SAHRAZAD se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas catorce (a), Dunyazad dijo:
—¡Hermana! Si no duermes, cuéntanos una de tus bellas historias con la cual podamos distraernos del insomnio de esta noche.
El rey intervino:
—Que sea el relato de Aladino y la lámpara maravillosa.
Sahrazad replicó:
—¡De mil amores! Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que en una ciudad de China vivía un pobre sastre. Tenía un hijo, llamado Aladino, el cual, desde pequeño, fue un pilluelo y un tunante. Al cumplir los diez años, su padre quiso enseñarle un oficio, pero como era pobre y no podía gastar dinero para hacerlo instruir en un arte, carrera o profesión, lo llevó a su tienda para enseñarle el oficio de sastre. Mas como el muchacho era un tunante, que únicamente estaba acostumbrado a jugar con los muchachos del barrio, tan pronto como se sentaba en la tienda, esperaba que su padre saliese de ella con cualquier motivo o para ver a un cliente; entonces Aladino corría a los jardines a reunirse con los demás granujillas de su edad. Ésta era su conducta. Además, no obedecía a sus progenitores ni aprendía oficio alguno. El padre cayó enfermo a consecuencia del dolor y la pena que le causaban las picardías de su hijo, y murió. Y Aladino siguió comportándose de la misma manera. Su madre, entonces, al ver que su hijo era un pillastre que nunca serviría de nada, vendió la tienda y todo lo que contenía y se dedicó a hilar algodón, a fin de mantenerse ella y al pillo de su hijo Aladino. Éste, tan pronto como se vio libre de la rígida tutela del padre, se hizo más fresco y granuja, y acudía a su casa únicamente a las horas de comer. La pobre y desdichada madre vivió de lo que sus manos hilaban hasta que Aladino cumplió los quince años.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas quince (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que cierto día en que el muchacho estaba sentado en el barrio jugando con los amigotes, se acercó un derviche magrebí y se detuvo a contemplar con interés a Aladino, sin preocuparse de sus compañeros. El derviche procedía de los países más remotos de Occidente, y era un mago capaz, con sus artes, de colocar una montaña encima de otra, era astrólogo. Cuando hubo observado a Aladino a su sabor, se dijo: «Este muchacho es el que me interesa. He salido de mi país en su búsqueda». Llevó aparte a uno de los muchachos y lo interrogó acerca de Aladino: de quién era hijo, y de todas las circunstancias que a él se referían. Luego se acercó a él, se lo llevó aparte y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Eres tú hijo de fulano, el sastre?» «Sí, señor mío. Pero mi padre hace tiempo que murió.» El magrebí, al oír esto, abrazó a Aladino, lo besó, y un mar de lágrimas rodó por sus mejillas. El muchacho se quedó admirado al ver lo que le sucedía al magrebí, y le preguntó: «¿Qué te hace llorar, señor mío? ¿Dónde conociste a mi padre?» El extranjero, con voz triste y entrecortada, exclamó: «¡Hijo mío! ¿Cómo me haces tal pregunta después de haberme dicho que tu padre, mi hermano, ha muerto? Porque tu padre era mi hermano. Yo iba de regreso a mi país, después de una larga ausencia, contento porque tenía la esperanza de verlo y hallar consuelo a su lado, y tú me acabas de decir que ha muerto. Pero la sangre no me engaña. Tú eres el hijo de mi hermano, y yo te habría reconocido entre todos los muchachos, aunque tu padre, cuando yo me marché, aún no se había casado».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas dieciséis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el magrebí prosiguió:] «Ahora me falta la alegría y el consuelo que esperaba encontrar, después de mi ausencia, junto a tu padre, al que quería ver antes de morir. La separación me ha abrumado, pero no hay modo de escapar a la realidad ni argucia que exima del Secreto de Dios (¡ensalzado sea!).» Y añadió: «¡Hijo mío! Tú eres el único consuelo que me queda ahora. Tú sustituyes a tu padre, pues eres su sucesor, y quien tiene un descendiente no ha muerto, hijo mío». Sacó diez dinares y se los entregó a Aladino: «¡Hijo mío! ¿Dónde está vuestra casa? ¿Dónde está tu madre, la mujer de mi hermano?» Aladino cogió el dinero y le mostró el camino de su casa. El mago añadió: «Hijo mío, coge este dinero, dáselo a tu madre, salúdala de mi parte y dile que tu tío ha vuelto de su viaje por el extranjero. Si Dios quiere, mañana iré a vuestra casa para saludarla, ver el lugar en que ha vivido mi hermano y contemplar su tumba». Aladino besó la mano del magrebí y se fue corriendo, lleno de alegría, a buscar a su madre. Estaba contento y le dijo: «¡Madre mía! Te traigo la buena noticia de que mi tío ha regresado de su viaje y te manda saludos». La mujer replicó: «¡Hijo mío! ¿Es que te burlas de mí? ¿Quién es tu tío? ¿De dónde has sacado un tío con vida?» «¡Cómo, madre! ¿Me dices que no tengo tíos ni parientes vivos? Ese hombre es mi tío. Me ha abrazado, me ha besado llorando y me ha encargado que te lo refiriese.» «Sí, hijo. Sé que tenías un tío, pero murió y no sé que tengas otro.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas diecisiete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que al día siguiente, el magrebí salió y empezó a buscar a Aladino, ya que su corazón no estaba dispuesto a dejarlo escapar. Mientras recorría las callejuelas de la ciudad tropezó con el muchacho, que estaba jugando, como era su costumbre, con los demás tunantes. Lo cogió de la mano, lo abrazó, lo besó y, sacando dos dinares de su bolsa, le dijo: «Ve junto a tu madre, dale estos dos dinares y dile: “Mi tío quiere cenar con nosotros; toma estos dos dinares y haz una buena cena”. Pero, ante todo, muéstrame otra vez el camino de vuestra casa». Aladino contestó: «De buen grado, tío», y, andando delante de él, le enseñó el camino que conducía a su domicilio. El magrebí lo dejó y se fue a sus asuntos. Aladino entró en su casa, informó a su madre, le entregó los dos dinares y le dijo: «Mi tío quiere cenar con nosotros».
La madre del muchacho salió inmediatamente al mercado, compró todo lo necesario, regresó a su domicilio y empezó a preparar la cena. Pidió a sus vecinos que le prestasen los platos y la vajilla que necesitaba. Al llegar la hora de la cena, dijo a Aladino: «¡Hijo mío! La cena ya está preparada. Es posible que tu tío no conozca el camino de la casa. Ve a recibirlo en la calle». «De buen grado.» Mientras hablaban llamaron a la puerta. Aladino salió, la abrió y encontró al mago magrebí, acompañado por un criado que llevaba comidas y frutos. Aladino los hizo entrar, pero el criado se marchó a sus quehaceres, y el magrebí corrió a saludar a la madre del muchacho y rompió a llorar. Le preguntó: «¿En qué sitio acostumbraba sentarse mi hermano?» La madre de Aladino se lo indicó, y el visitante se dirigió a él, se prosternó y empezó a besar el suelo, diciendo: «¡Ah! ¡Qué desgracia y qué mala suerte he tenido al perderte, hermano mío, arteria de mis ojos!» Siguió llorando y lamentándose, hasta el punto de que la madre de Aladino se convenció de que verdaderamente era su cuñado. El llanto y los sollozos hicieron que se desmayara. La mujer lo levantó del suelo y le dijo: «De nada sirve el que te mates».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas dieciocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que empezó a consolarlo, lo hizo sentar, y, una vez hubo ocupado ella su sitio, antes de que pusiese la mesa, le refirió: «¡Mujer de mi hermano! No te admires de que no me hayas visto ni conocido durante todo el tiempo en que estuviste casada con mi difunto hermano. Hace ya cuarenta años que dejé este país, que me ausenté de mi patria, para emprender viaje hacia la India, el Sind y el país de los árabes. Crucé Egipto, y durante cierto tiempo viví en una gran ciudad, una de las maravillas del mundo. Luego continué el viaje hacia el remoto Occidente, donde estuve treinta años. Cierto día en que estaba sentado, ¡oh mujer de mi hermano!, empecé a pensar en mi terruño, en mi patria y en mi hermano, aumentaron mis ganas de verlo y empecé a llorar y a sollozar por estar tan lejos y tan separado de él. Finalmente, mi ansia de volverlo a ver me impulsó a emprender el viaje hacia esta tierra, que es mi lugar de nacimiento, mi patria chica, con el fin de ver nuevamente a mi hermano. Me dije: “¡Oh, hombre! ¡Cuánto tiempo hace que estás ausente de tu patria y de tu país! Tienes un solo hermano. ¡Vamos! ¡Emprende el viaje y ve a verlo antes de morir! ¿Quién puede conocer las vicisitudes de la fortuna y las alternativas del destino? Sería una gran desgracia morir sin haber visto de nuevo a mi hermano. ¡Loado sea Dios! Él te ha concedido grandes riquezas, y, en cambio, quizá tu hermano se encuentre en una situación angustiosa y pobre. Tú podrías volver a verlo y ayudarle”. Me incorporé en seguida y me preparé para el viaje. Leí la Fatiha[231] después de la oración del viernes, me embarqué y llegué a esta ciudad tras muchas fatigas, antes de que el Señor (¡glorificado y ensalzado sea!) me dejase ver vuestros lares. Entré en la ciudad, y mientras recorría ayer sus calles vi a mi sobrino, Aladino, que jugaba con los muchachos, y, ¡por el Gran Dios, oh mujer de mi hermano!, mi corazón se partió desde el momento en que lo contemplé, pues la sangre siente inclinación por la sangre. Decíame el corazón que aquél era mi sobrino; todas mis fatigas y penas desaparecieron en cuanto lo vi, y casi eché a volar de alegría. Cuando él me informó de que mi hermano había sido acogido en el seno de Dios (¡ensalzado sea!), me desmayé a causa de la mucha pena y tristeza. Tal vez Aladino te haya explicado el dolor que se apoderó de mí. Solo he encontrado algo de consuelo en el muchacho, como sucesor que es del difunto, ya que quien deja posteridad, no muere».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas diecinueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que cuando vio llorar a la madre de Aladino, el magrebí se volvió hacia el muchacho para darle ocasión de que olvidase a su esposo y tener motivo de consolarla y llevar a buen término su plan. Le dijo: «¡Hijo mío, Aladino! ¿Qué oficio has aprendido? ¿En qué te ocupas? ¿Haces algo que os permita vivir a ti y a tu madre?» Aladino, lleno de vergüenza, enrojeció y bajó la cabeza. La madre replicó: «¿De qué? No sabe nada. ¡Jamás he visto a un muchacho tan fresco como éste! Se pasa todo el día jugando con los muchachos desocupados del barrio que son iguales a él. Su padre (¡oh, qué pena!) murió por su causa. Y yo, desgraciada de mí, me fatigo noche y día hilando algodón para poder conseguir dos mendrugos de pan para ambos. A veces me dan intenciones de cerrarle la puerta, no abrírsela más y dejar que se gane el sustento y viva por su cuenta. Yo ya soy vieja y no tengo fuerzas para ganar el sustento de un joven así. ¡Dios mío! Tengo que trabajar para vivir cuando necesito quien me sustente». El magrebí dijo al muchacho: «¡Sobrino! ¿Por qué te portas así? ¡Esto es una vergüenza, impropia de hombres de tu temple! Tienes entendimiento, hijo mío, y eres hijo de gentes de bien. Es humillante que tu anciana madre tenga que sustentarte. Eres ya un hombre, y has de pensar en el modo de vivir. Hijo mío, fíjate en los maestros de oficios, que gracias a Dios son muchos en nuestro país, y escoge el arte que más te guste. Yo te colocaré; así, cuando seas mayor, podrás vivir de tu oficio. Es posible que no te guste el oficio de tu padre. Si es así, escoge otro, el que te plazca. Dime cuál te gusta y yo te ayudaré en todo lo que pueda, hijo». Al ver que Aladino callaba, comprendió que no le gustaba ningún oficio, salvo el de ser un vago. Añadió: «¡Hijo de mi hermano! No te quiero cansar. Si no quieres aprender un oficio, te abriré una tienda de comerciante de telas preciosas; te enseñaré a conocer a la gente, tomarás y darás, venderás y comprarás y serás célebre en toda la ciudad». Aladino se alegró mucho al oír que su tío quería hacer de él un comerciante, ya que estaba convencido de que todos los comerciantes visten trajes bonitos y elegantes. Miró a su tío, se echó a reír e inclinó la cabeza; con este lenguaje de circunstancias quería significar que aceptaba.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veinte (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el magrebí lo entendió así: que deseaba ser comerciante. Le dijo: «Al aceptar que te haga comerciante y te abra una tienda, demuestras ser un hombre. Si Dios quiere, mañana te llevaré al zoco y te compraré un hermoso vestido de comerciante; después te buscaré una tienda y cumpliré la promesa que te he hecho». La madre de Aladino seguía teniendo algunas dudas acerca de que el magrebí fuese su cuñado; pero cuando le oyó prometer a su hijo que le abriría una tienda de comerciante con telas, capital y demás, convencióse de que en realidad lo era, pues un extraño no haría tal cosa con su hijo. Amonestó a éste para que dejase las vaciedades que llenaban su cabeza, se hiciese un hombre y obedeciera a su tío como si fuese su padre; insistió en que recuperase el tiempo que había perdido en travesuras con sus compañeros. Después, la madre de Aladino se levantó, preparó la mesa, puso la cena y se sentaron a comer y a beber. El magrebí hablaba con Aladino de asuntos de negocio y cosas parecidas y aquella noche no tuvo sueño el muchacho a causa de su mucha alegría. El magrebí, al ver que era una hora avanzada, se marchó a su casa y les prometió que regresaría por la mañana para ir a buscar con Aladino un corte de traje de comerciante.
En efecto, al día siguiente, llamó a la puerta, y la madre del joven le abrió. No quiso entrar; se limitó a preguntar por Aladino para llevárselo al mercado. Salió el muchacho, dio los buenos días al tío y le besó la mano. Éste lo cogió, se marchó con él al mercado, entró en una tienda de telas y pidió un vestido completo de comerciante, de los más caros. El mercader le mostró varios. El magrebí dijo a Aladino: «Escoge, hijo mío, el que más te guste». El muchacho se alegró mucho al ver que su tío lo dejaba escoger, eligió uno, y el magrebí pagó su importe. Luego llevó al baño a Aladino. Se bañaron, bebieron un jarabe, el muchacho se puso el traje nuevo y, muy alegre y satisfecho, se acercó a su tío, le dio las gracias, le besó la mano y le agradeció su generosidad.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche, quinientas veintiuna (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que al salir del baño, el tío lo condujo al zoco de los comerciantes y le dijo que viese cómo se compraba y vendía. «Hijo mío, es necesario que te familiarices con la gente, especialmente con los mercaderes, para que aprendas de ellos cómo se realizan los negocios, ya que éste va a ser tu oficio.» Lo llevó también a ver la ciudad, las mezquitas y todos los lugares de esparcimiento. Después entraron en una tienda en que servían guisos, y les dieron de comer con vajilla de plata. Comieron y bebieron hasta hartarse. Salieron a pasear, y el magrebí enseñó a Aladino las grandes avenidas y los edificios públicos, y entraron en el palacio del sultán, en donde le mostró todos los lugares importantes y hermosos. Después lo llevó al hotel de los comerciantes extranjeros, en el cual se hospedaba. Algunos de los comerciantes invitaron a cenar al magrebí. Aceptaron, se sentaron a la mesa, y el magrebí les dijo: «Éste es el hijo de mi hermano. Se llama Aladino». Después de comer y beber, y habiendo llegado la noche, llevó al joven a casa de la madre. La pobre mujer, cuando vio que su hijo parecía un comerciante, perdió la razón de alegría y empezó a dar las gracias al magrebí por su generosidad: «¡Cuñado! Toda mi vida no será bastante para darte las gracias y alabarte por el bien que has hecho a mi hijo». «¡Cuñada! Siempre he sido bondadoso, y éste es mi hijo. Para mí constituye un deber el ocupar el puesto de su padre. Ten confianza.» «Ruego a Dios, por la gloria de los santos antiguos y modernos, que te preserve y te dé larga vida, cuñado, para que puedas proteger a este muchacho huérfano y que él siempre te obedezca, esté a tus órdenes y haga únicamente aquello que le mandes.» «¡Mujer de mi hermano! Aladino es un hombre inteligente, desciende de padres honrados. Espero que Dios haga de él el sucesor de su padre y sea tu consuelo. Únicamente me apena el que mañana sea viernes, pues no podré abrirle la tienda, ya que los viernes casi todos los comerciantes, después de la oración, salen a los jardines y paseos. Pero, si Dios quiere, el sábado, si así lo decide el Creador, haremos nuestro trabajo. Sin embargo, mañana vendré a veros y saldré con Aladino para enseñarle los jardines y las avenidas que hay fuera de la ciudad. Es posible que aún no los conozca; verá a los comerciantes y a los grandes personajes que van a pasear por allí, y así los conocerá, y ellos lo conocerán.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintidós (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el magrebí se marchó, pasó la noche en su domicilio, y al día siguiente fue a casa del sastre y llamó a la puerta. Aladino estaba muy contento con el vestido que llevaba y por los favores que había recibido el día anterior: baño, comida, bebida y trato con la gente. Estuvo pensando que por la mañana vendría su tío para llevarlo a visitar los jardines. Por eso no pudo pegar un ojo en toda la noche, esperando que se hiciera de día. En cuanto oyó que llamaban a la puerta, salió corriendo como una centella y la abrió; era su tío, que lo abrazó, lo besó, lo cogió de la mano y se marcharon juntos. «¡Sobrino! —le dijo—, hoy te enseñaré algo que no has visto jamás en tu vida», y empezó a bromear con él y a decirle cosas agradables. Salieron por la puerta de la ciudad, y el magrebí empezó a cruzar los jardines y a mostrarle las mejores avenidas y los grandes y maravillosos palacios. Cada vez que veían un pabellón, una quinta o un alcázar, el magrebí se paraba y preguntaba a Aladino: «¿Te gusta, hijo mío?» Aladino creía volar en alas de la fantasía, al ver aquellas cosas jamás soñadas. Estuvieron visitando lugares hasta que se fatigaron. Entraron en un gran jardín que alegraba el ánimo y tranquilizaba la vista. Los surtidores brotaban entre flores, y las aguas salían de las bocas de leones hechos de cobre amarillo que parecía oro. Se sentaron al lado de una alberca y descansaron un rato, mientras Aladino, muy contento, bromeaba con su tío y se solazaba con él… como si fuese su verdadero tío.
El magrebí, al cabo de un rato, se puso de pie, se quitó el cinturón, sacó una bolsa llena de comida, frutas y otras cosas, y dijo a Aladino: «¡Hijo de mi hermano! Tienes hambre. Ven y come lo que te apetezca». Aladino se acercó y comió, acompañado por el magrebí. Comieron con gusto, les sentó bien y descansaron. El magrebí le dijo: «¡Sobrino! Ponte en pie, si es que ya has descansado; andaremos un poco e iremos más adelante». Aladino se incorporó, y estuvieron paseando de jardín en jardín hasta que los hubieron visto todos y llegaron al pie de un monte muy elevado. Aladino, que jamás en su vida había salido de la puerta de la ciudad y nunca había andado tanto, dijo al magrebí: «¡Tío! ¿Adónde nos dirigimos? Hemos dejado atrás todos los jardines, y delante tenemos un monte. Si falta mucho camino no tendré fuerzas para andar, pues me caigo de fatiga. Delante de nosotros ya no hay jardines. Dejémoslo y volvamos a la ciudad». «Hijo mío: éste es el camino. Los jardines aún no se han terminado, ya que nosotros vamos a ver un jardín como no lo tienen ni los mismos reyes. Todos los jardines que hemos visto no son nada en comparación con éste. Reúne todas tus fuerzas para andar, pues gracias a Dios eres un hombre.» Empezó a animar a Aladino con buenas palabras y le refirió historias portentosas, falsas y verdaderas, hasta que llegaron al lugar que le interesaba y por el cual había abandonado los países de Occidente y se había dirigido a China. Cuando hubieron llegado, el magrebí dijo: «¡Hijo de mi hermano! Siéntate y descansa, pues éste es el lugar al que veníamos. Ahora, y si Dios quiere, te haré ver cosas tan prodigiosas como no las ha visto persona alguna en el mundo; nadie ha contemplado lo que tú vas a ver».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintitrés (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el magrebí prosiguió:] «Ahora descansa, busca unos leños y unas astillas secos para poder encender el fuego. Te mostraré algo, sobrino, que no te costará nada». Aladino ardió en deseos de ver lo que iba a hacer su tío. Olvidó la fatiga, se levantó en el acto y empezó a reunir pequeños leños y madera seca, hasta que el magrebí le dijo: «Ya basta, sobrino». Entonces sacó del bolsillo una caja, la abrió y cogió de ella el incienso que necesitaba: lo encendió, lo difundió, y pronunció exorcismos y palabras ininteligibles. Tinieblas, sacudidas y convulsiones de la tierra precedieron a la aparición de una hendidura en la misma. Aladino, asustado, trató de huir. El brujo magrebí, al ver que quería escapar, se puso rojo de ira, pues todos sus esfuerzos quedarían frustrados si Aladino se iba. Ambicionaba obtener un tesoro que sólo podía abrir este muchacho. Al ver que se disponía a huir, se incorporó, levantó la mano y le dio un golpe en la cabeza que casi le hizo saltar los dientes. Aladino cayó sin sentido en el suelo, mas a poco volvió en sí, gracias a las artes mágicas del magrebí, y rompió a llorar, diciendo: «¡Tío! ¿Qué es lo que he hecho para merecer este golpe?» El magrebí, con el deseo de atraérselo, le dijo: «¡Hijo mío! Yo quiero hacer de ti un hombre. No me desobedezcas, pues soy tu tío y es como si fuese tu padre. Haz lo que te diga, y dentro de poco olvidarás dolores y fatigas al ver cosas prodigiosas». La tierra, que se había abierto delante del mago, mostraba en su interior una losa de mármol con una anilla de cobre fundido. El magrebí se volvió a Aladino y le dijo: «Si haces lo que te voy a decir, serás más rico que todos los reyes juntos. Por esto, hijo mío, es por lo que te he pegado; aquí se encuentra un tesoro consignado a tu nombre, y tú, en cambio, querías despreciarlo y huir. Ahora presta atención, mira como he abierto la tierra con mis exorcismos y mis conjuros».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veinticuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el magrebí prosiguió:] «Debajo de la piedra que tiene la anilla está el tesoro de que te he hablado. Pon tu mano en el aro y levanta la losa, ya que ningún hombre, aparte de ti, puede abrirla; nadie puede poner el pie en el interior del tesoro, pues está reservado para ti. Pero es necesario que oigas atentamente lo que te voy a enseñar y que no dejes escapar ni una sola letra de mis palabras. Todo esto, hijo mío, es por tu bien, ya que el tesoro es enorme. Los reyes de la tierra no tienen nada parecido, y este tesoro nos pertenece a los dos». El pobre Aladino olvidó la fatiga, el golpe y el llanto, y quedó estupefacto ante las palabras del magrebí. Se alegró al pensar que iba a ser tan rico, que los reyes serían unos pobres al lado de él. «Tío —contestó—, mándame todo lo que quieras, pues obedeceré tus órdenes.» «Sobrino. Tú eres para mí como un hijo, y aún más por el hecho de ser el hijo de mi hermano. Tú eres mi heredero y mi sucesor, hijo.»
