y se durmió encima del banco; sus ronquidos parecían truenos. Entonces nos levantamos, cogimos dos de los asadores de hierro y los pusimos al fuego hasta que se quedaron al rojo vivo y se asemejaron a dos brasas. Nos acercamos con ellos al negro, que seguía durmiendo y roncando. Se los introdujimos en sus ojos y los apretamos con todas nuestras fuerzas, metiéndolos hasta el fondo; sus ojos quedaron destruidos, y él dio un grito enorme que nos atemorizó. Se levantó, rápido, del banco y empezó a buscarnos a tientas; y nosotros podíamos esquivarlo, pues había quedado privado de la vista. Pero, aun así, creímos que había llegado la hora de nuestra muerte, y desesperamos de salvarnos. A tientas se dirigió hacia la puerta y salió gritando. Nosotros seguíamos aterrorizados, pues la tierra temblaba debajo de nosotros por la fuerza de sus gritos. Salió del castillo en busca de auxilio para capturarnos. Volvió acompañado de una hembra, más grande que él y de aspecto aún más salvaje. Al verlo al lado de un ser más repugnante aún, quedamos completamente aterrorizados. Corrimos al bote que habíamos construido, nos embarcamos y nos hicimos a la mar. Pero ellos cogieron grandes piedras y empezaron a tirárnoslas, y así murieron lapidados casi todos los nuestros; sólo quedamos tres.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «El bote nos llevó a una isla. Anduvimos hasta que nos sorprendió la noche. Dormimos un poco, y despertamos de nuestro sueño; vimos que una gran serpiente, de cuerpo enorme y dilatado vientre, nos había rodeado, y, dirigiéndose a uno de nosotros, lo engulló hasta los hombros y luego tragó lo que quedaba; oímos cómo se rompían sus huesos en el vientre. Luego se marchó. Atemorizados, empezamos a pensar en la suerte que nos aguardaba. Dijimos: “¡Por Dios! ¡Esto es algo portentoso! ¡Cada nuevo género de muerte es peor que el anterior! Nos alegrábamos de haber escapado del negro, y ahora nos encontrábamos con algo peor. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡Por Dios! Nos hemos salvado del negro y de morir ahogados, pero ¿cómo lograremos salir de esta nueva calamidad?” Nos pusimos de pie, recorrimos la isla, comimos sus frutos y bebimos el agua de sus ríos. No nos detuvimos hasta el atardecer, en que encontramos un árbol grande y alto. Nos subimos a él y dormimos en la copa. Yo trepé hasta la rama más alta.
»Al llegar la noche volvió la serpiente y buscó a derecha e izquierda. Después se acercó al árbol en que nos encontrábamos, trepó hasta alcanzar a mi compañero y lo engulló hasta los hombros; se enroscó en el árbol y oí el ruido que producían los huesos al romperse dentro de su vientre; luego se lo acabó de tragar. Yo lo vi con mis propios ojos. Después, la serpiente bajó del árbol y se fue. Yo seguí allí el resto de la noche. Cuando se hizo de día y brilló la luz, bajé de la copa con el aspecto de un muerto, tales eran mi terror y mi miedo. Quería arrojarme al mar para quedar libre de las preocupaciones de este mundo, pero no me fue fácil librarme de la vida, pues ésta nos es cara. Me até un sólido madero a lo largo de los pies, y otros, iguales, al lado izquierdo, al derecho y en el vientre, y uno ancho, del mismo tamaño que el de los pies, encima de la cabeza. Había atado los tableros firmemente, y me tendí en el suelo dispuesto a dormir en medio de ellos. Los tablones me rodeaban como si estuviese en una maqsura. Al llegar la noche vino la serpiente, según su costumbre, me miró e intentó cogerme; pero no pudo engullirme, pues yo me encontraba en aquella posición, y los maderos me defendían por todas partes; me rodeó, mas no pudo alcanzarme. Yo lo contemplaba todo con mis propios ojos y eran tales mi miedo y terror, que parecía un muerto.
»Repetidas veces la serpiente se alejó y volvió a acercarse, pero siempre que intentaba darme alcance para engullirme, se lo impedían aquellos tableros, que me protegían por todas partes. Siguió haciendo lo mismo desde la puesta del sol hasta que apareció la aurora, se hizo claro y salió el sol. En este momento se marchó enfurecida. Yo extendí la mano y me quité los maderos: estaba como si fuese un muerto por lo mucho que me había hecho sufrir aquel animal. Me puse de pie y empecé a andar hasta llegar a un extremo de la isla. Desde allí miré hacia el mar y vi una nave en la lejanía, en medio de las olas. Cogí una gran rama de árbol, hice señas con ella y me puse a gritar. Al verme, dijeron: “Vayamos hacia allí, pues tal vez se trate de un hombre”. Se acercaron más y oyeron mis gritos. Entonces llegaron a mi lado y me llevaron con ellos a la nave. Me preguntaron cómo había llegado allí, y yo les expliqué todo lo que me había ocurrido y las muchas calamidades sufridas, desde el principio hasta el fin. Se admiraron grandemente de todo y me dieron vestidos y cubrieron mis desnudeces. Después me ofrecieron alimentos. Yo comí hasta hartarme, y luego bebí agua fresca, con lo cual mi corazón recuperó fuerzas, y mi alma se tranquilizó, y me sentí invadido por un gran bienestar: Dios (¡ensalzado sea!) me había devuelto a la vida después de estar muerto. Alabé a Dios (¡ensalzado sea!) y le di las gracias por sus abundantes favores. Me reanimé tanto, después de haber estado seguro de mi muerte, que llegué a imaginar que todo aquello había sido un sueño. Viajamos con buenos vientos y con la complacencia de Dios (¡ensalzado sea!), hasta que divisamos una isla llamada Salahita, y el capitán mandó fondear en ella.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Todos los comerciantes y pasajeros desembarcaron, sacaron sus mercancías y vendieron y compraron. El dueño de la embarcación se volvió hacia mí y me dijo: “Escucha: Tú eres un pobre extranjero, y nos has explicado que has sufrido muchas penalidades. Deseo serte útil y ayudarte a volver a tu país, para que en lo futuro me quedes agradecido”. “Sí lo estaré, y rogaré por ti.” “Sabe que venía con nosotros un viajero, al cual perdimos; ignoramos si vive o ha muerto, pues no hemos oído decir nada de él. Deseo entregarte sus fardos para que los vendas en esta isla y cuides de ellos. Te daré una comisión que equivalga a tu fatiga y a tu trabajo. Lo restante lo guardaremos hasta estar de regreso en Bagdad. Allí preguntaremos por su familia, y le entregaremos las mercancías sobrantes y el importe de lo vendido. ¿Quieres cogerlas y desembarcar en esta isla para venderlas, como hacen los comerciantes?” “¡De buen grado, señor mío! A ti te corresponde el mérito y el favor.” Rogué por él y le di las gracias por lo que hacía. Mandó a los mozos y a los marineros que desembarcaran aquellas mercancías y que me las entregasen.
»El escribano del navío dijo: “¡Capitán! ¿Qué son esos fardos que sacan los marineros y los mozos? ¿A nombre de quién debo inscribirlos?” “Al de Sindbad el marino. Éste es el que venía con nosotros; naufragó en la isla, y ya no hemos vuelto a saber nada más de él. Quiero que este extranjero los venda. Cogeremos su importe, le daremos una cantidad correspondiente a su trabajo, y guardaremos el resto hasta que regresemos a Bagdad. Si lo encontramos le daremos su importe, y si no, se lo entregaremos a sus familiares, que residen allí.” El escribano replicó: “Tus palabras son correctas, y tu opinión, certera”. Cuando oí las palabras del capitán me dije: “¡Por Dios! Yo soy Sindbad el marino, uno de los que naufragaron en la isla”.
»Contuve mi impaciencia hasta que desembarcaron los comerciantes y se reunieron para hablar de cosas referentes a la venta y a la compra. Me acerqué al capitán y le pregunté: “¡Señor mío! ¿Sabes cómo era el dueño de estos fardos que me has entregado para que los venda?” “Sólo sé de él que era un hombre de Bagdad, llamado Sindbad el marino. Anclamos en una isla en la que perdimos muchas personas, entre ellas, Sindbad. Y hasta este momento no tenemos noticias suyas.” Entonces di un grito, y le dije: “¡Dios me libre! Yo soy Sindbad el marino, y no me ahogué. Cuando anclaste en la isla, desembarcaron los comerciantes y los pasajeros. Yo estaba entre ellos, y llevaba unos alimentos, que me comí en un rincón, deleitándome de encontrarme en aquel lugar. Me entró modorra y me quedé profundamente dormido. Al levantarme no encontré el buque ni a nadie. Estos bienes son míos, y estas mercancías me pertenecen. Todos los que comercian en diamantes me han visto aparecer en la cima del Monte de los Diamantes, y atestiguarán que yo soy Sindbad el marino, pues yo les referí mi historia y lo que me había sucedido con vosotros en la nave”. Les di je que, habiéndome dormido, me habían dejado abandonado en la isla, y que cuando me desperté no encontré a nadie y que me había ocurrido lo que me había ocurrido.
»Los comerciantes y pasajeros, al oír mis palabras, se agruparon en torno a mí. Unos creían que decía la verdad, y otros opinaban que era un embustero. En éstas, uno de los comerciantes, al oírme citar el Monte de los Diamantes, se puso de pie, se acercó a mí y dijo: “¡Oíd mis palabras, compañeros! Cuando os referí lo más maravilloso que había visto en mis viajes, os conté que echábamos reses sacrificadas en el Valle de los Diamantes, y que yo había arrojado, como los demás, y conforme era mi costumbre, una res, colgado a la cual subió un hombre. Vosotros no me quisisteis creer y me tratasteis de embustero”. “¡Sí! Nos contaste todo eso, pero no te creemos.” “Éste es el hombre que subió colgado de mi res; es el que me dio tal cantidad de magníficos diamantes, tan caros, que no tienen semejantes, y me recompensó con mucho más de lo que me hubiese proporcionado mi res. Lo llevé conmigo a Basora, desde donde regresó a su país, y nosotros nos despedimos de él y regresamos al nuestro. Es éste, el que nos ha dicho que se llama Sindbad el marino, y que nos acaba de contar cómo zarpó la nave y cómo se quedó en aquella isla. Haceos cargo de que este hombre ha venido aquí para que deis crédito a lo que os expliqué. Todas esas mercancías le pertenecen. Nos habló de ellas al reunirse con nosotros. Está bien claro que dice la verdad.”
»El capitán, al oír las palabras de aquel comerciante, se levantó rápidamente, se acercó a mí y me estuvo mirando fijamente un rato. Me preguntó: “¿Qué contraseñas tienen tus mercancías?” Le repliqué: “Pues éstas y éstas”; y le expliqué las cosas que habían sucedido entre nosotros desde el momento en que me embarqué en Basora. Se convenció de que yo era Sindbad el marino, me abrazó, me saludó y me felicitó por haberme salvado. Luego dijo: “¡Señor mío! ¡Tu historia es portentosa, y lo que te ha sucedido, prodigioso! ¡Loado sea Dios, que nos ha reunido y te ha devuelto tus mercancías y tus bienes!”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Vendí las mercancías, y gracias a mi experiencia gané mucho en aquel viaje. Me felicité por haberme salvado y recuperado mis bienes. Vendimos y compramos en aquellas islas, hasta llegar al país del Sind, en donde también vendimos y compramos. En aquel mar vi una incontable cantidad de cosas portentosas y extraordinarias, entre ellas, un pez en forma de vaca, y otro, en forma de asno; un pájaro que salía de una concha marina, ponía sus huevos y los empollaba en el agua, sin abandonar jamás el mar.
