HISTORIA DE HASIB KARIM AL-DIN

SE cuenta que en lo más antiguo del tiempo, y en las edades más remotas, vivía un sabio griego llamado Daniel. Tenía estudiantes y discípulos, y los sabios de Grecia estaban sometidos a sus órdenes y confiaban en su saber. Sin embargo, no tenía descendencia masculina. Una de las noches, al pensar en ello, rompió a llorar porque no tenía ningún hijo que pudiese heredar su saber. Pensó que Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) acepta las plegarias de los que a Él se dirigen, que no hay porteros suficientes para vigilar las puertas de su generosidad; que concede sin cuento a quien le place, y que nunca desatiende al pedigüeño, sino al contrario, lo colma de bienes y favores. Rezó a Dios (¡ensalzado sea el Generoso!) para que le concediese un hijo que pudiera sucederle y que lo colmase de favores. Después regresó a su casa, cohabitó con su mujer y ésta quedó encinta aquella misma noche.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que algunos días después, el sabio tuvo que embarcar: la nave naufragó, y todos sus libros se perdieron en el mar; él consiguió subirse a un madero de la nave y salvar sólo cinco hojas de los manuscritos, que se perdieron. Al regresar a su casa metió dichas hojas en un cofre y lo cerró. Como la gravidez de su mujer era ya manifiesta, le dijo: «Has de saber que la hora de mi muerte está próxima, que se acerca el momento de mi tránsito del mundo de lo terreno al de lo eterno; tú estás embarazada y es posible que cuando des a luz después de mi muerte, sea un varón; si es así, ponle el nombre de Hasib Karim al-Din; críalo y dale una buena educación. Cuando sea mayor y te pregunte: “¿Qué herencia me ha dejado mi padre?”, le entregas estas cinco hojas. Una vez las haya leído y comprendido su significado, será el sabio mayor de su tiempo». Se despidió de la esposa, sufrió un estertor y abandonó el mundo, para pasar a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Sus familiares y amigos lo lloraron. Después lo lavaron, salieron provisionalmente para enterrarlo, y regresaron a su casa.

Al cabo de pocos días, la esposa dio a luz un hermoso niño, al que puso de nombre Hasib Karim al-Din, tal como le recomendara su difunto esposo. Apenas hubo dado a luz, mandó comparecer a los astrólogos, los cuales calcularon la posición de los astros respecto al ascendente y al nadir. Después le dijeron: «¡Mujer! Has de saber que este recién nacido vivirá muchos días, pero sólo después de haber pasado un grave peligro en plena juventud; si se salva, adquirirá la ciencia y la sabiduría». Los astrólogos se marcharon a sus quehaceres. La madre lo amamantó durante dos años, y después lo destetó. Al cumplir los cinco años, lo llevó a una escuela para que aprendiese algo, pero no lo consiguió. Lo sacó entonces de la escuela para que aprendiera un oficio, pero no tuvo mayor éxito ni consiguió que saliese de sus manos trabajo alguno. Por todo ello, la madre lloraba. Las gentes le decían: «¡Que se case! Tal vez así se preocupe de su esposa y aprenda un oficio». La madre lo prometió con una muchacha y lo casó. Pero transcurrió cierto tiempo sin que el joven aprendiese ningún oficio. Tenía unos vecinos que eran leñadores. Acudieron a la madre y le dijeron: «Compra un asno, una cuerda y un hacha para tu hijo. Vendrá con nosotros al monte, hará leña, nos repartiremos los beneficios y podrá emplear su parte en subvenir a vuestras necesidades». La madre se alegró muchísimo al oír la proposición de los leñadores, y compró para su hijo el asno, la cuerda y el hacha; condujo a éste ante los leñadores, se lo confió y les recomendó que tuviesen cuidado de él. Le dijeron: «No te preocupes por este mozo: nuestro Señor lo proveerá, pues es el hijo de nuestro jeque». Le tomaron consigo, se marcharon al monte, cortaron leña, cargaron sus asnos, regresaron a la ciudad, vendieron la leña e invirtieron el beneficio en atender a las necesidades de la familia. El segundo y el tercer días cargaron sus asnos y se marcharon a hacer leña. Durante bastante tiempo siguieron llevando esta vida.

Cierto día en que salieron a hacer leña, les sorprendió una lluvia torrencial; corrieron a refugiarse en una gran cueva. Hasib Karim al-Din se separó del grupo y se sentó, solo, en uno de los rincones de la misma; al golpear automáticamente el suelo con el hacha, oyó que debajo de ésta sonaba a hueco. Al comprobarlo, excavó durante un rato y descubrió una losa redonda, provista de una anilla. Al verla, se alegró y llamó a todos los leñadores.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que éstos acudieron, y al ver la losa se apresuraron a levantarla. Debajo encontraron una puerta y la abrieron: hallaron un pozo lleno de miel de abejas. Un leñador dijo a los otros: «Este pozo está lleno de miel; lo único que hemos de hacer es ir a la ciudad, regresar con recipientes, meter la miel en ellos, venderla y repartirnos el beneficio. Uno de nosotros debe quedarse aquí para custodiar el hallazgo». Hasib Karim al-Din propuso: «Yo me quedaré, y lo vigilaré hasta que regreséis y traigáis los recipientes». Dejaron a Hasib Karim al-Din vigilando el pozo, se marcharon a la ciudad, regresaron con los recipientes, los llenaron de miel, los cargaron en los asnos, volvieron a la ciudad y vendieron la miel. Luego volvieron por segunda vez al pozo, y así hicieran durante cierto tiempo: vendían en la ciudad, regresaban al pozo, recogían la miel, y Hasib Karim al-Din se quedaba guardando el pozo. Cierto día se dijeron: «Hasib Karim al-Din es quien ha encontrado el pozo; mañana regresará a la ciudad y nos hará la reclamación correspondiente para cobrar el importe de la miel. Dirá: “Yo soy quien la descubrió”. El único modo de evitarlo consiste en meterlo en el pozo, sacar la miel que queda y abandonarlo dentro. Así morirá de pena, sin que nadie se entere».

Todos se pusieron de acuerdo sobre lo que había que hacer. Reanudaron el camino y no se detuvieron hasta llegar al pozo. Dijeron: «¡Hasib! Baja al pozo y llénanos los recipientes con la miel que en él queda». Hasib se metió en él, les llenó los recipientes con la miel que quedaba, y les dijo: «¡Subidme! ¡Ya no queda nada!» Nadie le contestó: cargaron los asnos, se marcharon a la ciudad y lo abandonaron, sólo, en el pozo. Hasib empezó a pedir auxilio, a llorar y a decir: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Moriré de pena!» Esto es lo que se refiere a Hasib Karim al-Din.

He aquí ahora lo que hicieron los leñadores. Al llegar a la ciudad vendieron la miel y se dirigieron a ver a la madre de Hasib; llegaron llorando, y le dijeron: «¡Ojalá puedas sobrevivir muchos años a tu hijo Hasib!» «¿Cuál ha sido la causa de su muerte?» «Estábamos sentados en la cima del monte y empezó a llover a mares. Corrimos a una cueva para ponernos a cubierto de aquel aguacero; de repente, el asno de tu hijo se desbocó y corrió hacia el río; el muchacho salió en pos de él para cogerlo; pero en el valle había un lobo muy grande, que despedazó a tu hijo y devoró al asno.» La madre, al oír las palabras de los leñadores, se abofeteó el rostro, se cubrió la cabeza de polvo y se vistió de luto. Los leñadores le llevaban de comer y de beber todos los días.

Esto es lo que hace referencia a su madre.

He aquí lo referente a los leñadores. Abrieron tiendas, se transformaron en comerciantes y no pararon de comer, beber, reírse y divertirse.

En cuanto a Hasib Karim al-Din, rompió a llorar y a sollozar. Mientras estaba sentado así, en el fondo del pozo, le cayó encima un gran escorpión. Se puso de pie y lo mató. Después reflexionó y se dijo: «Si el pozo estaba lleno de miel, ¿de dónde viene este escorpión?» Se incorporó e inspeccionó el lugar a derecha e izquierda; descubrió un hilo de luz por el lugar en que había caído el animal. Sacó el cuchillo, y con él empezó a ampliar el agujero hasta dejarlo del tamaño de una ventana. Salió por él y anduvo un cierto tiempo por el interior, hasta llegar a un enorme vestíbulo. En él tropezó con una gran puerta de hierro negro, que tenía una cerradura de plata; encima de la cerradura había una llave de oro. Se acercó a la puerta, miró a través del agujero de la llave y vio que dentro había mucha luz. Cogió la llave, abrió la puerta, pasó al interior y anduvo un rato hasta llegar a un gran estanque, en el cual relucía algo parecido al agua; siguió andando y vio que se trataba de una elevada colina de crisolita verde, encima de la cual había un trono de oro, incrustado de piedras de todas clases…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que alrededor de éste había sitiales: unos eran de oro; otros, de plata, y otros, en fin, de topacio. Al llegar junto a los sitiales, los contó y vio que eran doce mil. Subió hasta el trono, que estaba levantado en el centro de los sitiales, se sentó en él y se dedicó a admirar aquel estanque y los sitiales allí instalados y así permaneció hasta que lo invadió el sueño y se quedó dormido. Se despertó al oír resoplar, silbar y un gran barullo; abrió los ojos y vio que los sitiales habían sido ocupados por grandes serpientes, cada una de las cuales medía cien codos. Aterrado, empezó a tragar saliva; desesperando de escapar vivo, advirtió que los ojos de las serpientes brillaban como brasas mientras estaban instaladas en sus sitiales. Miró hacia el estanque y descubrió que estaba lleno de serpientes pequeñas, en tal cantidad, que sólo Dios (¡ensalzado sea!) hubiese podido apreciar su número. Al cabo de un rato apareció una serpiente enorme, del tamaño de un mulo, y en su dorso iba una bandeja de oro, en cuyo centro había una serpiente, que relucía como el cristal. Tenía un rostro humano y hablaba de un modo elocuente. Al aproximarse a Hasib Karim al-Din, lo saludó. El muchacho le devolvió el saludo. Una de las serpientes instaladas en un sitial se acercó a la bandeja, cogió a la serpiente que iba en ella y la colocó en un sitial. La recién llegada se dirigió a las demás en su lengua, y todas bajaron de sus sitiales y se postraron ante ella. Les hizo un gesto y se sentaron. A continuación, la serpiente dijo a Hasib Karim al-Din: «No temas nada de nosotras, joven. Yo soy la reina y la sultana de las serpientes». El corazón de Hasib Karim al-Din se tranquilizó al oír estas palabras. La reina pidió a aquellas serpientes que sirviesen algo de comer. Llevaron manzanas, uvas, granadas, pistachos, almendras, nueces y plátanos. Lo colocaron delante de Hasib Karim al-Din. La reina de las serpientes añadió: «¡Bien venido, joven! ¿Cómo te llamas?» «Me llamo Hasib Karim al-Din.» «¡Hasib! Come de estos frutos, pues no tenemos ningún otro alimento. No temas nada malo por nuestra parte.» Hasib, al oír las palabras de la serpiente, comió hasta hartarse y loó a Dios (¡ensalzado sea!). Cuando hubo satisfecho su apetito, quitaron los manteles que tenía delante. La reina de las serpientes dijo: «¡Hasib! Infórmame de dónde eres, quién te ha traído hasta este lugar y qué te ha sucedido». Hasib le explicó todo lo que había ocurrido a su padre, su propio nacimiento y cómo su madre lo había llevado a la escuela cuando tenía cinco años, sin conseguir que aprendiese nada; cómo, luego, trató de darle un oficio y le compró un asno, con lo que se convirtió en leñador; cómo había encontrado el pozo de miel y cómo lo habían abandonado sus compañeros, los leñadores, en el interior; cómo había caído el escorpión, al que había matado, y cómo había ampliado la hendidura por la que se había deslizado el animal, con lo cual logró salir del pozo y alcanzar una puerta de hierro, que había abierto y que le permitió llegar hasta la reina de las serpientes, con la que estaba hablando. Añadió: «Ésta es mi historia, desde el principio hasta el fin. ¡Sólo Dios sabe lo que me ocurrirá después de todo esto!» La reina de las serpientes, una vez hubo oído el relato de Hasib Karim al-Din desde el principio hasta el fin le dijo: «Sólo te han de ocurrir cosas buenas».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Yo, Hasib, quiero que te quedes conmigo cierto tiempo para que te pueda contar mi historia e informarte de las cosas prodigiosas que me han sucedido.» «De buen grado haré lo que me mandes.»