Se acercó a él, lo besó y continuó: «¿Para quién sirven mis fatigas, hijo mío? Todas te benefician a ti, pues con ellas te harás un hombre riquísimo. No me desobedezcas en nada. Coge esa anilla y levántala tal como te he dicho». «¡Tío! Esa anilla es muy pesada para mí; yo solo no puedo levantarla. Acércate y ayúdame a tirar de ella, pues yo soy muy pequeño.» «Sobrino, si yo te ayudo no podremos hacer nada, y nuestra fatiga será en vano. Pon la mano en la anilla, tira y se levantará en el acto. Ya te he dicho que nadie más que tú puede tocarla. En el momento de tocarla pronuncia tu nombre, el de tu padre y el de tu madre, y en seguida se levantará sin que notes el peso.» El muchacho se animó, hizo lo que le había dicho el magrebí y levantó la losa con toda facilidad; en cuanto hubo pronunciado los nombres de su padre y de su madre, tal como le había dicho el brujo, la losa se levantó y la echó a un lado…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veinticinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que apareció un subterráneo con una puerta, a la que se llegaba por una escalera de unos doce peldaños. El magrebí le dijo: «¡Aladino! Fíjate y haz exactamente todo lo que te voy a decir; no te olvides de nada. Baja con mucho cuidado al fondo del subterráneo; una vez abajo encontrarás un lugar dividido en cuatro partes: en cada una de ellas verás cuatro jarrones de oro y otros objetos de oro y plata; no los toques ni cojas nada de ellos; sigue adelante hasta llegar al cuarto compartimiento, y procura que tu ropa no toque los jarrones ni las paredes; no te detengas ni un momento, pues si lo hicieras, inmediatamente te metamorfosearías y te transformarías en una piedra negra. Al llegar al cuarto compartimiento verás una puerta: ábrela, y pronuncia los nombres que has dicho al levantar la losa. Entra: te encontrarás en un jardín, adornado con árboles y frutos. Avanza cincuenta codos por el camino que tengas delante: llegarás a un salón, del cual arranca una escalera de unos treinta peldaños. Fíjate en el techo…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintiséis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el magrebí prosiguió:] «… verás que de él cuelga una lámpara. Cógela, vuelca el aceite que contiene y colócala en tu seno sin preocuparte por tus vestidos, ya que no tiene verdadero aceite. Al regresar puedes cortar de los árboles lo que te apetezca, pues serán de tu propiedad mientras conserves la lámpara en la mano». Al terminar de hablar, el magrebí se sacó un anillo del dedo y lo colocó en uno de los dedos de Aladino. Le dijo: «¡Hijo mío! Este anillo te salvará de todo peligro o miedo que pudiera sorprenderte, siempre que cumplas todo lo que te he dicho. Vamos, baja, ten valor, sé resuelto y no temas, pues ya eres un hombre y no un niño. Dentro de poco tendrás tal fortuna, que serás la persona más rica del mundo». Aladino decidióse al fin: bajó al subterráneo y encontró las cuatro salas, en cada una de las cuales había cuatro jarrones de oro. Las cruzó, tal como le había indicado el magrebí, con todo cuidado y diligencia, y se internó en el jardín. Avanzó hasta llegar al pabellón, subió por la escalera, entró en la sala, encontró la lámpara, la apagó, vertió el aceite que contenía y la guardó en su seno. Luego bajó al jardín, y empezó a admirar los árboles, poblados de pájaros, que ensalzaban con sus trinos al Creador, el Grande, y que no había visto a la ida. Los árboles daban como frutos valiosísimas piedras preciosas, de todas las formas y colores: verdes, blancas, amarillas, rojas, etc. Brillaban más que los rayos del sol al mediodía. Eran indescriptibles, y ni en el tesoro del rey más rico de la Tierra se habría encontrado ni una sola que se pudiese comparar con aquéllas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintisiete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino contempló aquellas maravillas, que lo dejaban perplejo y le robaban el entendimiento. Observándolas bien advirtió que los tales frutos eran grandes piedras preciosas: esmeraldas, diamantes, jacintos, perlas y otras gemas que dejaban absorto. Como el muchacho no había visto jamás en su vida estas cosas, y aún no tenía la edad suficiente para reconocer el valor de aquellas pedrerías, creyó que eran de vidrio o de cristal. Llenó de ellas sus bolsillos y empezó a buscar uvas, higos u otros frutos, fuesen comestibles o no. Al parecer, todos eran de vidrio, y empezó a meterse en el bolsillo todas las variedades de frutos que daban los árboles, incapaz de reconocer su precio. Como no conseguía realizar su deseo de comer, se dijo: «Recogeré todos estos objetos de vidrio y jugaré con ellos en casa». Fue cortándolos y guardándoselos en los bolsillos y en el seno hasta que no le cupieron más; siguió cortando y los sujetó en el cinturón, y mientras lo hacía dijo que los pondría en su casa como adorno, pues creía que eran de vidrio, según se ha dicho.
Después apresuró la marcha por el temor que le inspiraba su tío el magrebí. Cruzó las cuatro estancias, recorrió el subterráneo, sin preocuparse de los jarrones de oro, a pesar de que habría podido coger al regreso lo que hubiese querido. Llegó a la escalera, subió por ella, y cuando ya le faltaba poco —el último peldaño, que era más alto que los demás restantes y que no podía subir solo por lo cargado que iba—, dijo al magrebí: «¡Tío! Dame la mano y ayúdame a subir». «¡Hijo mío! Dame la lámpara, y al quitarte ese lastre, quedarás más ligero.» «Tío, la lámpara no me pesa en absoluto. Dame la mano, y cuando haya subido te entregaré la lámpara.» El brujo magrebí, a quien sólo le interesaba la lámpara, insistió al muchacho para que se la diera, mas él se negó, pues como se la había colocado en el fondo del vestido y tenía encima las bolsas de piedras preciosas, no llegaba con la mano. El mago seguía insistiendo, pero el muchacho no podía…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintiocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que […el muchacho no podía,] por lo cual el magrebí se enfadó, sin que Aladino pudiera complacerlo. El mago se cegó al ver que no conseguía su deseo, pese a que el muchacho le decía sinceramente que se la entregaría en cuanto saliese del subterráneo. El magrebí, creyendo que Aladino no quería darle la lámpara, se enfureció más, perdió la esperanza de obtenerla y, haciendo conjuros y exorcismos, arrojó incienso en el fuego. La losa se levantó por sí sola y cerró la salida por la fuerza de la magia. El suelo quedó cubierto por la lápida como antes, y Aladino se quedó debajo sin poder salir.
Aquel mago era extranjero, y no era pariente de Aladino, como había dicho; fingió serlo con el único fin de obtener la lámpara por medio del muchacho, única persona que podía sacarla a la luz. El maldito magrebí cerró el suelo sobre Aladino y lo abandonó para que muriese de hambre. Aquel hombre era un hechicero de África, del más lejano Occidente. Desde pequeño había sido aficionado a la magia y a todas las ciencias ocultas, pues la ciudad de Ifriqiyya era célebre por el cultivo de estas ciencias, y en dicha ciudad estuvo estudiando desde su más tierna edad. Había llegado a dominar todas las ciencias ocultas, y gracias a los grandes conocimientos adquiridos tras cuarenta años de exorcismos y conjuros, había llegado a descubrir, cierto día, que al fin de las ciudades de China había una, llamada Al-Qalas, en la cual se conservaba un tesoro tan fabuloso como no podría soñar ninguno de los reyes del mundo. Lo más maravilloso era que en dicho tesoro había una lámpara prodigiosa, y que aquel que la poseyera no tendría en la Tierra rival, ni en riqueza ni en poder. El rey más poderoso de la Tierra no tendría ni siquiera una fracción del poder o de la riqueza que implicaban la posesión de tal lámpara.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas veintinueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que al descubrir esto el magrebí gracias a su ciencia, y comprobar que dicho tesoro sólo podía ser sacado a la luz por un muchacho llamado Aladino, de pobre origen y que vivía en dicha ciudad, hizo inmediatamente los preparativos para el viaje a China, conforme hemos explicado, y siguió tal conducta con Aladino porque pensó que gracias al muchacho llegaría a poseer la lámpara. Pero sus esfuerzos resultaron vanos, y perdió la esperanza de conseguirla. Entonces se propuso matar a Aladino, y gracias a su magia cerró la tierra encima del muchacho. ¡Pero no hay quien mate al Eterno! Con esto quería también evitar que Aladino saliese de allí con la lámpara. Inmediatamente emprendió el camino de regreso a su país, lleno de tristeza, pues había perdido toda esperanza de conseguir su deseo. Esto es lo que se refiere al hechicero.
He aquí lo que hace referencia a Aladino. Tan pronto como se hubo cerrado el suelo, empezó a llamar a gritos a su supuesto tío para que le diese la mano y poder así salir de allí. Mas al ver que no le contestaba nadie, comprendió que aquel hombre le había tendido una trampa y que no era su tío, sino un embustero y un brujo. Aladino desesperó de la vida y reconoció, apenado, que no tenía modo de salir a la superficie. Empezó a llorar y a sollozar por lo que le había ocurrido. Al cabo de un rato se incorporó y bajó para ver si Dios (¡ensalzado sea!) le facilitaba una puerta por donde salir. Miró a derecha e izquierda, pero sólo vio tinieblas y cuatro paredones que lo rodeaban, ya que el magrebí, con su magia, había cerrado todas las puertas, incluso la del jardín en que había estado Aladino, para que no pudiese encontrar un sitio por el que salir a la superficie, y precipitar así su muerte. Aladino lloró aún más fuerte y gimió con más intensidad al ver que todas las puertas, incluso la del jardín, estaban cerradas, pues había esperado encontrar algún consuelo en el interior. Al no hallar paso, gritó y lloró como el que ha perdido toda esperanza y, volviendo atrás, se sentó en los peldaños de la escalera del subterráneo por los cuales había entrado.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [Aladino se sentó en la escalera del subterráneo.] Pero cuando Dios (¡sea ensalzado y alabado!) quiere que algo suceda, dice «sé» y es. Él es quien, en medio de la angustia, hace nacer la alegría. Cuando Aladino iba a descender al subterráneo, el hechicero magrebí le puso un anillo en el dedo diciéndole: «Este anillo te salvará de toda angustia, preocupación y pesar; alejará de ti todas las calamidades, y será tu auxiliar dondequiera que estés». Todo esto había ocurrido por un decreto de Dios (¡ensalzado sea!), para que fuese la causa de la salvación de Aladino. Mientras estaba sentado, sollozando y llorando, habiendo perdido ya toda esperanza de escapar con vida, mientras era presa de la pena y de una fuerte tristeza, empezó a retorcerse las manos, tal como es costumbre en el afligido, y a levantarlas pidiendo la intercesión de Dios. Clamaba: «¡Atestiguo que no hay más Dios que Tú, el Único, el Grande, el Todopoderoso, el Victorioso, el que da la vida y la muerte, el que hace y resuelve las cosas, el que soluciona los problemas y las dificultades! Me basta Contigo, pues eres el mejor de los intercesores. Atestiguo que Mahoma es tu esclavo y tu enviado. ¡Dios mío! Por la gracia que aquél goza junto a Ti, ¡sálvame de mi aflicción!»
Mientras así oraba, iba mostrando su pena con retorcimientos de manos y otros gestos. En uno de estos movimientos frotó el anillo, e inmediatamente se irguió ante él un esclavo, que le dijo: «Heme aquí. Tu esclavo está delante. Pide todo lo que desees, pues yo sirvo a quien tiene en la mano el anillo, el anillo de mi señor». Aladino quedó estupefacto contemplándolo. Parecía uno de los genios de nuestro señor Salomón, y estaba de pie ante él. Su aspecto terrorífico lo asustó, pero cuando oyó decir al esclavo: «Pide todo lo que desees pues yo soy tu esclavo ya que el anillo de mi señor está en tu mano», recuperó el aliento y meditó en las palabras que le había dicho el magrebí al entregarle el anillo. Se alegró mucho, animóse y le dijo: «¡Esclavo del señor del anillo! Quiero que me saques a la superficie». Tan pronto como acabó de pronunciar estas palabras, abrióse la tierra, y Aladino se encontró junto a la puerta del tesoro, fuera, en la superficie del mundo. Veíase de nuevo al aire libre, después de haber permanecido tres días bajo tierra, sentado en el tesoro, en medio de tinieblas. La luz del día y los rayos del sol le dieron en el rostro y le fue imposible abrir los ojos: tuvo que abrirlos un poco y volverlos a cerrar hasta que pudieron soportar la luz y desprenderse de las tinieblas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que cuando pudo abrir bien los ojos, comprobó que estaba sobre la superficie de la tierra. Se alegró mucho, y quedó maravillado al comprobar que estaba sobre la puerta del tesoro, al cual había descendido al abrirla el hechicero magrebí. Esta puerta ajustaba exactamente, y la tierra estaba tan nivelada a su alrededor, que era imposible descubrir que hubiese allí alguna puerta. Su admiración iba en aumento, y llegó a creer que se encontraba en un lugar distinto, pues no pudo reconocer que estaba en el mismo sitio hasta haber encontrado el lugar en que encendieron el fuego con la leña y las astillas, el sitio en que el brujo magrebí había incensado y exorcizado. Aladino miró a derecha e izquierda y vio los jardines a lo lejos. Observó el camino, reconoció que era el mismo de la ida y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!), que lo había sacado de aquel subterráneo y librado de la muerte cuando ya había perdido la esperanza de salvarse. Se incorporó, empezó a seguir el camino de la ciudad, que ya conocía, entró en la misma, se dirigió a su casa y se presentó a su madre. Al verla, fue tal su alegría por encontrarse a salvo, que cayó al suelo desmayado por el miedo y la fatiga sufridos, por la gran satisfacción que experimentaba y por el hambre.
Su madre estaba triste desde el momento en que él la dejó, y lloraba y sollozaba. Cuando lo vio entrar se alegró mucho, pero al ver que caía desmayado en el suelo se entristeció de nuevo; mas esto no le impidió correr hacia él, rociarle el rostro con agua y pedir a sus vecinos algunos perfumes, que le dio a oler. Al cabo de poco volvió en sí. Le pidió que le diese algo de comer, y le dijo: «¡Madre! Hace tres días que no como nada». La mujer le preparó algo con lo que tenía y se lo sirvió: «¡Hijo mío! Come y reponte. Cuando hayas descansado me contarás qué te ha sucedido. No te lo pregunto ahora, pues estás fatigado».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino comió y bebió, y cuando hubo descansado y recuperado el aliento dijo: «¡Ah, madre! Tendría perfecto derecho a quejarme de ti por haberme entregado a ese hombre maldito, que quería perderme y matarme. Sabe que he visto la muerte con mis propios ojos, y a ello me ha elevado ese maldito hombre al cual tú creías mi tío. Si no hubiese sido por Dios (¡ensalzado sea!), que me ha salvado de sus manos, tú y yo, madre, habríamos sido sus víctimas, dado el mucho bien que el condenado había prometido hacerme y el mucho afecto en que aparentaba tenerme. Sabe, madre, que es un malvado mago magrebí, embustero, artero, taimado, hipócrita. No creo que los demonios que están debajo del suelo puedan compararse con él. ¡Confúndalo Dios en todos los libros! Oye, madre, lo que hizo conmigo este maldito, pues todo lo que te voy a decir es la pura verdad. Repara en cómo ha mentido el condenado, en lo que han quedado las promesas que había hecho de otorgarme toda clase de favores, en el cariño que aparentaba tenerme… Todo lo hizo para poder darme muerte. ¡Gracias a Dios, que me ha salvado! Escucha todo lo que ha hecho este maldito…»
Y refirió todo a su madre, mientras lloraba de alegría: le contó desde el momento en que lo había dejado; cómo el magrebí lo había llevado al monte en que estaba oculto el tesoro, los exorcismos, etc. Y prosiguió: «Luego, madre, me dio un golpe que me hizo perder el conocimiento; fui presa de gran miedo cuando se abrió la tierra a mis pies gracias a su magia; temblé cuando vi los truenos, mientras oscurecía por el incienso y los conjuros. El miedo me empujaba a la huida, y cuando él vio que me disponía a escapar, me injurió y me pegó, pues una vez abierto el tesoro él no podía descender por sí mismo, ya que lo abrió ante mí por venir consignado a mi nombre, no al suyo. Él, como brujo experto, sabía que este tesoro debía abrirse ante mí y ser de mi propiedad».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [Aladino prosiguió:] «Después de haberme pegado volvió a tratarme bien para que descendiese en busca del tesoro que había abierto, y alcanzase su deseo. Antes de hacerme bajar me puso en el dedo un anillo, que se quitó de la mano. Ya abajo, encontré cuatro habitaciones llenas de oro, plata y otras cosas, que sobraban para mí, pues el maldito me había recomendado no tocar nada. Luego fui a salir a un jardín con grandes árboles, cuyos frutos hacían volar la fantasía: todos eran, madre, de cristales policromos. Cuando llegué al pabellón en que se hallaba esta lámpara, la cogí en seguida, la volqué y vertí el líquido que contenía.» Aladino sacó la lámpara que guardaba en el pecho y se la enseñó a su madre, así como también las piedras preciosas que había recogido en el jardín. Eran dos grandes bolsas, llenas de unas gemas como ningún rey del mundo podía soñar; pero Aladino, que no conocía su valor, creía que eran de vidrio. Siguió hablándole a su madre: «Después de haber cogido la lámpara me marché y me dirigí a la puerta del tesoro, desde la cual llamé al maldito magrebí que fingía ser mi tío, para que me diese la mano y me ayudase a salir fuera, pues yo iba cargado de cosas que me pesaban y no podía subir por mí mismo. No quiso ayudarme y me dijo: “Dame la lámpara y luego te daré la mano y te sacaré”. Como había puesto la lámpara en el fondo del vestido y las bolsas encima, no llegaba a alcanzarla para poder dársela. Le dije: “Tío, no puedo darte la lámpara; cuando esté fuera te la entregaré”. Pero él no me quería sacar, pues su intención era coger la lámpara y después cerrar el suelo para que pereciera, que es lo que hizo al fin. Esto es lo que me ha sucedido, madre, con ese infame hechicero». Aladino le refirió toda la historia hasta terminar y empezó a injuriar indignado y furioso al magrebí diciendo: «¡Ah! ¡Maldito mago! ¡Sucio, malvado, cruel, inhumano, artero, hipócrita, impío!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la madre añadió: «Sí, hijo mío. Es un descreído e hipócrita, que aniquila a las gentes con su magia. Pero demos gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberte salvado de los engaños y de las añagazas de ese maldito hechicero, del que llegué a creer que era en verdad tu tío». Como el muchacho llevaba tres días sin pegar un ojo, se fue a la cama y durmió. Lo mismo hizo su madre.
Aladino estuvo durmiendo hasta el día siguiente a mediodía. Al despertarse pidió algo de comer, pues estaba hambriento. Su madre le dijo: «¡Hijo mío! No tengo nada que darte, pues todo lo que tenía te lo comiste ayer. Aguarda un poco, pues tengo algunos hilados; iré a venderlos al zoco, y con lo que me den compraré algo de comer». «¡Madre! Guarda los hilados, no los vendas. Dame la lámpara que traje; la venderé, y con lo que me den compraré para los dos. Creo que la lámpara vale más que los hilados.» La madre le llevó la lámpara, pero al ver que estaba muy sucia le dijo: «Aquí está la lámpara, hijo mío; pero está sucia. Si la lavamos y le sacamos brillo, podremos venderla a mejor precio». Cogió un poco de arena y empezó a frotar la lámpara. Apenas había dado una pasada cuando apareció un genio de aspecto horripilante, de una estatura tan enorme que parecía un gigante. Le dijo: «¡Di lo que quieres de mí! Soy tu esclavo; soy el esclavo de quien tiene en la mano esta lámpara; mas no soy el único, pues la lámpara maravillosa que ves en tu mano tiene muchos esclavos». La madre de Aladino, al ver aquella horrorosa figura fue presa del miedo, se le trabó la lengua y no pudo hablar, ya que no estaba acostumbrada a ver espectros semejantes.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [la madre] cayó desmayada. Aladino, que estaba de pie algo alejado y que ya había visto al genio del anillo en el subterráneo, en cuanto oyó las palabras que el genio dirigía a su madre, corrió a coger la lámpara que ésta tenía en la mano y dijo: «¡Esclavo de la lámpara! Tengo hambre. Quiero que me traigas guisos tan exquisitos que estén por encima de la imaginación». El genio estuvo ausente un abrir y cerrar de ojos, y volvió con una preciosa mesa, grande, de plata purísima; en ella había doce platos con guisos variados, todos de excelente calidad, dos copas de plata y dos botellas de auténtico vino añejo, y, además, pan blanco como la nieve. La colocó delante de Aladino y se marchó. El muchacho roció con agua de rosas el rostro de su madre y le dio a oler los mejores perfumes hasta que volvió en sí, y le dijo: «Madre, incorpórate, pues vamos a comer estos alimentos que Dios (¡ensalzado sea!) nos ha facilitado». Al ver una mesa de plata tan grande, la mujer quedó maravillada y preguntó a su hijo: «¡Hijo mío! ¿Quién ha sido la generosa persona que ha acudido a remediar nuestra hambre y nuestra pobreza? Le debemos un gran beneficio. Está claro que el sultán, enterado de nuestra situación, nos ha enviado esto». «Madre, no es éste el momento de hacer preguntas. Ven, vamos a comer, pues tenemos hambre.» Se sentaron a la mesa y comieron. La madre de Aladino comió cosas que en su vida había probado. Comieron con excelente apetito, pues estaban hambrientos, y aquellos manjares eran propios de reyes. Además, ignoraban su precio, pues nunca habían visto cosas semejantes. Después de hartarse, aún les sobró para la cena y para el día siguiente. Luego se lavaron las manos y se sentaron a hablar.
