Cuando la reina de las serpientes regresó del Monte Qaf, su lugarteniente acudió a saludarla y le dijo: «Buluqiya te saluda», y a continuación le refirió todo lo que éste le había contado, es decir, lo que había visto en sus viajes y su encuentro con Chansah. Después, la reina de las serpientes dijo a Hasib Karim al-Din: «Ésa es quien me ha dado a conocer esta historia, Hasib». Éste le dijo: «¡Reina de las serpientes! ¡Cuéntame qué es lo que ocurrió a Buluqiya cuando llegó a Egipto!» Le refirió: «Sabe, Hasib, que cuando Buluqiya se separó de Chansah, viajó de día y de noche hasta llegar a un gran mar. Se untó los pies con el jugo que tenía y cruzó la superficie de las aguas hasta llegar a una isla cubierta de árboles y con abundantes ríos y frutos: parecía el Paraíso. Recorrió la isla y encontró un árbol enorme, cuyas hojas semejaban las velas de un barco. Se acercó a él y vio que debajo había un mantel extendido, y sobre éste, toda clase de guisos, exquisitos. En la copa del árbol había un gran pájaro de perlas y esmeraldas verdes; los pies eran de plata, y el pico, de un rojo rubí; las gemas más preciosas formaban sus plumas. Loaba a Dios (¡ensalzado sea!) y rezaba por Mahoma (¡Él lo bendiga y lo salve!)».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «Buluqiya, al ver aquel enorme pájaro, le preguntó: “¿Quién eres? ¿A qué te dedicas?” Le contestó: “Yo soy uno de los pájaros del Paraíso. Sabe, amigo mío, que Dios (¡ensalzado sea!) expulsó a Adán del Paraíso, y con él salieron cuatro hojas con las cuales tapaba sus vergüenzas. Estas hojas cayeron al suelo: una de ellas se la comió un gusano, que se transformó en el gusano de seda; la segunda se la comió una gacela, que se transformó en la gacela de almizcle; la tercera se la comió una abeja, y desde entonces dio miel; la cuarta cayó en la India y dio origen a las especies. Yo, por mi parte, he recorrido toda la Tierra, hasta que Dios me concedió este lugar y en él me instalé. Los santones y los jefes religiosos vienen todos los viernes a este lugar para visitarme; comen estos frutos y son los huéspedes de Dios (¡ensalzado sea!). Así los invita todos los viernes por la noche. Después, los manteles son llevados al Paraíso. Estos guisos nunca se consumen ni se alteran”. Buluqiya comió de ellos, y, una vez hubo terminado, dio las gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Entonces apareció al-Jadir (¡sobre él sea la paz!). Buluqiya le salió al encuentro, lo saludó y quiso marcharse, mas el pájaro le dijo: “¡Siéntate, Buluqiya, en presencia de al-Jadir (¡sobre él sea la paz!)!” Buluqiya se sentó y al-Jadir le dijo: “¡Cuéntame quién eres y refiéreme toda tu historia!” Buluqiya le relató lo que le había sucedido, desde el principio hasta el fin, hasta el momento en que había llegado al sitio en que se encontraba sentado ante Jadir. Después le preguntó: “¡Señor mío! ¿Cuál es la distancia que separa este lugar de Egipto?” Le contestó: “¡Noventa y cinco años!” Buluqiya, al oír estas palabras, rompió a llorar. En seguida se arrojó a besar la mano de al-Jadir y le dijo: “Líbrame de tanta distancia y Dios te recompensará, ya que yo estoy a punto de morir y no tengo escapatoria”. Al-Jadir le dijo: “Pide a Dios (¡ensalzado sea!) que me permita conducirte hasta Egipto antes de que te mueras”. Buluqiya rompió a llorar y se humilló ante Dios (¡ensalzado sea!). Él aceptó su plegaria e