La reina explicó: «Sabe, Hasib, que en la ciudad de El Cairo vivía un rey de Israel que tenía un hijo llamado Buluqiya. Este rey era sabio, asceta; estaba siempre inclinado sobre los libros de ciencia. Al enfermar, cuando le llegó la hora de la muerte, acudieron a visitarlo los magnates del reino para saludarlo. Cuando éstos hubieron llegado a su lado y lo hubieron saludado, les dijo: “¡Súbditos míos! Sabed que se acerca el momento de mi marcha de esta vida a la última. No tengo nada que recomendaros, salvo a mi hijo Buluqiya; cuidaos de él”. Luego añadió: “Doy fe de que no hay más dios que el Dios”[224]. A continuación sufrió un estertor y se separó de este mundo, para ir a parar a la misericordia de Dios. Lo prepararon, lo lavaron y lo enterraron con gran solemnidad. Entonces nombraron sultán a su hijo Buluqiya. Éste era justo con sus súbditos, y bajo su gobierno, el pueblo vivió tranquilo. Un día abrió los tesoros de su padre para examinarlos: entró en uno de los almacenes y encontró una puerta; la abrió y pasó a un pequeño camerino en el cual había una columna de mármol blanco, y, sobre ella, una caja de ébano. Buluqiya la cogió, la abrió y encontró en su interior un cofrecito de oro. Lo abrió y halló un mensaje. Lo leyó: era la descripción de Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), que iba a ser enviado al fin de los tiempos como señor de los primeros y de los últimos profetas. Buluqiya, al leer este libro y reconocer las bellas cualidades de nuestro señor Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!), notó que su corazón quedaba prendado de él. Reunió a los grandes del reino de Israel —brujos, sacerdotes y monjes—, les habló de aquel escrito y se lo leyó. Les dijo: “¡Gentes! Es necesario que desenterremos a mi padre y lo quememos”. “¿Por qué hemos de quemarlo?” “Me ha ocultado este escrito, no me lo ha mostrado. Lo ha extraído de la Torá y de los escritos de Abrahán; lo ha guardado en su tesoro y no ha hablado a nadie de ello.” “¡Rey nuestro! Tu padre ya ha muerto, y ahora es polvo. A Dios incumbe juzgarlo. No lo saques de su tumba.” Buluqiya, al oír las palabras de los grandes de Israel, se dio cuenta de que no lo dejarían apoderarse del cuerpo de su padre. Se marchó, pues, a ver a su madre y le dijo: “¡Madre mía! He visto, en el tesoro de mi padre, un escrito que contiene la descripción de Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!). Se trata del Profeta que será enviado al fin del tiempo. Mi corazón ha quedado prendado de él y deseo ponerme en viaje por los países con el fin de encontrarlo. Si no consigo hallarlo moriré de pena, pues siento un profundo afecto por él”. Se quitó el traje, se puso un manto y unos zuecos y añadió: “¡Madre mía! No te olvides de mí en las plegarias”. La mujer rompió a llorar y le dijo: “¿Cuál va a ser nuestra situación después de tu partida?” “Soy incapaz de esperar, y he confiado mis cosas y las tuyas a Dios (¡ensalzado sea!).”

»Salió como peregrino hacia Damasco, sin que se enterase de ello ninguno de sus súbditos. Llegó a la orilla del mar, vio una embarcación, subió a bordo con los demás pasajeros y navegó hasta llegar a una isla. Desembarcó en la isla como los demás pasajeros. Se separó del grupo, se sentó bajo un árbol, el sueño se apoderó de él y se durmió. Al despertarse regresó al buque para reembarcar, pero vio que la nave ya había zarpado. La isla estaba poblada de serpientes tan grandes como camellos o palmeras, que cantaban a Dios, todopoderoso y excelso, y rogaban por Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), proclamando la unidad de Dios, alabándolo. Buluqiya, al verlo, se admiró en grado sumo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Los reptiles, al ver a Buluqiya, se reunieron en torno de él. Uno de ellos le preguntó: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde vas?” “Me llamo Buluqiya y soy israelita. He emprendido un viaje, sin dirección fija, por amor a Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), al que busco. ¿Quiénes sois vosotras, nobles criaturas?” “Somos habitantes del infierno. Dios (¡ensalzado sea!) nos ha creado para que atormentemos a los infieles.” “¿Y por qué estáis aquí?” “Has de saber, Buluqiya, que, dado el mucho hervor que reina en el infierno, éste respira dos veces al año: una, en invierno, y otra, en verano. Los grandes calores son consecuencia de su ebullición: al expulsar el vapor nos saca de sus entrañas, y cuando inspira, nos reabsorbe.” “¿Hay en el infierno serpientes de mayor tamaño que el vuestro?” “Nosotras salimos con el escape del vapor infernal gracias a que somos pequeñas. En el infierno hay serpientes por encima de cuya nariz podría pasearse la mayor de nosotras sin que lo notase.” “Pero vosotras rezáis a Dios e invocáis la bendición sobre Mahoma. ¿Cómo tenéis conocimiento de Mahoma, al que Dios bendiga y salve?” “¡Buluqiya! El nombre de Mahoma está grabado en la puerta del Paraíso. Dios ha creado todas las cosas: Paraíso e Infierno, cielo y tierra, a causa de Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), y ha asociado el nombre del Profeta al suyo propio en todos los lugares. Por eso nosotras amamos a Mahoma, a quien Dios bendiga y salve.” Buluqiya amó aún más a Mahoma y tuvo mayores deseos de encontrarlo, al oír las palabras de las serpientes.

»Se despidió de éstas y se puso en marcha hasta llegar a la orilla del mar; encontró una nave anclada junto a la costa de la isla. Embarcó en ella con los demás pasajeros, y navegaron ininterrumpidamente hasta llegar a otra isla. Desembarcó en ella, anduvo un rato y tropezó con serpientes grandes y chicas, cuyo número sólo Dios podía conocer. Entre ellas había una serpiente, blanca como el cristal, que estaba sentada en una bandeja de oro; dicha bandeja iba a lomos de una serpiente parecida a un elefante: se trataba de la reina de las serpientes, y era yo, Hasib.»

Hasib preguntó a la reina de las serpientes: «¿Y qué contestaste a Buluqiya?» «¡Hasib! Al ver a Buluqiya, lo saludé y éste me devolvió el saludo. Le pregunté: “¿Quién eres? ¿Cuál es tu asunto? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Cómo te llamas?” “Soy un israelita, me llamo Buluqiya y estoy viajando por amor a Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!); voy en su búsqueda, pues me he enterado de sus virtudes en un libro revelado.” Y luego me preguntó: “Y tú, ¿quién eres? ¿Qué asuntos tienes? ¿Quiénes son estas serpientes que están a tu alrededor?” “Buluqiya: yo soy la reina de las serpientes. Si llegas a reunirte con Mahoma, al que Dios bendiga y salve, salúdalo de mi parte.” Buluqiya se despidió de mí, embarcó en una nave y viajó hasta llegar a Jerusalén. En esta ciudad vivía un hombre que poseía todas las ciencias, que dominaba la Geometría, la Astronomía, las Matemáticas, la magia natural y las ciencias del espíritu. Había leído la Torá, los Evangelios, los Salmos y los rollos de Abrahán. Se llamaba Affán. En uno de sus libros constaba que todo aquel que se pusiese el anillo de Salomón podría mandar a los hombres, a los genios, a los pájaros, a los animales y a todos los seres creados. Había leído, en un libro, que al morir nuestro señor Salomón, había sido depositado en un ataúd, que transportaron más allá de los siete mares. El anillo había quedado puesto en su dedo, y ningún hombre ni genio había podido apoderarse de él, ni ningún navegante había podido atravesar, con su buque…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió: «… nadie había podido atravesar] los siete mares que habían cruzado con el ataúd. En otro libro había hallado la descripción de una hierba que, al exprimirla y untarse los pies con su jugo, permitía andar a pie sobre la superficie de cualquiera de los mares creados por Dios (¡ensalzado sea!), sin mojarse. Pero nadie puede obtener esa hierba si no está con él la reina de las serpientes. Buluqiya, al llegar a Jerusalén, se sentó en un lugar para adorar a Dios (¡ensalzado sea!). Mientras estaba inclinado adorando a Dios, se acercó a él Affán y lo saludó. Él le devolvió el saludo. Luego Affán observó a Buluqiya y vio que estaba leyendo la Torá y que estaba sentado adorando a Dios. Se acercó a él y le dijo: “¡Oh, hombre! ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?” “Me llamo Buluqiya, vengo de El Cairo y he emprendido el viaje en busca de Mahoma, al que Dios bendiga y salve.” “¡Acompáñame a mi casa y serás mi huésped!” “¡De buen grado!”

»Affán cogió a Buluqiya de la mano, lo condujo a su casa, lo trató con toda clase de consideraciones y después le dijo: “¡Infórmame, hermano mío, de tu historia! ¿Quién te ha dado a conocer a Mahoma —al que Dios bendiga y salve— para llegar a inclinar tu corazón hacia él, para inducirte a ponerte en viaje, y precisamente por este camino?” Buluqiya le explicó toda la historia desde el principio hasta el fin. Affán casi perdió la razón al oír sus palabras, y se admiró muchísimo de lo ocurrido. Después dijo a Buluqiya: “Llévame ante la reina de las serpientes, y yo te reuniré con Mahoma —al que Dios bendiga y salve—. Está aún muy lejos la época de la aparición de Mahoma. Cuando nos hayamos apoderado de la reina de las serpientes, la meteremos en una jaula e iremos a ver con ella las hierbas que crecen en los montes; cuando pasemos al lado de una hierba, ésta hablará y nos explicará sus propiedades gracias al poder de Dios (¡ensalzado sea!). Yo he leído en los libros que existe una planta que tiene la siguiente virtud: quien la coge, la exprime y se embadurna los pies con su jugo, puede andar por todos los mares que ha creado Dios (¡ensalzado sea!), sin mojarse los pies. Una vez tengamos en nuestro poder a la reina de las serpientes, ella nos conducirá hasta esa hierba. Al encontrarla, la arrancaremos, la exprimiremos y recogeremos su jugo. Después pondremos en libertad a la reina de las serpientes, y nos untaremos los pies con dicho líquido. Así cruzaremos los siete mares y llegaremos a la tumba de nuestro señor Salomón. Cogeremos el anillo que tiene en el dedo y tendremos el poder que tenía nuestro señor Salomón; así conseguiremos nuestro propósito. Después nos internaremos por el mar de las Tinieblas, beberemos el agua de la vida y Dios nos hará inmortales hasta el fin del tiempo, y así podremos reunimos con Mahoma, al que Dios bendiga y salve”.