»Seguimos navegando, y Dios permitió que el viento nos fuese favorable y el viaje transcurriese sin contratiempo hasta la llegada a Basora. Permanecí en ésta unos cuantos días, y después me dirigí a la ciudad de Bagdad. Fui a mi barrio, entré en mi casa, saludé a mis familiares, amigos y conocidos, contento por haberme salvado y haber regresado a mi país, junto a mis familiares, a mi ciudad y a mi hogar. Di limosnas y regalos, vestidos a viudas y huérfanos, y me reuní con mis amigos y mis contertulios. Volví a comer bien, a beber, a jugar, a disfrutar y a relacionarme con la gente. Olvidé todo lo que me había ocurrido, las muchas calamidades y terrores sufridos. En este viaje gané tales riquezas, que no se pueden contar ni evaluar. Esto es lo más maravilloso que yo vi en aquel viaje. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, volved mañana y os referiré la historia del cuarto viaje. Es más prodigiosa que las anteriores.»
Sindbad el marino, como ya tenía por costumbre, mandó que diesen al faquín cien mizcales de oro. Ordenó que extendieran el mantel y pusieron la mesa. Llenos de asombro por aquella historia, cenaron juntos, y después se marcharon a sus quehaceres. Sindbad el faquín cogió el oro que le había mandado dar su homónimo, y se marchó, boquiabierto de admiración, por lo que había oído contar a Sindbad el marino. Pasó la noche en su casa, y al amanecer se levantó, rezó la oración matutina, se dirigió a casa de Sindbad el marino, entró y lo saludó. Éste lo recibió con alegría y satisfacción, lo hizo sentar a su lado hasta que hubieron llegado todos sus amigos y les hubieron servido la comida. Comieron, bebieron y disfrutaron. Entonces empezó a hablar y a contarles la historia del cuarto viaje.
Sindbad el marino refirió: «Sabed, hermanos, que cuando regresé a Bagdad me reuní con mis amigos y conocidos y viví en la más completa tranquilidad, satisfacción y alegría. Pronto olvidé los sufrimientos pasados, y me dediqué únicamente a frecuentar el trato con los amigos y conocidos, a distraerme y a disfrutar de la más dulce de las vidas. Pero mi mal espíritu me incitó a viajar de nuevo por otros países. Deseé tratar con los extranjeros y vender y obtener beneficios. Me decidí a hacerlo, compré magníficas mercancías, apropiadas para un viaje por mar, enfardé más bultos que los de costumbre y, desde Bagdad, me dirigí a Basora. Embarqué mis bultos y me reuní a un grupo de las más importantes personas de Basora. Emprendimos el viaje, y la nave, con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!), nos transportó por el mar tumultuoso, de olas procelosas.
»Viajamos sin contratiempo durante un período de noches y de días, de isla en isla y de mar en mar hasta que cierto día nos acometieron unas rachas de viento. El capitán mandó echar las anclas en medio del océano, temeroso de que nos fuésemos a pique. Mientras tanto rezábamos y suplicábamos a Dios (¡ensalzado sea!). Una tromba de viento huracanado cayó sobre nosotros, desgarró las velas y las hizo pedazos. Las gentes, todos los fardos, objetos y bienes que éstas transportaban se fueron a pique. Yo estuve nadando medio día, y, cuando ya me daba por perdido, Dios (¡ensalzado sea!) puso a mi alcance un tablón que había pertenecido a la nave, y, junto con un grupo de comerciantes, me encaramé en él.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Pegados unos a otros, nos pusimos a horcajadas sobre el tablón y remamos con las piernas. Las olas y los vientos nos fueron favorables, y así navegamos un día y una noche. Al día siguiente, por la mañana, se levantó un viento huracanado, el mar se encrespó, y las olas y el viento fueron aumentando en furia. Las olas nos arrojaron a una isla cuando ya estábamos medio muertos por el insomnio, la fatiga, el frío, el hambre, el miedo y la sed. Anduvimos por las orillas de aquella isla y encontramos una planta, muy abundante, de la cual comimos para rehacernos un poco. Pasamos aquella noche en la costa. Al amanecer nos levantamos, recorrimos la costa y descubrimos una construcción en la lejanía. Emprendimos el camino en dirección a aquel edificio, y no nos detuvimos hasta llegar a la puerta. Mientras estábamos parados ante ella, salió una multitud de individuos desnudos, que no nos dijeron nada: nos cogieron y nos llevaron delante de su rey, el cual nos dijo que nos sentáramos. Así lo hicimos.
»Nos sirvieron una comida que no habíamos probado ni visto jamás. A mí, a diferencia de mis compañeros, no me apeteció. El no comer fue para mí un favor que Dios (¡ensalzado sea!) me concedió, puesto que gracias a ello aún estoy con vida. Mis compañeros, después de ingerir aquella comida, perdieron la razón, empezaron a devorar como locos y cambiaron de aspecto. Luego les ofrecieron aceite de nuez de coco, se lo dieron de beber y los cebaron con él. Cuando hubieron bebido este líquido, los ojos de mis amigos se desorbitaron, y empezaron a comer de aquel guiso de manera muy distinta a la que tenían por costumbre. Me quedé perplejo ante lo que les ocurría, y sentí pena por ellos. El temor que me infundían aquellos seres desnudos me llenó de preocupación. Al fijarme bien en ellos vi que eran magos, y el rey, un ogro. Llevan ante él a todos aquéllos que llegan a su país, que ven en el valle o en los caminos. Les hacen comer aquel guiso y los ceban con aceite, que les dilata el vientre y les permite comer mucho; con ello pierden la razón, se les ofusca el entendimiento y se transforman en seres estúpidos. Luego les dan a comer mayores cantidades de aquél guiso y a beber más aceite; así los ceban y los engordan. Después los sacrifican, los asan y se los sirven de comida a su rey. En cambio, los amigos del rey se comen la carne humana sin asarla ni cocinarla.
»Al ver lo que hacían, me desesperé por mí y por mis amigos, los cuales habían perdido la razón, hasta el punto de no saber lo que hacían con ellos. Los indígenas los entregaron a una persona, que cada día los sacaba a apacentar como si fuesen animales. El miedo y el hambre me debilitaron, y caí enfermo. Mi carne llegó a ser como un pergamino lleno de huesos. Al verme así me abandonaron, y ninguno de ellos volvió a acordarse de mí; yo no les preocupé lo más mínimo hasta el punto de que cierto día me las ingenié para escapar y recorrer la isla. Vi a un pastor que estaba sentado en una roca que se elevaba en medio del mar. Al mirar atentamente vi que era el hombre al que habían confiado a mis compañeros para que los llevase a pacer; junto a él había otros muchos. Al verme, comprendió en seguida que estaba en pleno uso de mis facultades mentales, y que no me había sucedido lo mismo que a mis compañeros. Me hizo un signo, que quería decir: “Da la vuelta, sigue el camino que está a tu derecha, y te llevará a la carretera principal”.
»Volví hacia atrás, como aquel hombre me había dicho, y vi un camino a mi derecha. Me eché a andar por él, descansando a ratos, hasta que perdí de vista al hombre que me había señalado el camino. El sol se había ocultado, y las tinieblas se habían derramado por doquier. Me senté para descansar y dormir, pero aquella noche tenía tanto miedo, hambre y cansancio, que no pude conciliar el sueño. A medianoche me levanté, reemprendí el camino y estuve andando hasta el amanecer, hasta que apareció el sol por encima de las colinas y de los valles. Estaba agotado, hambriento y sediento; comí hierbas secas y plantas hasta quedar harto. Luego me levanté, y estuve andando todo el día y toda la noche; cuando tenía hambre comía plantas.
»Seguí caminando siete días con sus siete noches. Al llegar la mañana del octavo día distinguí a lo lejos una forma confusa. Me dirigí hacia ella, y llegué después de la puesta del sol. La miraba desde lejos, con el corazón temeroso por lo mucho que había sufrido. Se trataba de un grupo de personas que recolectaban pimienta. Al verme, corrieron a mi encuentro y me rodearon por todas partes. Me preguntaron: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes?” Les contesté: “Sabed, gentes, que soy un pobre y desgraciado extranjero”. Les referí todas las desgracias y calamidades que había sufrido.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Exclamaron: “¡Esto constituye algo maravilloso! Pero, ¿cómo te libraste de los negros? ¿Cómo has conseguido escapar de ellos? Son muchos, y se comen a los hombres; nadie consigue escapar, ni puede cruzar sus dominios sin peligro”. Les expliqué todo lo que me había ocurrido con ellos, cómo se habían apoderado de mis compañeros y les habían dado a comer un guiso que yo no quise probar. Me felicitaron por haberme salvado, y se admiraron de todo lo que me había sucedido. Me hicieron quedar con ellos hasta que terminaron su trabajo. Me dieron de comer, y, como estaba hambriento, comí hasta quedar harto. Descansé un rato, luego me embarcaron en un buque y me llevaron a su isla. Me presentaron a su rey. Yo lo saludé, y él me acogió favorablemente, me honró y me preguntó cómo me encontraba. Le referí todo lo que me había ocurrido desde que salí de Bagdad hasta aquel momento.
»El soberano y todos los que estaban presentes en la audiencia se admiraron mucho de mi prodigiosa historia. El rey me dijo que me sentase a su lado, yo le obedecí. Mandó que nos acercaran la comida. Comí hasta saciarme, me lavé las manos y di las gracias a Dios por sus favores. Luego dejé al rey y record la ciudad; era una villa populosa, con muchos habitantes y bienes, muchas subsistencias, zocos, mercaderías, vendedores y compradores. Me alegré mucho por haber llegado allí. Mis inquietudes desaparecieron, y me familiaricé con sus habitantes. Éstos y su rey me trataron con más deferencia y honor que a sus propios compatriotas y que a los mismos magnates de la ciudad. Vi que tanto los grandes como los humildes montaban, sin ensillar, estupendos corceles, lo cual me admiró mucho. Pregunté al rey: “¡Señor mío! ¿Por qué no montas con silla? Ésta permite descansar al caballero y aumenta sus fuerzas”. “¿Cómo se hace esa silla? Jamás en la vida hemos visto una, ni hemos montado en ella.” “¿Me permites que te haga una, para que montes en ella y veas lo cómoda que es?” “Hazla.” “Dame maderas.”