inspiró a al-Jadir (¡sobre él sea la paz!), quien lo condujo a su familia. Al-Jadir (¡sobre él sea la paz!) dijo a Buluqiya: “¡Levanta la cabeza! Dios ha aceptado tu plegaria y me ha inspirado el que te conduzca a Egipto. Cógete bien a mí y cierra los ojos”. Buluqiya se colgó de al-Jadir (¡sobre él sea la paz!), se agarró a él y cerró los ojos. Al-Jadir dio un paso, y después dijo a Buluqiya: “¡Abre los ojos!” Al abrirlos se encontró ante la puerta de su casa. Dio la vuelta para despedirse de al-Jadir (¡sobre él sea la paz!), pero no encontró ni sus huellas.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «Buluqiya entró en la casa. Su madre, al verlo, dio un grito terrible, y de la gran alegría que experimentó cayó desmayada. Le rociaron el rostro con agua hasta que volvió en sí. En cuanto hubo recuperado el conocimiento lo abrazó y lloró a torrentes. Buluqiya tan pronto lloraba como reía. Sus familiares, parientes y amigos, acudieron a felicitarlo por haberse salvado. La noticia se difundió por todo el país, y le llegaron regalos desde todas las regiones. Los tambores redoblaron; las trompetas sonaron, y se alegraron todos muchísimo. Después, Buluqiya les refirió toda su historia, los informó de todo lo que le había sucedido y cómo al-Jadir lo había dejado en la puerta de su casa. Se admiraron mucho y rompieron a llorar hasta desahogarse.»
Esto fue lo que la reina de las serpientes contó a al-Hasib Karim al-Din. Éste se admiró de todo, pero rompió a llorar y dijo a la reina de las serpientes: «¡Quiero regresar a mi país!» «Temo, ¡oh, Hasib!, que cuando llegues a tu patria faltes a la promesa, rompas el juramento que has hecho y entres en un baño.» El joven le juró solemnemente: «¡Jamás en mi vida entraré en un baño!» La reina dijo a una serpiente: «Haz salir a la superficie de la tierra a Hasib Karim al-Din». Lo llevó de un lado para otro hasta dejarlo en la superficie de la tierra, junto a la boca de un pozo abandonado. El joven se puso a andar hasta llegar a la ciudad. Se dirigió hacia su casa al atardecer, cuando el sol amarilleaba. Llamó a la puerta, y su madre le abrió. Al ver a su hijo dio un grito de alegría y se arrojó en sus brazos, llorando. Al oír el llanto, salió la esposa y vio a su marido. Lo saludó, le besó las manos y todos se alegraron muchísimo. Entraron en su casa. Una vez Hasib se hubo sentado e instalado entre su familia, preguntó por los leñadores que trabajaban con él y que se habían marchado, dejándolo en la cisterna. La madre le dijo: «Vinieron a verme y me dijeron: “Un lobo se ha comido a tu hijo en el Valle”. Ahora son comerciantes y tienen riquezas y tiendas, y la vida les es fácil. Cada día nos traen de comer y de beber, y así han hecho hasta ahora». Dijo a su madre: «Mañana irás a verlos y les dirás: “Hasib Karim al-Din ha regresado de su viaje. Venid a verlo y a saludarlo”.» Al amanecer, la madre fue a recorrer las casas de los leñadores y les dijo lo que le había encargado su hijo. Los leñadores cambiaron de color al oír estas palabras, y contestaron: «¡Oír es obedecer!», y cada uno de ellos le dio un vestido de seda, bordado en oro, diciéndole: «Da esto a tu hijo para que se lo ponga, y dile: “Mañana vendrán a verte”». «¡Oír es obedecer!», replicó la mujer. Luego regresó junto a su hijo, le explicó lo ocurrido y le entregó lo que le habían dado. Esto es lo que hace referencia a Hasib Karim al-Din.