La madre de Aladino preguntó: «¡Hijo mío! Explícame ahora lo que ha ocurrido con el esclavo-genio; gracias a Dios ya hemos comido, hemos quedado satisfechos y no puedes decirme que tengas hambre». Aladino le refirió todo lo que le había sucedido con el esclavo desde el momento en que ella cayó desmayada de terror. La mujer se maravilló mucho y le dijo: «¡Luego, es cierto que los genios se muestran a los hombres! Yo, hijo mío, jamás en mi vida había visto uno. Creo que éste es el mismo que te salvó cuando estabas en el tesoro». «No era éste, madre. El esclavo que se te ha aparecido es siervo de la lámpara.» «¿Cómo es eso, hijo mío?» «Este esclavo no tiene la misma forma que el del anillo; el que has visto, es siervo de la lámpara.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [la madre preguntó:] «Entonces, ¿ese maldito que se me ha aparecido y casi me ha hecho morir de terror es siervo de la lámpara?» «Sí.» «Hijo mío, por la leche que te he dado de mamar, te ruego que te deshagas de la lámpara y del anillo, ya que causan un miedo enorme. Yo no podría soportar verlos de nuevo. Además, se ha prohibido a los hombres tener tratos con ellos, pues el Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!) nos ha puesto en guardia contra los genios.» «Madre, tus palabras son órdenes para mí, pero las que acabas de pronunciar, no. Me es imposible desprenderme de la lámpara o del anillo. Tú has visto el favor que nos han hecho cuando estábamos hambrientos. Sabe, madre, que, cuando descendí en busca del tesoro, el embustero del brujo magrebí no me pidió ni el oro ni la plata de que estaban repletas las cuatro salas, sino únicamente que le llevase la lámpara, pues él conocía bien sus propiedades. Si no hubiese conocido su importancia, jamás se habría tomado tantas molestias y fatigas, ni hubiese venido desde su país hasta el nuestro para buscarla, ni me habría encerrado cuando yo no le entregué la lámpara. Madre, necesitamos guardar y conservar con cuidado esta lámpara, ya que constituye nuestro medio de vida y nuestra riqueza. No podemos mostrársela a nadie. Lo mismo ocurre con el anillo; no puedo quitármelo del dedo, pues si no hubiera sido por él, no me habrías vuelto a ver con vida, pues habría muerto enterrado junto al tesoro. ¿Cómo puedo quitármelo de la mano? ¿Quién sabe las desgracias, fatigas, acontecimientos y calamidades que puede depararme el tiempo, y de los cuales puede salvarme el anillo? Mas, por complacerte, esconderé la lámpara y no volverás a verla jamás.» La madre consideró que su hijo tenía razón. «Hijo mío, haz lo que quieras. Por mi parte, no deseo volver a verlos, ni quiero contemplar nuevamente la terrorífica imagen que vi.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino y su madre tuvieron para dos días con los alimentos que les había llevado el genio. Cuando se hubo terminado la comida, Aladino cogió uno de los platos que le había llevado el esclavo. Era de oro puro, mas el muchacho no lo sabía. Se dirigió al mercado, y lo vio un judío más malicioso que el diablo. El muchacho le ofreció el plato, y cuando el judío lo hubo contemplado, se retiró con Aladino a un rincón para que nadie lo viese. Lo examinó bien y comprobó que era de oro puro. Pero ignoraba si Aladino conocía o no su precio. Le preguntó: «¡Señor mío! ¿Por cuánto vendes el plato?» «Tú sabes lo que vale», le contestó. El judío permaneció indeciso sobre lo que había de dar a Aladino, ya que éste le había dado una respuesta de experto. De momento pensó en pagarle poco, mas temió que el muchacho conociese el precio; luego pensó darle mucho, pero se dijo: «Tal vez sea un ignorante que desconoce su valor». Se sacó del bolsillo un dinar de oro y se lo entregó. Aladino se marchó corriendo en cuanto tuvo el dinar en la mano, y el judío comprobó así que el muchacho desconocía el precio del plato. Por eso se arrepintió de haberle dado un dinar de oro en vez de una moneda de sesenta céntimos. Aladino no se entretuvo. Fue al panadero, compró pan, cambió su dinar y regresó junto a su madre, a la que entregó el pan y el cambio. «Madre, ve y compra lo que necesitemos.» Ésta se levantó, fue at mercado y adquirió todo lo que necesitaban; después, comieron y reposaron.
Aladino, cada vez que se le terminaba el dinero, cogía uno de los platos y se lo llevaba al judío, el cual los adquiría a un precio irrisorio. Habría querido rebajar algo, pero como la primera vez le dio un dinar, temió que si le bajaba el precio se marchase el muchacho a venderlos a otro, y él perdiese tan magnífica ganancia. Aladino le siguió vendiendo plato tras plato, hasta que sólo le quedó la mesa en la cual había traído los platos el esclavo. Como ésta era muy grande y pesada, fue por el judío, lo llevó a su casa y se la mostró. Al ver el tamaño, le entregó diez dinares, y el muchacho los tomó. Aladino y su madre fueron comiendo con los diez dinares hasta que éstos se terminaron. Entonces, el muchacho sacó la lámpara y la frotó: inmediatamente apareció el esclavo de la vez anterior…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el esclavo le dijo: «Pide, señor mío, lo que desees, pues yo soy tu esclavo, soy esclavo del dueño de la lámpara». Aladino le ordenó: «Tengo hambre y quiero que me traigas una mesa igual que me trajiste anteriormente». En un abrir y cerrar de ojos, el esclavo le llevó una mesa igual a la anterior, sobre la cual había doce magníficos platos con los guisos más exquisitos, así como botellas de vino excelente y pan blanco. La madre de Aladino salió al darse cuenta de que su hijo se disponía a frotar la lámpara, pues no quería ver nuevamente al genio. Al cabo de un rato volvió a entrar, contempló la mesa llena de platos de plata y de exquisitos guisos, cuyo aroma se esparcía por toda la casa. Quedó pasmada. Aladino le dijo: «Fíjate, madre, ¡y tú que me decías que tirase la lámpara! Contempla los beneficios que nos reporta». «Hijo mío, que Dios multiplique los bienes que te concede, pero yo no quiero verla.» Se sentaron a la mesa, comieron y bebieron hasta hartarse y guardaron lo que les sobró para el día siguiente. Cuando se les hubo terminado, Aladino escondió debajo de su vestido uno de los platos y salió en busca del judío para vendérselo. El destino quiso que pasase junto a la tienda de un orfebre, hombre de bien, pío y temeroso de Dios.
Cuando el anciano orfebre vio a Aladino, le dijo: «Hijo mío, ¿qué es lo que quieres? Son ya muchas las veces que te veo pasar por aquí y tener tratos con ese judío, al cual le das algo. Creo que ahora llevas algún objeto y vas en su busca para vendérselo. ¿No sabes, hijo mío, que procuran adquirir los bienes de los musulmanes, de los que creen en el único Dios (¡ensalzado sea!), a precio regalado, y que siempre engañan a los creyentes? En especial ese judío, con el que tienes tratos y en cuyas manos has caído, es un bribón. Si posees algo, hijo mío, y quieres venderlo, muéstramelo sin temor, pues te pagaré lo que Dios (¡ensalzado sea!) manda». Aladino mostró el plato al jeque, y éste lo examinó, lo pesó en la balanza y preguntó a Aladino: «¿Era como éste el que vendiste al judío?» «Sí, era exacto y de la misma forma.» «¿Cuánto te pagaba?» «Un dinar.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el jeque exclamó:] «¡Ah! ¡Maldito sea el que engaña a los siervos de Dios (¡ensalzado sea!)!» Miró a Aladino y añadió: «Hijo mío, ese judío ladrón te ha estafado y se ha burlado de ti, ya que esto es de plata purísima; lo he pesado, y he visto que vale sesenta dinares. Si quieres aceptar su importe, tómalo». El viejo orfebre contó los sesenta dinares, y Aladino los aceptó y le dio las gracias por haberle descubierto el engaño del judío. Así, cada vez que terminaba el importe de un plato, le llevaba otro. Con ello fueron enriqueciéndose, pero no dejaron de vivir modestamente, sin grandes dispendios.
El muchacho dejó de ser un gandul y de tratar con los jovenzuelos, y empezó a frecuentar a los hombres de bien. Cada día iba al zoco de los mercaderes, trataba con los mayoristas y detallistas y se informaba de la situación de los negocios, de los precios de las mercancías y de otras muchas cosas. Iba también al mercado de los orfebres y al de los joyeros, y en éste se entretenía contemplando las piedras preciosas. Entonces pudo comprobar que el contenido de las dos bolsas que había llenado con los frutos de los árboles durante su visita al tesoro no eran ni de vidrio ni de cristal, sino que se trataba de piedras preciosas; se percató de que poseía unas riquezas tales como nunca las tendría el más poderoso de los reyes. Examinó todas las gemas que había en el zoco de los joyeros, y vio que la mayor de ellas no podía compararse con la más pequeña de las suyas. Todos los días iba al zoco de los joyeros, trababa nuevos conocimientos, hacía amigos y les preguntaba por las ventas y las compras, por las adquisiciones y las cesiones, por lo caro y lo barato.
Cierto día por la mañana, después de haberse levantado y vestido, salió, según su costumbre, y se dirigió al mercado de los joyeros. Mientras paseaba, oyó al pregonero anunciar: «¡Por orden del dispensador de mercedes, el rey del tiempo, el señor de la época! ¡Todo el mundo cerrará sus almacenes y tiendas y entrará en sus domicilios, pues la señora Badr al-Budur, hija del sultán, quiere ir al baño! ¡Todo aquel que desobedezca la orden será condenado a muerte, y su sangre caerá sobre su cuello!» Aladino sintió deseos de contemplar a la hija del sultán. Se dijo: «Todos hablan de su gran hermosura y belleza. Mi mayor deseo consiste en verla».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino empezó a pensar cómo se las arreglaría para ver a la señora Badr al-Budur. Y llegó a la conclusión de que lo mejor sería colocarse detrás de la puerta del baño, a fin de poder verle la cara en el momento en que entrase. Poco antes de la hora fijada, corrió al baño y se escondió detrás de la puerta. Nadie podía verlo en el sitio en que estaba. Salió la hija del sultán, atravesó las calles y llegó al baño. Al entrar levantó el velo que le cubría la cara y se vio un rostro que parecía el sol brillando o una perla única. Era tal como dijo uno de sus descriptores:
Mujer en cuyos párpados se cosecha el elixir de la magia, en cuyas mejillas se recoge la rosa.
Las tinieblas de la noche están formadas por la oscuridad de sus cabellos, la cual se esfuma ante la luz de su frente.
Levantó el velo que le cubría la cara y Aladino, al contemplarla, exclamó: «¡Verdaderamente su forma constituye un canto de alabanza al Gran Creador! ¡Gloria a Aquel que la ha creado y la ha adornado con tanta belleza y hermosura!» El muchacho perdió su fuerza, su razón quedó confusa, su vista, turbada, y el amor hizo presa en su corazón. Regresó a su casa y, aturdido, se presentó a su madre. Ésta le dirigió la palabra, pero él no le hizo caso. Le acercó la comida, mas él siguió como inconsciente. La madre le preguntó entonces: «¡Hijo mío! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Te duele algo? Dime qué es lo que te ha pasado. Te estás portando de un modo desacostumbrado, pues te hablo y no me contestas». Aladino había creído hasta entonces que todas las mujeres eran como su madre. Había oído hablar de la hermosura de la señora Badr al-Budur, la hija del sultán, pero hasta entonces no supo qué era la belleza. Volviéndose hacia su madre, le dijo: «¡Déjame!» La madre le insistió para que comiese, y él se acercó, comió un poco y fue a tumbarse en la cama. Toda la noche estuvo esperando que llegara la aurora. Al día siguiente permaneció en el mismo estado, y la madre no sabía qué hacer, pues no tenía idea de lo que le había ocurrido. Pensó que tal vez se encontrase enfermo. «¡Hijo mío! Si sientes algún dolor o alguna cosa, dímelo, para que vaya a buscar el médico. Hoy se encuentra en esta ciudad un médico del país de los árabes al que ha enviado a buscar el sultán. Tiene fama de ser muy experto. Si estás enfermo, iré y lo llamaré.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino, al ver que su madre se disponía a ir a buscar al médico, le contestó: «¡Madre! Estoy bien; no me encuentro enfermo. Yo creía que todas las mujeres eran igual que tú, pero ayer vi a la señora Badr al-Budur, hija del sultán, cuando iba al baño». Le explicó todo lo que le había ocurrido y añadió: «Es posible que hayas oído pregonar: “Que nadie abra su tienda ni permanezca en la calle, porque la señora Badr al-Budur va a ir al baño”. Yo la he visto tal como es, pues cuando llegó a la puerta de éste, se quitó el velo que le cubría la cara. Al contemplar su figura, al ver su noble forma, he sentido por ella un gran amor, y la pasión me ha traspasado todos los miembros; ya no podré tener reposo hasta conseguirla. Por eso pienso pedirla en legítimo matrimonio al sultán, su padre». La madre creyó que su hijo había perdido la razón. «¡Hijo mío! ¡Dios te proteja! Está claro que has perdido la razón. ¡Vamos! Reponte y no seas loco.» «Ni he perdido la razón, ni soy un loco, ni tus palabras pueden cambiar para nada mis intenciones. No podré descansar si no obtengo la sangre de mi corazón, a la hermosa Badr al-Budur. Quiero pedirla por esposa a su padre el sultán.» «¡Hijo mío! ¡Por tu vida! ¡No hables de esa manera! Alguien podría oírte y decir que estás loco. Olvida eso. ¡Vaya por Dios! ¡Ir a pedirla al sultán! No sé cómo harías la petición, si es que hablas en serio. ¿Y a quién mandarías a pedirla?» «¿Quién iba a hacer semejante petición? Tú estás aquí, ¿y quién me es más fiel que tú? Deseo que tú, personalmente, hagas la petición.» «¡Hijo mío! ¡Dios me libre de ello! ¿Acaso crees que he perdido la razón como tú? ¡Quítate esa idea de la cabeza! Piensa. ¿De quién eres hijo? De un sastre, el más pobre e ínfimo de los sastres que viven en esta ciudad. Yo, tu madre, procedo también de una familia muy pobre. ¿Cómo me he de atrever a pedir en matrimonio a la hija del sultán, a aquella a la que su padre no quiere casar ni con los hijos de los reyes ni de los sultanes, a no ser que tengan el mismo grado de poder, de rango y de nobleza? Basta que estén un poquito por debajo de él para que los rechace.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino dejó que su madre acabara de hablar. Entonces dijo: «¡Madre! Sé todo lo que has dicho y estoy convencido de ello. Sé que soy hijo de pobres, pero eso no altera en modo alguno mi resolución. Te ruego, ya que soy tu hijo y tú me quieres, que me hagas este favor, pues en caso contrario me perderás, ya que si no obtengo a la amada de mi corazón la muerte repentina se apoderará de mí. Sea como fuere, soy tu hijo». La madre lloró de pena y argumentó: «¡Hijo mío! Soy tu madre y no tengo más hijo ni más amor que tú. Mi mayor deseo lo constituye el hacerte feliz y el casarte. Pero si quieres contraer matrimonio, te buscaré a una muchacha que sea de nuestra condición y sangre. En seguida me preguntará si tienes oficio, tierras, negocio o jardín de que vivir. Si yo no puedo contestar a gentes pobres como nosotros, ¿cómo he de atreverme, hijo, a pedir a la hija del rey de la China, que no tiene quien pueda precederla o seguirla? Piensa en ello. ¿Y quién la pide? El hijo de un sastre. Sé perfectamente que si hablase de esto nos vendría la mayor desgracia, pues nos expondríamos a un gran peligro ante el sultán, y tal vez nos costase la vida a los dos. Y yo misma, ¿cómo podría atreverme a correr ese riesgo y a tener tal desvergüenza? ¡Hijo mío! ¿De qué modo podría pedir para ti a la hija del sultán? ¿Cómo podría llegar ante él? Y si me interrogaran, ¿qué les respondería? Lo más probable es que creyeran que estoy loca. Supón que llegase ante el soberano: ¿qué regalo le ofrecería a Su Majestad?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [la madre prosiguió:] «Es cierto que el sultán es magnánimo y no despide a nadie que vaya a pedirle justicia, clemencia, protección o dones. Es generoso y concede sus beneficios al allegado y al extraño. Pero estos dones los da a quien se los merece o a quien le ha servido en la guerra o en la defensa del país. Dime ahora tú: ¿qué es lo que has hecho por el sultán o por el reino hasta el punto de merecer tal favor? Además no estás a la altura de la gracia que pides, y no es posible que el rey te conceda lo que solicitas. Quien se presenta al sultán y le pide favores necesita, por su parte, ofrecerle algo, como tú has dicho, que sea conveniente a Su Majestad. ¿Cómo te es posible pensar en presentarte a él y pedirle la mano de su hija, sin llevar ningún regalo digno de él?» «¡Madre mía! Hablas con razón y piensas lógicamente. Yo tendría que haber reflexionado en todo lo que tú me has hecho pensar, pero, madre, el amor por la hija del sultán, por la señora Badr al-Budur, ha penetrado hasta lo más profundo de mi corazón y no podré reposar si no la consigo. Me has hecho meditar en algo que había olvidado, y esto es lo que me incita ahora a pedirle, por tu mediación, a la hija. Tú, madre mía, me has dicho: “¿Qué regalo puedes ofrecer al sultán, de acuerdo con lo que es costumbre entre las gentes?” Pero el caso es que yo tengo un presente y un regalo que, según creo, ni los mismos reyes tienen algo igual o que se le pueda comparar.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [Aladino prosiguió:] «Lo que yo creía que eran vidrios o cristales son piedras preciosas, y sospecho que todos los reyes del mundo juntos no tienen nada que pueda compararse con la más pequeña de mis piedras. He tratado con los joyeros, y he comprendido que son gemas de un valor inmenso: son las que traje del tesoro en las bolsas. Si quieres hacerme el favor… Tenemos un plato de porcelana china; tráemelo. Lo llenaré a rebosar con estas joyas, y lo llevarás como regalo al sultán. Estoy seguro de que con ello te será fácil el asunto, podrás presentarte delante de él y exponerle mi deseo. Si tú no me ayudas a conseguir a la señora Badr al-Budur, puedes estar convencida de que moriré. No te preocupes por el regalo: son piedras de un valor inmenso. Serénate, madre. He ido muchas veces al mercado de los joyeros y he visto que éstos vendían piedras a precios altísimos, inconcebibles, a pesar de que no eran ni la cuarta parte de hermosas que las nuestras. Como lo he visto, estoy seguro de que mis gemas valen una cantidad fabulosa; Vamos, madre, haz lo que te he dicho y tráeme el plato de porcelana china que te he pedido. Colocaremos en él las joyas y veremos qué tal quedan».
La madre le llevó el plato de porcelana, mientras se decía: «Ahora veremos si es verdad o no lo que dice mi hijo de estas joyas». Colocó el plato delante de Aladino, y éste sacó las gemas de las bolsas y empezó a alinearlas en él. Colocó piedras de todas las clases, hasta dejarlo lleno. Entonces la madre dirigió la mirada al plato, pero no pudo fijar la vista en él, a causa de los rayos de luz, el brillo y el resplandor que irradiaban aquellas gemas. Quedó aturdida, aunque no acababa de creer que su precio fuese tan elevado. Pensó que tal vez era cierto lo que decía su hijo, y que ningún rey tenía gemas iguales. Aladino se volvió hacia ella y le dijo: «Has visto, madre, que éste es un gran regalo, propio de un sultán. Estoy seguro de que te recibirá con mucho honor y te tratará con todos los miramientos. Ahora, ya no tienes ninguna excusa. Haz el favor de coger el plato e ir a palacio». «Sí, hijo mío. El regalo es de un gran valor, de mucho precio; tal como has dicho, nadie posee una cosa comparable; pero, ¿quién tiene el valor de presentarse al sultán y de pedir a su hija Badr al-Budur? Yo no me siento capaz, cuando me pregunte: “¿Qué quieres?”, de contestar: “A tu hija”. Sabe, hijo mío, que mi lengua se trabará. Pero supongamos que, por voluntad de Dios, me armo de valor y le digo: “Quiero emparentarme contigo mediante el matrimonio de tu hija, la señora Budur, con mi hijo Aladino”. En el momento en que lo haga sospecharán que estoy loca y me expulsarán entre afrentas y burlas, además de que correremos peligro de muerte. A pesar de todo, hijo mío, sacaré fuerzas de flaqueza por complacerte. Pero si el rey me recibe y me trata con atención por el regalo que le llevo, y después le pido…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [la madre prosiguió: «Si le pido] al sultán el matrimonio de su hija, él me preguntará, según es costumbre entre la gente: “¿Qué posesiones tienes? ¿A cuánto ascienden tus ingresos?” ¿Qué he de contestarle? Tal vez, hijo mío, me lo pregunte antes de pedir informes tuyos». Aladino le replicó: «El sultán no te dirá eso cuando vea el tamaño de las gemas. Por consiguiente, no es necesario que pienses en lo que no va a ocurrir. Vamos, ve y pídele su hija para mí. Ofrécele estas joyas y no te esfuerces en hacerme difícil la cosa antes de tiempo. Ya sabes que tengo la lámpara, y, con ella, todo cuanto pida. Tengo la esperanza de que con ella podré satisfacer al sultán si me pide algo».
Aladino y su madre pasaron toda la noche hablando de lo mismo. Al llegar el día, su madre estaba animada por lo que le había explicado su hijo acerca de las virtudes y utilidad de la lámpara, que facilitaba todo lo que se le pedía. Aladino, al ver que su madre se había resuelto, temió que hablase de la lámpara a la gente. Le dijo: «¡Madre! Guárdate de hablar con nadie de esa lámpara y de sus virtudes, pues ella constituye nuestro bien. Presta atención y no digas nada de ella para que no la perdamos, pues entonces se acabaría nuestro bienestar». «No temas nada, hijo mío.» Cogió el plato con las gemas y salió inmediatamente para poder entrar en la audiencia antes de que se aglomerase la gente. Envolvió el plato en una servilleta, se dirigió con él a palacio y llegó a la sala de la audiencia cuando aún no estaba llena. Vio entrar al visir y a algunos grandes del reino, y poco después la sala quedó llena de ministros, grandes del reino, cortesanos, emires y nobles. Luego entró el sultán; los ministros, los cortesanos, los grandes y demás personas se quedaron de pie, y el soberano se sentó en el trono; los cortesanos estaban con los brazos cruzados, en espera de que les mandara sentarse. Les ordenó que ocupasen su sitio, y cada uno se instaló en el que le correspondía. Presentaron al sultán las peticiones, y éste fue resolviendo todos los asuntos sobre la marcha, hasta que se terminó la audiencia. Entonces el sultán se levantó y se dirigió a sus habitaciones particulares, mientras se marchaban todas las personas que estaban en la sala.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la madre de Aladino, que había llegado de las primeras, encontró un sitio en el que colocarse; pero como nadie le había dirigido la palabra para presentarla al sultán, se quedó allí hasta que terminó la audiencia y el soberano se levantó, entró en sus habitaciones particulares, y todas las personas que estaban allí se retiraron. La madre de Aladino, al ver que el sultán se levantaba del trono y se dirigía a sus habitaciones, se marchó a su casa. Al veda con el plato en la mano, su hijo creyó que le había ocurrido algo, y no quiso preguntarle nada. Ella misma lo informó de lo ocurrido, y terminó diciendo: «¡Gracias sean dadas a Dios, hijo mío, que me ha dado valor! Hoy he conseguido un sitio en la audiencia, a pesar de no haber podido hablar al sultán. Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, volveré y le hablaré. Hoy han sido muchas las personas que no han podido hablar con él. Está tranquilo, hijo, que mañana sin falta le hablaré, para complacerte. Y lo que tenga que ser, será».