»El rey mandó que me facilitaran todo lo que pidiese. Mandé llamar a un experto carpintero y le enseñé a hacer sillas de montar. Después cogí lana, la cardé e hice un fieltro. Pedí piel y con ella forré la silla y la dejé tersa; coloqué las correas y la cincha, y luego se la llevé al herrero y le expliqué cómo se hacían los estribos. Él me hizo uno grande, que yo limé y cubrí con estaño, y lo ligué con tiras de seda. Entonces me acerqué a uno de los mejores corceles del rey, lo ensillé, dejé colgando los estribos, le puse las riendas y se lo presenté al rey. Éste se admiró y quedó satisfecho. Me dio las gracias y montó muy contento por tener aquella silla. Para pagar mi trabajo me entregó una gran cantidad de dinero. Su visir, al ver la silla, me pidió una igual, y yo se la hice. Siguieron luego las peticiones de los grandes del reino y de los magnates. El carpintero y el herrero no tardaron en aprender su trabajo, y empezamos a hacer sillas y estribos y a venderlas a los grandes y a los nobles. Así reuní grandes riquezas, y ocupé un lugar de distinción entre ellos. Me fueron queriendo cada vez más, a medida que iba subiendo de rango junto al rey, a sus cortesanos, a los terratenientes y a los grandes del reino.
»Cierto día me senté en presencia del rey, lleno de alegría y de satisfacción. El soberano me dijo: “Tú eres honrado y respetado entre nosotros, y no sabríamos separarnos de ti ni podríamos consentir que te marchases de nuestra ciudad. Quiero que me obedezcas, sin réplica, en lo que te voy a decir”. “¿Qué es lo que me pides, rey? No te replicaré, ya que me has abrumado de favores, beneficios y dones. ¡Alabado sea Dios! Me he convertido en uno de tus servidores.” “Quiero casarte con una de nuestras mujeres: hermosa, salada, agradable, rica y guapa. Fijarás aquí tu residencia, y vivirás a mi lado, en mi palacio. No me contraríes.” Al oír las palabras del rey me avergoncé, callé y no le di ninguna contestación. Entonces me preguntó: “¿Por qué no me contestas, hijo mío?” “¡Señor mío! ¡Rey del tiempo! ¡A ti te incumbe mandar!” Entonces mandó llamar al cadí, a los testigos y a mi esposa. Apareció una mujer de noble rango, rica, de estupenda belleza y dueña de fincas e inmuebles.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «El rey] me concedió una casa grande e independiente, me dio criados y eunucos y me asignó rentas y sueldos. Viví en reposo, satisfacción y alegría, y olvidé todas las penas, fatigas y desgracias que me habían sucedido. Me dije: “Si regreso a mi país, me la llevaré conmigo”. Pero todas las cosas están predestinadas para el hombre, y nadie sabe lo que le ha de ocurrir. Yo la quería, y ella me amaba mucho; nos habíamos compenetrado, y durante algún tiempo vivimos en la más dulce de las existencias y en el máximo bienestar. Dios (¡ensalzado sea!) dispuso que muriese la esposa de mi vecino; éste era amigo mío, y corrí a darle el pésame por la difunta. Lo encontré muy abatido, afligido, fatigado y obseso. Para consolado, le dije: “¡No te entristezcas tanto por tu mujer! Dios te dará otra mejor, y si Él (¡ensalzado sea!) quiere, vivirás mucho”. Llorando a lágrima viva, me contestó: “¡Amigo mío! ¿Cómo he de poderme casar con otra? ¿Cómo me la cambiará Dios por otra mejor, si sólo me queda un día de vida?” “¡Hermano mío! ¡Vuelve a tu razón! ¡No te augures la muerte, pues te encuentras perfectamente, tienes una magnífica salud!” “¡Amigo mío! Te juro, por tu vida, que mañana me perderás, y no volverás a verme.” “¿Cómo es eso?” “Me sepultarán con mi mujer. En nuestro país tenemos esta costumbre: si muere la mujer, el esposo es enterrado vivo con ella, y si es el marido quien muere, se hace lo mismo con la mujer, que ninguno de ellos disfrute de la vida después de la muerte de su compañero.” Exclamé; “¡Por Dios! Ésta es una costumbre detestable, y nadie puede soportarla”.
»Mientras estábamos hablando, llegaron casi todos los habitantes de la ciudad, y dieron a mi amigo el pésame, por él y por su esposa. Empezaron a preparar a la difunta según era su costumbre. Después llevaron un ataúd y la metieron en él; el hombre los acompañó. Salieron con los dos fuera de la ciudad y se dirigieron a un lugar situado al pie de un monte, que daba al mar. Al llegar, levantaron una gran piedra, y debajo apareció una abertura que parecía la boca de un pozo. Por ella echaron a la difunta, pues debajo del monte había una mina. Después se dirigieron al hombre, lo ataron por el pecho con una cuerda y lo bajaron por la sima, con una jarra de agua dulce y siete panes. Cuando llegó al fondo, se desató, tiraron de la cuerda y taparon la boca del pozo con la gran piedra, tal como estaba antes, y se marcharon a sus quehaceres, dejando a mi amigo, junto a su mujer, en la cisterna. Me dije: “Esta muerte es peor que la primera”. Entré a ver al rey, y le pregunté: “¡Señor mío! ¿Por qué enterráis a los vivos con los muertos?” “Ésa es la costumbre de nuestro país: si muere el esposo, enterramos con él a su esposa, y si muere ésta, enterramos vivo al marido, para que no se separen en la vida ni en la muerte. Tal es la costumbre de nuestros antepasados.” “¡Rey! Si el hombre es extranjero, como yo, y muere antes su esposa, ¿haréis con él lo mismo que habéis hecho con éste?” “Sí; lo enterramos con ella, y hacemos con él lo que has visto.”
»La tristeza y la pena más profundas me desgarraron el corazón; casi perdí el entendimiento, pues empecé a temer que mi mujer muriese antes que yo y que me enterraran vivo con ella. Para tranquilizarme, me dije: “Tal vez yo muera primero, y, además, nadie sabe quién se irá antes, y quién lo hará después”. Fui distrayéndome con mis asuntos, pero había pasado poco tiempo cuando mi mujer cayó enferma, y a los pocos días, murió. Una gran multitud vino a darnos el pésame a mí y a la familia de mi mujer. El mismo rey, siguiendo su costumbre, se presentó también. Después la lavaron y la amortajaron con sus más preciosos vestidos y con sus adornos, collares y alhajas de gemas. Una vez vestida, la colocaron gil el ataúd, la cogieron en andas y la llevaron a aquella montaña. Levantaron la piedra que cubría la boca, de la sima y la arrojaron en ella. Todos mis amigos y los familiares de mi esposa se despidieron de mí, mientras yo gritaba: “¡Soy un extranjero!” Pero ni escucharon mis palabras ni me hicieron caso. Me cogieron, me ataron por la fuerza y, siguiendo su costumbre, me pusieron al lado siete panes y una jarra de agua, y me descolgaron por la sima. Era una cueva enorme, situada debajo de la montaña. Me dijeron: “Quítate la cuerda”. Yo no quise desatarme, y ellos la arrojaron al interior. Después taparon la boca de la sima con la piedra y se marcharon a sus quehaceres.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Había allí multitud de muertos, y su atmósfera era fétida y desagradable. Me censuré a mí mismo por lo que había hecho: “¡Por Dios! ¡Me merezco todo lo que me ha ocurrido!” No distinguía la noche del día, me alimentaba poco y bebía menos, pues temía que se me terminasen los víveres y el agua. Dije: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¿Qué diablos me habrá impulsado a casarme en esta ciudad? Salgo de una calamidad y caigo en otra peor. ¡Por Dios! Este género de muerte es horrible. ¡Ojalá me hubiese ahogado en el mar o hubiera muerto en el monte! Habría sido mejor que esta muerte”. No cesaba de censurarme, dormía encima de los huesos de los muertos, pedía auxilio a Dios (¡ensalzado sea!) y anhelaba la llegada de la muerte, sin llegar a encontrarla en medio de mi desesperación.
»En este estado permanecí hasta que el hambre quemó mis entrañas, y la sed me inflamó. Entonces me senté, busqué el pan a tientas, comí un poco y bebí un sorbo de agua. Luego me incorporé, me puse de pie y empecé a recorrer un lado de aquella cueva. Vi que era muy ancha, y que el fondo estaba vacío; en el suelo había muchos cadáveres y huesos carcomidos desde hacía mucho tiempo. Así me preparé un alojamiento en un lugar de la cueva algo alejado del sitio en que se hallaban los muertos más recientes, y dormía en él. Mis víveres iban disminuyendo sensiblemente. Comía una vez al día, y bebía un solo trago de agua. En esta situación, un día, mientras estaba sentado y meditando acerca de lo que haría cuando se me terminasen los víveres y el agua, vi que quitaban la piedra de su sitio y que la luz llegaba hasta mí. Dije: “¿Qué es esto?” La gente estaba de pie alrededor de la boca de la sima, y bajaron a un hombre muerto y, con él, viva, a su mujer, que lloraba y gritaba. La bajaron con muchos víveres y agua. Yo la observaba, sin que ella me viese. Taparon la boca de la sima con la piedra, y se marcharon a sus quehaceres.
»Me puse de pie, empuñé la tibia de un muerto, me acerqué a ella y le di un golpe en la cabeza, que la hizo caer desmayada; luego le di otro y otro hasta que murió. Cogí el pan, el agua y todo lo que llevaba consigo: numerosos adornos, costosos vestidos, collares, joyas y piedras preciosas. Me senté en el lugar de la cueva que había adecentado para poder dormir. Comí lo imprescindible para mantenerme, a fin de alargarlo. Permanecí en la cueva algún tiempo, y mataba a cuantos vivos llegaban junto con los muertos, para apoderarme del alimento y del agua.
»Cierto día en que estaba durmiendo, me desperté al oír un ruido en un lado de la cueva. Me dije: “¿Qué es esto?” Me incorporé y me dirigí hacia allí, empuñando la tibia de un muerto. Una bestia huyó al notar mi presencia. La perseguí hasta el fondo de la cueva y descubrí un rayo de luz, pequeño como una estrella. Aparecía y desaparecía a intervalos. Empecé a andar en aquella dirección, y conforme me acercaba, la luz era más clara y grande. Entonces vi que la caverna tenía una hendidura que daba al aire libre. Me dije: “Esta grieta tiene que tener una causa: o es otra entrada al cementerio como aquella por la que me bajaron, o una brecha abierta aquí”. Medité un rato, y luego seguí avanzando hacia la luz. Se trataba de un agujero abierto por las fieras para entrar en la gruta y devorar a los muertos. Al comprobarlo, me calmé, mi corazón se tranquilizó, y entonces estuve seguro de volver a la vida. Me parecía estar soñando. Me las ingenié para trepar por la brecha, y me encontré a orillas del mar, sobre un monte que se encontraba entre dos bahías y separaba la isla de la ciudad, de tal modo que nadie podía llegar hasta él. Loé a Dios (¡ensalzado sea!), le di las gracias, me alegré mucho, y mi corazón recuperó sus fuerzas. Entré de nuevo a la cueva para recoger los víveres y el agua que había ahorrado. Cogí ropa de los muertos y la sustituí por la que llevaba encima. Tomé asimismo collares, joyas, aljófares, perlas y objetos de plata y de oro, con incrustaciones de gemas; lo envolví todo en ropa, lo saqué por la brecha y me instalé a orillas del mar.