He aquí ahora lo que se refiere a los leñadores. Éstos reunieron a un grupo de comerciantes y les explicaron lo que les ocurría con Hasib Karim al-Din. Les preguntaron: «¿Qué hacemos ahora?» Los comerciantes replicaron: «Cada uno de vosotros debe entregarle la mitad de lo que posee y de sus esclavos». Todos estuvieron de acuerdo con esta opinión. Cada uno de ellos tomó la mitad de sus bienes y acudieron a verlo. Lo saludaron, le besaron las manos y se lo entregaron, diciendo: «Esto proviene de tu generosidad. Estamos en tu poder». Hasib los aceptó y les dijo: «Lo pasado, pasado está. Así estaba decretado por Dios (¡ensalzado sea!), y lo predestinado se realiza, por más precauciones que se tomen». Le dijeron: «Acompáñanos a pasear por la ciudad, e iremos al baño». «He prestado juramento de que jamás en la vida entraré en el baño.» «Ven, pues, a ver nuestras cosas y serás nuestro huésped.» «¡Oír es obedecer!», replicó él. Se marchó con ellos a su casa, y cada uno lo hospedó durante una noche. Esta situación duró siete noches. Hasib era rico y tenía fincas y tiendas. Reunió a los comerciantes de la ciudad y les explicó todo lo que le había sucedido y lo que había visto. Se convirtió en uno de los hombres de negocios más importante. En esta situación vivió algún tiempo.
Cierto día salió a pasear por la ciudad, y al pasar por delante de la puerta de un baño, que pertenecía a un amigo suyo, éste lo vio; corrió hacia él, lo saludó, lo abrazó y le dijo: «¡Hónrame entrando y tomando un baño para que yo pueda hacerte los honores de la hospitalidad!» Le replicó: «¡He jurado no entrar jamás en la vida en el baño!» El bañista exclamó: «¡Que mis tres mujeres queden repudiadas por triple repudio si tú no entras conmigo en el baño y te lavas!» Hasib Karim al-Din le dijo: «Así, amigo mío, ¿quieres que mis hijos queden huérfanos y arruinar mi casa cargando mis espaldas con un pecado?» El bañista se arrojó a los pies de Hasib Karim al-Din, los besó y le dijo: «Por lo que más quieras, te pido que entres en el baño. ¡Que el pecado caiga sobre mis espaldas!» Acudieron todos los operarios del baño y todos los clientes que en él había: rodearon a Hasib Karim al-Din, lo metieron en el edificio, le quitaron los vestidos y lo arrojaron al baño. En cuanto lo metieron, Hasib se puso a un lado, se colocó junto a la pared y vertió el agua sobre su cabeza. De repente se lanzaron sobre él veinte hombres, exclamando: «¡Síguenos! ¡Estás en deuda con el sultán!» Enviaron a uno de ellos a informar al visir del sultán. El hombre se marchó y lo informó. El visir montó a caballo, y, acompañado por sesenta mamelucos, fue al baño. Se reunió con Hasib Karim al-Din, al cual saludó amablemente, dio al bañista cien dinares y mandó que ofreciesen a Hasib un caballo para que montase en él. El visir y Hasib montaron, y lo mismo hizo la escolta. Los acompañaron hasta llegar al alcázar del sultán. El visir y Hasib se apearon y se sentaron. Pusieron los manteles, comieron y bebieron, y después se lavaron las manos. El visir le regaló dos trajes de Corte, cada uno de los cuales valía cinco mil dinares. Le dijo: «Sabe que Dios ha tenido misericordia de nosotros y nos ha hecho el favor de enviarte. El sultán está a punto de morir comido por la lepra. Los libros nos han indicado que su vida está en tus manos».