»Buluqiya, al oír las palabras de Affán, replicó: “¡Affán! Yo te llevaré junto a la reina de las serpientes, y te mostraré el lugar en que se encuentra”. Affán hizo una caja de hierro y cogió dos copas: una la llenó de vino, y otra, de leche. Affán y Buluqiya se pusieron en marcha y anduvieron de noche y de día hasta llegar a la isla en que vivía la reina de las serpientes. Desembarcaron en ella y la recorrieron. Affán depositó la caja en el suelo, hizo una trampa y colocó las dos copas: la llena de vino y la llena de leche. Después se alejaron de la caja y se ocultaron durante un rato. La reina de las serpientes se acercó a la caja, contempló las dos copas, y cuando percibió el olor de la leche, se apeó del lomo de la serpiente que la transportaba, salió de la bandeja, se metió en la caja, se acercó a la copa que contenía el vino y lo bebió; una vez hubo concluido, la cabeza le dio vueltas y se quedó dormida. Affán, al verlo, se acercó a la caja y dejó encerrada en ella a la reina de las serpientes. Después, él y Buluqiya la cogieron y se marcharon. La reina, al despejarse, vio que se encontraba en el interior de una jaula de hierro, que era transportada en la cabeza de un hombre que iba al lado de Buluqiya. La reina de las serpientes, al ver a aquél, le dijo: “¿Es ésta la recompensa de quien no ha hecho daño a los hombres?” Buluqiya contestó: “¡Nada temas de nosotros, reina de las serpientes! Jamás te haremos daño. Pero queremos que nos indiques cuál es la hierba que, una vez cogida y exprimida, aquel que se unta los pies con su jugo puede recorrer todos los mares que Dios (¡ensalzado sea!) ha creado, sin mojarse. Una vez hayamos encontrado dicha hierba, la cogeremos, te devolveremos a tu puesto y te pondremos en libertad”. Affán y Buluqiya condujeron a la reina de las serpientes hacia los montes en que crecían las hierbas, y pasaron revista a todas ellas; cada hierba rompió a hablar y a informarles de sus distintas propiedades con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!). Mientras estaban recorriendo los prados, las plantas iban hablando a derecha e izquierda, explicando sus propiedades. De pronto, una hierba empezó a decir: “Todo aquel que me coge, me exprime, guarda mi jugo y se unta los pies, puede cruzar todos los mares que Dios (¡ensalzado sea!) ha creado, sin mojarse la planta de los pies”. Affán, al oír el discurso de la hierba, se quitó la caja de la cabeza, cogió la planta en cantidad suficiente, la hizo pedazos, la exprimió, recogió el jugo, lo colocó en dos botellas y las guardó; el líquido restante lo emplearon para embadurnarse los pies. Buluqiya y Affán cogieron de nuevo a la reina de las serpientes, anduvieron de día y de noche, la dejaron en la isla de la que la habían sacado, y Affán abrió la puerta de la caja. La reina salió de su interior y, una vez fuera, les preguntó: “¿Qué vais a hacer con el jugo?” “Nos untaremos los pies hasta haber cruzado los siete mares y llegado a la tumba de nuestro señor Salomón y cogido el anillo que tiene en el dedo.” “¡Ojalá no consigáis quitárselo!” “¿Por qué?” “Dios (¡ensalzado sea!) concedió este anillo a Salomón como un don especial, ya que le había rogado, diciendo: ‘¡Señor mío! ¡Perdóname! ¡Dame un señorío que nadie, después de mí, tenga!’[225] Dios no os ha dado, pues, el anillo a vosotros. Os hubiese sido más útil haber cogido una hierba que estaba entre las demás y que hace inmortal a aquel que la come, hasta el momento en que suene el primer trompetazo del día del juicio. Con la que habéis cogido no alcanzaréis vuestro propósito.” Al oír estas palabras, ambos se arrepintieron en grado sumo y siguieron su camino.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Esto es lo que a ellos se refiere.

»He aquí lo que hace referencia a la reina de las serpientes. Al llegar ésta junto a sus huestes, vio que se encontraban en mal estado: las fuertes se habían debilitado, y las débiles habían muerto. Las serpientes se alegraron mucho de volver a ver a su reina, se reunieron a su alrededor y le preguntaron: “¿Qué te ha ocurrido? ¿Dónde has estado?” La reina les refirió todo lo que le había sucedido con Affán y Buluqiya. Después reunió a sus tropas y se marchó con ellas al Monte Qaf, en el cual invernaba, mientras que el estío lo pasaba en el lugar en que la había encontrado Hasib Karim al-Din. La serpiente concluyó: «¡Hasib! Ésta es mi historia, y lo que a mí me ha sucedido».

Hasib quedó muy admirado de las palabras de la serpiente. Después dijo: «Desearía de tu generosidad que mandases a alguno de tus servidores que me sacara de nuevo a la superficie de la tierra para poderme reunir con mi familia». «¡Hasib! No puedes marcharte de nuestro lado hasta que llegue el invierno. Entonces vendrás con nosotras al Monte Qaf: contemplarás las colinas, las arenas, los árboles y los pájaros que loan al Dios Único, Todopoderoso; verás los marid, los efrit y los genios, cuyo número sólo Dios conoce». Hasib Karim al-Din se quedó preocupado, meditabundo, al oír las palabras de la reina de las serpientes. Le dijo: «Cuéntame qué es lo que ocurrió a Affán y Buluqiya cuando se separaron de ti y se marcharon. ¿Cruzaron los siete mares? ¿Llegaron a la tumba de nuestro señor Salomón? Si llegaron a ella, ¿lograron o no coger el anillo?»

La reina refirió: «Has de saber que cuando Affán y Buluqiya se separaron de mí, se embadurnaron los pies con aquel jugo y se marcharon andando sobre la superficie del mar, admirando todas sus maravillas. Viajaron sin descanso de mar en mar, y así atravesaron los siete mares. Una vez los hubieron cruzado, llegaron a una montaña muy alta, que remontaba por los aires y que era toda ella de esmeralda. En la cima había una fuente de agua corriente; todo el polvo era almizcle. Al llegar a este lugar, se alegraron mucho y exclamaron: “¡Hemos conseguido nuestro deseo!” Siguieron su camino hasta llegar a un monte altísimo; lo atravesaron y descubrieron a lo lejos una caverna de aquel mismo monte recubierta por una gran cúpula que irradiaba luz. Al distinguir la cueva, se dirigieron hacia ella. Entraron y vieron un trono de oro, cuajado de toda clase de joyas. Alrededor había una serie de sitiales cuyo número sólo Dios (¡ensalzado sea!) era capaz de conocer. Vieron al señor Salomón durmiendo encima del trono, vestido con una túnica de seda verde, bordada en oro, que tenía incrustadas las joyas más preciosas, y con la mano derecha apoyada en el pecho. El anillo, puesto en uno de los dedos, despedía un brillo tal, que superaba al de todas las gemas que había en el lugar. Affán enseñó a Buluqiya conjuros y encantamientos, y le dijo: “Recita estos conjuros y no interrumpas los mismos hasta que me haya apoderado del anillo”. Affán se acercó al solio. De pronto apareció una enorme serpiente por debajo del trono, emitiendo un terrible silbido, que hizo temblar todo el lugar, y, arrojando chispas por la boca, dijo a Affán: “¡Si no retrocedes, morirás!” El sabio estaba absorto en la recitación de los conjuros, y no se preocupó de la serpiente. Ésta resopló ferozmente, hasta el punto de que casi incendió el lugar, y exclamó: “¡Ay de ti! ¡Si no vuelves atrás, te abraso!” Buluqiya, al oír estas palabras, salió de la cueva. Affán no se preocupó y siguió avanzando hacia el señor Salomón, alargó su mano, tocó el anillo y quiso hacerlo resbalar del dedo. Pero la serpiente sopló encima de él y lo abrasó, transformándolo en un montón de cenizas. Esto es lo que a él se refiere.