»Cada día iba a la caverna, sacaba cosas de ella y mataba a cuantos enterraban vivos, tanto si eran hombres como mujeres, y me apoderaba de sus víveres y agua. Después salía y me sentaba para esperar a que Dios (¡ensalzado sea!) me concediese la salvación por medio de un buque que pasase por allí. Todos los objetos de orfebrería que veía en la cueva los sacaba y los empaquetaba en los vestidos de los muertos. Llevé esta vida durante algún tiempo.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Un día, mientras estaba sentado a orillas del mar meditando en mi situación, vi una nave. Cogí un vestido blanco, que había pertenecido a un muerto, lo até a un bastón y corrí con él por la orilla haciendo señales, hasta que me vieron desde el barco. Se acercaron, oyeron mis voces y me enviaron una lancha con tripulantes.
»Cuando estuvieron cerca, me gritaron: “¿Quién eres? ¿Cómo estás en este sitio? ¿Cómo has podido llegar a este monte, en el que nunca hemos visto a nadie?” “Soy un mercader, e iba en una nave que naufragó. Pude encaramarme a un madero, y Dios me ha ayudado haciéndome llegar con mis bultos, después de gran fatiga, a este lugar, gracias a mi esfuerzo y mi destreza.” Me llevaron con ellos y transportaron todo lo que yo había cogido de la caverna, y que estaba envuelto en vestidos y crespones fúnebres. Ya en la nave, me llevaron ante el capitán, quien me preguntó: “¿Cómo has podido llegar a ese lugar? Es un gran monte, en cuyo interior hay una ciudad. He recorrido muchas veces este mar, he pasado frente al monte y no he visto más que bestias feroces y pájaros”. “Soy comerciante, y viajaba a bordo de una gran nave que naufragó. Todas mis cosas, telas y vestidos, fueron a parar al agua. Yo las coloqué sobre un gran tablón de la nave, y el poder divino y mi fortuna me han ayudado y me han traído a este monte, en donde he esperado que pasase alguien para recogerme.” Callé lo que me había ocurrido en la ciudad y en la caverna, temeroso de que en la nave hubiera alguien de la ciudad.
»Ofrecí al capitán algunas de las cosas que llevaba, y le dije: “¡Señor! Tú me has sacado del monte. Acepta la compensación que te ofrezco por el bien que me has hecho”. Él lo rechazó y me dijo: “Nunca aceptamos nada. Cuando encontramos un náufrago en el mar o en una isla, lo recogemos, le damos de comer y de beber; si está desnudo, lo vestimos, y cuando llegamos a un puerto, le hacemos un regalo, lo favorecemos y le ayudamos en nombre de Dios (¡ensalzado sea!)”. Entonces le deseé larga vida. Seguimos navegando de isla en isla y de mar en mar. Siempre que pensaba en lo que pasé en aquella macabra cueva casi me volvía loco. Gracias a Dios (¡ensalzado sea!) llegamos a Basora sin contratiempos. Desembarqué, permanecí unos cuantos días allí y luego me dirigí a Bagdad. Fui a mi barrio, entré en mi casa, en donde me reuní con mi familia y mis amigos. Se alegraron y me felicitaron por mi salvación, y yo reuní todas las cosas que había traído, hice limosnas y dones, vestí a huérfanos y viudas, viví satisfecho y alegre, y de nuevo me dediqué a la vida social, a los amigos, a distraerme y divertirme.
»Esto es lo más maravilloso de cuanto me ocurrió en el cuarto viaje. Cenemos ahora, hermano mío, y vuelve mañana, según tu costumbre, y te contaré lo que me ocurrió en el quinto viaje. Es más maravilloso y prodigioso que lo anterior.»
Mandó que le entregasen cien mizcales de oro, extendieron el mantel, cenaron todos y se marcharon a sus casas llenos de admiración, ya que cada relato era más interesante que el anterior. Sindbad el faquín regresó a su casa muy satisfecho, contento y admirado. Al amanecer se levantó, rezó la oración matutina y se dirigió a casa de Sindbad el marino. Le dio los buenos días, y éste lo acogió bien y le mandó que se sentara a su lado hasta que llegasen los demás amigos. Comieron, bebieron, disfrutaron, se entretuvieron y se dedicaron a hablar. Sindbad el marino tomó la palabra y dijo:
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y seis refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad comenzó:] «Sabed, hermanos, que, al regresar del cuarto viaje, me dediqué a distraerme, a disfrutar y a divertirme. Olvidé todo lo que me había sucedido y sufrido, dada la mucha alegría que experimentaba por la ganancia y los beneficios obtenidos. Mi espíritu me incitó a emprender otro viaje y a visitar nuevos países e islas. Empecé a comprar mercancías de gran valor, apropiadas para los viajes por mar, enfardé los bultos, salí de Bagdad y me dirigí a Basora. Recorrí la orilla y vi una nave grande, alta y hermosa, que me gustó. La compré; todo su aparejo era nuevo; tomé a sueldo a un capitán y marinos. Embarqué en ella con mis esclavos y pajes, cargué mis bultos, y una multitud de comerciantes subió a la nave con sus mercancías y me pagó el pasaje. Viajamos en la más completa felicidad, con buenos augurios y notables ganancias. Fuimos de isla en isla y de mar en mar, desembarcando, vendiendo y comprando.
»Seguimos navegando hasta llegar a una isla deshabitada, llena de ruinas, con una enorme cúpula blanca. Desembarcamos, la examinamos y vimos que se trataba de un huevo de ruj. Los comerciantes desembarcaron también y lo contemplaron; y como no sabían que era un huevo de ruj, lo golpearon con piedras, lo rompieron y salió de él mucha agua; luego descubrieron el polluelo de ruj, lo sacaron fuera, lo sacrificaron y obtuvieron mucha carne. Yo estaba a bordo cuando esto ocurría, y ellos no me habían informado. Uno de los pasajeros me dijo: “¡Señor mío! Ven a ver el huevo que habíamos tomado por una cúpula”. Cuando vi que los comerciantes lo golpeaban, les grité: “¡No hagáis eso, pues el pájaro ruj vendrá, destrozará nuestra nave y nos aniquilará!”
»No escucharon mis palabras, y mientras nos encontrábamos así, el sol se ocultó, el día se oscureció, y sobre nosotros apareció una nube que ennegreció el aire. Levantamos la cabeza para ver lo que se había interpuesto entre nosotros y el sol, y vimos que era un ruj. El pájaro, al ver que el huevo había sido roto, nos persiguió dando graznidos. Su compañera se le unió, y ambos empezaron a revolotear sobre la nave, graznando con una voz más fuerte que el trueno. Yo chillé al capitán y a los marinos: “¡Avante! ¡Buscad la salvación antes de que perezcamos!” El capitán corrió a ejecutar la orden, los comerciantes embarcaron apresuradamente, la nave zarpó, y abandonamos la isla. Los pájaros, al ver que bogábamos hacia alta mar, hicieron ver que se marchaban, mientras nosotros apresurábamos la marcha. Los ruj volvieron a perseguirnos hasta que nos alcanzaron y cada uno llevaba en las patas una gran roca del monte. El pájaro macho nos arrojó su piedra, pero el capitán detuvo la nave y evitó, por un pelo, que cayera sobre la nave; la piedra fue a hundirse en el mar al lado del buque. La nave se levantó de tal manera que pudimos ver el fondo. Luego nos arrojó su piedra la hembra; era más pequeña que la primera, pero el destino hizo que cayese en la popa de la nave: la rompió, y el timón voló en veinte pedazos. Todo fue a parar al mar. Yo intenté salvarme, y Dios (¡ensalzado sea!) me facilitó un tablón. Me agarré a él, me subí y empecé a remar con los pies. El viento y las olas me ayudaron a avanzar.
»La nave se había ido a pique cerca de una isla que estaba en medio del mar, y los hados me arrojaron, con permiso de Dios (¡ensalzado sea!) a dicha isla. Puse el pie en ella cuando ya estaba en el límite de mis fuerzas y a punto de morir de tanta fatiga, cansancio, hambre y sed como había sufrido. Permanecí tumbado un rato en la orilla del mar, hasta que descansé y me serené. Después empecé a andar por la isla, y vi que parecía uno de los jardines del paraíso. Sus árboles estaban cargados de frutos, la surcaban riachuelos, los pájaros cantaban a Aquel que es Todopoderoso y Eterno. Había también multitud de flores de distintas especies. Comí frutos hasta hartarme, bebí el agua de los riachuelos hasta saciarme, y alabé a Dios (¡ensalzado sea!) por estos favores.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Permanecí sentado hasta que se hizo de noche. Entonces, casi muerto de fatiga y de miedo, me levanté; no oí ninguna voz ni vi a nadie. Dormí hasta por la mañana. Entonces me puse en pie, paseé entre los árboles y fui a parar a una noria que había cerca de una fuente. Junto a la noria estaba sentado un anciano de buen aspecto, con un taparrabos formado por hojas de árbol. Me dije: “Tal vez este viejo sea también un náufrago”. Me acerqué a él, lo saludé y me devolvió el saludo por señas, sin hablarme. Le dije: “¡Jeque! ¿Cuál es el motivo de que permanezcas en este lugar?” Movió la cabeza, gimió e hizo un gesto con la mano, que quería decir: “Ponme encima de tus hombros y llévame al otro lado de la acequia”. Me dije: “Haz una buena acción con éste, y transpórtalo adonde te ha dicho. Tal vez el cielo te recompense”. Me acerqué a él, lo puse sobre mis hombros y lo llevé al lugar que me había indicado. Le dije: “Baja despacio”. Pero, en vez de bajar, enroscó las piernas en torno a mi cuello. Me fijé en sus pies y vi que eran negros y ásperos como la piel del búfalo. Me asusté y quise quitármelo de encima, pero él me estrechó el cuello con sus muslos y me apretó de tal forma que empecé a verlo todo negro, perdí el conocimiento y caí al suelo. Entonces aflojó las piernas y me golpeó en la espalda y en los hombros, causándome un dolor tan intenso que me puse en pie con él encima.
»Ya estaba cansado de tenerlo sobre mí, cuando me hizo señas de que me metiese entre los árboles. Me dirigí en busca de los mejores frutos. Si le desobedecía, me daba con los pies golpes más dolorosos que latigazos. Siempre me indicaba con la mano el lugar hacia el que quería ir y yo me dirigía a él. Si disminuía la marcha o me retrasaba, me golpeaba. Era una especie de esclavo suyo. En esto, llegamos al centro de la isla. Orinaba y defecaba encima de mis hombros, y no se bajaba de día ni de noche. Cuando quería dormir, enroscaba las piernas en mi cuello y descansaba un poco. En seguida se incorporaba y me pegaba. Yo me levantaba con él y salía corriendo. No le podía desobedecer, pues me hacía sufrir mucho. Me censuré por haberme apiadado de él. Continué en esta situación, ya en el límite del agotamiento, y me dije: “Le he hecho un bien, y él me ha replicado con daño. ¡En todo lo que me resta de vida, jamás haré un favor a nadie!” Rogaba incesantemente a Dios (¡ensalzado sea!) que me enviara la muerte.