Hasib se admiró de lo que ocurría. Él, el visir y los cortesanos cruzaron las siete puertas del palacio hasta llegar ante el rey. Éste se llamaba Karazdán y era soberano de los persas y de los Siete Climas. Tenía a su servicio cien sultanes, que se sentaban en tronos de oro rojo, y diez mil héroes, cada uno de los cuales tenía a sus órdenes cien lugartenientes y cien verdugos, con la espada y el hacha en la mano. El rey estaba adormecido y tenía la cara envuelta en un lienzo; gemía a causa de la enfermedad. Al ver aquello, Hasib Karim al-Din quedó perplejo, pues el rey Karazdán le inspiraba mucho respeto. Besó el suelo ante él y rogó por su salud. A continuación se le acercó el gran visir, que se llamaba Samhur; le dio la bienvenida y lo hizo sentar en un trono de oro, a la diestra del rey Karazdán.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que pusieron los manteles, comieron, bebieron y se lavaron las manos. Después, el visir Samhur se puso de pie. Todos los allí presentes se incorporaron en señal de respeto. El visir se acercó a Hasib Karim al-Din y le dijo: «Todos nosotros estamos a tu servicio. Te daremos todo lo que pidas. Si pidieras la mitad del reino, te la entregaríamos, ya que la curación del rey está en tus manos». Lo cogió de la mano, lo condujo ante el rey y le destapó la cara ante el muchacho. La observó y vio que la enfermedad había alcanzado su apogeo. Quedó muy admirado. El visir se inclinó sobre la mano del joven y la besó; después dijo: «Te pedimos que cures a este rey. Te daremos lo que pidas. Esto es lo que de ti necesitamos». Hasib contestó: «Sí; ciertamente yo soy hijo de Daniel, el profeta de Dios, pero no tengo nada de su ciencia. Me obligaron a practicar la medicina durante treinta días, pero no pude aprender nada. ¡Cuánto desearía saber algo de dicha ciencia para poder curar al rey!» El visir le dijo: «No nos entretengas con tus palabras. Aunque se reuniesen todos los sabios de Oriente y de Occidente, tú serías el único capaz de curar al rey». «¿Cómo he de curarlo, si yo no conozco ni su enfermedad ni la manera de curarla?» «¡Tú sabes perfectamente cuál es su medicina! El remedio lo constituye la reina de las serpientes, y tú sabes el lugar en que está, la has visto, has estado con ella.» Al oír Hasib estas palabras, se dio cuenta de que todo esto era consecuencia de su entrada en el baño. Empezó a arrepentirse cuando ya de nada le servía el arrepentimiento. Les dijo: «¿La reina de las serpientes? Yo no la conozco ni he oído ese nombre en toda mi vida».
El visir le replicó: «No niegues que la conoces, pues yo tengo pruebas de que has pasado dos años con ella». «Ni la conozco, ni la he visto, ni he oído hablar de ella hasta este momento.»
El visir mandó que le diesen un libro, lo abrió, empezó a calcular y leyó: «La reina de las serpientes se reunirá con un hombre, que permanecerá con ella dos años. Después se separará de ella y saldrá a la superficie de la tierra. Si entra en un baño, el vientre se le volverá negro». A continuación dijo a Hasib: «¡Mírate el vientre!» Él se lo miró y vio que estaba negro. Hasib les dijo: «¡Mi vientre está negro desde el día en que me dio a luz mi madre!» «He tenido apostados en cada baño tres mamelucos para que observasen a todos los que entraban, viesen cómo tenían el vientre y me informasen. Cuando tú has entrado en el baño, se fijaron en tu vientre; al ver que era negro, me han enviado un mensajero con la noticia, cuando ya desesperábamos de encontrarte. Sólo necesitamos que nos muestres el lugar por el que has salido a la superficie. Luego puedes marcharte a tus quehaceres, pues nosotros podremos apoderarnos de la reina de las serpientes y tenemos a alguien que nos la puede traer.»