Aladino se alegró mucho al oír las palabras de su madre, y empezó a contar, impaciente, las horas que faltaban para hacer la petición. A la mañana siguiente, la madre de Aladino se levantó y se dirigió con el plato a la audiencia del sultán; pero vio que estaba cerrada la sala. Preguntó a la gente, y le contestaron: «El sultán sólo concede audiencia tres días por semana». No tuvo más remedio que volver a su casa. Acudía a la audiencia todos los días, y cuando estaba abierta permanecía en ella, de pie, hasta que se terminaba, y luego regresaba a su casa. Los restantes días encontraba la sala cerrada. Hizo esto durante una semana. El sultán la veía en cada sesión. El último día permaneció de pie, como de costumbre, hasta el final de la recepción, sin atreverse a adelantarse o hablar. El sultán se levantó para dirigirse a sus habitaciones particulares. El gran visir estaba a su lado. El soberano, volviéndose hacia éste, le dijo: «¡Visir! Hace seis o siete días que en cada audiencia veo a esta vieja que viene aquí trayendo algo debajo de sus ropas. ¿Sabes, visir, de qué se trata y qué es lo que quiere?» «¡Nuestro señor, el sultán! Las mujeres tienen pocas entendederas y quizás ésta venga a quejarse ante ti de su esposo o de alguno de sus familiares.» El sultán, no satisfecho de la contestación del visir, le mandó que si aquella mujer volvía otra vez a la audiencia, se la presentase inmediatamente. El visir, saludando, contestó: «¡Oír es obedecer, señor!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la madre de Aladino se había acostumbrado ya a aquello e iba cada día a la audiencia: entraba y se colocaba en pie delante del sultán. La espera la fatigaba muchísimo, pero con tal de complacer a Aladino, cualquier fatiga le parecía ligera. Cierto día en que llegó a la audiencia como de costumbre, se quedó de pie delante del sultán. Éste, al verla, dijo al visir: «Ésa es la mujer de la que te hablé. Haz que venga a mi presencia. Veremos cuál es su petición y satisfaremos su necesidad». El ministro presentó a la madre de Aladino ante el sultán. La mujer hizo una reverencia, le deseó larga vida y toda suerte de felicidades, y besó el suelo ante él. El sultán le dijo: «¡Mujer! Hace muchos días que te veo en la audiencia sin decirme nada. Dime si necesitas algo, para poder complacerte». Ella besó el suelo de nuevo y le dijo: «¡Sí, por la vida de tu cabeza, rey del tiempo! Necesito algo, pero antes concédeme tu perdón para que pueda exponer mi súplica al oído de nuestro señor el sultán, pues es posible que tu Majestad considere absurda mi petición». El sultán, generoso por temperamento, le concedió el perdón y mandó que saliesen inmediatamente todos los que estaban con él. Se quedó solo con el gran visir. Entonces le dijo: «Di lo que deseas, pues estás bajo la protección de Dios (¡ensalzado sea!)» «¡Rey del tiempo! ¡Pido también tu perdón!» «Lo tienes. ¡Dios te perdone!» «¡Sultán, señor! Tengo un hijo llamado Aladino. Cierto día oyó que el pregonero mandaba que nadie abriese las tiendas ni saliese a las calles de la ciudad, porque la señora Badr al-Budur, hija de nuestro señor el sultán, iba al baño. Mi hijo, al oírlo, quiso contemplarla y se escondió en un lugar desde el que podía verla perfectamente sin ser visto: se colocó detrás de la puerta de la casa de baños. Cuando ella llegó pudo verla a su talante, más de lo que deseaba. Desde entonces, rey del tiempo, no ha vivido. Me ha rogado que la pidiese en matrimonio a tu Majestad, y yo no he podido quitarle esta idea de la cabeza, ya que el alma se ha apoderado de su corazón hasta el punto de decirme: “¡Madre! Si no obtengo mi deseo, no cabe duda de que moriré”. Pido a tu Majestad que sea generoso y nos perdone a mí y a mi hijo esta demanda tan atrevida, y que no nos castigue».
El rey se echó a reír y le preguntó: «¿Qué es lo que traes en ese paquete?» La madre de Aladino, al ver que el sultán se reía y no se enfadaba por sus palabras, sino que le hacían gracia, abrió la servilleta y le ofreció el plato de las gemas. En cuanto hubo quitado la servilleta, toda la sala quedó iluminada como por candelabros y arañas. El rey quedó aturdido ante los rayos que desprendían las gemas y empezó a admirar el tamaño, volumen y hermosura de las mismas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el rey,] estupefacto, exclamó: «¡Jamás hasta ahora había visto piedras comparables a éstas en hermosura, tamaño y belleza! Creo que en mi tesoro no tengo ninguna que se pueda comparar con ellas». Volviéndose hacia su visir, le preguntó: «¿Qué dices, visir? ¿Has visto en tu vida gemas semejantes a éstas?» «¡Jamás las he visto, señor nuestro, sultán! Y no creo que en el tesoro de mi señor, el rey, se encuentre una que sea igual a la más pequeña de éstas.» «Quien me ha regalado estas piedras, ¿no merece ser el esposo de mi hija, Badr al-Budur? Creo que nadie lo merece más que él.» La lengua del visir se trabó de pena al oír aquello. Experimentaba un gran pesar, puesto que el rey le había prometido casar a Badr al-Budur con su hijo. Al cabo de un momento contestó: «¡Rey del tiempo! ¡Sea generosa tu Majestad conmigo! Me tienes prometido que la señora Badr al-Budur se casará con mi hijo. Tu Majestad debe ser lo suficientemente magnánima para concederme un plazo de tres meses, y, si Dios quiere, el regalo que le hará mi hijo será mayor que éste». El rey sabía que esto era imposible no sólo para su ministro, sino incluso para el rey más poderoso. Quiso hacer uso de su generosidad y le concedió un plazo de tres meses, conforme le había pedido. Volviéndose a la madre de Aladino, le dijo: «Dile a tu hijo que queda prometido a mi hija, pero que, siendo necesario preparar el equipo y las cosas imprescindibles, tendrá que esperar tres meses». La madre aceptó la respuesta, dio las gracias al sultán, hizo los votos augurales por él, y se marchó.
Llena de alegría voló, más que corrió, hasta llegar y entrar en su casa. Su hijo Aladino se puso contento al ver su cara sonriente, y de un modo especial porque volvía en seguida, sin la tardanza de los días anteriores; además, no llevaba el plato. «Si Dios quiere, madre, me traes una magnífica noticia. Las maravillosas gemas han surtido efecto. Habrás sido recibida por el sultán, éste se habrá mostrado generoso contigo y habrá escuchado tu petición.» La madre le explicó todo: cómo la había acogido el sultán, y cómo él y el visir se habían admirado del número y tamaño de las piedras; finalmente, cómo le había dicho que su hija quedaba prometida a Aladino. «Pero, hijo mío, el visir le ha hablado en voz baja antes de que me hiciese la promesa. Después de haberle hablado éste en secreto, me ha prometido que el matrimonio se celebrará dentro de tres meses. Temo que el visir prepare algo que haga cambiar el pensamiento del rey.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cuarenta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino, al oír las palabras de su madre y que el sultán se había comprometido para el cabo de tres meses, se alegró mucho y se tranquilizó. Dijo: «El sultán ha hecho la promesa para dentro de tres meses. Es un largo plazo, pero yo estoy muy contento». Dio las gracias a su madre y rogó a Dios que le concediese toda clase de bienes por las fatigas que había pasado, y añadió: «¡Por Dios, madre! Tengo la sensación de que he estado en la tumba y de que tú me has sacado de ella. Alabo a Dios (¡ensalzado sea!) porque me ha convencido de que no hay en el mundo persona más rica o feliz que yo».
Aladino esperó que transcurrieran dos de los tres meses. Cierto día, a la hora de la puesta del sol, la madre de Aladino salió al mercado para comprar aceite. Vio que todos los zocos estaban cerrados, que la ciudad entera estaba engalanada y que la gente había colocado velas y flores en las ventanas. Los oficiales y soldados iban a caballo, formando cortejo con las antorchas y candelabros encendidos. Admirada de tanta pompa y ornato, entró en una tienda de aceites que estaba abierta, compró el aceite que necesitaba y preguntó al dueño: «¡Por vida tuya, tío! Dime qué es lo que hoy ocurre en la ciudad para que las gentes hayan puesto tantos adornos. Los zocos y todas las casas están engalanadas, y las tropas, formadas». «¡Mujer! Tú no debes de ser de esta ciudad, ¿verdad?» «Sí, soy de aquí.» «¿Eres de esta ciudad y no te has enterado de que el hijo del gran visir se casa esta noche con la señora Badr al-Budur, hija del sultán? El novio se halla ahora en el baño, y ésa es la causa de que las tropas estén formadas, en espera de que salga para escoltarlo a palacio, junto a la hija del sultán.» La madre de Aladino quedó consternada y perpleja. ¿Cómo daría a su hijo esta noticia desgarradora, cuando el pobre esperaba hora tras hora que transcurrieran los tres meses? Volvió en seguida a su casa, y dijo a Aladino: «¡Hijo mío! Quiero informarte de un asunto, pero me apena hacerlo porque te entristecerá». «¡Dime de qué se trata!» «El sultán ha faltado a la promesa que te había hecho de darte a su hija la señora Badr al-Budur. Esta noche la casará con el hijo del visir. Ya te dije que me dio muy mala espina que le hablara al sultán al oído delante de mí.» «¿Y cómo te has enterado de que el hijo del visir celebra esta noche su boda con la señora Badr al-Budur, la hija del sultán?» La madre le explicó que cuando salió a comprar aceite vio la ciudad engalanada, y los oficiales y grandes del reino formados en espera de que el hijo del visir saliese del baño, ya que aquella noche se celebraría la boda. Al oírlo, Aladino se puso febril de pena, pero al poco rato, acordándose de la lámpara, se alegró y dijo a su madre: «¡Por tu vida, madre! Creo que el hijo del visir no disfrutará con ella como imagina. No hablemos más de esto y prepáranos la comida. Después de cenar me encerraré en mi habitación un momento, hasta encontrar la solución».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que en efecto, Aladino entró en su estancia, cerró la puerta, sacó la lámpara y la frotó; el esclavo compareció en el acto. «¡Pide lo que desees! Soy tu esclavo; yo y todos los esclavos de la lámpara somos los servidores de aquel que tiene esta lámpara en su mano.» «¡Oye! Pedí al sultán que me diese en matrimonio a su hija. Él me la concedió, señalándome un plazo de tres meses. Pero no ha mantenido su promesa, sino que la ha entregado al hijo del visir, el cual se propone esta noche unirse con ella. Te mando, si es que eres un siervo fiel de la lámpara, que esta noche, cuando veas juntos en el lecho al novio y a la novia, los traigas en su cama hasta aquí. Eso es todo.» «¡Oír es obedecer! Si deseas alguna otra cosa, mándame cuanto quieras.» «Sólo deseo lo que te he dicho.» El esclavo se marchó y Aladino salió a terminar de cenar con su madre. Al llegar la hora en que el esclavo debía estar de vuelta, se levantó, entró en su habitación y, al cabo de poco tiempo, el esclavo compareció con los dos novios metidos en la cama. Al verlos, Aladino se alegró muchísimo. Dijo al esclavo: «Saca a este criminal de aquí y llévalo a dormir al retrete». El esclavo condujo en el acto al hijo del visir al retrete, pero antes de salir le sopló y lo dejó paralizado, en una situación lamentable. A continuación el esclavo volvió junto a Aladino y le dijo: «¿Necesitas algo más? ¡Dímelo!» «Vuelve mañana para recogerlos y llevarlos a su habitación.» «Oír es obedecer.» El esclavo se marchó. Aladino no daba crédito a sus ojos. A pesar de que ardía de amor, desde hacía tiempo, por la señora Badr al-Budur, al ver a ésta en su casa supo guardar con ella las normas de la buena educación y le dijo: «¡Hermosa señora! No creas que te he hecho traer aquí para ofender tu honor. ¡Dios me guarde! Ha sido para no permitir que otro goce de ti, ya que tu padre, el sultán, me dio palabra de casarme contigo. Está, pues, tranquila y segura».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo! de que la princesa, al verse en una casa tan humilde y oír las palabras de Aladino, se llenó de terror y de miedo; quedó estupefacta y le fue imposible contestar a Aladino. Éste se desnudó, colocó la espada entre él y la princesa y durmió a su lado en la misma cama sin hacerle ninguna violencia, ya que sólo quería impedir su matrimonio con el hijo del visir. La señora Badr al-Budur pasó la peor noche de su vida. El hijo del visir permaneció en el retrete sin poderse mover, por el pánico que le había causado el esclavo. A la mañana siguiente, éste se presentó sin que Aladino tuviese necesidad de frotar la lámpara.
Le dijo: «¡Señor mío! Si deseas algo, mándamelo, pues lo haré con gusto». «Llévalos donde estaban.» El esclavo hizo lo que le había mandado Aladino en un abrir y cerrar de ojos. Transportó y colocó en su habitación del serrallo al hijo del visir y a la señora Badr al-Budur, tal como estaban, muertos de miedo al verse trasladados de un sitio a otro sin saber quién lo hacía. Apenas el esclavo los dejó en su habitación, el sultán acudió a ver a su hija. El hijo del visir, al oír que se abría la puerta, se levantó de la cama, pues creyó que el único que podía entrar era el sultán. Esto lo molestó mucho, ya que habría querido calentarse un poco, pues aún no había tenido tiempo de reponerse del frío que cogió en el retrete. Se levantó y se vistió.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el soberano entró en la habitación de su hija Badr al-Budur, la besó entre los ojos, le dio los buenos días y le preguntó si estaba contenta de su esposo. La princesa no le contestó: se limitó a mirarlo airada. El padre insistió varias veces, pero ella no respondió ni una sola palabra. El sultán salió de su habitación y fue a ver a su esposa para informarle de lo que había ocurrido con la señora Badr al-Budur. La reina, para que el sultán no se enfadara con la princesa, le dijo: «¡Oh, rey del tiempo! Esto es la costumbre de la mayoría de las recién casadas al día siguiente a la boda. Están avergonzadas y disimulan de esta forma. No la reprendas. Dentro de unos días volverá a su estado habitual y hablará con la gente. Ahora la vergüenza, ¡oh, rey!, le impide explicarse. Voy a ir a verla».
La reina se levantó, se vistió y fue a visitar a su hija, la señora Badr al-Budur. Se acercó a ella, le dio los buenos días y la besó entre los ojos. Mas la princesa no dijo nada. La reina pensó: «Debe de haberle ocurrido algo portentoso para que esté turbada de esta forma». Le preguntó: «¡Hija mía! ¿Cuál es el motivo de este estado? Dime qué es lo que te ha pasado para que no me contestes». La señora Badr al-Budur levantó la cabeza: «¡No me reprendas, madre! Mi obligación consistía en salir a tu encuentro con el máximo respeto y cortesía, ya que tú me has honrado al venir aquí. Pero confío en que escuches la causa de mi conducta. Esta noche ha sido para mí la peor de mi vida. Apenas nos habíamos acostado, madre, cuando alguien, cuyo aspecto ni siquiera conozco, cogió el lecho y nos transportó a un lugar oscuro, sucio y pobre». Siguió explicándole todo lo que le había ocurrido; cómo le habían arrebatado al novio, y cómo otro muchacho sustituyó a aquél, colocó la espada entre ambos y permaneció con ella hasta por la mañana. Luego añadió: «Entonces volvió el que nos había transportado y nos trajo de nuevo a nuestra habitación. Nos acababa de dejar cuando entró mi padre, el sultán. Tal vez se haya enfadado conmigo, pero tengo la esperanza de que tú se lo explicarás todo y de que él no me castigará ni me reñirá por no haberle contestado».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la reina dijo entonces: «¡Hija mía! Guárdate de repetir esto delante de nadie, para que no digan que la hija del sultán ha perdido la razón. Has hecho bien en no decírselo a tu padre, y ¡ten cuidado! Ten cuidado, hija mía, y no se lo cuentes a nadie». «¡Madre! Te he hablado en pleno uso de mis facultades mentales; no he perdido la razón. Eso es lo que me ha ocurrido; y si no me crees, pregúntale a mi novio.» «¡Vamos, hija mía! Quítate de la cabeza esas fantasías, ponte tus trajes y contempla las fiestas que en tu honor se celebran en la ciudad, y la alegría que reina en nuestros dominios con motivo de tu boda. Escucha los tambores y los cantos, mira los adornos que se han puesto para alegrarte, hija mía.» La reina mandó comparecer inmediatamente a las camareras, las cuales vistieron y arreglaron a la señora Badr al-Budur. La reina se fue a ver al sultán y le dijo que la princesa había pasado una noche de pesadillas y visiones. Y añadió: «No le riñas por no haberte contestado». Luego mandó llamar en secreto al hijo del visir y le preguntó acerca de lo sucedido, para ver si era cierto o no lo que le había dicho su hija. El novio, que tenía miedo de perder a la novia, aparentó la más perfecta ignorancia: «¡Señora! No tengo ni idea de lo que me dices». La reina quedó convencida de que su hija había sido víctima de pesadillas y sueños. Las fiestas continuaron durante aquel día: las bailarinas, bailaron; los cantores, cantaron, y todos los instrumentos de música, tocaron. La reina, el visir y el hijo de éste se esforzaron en mantener animada la fiesta, con el fin de alegrar a la señora Badr al-Budur y apartar la pena que la embargaba. Hicieron todo cuanto pudiera ser causa de alegría, para distraerla de sus pensamientos. Pero ella seguía callada, pensativa y meditabunda, al recordar lo que le había ocurrido aquella noche. Desde luego, lo peor le había ocurrido al hijo del visir, que se vio obligado a dormir en el retrete. Pero él lo había desmentido y procuró olvidarlo, pues temía perder a la esposa y el honor, y, sobre todo, porque sabía que todo el mundo lo envidiaba, al ver la gran suerte que había tenido con su ascenso de rango y, además, por la gran belleza de la señora Badr al-Budur.
Aladino salió aquel día y vio el regocijo que reinaba en la ciudad y en el palacio. Rió a gusto al oír a la gente que hablaba del gran honor y de la mucha suerte que había tenido el hijo del visir, pues se había convertido en yerno del sultán, y en su honor se hacían aquellas fiestas. El muchacho se dijo: «¡Pobres de vosotros! Lo envidiáis porque no sabéis lo que le ha ocurrido esta noche». Al llegar la noche, Aladino entró en su habitación, frotó la lámpara, y el esclavo compareció en el acto.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino le mandó que le llevase a la hija del sultán con su novio, de idéntica forma que la noche anterior, antes de que el hijo del visir le arrebatase la virginidad. Hizo con éste lo mismo que la noche anterior: lo cogió, lo puso a dormir en el retrete y lo dejó paralizado de terror y de miedo. Aladino colocó la espada entre él y la señora Badr al-Budur, y se durmió. Por la mañana volvió a comparecer el esclavo y trasladó a los novios a su habitación. Aladino estaba muy contento por lo que hacía al hijo del visir.
El sultán, al levantarse por la mañana, fue a visitar a su hija, para ver si lo recibía como el día anterior. Tan pronto como se hubo despertado, se levantó, se vistió, fue al alcázar de su hija y abrió la puerta. El hijo del visir se levantó inmediatamente, saltó de la cama y empezó a vestirse, mientras las costillas le crujían de frío, pues el esclavo acababa de dejarlos en el mismo instante en que entraba el sultán. Éste se acercó a su hija, que seguía en la cama. Levantó el embozo, le dio los buenos días, la besó entre los ojos y le preguntó cómo se encontraba. La muchacha había enarcado las cejas, no le contestó nada y clavó en él una mirada furibunda. El sultán se enfadó al no recibir contestación, pensó que algo debía de haberle ocurrido y, desenvainando la espada, le dijo: «¿Qué es lo que te ha ocurrido? ¡O me lo explicas o ahora mismo te quito la vida! ¿Es así como me respetas y me honras? ¡Te dirijo la palabra y tú no me contestas!» La muchacha, al ver a su padre encolerizado y con la espada desenvainada, quedó aterrorizada, y, levantando la cabeza, dijo: «¡Noble padre! No te enfades conmigo ni te precipites en tu enojo, ya que el modo de comportarme tiene disculpa. Oye lo que me ha ocurrido. Es seguro que me perdonarás y que tu Majestad se mostrará indulgente conmigo, como es tu costumbre, dado el afecto en que me tienes, cuando hayas oído el relato de lo que me ha ocurrido estas dos últimas noches». Y le explicó todo a su padre, añadiendo: «¡Padre mío! Si no me crees, pregunta a mi novio y él informará a tu Majestad de todo, ya que no sé lo que han hecho con él al separarlo de mi lado, ni sé dónde lo han puesto».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán se entristeció, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Enfundó la espada, se acercó a ella, la besó y le dijo: «¡Hija mía! ¿Por qué no me lo dijiste la noche pasada para que yo pudiera defenderte del tormento y del susto que has pasado esta noche? Ánimo; ponte en pie y procura olvidar eso, pues esta noche pondré guardias para que te protejan y no te vuelva a ocurrir lo mismo». El sultán volvió a su alcázar y mandó llamar urgentemente al visir. Cuando hubo llegado, le preguntó: «¿Qué piensas, visir, de este asunto? ¿Te ha explicado tu hijo lo que les ha ocurrido?» «¡Rey del tiempo! No he visto a mi hijo ayer ni hoy.» El sultán le refirió todo lo que le había contado su hija, y añadió: «Deseo que te enteres, a través de tu hijo, de si es verdad, ya que es posible que mi hija, a causa del miedo, no sepa qué es lo que le ha ocurrido, pese a que creo que me ha dicho la verdad».
El visir se marchó, mandó llamar a su hijo y le preguntó si todo lo que le había contado el sultán era o no verdad. El muchacho contestó: «¡Padre mío! ¡Visir! ¡La señora Badr al-Budur está lejos de mentir! Todo lo que ha dicho es cierto. Para nosotros han sido las dos noches más nefastas, en vez de ser las noches de la felicidad y de la alegría. Pero lo que me ha ocurrido a mí es mucho peor, pues yo, en vez de dormir en la cama con mi esposa, he pasado la noche en el retrete de un lugar sombrío, aterrorizador, maloliente, y con las costillas encogidas de frío». Le explicó todo lo ocurrido y terminó: «¡Noble padre! Te ruego que hables con el sultán para que me libre de este matrimonio. Para mí constituye un gran honor ser el yerno del sultán, y mucho más teniendo en cuenta que el amor de la señora Badr al-Budur ha hecho mella en mi corazón, pero no tengo fuerzas para soportar una sola noche más como las dos pasadas».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el visir se entristeció y se afligió, pues deseaba aumentar el rango de su hijo y engrandecerlo haciéndolo yerno del sultán; se quedó pensativo y perplejo ante este asunto sin saber qué hacer, pues le era muy penoso aceptar que se disolviese el matrimonio después de haber rezado a los diez santos para que llegase a ser realidad. Exclamó: «¡Hijo mío! Ten paciencia y veremos lo que ocurre la próxima noche. Pondremos guardias para que os protejan, no perderás este gran honor que sólo tú has alcanzado». El visir regresó al lado del sultán, para confirmarle que era cierto lo que le había dicho la señora Badr al-Budur. El sultán le replicó: «Pues si es así, no necesitamos la boda». El soberano ordenó que cesaran las fiestas inmediatamente y que se anulase la boda. Los habitantes de la ciudad se admiraron de este hecho tan extraordinario, y más cuando vieron que el visir y su hijo salían del serrallo tan afligidos y encolerizados, que daban pena. Se preguntaron: «¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué se ha anulado la boda y se ha disuelto el matrimonio?» Pero nadie supo la causa, aparte Aladino, quien se reía para sus adentros. El matrimonio quedó anulado. El sultán y el visir habían olvidado ya la promesa que hicieran a la madre de Aladino, y ni siquiera sospechaban quién era el promotor de lo ocurrido.