»He aquí lo que hace referencia a Buluqiya. Al darse cuenta de lo ocurrido, cayó desmayado.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «El Señor (¡excelso sea en su excelsitud!) mandó a Gabriel que bajara a la tierra antes de que la serpiente soplara sobre él. Descendió rápidamente y encontró a Buluqiya desmayado, y a Affán, incinerado por el aliento de la serpiente. Gabriel se acercó al primero, lo hizo volver en sí, y cuando hubo recuperado el sentido, lo saludó y le preguntó: “¿Desde dónde vinisteis a este lugar?” Buluqiya le contó toda la historia desde el principio al fin. A continuación añadió: “Yo sólo vine a este lugar por causa de Mahoma, al que Dios bendiga y salve. Affán me explicó que aquél será enviado al fin de los tiempos, y que sólo conseguiría reunirse con él quien viviera hasta entonces; que nadie viviría tanto a menos que bebiese el agua de la vida, y que ésta no se puede conseguir si no es utilizando el anillo de Salomón (¡sobre el cual sea la paz!). Yo lo he acompañado hasta aquí, donde ha ocurrido esto; él está aquí quemado, y yo, no. Desearía que me informases sobre Mahoma: ¿cuándo vivirá?” Gabriel le replicó: “Buluqiya: sigue tu camino, pues el tiempo de Mahoma aún está lejos”. Gabriel subió inmediatamente al cielo. Buluqiya empezó a llorar amargamente y a arrepentirse de lo que había hecho; meditó en las palabras: “¡Ojalá nadie consiga apoderarse del anillo!”, y quedó perplejo y llorando. Descendió del monte y anduvo sin cesar hasta que se aproximó a la orilla del mar. Se sentó un rato en ella para admirar el monte, los mares y las islas. Pasó la noche en aquel sitio, y al amanecer se untó los pies con el jugo que habían sacado de la planta, y se internó en el mar, andando durante días y noches y admirando los terrores, los prodigios y las exquisiteces que encierra. Avanzó sin cesar por la superficie de las aguas, y así llegó a una isla que parecía ser el Paraíso. Buluqiya puso pie en ella y admiró sus bellezas. La recorrió; era una isla grande, cuyo polvo era azafrán; sus guijarros, jacintos y gemas preciosas; su maleza, jazmines; crecían en ella los árboles más hermosos, los arrayanes más brillantes y perfumados. Tenía fuentes de agua corriente; sus maderas eran de áloe de Comor y de Sumatra; sus juncos, cañas de azúcar, y a su alrededor, rosas, narcisos, jazmines, claveles, lilas y violetas. Todo ello, con sus formas y colores característicos; los pájaros gorjeaban en sus ramas; sus trinos eran melodiosos. La isla era amplia, poseía abundantes bienes y encerraba en sí toda clase de bellezas y hermosuras: los pájaros cantaban con trinos más puros que los de las cuerdas del laúd; los árboles eran altísimos; sus arbustos hablaban; sus ríos corrían mansamente, y el agua suave de las fuentes salía a borbotones; las gacelas jugaban; las terneras vagaban, y los pájaros que cantaban sobre las ramas habrían podido consolar al amante más afligido. Buluqiya se admiró de encontrarse en aquella isla y se dio cuenta de que había perdido el camino que había seguido hasta entonces con Affán. Paseó por la isla y la contempló hasta la tarde. Una vez hubo caído la noche, trepó a un árbol elevado para dormir en su copa. Meditaba acerca de las bellezas del lugar cuando, de repente, el mar se encrespó, y salió de él un animal enorme, el cual lanzó un alarido que hizo temblar a todos los de la isla. Buluqiya, sentado en lo alto de la copa del árbol, lo observó y comprobó que se trataba de una bestia gigantesca; al cabo de un momento empezaron a salir del mar, en pos de él, bichos de todas clases; en la pata de cada uno de ellos había una piedra preciosa, que iluminaba tanto como una antorcha: la claridad de las joyas era tal, que llegaron a iluminar la isla como si fuese de día. Al cabo de un rato acudió de toda la isla un número de animales que sólo Dios puede evaluar. Buluqiya los examinó y vio las fieras del desierto: leones, panteras, leopardos y otras clases de animales terrestres. Las fieras de tierra avanzaron hasta reunirse con las del mar, en la costa de la isla, y empezaron a hablar hasta la llegada de la aurora. Al amanecer se separaron, y cada una de ellas se marchó a sus quehaceres. Buluqiya, al verlas, se asustó. Bajó de la copa del árbol, se acercó a la orilla del mar, se untó los pies con el jugo que llevaba y volvió a internarse en el océano y a avanzar por su superficie día y noche, hasta llegar a un monte altísimo, a cuyo pie se extendía un valle sin fin, constituido por piedras de magnetita llenas de fieras: leones, liebres y panteras. Buluqiya subió al monte y paseó por él de un lugar a otro, hasta que cayó la tarde; entonces se sentó en uno de sus picachos, junto al mar. Empezó a comer peces secos que el mar había arrojado a la playa. Mientras estaba sentado tomando este alimento, se precipitó sobre él una enorme pantera, que quiso despedazarlo. Buluqiya, al ver que el animal se disponía a destriparlo, se untó los pies con el jugo que tenía y se internó por el tercer mar, huyendo de la fiera. En medio de una noche tenebrosa, pues era noche cerrada, y envuelto en un furioso huracán, emprendió la marcha por la superficie de las aguas. Anduvo sin parar hasta llegar a otra isla. Puso pie en ella y vio que tenía árboles verdes y secos. Cogió algunos de sus frutos, comió y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!); recorrió el lugar hasta la caída de la tarde.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió: «Buluqiya recorrió el lugar…] y durmió allí. Al amanecer exploró sus regiones y las recorrió durante diez días, al cabo de los cuales regresó a orillas del mar, se untó los pies y se internó en el cuarto mar. Avanzó de día y de noche hasta llegar a otra isla: su suelo era de arena, blanca, estéril; en ella no había ningún árbol ni sembrado. La recorrió durante un rato y vio que en ella anidaban los sacres. Al darse cuenta de ello, se untó los pies e inició el recorrido del quinto mar. Avanzó sobre las aguas de día y de noche hasta llegar a una pequeña isla, cuyo suelo y cuyas montañas parecían ser de cristal; en ella se encontraban los filones de los cuales se extrae el oro y los árboles más magníficos que había visto en el curso de su viaje; sus flores eran de color de oro. Buluqiya puso pie en la isla y la recorrió hasta la caída de la tarde. Cuando la noche desplegó sus tinieblas, las flores iluminaron el lugar como si fuesen luceros. Buluqiya se admiró mucho y exclamó: “¡Las flores que hay en esta isla son aquellas que, cuando el sol las seca, caen al suelo, el viento las arrastra y las reúne debajo de las piedras, y se transforman en el elixir que sirve para fabricar el oro!” Pasó la noche en aquel lugar, y al amanecer, al salir el sol, se untó los pies con el jugo que tenía y se internó por el sexto mar. Anduvo día y noche hasta llegar a otra isla. Puso pie en ella y la recorrió durante un rato. Observó que se componía de dos montes, recubiertos por muchísimos árboles, cuyos frutos parecían cabezas humanas colgadas por los cabellos; descubrió otra clase de árboles cuyos frutos eran pájaros colgados por los pies; otros árboles ardían como el fuego y daban unos frutos parecidos al áloe; si caía una parte de aquellos frutos, inmediatamente se quemaba. Unos frutos reían, y otros, lloraban. Buluqiya descubrió numerosos portentos en aquella isla. Regresó a la orilla del mar y viendo un gran árbol, se sentó a su pie hasta la caída de la tarde. Cuando se hizo de noche, se subió a la copa y empezó a meditar en las obras de Dios. Mientras pensaba en ello, el mar se agitó y salieron las sirenas: cada una de ellas llevaba en la mano una joya, que iluminaba tanto como una antorcha. Avanzaron hasta llegar al pie del árbol. Se sentaron, jugaron, bailaron y disfrutaron bajo la mirada de Buluqiya. Siguieron así, sin dejar de jugar, hasta la llegada de la aurora: entonces volvieron a sumergirse en el mar. Buluqiya quedó muy admirado de ellas, descendió de la copa del árbol, se untó los pies con el jugo que tenía y se internó por el séptimo mar. Avanzó ininterrumpidamente durante dos meses enteros, sin ver montes, ni islas, ni tierras, ni valles, ni costas, hasta el fin de aquel mar. Tenía un hambre tan intensa, que cogía los peces y se los comía. En este estado siguió andando hasta llegar a una isla con numerosos árboles y abundantes ríos. Puso pie en ella y empezó a recorrerla y a examinarla a derecha e izquierda. Era cerca del mediodía. Avanzó hasta encontrar un manzano. Extendió la mano para coger y comer, cuando una persona gritó desde el mismo: “¡Si te acercas a este árbol y comes algo de él, te partiré en dos mitades!” Buluqiya se fijó en quien hablaba: era un hombre que tenía cuarenta codos de altura (según los codos en uso en aquella fecha). Al verlo, se asustó muchísimo y se abstuvo de tocar el árbol. Buluqiya le preguntó: “¿Por qué me impides comer de este árbol?” “Porque tú eres un hombre, y tu padre Adán olvidó el pacto hecho con Dios, le desobedeció y comió de este árbol.” “¿Quién eres? ¿A quién pertenece esta isla? ¿De quién es este árbol? ¿Cómo te llamas?” “Me llamo Sarahiya. Este árbol y la isla pertenecen al rey Sajr; yo soy uno de sus criados, y me ha encargado de la custodia de la isla.” A continuación, Sarahiya preguntó a Buluqiya: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes a este país?” Buluqiya le contó toda su historia, desde el principio hasta el fin. Sarahiya replicó: “¡No temas!” En seguida le sirvió alimento, y Buluqiya comió hasta hartarse. Después se despidieron, y Buluqiya anduvo sin parar durante diez días. Cruzó montes y arenales hasta que descubrió una nube de polvo flotando en el aire. Avanzó en la dirección de donde provenía y oyó voces, gritos y un gran tumulto. Se acercó al lugar de donde llegaban, y así alcanzó un gran valle, cuya longitud era de dos meses. Miró hacia el lugar de donde venían los gritos y vio hombres a caballo que combatían y derramaban su sangre, que formaba un verdadero río. Su voz parecía la del trueno; empuñaban lanzas, espadas, barras de hierro, arcos, venablos; sostenían una enconada batalla. Buluqiya se asustó muchísimo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Mientras él se mantenía a la expectativa, los combatientes lo vieron, se contuvieron y suspendieron el combate. Un grupo de ellos se le acercó y quedó admirado de su forma. Un caballero avanzó y le preguntó: “¿Qué cosa eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Cómo has podido encontrar el camino y llegar a nuestro país?” “Soy uno de los hijos de Adán; llego, errante, por amor a Mahoma, que Dios bendiga y salve. Pero he perdido el camino.” El caballero le explicó, mientras sus compañeros se admiraban de la forma y de las palabras del visitante: “Nosotros no hemos visto jamás a un hijo de Adán, ni ninguno de ellos ha llegado a nuestra tierra”. Buluqiya le preguntó: “¿Qué clase de criaturas sois vosotros?” “Somos genios.” “¡Caballero! ¿Cuál es la causa de vuestra guerra? ¿Dónde está vuestra morada? ¿Cuál es el nombre de esta tierra y de este valle?” “Nuestra morada está en la Tierra Blanca. Dios (¡ensalzado sea!) nos manda venir cada año a esta región para combatir a los genios incrédulos.” “¿Dónde está la Tierra Blanca?” “Detrás del Monte Qaf, a una distancia de setenta y cinco años de viaje. Esta tierra se llama de Saddad b. Ad, y nosotros venimos a ella para combatir. No tenemos más ocupación que la de loar y santificar a Dios. Nuestro rey se llama Sajr. Ahora debes acompañarnos para que él te vea y te contemple.” Los genios transportaron a Buluqiya a su morada. Éste vio grandes tiendas de seda verde en un número tal que sólo Dios (¡ensalzado sea!) puede conocerlo; entre ellas había una de seda roja, que tenía una anchura de mil codos: sus cuerdas eran de tela azul, y sus pivotes, de oro y de plata. Buluqiya se quedó admirado ante ella. Lo acompañaron hasta introducirlo en la tienda: era la del rey Sajr. Avanzaron hasta llegar ante éste. Buluqiya clavó la vista en el rey, que estaba sentado en un gran trono de oro rojo, incrustado de perlas y aljófares. A la derecha del rey estaban los genios, y a su izquierda, los sabios, emires, grandes del reino y demás personalidades. El rey Sajr, al verlo, mandó que entrasen. Se presentaron ante su soberano, y Buluqiya avanzó, lo saludó y besó el suelo ante sus manos. El rey Sajr le devolvió el saludo y le dijo: “Acércate a mí, hombre”. Buluqiya se aproximó hasta él. Entonces el rey ordenó que le colocasen una silla a su lado, y los servidores lo hicieron así. Sajr le ordenó que se sentase en la silla. Buluqiya se sentó. El rey le preguntó: “¿Qué clase de ser eres?” “Soy un hijo de Adán; soy un israelita.” “Cuéntame tu historia y refiéreme todo lo que te ha ocurrido. ¿Cómo has llegado hasta esta tierra?”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Buluqiya explicó al rey todos sus viajes, desde el principio hasta el fin, y Sajr quedó admirado de sus palabras. A continuación, ordenó a los sirvientes que extendiesen los manteles. Los pusieron, colocaron platos de oro rojo, platos de plata y platos de bronce. Unos contenían cincuenta camellos hervidos; otros, veinte; otros, cincuenta cabezas de ganado; había allí mil quinientos servicios. Buluqiya, al ver aquello, quedó completamente admirado. Seguidamente, los genios empezaron a comer, y Buluqiya los acompañó hasta quedar harto, y a continuación dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Inmediatamente después se llevaron los guisos y sirvieron las frutas. Luego alabaron todos a Dios (¡ensalzado sea!) y rezaron por su profeta Mahoma, al que Él bendiga y salve. Buluqiya quedó boquiabierto al oírles citar el nombre de Mahoma. Dijo al rey Sajr: “Quiero hacerte algunas preguntas”. “¡Pregunta lo que desees!” “¡Rey! ¿Quiénes sois? ¿Cuál es vuestro origen? ¿Cómo podéis conocer a Mahoma, al que Dios bendiga y salve, hasta el punto de rezar por él y quererlo?” El rey Sajr le contestó: “¡Buluqiya! Dios (¡ensalzado sea!) ha creado el fuego en siete estratos, uno encima de otro; entre cada uno de ellos hay un abismo de mil años de distancia. Ha dado al primero el nombre de Chahanna, y lo ha destinado para los creyentes en rebeldía que hayan muerto sin arrepentirse. El segundo se llama Laza, y lo ha destinado a los incrédulos; el tercero se denomina Chahim, y está destinado a Gog y Magog; el cuarto, Sair, lo ha destinado a los secuaces de Iblis; el quinto, Saqar, está preparado para aquellos que descuidan la plegaria; el sexto se llama al-Mutama, y está destinado a los judíos y cristianos, el séptimo se llama al-Hawiya, y en él arderán los hipócritas. Tales son los siete estratos”, Buluqiya observó: “¿La Chahanna constituye el menor de todos sus castigos, ya que se encuentra en la parte superior?” “Sí; es el menor de todos, a pesar de que en ella se encuentran mil montes de fuego; cada uno de éstos tiene setenta mil valles de fuego; cada valle, setenta mil ciudades de fuego; cada ciudad, setenta mil fortalezas de fuego; cada fortaleza, setenta mil casas de fuego; cada casa, setenta mil sitiales de fuego, y cada sitial, setenta mil clases de tormento. ¡Oh, Buluqiya! En cada uno de los siete estratos de fuego no hay tormentos más ligeros que en los otros, ya que la Chahanna se encuentra en el primer piso. El número y clase de tormentos de esas capas sólo lo conoce Dios (¡ensalzado sea!).” Buluqiya cayó desmayado al oír las palabras del rey Sajr. Al volver en sí, rompió a llorar y exclamó: “¡Oh, rey! ¿Cuál será nuestra suerte?” “¡Buluqiya! No temas, y sabe que todo aquel que ama a Mahoma no se quemará en el fuego, y se salvará de éste gracias al Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!). El fuego huirá delante de todos aquellos que pertenezcan a su religión. Dios ha creado del fuego. Las primeras criaturas que Él puso en la Chahanna fueron dos seres pertenecientes a su ejército. Uno de dios se llamó Jalit, y el otro, Malit. Dio a Jalit la figura de león, y a Malit, la de lobo. La cola de Malit estaba hecha a la manera de una hembra: tenía un color moteado. La cola de Jalit tenía la contextura de un varón; ésta poseía la forma de una serpiente; aquélla, la de una tortuga; la longitud de la cola de Jalit era de veinte años de camino. Dios (¡ensalzado sea!) mandó que las dos colas se uniesen, y de ello nacieron serpientes y escorpiones, cuya morada es el fuego, pues Dios atormenta, por su medio, a los que envía al infierno. Las serpientes y los escorpiones se reprodujeron y se multiplicaron. Luego Dios (¡ensalzado sea!) mandó que las colas de Jalit y Malit se uniesen y cohabitasen por segunda vez. Se reunieron, cohabitaron y la cola de Jalit fecundó la cola de Malit, la cual tuvo siete varones y siete hembras, que fueron desarrollándose hasta hacerse mayores. Entonces se unieron varones y hembras, que obedecieron al padre, salvo uno, que se rebeló y fue convertido en gusano; este gusano es Iblis, a quien Dios maldiga. Iblis había sido un arcángel de Dios, a Quien sirvió hasta el punto de ser elevado al cielo, colocado junto al Clemente y transformado en jefe de los arcángeles.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey Sajr prosiguió:] «“Al crear Dios a Adán (¡sobre él sea la paz!), mandó a Iblis que se prosternase, pero éste se negó a hacerlo. Dios (¡ensalzado sea!) lo desterró y le maldijo. Iblis, al reproducirse, dio origen a los demonios. Los seis varones que nacieron antes que él, dieron origen a los genios creyentes, y nosotros somos de su estirpe. Tal es nuestro origen, Buluqiya.” Buluqiya se admiró de las palabras del rey Sajr. A continuación dijo: “¡Rey! Desearía que ordenaras a uno de tus sirvientes que me llevara a mi país”. “No podemos hacerlo, a menos que nos lo mande Dios (¡ensalzado sea!); pero si quieres marcharte de nuestro lado, mandaré que acuda ante ti uno de mis corceles. Montarás en su lomo, y le ordenaré que te conduzca hasta los confines de mis Estados; una vez te encuentres en éstos, hallarás a las gentes del rey Barajiya. Al ver el caballo lo reconocerán, te harán descender de su lomo y nos lo devolverán. No podemos hacer nada más.” Buluqiya, al oír estas palabras, se puso a llorar, y replicó: “¡Haz lo que quieras!” El rey mandó que le llevasen el caballo. Lo condujeron ante él, y colocaron a Buluqiya encima. Le recomendaron: “¡No te bajes de la silla, ni des golpes ni incites a gritos al corcel! Si hicieses esto, te mataría. No dejes de cabalgar en silencio hasta que se detenga. Entonces, baja del lomo y sigue tu camino.” “¡De buen grado!”, replicó Buluqiya. Montó a caballo, cabalgó un buen rato entre las tiendas y siguió su marcha hasta pasar por las cocinas del rey Sajr. Buluqiya se fijó en las calderas colgadas: en cada una había cincuenta camellos, mientras el fuego llameaba por debajo. El viajero, al ver tales vasijas y contemplar su tamaño, quedó completamente admirado de ello, mientras las contemplaba. El rey, al ver que Buluqiya miraba la cocina con interés, creyó que tenía hambre y ordenó que le acercasen dos camellos asados. Así lo hicieron, y los ataron detrás de él, a la grupa del caballo. Se despidieron, y éste viajó hasta llegar al confín de los dominios del rey Sajr. El caballo se detuvo, y Buluqiya se apeó y se sacudió el polvo del viaje. Unos hombres se acercaron, examinaron el caballo, lo reconocieron, se hicieron cargo de él y se pusieron en marcha junto a Buluqiya, hasta llegar al rey Barajiya. Buluqiya, al presentarse ante el rey, lo saludó. Barajiya le devolvió el saludo. Estaba sentado en un magnífico pabellón, rodeado por todas sus tropas, paladines y reyes de los genios, que se extendían a derecha e izquierda. El rey mandó a Buluqiya que se acercase. Le obedeció. Después le ordenó que se sentase a su lado y fueron extendidos los manteles: el rey Barajiya se encontraba en la misma situación que Sarj. Cuando sirvieron los guisos, comieron, y Buluqiya lo hizo también hasta quedar harto, después de lo cual dio las gracias a Dios (¡ensalzado sea!). El rey preguntó a su huésped: “¿Cuándo te has separado del rey Sarj?” “Hace dos días.” “¿Sabes cuál es la distancia que has recorrido en ese par de días? Has hecho un trayecto de setenta meses.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey Barajiya prosiguió:] «“Al montar a caballo, éste ha sabido en seguida que eras un hijo de Adán, se ha asustado y tratado de tirarte de su lomo. Por eso le han puesto por lastre ese par de camellos.” Buluqiya, al oír las palabras del rey Barajiya, se admiró y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberlo salvado. El rey Barajiya añadió: “Cuéntame todo lo que te ha ocurrido y cómo has llegado a este país”. Buluqiya le refirió todo lo que le había acontecido y cómo había viajado hasta llegar al país en que se encontraba. El rey se admiró mucho al oír sus palabras. Buluqiya permaneció a su lado dos meses.»