Hasib se arrepintió mucho de haber entrado en el baño; pero de nada le servía ya el arrepentimiento. Los príncipes y los visires insistieron para que les diese informes de la reina de las serpientes, hasta que agotaron todos los argumentos, pues él se obstinaba: «No he visto eso ni he oído hablar de ello». Harto ya, el visir mandó llamar al verdugo. Lo condujeron ante él y le ordenó que quitase los vestidos a Hasib y que lo apalease duramente. Así lo hizo, hasta dejarlo en un estado próximo a la muerte. El visir le dijo: «Tenemos la prueba de que tú conoces el lugar en que está la reina de las serpientes. ¿Por qué lo niegas? Muéstranos el sitio por el cual saliste, y márchate de nuestro lado. Tenemos una persona que se apoderará de ella y no recibirás ningún daño». Luego lo trató con suavidad, y mandó que le diesen un traje de Corte, bordado en oro y cuajado de gemas. Hasib obedeció la orden del ministro y le dijo: «Te mostraré el sitio por el que salí». El visir se alegró muchísimo al oír estas palabras. Él, Hasib y todos los emires montaron a caballo y se pusieron en camino, precedidos por el ejército. Viajaron sin interrupción hasta que llegaron al monte. Hasib los hizo entrar en la cueva, llorando y suspirando. Los emires y los visires echaron pie a tierra y siguieron detrás del joven, hasta llegar al pozo por el cual había salido. El visir se acercó, se sentó, fumigó el lugar, pronunció conjuros, leyó encantamientos, sopló y balbució, pues era un mago experto, un brujo que conocía las ciencias del espíritu y otras. Al terminar el primer conjuro, leyó el segundo y luego el tercero. Cuando se terminaban los sahumerios, añadía más al fuego. Luego añadió: «¡Sal, reina de las serpientes!» Las aguas del pozo disminuyeron y se abrió una puerta enorme: detrás de ella se oyó un tumulto espantoso, semejante a un trueno, hasta el punto de que parecía que el pozo se iba a derrumbar. Todos los presentes cayeron desmayados, y algunos murieron. Por el pozo salió una serpiente tan grande como un elefante. Sus ojos echaban chispas que parecían brasas. Llevaba en el dorso una bandeja de oro rojo, con incrustaciones de perlas y de aljófares. En la bandeja iba una serpiente que iluminaba el lugar; su rostro parecía el de un ser humano, y hablaba con elocuencia: era la reina de las serpientes. Se volvió a derecha e izquierda, y su mirada fue a clavarse en Hasib Karim al-Din. Le dijo: «¿Dónde está el juramento que me hiciste y la palabra que empeñaste de no entrar jamás en un baño? Pero no hay treta que nos libre de lo predestinado, ni hay modo de huir de lo que se lleva escrito en la frente. Dios ha decretado que mi vida tenga fin por tu mano. Dios lo ha dispuesto así, y quiere que yo sea muerta para que el rey Karazdán se cure de su enfermedad». La reina de las serpientes rompió a llorar amargamente, y Hasib empezó a sollozar al ver sus lágrimas. Cuando el maldito visir Samhur vio a la reina de las serpientes, alargó la mano para cogerla. Ella le dijo: «¡Detén tu mano, maldito! De lo contrario, soplaré y te transformaré en un montón de ceniza». Dirigiéndose a Hasib, añadió: «Acércate, cógeme con tu mano y ponme en ese plato que tenéis ahí; luego colócatelo en la cabeza, pues mi muerte ha de venir por tu mano: así está decretado desde la eternidad, y no hay subterfugio que pueda evitarlo».
Hasib la cogió, la colocó en el plato y puso éste encima de su cabeza: el pozo volvió a su primitivo estado. Se pusieron en camino, llevando Hasib en la cabeza el plato en el que iba la reina de las serpientes. Mientras recorrían el camino, la reina le dijo en secreto: «¡Hasib! Escucha el consejo que voy a darte. Si has faltado a la promesa, has roto el juramento y has hecho estas cosas, es porque te estaba predestinado desde la eternidad». «Oír es obedecer. ¿Qué es lo que me mandas, reina de las serpientes?» «Cuando llegues a casa del visir, éste te dirá: “¡Degüella a la reina de las serpientes y córtala en tres pedazos!” Niégate y no lo