Aladino esperó a que hubiesen pasado los tres meses para que pudiera celebrarse su matrimonio con la señora Badr al-Budur, según la promesa del sultán. En cuanto terminó el plazo, envió a su madre ante el sultán para que le exigiera el cumplimiento de lo prometido. La madre del joven se dirigió al serrallo. El sultán, al entrar en la audiencia y ver a la madre de Aladino en pie delante de él, recordó que tres meses antes le había prometido casar a su hija con su hijo. Volviéndose al visir le dijo: «¡Visir! Ésta es la mujer que me regaló las gemas y a la que nosotros dimos palabra para cumplirla a los tres meses. Que se presente ante mí». El visir llevó a la mujer a presencia del sultán. Ella lo saludó, y le deseó mucho poder y eterno bienestar. El sultán le preguntó qué era lo que deseaba. «¡Rey del tiempo! Hace tres meses me prometiste que al término de este plazo casarías a mi hijo Aladino con tu hija la señora Badr al-Budur.» El rey se quedó perplejo ante tal petición, y muy en particular al ver que la madre de Aladino tenía el aspecto de una pobre, una de las personas más ínfimas. Pero el regalo que le había hecho era de un valor inmenso, incalculable, Volviéndose al visir le preguntó: «¿Cuál es tu opinión? Realmente, yo le he dado mi palabra, aunque, por otra parte, está bien claro que se trata de gentes pobres, no de personas distinguidas».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la envidia mataba al visir, y más aún la tristeza que sentía por lo ocurrido a su hijo. Pensó: «¿Cómo un ser así ha de casarse con la hija del sultán, mientras mi hijo se ve privado de este honor?» Contestó: «¡Señor mío! Eso es fácil. Lo mejor es alejar a este pretendiente, pues no conviene a tu Majestad dar en matrimonio la hija a un hombre que no sabemos quién es». El sultán preguntó: «¿Y cómo podremos alejarlo si yo le he dado mi palabra, y la palabra de un rey es sagrada?» «¡Señor mío! Mi consejo es el siguiente: pídele cuarenta platos de oro puro, repletos de gemas como las que te trajo aquel día, y, además, que cuarenta esclavos y otras tantas esclavas te traigan los platos.» «¡Por Dios, visir! Tu consejo es certero, ya que no podrá obtenerlo, y así podremos librarnos de él.» Dirigiéndose a la madre de Aladino, le dijo: «Ve y dile a tu hijo que mantengo la promesa que le hice, siempre que pueda hacer un regalo de bodas a mi hija. Le pido cuarenta platos de oro puro, llenos de gemas idénticas a las que me trajiste. Me los entregarán cuarenta esclavas, que vendrán acompañadas por cuarenta esclavos a su servicio. Si tu hijo puede enviar esto, yo lo casaré con mi hija».
La madre de Aladino regresó a su casa, moviendo la cabeza y diciendo: «¿De dónde sacará mi pobre hijo esos platos y las piedras preciosas? Para las piedras y los platos supongamos que vuelva al tesoro y los recoja de los árboles, a pesar de que no creo que pueda hacerlo… Pero admitamos que lo haga. Mas, ¿de dónde sacará las esclavas y los esclavos?» Siguió hablando consigo misma hasta llegar a su casa. El joven estaba esperándola. Cuando llegó ante él, le dijo: «¡Hijo mío! ¿No te había dicho que no pensases en conseguir a la señora Badr al-Budur? Es algo imposible para gentes como nosotros». «Cuéntame qué es lo que ocurre.» «¡Hijo mío! El sultán me ha recibido muy bien, según su costumbre. Aparentemente estaba bien dispuesto hacia nosotros; he hablado con él en tu nombre y le he dicho: “El tiempo que fijaste ya ha transcurrido, y tu Majestad ha de disponer el matrimonio de tu hija, la señora Badr al-Budur, con mi hijo Aladino”. El sultán se ha vuelto hacia tu enemigo, el maldito visir, y le ha hablado. Éste le ha contestado en voz baja, y entonces el soberano me ha dado la contestación.» Explicó a Aladino lo que le había pedido, y añadió: «¡Hijo mío! Pide que le des una contestación inmediata, pero yo creo que no tenemos nada que responder».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino se echó a reír y dijo a su madre: «¡Madre mía! ¿Eres tú quien dices que no tenemos nada que contestar y que el asunto es de difícil solución? Tranquilízate.
Trae algo para que podamos comer, y luego, si Dios quiere, tendrás la respuesta. El sultán me ha pedido algo que considera imposible, lo mismo que tú, para apartarme de la señora Badr al-Budur. Pero en realidad ha pedido lo menos que yo podía pensar. Vamos, ve a buscar algo de comer y déjame para que yo traiga la contestación». La madre se marchó al mercado a comprar lo que necesitaba, y Aladino entró en su habitación, cogió la lámpara y la frotó; el esclavo apareció en el acto. «Pide, señor mío, lo que desees.» «He pedido en matrimonio a la hija del sultán, pero éste me exige cuarenta platos de oro puro, cada uno de los cuales ha de pesar diez artal[232]. Deben estar llenos de las gemas que hay en el jardín del tesoro, y cuarenta esclavas han de llevar los respectivos platos, y cada una de ellas irá acompañada por un criado, o sea, en total, cuarenta criados. Quiero que me traigas todo esto.» «¡Oír es obedecer, señor mío!» Desapareció, y al cabo de un momento reapareció con las cuarenta esclavas, cada una de ellas acompañada por un esclavo, que llevaba en la cabeza un plato de oro puro lleno de valiosísimas gemas. Los colocó delante de Aladino y le dijo: «Esto es lo que me has pedido. Dime si necesitas algo más o deseas algún otro servicio». «De momento, nada más. Cuando lo necesite te volveré a llamar.»
El esclavo desapareció, y al cabo de un rato volvió la madre de Aladino. Entró en su casa, vio los esclavos y las jóvenes y se quedó maravillada. Exclamó: «¡Todo esto procede de la lámpara! ¡Dios la conserve en poder de mi hijo!» Antes de que se quitase el vestido de calle, Aladino le dijo: «¡Madre! Ha llegado el momento de actuar. Coge todo lo que ha pedido el sultán, y antes de que éste se retire a sus habitaciones particulares, preséntate a él, para que vea que puedo conseguir todo lo que me pida y aún más. Así sabrá que el visir le engaña, ya que entre ambos creen haberme puesto en un aprieto».
Aladino se levantó, abrió la puerta e hizo salir a las jóvenes y a los esclavos de dos en dos. Cada esclava llevaba al lado a su criado. Ocuparon todo el barrio, y la madre de Aladino se colocó delante. Al ver un espectáculo tan portentoso, todos los vecinos salieron a contemplar la belleza y hermosura de las jóvenes, cuyos vestidos estaban tejidos en oro y llevaban gemas incrustadas. El más modesto de aquellos vestidos valía miles de dinares. Al fijarse en los platos vieron que desprendían rayos cuya luz era más intensa que la del sol. Cada uno de ellos estaba cubierto por un pedazo de tela bordado en oro e incrustado de piedras valiosísimas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas cincuenta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que todo el barrio admiró aquel espectáculo. La madre de Aladino precedía la comitiva, y los esclavos y esclavas la seguían en perfecto orden. Los transeúntes se detenían a contemplar aquello y alababan al gran Creador. Llegaron al palacio, y la madre de Aladino entró con ellos en él. Los funcionarios, los chambelanes y los jefes del ejército quedaron mudos de admiración ante un espectáculo que no habían visto nunca en su vida, y muy especialmente al ver a las esclavas, cada una de las cuales cautivaba el entendimiento de todos los seres, ya fuesen chambelanes, jefes del ejército del sultán o hijos de los magnates. Quedaron boquiabiertos ante los costosos vestidos que llevaban y los platos que transportaban en la cabeza, en los cuales no podían fijar la vista por los muchos destellos y rayos que desprendían. Los maestros de ceremonia corrieron a advertir al sultán de lo que ocurría, y éste dio orden de que entrasen en la audiencia.
La madre de Aladino entró la primera, y cuando se hubieron colocado delante del sultán, lo saludaron todos a una con la máxima educación y elegancia; le desearon el máximo poder y toda clase de bienestar, se quitaron los platos de la cabeza y los colocaron delante del soberano; después levantaron los tapetes que los cubrían y se quedaron de pie con las manos juntas. El sultán fue presa de gran estupor, quedó perplejo ante la hermosura de las esclavas, que estaba por encima de toda descripción, y casi perdió la razón al ver los platos de oro llenos de gemas que deslumbraban la vista. No acertaba a comprender cómo se había podido reunir todo aquello en una hora. Mandó que las esclavas trasladasen los platos al alcázar de la señora Badr al-Budur. Así lo hicieron las jóvenes. A continuación, la madre de Aladino se adelantó y dijo al sultán: «¡Señor mío! Esto es muy poco en comparación de la gran nobleza de la señora Badr al-Budur. Ella merece bastante más». El sultán se volvió al visir y le preguntó: «¿Qué dices, visir? Quien en tan poco tiempo ha podido reunir tal riqueza, ¿no merece ser el yerno del sultán, y que la hija de éste sea su esposa?» El visir estaba más admirado que el sultán ante tal prodigio, pero seguía muriéndose de envidia, y ésta iba en aumento al ver que el soberano estaba satisfecho del regalo y las arras. No pudiendo negar la verdad ni decir al sultán que Aladino no era merecedor de su hija, para evitar que el sultán diese en matrimonio a su hija Badr al-Budur buscó una argucia. «¡Señor mío! Todos los tesoros del mundo no pueden compararse ni con una uña de tu hija Badr al-Budur. Tu Majestad ha sobrevalorado esto.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán comprendió en seguida que aquellas palabras eran dictadas por la envidia. Volviéndose a la madre de Aladino, le dijo: «¡Mujer! Ve a tu hijo y dile que acepto su regalo y que mantengo mi promesa. Mi hija será su esposa, y él será mi yerno. Dile que venga aquí para que yo lo conozca, pues de mí sólo ha de recibir honores y atenciones. Esta misma noche empezarán las fiestas nupciales. Haz que venga en seguida, sin demora». La madre de Aladino regresó a su casa tan rápidamente que el viento casi no la alcanzaba, volaba de alegría para dar la buena noticia a su hijo, pues veía a éste en camino de convertirse en yerno del sultán. En cuanto a éste, al marcharse la madre de Aladino dio por concluida la audiencia, entró en el alcázar de la señora Badr al-Budur y mandó que las jóvenes trajeran los platos, para examinarlos junto con su hija. Al tenerlos delante, la señora Badr al-Budur contempló las gemas y quedó absorta. Exclamó: «¡No creo que en los tesoros que hay en el mundo se encuentre ni una sola de estas gemas!» Las examinó detenidamente, admiró su belleza y hermosura y comprendió que todo venía de su nuevo novio y que se lo había enviado para halagarla. Como estaba apenada y entristecida por lo ocurrido con el anterior —el hijo del visir—, se alegró mucho y se regocijó al ver las gemas y la belleza de las esclavas. El padre, al contemplar su alegría y ver que olvidaba las preocupaciones y las penas, también se alegró, y le preguntó: «¡Hija mía! ¡Señora Badr al-Budur! ¿Te gusta todo esto? Creo que este novio es más guapo que el hijo del visir. Si Dios quiere, hija mía, serás muy feliz con él». Esto es lo que hace referencia al sultán.
He aquí lo que se refiere a Aladino. Cuando la madre llegó a la casa, iba tan alegre que se reía. Al verla así, estuvo seguro de que le llevaba una buena noticia. Le dijo: «¡Alabado sea Dios eternamente! He conseguido mi deseo». «¡Buenas noticias, hijo mío! Tranquiliza tu corazón y alégrate, pues has alcanzado lo que querías. El sultán ha aceptado tu presente como regalo de boda y arras de la señora Badr al-Budur. Ella es tu novia, y esta noche, hijo mío, se celebrará la ceremonia nupcial y consumarás la boda con la princesa. El sultán ha hecho público que tú eres su yerno, y ha añadido: “Las nupcias se celebrarán esta noche”. Además, me ha dicho: “Ve a buscar a tu hijo; que venga aquí para que yo lo conozca y lo reciba con todo respeto y ceremonia”. Hijo mío, ha terminado mi misión. Lo que queda por hacer es cosa tuya.»
Aladino se acercó a su madre, le besó Ja mano, le dio las gracias y multiplicó las manifestaciones de agradecimiento por sus favores. Luego entró en su alcoba, cogió la lámpara y la frotó. El esclavo se presentó inmediatamente: «¡Heme aquí! ¡Pide lo que desees!» «Quiero que me lleves a un baño que no tenga par en el mundo; tráeme una túnica y vestidos de Corte de un valor tal que ni los reyes los tengan parecidos.» «¡Oír es obedecer!» El genio lo cogió y lo llevó a un baño mejor que el de los mismos reyes y cesares. Era todo de mármol y coral, y estaba adornado con maravillosas pinturas, cuya vista asombraba; toda la sala estaba incrustada de piedras preciosas. No había nadie en ella. En cuanto entró Aladino, se le acercó un genio de aspecto agradable, que lo lavó y bañó a su entera satisfacción.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que después de salir del baño, se dirigió a la antesala. Sus vestidos habían desaparecido, y, en cambio, había un equipo completo de regios trajes. Luego le acercaron los sorbetes y el café con ámbar. Bebió, y una multitud de esclavos acudió a ponerle tan preciosos vestidos. Se vistió y se perfumó.
Sabes perfectamente, lector, que Aladino era hijo de un pobre sastre, pero ahora nadie lo hubiese sospechado, antes bien, habría dicho: «Éste es el más grande de los hijos de los reyes de la Tierra». ¡Loado sea Aquél que hace cambiar, mientras Él sigue inmutable! A continuación se presentó el esclavo de nuevo, lo cogió y lo dejó en su casa. Le preguntó: «¡Señor mío! ¿Necesitas alguna cosa?» «Sí; quiero que me traigas cuarenta y ocho esclavos. Veinticuatro irán delante de mí, y los otros veinticuatro me seguirán. Irán con sus caballos, vestidos y armas. Todas las cosas que lleven, así como los arneses de sus caballos, serán de la mejor calidad, de forma que no tengan par ni en los mismos tesoros de los reyes. Me traerás además un corcel que sea la montura de un césar, con arreos de oro y todos ellos con engarces de piedras preciosas. Deseo, asimismo, cuarenta y ocho mil dinares y que entregues mil a cada mameluco, pues quiero dirigirme al palacio del sultán. No tardes, ya que no puedo salir sin tener todo lo que te he dicho. Tráeme además doce esclavas, únicas en belleza: vestirán los trajes más preciosos, y acompañarán a mi madre hasta el palacio del sultán. Cada una llevará ropas propias de las esposas de los reyes.» «¡Oír es obedecer!»
Estuvo ausente un momento, y luego reapareció para entregarle todo lo que le había pedido. Llevaba por las riendas un corcel como no había otro entre los caballos de pura raza árabe; los arreos eran de telas preciosas bordadas en oro. Aladino llamó a su madre, le presentó a las doce esclavas y le dio los vestidos que tenía que ponerse para ir, en compañía de éstas, al palacio del sultán. Luego despachó a palacio a uno de los mamelucos que le había dado el genio, para que viera si el sultán había salido o no de sus habitaciones particulares. El mameluco fue más rápido que el relámpago, y regresó inmediatamente. Le dijo: «¡Señor mío! El sultán te espera». Aladino montó a caballo, y delante y detrás de él se dispusieron los mamelucos, tan hermosos y guapos, que hacían alabar al Señor que los había creado. Tiraban monedas de oro delante de su dueño, Aladino, el único que los superaba en belleza y hermosura. Pero no se pregunta acerca de los hijos de los reyes. ¡Gloria al Donador, al Eterno! Todo esto era debido a las virtudes de la lámpara maravillosa, cuyo dueño obtenía hermosura, belleza, riquezas y saber. Todas las gentes quedaron boquiabiertas de la generosidad y largueza de Aladino, y se admiraron al verlo tan hermoso, bello, educado y digno. Alababan al Misericordioso por su noble figura, hacían votos por él a pesar de que sabían que era hijo de Fulano, el sastre. Nadie lo envidiaba, y todos decían: «¡Se lo merece!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la comitiva avanzaba hacia el palacio del sultán derramando oro, mientras las gentes, grandes y pequeños, deseaban a Aladino toda suerte de felicidades. Llegó a la puerta del serrallo precedido y seguido por los mamelucos, que arrojaban el oro a los espectadores. El sultán había mandado llamar a los grandes del reino, para explicarles que se había comprometido a casar a su hija con Aladino, y ordenarles que esperasen la llegada de éste y saliesen todos a recibirlo. Avisó también a los emires, visires, chambelanes, tenientes y oficiales del ejército: todos acudieron a la puerta del serrallo para esperar a Aladino. Al llegar éste, y cuando trataba de apearse para cruzar a pie la puerta, se adelantó hacia él uno de los emires, que había sido designado por el sultán para ello, y le dijo: «¡Señor mío! Hay orden de que pases montado en tu corcel y de que te apees en la puerta de la audiencia». Todos los reunidos lo precedieron a pie; entró y lo condujeron a la puerta de la audiencia; algunos cortesanos se acercaron a él y sujetaron el estribo del caballo, otros se colocaron a derecha e izquierda de él, y otros le dieron la mano y lo ayudaron a apearse. Los emires y magnates del reino lo precedieron y acompañaron a la sala de audiencias, hasta llegar a las proximidades del trono del sultán. Éste bajó en seguida de su estrado e impidió que besase el tapiz; lo besó y lo hizo sentar junto a él, a su diestra. Aladino saludó, formuló sus mejores votos y se comportó como exige el protocolo real. Luego añadió: «¡Señor nuestro el sultán! La generosidad de tu Majestad ha resuelto concederme a la señora Badr al-Budur, tu hija, a pesar de que no soy merecedor de tan gran honor, pues soy el más ínfimo de tus esclavos. ¡Dios te conserve y te dé larga vida! En realidad, ¡oh, rey!, mi lengua es incapaz de darte las gracias por este gran favor que me has concedido, y que escapa a toda medida. Espero que tu Majestad me haga don de un terreno apropiado para construir en él un palacio digno de la señora Badr al-Budur». El sultán estaba admirado de ver a Aladino con una túnica real; no hacía otra cosa sino contemplar su belleza y hermosura, y los hermosos y estupendos mamelucos, dispuestos a servirlo. La estupefacción del sultán subió de punto cuando llegó la madre de Aladino vestida con trajes magníficos y costosos; parecía una reina. Se fijó en las doce esclavas, todas educación y respeto, que la precedían dispuestas a servirla. El sultán advirtió asimismo la elocuencia y elegancia de las palabras de Aladino, y todos los presentes se quedaron boquiabiertos. El visir se estaba muriendo de envidia, y tenía el corazón en llamas. El sultán, después de haber oído los votos que hacía el joven, y al comprobar su importancia, su modestia y elocuencia, lo estrechó contra su pecho y lo besó. «Lamento, hijo mío, no haberte conocido antes.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán, al ver el aspecto de Aladino se alegró mucho y mandó en el acto que tocase la música y la charanga. Se levantó y, tomando consigo a Aladino, se dirigió al serrallo. Los criados extendieron el mantel, y sirvióse la cena. El sultán ocupó su sitio, e invitó a Aladino a sentarse a su derecha. Los visires, grandes del reino y magnates también se sentaron en el orden dispuesto por el protocolo. Los músicos siguieron tocando, y por el palacio se extendió la alegría. El sultán iba preguntando a Aladino, y éste le contestaba con la máxima corrección y elocuencia, como si hubiese sido educado en un palacio de reyes y él fuera un cortesano. Y cuanto más hablaba, más contento y alegre se ponía el sultán, pues oía sus bellas respuestas y su elocuencia. Al terminar de comer y beber retiraron los manteles y el sultán mandó comparecer a los jueces y a los testigos. Éstos se presentaron, anudaron el vínculo y escribieron el acta matrimonial de Aladino con la señora Badr al-Budur. El joven quiso marcharse en seguida, pero el sultán lo retuvo, diciéndole: «¿Dónde vas? Ven, hijo mío. La fiesta aún no ha terminado, la boda está celebrada, el contrato se ha concluido, y el acta se ha puesto por escrito», «¡Señor mío, el rey! Mi deseo consiste en construir un palacio a la señora Badr al-Budur que sea digno de su sangre y de su posición. No quiero tener relaciones con ella sin haberlo edificado. Si Dios lo quiere, en la construcción del serrallo tu esclavo pondrá la máxima diligencia, y, bajo la inspección de tu Majestad, empleará el tiempo mínimo. Es verdad que ansió estar junto a la señora Badr al-Budur, pero antes he de esforzarme en su servicio.» El sultán le replicó: «Busca, hijo mío, el terreno que creas más apropiado para tu propósito, y cógelo: todo te pertenece. Pero el mejor es el gran solar que está aquí, enfrente de mi palacio. Si te gusta, construye en él el tuyo». «Mi máxima ambición consiste en estar cerca de tu Majestad.» Aladino se despidió del sultán, salió, montó a caballo, y sus mamelucos hicieron lo mismo delante y detrás de él. Todo el mundo hacía votos por su prosperidad. Exclamaban: «¡Cuánto se lo merece!»