Hasib, al oír el relato de la reina de las serpientes, se admiró mucho y le dijo: «Desearía que tu bondad y amabilidad ordenase a uno de tus servidores que me condujese a la faz de la tierra, para poder reunirme con mi familia.» La reina de las serpientes replicó: «Hasib Karim al-Din: has de saber que si regresas a la superficie de la tierra, te reúnes con tu familia y entras en un baño y te lavas, yo moriré en cuanto termines de limpiarte, pues esto será la causa de mi muerte». «¡Te juro que no entraré en un baño mientras viva! Si tengo necesidad de lavarme, lo haré en mi casa.» «¡Aunque me lo juraras cien veces, no te daría crédito jamás! Esto no puede ser. Has de saber que tú, hijo de Adán, no eres digno de confianza. Tu padre, Adán, hizo una promesa a Dios y la rompió, a pesar de que Éste (¡ensalzado sea!) lo había moldeado en arcilla cuarenta días y había hecho que los ángeles se postraran ante él. Después de todo esto, Adán faltó y rompió el pacto, contrariando la orden de su Señor.» Hasib se calló al oír estas palabras, rompió a llorar y así permaneció durante diez días. Después le dijo: «Refiéreme lo que sucedió a Buluqiya al cabo de los dos meses de permanecer junto al rey Barajiya».