hagas. Dile: “Yo no sé degollar”, a fin de que sea él, con su propia mano, quien me sacrifique y haga de mí lo que desea. Una vez me haya matado y cortado en pedazos, llegará un mensajero del rey Karazdán, pues éste le dirá que acuda. Colocará mi carne en una marmita de bronce, y antes de marcharse junto al rey, la pondrá encima del horno. Te dirá: “Enciende fuego debajo de esta marmita hasta que salga la espuma de la carne. Cuando rebose la espuma, cógela, ponía a enfriar en una botella y espera hasta que esté fresca. Entonces te la bebes y desaparecerán todos los dolores de tu cuerpo. Cuando rebose la segunda espuma recógela, colócala en otra botella y espera que regrese de ver al rey para bebérmela y curar así mi enfermedad de riñones”. Te dará las dos botellas y se marchará a ver al rey. En cuanto se haya ido, aviva el fuego debajo de la marmita hasta que rebose la espuma primera. Recógela y guárdala en una botella; pero no la bebas, pues si la bebieses no obtendrías nada de bueno. Cuando rebose la segunda espuma, colócala en la segunda botella, espera que se enfríe y guárdala para bebértela. Cuando el visir regrese de visitar al rey y te pida la segunda botella, le darás la primera y aguardarás para ver lo que le sucede.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Luego beberás de la segunda botella: entonces tu corazón pasará a ser la sede de la sabiduría. Luego sacas la carne, la pones en un plato de bronce y se la das a comer al rey. Una vez le haya llegado al vientre, tápale el rostro con un pañuelo y espera hasta el mediodía, hasta que se le refresque el vientre. Después le das algo de beber. Quedará sano como estaba antes, y se habrá curado de su enfermedad gracias al poder de Dios (¡ensalzado sea!). Escucha este consejo que te doy, y guárdalo con todo cuidado».
Siguieron el camino sin interrupción, hasta llegar a casa del visir. Éste dijo a Hasib: «¡Entra conmigo en casa!» Una vez hubieron entrado el visir y Hasib, los soldados se separaron, y cada uno se fue a sus quehaceres. Hasib se quitó de la cabeza el plato en que estaba la reina de las serpientes. El visir le dijo: «¡Degüella a la reina de las serpientes!» Él replicó: «Yo no sé degollar, y jamás en mi vida he degollado a nadie. Si quieres, hazlo tú mismo con tu propia mano». El visir Samhur cogió a la reina de las serpientes del plato en que se encontraba, y la degolló. Al verlo, Hasib rompió a llorar amargamente. Samhur se rió de él y le dijo: «¡Tonto! ¡Llorar por la muerte de una serpiente!» Después, el visir la cortó en tres pedazos, que colocó en una marmita de bronce; luego se sentó para esperar que se cociese la carne. Mientras estaba sentado, llegó un mameluco de parte del rey y le dijo: «El rey te manda llamar. Acude en seguida». El visir contestó: «¡Oír es obedecer!» Se incorporó, entregó a Hasib dos botellas, y le dijo: «Aviva el fuego en que está la marmita hasta que salga la primera espuma de la carne. Una vez haya salido, recógela de encima de la carne y colócala en una de estas botellas. Espera hasta que se enfríe y bébetela. Una vez la hayas bebido, tu cuerpo se curará y no te quedará ningún dolor ni enfermedad. Cuando rezume la segunda espuma, colócala en la otra botella y guárdala. Cuando la carne esté a punto, saca la marmita del fuego y guárdala hasta que yo regrese de ver al rey; la beberé, ya que padezco de dolor en los riñones, y es posible que al bebería se me cure». El visir se marchó a ver al rey, después de haber hecho a Hasib estas recomendaciones. Éste avivó el fuego debajo de la marmita, hasta que rebosó la primera espuma. La recogió y la colocó en una de las botellas, que guardó; siguió avivando el fuego, hasta que rebosó la segunda: la recogió y la colocó en la otra botella; también la guardó. Cuando la carne estuvo cocida, apartó la marmita del fuego y se sentó a esperar al visir. Éste, al regresar de ver al rey, preguntó a Hasib: «¿Qué has hecho?» «He realizado el trabajo.» «¿Qué has hecho de la primera