Llegó a su casa, se apeó del corcel, se dirigió a su habitación y frotó la lámpara. Inmediatamente apareció el esclavo: «¡Señor mío! Pide lo que desees». «Quiero que me hagas un gran servicio, si es que puedes. Constrúyeme rápidamente un palacio frente al del sultán. El edificio ha de ser portentoso, tanto, que los reyes nunca hayan visto uno igual; debe estar completo, con todos sus servicios: tapices regios, etc.» El esclavo contestó: «Oír es obedecer»…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el esclavo contestó: «Oír es obedecer»] y desapareció. Antes de que despuntase la aurora, regresó al lado de Aladino y le dijo: «¡Señor mío! El palacio ha sido construido de acuerdo con todos tus deseos. Si quieres verlo ahora mismo, ven». Levantóse Aladino, y el esclavo lo trasladó al palacio en un abrir y cerrar de ojos. El joven se quedó perplejo al verlo: todas las piedras eran de ágata, mármol, pórfido y mosaico. El esclavo lo hizo entrar en un tesoro repleto de oro de todas clases, plata y piedras preciosas, en tal número que era imposible contarlas, calcularlas o determinar su precio o su importe. Luego lo llevó a otro lugar, en el que vio todo lo necesario para la mesa: platos, cucharas, jarros, bandejas de oro y de plata, cántaros y vasos. Desde aquí pasaron a la cocina: allí estaban los cocineros y todos los objetos necesarios para la misma, los cuales también eran de oro y de plata. Otra habitación estaba llena de cajas, atiborradas de regios vestidos: tejidos indios y chinos bordados en oro, y brocados. Todo ello en tal cantidad, que causaba pasmo. Siguió entrando en otras muchas habitaciones, todas llenas de objetos cuya descripción es imposible. Visitó los establos, ocupados por caballos como no los tenía ningún rey de la tierra; pasó luego a una armería, atestada de riendas y sillas valiosísimas, adornadas con perlas, piedras y otros objetos. Y todo esto lo habían hecho en una sola noche. Aladino quedó atónito y estupefacto ante aquéllas riquezas como no podía tenerlas el mayor rey de la tierra. El palacio estaba lleno de criados y esclavas, que encantaban con su fascinante belleza. Pero lo más maravilloso de todo era el quiosco que había en el interior, con veinticuatro saloncitos, todo de esmeraldas, jacintos y otras piedras preciosas. Uno de los salones no había sido terminado, pues Aladino deseaba que el sultán se viera incapaz de concluirlo. Cuando hubo visitado todo el palacio, el joven se alegró y regocijó mucho. Volviéndose al esclavo le dijo: «Tengo que pedirte algo que falta, pues me descuidé antes». «¡Pide, señor mío, lo que desees!» «Quiero una gran alfombra de brocado, toda ella bordada en oro, para extenderla desde mi palacio al del sultán, a fin de que la señora Badr al-Budur, cuando venga aquí, no tenga que pisar el suelo.» El esclavo se ausentó un momento y regresó. «¡Señor mío! Lo que me has pedido ya está aquí.» Dijo que lo acompañara, y le mostró una alfombra de indescriptible belleza que se extendía desde el palacio del sultán al de Aladino. Luego el esclavo llevó al joven a su casa.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que empezaba a despuntar el día. El sultán se levantó, abrió la ventana de la habitación, miró por ella y vio, delante de su alcázar, un nuevo edificio. Se frotó los ojos, los abrió cuanto pudo y miró de nuevo: volvió a ver un gran alcázar, que dejaba perplejo a cualquiera. Vio también la alfombra que iba desde su palacio hasta el otro. Los porteros y todos los habitantes de palacio estaban perplejos ante este prodigio. Entretanto llegó el visir, que vio también el nuevo palacio y la alfombra, y quedó admirado. Se presentó al sultán, empezaron a hablar de tan prodigioso asunto y quedaron estupefactos, incapaces de comprender cómo habían podido realizar aquello que estaban viendo con sus propios ojos. Decían: «Es verdad. No creemos que un palacio como éste puedan construirlo los reyes». El sultán, volviéndose al visir le preguntó: «¿Crees que Aladino merece ser el novio de mi hija Badr al-Budur? Fíjate y contempla ese magnífico edificio y estas riquezas, que ninguna mente humana puede imaginar». Pero el visir, que envidiaba a Aladino, replicó: «¡Rey del tiempo! Este palacio, esas construcciones y esas riquezas sólo pueden venir por medio de la magia, ya que no hay ningún hombre en el mundo, ni el más poderoso de los reyes, ni el rico más opulento, que pueda construir en una sola noche tales edificios». «Lo que más me admira de ti —replicó el sultán— es que siempre piensas mal de Aladino. Creo que todo esto nace de la envidia que le tienes. Tú estabas presente cuando le regalé ese terreno, que me había pedido para construir en él un palacio a mi hija, y yo le cedí delante de ti esa tierra para que lo levantase. Quien ha dado a mi hija, como regalo de bodas, unas gemas que no pueden ni soñar los reyes, ¿ha de ser incapaz de construir un palacio como éste?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el visir comprendió entonces que el sultán quería mucho a Aladino, y la envidia subió de punto. Pero como él no podía hacer nada en contra, se calló y no supo qué contestar.
Aladino vio que alboreaba y que se acercaba el momento de dirigirse al serrallo para continuar la boda. Por su parte, los emires, visires y grandes del reino ya se habían presentado al sultán para asistir a la ceremonia. Aladino frotó la lámpara, y el esclavo se presentó como siempre y le dijo: «¡Señor mío! ¡Pide lo que desees, pues yo estoy ante ti para servirte!» «Voy a dirigirme al palacio del sultán, ya que hoy se celebra la boda. Necesito diez mil dinares y quiero que me los traigas.» El esclavo se ausentó, y en un abrir y cerrar de ojos estuvo de regreso con los diez mil dinares. Aladino salió, montó a caballo, los mamelucos se colocaron delante y detrás de él y se dirigieron a palacio, arrojando monedas de oro a la muchedumbre, que desbordaba de entusiasmo por él y por su generosidad. Los emires, altos funcionarios y soldados que estaban esperando su llegada, en cuanto lo vieron corrieron ante el sultán y lo informaron. Éste se levantó, salió a su encuentro, lo abrazó, lo besó, lo cogió de la mano, lo hizo entrar en palacio y lo sentó a su derecha.
Toda la ciudad estaba engalanada; en palacio tocaban los músicos, y los divos cantaban. El sultán mandó servir la comida, y los criados y mamelucos se apresuraron a obedecer. Extendieron un mantel digno de una mesa de reyes. El sultán, Aladino, los grandes del reino y los altos dignatarios se sentaron, comieron y bebieron hasta hartarse. La alegría era extraordinaria en el palacio y en la ciudad. Todos los grandes del reino estaban contentos, y los habitantes del imperio rebosaban de satisfacción. Los magnates de las provincias y las autoridades de las regiones más alejadas habían acudido para asistir a las fiestas de la boda de Aladino. El sultán no acababa de comprender por qué la madre de Aladino había ido a visitarlo con vestidos tan pobres, teniendo un hijo tan rico. Las gentes acudían al palacio del sultán para presenciar la boda, pero al ver la nueva construcción, se quedaban maravillados, sin saber cómo un palacio tan grande había podido ser construido en una sola noche. Todos hacían votos por Aladino y decían: «¡Dios lo haga feliz! ¡Dios mío, él se lo merece! ¡Dios bendiga sus días!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que terminada la comida, Aladino se despidió del sultán, montó a caballo y, acompañado por los mamelucos, se dirigió a su palacio para preparar la recepción de su esposa, la señora Badr al-Budur. La multitud lo vitoreaba a coro: «¡Dios te haga feliz! ¡Dios aumente tu poder! ¡Dios te conceda larga vida!» Un gran cortejo, sobre el cual hacía llover el oro, lo acompañó hasta su palacio. Una vez en él, descabalgó y se sentó en el salón. Los mamelucos permanecieron de pie ante él con los brazos cruzados. Al cabo de un momento sirvieron las bebidas, él dio órdenes a todos los mamelucos, esclavos, criados y a cuantos se hallaban en el alcázar, para que estuvieran preparados a recibir a la señora Badr al-Budur, su novia. Llegada la tarde, el ambiente refrescó, cedió el calor del sol, y el sultán mandó a los soldados, emires del reino y visires que bajasen a la plaza. Así lo hicieron, y el sultán bajó con ellos. Entonces Aladino se incorporó, y, acompañado por sus mamelucos, montó a caballo, salió a la plaza y demostró que era un perfecto caballero, ya que en el torneo celebrado no hubo quien pudiera hacerle frente. Montaba un caballo que no tenía igual entre los de la más pura raza árabe. Su novia, la señora Badr al-Budur, lo estaba contemplando desde una de las ventanas del palacio, y al verlo tan guapo y tan bravo, se enamoró profundamente de él y casi echó a volar de alegría.
Hubo unos cuantos lances, en que los caballeros demostraron su habilidad, pero Aladino los superó a todos. Después, el sultán regresó a su alcázar, y Aladino al suyo. Al llegar la noche, los grandes del reino y los visires fueron a buscar a Aladino y, formando un cortejo, se dirigieron al celebérrimo baño real. El joven entró, se bañó y se perfumó. En la antesala se puso un traje más maravilloso que el que había llevado hasta entonces, y montó a caballo. Los soldados y emires se colocaron delante y detrás de él, y, formando un gran séquito, lo acompañaron. Cuatro visires con la espada desenvainada lo rodeaban, y todos los habitantes de la ciudad, los forasteros y los soldados, lo precedían en cortejo, llevando antorchas, tambores, flautas y toda clase de instrumentos. Lo acompañaron hasta su palacio, en donde se apeó. Entró en él, y se sentó; lo mismo hicieron los visires y emires que iban con él. Los mamelucos sirvieron bebidas y dulces y dieron de beber a toda la multitud del cortejo, cuyo número era incalculable. Aladino dio órdenes a sus mamelucos, y éstos, colocándose en la puerta del alcázar, empezaron a arrojar monedas de oro a los espectadores.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán volvió a su palacio después de las fiestas y ordenó que se formase inmediatamente el cortejo de su hija, la señora Badr al-Budur, y que la condujeran al serrallo de Aladino, su novio. Los soldados y magnates que habían figurado en el cortejo de Aladino, montaron a caballo; los criados y doncellas salieron con antorchas y acompañaron a la señora Badr al-Budur en una gran procesión. Así llegaron al palacio de su novio, Aladino. La madre de éste iba al lado de la princesa, y las precedían las mujeres de los visires, emires, grandes y magnates. Las acompañaban las cuarenta y ocho esclavas que Aladino le había regalado, y cada una de ellas empuñaba una gran antorcha de alcanfor y de ámbar, dentro de un candelabro de oro incrustado de aljófares. Salieron del palacio todos los hombres y mujeres que en él había, y marcharon juntos, delante de la princesa, hasta dejarla en el serrallo de su novio; luego la acompañaron a sus habitaciones, la cambiaron de vestidos y la prepararon para ser contemplada. Finalmente, la condujeron a las habitaciones de Aladino. Éste se presentó ante ella; su madre seguía al lado de la señora Badr al-Budur, y cuando el esposo le quitó el velo, la madre pudo contemplar la hermosura y belleza de la desposada. Se fijó, además, en el palacio en que se encontraba: todo él había sido hecho de oro y piedras preciosas; las arañas eran de oro con incrustaciones de esmeraldas y jacintos. Se dijo: «Creía que el serrallo del sultán era grande, pero éste es único. Ni el mayor de los césares o de los reyes puede disponer de uno igual, y no creo que en todo el mundo haya quien pueda construir uno parecido». La señora Badr al-Budur también contempló y admiró la suntuosidad del palacio.
Después colocaron la mesa, comieron, bebieron y se pusieron alegres. Se presentaron cuarenta y ocho esclavas, cada una de las cuales llevaba en la mano un instrumento de música, y al mover los dedos y tocar las cuerdas dejaron oír melodías tan suaves que arrebataban el corazón de los oyentes. La admiración de la señora Badr al-Budur iba en aumento, y se decía: «Jamás en mi vida he oído un repertorio como éste». Dejó de comer y se dedicó a escuchar, mientras Aladino le escanciaba el vino y le cogía la mano. La felicidad y el bienestar más completo reinaban entre todos, y fue una noche tan estupenda que ni el mismo Alejandro Magno había disfrutado, en su época, otra igual. Cuando hubieron terminado de comer y beber quitaron la mesa, y Aladino se retiró con su esposa y tuvo relaciones con ella.
Llegada la mañana, el tesorero ofreció al joven una túnica preciosa, uno de los más estupendos vestidos de los reyes. Él se la puso. Le ofrecieron café con ámbar y lo bebió. Luego mandó que preparasen los caballos, y, precedido y seguido por sus mamelucos, se dirigió al palacio del sultán. Entró al llegar a él, y los criados corrieron a informar al soberano de la llegada de Aladino.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas sesenta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán se levantó en seguida, salió a recibirlo, lo estrechó contra su pecho y lo besó como si fuera su hijo. Lo sentó a su derecha, y los visires, emires, altos funcionarios y grandes del reino le dieron la enhorabuena. El sultán lo felicitó, lo bendijo y mandó que llevasen el desayuno. Lo sirvieron y lo tomaron todos los reunidos. Después de haber comido y bebido hasta la saciedad, cuando los criados hubieron retirado los manteles que tenían delante, Aladino se volvió hacia el sultán y le dijo: «¡Señor mío! ¿Quiere honrarme hoy tu Majestad viniendo a comer con la señora Badr al-Budur, tu querida hija? Pueden acompañar a tu Majestad todos los visires y grandes del reino». «Naturalmente, hijo mío.»
Dio órdenes en seguida a los visires, grandes del reino y altos funcionarios. Montó a caballo y éstos lo imitaron. Aladino hizo lo mismo, y así llegaron a su alcázar. El sultán entró en el palacio y contempló el edificio, su construcción y las piedras que lo componían, todas de ágata y coral. Quedó mudo y perplejo ante aquel esplendor, riqueza y magnitud. Volviéndose al visir, le dijo: «¿Qué dices, visir? ¿Has visto alguna vez una cosa parecida a ésta? Los reyes más grandes del mundo, ¿pueden disponer de tantos bienes, oro y joyas como los que nosotros vemos en este palacio?» «¡Señor mío, el rey! Esto no lo puede hacer ningún rey ni ningún hijo de Adán; todos los hombres de la tierra no podrían construir un serrallo como éste, y no hay artífices para realizar un trabajo parecido, a no ser que sea, como ya dije a tu Majestad, una obra de magia.» El sultán vio que el visir, siempre que hablaba de Aladino, lo hacía lleno de envidia, e intentaba convencerlo de que todo aquello no era obra humana, sino mágica. Por eso exclamó: «¡Basta ya, visir! Deja esos pensamientos, pues sé lo que te hace hablar de esta manera». Aladino, que iba delante del sultán, lo hizo entrar en el quiosco. El rey contempló el techo abovedado, las ventanas y las rejas. Todo era de esmeraldas, jacintos y otras piedras preciosas. Se quedó atónito y perplejo. Recorrió el quiosco y contempló todas las maravillas que encerraba. Descubrió la ventana que, por voluntad de Aladino, había quedado sin terminar. Al verlo, exclamó: «¡Qué pena, ventana, que no te hayan terminado!»
Volviéndose hacia el visir, le dijo: «¿Sabes por qué no se ha terminado esta ventana y su reja?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el visir replicó: «Creo que su imperfección debe de atribuirse a que tu Majestad ha precipitado la boda de Aladino, y éste no ha tenido tiempo de concluirla». Entretanto, el joven había ido a visitar a su esposa, la señora Badr al-Budur, para informarla de la llegada de su padre, el sultán. Cuando regresó, éste le preguntó: «¡Hijo mío, Aladino! ¿Cuál es la causa de que la reja de este quiosco no esté terminada?» «¡Rey del tiempo! Dada la premura de la boda, los artífices no han tenido tiempo para concluirla.» «Deseo terminarla yo.» «¡Dios haga durar tu poder, oh rey! Así habrá un recuerdo tuyo en el palacio de tu hija.» El sultán mandó llamar inmediatamente a los joyeros y a los orfebres, y ordenó que se les entregase, de su tesoro, todo el oro, las perlas y las piedras preciosas que necesitaran. Los orfebres y joyeros se presentaron, y el sultán les mandó que terminasen la reja del quiosco.
Entretanto, la señora Badr al-Budur salió al encuentro de su padre el sultán. Cuando éste la tuvo a su lado, vio que tenía la cara sonriente. La estrechó contra su pecho, la besó, la tomó consigo y entraron en el palacio, acompañados por todo el séquito. Era la hora de la comida. Se había preparado una mesa para el sultán, la señora Badr al-Budur y Aladino, y otra para el visir, los altos funcionarios, los mayores dignatarios, jefes del ejército, chambelanes y lugartenientes. El sultán se sentó entre su hija y su yerno. El rey cogió comida y la probó. Quedó admirado de los guisos y de la exquisitez de la comida. Delante de ellos, en pie, había ochenta esclavas, cada una de las cuales podría decir a la luna: «¡Apártate, que yo me pondré en tu lugar!» Todas llevaban en la mano un instrumento musical. Los afinaron, tañeron sus cuerdas y tocaron unas melodías que alegraban a los corazones tristes. El sultán se puso alegre y contento, y pasó el rato de modo muy agradable. Exclamó: «¡Realmente, los reyes y los césares no pueden hacer otro tanto!» Empezaron a comer y beber, y la copa fue pasando de mano en mano hasta que quedaron satisfechos. Los invitados se trasladaron luego a otra sala, en donde les sirvieron dulces, frutas de todas clases y otros postres variados. Comieron hasta saciarse. El sultán se levantó para contemplar si el trabajo de los orfebres y artistas estaba en consonancia con el del resto del palacio. Inspeccionó su labor, los vio trabajando y advirtió que había una gran diferencia entre lo que ellos hacían y lo que ya había hecho.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que lo informaron de que habían cogido todas las joyas de su tesoro, pero que no bastaban. Entonces, el sultán mandó abrir el gran tesoro y ordenó que les diesen todo lo necesario, y que si no tenían bastante con ello, que tomasen lo que le había regalado Aladino. Así lo hicieron los orfebres, pero no tuvieron ni para terminar la mitad de la reja del quiosco que faltaba. Entonces, el sultán mandó que se incautasen de todas las joyas de sus ministros y los grandes del reino. Así lo hicieron y continuaron trabajando, pero tampoco bastó. A la mañana siguiente, Aladino subió a inspeccionar el trabajo de los artífices, y pudo comprobar que aún no habían terminado ni la mitad de la reja que faltaba. Les ordenó que deshiciesen todo lo que habían hecho y que entregasen las joyas a sus dueños. A cada uno le fue devuelto lo suyo. Luego, los artífices fueron a ver al soberano y le explicaron lo que Aladino les había mandado hacer. «¿Qué os ha dicho? ¿Por qué lo ha decidido así? ¿Por qué no quiere que se termine la reja? ¿Por qué ha deshecho vuestra obra?» «¡Señor nuestro! Lo único que sabemos es que nos ha mandado deshacer todo lo que habíamos hecho.» El sultán mandó que le llevasen el caballo, montó en él y se dirigió al alcázar de su yerno.
Aladino, después de haber despedido a los artífices y los orfebres, entró en su habitación, frotó la lámpara y apareció el esclavo. «¡Pide lo que desees! Tu esclavo está ante ti.» «Quiero que termines la reja del quiosco, que aún está por concluir.» «Inmediatamente.» Se ausentó un momento, regresó y dijo: «¡Señor mío! He concluido lo que me has mandado.» Aladino subió al quiosco y vio que todas las rejas estaban terminadas. Mientras las estaba contemplando entró un eunuco y le dijo: «¡Señor mío! El sultán ha venido y espera en la puerta del serrallo». Aladino bajó a recibirlo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el soberano, al verlo, le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Por qué has hecho esto, y no has permitido que los orfebres terminasen la reja del quiosco? Así no habría quedado falta alguna en tu palacio». «¡Rey del tiempo! Si quedó incompleta, fue por mi voluntad, ya que soy capaz de concluirla. No podía permitir que tu Majestad visitase un palacio en el que hubiera algo incompleto. Para que veas que he podido terminarla, sube al quiosco y fíjate si en las rejas del mismo hay algo incompleto.» el rey subió al alcázar, entró en el quiosco y empezó a mirar a derecha e izquierda; todas las rejas estaban acabadas. Al comprobarlo, abrazó a Aladino y empezó a besarlo y decirle: «¡Hijo mío! ¿Qué significa este portento? En una sola noche has hecho una cosa para la cual los orfebres necesitan meses. ¡Por Dios! No creo que haya nadie en el mundo que se te parezca.» «¡Dios te perpetúe la vida! Tu esclavo no merece estos elogios.» «¡Por Dios, hijo mío! Tú eres digno de todos los elogios, ya que haces cosas que no pueden realizar todos los artífices del mundo.»
El sultán descendió y entró en las habitaciones de su hija para descansar. La vio contentísima por su suerte. Después de haber descansado un rato junto a ella, regresó a su alcázar.
Aladino montaba cada día a caballo, y, acompañado por sus mamelucos, recorría la ciudad. Sus servidores iban delante y detrás de él echando monedas de oro a la multitud, que se agolpaba a derecha e izquierda, lodo el mundo, el extraño y el allegado, el próximo y el lejano, llegó a querer a Aladino por su gran generosidad. El joven aumentó los subsidios de los pobres y de los indigentes, y los distribuyó personalmente. Con estas acciones alcanzó una gran fama en todo el imperio, y los grandes del reino y emires acudían a comer en su mesa, y hacían votos por su poder y salud. Dedicaba su tiempo a la caza, a los torneos, a la equitación y a las justas que se celebraban delante del sultán. La señora Badr al-Budur, cada vez que lo veía, a lomos del caballo, en un encuentro singular, sentía aumentar su amor por él y se decía que Dios le había hecho un gran bien al permitir que le ocurriera aquello con el hijo del visir, conservándola así para su verdadero esposo, Aladino.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que su buena fama iba creciendo con los días, así como el amor que todos le tenían. Él iba creciendo en importancia a los ojos de las gentes.
Un enemigo del sultán emprendió la guerra contra éste, el cual preparó un ejército para oponerse a él, y entregó el mando a Aladino. El joven partió al frente de las tropas, y salió al encuentro del enemigo. Éste disponía de un enorme ejército. Aladino desenvainó la espada, lo atacó, y empezó la guerra y la matanza. El combate fue enconado, pero Aladino deshizo al enemigo, lo puso en fuga, mató a la mayoría de sus soldados, se apoderó de sus riquezas y enseres y logró un botín inmenso. Regresó como un gran vencedor. Entró en la ciudad, que se había engalanado de alegría, y el sultán salió a recibirlo y a felicitarlo. Lo abrazó, lo besó, y todo el imperio celebró una gran fiesta. El sultán y Aladino se dirigieron al palacio de éste, en el cual los esperaba su esposa, la señora Badr al-Budur, quien, llena de alegría, lo besó en la frente y lo condujo a sus aposentos. Al cabo de un rato llegó el sultán, se sentaron, y las esclavas sirvieron sorbetes. Bebieron, y el soberano mandó que todo el reino celebrase la victoria de Aladino sobre el enemigo. Así, para todos los súbditos, soldados y gentes, no hubo más que Dios en el cielo y Aladino en la tierra. Y le quisieron aún más, ya que unía a su gran generosidad el hecho de haber defendido el imperio, de ser un completo caballero y haber derrotado al enemigo. Esto es lo que hace referencia a Aladino.
He aquí lo que hace referencia al mago magrebí. Regresó a su país, en el que permaneció durante todo este tiempo, apenado por lo mucho que había sufrido inútilmente por conseguir la lámpara, y todo ello en vano, ya que cuando tenía el bocado en la boca aquélla escapó de sus manos. Al recordar lo que le pasó con el muchacho, lleno de cólera injuriaba a Aladino, y algunas veces llegaba a decir: «Estoy contento, porque ese bastardo ha muerto bajo tierra. Y aún tengo la esperanza de llegar a conseguir la lámpara, pues está bien guardada».