La reina de las serpientes refirió: «Sabe, Hasib, que al cabo de los dos meses de estar con el rey Barajiya, se despidió de él y empezó a recorrer la tierra de día y de noche, hasta llegar a un monte muy elevado. Se encaramó a él, y al llegar a la cima halló un ángel muy grande que, sentado, glorificaba a Dios (¡ensalzado sea!) y bendecía a Mahoma. Ante el ángel había una tabla, con una parte escrita en blanco y otra en negro; la estaba contemplando, con las alas extendidas: una hacia Oriente, y la otra, hacia Occidente. Buluqiya se acercó a él y lo saludó. El ángel le devolvió el saludo y le preguntó: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Cómo te llamas?” “Soy un hombre y pertenezco al pueblo israelita. Viajo por amor a Mahoma, al que Dios bendiga y salve, y me llamo Buluqiya.” “¿Qué te ha sucedido para venir a parar a esta tierra?” Le refirió todo lo que le había sucedido y lo que había visto en su viaje. El ángel se quedó pasmado al oír las palabras de Buluqiya. Éste le preguntó: “Ahora dime tú qué es lo que está escrito en esta tabla y qué haces aquí. ¿Cómo te llamas?” “Me llamo Miguel, y estoy encargado de hacer que se sucedan los días y las noches. Tal es mi trabajo hasta el día del juicio.” Buluqiya, al oír estas palabras, quedó muy admirado del aspecto, contextura y grandes dimensiones del ángel. Se despidió de éste y viajó de noche y de día, hasta llegar a una gran pradera; cruzó por ella y encontró siete ríos y muchos árboles. El viajero quedó boquiabierto ante una pradera tan grande; recorrió sus lindes y tropezó con un árbol altísimo, a cuyo pie se encontraban cuatro ángeles. Buluqiya se acercó a ellos y observó su forma: uno tenía el aspecto propio de un hombre; el segundo parecía un animal salvaje; el tercero era un pájaro, y el cuarto tenía la forma de un toro[226]. Estaban ocupados en loar a Dios (¡ensalzado sea!). Iban diciendo: “¡Señor mío! ¡Dueño mío! ¡Patrón mío! ¡Por tu verdad y por la gloria de tu profeta Mahoma, al que Dios bendiga y salve! ¡Perdona a cada uno de los seres que has creado a semejanza mía, y sé misericordioso con ellos! Tú eres poderoso sobre todas las cosas”. Buluqiya quedó pasmado al oír estas palabras y se alejó de ellos, y anduvo noche y día, hasta llegar al Monte Qaf. Subió a su cima y encontró en ella un gran ángel, sentado, que estaba loando y santificando a Dios, al tiempo que rezaba por Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!). Se dio cuenta de que el ángel cerraba y abría las manos, las plegaba y las extendía. Mientras hacía esto, Buluqiya se acercó y lo saludó. El ángel le devolvió el saludo y le preguntó: “¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Cómo te llamas?” “Soy un israelita, un hombre, y me llamo Buluqiya. Viajo por amor a Mahoma, a quien Dios bendiga y salve. Mas he perdido el camino.” Le refirió todo lo que le había ocurrido, y al terminar le preguntó: “Y tú, ¿quién eres? ¿Qué monte es éste? ¿Qué significa este trabajo que haces?” El ángel replicó: “Sabe, Buluqiya, que éste es el Monte Qaf, que rodea al mundo. Tengo en mi poder, aquí abajo, toda la tierra creada por Dios, y cuando Éste (¡ensalzado sea!) quiere que pase algo en el mundo, ya un terremoto, ya una sequía, ya un año de prosperidad, o de guerras, o de paz, me manda que lo haga. Yo permanezco aquí en mi puesto. Sabe que mi mano sujeta las raíces de la Tierra”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Buluqiya preguntó: “¿Ha creado Dios en el Monte Qaf alguna región distinta de ésta en la que te encuentras?” “¡Sí! Ha creado una tierra blanca como la plata, cuya extensión sólo Él conoce; la habitan ángeles cuya comida y bebida la constituyen las loas y la santificación de Dios; la continua plegaria por Mahoma, a quien Dios bendiga y salve. Todos los viernes se reúnen en este monte y rezan a Dios durante toda la noche hasta que llega la mañana, y los beneficios de estas loas, santificaciones y sacrificios, los entregan a los pecadores que pertenecen a la nación de Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!) y a todo aquel que cumple con la ablución del viernes. Así actuarán hasta el día de la resurrección.” Buluqiya preguntó al ángel: “¿Ha creado Dios más montes detrás del de Qaf?” “Sí; detrás del Monte Qaf hay una cordillera que tiene una longitud de quinientos años de viaje, cubierta de nieve y hielo, la cual rechaza los calores de la Chahanna para proteger el mundo; si no fuese por esa cordillera, el mundo quedaría abrasado por el calor de la Chahanna. Detrás del Monte Qaf hay cuarenta países, cada uno de los cuales es cuarenta veces más grande que nuestro mundo: unos son de oro; otros, de plata, y otros de jacinto. Cada uno de los países de esas regiones tiene un color propio; Dios los ha poblado de ángeles, cuyo único trabajo consiste en loar, santificar, exaltar y cantar su gloria; rezan a Dios por la nación de Mahoma —al que Dios bendiga y salve—, y no conocen ni a Eva ni a Adán, ni el día ni la noche. Sabe, Buluqiya, que la tierra consta de siete estratos, superpuestos uno encima de otro, y que Dios ha creado un ángel, cuyo poder y características sólo Él, todopoderoso y excelso, conoce. Dicho ángel soporta las siete tierras sobre sus espaldas. Debajo de él, Dios ha colocado una piedra; bajo ésta, un toro; bajo el toro, un pez, y debajo de éste, un mar inmenso. Dios (¡ensalzado sea!) informó a Jesús (¡sobre él sea la paz!) de la existencia de este pez, y Jesús rogó: ‘¡Señor mío! ¡Permíteme ver ese pez de modo bien claro!’ Dios mandó a uno de sus ángeles que llevase a Jesús junto al pez para que lo viese. El ángel fue a buscar a Jesús, lo tomó consigo y lo transportó al mar en el que se encontraba el pez. Le dijo: ‘¡Contempla, Jesús, el pez!’ Jesús miró, pero no lo vio. Inmediatamente después, él pez pasó ante Jesús, rápido como el relámpago. Jesús, al verlo, cayó desmayado. Al volver en sí, Dios se mostró ante él y le dijo: ‘¡Jesús! ¿Has visto el pez? ¿Te has dado cuenta de su longitud y de su anchura?’ Respondió: ‘¡Señor mío! ¡Por tu poder y tu gloria! No lo he visto, pues ha pasado ante mí una luz inmensa cuya longitud era la de tres días de marcha. Ignoro qué es lo que puede ser tal resplandor’. Dios le replicó: ‘¡Jesús! El relámpago que ha cruzado ante ti y cuya longitud era de tres días, es la cabeza del toro. Sabe, Jesús, que cada día creo cuarenta peces como ése’”. Buluqiya quedó perplejo al oír tales palabras sobre el poder de Dios. Preguntó al ángel: “¿Qué es lo que Dios ha puesto debajo del mar en el que nada el pez?” “Debajo del mar se encuentra una inmensa cámara de aire; bajo ésta, el fuego, y bajo el fuego, una enorme serpiente, que se llama Falaq. Si no fuese porque dicha serpiente teme a Dios (¡ensalzado sea!), engulliría todo lo que tiene encima: aire, fuego y el ángel, con todo lo que sostiene, sin que éste se diera cuenta.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el ángel prosiguió:] «“…Dios (¡ensalzado sea!), al crear la serpiente la inspiró: ‘Quiero confiarte un depósito en custodia. ¡Guárdalo!’ La serpiente replicó: ‘Haz lo que quieras’. Dios prosiguió: ‘¡Abre la boca!’. La abrió, y Dios metió la Chahanna en su vientre. Le dijo: ‘Guarda la Chahanna hasta el día del juicio’. Cuando llegue éste, Dios ordenará a sus ángeles que marchen con cadenas y arrastren con ellas la Chahanna hasta el lugar del juicio. Allí, Dios (¡ensalzado sea!) ordenará a la Chahanna que abra sus puertas. Las abrirá, y de ellas saldrán chispas más grandes que los montes”. Al oír las palabras que pronunciaba el ángel, Buluqiya rompió a llorar amargamente. Se despidió de él y se marchó en dirección a Occidente, hasta llegar junto a dos seres que estaban sentados junto a una puerta enorme y cerrada. Al aproximarse vio que uno tenía el aspecto de un león, y el otro, el de un toro. Los saludó, y los animales le devolvieron el saludo. Ambos le preguntaron: “¿Qué cosa eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?” “Soy un hijo de Adán —replicó Buluqiya—, y estoy viajando por amor a Mahoma, al que Dios bendiga y salve. Pero he perdido mi camino”. Luego preguntó él a su vez: “¿Quiénes sois? ¿Qué significa esta puerta ante la cual os encontráis?” “Somos los guardianes de la puerta que estás contemplando. Nuestro único trabajo consiste en loar y santificar a Dios y en rezar por Mahoma, al que Dios bendiga y salve”. Buluqiya, al oír tales palabras, se admiró y preguntó: “¿Qué es lo que hay detrás de esa puerta?” “No lo sabemos.” “¡Por la verdad de vuestro Señor, el Excelso! ¡Abrid la puerta para que pueda ver qué hay detrás!” “No podemos abrirla nosotros ni ninguna de las criaturas; sólo el fiel Gabriel, el Seguro, puede hacerlo.” Buluqiya, al oír tales palabras, se humilló ante Dios (¡ensalzado sea!) y rogó: “¡Señor mío! Envíame a Gabriel, el Seguro, para que me abra esta puerta y pueda ver lo que hay en su interior”. Dios escuchó su plegaria y mandó a Gabriel, el Seguro, que bajase a la tierra y abriese la puerta en que confluyen los dos mares, para que Buluqiya lo viese. El ángel descendió al lado de Buluqiya, lo saludó, se colocó al lado de la puerta y la abrió. Inmediatamente después, le dijo: “¡Cruza esta puerta, pues Dios me ha mandado que te la abriese!” Buluqiya pasó al otro lado y empezó a andar. Gabriel cerró la puerta y subió al cielo. El viajero encontró detrás de la puerta un mar inmenso: una mitad era de agua salada, y la otra, de agua dulce. Bordeando el mar había dos montes de rojos rubíes. Emprendió el camino hasta alcanzar dichos montes. Vio que estaban poblados de ángeles, dedicados a loar y santificar a Dios. Buluqiya los saludó, y ellos le devolvieron el saludo. Les preguntó qué era aquel mar y qué representaban los dos montes. Le replicaron: “Este sitio está debajo del Trono. Este mar es el que transmite las mareas a todos los mares del mundo. Nosotros dividimos sus aguas y las repartimos por las distintas regiones: las saladas las canalizamos hacia las tierras salobres, y las dulces, hacia regiones de agua potable. Esos dos montes los ha creado Dios (¡ensalzado sea!) para conservar estas aguas. Esto es lo que se nos ha mandado hacer hasta el día del juicio”. Luego le preguntaron a él: “¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?” Buluqiya les contó su historia desde el principio hasta el fin. Después les preguntó por el camino que debía seguir. Le dijeron: “Cruza por encima de las aguas de este mar”. Buluqiya tomó parte del jugo que aún le quedaba, se untó los pies, se despidió de ellos y se puso a andar, de día y de noche, sobre la superficie del mar. Mientras iba andando tropezó con un hermoso joven, que también cruzaba la superficie de las aguas. Se acercó a él y lo saludó. El joven le devolvió el saludo. Al alejarse de él, descubrió a cuatro ángeles que cruzaban la superficie de las aguas raudos como relámpagos cegadores. Buluqiya siguió avanzando y se detuvo en medio de su camino. Una vez llegaron ante él, los saludó y les dijo: “Por la verdad del Todopoderoso y Excelso, quiero preguntaros: ¿Cómo os llamáis? ¿De dónde venís? ¿Adónde vais?” Uno de ellos le replicó: “Me llamo Gabriel”. El segundo dijo: “Y yo Israel”. El tercero manifestó: “Y yo Micael”. Y el cuarto concluyó: “Y yo Azrael”. Los cuatro ángeles añadieron: “En la región de Oriente ha aparecido un enorme dragón, que ha derruido mil ciudades y ha devorado a sus habitantes. Dios (¡ensalzado sea!) nos ha mandado que vayamos a su encuentro, lo capturemos y lo arrojemos a la Chahanna”. Buluqiya quedó absorto ante ellos al ver su fuerte contextura, y siguió viajando noche y día, según su costumbre, hasta llegar a una isla. Puso pie en ella y la recorrió durante un rato.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Buluqiya] «tropezó con un hermoso muchacho, cuyo rostro desprendía luz. Al aproximarse a él vio que estaba sentado junto a dos mausoleos, llorando y sollozando. Se acercó más a él y lo saludó. Él le devolvió el saludo. Buluqiya le preguntó entonces: “¿Qué te sucede? ¿Cómo te llamas? ¿Qué significan estas dos tumbas aquí construidas y junto a las cuales te hallas sentado? ¿Por qué lloras?” El joven se dirigió a Buluqiya sollozando tan amargamente, que dejó empapado el vestido de lágrimas. Respondió: “Sabe, ¡oh, hermano mío!, que tengo una historia prodigiosa, un relato extraordinario. Pero querría que te sentases a mi lado para que me contaras lo que has visto durante tu vida y me informases de la causa que te ha traído a este lugar, así como de tu nombre y adonde te diriges. Después, yo te contaré mi historia”. Buluqiya se sentó al lado del joven y le refirió desde el principio hasta el fin todo lo que le había ocurrido en el viaje. Le explicó que, una vez muerto su padre, había abierto la puerta, y entrado en un saloncito, donde encontró la caja que contenía el libro con la descripción de Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!); le hizo notar que su corazón había quedado prendado de aquél, y que se había puesto en viaje por su amor, y le refirió todo lo que había acaecido hasta llegar a su lado. Luego añadió: “Éste es mi relato completo, pero Dios es más sabio, y yo ignoro qué es lo que me ocurrirá después”. El joven, al oír estas palabras, suspiró y dijo: “¡Pobre de ti! ¿Qué es lo que has visto durante tu vida? Sabe, Buluqiya, que yo he contemplado a nuestro señor Salomón cuando aún estaba en vida; he visto cosas innumerables y sin cuento. Mi historia es maravillosa, y mi relato, prodigioso. Querría que permanecieras aquí para poder contarte mi vida y explicarte por qué permanezco en este lugar”.»

Hasib, al oír las palabras que pronunciaba la serpiente, se quedó admirado y dijo: «¡Reina de las serpientes! ¡Te conjuro, en nombre de Dios, a que me pongas en libertad y mandes a uno de tus criados que me saque a la faz de la tierra! Te juro que nunca en la vida entraré en un baño». «No lo haré jamás. No creo en tu juramento.» Al oír estas palabras, rompió a llorar, y todas las serpientes derramaron lágrimas por él y empezaron a interceder ante su reina en favor de Hasib. Le decían: «Te pedimos que mandes a una de nosotras que lo saque a la superficie de la tierra: él te jura que no entrará en un baño en toda su vida». La reina de las serpientes, que se llamaba Yamlija[227], al oír lo que le decían se acercó a Hasib y le hizo prestar juramento. Luego ordenó a una serpiente que lo sacase a la superficie de la tierra. La serpiente se acercó a él para sacarlo fuera, pero Hasib rogó a la reina: «Me gustaría que terminaras de contarme la historia del muchacho que estaba sentado al lado de Buluqiya, aquel al que encontró entre las dos tumbas». La reina prosiguió:

«Sabe, Hasib, que Buluqiya se sentó junto al muchacho y le refirió toda la historia, desde el principio hasta el fin, para que el otro, a su vez, le contase la suya, le explicase lo que le había ocurrido a lo largo de su vida y le refiriese por qué estaba sentado entre los dos mausoleos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «El joven le replicó: “¡Qué maravilla has visto, desgraciado! Yo he contemplado al señor Salomón en su propia época, y he visto prodigios innumerables que no se pueden contar. Sabe, hermano mío, que mi padre era un rey llamado Tigmus, que gobernaba en la región de Kabul y a los Banu Sahlan, una tribu de diez mil valientes, cada uno de los cuales, a su vez, administraba cien ciudades, cien fortalezas, con sus correspondientes murallas; mi padre era señor de siete sultanes, quienes le llevaban las riquezas de Oriente y de Occidente. Era recto en sus actos, y Dios (¡ensalzado sea!) le había concedido todo esto y le había dado un gran imperio; pero no tenía ningún hijo. El deseo de toda su vida había sido el que Dios le concediese un hijo varón a quien poder dejar su imperio al morir.

»”Cierto día interrogó a los sabios, a los astrólogos, a los entendidos en horóscopos y les dijo: ‘Haced las observaciones y determinad mi ascendente. ¿Me concederá Dios, en el transcurso de mi vida, un hijo varón a quien poder legar mi reino?’ Los astrólogos abrieron los libros, hicieron el cálculo del ascendente y descendente y averiguaron su signo. Le dijeron: ‘¡Oh, rey! Tú tendrás un hijo varón, pero éste sólo nacerá de la hija del rey de Jurasán’. Tigmus se alegró mucho al oír estas palabras, y dio tales riquezas a los astrólogos y a los sabios, que no se pueden contar ni enumerar, y ellos se marcharon a sus quehaceres.