»Así viví algún tiempo. Cierto día lo conduje a un lugar de la isla en que crecían numerosas calabazas, algunas de las cuales estaban secas. Cogí una grande, la abrí por la parte superior y la vacié. Luego fui a una viña y la llené de zumo de uva. Después la tapé, la coloqué al sol y la dejé unos cuantos días, hasta que se transformó en vino puro. Todos los días bebía un poco para reponerme algo de la fatiga que me causaba aquel demonio rebelde. Después de beber me sentía reconfortado. Un día se dio cuenta de que bebía. Me preguntó con la mano: “¿Qué es eso?” “Algo estupendo, que fortalece el corazón y alegra el espíritu”; y empecé a correr y a bailar entre los árboles. Cuando me vio en aquel estado, me pidió que le diese la calabaza para beber. Se la entregué, bebió todo lo que quedaba y la tiró al suelo. Se alegró y empezó a saltar encima de mis hombros; quedó borracho por completo, y entonces todos sus miembros y músculos se relajaron y empezó a balancearse encima de mí. Al darme cuenta de su embriaguez y de que había perdido el conocimiento, desenrosqué sus pies de mi cuello, me incliné con él hasta el suelo y lo dejé caer.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Después de tanto tiempo de llevarlo encima, apenas podía creer que me había librado de él. Temí que volviera en sí de la embriaguez y que me castigara. Para evitarlo, cogí una piedra de las que había entre los árboles, me acerqué a él y le machaqué la cabeza mientras dormía: la carne se mezcló con la sangre, y murió. ¡Que Dios no se apiade de él! Ya tranquilizado, recorrí la isla y me dirigí a la parte de la costa en que ya había estado. Permanecí algún tiempo en aquélla isla comiendo de sus frutos, bebiendo de sus ríos y oteando el horizonte para ver si pasaba algún barco.
»Cierto día me encontraba sentado, meditando en lo que me había ocurrido, y me decía: “¿Quién sabe si Dios me conservará la salud y me permitirá regresar y reunirme con mi familia y mis amigos?” En aquel mismo momento apareció una nave en medio del tormentoso mar, cuyas olas entrechocaban. Yo me acerqué a la orilla, y cuando me vieron se acercaron y formaron un círculo alrededor de mí. Me preguntaron cómo me encontraba y por qué había llegado a aquella isla. Les expliqué mi situación y lo que me había ocurrido. Se admiraron mucho y dijeron: “El hombre que se subió encima de tus hombros se llamaba ‘El anciano del mar’, y no pudo salvarse ninguno de cuantos cayeron debajo de sus extremidades. Tú eres el único. ¡Alabado sea Dios que te ha salvado!” Me dieron alimentos y comí hasta hartarme. Me regalaron algunos vestidos, y cubrí mis vergüenzas con ellos. Me llevaron con ellos al barco, y estuvimos navegando días y noches.
»Los hados nos llevaron a una ciudad de edificios muy altos y cuyas casas daban al mar. Se llamaba la Ciudad de los Monos. Al llegar la noche, las gentes que vivían en ella salían por las puertas que daban al océano, subían en las barcas y en las naves y dormían en el mar, pues tenían miedo de que los simios que poblaban los montes los atacasen durante la noche. Desembarqué para visitar la ciudad, y la nave zarpó sin que yo me enterase. Me arrepentí de haber bajado a tierra, y me acordé de mis compañeros y de lo que ya nos ocurriera una vez con los monos. Me senté y me puse a llorar de tristeza. Uno de los habitantes de aquella ciudad se acercó y me dijo: “¡Señor mío! ¿Eres extranjero?” “Sí, soy extranjero, y pobre. Viajaba a bordo de una nave que ancló aquí; he desembarcado para visitar la ciudad, y al regresar no la he encontrado.” “¡Levántate y sube en la barca con nosotros! Si te quedas en la ciudad durante la noche, los monos te matarán.” “De buen grado.” Me puse de pie, subí a la barca con ellos y nos alejamos una milla de la costa. Allí pasamos la noche. Al amanecer regresaron todas las barcas a la ciudad, desembarcamos, y cada uno de ellos se dirigió a sus ocupaciones. Y esto se repetía cada noche, pues aquel que se quedaba en la ciudad durante la misma, era muerto por los monos. Durante el día, los monos abandonaban la ciudad, comían los frutos de los árboles y dormían en los montes, hasta el atardecer. Entonces regresaban a la ciudad.
»Esta población está situada en lo más alejado del país de los negros. Lo más curioso de todo lo que me ocurrió con sus habitantes fue que uno de ellos, en cuya barca había dormido, me dijo: “¡Señor mío! Tú, que eres extranjero en esta ciudad, ¿sabes algún oficio que puedas ejercer?” “¡No, por Dios, hermano mío! No tengo oficio ni sé hacer nada. Soy comerciante, dueño de bienes y fincas. Tenía una nave propia, que iba cargada con grandes riquezas y mercancías, pero se despedazó en el mar y se hundió con todo lo que contenía. Yo fui lo único que —con el permiso de Dios— se salvó del naufragio, ya que Dios me facilitó un madero en el que me subí a horcajadas, y me libró de morir ahogado.” Entonces el hombre me trajo un saco y me dijo: “Coge este saco, llénalo de guijarros y sal con un grupo de mis conciudadanos. Yo haré que te acompañen, y te recomendaré. Haz lo que ellos hagan, y tal vez realices algo que te ayude en tu viaje y te devuelva a tu país”. Me condujo fuera de la ciudad. Recogí pequeños guijarros y llené con ellos el saco. Un grupo salió de la ciudad, y aquel hombre me recomendó a ellos, diciendo: “Éste es un extranjero. Llevadlo con vosotros y enseñadle la cosecha. Tal vez él pueda sacar algo para vivir, y vosotros recibiréis la recompensa del cielo”. Respondieron: “¡De buen grado!” Me dieron la bienvenida y me llevaron con ellos. Cada uno transportaba un saco semejante al mío, lleno de guijarros.
»Estuvimos andando hasta llegar a un amplio valle en el que había muchos árboles altos, a los que nadie podía trepar, así como muchos monos. Éstos, al vernos, huyeron y se encaramaron en los árboles. Los hombres empezaron a tirarles las piedras que llevaban en los sacos, y los monos contestaban cortando los frutos que tenían los árboles y arrojándolos contra los hombres. Me fijé en lo que tiraban las bestias, y vi que eran nueces de coco. Al ver en qué consistía el trabajo, escogí un gran árbol encima del cual había muchos monos, me acerqué a él y empecé a apedrear a los animales. Éstos cortaron las nueces, me las arrojaron, y yo las recogí, como hacían los demás. Aún no había terminado con las piedras del saco, y ya había reunido gran cantidad de cocos. Cuando terminamos el trabajo, lo reunimos todo, y cada uno se llevó cuanto pudo. Luego regresamos a la ciudad. Fui a buscar a mi amigo, el hombre que me había acompañado hasta el grupo, le ofrecí todo lo que había recogido, y le di las gracias por su bondad. Me replicó: “Coge todo eso, véndelo y quédate con lo que saques”. Me dio la llave de una habitación de su casa y añadió: “Deja en el cuarto los cocos que te sobren. Sal todos los días con este mismo grupo, tal como lo has hecho hoy. Los cocos que traigas en mal estado, sepáralos, véndelos y quédate con el dinero; los restantes los guardas en el mismo sitio. Tal vez reúnas bastantes y te sean de utilidad para tu viaje”. “¡Dios (¡ensalzado sea!) te recompense!”
»Todos los días llenaba mi saco de piedras, salía con el grupo y hacía lo que me habían enseñado. Unos me recomendaron a otros, y me indicaron los árboles en que había más frutos. Así viví algún tiempo, durante el cual almacené gran cantidad de excelentes cocos y vendí otros muchos. Reuní bastante dinero, y empecé a comprar todo lo que veía y me gustaba. Mi situación mejoró, y mi crédito fue subiendo en toda la ciudad. Este estado de cosas duró algún tiempo. En cierta ocasión, en que estaba a orillas del mar, vi que llegaba una nave y anclaba allí. En ella viajaban comerciantes con sus mercancías. Empezaron a vender, a comprar y a negociar con nueces de coco y otras cosas. Fui a ver a mi amigo, lo informé de que había llegado la nave y le comuniqué que yo quería emprender el viaje hacia mi país. Me contestó: “Tu opinión es certera”. Me despedí de él, le di las gracias por los favores que me había hecho, me dirigí a la nave, me presenté al capitán, le pagué el precio de mi pasaje y embarqué con todos los cocos y demás cosas que tenía. Zarpamos…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «Zarpamos] aquel mismo día, y fuimos navegando de isla en isla y de mar en mar. En cada isla en la que hacíamos escala, vendía y cambiaba los cocos, y Dios me dio, en cambio, mayores riquezas que las que había perdido. Pasamos por una isla en la que había mucha canela y pimienta. Algunas personas nos contaron que habían visto en cada umbela de pimienta una hoja muy grande, que la cubría y la preservaba del agua cuando llovía; cuando dejaba de llover, la hoja se retraía y colgaba de la umbela. En esta isla compré mucha pimienta y canela a cambio de cocos. Pasamos también por la Isla Asarat, en la cual se encuentra la madera de áloe, y poco después, a una distancia de cinco días, llegamos a otra isla, en la cual se cría la madera de China, que es aún mejor que la de áloe. Los habitantes de esta isla viven en más malas condiciones que los de la isla del áloe, y su religión es mucho peor: son lascivos, beben vino, no tocan a oración e incluso desconocen ésta.
»Después llegamos al país en el que se pescan las perlas. Yo di a los pescadores de perlas unas cuantas nueces de coco, y les dije: “Sumergíos para comprobar mi suerte y fortuna”. Se hundieron en el agua, que estaba como un espejo, y sacaron unas perlas enormes, valiosísimas; me dijeron: “¡Por Dios, señor! ¡Tienes buena suerte!” Cargué en la nave todo lo que habían sacado, y partimos con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!). Seguimos viajando hasta llegar a Basora. Desembarqué en esta ciudad, permanecí en ella poco tiempo y me dirigí a Bagdad. Entré en mi barrio y luego en mi casa. Saludé a mis familiares y amigos, que me felicitaron por haber escapado con vida, y yo almacené todas las mercancías y objetos. Vestí a los huérfanos y a las viudas, di limosnas e hice regalos a mis familiares, amigos y conocidos. Dios me había dado cuatro veces más de lo que perdí. Las ganancias y los beneficios me hicieron olvidar las muchas fatigas sufridas, y volví a mi antigua vida de relación y sociedad. Esto es lo más extraordinario que me ocurrió durante el quinto viaje. Pero ahora cenad, y mañana volved y os contaré lo que me ocurrió en el sexto viaje. Es más prodigioso que todo lo explicado hasta ahora.»