botella?» «Acabo de beberme el contenido.» «¡Pero tu cuerpo no ha cambiado en nada!» «Noto que mi cuerpo arde desde la cabeza hasta los pies, como si tuviera fuego.» El taimado visir Samhur se calló el secreto, y para engañar a Hasib, le dijo: «Dame la otra botella. Voy a beber su contenido. Tal vez me cure y me libre de esta enfermedad que tengo en los riñones». El visir se bebió el contenido de la primera botella, se le cayó de la mano y se hinchó: en él se hizo verdad aquel refrán: «El que cava una fosa para su amigo, cae en ella». Al ver aquello, Hasib se admiró y tuvo miedo de beber de la segunda botella. Pensó en la recomendación de la serpiente, y se dijo: «Si el contenido de la segunda fuese perjudicial, al visir no le hubiera apetecido». Se confió a Dios (¡ensalzado sea!) y se lo bebió. Apenas lo había tragado cuando Dios (¡ensalzado sea!) inundó su corazón con todas las fuentes de la sabiduría, le abrió los ojos a la ciencia y experimentó una gran alegría y bienestar. Cogió la carne que estaba en la marmita, la colocó en un plato de bronce y salió de casa del visir. Levantó la cabeza hacia el cielo y vio los siete cielos y todo lo que contenían, hasta el árbol del Loto del extremo confín[229]; entendió la revolución de las esferas: Dios se lo había desvelado. Observó los planetas y las estrellas fijas, y entendió cómo se realizaba la marcha de los astros. Contempló el aspecto de las tierras y de los mares, y de ello dedujo la Geometría, la Astrología, la ciencia de las esferas, la Aritmética y todo lo relacionado con ellas, y comprendió el mecanismo de los eclipses de Sol y de Luna. Miró a la tierra y vio las minas, plantas y árboles; conoció todas sus propiedades y beneficios, y de ello dedujo la Medicina, la magia natural y la Química, así como la fabricación del oro y de la plata.
No paró de andar hasta llegar al palacio del rey Karazdán. Entró y besó el suelo ante éste, diciéndole: «¡Que tu cabeza permanezca salva y sobreviva al visir Samhur!» El rey se encolerizó terriblemente al enterarse de la muerte de su visir, y lloró desconsolado; los visires, los emires y los grandes del reino lo acompañaron en el llanto. El rey Karazdán dijo: «Hace un momento que el visir Samhur estaba a mi lado gozando de una magnífica salud. Se marchó con objeto de ver si la carne estaba ya cocida para traérmela. ¿Cuál ha sido la causa de su muerte? ¿Qué desgracia le ha ocurrido?» Hasib contó al rey todo lo que había ocurrido a su visir, desde el momento en que bebió el contenido de la botella hasta que se hinchó y reventó. El rey se entristeció muchísimo y dijo a Hasib: «¿Qué me ocurrirá después de la muerte de Samhur?» «¡No te preocupes, oh, rey del tiempo! Yo te curaré en tres días, y no dejaré en tu cuerpo ni huella de la enfermedad.» El pecho del rey Karazdán se dilató y dijo a Hasib: «Hace ya muchos años que quiero curarme de esta enfermedad». Hasib fue por la marmita, la colocó ante el rey, sacó un pedazo de carne de la reina de las serpientes, se la dio a comer a Karazdán y lo tapó; le extendió sobre la cara un pañuelo, se sentó a su lado y le mandó dormir. Durmió desde el mediodía hasta la puesta del sol: el pedazo de carne circuló por su vientre. Entonces lo despertó, le dio algo de beber y le mandó que se volviese a dormir. Durmió toda la noche, hasta la mañana. Al amanecer hizo con él lo mismo que había hecho el día anterior, y así hasta que se hubo comido los tres pedazos de carne en tres días. La piel del rey se secó, y después se le desprendió por completo. El soberano empezó a transpirar, el sudor le corrió desde la cabeza hasta los pies y quedó curado. En su piel no quedó ni huella de la enfermedad. Después, Hasib le dijo: «Es necesario que ahora vayas al baño». Lo llevó al baño, se lavó y lo hizo salir. Su cuerpo parecía una vara de plata, tan sano como antes y gozando de mejor salud que la que había tenido hasta entonces. A continuación se puso el traje más precioso, se sentó en el trono y permitió