»”El rey tenía un gran visir, que era un hábil caballero y un gran paladín, cuyo valor equivalía al de mil caballeros. Se llamaba Ayn Zar. El rey le dijo: ‘¡Oh, visir! Quiero que te prepares para emprender un viaje al país del Jurasán, con el fin de que pidas, como esposa, para mí, a la hija de su rey, Bahrawan’, y explicó a su visir Ayn Zar lo que le habían dicho los astrólogos. Éste, al oír las palabras de su rey, salió al momento e hizo los preparativos para el viaje. Luego marchó de la ciudad con las tropas, con los héroes y los soldados. Esto es lo que hace referencia al visir.

»”He aquí ahora lo que se refiere al rey Tigmus. Preparó mil quinientas cargas de seda, gemas, perlas, jacintos, oro, plata y piedras preciosas, y dispuso una gran cantidad de objetos para la boda. Lo colocó todo a lomos de camellos y mulos, y lo consignó a su visir Ayn Zar. Escribió una carta que decía: la paz al rey Bahrawan: Sabe que hemos reunido a los astrólogos, a los sabios y a los entendidos, quienes nos han dicho que tendremos un hijo varón sólo en el caso de que nos casemos con tu hija. Por ello he dispuesto que el visir Ayn Zar vaya a verte llevándote multitud de objetos para la boda. El visir me representa en todo este asunto, y le he confiado la conclusión del contrato de bodas. Espero de tu benevolencia que atiendas al visir en sus deseos, que son los míos propios, sin demora ni dilación. El bien que le hagas, será bien venido. No me contraríes en esto. Sabe, rey Bahrawan, que Dios me ha concedido el señorío de Kabul y el gobierno de los Banu Sahlan y que me ha dado un gran imperio. Una vez me haya casado con tu hija, tú y yo seremos soberanos por igual, y yo te enviaré cada año riquezas que te bastarán. Esto es lo que de ti espero’.

»”El rey Tigmus selló la carta y se la entregó a su visir, ordenándole que se pusiera en camino hacia el Jurasán. El visir viajó sin descanso hasta llegar a las inmediaciones de la ciudad del rey Bahrawan. Informaron a éste de la llegada del visir del rey Tigmus. Al oírlo, dispuso que los emires se preparasen para la recepción, se preocupó de las comidas y bebidas y demás asuntos, incluyendo el forraje para los caballos. Luego ordenó que salieran al encuentro del visir Ayn Zar. Cargaron los fardos y emprendieron la marcha hasta llegar ante éste. Colocaron los fardos en el suelo, se apearon los soldados y se saludaron unos y otros. Permanecieron en aquel sitio durante diez días, comiendo y bebiendo. Después montaron a caballo y se dirigieron a la ciudad. El rey Bahrawan salió al encuentro del visir del rey Tigmus, lo saludó, lo cogió de la mano y lo acompañó a la ciudadela. El visir ofreció en seguida al rey los fardos, los regalos y todas las riquezas, y además le entregó la carta. El soberano la cogió, la leyó y se dio cuenta de lo que quería decir, pues entendió su significado. Se alegró mucho por ello, y dispensó al mensajero una magnífica acogida. Le dijo: ‘¡Pide lo que desees! Si el rey Tigmus me pidiera mi propia vida, se la daría’. El rey Bahrawan se marchó en aquel mismo momento a ver a su hija, a su madre y a sus parientes, les explicó el asunto y les pidió consejo. Le respondieron: ‘Haz lo que desees’”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] «“El rey regresó junto a Ayn Zar y le comunicó que su deseo sería complacido. El visir permaneció al lado de Bahrawan dos meses, al cabo de los cuales dijo a éste: ‘Desearíamos que nos hicieses don de aquello que nos ha traído hasta aquí, pues regresaríamos a nuestro país’. El soberano replicó: ‘¡De buen grado!’ Mandó que se preparase la boda y se dispusiese el equipo. Así se hizo. Después ordenó comparecer a los visires, a todos los príncipes y a los grandes del reino. Acudieron todos. Mandó luego llamar a los monjes y a los sacerdotes y éstos también se presentaron, y celebraron el matrimonio de la hija de Bahrawan con el rey Tigmus. El rey Bahrawan preparó los objetos necesarios para el viaje, y entregó tales regalos, presentes y gemas a su hija, que apenas se pueden describir. Mandó cubrir de alfombras y engalanar del modo más hermoso las calles de la ciudad: el visir Ayn Zar y la hija del rey Bahrawan emprendieron el viaje de regreso. Tigmus, al enterarse de esto, mandó preparar la fiesta y engalanar su ciudad. Luego consumó el matrimonio con la hija de Bahrawan rompiendo su virginidad. Pocos días después la princesa quedó en estado y transcurridos los meses correspondientes dio a luz un hijo varón que se parecía a la luna en la noche del plenilunio. El rey, al saber que su esposa había dado a luz un varón, se alegró muchísimo y mandó buscar a los sabios, a los astrólogos y a los expertos en predicciones. Les dijo: ‘Deseo que determinéis el ascendente y el descendente de este recién nacido, y que me digáis qué es lo que le ocurrirá durante su vida’. Los sabios y los astrólogos determinaron el ascendente y el descendente y vieron que se trataba de un muchacho que sería feliz si lograba superar en su juventud, a los quince años, algunas contrariedades: si conseguía seguir viviendo después de esta edad, gozaría de un gran bienestar y sería un rey poderoso, más importante que su padre: su felicidad sería inmensa, aniquilaría a sus enemigos y tendría una vida feliz. ¡Dios es el más sabio! El rey se alegró mucho al oír esto, le dio el nombre de Chansah y lo entregó a las nodrizas y a las amas. Su crianza fue feliz. Cuando cumplió los cinco años, el padre le enseñó a leer y empezó por el Evangelio. Después lo instruyó en el arte de la guerra y aprendió el manejo de la lanza y de la espada antes de cumplir los siete años; dedicado a la caza y a la pesca, convirtióse en un paladín en todos los ejercicios propios de la caballería. Su padre se alegraba muchísimo cada vez que oía hablar de su habilidad en todas las artes de la guerra.

»”Cierto día, el rey Tigmus ordenó a sus soldados que montasen a caballo para salir de caza y de pesca. Le obedecieron, y el rey y su hijo Chansah montaron en sus corceles y empezaron a recorrer campiñas y desiertos dedicados a su deporte favorito, hasta que, al atardecer del tercer día, el príncipe se lanzó en pos de una gacela de color admirable, que corría delante de él. Al ver que la gacela huía, se empeñó en seguirla y aceleró la marcha en pos de la presa, acompañado por siete esclavos de Tigmus, quienes, al ver a su señor lanzado detrás del animal, espolearon a sus corceles de carrera y lo siguieron. Corrieron sin descanso hasta llegar junto al mar, y entonces todos se precipitaron sobre la gacela para cogerla. El animal, para escapar, se arrojó al agua.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] «“Había en ésta una embarcación de pescadores, y la gacela saltó a su interior. Chansah y los esclavos se apearon de los corceles, subieron a la barca y se apoderaron de la gacela. Al disponerse a volver a la costa, el príncipe descubrió una gran isla y dijo a los mamelucos que le acompañaban: ‘Desearía llegar hasta la isla’. ‘Oír es obedecer’, replicaron. Se dirigieron con la barca hacia aquel lugar. Al llegar, desembarcaron y la recorrieron. Después regresaron a la barca, subieron a ella y, llevando siempre consigo la gacela, se dirigieron hacia la tierra de la que habían salido. Pero cayó la tarde, se extraviaron en el mar, y el viento, que empezó a soplar, arrastró la nave hacia el interior del océano. Durmieron hasta el amanecer, y al despertarse no reconocieron el sitio en que se encontraban, y siguieron navegando. Esto es lo que a ellos se refiere.

»”He aquí ahora lo que hace referencia al rey Tigmus, padre de Chansah. Al no ver a su hijo y creer que lo había perdido, ordenó a los soldados que se dividieran en grupos y que cada uno siguiese un camino distinto. Emprendieron la búsqueda del hijo del rey, y una sección llegó a la orilla del mar y encontró al mameluco que se había quedado al cuidado de los caballos. Se acercaron a él y le preguntaron por su dueño y por los otros seis mamelucos. Les refirió lo que había sucedido. Tomando con ellos al mameluco y el caballo, regresaron junto al rey y le explicaron todo. El soberano, al oír tales palabras, rompió a llorar amargamente y, arrojando la corona que llevaba en la cabeza, se mordió las manos de arrepentimiento. En seguida escribió numerosas cartas y las envió a todas las islas del mar; reunió cien navíos, embarcó en ellos su ejército y mandó que recorrieran el mar en busca de su hijo Chansah. Luego, tomando consigo el resto del ejército y de las tropas, regresó a su ciudad muy apenado. La madre, al enterarse de lo ocurrido, se abofeteó la cara e inició el duelo. Esto es lo que a ellos se refiere.

»”He aquí lo que hace referencia a Chansah y a los mamelucos que lo acompañaban. Siguieron perdidos por el mar, y quienes los buscaban recorrieron aquellas aguas durante diez días sin encontrarlos. Entonces regresaron ante el rey y le explicaron lo sucedido. Entretanto, un viento huracanado arrastró la embarcación hasta una isla, Chansah y los seis mamelucos desembarcaron y recorrieron aquel lugar hasta llegar a una fuente de agua corriente, situada en su centro. Cerca de ésta divisaron un hombre que estaba sentado. Se acercaron a él, lo saludaron, y el hombre les devolvió el saludo. Luego les habló en una lengua que se parecía al gorjeo de los pájaros. Chansah se admiró mucho al oír tal lenguaje. Aquel hombre se volvió a derecha e izquierda, y mientras ellos seguían boquiabiertos, se partió en dos mitades, y cada una de ellas se fue en una dirección distinta. Mientras ellos permanecían inmóviles, se les acercaron hombres de todas clases en innumerable cantidad: aparecían por todas las laderas del monte, y al llegar a la fuente, cada uno de ellos se partía en dos y se acercaba a Chansah y a los mamelucos para devorarlos. El príncipe, al ver que aquellos hombres se disponían a comérselos, huyó, junto con sus mamelucos, perseguido por aquellos hombres, que lograron devorar a tres de sus acompañantes. Los otros tres, con Chansah, consiguieron subir a la barca y empujar ésta hacia el centro del mar. Navegaron noche y día sin saber adónde los llevaba la nave: habían matado a la gacela, y de ella se alimentaban. Los vientos los empujaron a otra isla que tenía árboles, ríos, frutos y jardines; los frutos eran de todas clases, y los ríos corrían al pie de los árboles: parecía que la isla era un paraíso. Chansah se admiró al ver aquella isla, y preguntó a los mamelucos: ‘¿Cuál de vosotros desembarcará para darnos noticia de cómo es?’ Uno de los mamelucos se ofreció: ‘Yo iré a ver de qué se trata y os traeré informes’. Chansah replicó: ‘Eso no puede ser. Desembarcad los tres y averiguad qué hay en la isla, mientras yo espero vuestro regreso en la barca’. Chansah hizo desembarcar a los tres esclavos para que fuesen de descubierta.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven prosiguió:] «“Saltaron a tierra, la recorrieron por Levante y Poniente y no encontraron a nadie. Después avanzaron hacia el centro y hallaron una ciudadela de mármol blanco, cuyos edificios eran de cristal purísimo. En el centro había un jardín con toda clase de frutos secos y frescos, y que es imposible describir; también había aromas de todas clases. La fortaleza encerraba árboles frondosos y frutales; en sus ramas cantaban los pájaros. En el centro de los árboles se encontraba una gran alberca, a cuya orilla se erguía un magnífico pabellón, repleto de sillas, que rodeaban un trono de oro rojo con incrustaciones de gemas y jacintos. Los mamelucos, al ver la belleza de la ciudadela y del jardín, los recorrieron de derecha a izquierda, pero no encontraron a nadie. Salieron de la ciudadela y regresaron junto a Chansah, al que informaron de lo que habían visto. Cuando Chansah, el hijo del rey, hubo oído el informe, les dijo: ‘He de ver personalmente tal ciudadela’. El príncipe desembarcó y se marchó con los tres mamelucos. Llegaron a la ciudadela y entraron en ella. Chansah se quedó admirado de la belleza del lugar. Recorrieron el jardín, comieron sus frutos y no descansaron. Al atardecer se dirigieron a las sillas, y Chansah se sentó en el trono colocado en el centro, y a cuyos lados estaban dispuestas las sillas. Una vez sentado, el príncipe empezó a meditar y a llorar, por hallarse separado del solio de su padre, alejado de su país, de sus conciudadanos y de sus parientes. A su lado lloraban los tres mamelucos. Mientras así estaban, se oyó un enorme tumulto que procedía del mar; se volvieron en aquella dirección y vieron más monos que langostas hay en una de sus nubes. La isla y la ciudadela pertenecían a las monas, las cuales, al ver la barca en que había llegado Chansah, la habían hundido junto a la orilla del mar y habían marchado al encuentro del príncipe, que se encontraba sentado en su ciudadela.”»