Extendieron los manteles y cenaron; al terminar, ordenó que le dieran cien mizcales de oro a Sindbad el faquín. Éste los cogió y se marchó, boquiabierto de todo lo que había oído. Sindbad el faquín durmió en su casa, y al día siguiente, por la mañana, se levantó, rezó la oración y se marchó a casa de Sindbad el marino. Se presentó ante éste, quien lo mandó sentarse. Se instaló a su lado, y estuvieron hablando hasta que llegaron los restantes. Conversaron, extendieron los manteles, disfrutaron y se alegraron. Entonces, Sindbad el marino empezó a referirles la historia de su sexto viaje.
«Sabed, hermanos, amigos y compañeros, que al regresar del quinto viaje olvidé todo lo que había sufrido, gracias a la distracción, a la alegría, a la satisfacción y al descanso. Viví durante algún tiempo en el regocijo más completo. Cierto día, mientras estaba sentado en la más completa tranquilidad y satisfacción, vino a verme un grupo de comerciantes, en los cuales se veían aún las huellas del viaje. Entonces me acordé de los días en que yo llegaba de viaje, y la alegría que me daba el encontrar a mi familia, parientes y conocidos, la satisfacción que experimentaba al hallarme de nuevo en mi país. Sentí de nuevo el cosquilleo del viaje y el cansancio, y me decidí a emprender la marcha. Compré mercancías preciosas, carísimas, apropiadas para un viaje por mar. Cargué mis bultos, y, dejando Bagdad, me dirigí a Basora. En ésta vi una gran nave, repleta de comerciantes y personas de valía que llevaban buenas mercancías. Embarqué mis fardos y zarpamos felizmente de la ciudad de Basora.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «No paramos de viajar, de lugar en lugar y de ciudad en ciudad. Comprábamos, vendíamos y visitábamos los países; nos acompañaba la buena suerte, teníamos un buen viaje y hacíamos excelentes negocios. Cierto día, mientras navegábamos, el capitán del navío dio un chillido, gritó, tiró el turbante, se abofeteó la cara, se mesó la barba y cayó sobre cubierta. Todos los pasajeros y comerciantes se reunieron en torno a él, y le preguntaron: “¡Capitán! ¿Qué ocurre?” “Sabed que nos hemos perdido; hemos salido del mar en que nos encontrábamos, para penetrar en otro cuyas rutas desconocemos. Si Dios no nos salva, pereceremos todos. ¡Rogad a Dios (¡ensalzado sea!) para que nos saque de esta situación!” Se puso de pie, subió al palo mayor y quiso desplegar las velas. El viento aumentó, se volvió contra la popa y rompió el timón cerca de unos escollos que había a flor de agua. El capitán bajó del mástil, exclamando: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Nadie puede hacer frente al destino. ¡Por Dios! Hemos caído en un lugar de perdición, y no tenemos escapatoria posible”. Todos los pasajeros se pusieron a llorar y se despidieron unos de otros, pues su vida se había terminado y habían perdido toda esperanza. La nave se dirigió hacia los arrecifes y se estrelló; los maderos se soltaron, y todos los que iban a bordo naufragaron. Algunos se ahogaron, mientras que otros consiguieron poner pie en el monte y subir por él. Yo también tuve esta suerte.
»Habíamos ido a parar a una gran isla en la cual habían naufragado muchísimos buques, según dedujimos de las provisiones que había en la playa, arrastradas hasta allí por las olas desde el lugar del naufragio. Había tales riquezas en aquella playa, que uno se quedaba perplejo. Recorrí la isla, y en su centro descubrí una fuente de agua potable, que nacía en un extremo del monte y desaparecía en el otro, en el lugar opuesto. Todos los pasajeros treparon por la montaña en dirección a la isla, se dispersaron por ella y quedaron estupefactos y como locos al ver la gran cantidad de objetos y riquezas que había allí. En mitad de aquella fuente había una gran cantidad de aljófares, gemas, jacintos y regias perlas. Parecían guijarros, y cubrían el lecho del arroyo que corría por aquel valle. Todo el fondo de la fuente relucía por la gran cantidad de gemas y otros objetos preciosos que había en él.
»Vimos una multitud de áloes chinos y de Coromandel, así como una fuente de ámbar crudo, que, por el gran calor, corría desde la fuente hasta la orilla del mar, como si fuese cera; los monstruos marinos salían allí, se lo tragaban y volvían a sumergirse; luego el ámbar se les calentaba en el vientre, lo vomitaban y se solidificaba en la superficie del agua: entonces cambiaba de color y de aspecto, y las olas lo arrastraban a otras playas, en las que los viajeros y los comerciantes que podían reconocerlo, lo recogían y vendían. El ámbar crudo y puro que no se tragaban aquellos bichos, corría por los bordes de la fuente y se solidificaba en contacto con la tierra. Al salir el sol se fundía el ámbar, y por todo el valle se extendía un olor semejante al del almizcle. Luego, al ponerse el sol, volvía a solidificarse. Nadie puede adentrarse por el ámbar crudo ni andar por él, ya que el monte rodea a la isla por todas partes y es imposible escalarlo.
»Recorrimos la isla contemplando los prodigios que Dios (¡ensalzado sea!) había creado en ella. Estábamos perplejos y aterrorizados a la vez. Reunimos en la playa unos cuantos víveres y los administramos rigurosamente. Comíamos una vez al día o cada dos días, ante el temor de acabar las existencias y morir de hambre. Tan pronto como moría uno, lo amortajábamos con las ropas que el mar arrojaba a la playa y lo enterrábamos. Sobrevivimos muy pocos, y todos teníamos las entrañas enfermas a causa del mar. Seguimos así durante muy poco tiempo, pues perecieron mis amigos y compañeros, uno tras otro. Enterramos a los que iban muriendo, y finalmente me quedé solo en la isla, con muy pocos víveres. Lloré por mí y me dije: “¡Ay de ti! Si hubieses muerto antes que tus compañeros, éstos te habrían lavado y amortajado. ¡Pero no hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Algún tiempo después, cavé una profunda fosa en la playa, y me dije: “Cuando me debilite y sepa que me llega la muerte, me tenderé en la fosa y moriré en ella; el viento arrastrará la arena, me cubrirá y quedaré sepultado en ella”. Seguí reprochándome por mi poco entendimiento; por haber abandonado mi país y mi ciudad y emprendido un viaje por tierras extrañas, después de haber sufrido tanto en los anteriores viajes. En todos ellos había sufrido mucho, y cada uno había sido más duro y fatigoso que el anterior. Entonces, al creer que no conseguiría escapar sano y salvo, me arrepentí de mis viajes por mar y de haber reincidido sin necesidad, pues disponía de tantas riquezas, que nunca conseguiría agotar ni gastar ni siquiera la mitad. Tenía lo que me era suficiente y aún más. Medité y me dije: “Este río tiene principio y fin; estoy seguro de que pasará por un lugar civilizado. Tengo que construir una lancha pequeña en la cual pueda sentarme; luego la pondré en el torrente, me embarcaré y seguiré el curso del agua. Si encuentro salida, me habré salvado con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!). Si no la encuentro, moriré en el río, lo cual es preferible a continuar aquí”.
»Me puse a trabajar apresuradamente, reuní maderas de áloes chino y de Coromandel, las até con las cuerdas que habían formado parte de los cables de los navíos naufragados, y aproveché los tablones de un mismo tamaño para poner encima las maderas y hacer una balsa que tuviera aproximadamente la anchura del río. Las até con nudos fuertes. Recogí las gemas, los aljófares, los objetos preciosos y las mayores perlas, que parecían guijarros, y otras cosas, como el ámbar crudo, que abundaban en la isla. Las coloqué en la balsa, en la que también puse todo lo que había ido reuniendo en la isla. Cogí luego los víveres que me quedaban e impulsé mi bote por el río. Coloqué dos maderas, una en cada lado, a manera de remos, y recité los versos del poeta:
¡Parte del lugar en que sufres, abandona la casa y lamenta [la muerte de] quien la ha construido!
Encontrarás una tierra que sustituya a ésta, pero no hallarás un alma que reemplace a la tuya.
No temas los acontecimientos que traigan las noches, pues todas las desgracias se dirigen a su fin.
Quien esté destinado a morir en un lugar, no morirá en otro.
No envíes a tu mensajero si se trata de un caso difícil: el alma no tiene más mensajero que ella misma.
»Avancé por el río hasta llegar al sitio en que el agua se metía debajo del monte. Al pasar por allí me quedé en las tinieblas más absolutas. Seguí navegando hasta llegar a una angostura: los lados de la balsa chocaron con las piedras del monte, mientras mi cabeza rozaba el techo. No podía volver atrás, y me reprochaba por lo que había hecho, pensando: “Si esto se estrecha más será muy difícil que pase la balsa o que pueda volver atrás, y moriré aquí”. El riachuelo era tan angosto por aquella parte, que me tendí de bruces mientras continuaba avanzando sin distinguir el día de la noche, dada la gran oscuridad reinante. Estaba asustado y temía morir. Seguí avanzando por el riachuelo, que se ensanchaba y estrechaba alternativamente. La oscuridad y la fatiga me rindieron, y me quedé dormido de bruces encima de la balsa. Ésta siguió avanzando sin interrupción.
»Al despertar me encontré en plena luz. Abrí los ojos y vi que me encontraba en un lugar muy amplio, la balsa estaba atada a una isla, mientras a mi alrededor formaba círculo un grupo de indios y de abisinios. Cuando vieron que me incorporaba, se acercaron hacia mí y me hablaron en su lengua, pero yo no los entendí. Creí que todo era un sueño, motivado por el cansancio y el temor. Siguieron hablándome, sin que yo entendiese sus palabras ni les diera respuesta alguna. Entonces se adelantó uno de ellos y me dijo en árabe: “¡La paz sea sobre ti, hermano nuestro! ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cómo es que has llegado hasta este lugar? Nosotros somos agricultores y campesinos. Hemos venido aquí a regar y sembrar nuestros campos, y te hemos encontrado dormido encima de la balsa. La hemos detenido y atado cerca de nosotros, para que pudieses despertarte con tranquilidad. Cuéntanos la causa de tu venida a este lugar”. “¡Dios te proteja, señor mío! Pero dame algo de comer, pues estoy hambriento. Luego, pregúntame lo que quieras.” Se apresuró a traerme alimento, y yo comí hasta hartarme. Ya repuesto y calmado, alabé a Dios (¡ensalzado sea!) por todo, me alegré de haber salido del río y llegado hasta allí, y les expliqué todo lo que me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, así como lo que había sufrido, por lo angosto del río.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió:] «Hablaron entre sí y dijeron: “Hemos de llevarlo con nosotros y presentarlo a nuestro rey, para que le cuente lo que le ha sucedido”. Me llevaron con ellos, después de cargar con la balsa y todo su contenido: riquezas, bienes, aljófares, gemas y objetos de orfebrería. El soberano me saludó, me dio la bienvenida y me preguntó por las cosas que me habían sucedido. Le informé de todo lo que me había pasado, desde el principio hasta el fin. El rey se admiró mucho de mi relato y me felicitó por haberme salvado. Entonces me dirigí a la balsa, tomé una buena cantidad de gemas, aljófares, áloes y ámbar crudo, y se lo ofrecí. El soberano lo aceptó, me trató con todos los miramientos y me instaló en una habitación de su palacio.