a Hasib Karim al-Din que se sentase con él. Éste se colocó a su lado. El rey mandó que extendiesen los manteles y fueron extendidos. Los dos comieron, bebieron y se lavaron las manos. Después ordenó que sirviesen las bebidas. Las llevaron y bebieron. Luego, todos los emires, visires, soldados, grandes del reino y personas principales acudieron a felicitarlo por haber recuperado la salud y el bienestar. Redoblaron los tambores, la ciudad se engalanó, y cuando todos estuvieron reunidos ante el soberano para felicitarlo, les dijo: «¡Visires, príncipes, grandes del reino! Éste es Hasib Karim al-Din, el que me ha curado de la enfermedad. Sabed que lo nombramos nuestro gran visir en sustitución del visir Samhur».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quinientas treinta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey prosiguió: ] «Quien lo ama, me ama; quien lo honra, me honra; quien lo obedece, me obedece.» Le contestaron: «Oír es obedecer». Se pusieron todos en pie y acudieron a besar la mano de Hasib Karim al-Din. Lo saludaron y lo felicitaron por haber sido nombrado visir. Después, el rey le dio un precioso traje tejido en oro rojo, cuajado de perlas y aljófares; el más pequeño de éstos costaba cinco mil dinares. Le regaló trescientos mamelucos, trescientas muchachas que parecían lunas, trescientas esclavas abisinias y quinientas muías cargadas de riquezas. Le dio asimismo bestias de carga, ganado, búfalos y vacas en tal cantidad, que es imposible describirlo. Después mandó a los visires, emires, magnates, grandes del reino y plebeyos, que le hiciesen regalos. Hasib Karim al-Din montó en un caballo, y, seguido por los emires, visires, grandes del reino y todas las tropas, se dirigió al palacio que le había asignado el rey. Se sentó en un trono, y los emires y los ministros se adelantaron y lo felicitaron por haber sido nombrado visir. Todos se pusieron a su servicio. La madre experimentó una gran alegría y lo felicitó por el nombramiento. Sus familiares también acudieron a darle la enhorabuena por haber salido con bien y haber sido nombrado ministro. Después acudieron sus compañeros, los leñadores, y lo felicitaron por el cargo que acababa de obtener. Él volvió a montar a caballo y se dirigió al alcázar del visir Samhur. Lo selló, se incautó de todo lo que contenía y se lo llevó a su casa.
Él, que había sido un ignorante que no sabía ni leer ni escribir, se convirtió en un sabio que conocía todas las ciencias, por voluntad de Dios. La fama de su sabiduría y de su ciencia se difundieron por todos los países, y fue conocido por la inmensa profundidad de su saber en Medicina, Astronomía, Geometría, Astrología, Química, magias natural y espiritual y todas las demás ciencias.
Cierto día preguntó a su madre: «¡Madre! Mi padre Daniel era un sabio excelso. Dime qué libros y qué otras cosas ha dejado». La madre, al oír aquellas palabras, le llevó la caja en que su padre había depositado las cinco hojas que le quedaban de los libros que perdiera en el mar. Le dijo: «De todos los libros de tu padre sólo han quedado las cinco hojas que están en este cofre». Lo abrió, cogió las cinco hojas, las leyó y dijo: «¡Madre! Estas hojas forman parte de un libro. ¿Dónde está el resto?» «Tu padre emprendió un viaje por mar con todos sus libros. La nave naufragó con él, y los libros se perdieron. Dios (¡ensalzado sea!) lo salvó del naufragio, pero de todos sus libros no quedaron más que estas cinco hojas. Tu padre regresó con ellas del viaje y me dijo: “Tal vez des a luz a un hijo varón. Coge estas hojas y guárdalas. Cuando sea mayor, si pregunta por lo que he dejado, dile: ‘Tu padre sólo ha dejado esto’ ”.»
Hasib Karim al-Din supo todas las ciencias y se dedicó a comer, a beber y a darse la vida más muelle y cómoda, hasta que se le presentó el destructor de las delicias, el separador de los amigos.
Esto es lo último que sabemos de la historia de Hasib b. Daniel. ¡Que Dios tenga misericordia de él! ¡Dios es más sabio!