Cierto día preparó la arena, formó las figuras, las puso en orden y las examinó para comprobar la muerte de Aladino y la conservación de la lámpara en el subterráneo. Se fijó atentamente en las figuras «madres» e «hijas» y no encontró la lámpara. La ira se apoderó de él. Volvió a repetir la interrogación para verificar la muerte de Aladino, y no lo encontró en el tesoro. Su furia fue en aumento, y mucho más al comprobar que aún vivía en la faz de la tierra, al saber que el joven había salido del subsuelo y se había apropiado de la lámpara por la cual él había experimentado penas y fatigas como no las hubiese podido soportar ningún hombre. Se dijo: «Por esa lámpara he pasado unas penas y fatigas que nadie habría soportado. Y ese maldito la obtiene sin ningún esfuerzo, y no cabe duda de que si ha descubierto sus propiedades no habrá nadie en el mundo que sea más rico que él».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el magrebí, al convencerse de que Aladino había logrado salir del subterráneo y utilizado los bienes de la lámpara, se dijo: «He de ingeniármelas para darle muerte». Extendió la arena por segunda vez, examinó las figuras y vio que Aladino era inmensamente rico y que se había casado con la hija del sultán. La envidia le encendió el semblante de indignación, se levantó en seguida, se preparó y emprendió el viaje hacia China. Al llegar a la capital del sultanato en que vivía Aladino, entró en la ciudad y se hospedó en una hostería. Oyó que las gentes no hablaban más que de la majestuosidad del palacio de Aladino. Después de descansar, vistióse y empezó a recorrer las calles de la ciudad. Todas las gentes con quienes se cruzaba describían la suntuosidad del palacio y hablaban de la hermosura y belleza de Aladino, de su generosidad, de su nobleza y de sus buenas costumbres. El magrebí se acercó a un transeúnte y le preguntó: «¡Hermoso joven! ¿Quién es ése al que tanto alabáis?» «¡Vaya, hombre! Debes de venir de un país muy remoto cuando no has oído hablar del emir Aladino, cuya fama debe de haber llegado a los más apartados rincones y cuyo palacio constituye una de las maravillas de la tierra. ¿Cómo no te has enterado de una cosa como ésta y no conoces el nombre de Aladino, al que nuestro Señor aumente el poder y la alegría?» El magrebí respondió: «Mi mayor deseo consiste en contemplar el palacio. Si quieres guiarme… Soy extranjero». «De buen grado.» Se echó a andar delante de él y lo condujo al serrallo de Aladino. El magrebí lo contempló detenidamente y comprendió que todo procedía de la lámpara. Exclamó: «¡Ah, ah! He de cavar una fosa para este maldito hijo de un sastre, que antes no tenía qué cenar. Si el destino me ayuda, lograré que su madre vuelva junto a la rueca, tal como estaba antes, y a él le quitaré la vida». Regresó a la hostería corroído por la envidia que le tenía a Aladino.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el hechicero magrebí, de nuevo en su hostal, tomó los instrumentos astrológicos y consultó a la arena para averiguar dónde estaba la lámpara. Vio que se hallaba en el palacio y que Aladino no la llevaba encima. Se alegró mucho de ello, y exclamó: «El quitar la vida a ese maldito es fácil, y yo tengo un medio de conseguir la lámpara». Se dirigió a un calderero y le dijo: «Hazme unas cuantas lámparas y cóbrame por ellas lo que quieras. Pero deseo que las hagas de prisa». «Oír es obedecer», replicó el calderero. Y se puso a trabajar hasta acabarlas. Cuando estuvieron listas el magrebí le pagó el precio que le pidió, las cogió, regresó a la hostería, las puso en un cesto y empezó a recorrer las calles y los zocos de la ciudad, gritando: «¡Cambio lámparas viejas por nuevas!» Las gentes se reían de él y decían: «No cabe duda de que está loco, para cambiar lámparas nuevas por viejas». Y empezaron a seguirlo, y los niños corrían detrás y se burlaban de él. Pero él, impertérrito, siguió recorriendo la ciudad hasta llegar al pie del serrallo de Aladino. Gritó con todas sus fuerzas, mientras los muchachos chillaban: «¡Un loco, un loco!»
El destino quiso que la señora Badr al-Budur estuviese en el quiosco y oyera el pregón y los gritos de los muchachos, pero no supo lo que ocurría. Mandó a una de sus esclavas: «Ve y mira quién es el que vocea y qué es lo que anuncia». La joven se alejó y vio a un hombre que gritaba: «¡Cambio lámparas viejas por nuevas!», y que los muchachos se burlaban de él. La criada regresó e informó a su dueña: «Señora, es un hombre que vocea: “¡Cambio lámparas viejas por nuevas!”, y los chicos lo siguen y se burlan de él». La señora Badr al-Budur se echó a reír. Aladino se había descuidado la lámpara en el serrallo, sin meterla en un armario y cerrarla. Una de las esclavas la vio y dijo: «¡Señora! Tengo una idea. He visto en las habitaciones de mi señor una lámpara vieja. Permite que se la demos a ese hombre a cambio de una nueva, y veremos si dice verdad o mentira».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que la princesa dijo: «Trae aquí la lámpara vieja que dices haber visto en las habitaciones de tu señor Aladino». La señora Badr al-Budur ignoraba por completo lo que era aquella lámpara, las virtudes que tenía y que, gracias a ellas, su marido, Aladino, había llegado a tan alta posición. En aquel momento sólo quería probar cómo estaba la razón de aquel hombre que cambiaba lo nuevo por lo viejo. La joven subió a las habitaciones de Aladino y regresó con la lámpara al lado de la señora Badr al-Budur. Poco podían pensar la mala fe y la astucia del hechicero magrebí. La princesa mandó al jefe de los eunucos que bajase a cambiar aquella lámpara por otra nueva. El hombre la cogió, bajó y se la dio al magrebí, el cual le entregó una lámpara nueva a cambio; el jefe de tos eunucos se la llevó a la señora Badr al-Budur. Ésta la contempló, vio que era realmente nueva y se echó a reír, pues creyó que aquel hombre estaba mal de la cabeza.
El mago, tan pronto como cogió la lámpara y se cercioró de que era la del tesoro, la escondió en su pecho, dejó las otras lámparas a las gentes que querían cambiar, y se echó a correr, hasta encontrarse fuera de la ciudad. Cruzó la llanura y esperó que llegara la noche. Después de comprobar que no había nadie allí, sacó la lámpara del pecho, la frotó, y en el acto apareció el genio, quien le dijo: «Aquí está tu esclavo. Pídeme lo que desees». «Quiero que quites del sitio en que se encuentra el palacio de Aladino, junto con sus habitantes y todo lo que él contiene, y lo traslades a mi país, en África, y que me lleves a mí también. Tú conoces mi patria. Quiero que este palacio se encuentre en mi país, entre jardines.» «Oír es obedecer. Cierra los ojos y vuélvelos a abrir, y te encontrarás con el palacio en tu tierra». Efectivamente, en un abrir y cerrar de ojos el magrebí y el palacio de Aladino, con todo lo que contenía, se encontraron instalados en África. Esto es lo que hace referencia al hechicero magrebí.
Volvamos junto al sultán y a Aladino. Al día siguiente por la mañana, el sultán, al despertarse, como sentía mucho afecto y cariño por su hija, la señora Badr al-Budur, hizo como cada mañana: abrir la ventana y mirar por ella. Así, y de acuerdo con su hábito, abrió la ventana para ver a su hija…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [el sultán] se asomó para contemplar el alcázar de Aladino, pero no vio nada. Únicamente estaba el solar, el mismo solar de antes, sin la menor huella de los cimientos de un edificio. Quedó como alelado y empezó a frotarse los ojos, pues quizás estuviesen turbios o faltos de luz. Volvió a mirar, pero tuvo que convencerse de que no había huellas del serrallo, ni nada que atestiguase el que había existido. Quedó inmovilizado por unos momentos, hasta que dio unas palmadas, y las lágrimas empezaron a resbalar por sus barbas, pues ignoraba lo que había sucedido a su hija. Por medio de un mensajero, mandó llamar al visir. Éste acudió, y encontró al soberano en un estado lamentable. El visir le dijo: «¡Perdón, rey del tiempo! ¡Dios te libre del mal! ¿Por qué estás apenado?» «¿Es que no sabes lo que ocurre?» «En absoluto, señor. ¡Por Dios! ¡No tengo noticias de nada!» «¿Aún no has mirado en dirección al palacio de Aladino?» «Sí, señor mío. Ahora está cerrado.» «Ya veo que no sabes nada. Anda, mira por la ventana y dime dónde está el palacio de Aladino.» El visir miró desde la ventana en la dirección del palacio de Aladino pero no encontró el palacio ni nada que se le pareciera. Quedó perplejo y el sultán le dijo: «¿Sabes ahora la causa de mi tristeza? ¿Has visto el palacio de Aladino, del cual decías que aún estaba cerrado?» «¡Rey del tiempo! Ya informé oportunamente a tu Majestad de que ese serrallo y todas sus cosas me parecían obra de magia.» El rey, encolerizado, le preguntó: «¿Dónde está Aladino?» «Ha salido de caza.» El soberano ordenó que algunos oficiales y soldados fuesen a buscar inmediatamente a Aladino y lo llevasen a su presencia encadenado. Los oficiales y los soldados partieron y alcanzaron al joven: «¡Señor nuestro, Aladino! No nos reprendas, ya que el sultán nos ha mandado que te cojamos, que te atemos y te encadenemos. Esperamos que nos perdones, pues estamos a las órdenes del rey y no podemos contrariarlo». Aladino, al oír hablar así a los oficiales y a los soldados se quedó boquiabierto y la lengua se le trabó, ya que ignoraba la causa. Les preguntó: «¡Hombres! ¿No sabéis qué es lo que ha motivado esta orden del sultán? Yo sé que soy inocente y que no he cometido ninguna falta contra el sultán o contra el Estado». «¡Señor nuestro! No sabemos nada.» Aladino se apeó de su corcel y les dijo: «Haced conmigo lo que os ha mandado el sultán, pues la orden ha de ser obedecida».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que encadenaron, ataron y ligaron a Aladino y lo condujeron a la ciudad. El pueblo, al verlo así, creyó que el sultán iba a cortarle la cabeza; y como lo querían mucho, se reunieron, tomaron sus armas, salieron de las casas y siguieron a los soldados para ver lo que iba a suceder. Los soldados llegaron con Aladino al palacio, entraron e informaron al sultán. Éste mandó que el verdugo le cortase inmediatamente la cabeza. Al enterarse el pueblo de la orden del sultán, bloqueó las puertas del palacio y despachó mensajeros al soberano, para decide: «Atacaremos el palacio y a todos los que están dentro, incluyéndote a ti, si Aladino recibe el más pequeño daño». El visir entró a informar al sultán: «¡Rey del tiempo! Están dispuestos a acabar con nosotros. Lo más prudente es perdonar a Aladino para evitar que nos ocurra algo. El pueblo ama más a éste que a nosotros».
El verdugo, después de haber extendido el tapete de las ejecuciones, colocó en él a Aladino, le vendó los ojos y dio tres vueltas, en espera de la última orden del sultán. Éste, al ver que el pueblo estaba atacando y subía al palacio para derruirlo, dio orden en seguida al verdugo, de que pusiera en libertad al condenado, y despachó a un pregonero para que anunciase al pueblo que había perdonado a Aladino y que lo indultaba. El muchacho, al verse libre, se acercó al sultán y le dijo: «¡Señor! Ya que tu Majestad me ha hecho gracia de la vida, hónrame diciéndome cuál es mi culpa». «¡Traidor! ¿Aún no la conoces?» Volviéndose al visir, le dijo: «Llévalo a la ventana para que vea dónde está su palacio». El visir hizo lo que le mandaban y Aladino miró en dirección a su palacio; el solar estaba exactamente igual que antes de construir en él el palacio; no vio ni rastro de éste. Se quedó perplejo, indeciso sin saber lo que había ocurrido. Al hallarse junto al sultán, éste le preguntó: «¿Qué es lo que has visto? ¿Dónde está tu palacio? ¿Dónde está mi hija, mi única hija, sangre de mi corazón?» «¡Rey del tiempo! Ignoro por completo lo ocurrido.» «Sabe, Aladino, que te he perdonado para que busques a mi hija y te enteres de lo ocurrido. No te presentes sin ella. Si no me la devuelves, ¡por vida de mi cabeza que he de cortarte el cuello!» «Conforme, rey del tiempo. Pero dame un plazo de cuarenta días. Si transcurrido este plazo no te la he traído, puedes decapitarme y hacer de mí lo que quieras.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas setenta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el sultán admitió: «Accedo a concederte el plazo que me has pedido, mas no creas que podrás escapar a mi mano, pues te haré traer hasta aquí aunque estés por encima de las nubes o te encuentres bajo la superficie de la tierra». «¡Sultán! ¡Señor mío! Sea como ha dicho tu Majestad: si no te la devuelvo dentro de dicho plazo, me presentaré ante ti para que me decapites.» El pueblo, al ver de nuevo a Aladino, se alegró mucho. La afrenta y la vergüenza sufridas, así como la alegría de los envidiosos, hicieron de Aladino un hombre cabizbajo y perplejo, que se puso a recorrer la ciudad como un autómata, incapaz de comprender lo que había podido ocurrir. Durante dos días permaneció en la capital, sin tener idea de lo que debía hacer para encontrar a su esposa y averiguar qué había sido del palacio. Algunas personas, en secreto, le llevaron de comer y beber. Luego salió de la ciudad y se internó en el campo, sin saber qué dirección seguir.
Andando a la ventura, llegó a la orilla de un río, y aquí, desesperado por lo que le había ocurrido, estuvo a punto de arrojarse al agua. Pero como era un buen musulmán, que reconocía a un solo Dios, al que en su interior temía, se detuvo en la misma orilla e hizo sus abluciones. Al meter las manos en el agua para lavarse los dedos rozó el anillo, y en el acto compareció un genio, quien le dijo: «¡Heme aquí! Tu esclavo está ante ti. Pide lo que desees». Aladino se alegró mucho al verlo. Le contestó: «¡Siervo! Quiero que me devuelvas mi palacio, y que con él regrese mi esposa, la señora Badr al-Budur, y todo lo que contenía». «¡Señor mío! Me es completamente imposible hacer lo que pides, ya que éste depende de los esclavos de la lámpara. No me atrevo a enfrentarme con ellos.» «Si no puedes hacerlo, cógeme y deposítame al lado de mi palacio, cualquiera que sea el país en que esté.» «Oír es obedecer, señor mío.» En un abrir y cerrar de ojos, el genio lo dejó en África, al lado del alcázar, donde estaba su esposa. En aquel momento caía la noche. La tristeza y la pena que lo embargaban desaparecieron al contemplar su palacio, y volvió a confiar en Dios después de haber creído que jamás volvería a ver a su esposa. Empezó a pensar en la oculta bondad de Dios Todopoderoso, que le había concedido el auxilio del anillo, y cómo habría perdido la esperanza de no haberle facilitado Dios el siervo del anillo. Se alegró y olvidó la tristeza y los cuatro días durante los cuales no había podido dormir. Se acercó al palacio y se quedó dormido debajo de un árbol, ya que, como hemos dicho, el palacio estaba fuera de la ciudad, entre jardines.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que durmió tranquilamente aquella noche. (Quien tiene una cabeza de carnero al fuego no duerme en toda la noche; pero quien se ha fatigado y ha pasado cuatro días sin pegar un ojo, duerme de cualquier manera.) Se despertó al amanecer, con los trinos de los pájaros. Se acercó a un río que pasaba por allí y que corría en dirección a la ciudad. Se lavó las manos y la cara, hizo las abluciones y rezó la oración matutina. Luego regresó y se sentó al pie de la ventana del alcázar de la señora Badr al-Budur. Ésta vivía terriblemente apenada por estar separada de su esposo y del sultán, su padre, así como por la angustia que le causaba el maldito hechicero magrebí. Todos los días, al salir el sol, se levantaba y se echaba a llorar. Por la noche no podía dormir, y no quería comer ni beber. Cuando terminaba su oración matutina, entraba su doncella a vestirla.
El destino quiso que aquel día ésta abriese la ventana para hacerle contemplar los árboles y riachuelos, a fin de distraerla. La criada se asomó y vio a Aladino, su señor, sentado bajo las ventanas del palacio. Dijo a la señora Badr al-Budur: «¡Señora, señora! ¡Mi señor, Aladino, está sentado al pie del alcázar!» La princesa corrió a mirar por la ventana y le vio. Aladino levantó la cabeza y la descubrió. Ella lo saludó, y él le devolvió el saludo. Ambos estaban locos de alegría. La princesa le dijo: «Ven a mi lado por la puerta secreta, ya que el maldito no está ahora aquí». Dio órdenes a la criada, la cual bajó y le abrió la puerta secreta. Aladino entró por ella; su esposa, la señora Badr al-Budur, lo esperaba en la puerta. Se abrazaron, se besaron y rompieron a llorar de alegría. Se sentaron. Aladino le dijo: «Señora Badr al-Budur: primeramente quiero preguntarte algo: yo dejé una lámpara vieja, de cobre, en mis habitaciones, en tal sitio». La princesa suspiró y le dijo: «¡Ah, amado mío! ¡Ésta ha sido la causa de nuestra desgracia!» «¿Cómo han ocurrido las cosas?» La señora Badr al-Budur lo informó de todo desde el principio hasta el fin, y le explicó cómo habían cambiado la lámpara vieja por una nueva. Y añadió: «Al día siguiente, por la mañana, nos encontramos en este país. El que me engañó en el cambio me explicó que todo se había realizado gracias a la fuerza de su magia y por medio de aquella vieja lámpara; añadió que era magrebí, de África, y que nos encontrábamos en su país».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que cuando la señora Badr al-Budur hubo terminado de hablar, Aladino le preguntó: «Dime qué es lo que ese maldito se propone hacer contigo, y de qué te habla». «Cada día viene una sola vez; quiere que yo lo ame y que te sustituya por él, que te olvide y que no piense más en ti. Me dice que mi padre, el sultán, te ha decapitado, y añade que tú eres hijo de un pobre, y que él fue quien te hizo rico. Me habla cariñosamente, pero sólo ha obtenido de mí lágrimas y llanto, y ni una sola palabra amable.» «¿Sabes dónde ha dejado la lámpara?» «Siempre la lleva consigo, y no se separa de ella un instante. Él mismo, cuando me explicó lo que te he referido, sacó la lámpara —la llevaba encima— y me la enseñó.» Aladino se alegró mucho al oír estas palabras: «¡Señora Badr al-Budur! Escúchame: voy a salir, y volveré cuando me haya cambiado de vestido. No te asombres de ello. Pon una criada de servicio permanente junto a la puerta secreta, para que me abra en cuanto me vea. Ya idearé algo para dar muerte a este maldito». Aladino salió por la puerta del palacio y echó a andar hasta encontrar a un campesino. Le dijo: «¡Hombre! ¿Quieres cambiar mis vestidos por los tuyos?» El campesino se negó a hacerlo, pero Aladino lo obligó. Le quitó los vestidos y se los puso, y le dio en cambio los suyos, que eran magníficos. Luego siguió por el camino de la ciudad hasta entrar en ésta. Se dirigió al zoco de los perfumistas y compró a uno de ellos dos dracmas de un narcótico muy fuerte y de efectos instantáneos; le costó dos dinares. Regresó por el mismo camino hasta llegar al palacio, y cuando lo vio la criada le abrió la puerta secreta.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y dos (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que se presentó a su esposa, la señora Badr al-Budur, y le dijo: «Escúchame: quiero que te vistas y te arregles, que abandones la tristeza. Cuando venga el maldito magrebí, acógelo cordialmente, con cara sonriente, e invítalo a que venga a cenar contigo. Aparenta haber olvidado a tu amado Aladino y a tu padre; hazle ver que lo amas apasionadamente y pídele vino tinto para beber. Muéstrate muy alegre y contenta, y bebe a su salud. Escánciale dos o tres vasos de vino hasta que pierda el dominio de sí mismo. Entonces pones estos polvos en el vaso y lo llenas de vino. En cuanto beba la copa en que hayas puesto los polvos, caerá de espaldas como si estuviese muerto». La señora Badr al-Budur, después de oír las palabras de Aladino contestó: «Me duele tener que hacer esto; mas para librarnos de la vileza de ese maldito, que me ha acongojado al separarme de ti y de mi padre, considero lícito darle muerte». Aladino comió y bebió con su esposa hasta calmar el hambre, e inmediatamente después salió del palacio. La señora Badr al-Budur mandó llamar a su peinadora, quien la arregló y adornó. Luego se puso sus mejores vestidos y se perfumó. Entonces llegó el maldito magrebí. Al verla de esta forma se alegró mucho, y más aún cuando la princesa lo recibió sonriente, contra lo que era su costumbre. Con eso aumentaron la pasión y el amor que por ella sentía. La princesa le hizo sentar a su lado y le dijo: «¡Amado mío! Si quieres, ven esta noche a cenar conmigo. Ya estoy harta de la tristeza, pues he pensado que aunque estuviese triste durante mil años, ¿qué sacaría de ello? Aladino no puede escapar de su tumba. He meditado en tus palabras de ayer, es decir, en que mi padre quizá lo habrá mandado matar, dada la gran pena que habrá sentido al verse separado de mí. No te extrañe verme hoy de distinto humor que ayer; es que he resuelto tomarte por amante y amigo en sustitución de Aladino, ya que no puedo disponer de otro hombre más que de ti. Espero, pues, que esta noche vengas a cenar conmigo y a beber vino. Deseo que me des a probar el de tu país, el de África, que debe de ser muy bueno. Aquí tengo vino, pero es de nuestro país, y tengo muchas ganas de probar el del vuestro».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y tres (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que el magrebí, al ver el amor que demostraba tenerle la señora Badr al-Budur, que había olvidado la tristeza, pensó que aquello era natural, al haber perdido toda esperanza de volver a reunirse con Aladino. Se alegró mucho y dijo: «¡Alma mía! Obedeceré todo lo que quieras mandarme. Tengo en casa una jarra de vino de nuestro país, que ha estado guardada bajo tierra durante ocho años. Voy ahora mismo a sacar la cantidad que necesitamos, y regreso en seguida».
Para que el engaño fuese más perfecto, la muchacha añadió: «¡Amado mío! ¡No vayas tú! Envía a uno de tus criados para que nos traiga una jarra, y quédate sentado junto a mí, para que me distraiga con tu compañía». «¡Señora! Yo soy el único que sabe dónde está la jarra. No tardaré en volver.» El magrebí se marchó, y al cabo de un rato volvió con una cantidad de vino suficiente. La señora Badr al-Budur le dijo: «Te has fatigado y yo te he molestado, amado mío». «¡En absoluto, luz de mis ojos! Me honro sirviéndote.» La princesa y el mago se sentaron a la mesa y empezaron a comer. Ella pidió de beber, y la criada le llenó en seguida la copa. Después sirvió al magrebí. La señora Badr al-Budur bebía a su salud y por su felicidad, y él lo hacía a la salud de ella.