»Entré en relaciones con los grandes y magnates, que me trataron muy bien, y no abandoné el palacio. Todos cuantos llegaban a la isla me preguntaban por los asuntos de mi país. Yo los informaba y, a mi vez, les preguntaba por los de ellos. Cierto día, el rey me preguntó por la situación de mi país y por el modo en que el Califa administra Bagdad. Le referí la justicia con que gobernaba. Se admiró mucho, y me dijo: “¡Por Dios! El gobierno del Califa es sabio, y su administración, loable. Has conseguido que lo ame. Quiero preparar un regalo y enviárselo por medio de ti”. “Oír es obedecer, señor nuestro. Se lo entregaré, y le informaré de que tú eres su amigo sincero.”
»Seguí en la Corte de aquel rey, llevando una buena vida, siendo honrado y respetado, durante un lapso de tiempo. Cierto día, mientras estaba en palacio, me enteré de que un grupo de habitantes de aquella ciudad estaba preparando una embarcación para salir de viaje hacia Basora. Me dije: “Nada podría convenirme más que partir con ese grupo”. Corrí, al momento, a besar la mano del rey y a decirle que deseaba partir con el grupo que iba a zarpar, puesto que ansiaba regresar a mi país, junto a mi familia. “A ti corresponde decidir —me dijo—. Pero si quieres quedarte con nosotros serás bien tratado, pues nos place tu compañía.” “¡Señor mío! Me has abrumado con tus favores y regalos, pero yo ansío volver a ver a mis allegados, a mi patria y a mis parientes.” Entonces mandó llamar a los comerciantes que habían fletado el navío, me recomendó a ellos, me regaló muchas cosas y pagó además mi pasaje. Me confió un gran presente para el Califa Harún al-Rasid, que vivía en Bagdad. Me despedí del rey y de todos los amigos, y embarqué con los comerciantes. Zarpamos con viento favorable, el viaje resultó feliz, y nosotros confiábamos en Dios (¡loado y ensalzado sea!).
»Viajamos de mar en mar y de isla en isla y llegamos felizmente a Basora, con el permiso de Dios. Desembarqué, y pasé en dicha población unos días y unas noches, hasta que me hube preparado y facturado mis bultos. Entonces me dirigí a Bagdad, ciudad de la paz, y me presenté ante el Califa Harún al-Rasid. Le ofrecí el presente y lo informé de todo lo que me había ocurrido. Después almacené mis bienes y mis mercancías y me dirigí a mi barrio; mis familiares y amigos acudieron a visitarme. Repartí regalos entre todos mis parientes, e hice limosnas y dones.
»Al cabo de algún tiempo, el Califa mandó a buscarme y me preguntó por el motivo del regalo y de dónde procedía éste. Le dije: “¡Emir de los Creyentes! ¡Por Dios! No sé el nombre de la ciudad de procedencia ni el camino que a ella conduce. Naufragué con el buque en que viajaba, y puse pie en una isla. En ésta construí una balsa, y descendí por un río que cruzaba por el centro de la misma”. Le expliqué todo lo que me había sucedido en el viaje, cómo el río me había conducido a la ciudad, todo lo que me había ocurrido en ella, y el motivo por el cual se me había confiado el regalo. El Califa se admiró mucho de esto y mandó a los cronistas que escribiesen mi historia y la depositaran en su biblioteca para que sirviese de instrucción a quien la leyere. Me honró en gran manera, y volví a vivir en Bagdad como había vivido anteriormente, olvidando —en medio de aquella vida muelle, el placer y la distracción— todo lo que me había ocurrido y lo mucho que había sufrido.
»Esto es lo que me sucedió en el sexto viaje, hermanos míos. Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, mañana os relataré el séptimo viaje, que es el más maravilloso y prodigioso.»
Mandó extender el mantel, y cenaron. Sindbad el marino ordenó entregar a su homónimo cien mizcales de oro. Éste los cogió. Todos se marcharon, admirados hasta el extremo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Sindbad el faquín durmió en su casa. Al día siguiente rezó la oración matutina y se dirigió a casa de Sindbad el marino. Éste recibió a los contertulios. Cuando todos hubieron llegado, empezó a contar la historia del séptimo viaje.
«Sabed, contertulios, que cuando regresé del sexto viaje volví a vivir de la misma manera, a llevar una vida muelle, alegre, tranquila y distraída, igual que anteriormente.
»Durante cierto tiempo viví tranquilo y alegre de noche y de día, pues había obtenido grandes ganancias y realizado enormes beneficios. Pero en mi interior deseaba volver a recorrer los países, navegar por el mar, tratar a los comerciantes y oír sus noticias. Me decidí a hacerlo otra vez, y enfardé objetos preciosos, apropiados para un viaje por mar, y los trasladé desde Bagdad a Basora. Descubrí una nave preparada para zarpar, en la que iba un grupo de grandes comerciantes. Me embarqué y me hice amigo de ellos. Emprendimos el viaje felizmente y con buena salud. El viento nos fue favorable hasta llegar a la ciudad de Sin.
»Estábamos muy alegres y contentos, y hablábamos acerca de las cosas del viaje y del negocio. En esto se levantó un viento huracanado que venía de la proa de la nave, y cayó un terrible aguacero, que nos empapó a nosotros y nuestras mercancías. Cubrimos éstas con lona y arpillera para que la lluvia no las dañase, y empezamos a rezar a Dios (¡ensalzado sea!) y a suplicarle que amainara el temporal. El capitán se levantó, se ciñó el cinturón, arremangóse y se encaramó por el mástil. Miró a derecha e izquierda, y luego a los que iban a bordo: se abofeteó el rostro y se mesó la barba. Le preguntamos: “¿Qué ocurre, capitán?” “¡Pedid a Dios (¡ensalzado sea!) que nos saque del lugar en que nos encontramos! ¡Llorad y despedíos unos de otros! Sabed que el viento nos ha vencido y nos ha arrojado al último de los mares del mundo.” Bajó del mástil, abrió su caja, sacó una bolsa de algodón y extrajo un polvo que parecía ceniza. Lo mojó en el agua y esperó un poco; después lo olió. Luego sacó de la caja un librito y leyó en él. Dijo: “Sabed, pasajeros, que este libro contiene una noticia muy rara; dice que quien llega a esta tierra no se salva ni muere. Este lugar se llama Región de los Reyes, y en ella se encuentra la tumba de nuestro señor Salomón, hijo de David (¡la paz sea con ambos!). Hay enormes serpientes, de aspecto aterrador. Aquí vive un pez que se traga a todos los barcos que llegan a esta región”.
»Al oír decir estas cosas al capitán nos maravillamos mucho. Apenas había terminado de hablar, cuando la nave empezó a levantarse por encima del agua. Luego descendió, y oímos un grito muy fuerte, parecido a un trueno. Nos asustamos y quedamos como muertos, seguros de que íbamos a perecer. Era el pez, que avanzaba hacia la nave como si fuese un monte elevado. Nos horrorizamos y empezamos a llorar, dispuestos a morir, mientras contemplábamos el terrorífico aspecto de aquel animal. De repente apareció un segundo pez, que avanzaba también hacia nosotros; jamás habíamos visto una cosa semejante. Estábamos despidiéndonos unos de otros, cuando un tercer pez, mayor que los otros dos, avanzó también a nuestro encuentro. Perdimos el juicio y la razón, y el miedo y el temor nos dejaron aturdidos.
»Los tres peces empezaron a dar vueltas alrededor de la nave: estaba bien claro que los tres querían tragársela. Entonces se levantó un viento muy fuerte, que empujó el barco hacia arriba y luego lo dejó caer en una profunda sima. La nave se rompió, sus maderas se disgregaron, y todos los bultos, comerciantes y pasajeros, fueron a parar al agua. Me quité todas las prendas que llevaba puestas y me quedé con una sola; después nadé un poco, me agarré a una de las tablas de la nave y me puse a horcajadas sobre ella. Las olas y el viento me zarandeaban, y yo me aferraba al tablón; las olas me levantaban y me dejaban caer. Estaba desconsolado, lleno de miedo, hambriento y sediento. Empecé a censurarme por lo que había hecho y por haberme expuesto de nuevo a aquello después de haber vivido tranquilo. Me dije: “¡Ah, Sindbad el marino! Tú no escarmientas, y cada vez sufres desgracias y fatigas, pero no te sirven de lección para que dejes de viajar por mar. Si te arrepintieses te mentirías a ti mismo. Aguanta todo lo que te ocurre, pues bien te lo mereces”.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «Yo me decía:] “Todo lo ha dispuesto Dios (¡ensalzado sea!) para que dejes de tener tanta codicia. Todo lo que estoy sufriendo es consecuencia de mi avidez, pues ya tengo enormes riquezas”. Al recobrar la razón, me dije: “Ahora me arrepiento ante Dios (¡ensalzado sea!), sinceramente, de mi pasión por los viajes. Mientras viva, no volveré a pronunciar la palabra Viaje’ ni a pensar en ella”. Continué humillándome ante Dios (¡ensalzado sea!) y llorando. Me acordé de la tranquilidad, alegría, satisfacción y regocijo en que había vivido. Así estuve dos días, y entonces llegué a una gran isla con multitud de árboles y ríos. Comí los frutos de sus árboles y bebí el agua de sus ríos, hasta quedar satisfecho y recuperar el aliento y el valor.
»Recorrí la isla y vi en la otra orilla un gran río de impetuosa corriente. Me acordé de la balsa que había construido en el otro viaje y me dije: “Tengo que hacer otra igual. Tal vez me salve de esta situación. Si escapo con bien, me arrepentiré ante Dios (¡ensalzado sea!) de mi pasión por los viajes; y si muero, mi corazón quedará libre de fatigas y penas”. Me puse a trabajar para obtener la madera de aquellos árboles: sándalo de inmejorable calidad, como nunca he visto otro igual. Pero entonces no sabía de qué se trataba. Una vez tuve la suficiente madera, se me ocurrió recoger lianas y plantas y trenzarlas a modo de cuerda, con la que até la balsa. Me dije: “Si me salvo, habrá sido por la gracia de Dios”. Embarqué en ella y avancé por el río hasta alejarme de allí. Estuve avanzando tres días, y durante este tiempo pude dormir algo, aunque no probé bocado. Cuando estaba sediento, bebía de la corriente. La fatiga, el hambre y el miedo me habían convertido en una especie de polluelo mareado.
»La balsa me transportó hasta el pie de un elevado monte, atravesado por el río. Al darme cuenta de ello, temí que me ocurriese como en el viaje anterior. Traté de detener la balsa y desembarcar en la falda del monte, pero el agua la arrastró por el subsuelo. Entonces me convencí de que iba a perecer, y dije: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” La balsa recorrió una pequeña distancia y fue a salir a un amplio valle, en el cual el agua hacía un ruido semejante al del trueno y su corriente parecía la del viento. Me aferre a la balsa, temeroso de caerme de ella. Los remolinos me empujaban a derecha e izquierda, pero la balsa no cesaba de seguir el curso del río, sin que yo pudiera detenerla ni lograra dirigirla hacia la orilla. Al fin fue a parar junto a una hermosa ciudad, con buenos edificios y poblada por muchísima gente. Sus habitantes, cuando me vieron sobre la balsa y que ésta iba arrastrada por la corriente del centro del río, echaron sus redes y la sacaron hasta dejarla en tierra firme. A causa del hambre, el insomnio y el miedo, caí desmayado.