La princesa era única por su elocuencia y por la dulzura de sus palabras. Empezó a conversar con él, a deslumbrarlo y a hablarle con sentidas y dulces palabras, a fin de encandilarlo más. El magrebí creyó que todo aquello era sincero, y no podía sospechar que era una trampa que le tendía para darle muerte. La pasión y el amor del hechicero iban en aumento al descubrir las alusiones que le hacía; la cabeza le dio vueltas, y sólo vio el mundo a través de los ojos de ella. Cuando sirvieron la cena, la señora Badr al-Budur comprobó que el vino se le había subido a la cabeza. Le dijo: «En nuestro país tenemos una costumbre que no sé si tenéis o no en el vuestro». «¿De qué se trata?» «Al finalizar la cena, el amante toma el vaso de la amada y bebe en él.» La princesa le quitó el vaso, lo llenó de vino y ordenó a la esclava que le diese su copa, en la que había mezclado el vino con el narcótico, siguiendo las instrucciones que había dado la princesa, pues todos los esclavos y doncellas del palacio deseaban la muerte del mago y estaban de acuerdo con la señora Badr al-Budur acerca de esto. La joven le entregó la copa, y el mago, al oír sus palabras y ver que ella bebía en su copa y que le entregaba la suya para que bebiese en ella, al ver todas estas muestras de amor, se creyó que era Alejandro el Magno. La princesa le dijo, mientras movía sus caderas y ponía su mano sobre la de él: «¡Alma mía! Tienes mi copa y yo tengo la tuya: así beben los amantes, el uno en el vaso del otro». La señora Badr al-Budur levantó el vaso, se lo bebió y lo dejó en la mesa. Se acercó al hechicero y lo besó en la mejilla; éste, completamente trastornado, se llevó el vaso a la boca y se lo bebió de un trago sin preocuparse de si en el vaso había algo o no: inmediatamente cayó de espaldas, como si estuviese muerto, y el vaso se le escapó de la mano. La señora Badr al-Budur se alegró de ello, las esclavas bailaron de alegría y abrieron las puertas del alcázar a Aladino, su señor, el cual entró…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y cuatro (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [Aladino entró] y subió a las habitaciones de su esposa; encontró a ésta sentada cerca del magrebí, que parecía muerto. Se acercó a la princesa, la besó, le dio las gracias por lo que había hecho, se puso muy contento y le dijo: «Vete con tus esclavas a las habitaciones del interior y déjame solo para que haga mi trabajo». La señora Badr al-Budur y sus esclavas hicieron lo ordenado por Aladino. Éste cerró la puerta detrás de ellas, se acercó al magrebí, le metió la mano en el pecho y le quitó la lámpara. Luego desenvainó la espada y le cortó la cabeza. A continuación frotó la lámpara, y se presentó el genio, quien le dijo: «¡Heme aquí, señor mío! ¿Qué quieres?» «Que saques el palacio de este país, que lo transportes al país de China y lo coloques en el lugar en que estaba, enfrente del palacio del sultán.» «¡Señor mío! ¡Oír es obedecer!» Aladino fue a reunirse con su esposa, Badr al-Budur, la estrechó contra su pecho y la besó; ésta le correspondió, y ambos se sentaron a hablar. Entretanto, el genio trasladaba el palacio hasta dejarlo en su sitio, enfrente del alcázar del sultán. El joven dijo a las esclavas que les acercaran una mesa, y él y su esposa, la señora Badr al-Budur, se sentaron y empezaron a comer y a beber, llenos de alegría y satisfacción, hasta quedar hartos. Después se trasladaron a la sala de las bebidas y de la conversación. Se sentaron, bebieron, hablaron, y se besaron apasionadamente. ¡Hacía tanto tiempo que no estaban juntos! Siguieron así hasta que el vino se les subió a la cabeza y les entró sueño. Se acostaron y durmieron con toda felicidad. Por la mañana, Aladino y su esposa se levantaron. Acudieron las esclavas de ella, que la vistieron, la arreglaron y la engalanaron. Aladino se puso su mejor traje, y ambos seguían locos de alegría por estar de nuevo juntos. Y Badr al-Budur estaba particularmente contenta porque iba a ver a su padre. Esto es lo que se refiere a Aladino y a la princesa.
En cuanto al sultán, después de haber puesto en libertad a Aladino, siguió triste por la pérdida de su hija. Como era hija única, se pasaba todo el tiempo sentado y llorando por ella, como si fuese una mujer. Todos los días, al levantarse, corría a abrir la ventana y a mirar en la dirección en que había estado el palacio de Aladino, y lloraba hasta que se le secaban los ojos y se le inflamaban los párpados. Aquél día, al levantarse, según su costumbre, abrió la ventana, miró y vio delante un edificio. Se restregó los ojos, volvió a mirar y convencióse de que era el palacio de Aladino. Ordenó inmediatamente que ensillaran los caballos, montó y se dirigió al palacio del yerno. Éste, al ver que se acercaba, salió a su encuentro a la mitad del camino, lo cogió de la mano y lo hizo subir a las habitaciones de su hija, que también ardía en deseos de ver a su padre. La muchacha bajó a recibirlo a la puerta de la escalera que daba a la sala de la planta. El padre la abrazó y besó llorando, y ella hizo lo mismo. Aladino los hizo subir a las habitaciones del piso superior y se sentaron. El sultán empezó preguntándole cómo se encontraba y qué le había ocurrido.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y cinco (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que su hija le explicó todo lo que le había sucedido: «¡Padre mío! No recuperé el aliento hasta ayer, al ver a mi esposo, que es quien me ha salvado de las manos del peor hombre magrebí, de un maldito mago. No creo que haya habido hombre más malo en toda la faz de la tierra, y si no hubiera sido por mi amado Aladino, jamás habría escapado de él, ni tú me hubieses vuelto a ver nunca más. Yo estaba sumida en una gran pena y tristeza, no sólo por encontrarme separada de ti, sino también porque me encontraba lejos de mi marido, al cual agradeceré siempre el haberme salvado de aquel maldito mago». La señora Badr al-Budur explicó a su padre todo lo que había ocurrido y le refirió lo que había hecho el magrebí, y cómo se portó con ella; cómo se había disfrazado de vendedor de lámparas, que cambiaba las viejas por otras nuevas. Y prosiguió: «Me pareció que esto se debía a su falta de razón, y empecé a reírme de él, sin sospechar su engaño ni su propósito. Cogí la lámpara vieja que estaba en la habitación de mi esposo, y envié a un eunuco a que la cambiase por otra nueva. Al día siguiente por la mañana, padre, el palacio, con todo lo que contenía y todos nosotros dentro, nos encontrábamos en África. Yo desconocía las virtudes de la lámpara de mi esposo. Al llegar Aladino, éste ideó una estratagema, que nos permitió apoderarnos del magrebí. Si mi esposo no hubiera llegado, aquel hombre perverso me habría poseído por la fuerza. Aladino me dio unos polvos y yo los puse en una copa de vino que ofrecí al mago. Éste se la bebió, y cayó como si hubiera muerto. Luego entró mi esposo y no sé qué es lo que hizo para trasladarnos de nuevo aquí». Aladino continuó: «Cuando lo vi tendido como un muerto, a causa del narcótico, dije a la señora Badr al-Budur: “Vete con tus esclavas a las habitaciones superiores”. Así lo hizo ella, con lo que se ahorró un espectáculo terrible. Me acerqué al maldito magrebí, metí la mano en su pecho y le quité la lámpara que la señora Badr al-Budur me había dicho que llevaba siempre encima. Una vez la tuve en mi poder, desenvainé la espada y corté la cabeza de aquel maldito. Luego utilicé la lámpara y ordené a los esclavos de la misma que devolviesen el palacio a su lugar primitivo, con todos sus moradores. Si tu Majestad duda de mis palabras, levántate, acompáñame y verás al maldito magrebí». El rey fue con Aladino a la habitación y vio el cadáver. El soberano dio órdenes para que se llevaran de allí inmediatamente el cuerpo, lo quemaran y aventasen sus cenizas. Después abrazó y besó a Aladino, y le dijo: «Discúlpame, hijo mío, pues he estado a punto de quitarte la vida por la canallada de ese maldito mago que te había hecho caer en esta trampa. Lo que iba a hacer contigo, hijo mío, tiene disculpa, ya que me veía privado de mi única hija, a la cual quiero más que a mi propio reino. Tú sabes que los padres quieren mucho a sus hijos, y con mayor razón yo, que sólo tengo a la señora Badr al-Budur». Pidió perdón a Aladino y volvió a besarlo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y seis (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que Aladino le dijo: «¡Rey del tiempo! No ibas a hacer conmigo nada que fuese contrario a la xara[233]; yo, por mi parte, también tenía culpa. De todo ha tenido la culpa ese maldito magrebí».
El sultán ordenó que se engalanase la ciudad y así se hizo. Se celebraron grandes fiestas, y el pregonero anunció por la ciudad: «Hoy es un día solemne, y para celebrar el regreso de la señora Badr al-Budur, hija del sultán, y de su esposo Aladino, las fiestas durarán un mes de treinta días».
Pero no había terminado aún el maleficio del magrebí, a pesar de haber quemado su cadáver y aventado sus cenizas por el aire. Aquel hechicero tenía un hermano más peligroso aún que él en cuanto a magia, geomancia y astrología. Podría aplicársele aquel refrán: «Era un haba que tenía dos mitades».
Cada hermano vivía en una región del mundo, para llenar éste con su magia, insidias y engaños. Cierto día, el hermano del magrebí quiso saber cómo se encontraba su hermano. Tomó la arena, la echó, dedujo las figuras, las contempló, se fijó en ellas atentamente y vio que su hermano ocupaba una tumba, que había muerto. Apenado por ello, volvió a echar la arena para comprobar cómo se había producido la muerte y en qué lugar había expirado. Descubrió que había muerto vilmente en China, a manos de un joven llamado Aladino. Se dispuso a partir inmediatamente. Durante un mes viajó a través de tierras, desiertos y montes, hasta que llegó a China, a la capital del sultanato en la cual vivía Aladino. Se dirigió al hotel de los extranjeros, alquiló una habitación y descansó un rato. Luego salió a recorrer las calles de la ciudad, con objeto de estudiar la forma de conseguir su deseo: vengarse en Aladino de la muerte de su hermano. Entró en un café del mercado, que era un gran edificio en el cual se reunía muchísima gente. Unos jugaban a la minqala; otros, a las damas; otros, al ajedrez y demás pasatiempos. Tomó asiento y oyó que los que estaban a su lado hablaban de una mujer vieja, asceta, llamada Fátima, que permanecía constantemente retirada en su oratorio de las afueras de la ciudad, dedicada al servicio de Dios; decían que sólo visitaba la ciudad dos días al mes, y que tenía grandes carismas. El magrebí, al oír estas palabras, se dijo: «Tal vez encuentre lo que busco si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere. Por medio de esta mujer alcanzaré mi propósito».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y siete (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que se acercó a la gente que estaba hablando de los carismas de esta vieja asceta y dijo a uno de ellos: «¡Tío! Os he oído hablar de los carismas de una santona llamada Fátima. ¿Dónde está? ¿Dónde vive?» El interpelado replicó: «Es extraño que siendo de nuestra ciudad no hayas oído hablar de los carismas de nuestra señora Fátima. Está claro que eres extranjero, ya que no has oído hablar de los ayunos, de la renuncia al mundo y de la hermosa piedad de esta asceta». «Tienes razón, señor mío. Soy extranjero, que llegó a vuestra ciudad ayer por la tarde. Espero que me expliques los carismas de esa virtuosa mujer y me digas dónde vive, ya que me ha ocurrido una desgracia y quiero ir a visitarla. Espero que rece, y confío en que, por su intercesión, Dios, Todopoderoso y Excelso, me libre de mi aflicción.» El hombre le explicó todo lo referente a la asceta Fátima, y luego, cogiéndolo de la mano, salió con él fuera de la ciudad y le mostró el camino que conducía a una cueva, situada sobre una colina. El magrebí le dio cordialmente las gracias por su amabilidad, y regresó a su habitación del hotel.
Al día siguiente, Fátima bajó a la ciudad. El hechicero magrebí salió del hotel por la mañana y vio que la gente estaba aglomerada. Se acercó para enterarse de lo que ocurría y vio a Fátima de pie. Todo el que tenía un dolor, se acercaba y le pedía la baraca[234] y una oración. En cuanto ella lo tocaba, quedaba curado del dolor. El mago magrebí estuvo siguiendo a la anciana hasta que ésta regresó a su cueva. Esperó la llegada de la noche, y para hacer tiempo se dirigió a un tugurio y bebió algo. Luego salió de la ciudad y se dirigió a la cueva de la asceta Fátima. Al entrar vio que ésta dormía sobre un pedazo de estera. Se acercó a ella, se sentó encima de su vientre, desenvainó el puñal y le dio un grito. Ella se despertó, abrió los ojos y vio que estaba sentado encima de ella un magrebí, con un puñal desenvainado, que quería matarla. Se asustó, y el magrebí le dijo: «¡Oye! Si hablas o gritas, te mato ahora mismo. Levántate y haz todo lo que te voy a decir». Le juró que si hacía lo que le iba a mandar, no la mataría. Se levantó el mago, y ella se incorporó. El magrebí le dijo: «Cambia tus vestidos por los míos». Ella le entregó toda su ropa, incluso la venda de la cabeza, el delantal y el manto. «Ahora me embadurnas con algo, para que el color de mi cara sea igual que el de la tuya.» Fátima se dirigió al interior de la cueva y regresó con un tarro de crema. Tomó un poco de ésta en la palma de la mano y le untó todo el rostro, el cual adquirió el mismo color que el de la vieja. Le entregó su bastón y le enseñó cómo debía andar y comportarse en la ciudad. Le puso en el cuello su rosario y, finalmente, le entregó el espejo, diciéndole: «Fíjate: en nada te diferencias de mí». Contemplóse el magrebí, y vio que era idéntico a Fátima. Luego el malvado violó su promesa; le pidió una cuerda, y cuando la anciana se la entregó, la ahorcó con ella en la cueva. Una vez muerta, la arrastró y la arrojó a una cisterna.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y ocho (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que después regresó a la cueva y se durmió hasta la llegada del día. Entonces se levantó, bajó a la ciudad y se colocó al pie del palacio de Aladino. Las gentes, convencidas, de que era la asceta Fátima, se reunieron en torno de él. Empezó a hacer lo mismo que hacía la vieja: colocaba la mano encima de los enfermos, y a uno le leía la Fatiha; a otro, una azora cualquiera, y rezaba por un tercero. La muchedumbre era grande, y el vocerío tal, que la señora Badr al-Budur lo oyó y dijo a las doncellas: «Ved lo que produce este alboroto». El agá de los eunucos fue a enterarse, y le dijo: «¡Señora! El alboroto es debido a la señora Fátima. Si quieres pedir la baraca, mándame que te la traiga». La princesa replicó: «Ve y tráemela, pues hace tiempo que oigo hablar de ella constantemente: de sus carismas y de sus virtudes. Tengo muchas ganas de verla para gozar de su baraca. Las gentes cuentan y no acaban».
El agá de los eunucos se marchó y volvió con el hechicero magrebí, que iba disfrazado aparentando ser Fátima. Al llegar ante la señora Badr al-Budur empezó a rezar por ella, y nadie sospechó que no era Fátima. La princesa se acercó a ella, la saludó, la hizo sentar a su lado y le dijo: «¡Señora Fátima! Me gustaría que te quedases siempre conmigo para gozar de tu baraca y poder aprender, con tu ejemplo, los caminos del ascetismo y de la piedad, a fin de imitarte en ellos». Esto era lo que deseaba el maldito hechicero. Luego, para hacer más perfecto el engaño, le dijo: «¡Señora! Yo soy una pobre mujer que vive en el campo. Las personas como yo no son dignas de residir en los palacios de los reyes». «No te preocupes, señora Fátima. Te daré un lugar de mi casa en el que puedas consagrarte al ascetismo. Jamás entrará nadie a molestarte. Desde aquí adorarás a Dios mejor que desde tu cueva.» «Oír es obedecer, señora. No te contradiré en tus palabras, pues las palabras de los hijos de los reyes no se pueden contradecir ni desobedecer. Pero te pido que me dejes comer, beber y vivir a solas en mi habitación, sin que nadie entre en ella; no necesito buenos manjares; me basta con que cada día me honres mandándome a tu esclava a la celda con un pedazo de pan y un sorbo de agua. Cuando quiera comer, lo haré en mi habitación.» El maldito hablaba así por el temor de que, al levantarse el velo para comer, lo denunciaran la barba y el bigote. La señora Badr al-Budur contestó: «¡Señora Fátima! Tranquilízate. Se hará lo que tú quieras. Ven conmigo y te mostraré la habitación que quiero asignarte para que permanezcas con nosotros».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas ochenta y nueve (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que condujo al hechicero al departamento que había elegido para él. Le dijo: «¡Señora Fátima! Aquí residirás. Esta habitación te pertenece, y en ella vivirás en paz y en la contemplación más perfecta». El magrebí le dio las gracias por su bondad y rezó por ella. La señora Badr al-Budur le mostró luego el pabellón y el quiosco de piedras preciosas, que tenía veinticuatro ventanas. Le preguntó: «¿Qué piensas de este prodigioso palacio, señora Fátima?» «¡Por Dios, hija mía! Es maravilloso en extremo, y no creo que se encuentre en el mundo otro igual. Es enorme. ¡Lástima que le falte algo que lo haría aún más hermoso y bonito!» «¡Señora Fátima! ¿Cuál es el defecto? ¿Qué es lo que lo haría más hermoso? Dímelo, pues yo creía que era perfecto.» «¡Señora! Le falta tener colgado de la cúpula un huevo del ave ruj. Si el huevo en cuestión estuviese colgado en la cúpula, este palacio no tendría par en todo el mundo.» «¿Qué pájaro es ése? ¿Dónde se encuentran sus huevos?» «Es un ave muy grande, que transporta los camellos y los elefantes en sus garras, y vuela con ellos. Se encuentra frecuentemente en el monte Qaf. El maestro que ha construido este palacio puede traer uno de esos huevos.» Era la hora de comer, y las esclavas pusieron la mesa. La señora Badr al-Budur se sentó e invitó a comer con ella al maldito hechicero magrebí. Mas éste rehusó, y se dirigió a la habitación que le había asignado la princesa, donde las criadas le sirvieron la comida.
Al oscurecer, Aladino regresó de la caza, y la señora Badr al-Budur salió a su encuentro y lo saludó. Él la abrazó y besó; comprobó que estaba algo triste, ya que, contra su costumbre, no reía. Le dijo: «¿Qué te ocurre, amada mía? Dime, ¿te ha sucedido algo que te preocupe?» «No me ha pasado nada, querido. Es que creía que a nuestro palacio no le faltaba nada, ¡oh, Aladino!, luz de mis ojos; mas ahora me parece que si en la cúpula superior estuviese colgado un huevo del pájaro ruj, en todo el mundo no habría un palacio como el nuestro.» «¿Y por eso te has preocupado? Es muy fácil para mí solucionar eso. Tranquilízate, dime lo que te apetece y yo te lo traeré inmediatamente, en un instante, aunque esté en el fin del mundo.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas noventa (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [Aladino] después de haber calmado a la señora Badr al-Budur y de haberle prometido todo lo que ella quería, entró en su habitación, tomó la lámpara y la frotó. El genio se presentó en seguida y le dijo: «¡Pide lo que desees!» «Quiero que me traigas un huevo de ruj y que lo cuelgues en la cúpula del alcázar.» El genio frunció el ceño, se indignó y gritó con voz terrible: «¡Ingrato! ¿No te basta con que yo y todos los siervos de la lámpara estemos a tu servicio? ¿Es que ahora vas a pedirnos que te traigamos a nuestra señora para que os sirva de distracción, colgada de la cúpula del palacio, a ti y a tu esposa? ¡Por Dios! Mereceríais que os convirtiese ahora mismo en cenizas, y que aventase éstas. Pero como tú y tu esposa ignoráis de lo que se trata y no sabéis lo que se esconde detrás de las apariencias, os perdono, pues sois inocentes. La culpa es del maldito hermano del magrebí, el hechicero, que está aquí y se hace pasar por la asceta Fátima; lleva los mismos vestidos de ésta, a la que ha dado muerte en su cueva; encubierto en su disfraz e imitándola en todo, ha venido hasta aquí para matarte y vengar así a su hermano. Él es quien ha inducido a tu mujer a que te pidiera esto». El genio desapareció. Aladino, al oír aquello, estuvo a punto de perder la razón, y sus miembros temblaron, pues el genio le había hablado con voz de trueno. Se rehízo en seguida, salió de la habitación y entró en la de su esposa fingiendo que le dolía la cabeza, pues sabía que Fátima era famosa por tener la virtud de curar todos los dolores. La señora Badr al-Budur, al ver que se quejaba de dolor, le preguntó: «¿Qué te pasa?» «Me duele mucho la cabeza.» La princesa mandó llamar a Fátima para que le pusiera las manos en la cabeza. Aladino preguntó: «¿Quién es Fátima?» Su esposa le dijo que había hospedado en el palacio a la asceta. Las criadas fueron a buscar al maldito magrebí y volvieron con él. Aladino salió a su encuentro fingiendo que no sabía nada. Lo saludó como si se hubiese tratado de Fátima, besó el limbo de su manga y le dio la bienvenida, diciendo: «¡Señora Fátima! Espero que me hagas un favor, pues sé que tienes el don de curar los dolores; me acaba de entrar un gran dolor de cabeza». El maldito magrebí apenas pudo dar crédito a tales palabras, pues eran las que él deseaba.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el hermoso relato.
Cuando llegó la noche quinientas noventa y una (a), refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que [él magrebí] se acercó a Aladino dispuesto a poner la mano en su cabeza y a curarle el dolor. Al llegar junto a él, colocó una mano encima de su cabeza mientras metía la otra debajo de sus ropas y desenfundaba un puñal para matarlo. Aladino seguía todos sus movimientos. Esperó a que hubiese sacado el puñal, y entonces se lo arrancó de la mano y se lo clavó en el corazón. La señora Badr al-Budur, al verlo, dio un grito y exclamó: «¿Qué ha hecho esta virtuosa asceta para que hayas cometido el enorme pecado de verter su sangre? ¿Es que no tienes temor de Dios para matar así a una mujer virtuosa, cuyos carismas son célebres?» «No he matado a Fátima, sino al asesino de Fátima. Éste es el hermano del maldito hechicero magrebí, aquel que te raptó y te trasladó a África junto con el palacio. Este maldito ha llevado a cabo una serie de engaños: ha matado a Fátima, se ha puesto sus vestidos y ha venido hasta aquí para vengar en mí a su hermano. Luego te sugirió que me pidieras el huevo de ruj para que éste fuera la causa de mi muerte. Si dudas de mis palabras, acércate y mira a quién he matado.» Aladino levantó el velo del magrebí, y la señora Badr al-Budur vio a un hombre de poblada barba. Entonces comprendió la verdad. «¡Amado mío! Por dos veces te he puesto en peligro de muerte.» «No te preocupes, Badr al-Budur; en honor de tus ojos acepto con alegría todo lo que venga de ti.» Al oír estas palabras, la princesa se precipitó hacia él, lo abrazó, lo besó y le dijo: «¡Amado mío! ¡Me quieres tanto!» Aladino la besó, la estrechó contra su pecho, y el amor que se tenían fue en aumento. En aquel instante se presentó el sultán, y el joven le refirió todo lo que había ocurrido con el hermano del hechicero magrebí; le mostraron el cadáver. El soberano mandó que lo quemaran y aventasen sus cenizas, lo mismo que se había hecho con su hermano.
Aladino y su esposa siguieron viviendo en paz y tranquilidad, libres de todo peligro. Al cabo de algún tiempo murió el sultán, y Aladino se sentó en el trono del reino. Gobernó, fue justo con los súbditos, y todas las gentes lo amaron. Él y su esposa pasaron toda la vida tranquilos, felices y contentos, hasta que llegó el destructor de las dichas y el separador de los amigos.