»Uno de los reunidos, hombre de edad avanzada, un viejo respetable, me dio la bienvenida y me regaló numerosos vestidos, con los que cubrí mis vergüenzas. Me llevó con él, me hizo entrar en el baño y me dieron bebidas que podían resucitar a un muerto, y perfumes muy intensos. Cuando salimos del baño me llevó a su casa y entré con él. Sus familiares se alegraron de mi llegada. Me hizo sentar en un lugar agradable y me preparó un guiso exquisito. Comí hasta quedar harto, y alabé a Dios (¡ensalzado sea!), que me había salvado. Sus pajes me acercaron agua caliente y me lavé las manos. Después se aproximaron las esclavas con toallas de seda. Me sequé las manos y me limpié la boca. Hecho esto, el viejo se puso en pie en seguida y me asignó una habitación aislada en un extremo de la casa. Sus pajes y esclavas me servían, atendían todas mis necesidades e intereses, y se preocupaban de mí.
»Permanecí en aquella casa tres días como huésped. Con tan buena comida, excelente bebida y magníficos perfumes, recuperé el ánimo, se calmó mi terror, mi corazón se tranquilizó y descansé. El cuarto día, el jeque se acercó a mí y me dijo: “¡Nos haces felices, hijo mío! ¡Loado sea Dios que te ha salvado! ¿Quieres venir conmigo a orillas del mar? Irás al mercado, venderás tus mercancías y cobrarás su precio. Quizá puedas comprar con su importe algo con qué comerciar”. Permanecí callado un momento y me dije: “¿Dónde están esas mercancías? ¿Cuál es la causa de estas palabras?” El anciano añadió: “¡Hijo mío! No te preocupes ni pienses. Ven conmigo al mercado. Si vemos a alguien que dé por tus mercancías un precio que te satisfaga, yo lo cobraré por ti; pero si nadie hace una oferta conforme, yo te las guardaré en mis almacenes hasta que llegue el día de la venta y de la compra”. Medité en lo que me ocurría, y me dije: “Obedécele, y así verás qué clase de mercancías son ésas”. Le contesté: “Acepto, anciano tío. Lo que tú hagas, bien hecho estará. No puedo contrariarte en nada”. Me dirigí con él al zoco y vi que había desatado la balsa en que llegué, pues era de madera de sándalo. El pregonero empezó…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «El pregonero empezó] a vocear. Acudieron los mercaderes y abrieron la subasta; pujaron hasta llegar a los mil dinares. Ésta fue la mayor oferta. El anciano se volvió hacia mí y me dijo: “¡Escucha, hijo mío! Éste es el precio actual de tu mercancía. Puedes venderla o esperar. En este último caso, yo te la guardaré en mis depósitos hasta que aumente el precio, y entonces la venderemos en tu nombre”. “¡Señor mío! Este asunto te incumbe a ti. Haz lo que quieras.” “Hijo mío, ¿me vendes a mí la mercancía si pujo cien dinares de oro más?” “Sí; te la vendo y acepto el precio.” Ordenó a los criados que llevasen la madera a sus almacenes, y yo regresé con él a su casa, en donde nos sentamos. Contó el importe de la madera, me ofreció unas bolsas y colocó en ellas el dinero. Las cerró con un candado de hierro y me entregó la llave.
»Al cabo de algunos días con sus noches, el jeque me dijo: “¡Hijo mío! Quiero proponerte algo que me gustaría que aceptases”. Le pregunté: “¿De qué se trata?” “Sabe que ya soy un hombre anciano y que no tengo ningún hijo; sólo tengo una hija muy joven, bien formada, hermosa y con mucho dinero. Me gustaría casarla contigo y que te quedases con ella en nuestro país. Yo te daría todo lo que poseo, pues ya soy un anciano, y ocuparías mi lugar.” Yo no dije ni una palabra. Él continuó: “Hazme caso en lo que te digo, hijo mío. Sólo busco tu bien. Si me escuchas, te casaré con mi hija y serás, de hecho, mi hijo. Todo lo que poseo será para ti. Si quieres comerciar y volver a tu país, nadie te lo impedirá, pues es de tu incumbencia. Haz lo que quieras”. Le contesté: “¡Por Dios, anciano tío! Tú eres para mí como un padre. He sufrido tantos terrores, que ya no tengo opinión ni experiencia. Haz lo que quieras”.
»El anciano mandó a sus pajes que fuesen a buscar al cadí y a los testigos. Acudieron y me casaron con su hija. Dio un gran convite, y la fiesta resultó muy alegre. Después me llevó a su lado y vi que era muy hermosa, bella y bien proporcionada. Vestía toda suerte de lujosos vestidos, bordados, gemas, objetos de orfebrería, collares y aljófares que valían miles de monedas de oro; nadie hubiera podido calcularlo. Cuando estuve con ella, me gustó y nos amamos. Permanecí a su lado durante algún tiempo, a plena satisfacción, hasta que su padre fue llamado por Dios (¡ensalzado sea!). Lo preparamos, lo enterramos, y yo quedé en propiedad de todo lo que poseía: heredé todos sus pajes, y éstos quedaron a mi disposición y a mi servicio. Los comerciantes me nombraron para ocupar el cargo de decano que dejaba vacante mi suegro. Nunca habían hecho nada sin consultar con él, pues era el más anciano. Yo ocupé el mismo cargo, y una vez hube tratado a los habitantes de aquella ciudad, me di cuenta de que cada mes sufrían una metamorfosis, pues les salían alas, con las cuales se remontaban hasta las nubes. Únicamente los niños y mujeres quedaban en la ciudad. Me dije: “A principios del próximo mes preguntaré a uno de ellos. Tal vez me lleven consigo al sitio adonde se dirigen”.
»En efecto, a primeros de mes cambiaron de color y se metamorfosearon. Entré en casa de uno de ellos y le dije: “¡Te conjuro, por Dios, a que me lleves contigo para que yo pueda curiosear y regresar con vosotros!” “No puede ser”, me replicó. Pero yo continué insistiendo hasta que lo convencí. Me colgué de él y levantó el vuelo conmigo, sin que hubiese advertido a ninguno de mis familiares, ni a mis pajes, ni a mis amigos. Aquel hombre voló tan alto, que oí cómo los ángeles en lo alto de las esferas loaban a Dios. Me admiré de ello, y exclamé: “¡Gloria a Dios! ¡Loado sea Dios!” Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando salió fuego del cielo y por poco nos abrasa a todos. Descendieron y me arrojaron encima de un monte elevado, pues estaban muy enfadados conmigo. Se marcharon y me abandonaron. Me quedé solo en el monte, censurándome por lo que había hecho. “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Siempre que escapo de una desgracia, caigo en otra mayor!”
»No supe qué hacer ni dónde ir. De pronto aparecieron dos pajes que parecían lunas. Cada uno llevaba una vara de oro, en la que se apoyaba. Me acerqué a ellos y los saludé. Me devolvieron el saludo, y les pregunté: “¡Por Dios! ¿Quiénes sois y qué hacéis?” “Somos siervos de Dios (¡ensalzado sea!).” Uno de ellos me entregó una de las varas de oro rojo que llevaba, y se marcharon dejándome solo. Empecé a recorrer la cresta del monte apoyándome en ella y meditando en lo que podían significar aquellos jóvenes. Entonces salió de debajo de tierra una serpiente: llevaba en la boca a un hombre que se había tragado hasta el ombligo. Gritaba y decía: “¡Dios calvará de toda desgracia a aquel que me salve!” Me acerqué a la serpiente, la golpeé la cabeza con la vara de oro y vomitó al hombre…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sindbad prosiguió: «La serpiente vomitó al hombre,] el cual me dijo: “Ya que me he salvado de la serpiente gracias a tu intervención, no te abandonaré, pues te has convertido en mi compañero en este monte”. Le di la bienvenida y empezamos a andar. Una gran multitud se acercó a nosotros. Al fijarme, vi entre ellos al hombre que me había cargado sobre sus espaldas y emprendido el vuelo conmigo. Me acerqué a él, le pedí que me disculpara, lo traté cortésmente y le dije: “¡Amigo mío! ¿Es así como se comportan unos amigos con otros?” “Tú eres el causante de nuestra ruina, al alabar a Dios cuando te llevaba sobre mis espaldas.” “¡No me reprendas! No sabía nada de eso. Ya no diré nada más.” Aceptó llevarme consigo siempre que no me acordara de Dios ni lo alabara mientras me llevase sobre sus espaldas. Me colocó encima, emprendió el vuelo conmigo como la primera vez y me dejó en mi casa.
»Mi mujer salió a mi encuentro, me saludó y me felicitó por haberme salvado. Me dijo: “Después de esta escapada no salgas más con esa gente ni trates con ella, pues son hermanos de los demonios y no pueden pronunciar el nombre de Dios (¡ensalzado sea!)”. “¿Y cómo se entendía tu padre con ellos?” “Mi padre no era de su especie ni obraba como ellos. Y ya que ha muerto, creo que lo mejor que puedes hacer es vender cuanto poseemos y comprar mercancías. Luego nos podemos marchar a tu país, junto a tu familia. No hay razón alguna para que permanezca aquí después de haber muerto mis padres.”
»Yo lo hice así. Vendí todo, y esperé que alguien se marchase para partir con él. Poco después se dispuso a marchar un grupo de habitantes; pero al no encontrar naves, compraron madera y se construyeron un gran barco. Me puse de acuerdo con ellos y les pagué los pasajes al contado. Embarcamos mi mujer y yo con todo lo que teníamos, abandonando únicamente las casas y las fincas. Navegamos de isla en isla y de mar en mar. El viento nos fue favorable, y pudimos llegar felizmente a Basora. Pero no nos detuvimos aquí, sino que alquilamos otra nave, a la que trasladamos todo, y nos dirigimos a Bagdad. Entré en mi barrio, me dirigí a mi casa y vi a mis familiares, compañeros y amigos. Almacené en mis depósitos todas las mercancías. Mis familiares hicieron el cálculo del tiempo que había estado ausente durante el séptimo viaje, y vieron que era de veintisiete años, hasta el punto de que habían perdido la esperanza de verme.
Los informé de todo lo que me había ocurrido. Se admiraron muchísimo y me felicitaron por haberme salvado. Yo me arrepentí ante Dios (¡ensalzado sea!) de mi manía viajera, y con ello puse fin a mi serie de viajes. Di gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberme devuelto al lado de mi familia, a mi país y a mi patria.
»Y aquí tienes toda mi historia, Sindbad el faquín.» Éste dijo a su homónimo: «¡Por Dios! ¡No me reprendas por lo que dije de ti!»
Ambos vivieron familiarmente, apreciándose mutuamente, felices y contentos, hasta que llegó el destructor de las dulzuras, el separador de las multitudes, el aniquilador de los palacios y el constructor de las tumbas, o sea, el escanciador de la muerte. ¡Gloria a Dios, el Eterno, el que no muere!