La reina de las serpientes dijo: «Todo esto, Hasib, pertenece al relato que hizo a Buluqiya el muchacho que estaba sentado entre las dos tumbas». Hasib le preguntó: «¿Y qué hizo Chansah con las monas?»

La reina de las serpientes prosiguió:

«El príncipe se había sentado en el trono, mientras sus esclavos permanecían a derecha e izquierda. La llegada de estos animales los llenó de terror. Una multitud de monas se adelantó, se acercó al trono en que estaba sentado el príncipe y besó el suelo ante él; luego, poniendo la mano en el pecho permanecieron un instante inmóviles. En seguida llegó otro grupo, que llevaba dos gacelas: las sacrificaron, las llevaron a la fortaleza, las desollaron, las hicieron pedazos y las asaron hasta que estuvieron a punto para ser comidas. Entonces las colocaron en bandejas de oro y plata, extendieron los manteles e hicieron señas a Chansah y a sus compañeros para que comiesen. El príncipe bajó del trono y cenó en compañía de las monas y de los mamelucos, hasta que quedó harto. Luego las monas quitaron los manteles y sirvieron las frutas. Comieron éstas y dieron gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Chansah preguntó a las monas más viejas: “¿Quiénes sois? ¿A quién pertenece este lugar?” Le contestaron por señas: “Sabe que este lugar pertenecía a nuestro señor Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Venía aquí una vez al año para contemplarlo, y después se marchaba”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Las monas añadieron: “Sabe, ¡oh rey!, que tú eres desde ahora nuestro sultán, que nosotras estamos a tu servicio. Come y bebe, pues haremos todo lo que nos mandes”. Las monas se levantaron, besaron el suelo ante él, y cada una de ellas se marchó a sus quehaceres. Chansah durmió en el trono, y los mamelucos pasaron la noche en las sillas que había a su alrededor. Al día siguiente llegaron los cuatro ministros principales de los monos, acompañados por su séquito: fueron llenando la sala, disponiéndose en ella hilera tras hilera. Los ministros se acercaron e indicaron a Chansah que los rigiese con justicia. Después mandaron a los demás monos que se retirasen, y sólo quedaron los que estaban asignados al servicio del rey. Luego aparecieron otros monos trayendo perros que parecían caballos, con las cabezas sujetas por cadenas. El príncipe quedó admirado del tamaño de los perros. Los ministros de los monos le hicieron señal de que montase y los siguiese. Chansah y sus tres mamelucos montaron en los perros, y, rodeados por el ejército de los monos, se pusieron en camino. Parecían una nube de langostas: unos iban a pie, y otros montados en los perros; el príncipe estaba boquiabierto ante lo que veía. Pasaron por la orilla del mar, y Chansah, al darse cuenta de que su barca había sido hundida, se volvió a los ministros de los monos y les preguntó: “¿Dónde está la barca que había aquí?” Le contestaron: “Sabe, ¡oh rey!, que en cuanto llegaste a nuestra isla, supimos que ibas a ser nuestro sultán, y temiendo que quisieras escaparte cuando nos presentáramos ante ti, hundimos la barca”. Chansah, al oír tales palabras, se volvió a los mamelucos y les dijo: “Ya no tenemos medio que nos impulse a escapar de estos monos. Tendremos paciencia, puesto que así lo ha decretado Dios (¡ensalzado sea!)”. Siguieron caminando hasta llegar a la orilla de un río, junto al cual se encontraba un monte muy elevado. El príncipe lo observó y vio que en él había numerosísimos ogros. Volviéndose a los monos, les preguntó: “¿Quiénes son esos ogros?” Le contestaron: “Sabe, ¡oh, rey!, que esos ogros son nuestros enemigos y que venimos a combatirlos”. Chansah se admiró de ellos y del gran tamaño que tenían: montaban en caballos, y unos tenían cabezas de toro, y otros, de camellos. Los ogros, al ver el ejército de los monos, se lanzaron al ataque hasta llegar a la orilla del río, y empezaron a arrojar piedras tan grandes como columnas, con lo que hicieron una gran mortandad. El príncipe, al ver que los ogros vencían a los monos, gritó a sus mamelucos: “¡Sacad los arcos y las flechas! ¡Lanzad dardos hasta que los matéis y los alejéis de nosotros!” Hicieron lo que les mandaba su señor, y una gran calamidad cayó sobre los monstruos, pues mataron a muchos y los derrotaron; los vencidos se dieron a la fuga. Los monos, al ver lo que había hecho Chansah, se metieron en el río y, guiados por éste, persiguieron a los ogros hasta que los perdieron de vista, después de infligirles un duro castigo. Siguieron en pos de ellos, hasta llegar a un monte muy elevado. Chansah lo contempló y vio una lápida de mármol, en la que estaba escrito: “Sabe, ¡oh, tú, que has llegado a esta tierra!, que eres sultán de esos monos, que no puedes escaparte de ellos a menos que pases al lado oriental de este monte, lo cual representa una marcha de tres meses, durante los cuales cruzarás entre fieras, ogros, marids y efrits. Después llegarás al océano que circunda al ecúmene; si pasas por el lado occidental, lo cual representa una marcha de cuatro meses, irás a parar al principio del Valle de las Hormigas, y penetrarás en él. No estarás a salvo de dichos animales hasta que alcances un monte elevado, que arde como el fuego y que mide diez días de marcha”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chansah siguió leyendo en la lápida:] «“Llegarás entonces a un gran río, cuya corriente es tan veloz que deslumbra la vista. Dicho río se seca todos los sábados. A su orilla hay una ciudad cuyos habitantes son todos judíos, que niegan la fe de Mahoma; entre ellos no hay ningún musulmán. En todo su país no hay más ciudades. Mientras tú permanezcas con los monos, éstos vencerán a los ogros. Sabe que esta lápida la ha escrito Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!).” Después de leer aquello, el príncipe rompió a llorar amargamente y, volviéndose hacia sus mamelucos, les explicó lo que en ella había escrito. Montó de nuevo, y el ejército de los monos cerró filas a su alrededor y se pusieron en marcha, muy contentos por la victoria que habían obtenido sobre sus enemigos, y regresaron a su ciudadela. Chansah permaneció en ésta, como sultán de los monos, durante un año y medio. Al cabo de este tiempo ordenó a sus soldados que se dispusieran para salir de caza y de pesca. Montaron a caballo el príncipe, los mamelucos y los monos, y recorrieron campiñas y desiertos y no pararon de ir de lugar en lugar hasta que Chansah reconoció el Valle de las Hormigas, que señalaba la lápida de mármol. Al verlo, ordenó echar pie en tierra en aquel lugar. Descabalgaron los monos y permanecieron allí, comiendo y bebiendo durante diez días. Una noche, el príncipe llamó aparte a sus mamelucos y les dijo: “Vamos a huir. Cruzaremos el Valle de las Hormigas y nos dirigiremos a la Ciudad de los Judíos. Tal vez Dios nos libre de estos monos y podamos seguir nuestro camino”. Le contestaron: “Oír es obedecer”. Esperaron a que hubiese transcurrido parte de la noche, y entonces el príncipe y los mamelucos se incorporaron, tomaron sus armas —espadas, puñales y demás útiles de guerra— y se pusieron a andar desde las primeras horas de la noche hasta la aurora. Los monos, al despertarse, no encontraron a Chansah ni a sus mamelucos y se dieron cuenta de que se les habían escapado. Un grupo montó a caballo y emprendió el camino oriental, mientras que otro grupo, también montado, se internaba por el Valle de las Hormigas. Éste descubrió al príncipe y a sus mamelucos, que se internaban en el Valle, por lo cual aceleraron la marcha. Chansah y sus mamelucos los descubrieron a su vez, y apretaron la marcha. Apenas había transcurrido una hora cuando ya los monos los atacaban e intentaban darles muerte. Pero de repente aparecieron las hormigas, que salieron de debajo del suelo como una nube de langosta; cada una de ellas tenía el tamaño de un perro. Al ver a los monos se lanzaron contra ellos y se comieron unos cuantos; los monos mataron gran cantidad de hormigas, pero la victoria fue de éstas; una sola hormiga podía lanzarse contra un mono, atenazarlo con las mandíbulas y partirle en dos mitades, mientras que sólo un grupo de diez monos podía montarse en una hormiga, dominaría y partirla en dos. El combate, encarnizadísimo por ambos bandos, duró hasta la caída de la tarde; al oscurecer, Chansah y sus mamelucos escapaban por el fondo del Valle.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Al amanecer, los monos volvieron a dar alcance al príncipe. Éste, al verlos, gritó a sus mamelucos: “¡Atacadlos con las espadas!” Desenvainaron y cargaron contra los monos, que se acercaban a derecha e izquierda. Un mono gigantesco, con unos caninos que parecían los colmillos de un elefante, arremetió contra uno de los mamelucos y, de un mordisco, lo partió en dos. Los monos cargaron en tromba contra Chansah, pero éste consiguió huir hacia el fondo del Valle, en el cual distinguió un gran río, en cuya orilla había una cantidad enorme de hormigas. Éstas, al ver que el príncipe se acercaba, lo rodearon. Un mameluco, con la espada, partió una hormiga en dos. El ejército de las hormigas, al ver esto, cerró filas en torno al mameluco y lo mató. Mientras ocurría esto, los monos descendían de la cima del monte y volvían a cercar a Chansah, el cual al ver la obstinación con que lo perseguían, se desnudó y se arrojó al río. Lo mismo hizo el último esclavo que le quedaba. Nadaron hasta llegar al centro de la corriente. Chansah distinguió un árbol en la orilla opuesta, extendió la mano hacia una de sus ramas, la agarró, tiró de ella y subió a la orilla. En cambio, la corriente pudo más que el mameluco y lo arrastró hacia el monte, contra el cual quedó destrozado. El príncipe se quedó solo en tierra firme: escurrió sus vestidos y los secó al sol, mientras entre monos y hormigas se desarrollaba un encarnizado combate. Después, los monos se retiraron hacia su país. Esto es lo que se refiere a los monos y a las hormigas.

»He aquí ahora lo referente a Chansah. Lloró hasta la llegada de la tarde. Entonces entró en una cueva y se instaló en ella, lleno de terror y desesperado por la pérdida de sus esclavos. Pasó la noche en ella, hasta la llegada de la aurora. Entonces se puso en marcha y anduvo noches y días comiendo únicamente yerbas. Así llegó a un monte, que ardía como si fuese de fuego. Cruzó por él hasta llegar a un río que se secaba todos los sábados. Se dio cuenta de que era un río muy grande en cuya orilla había una populosa ciudad: la ciudad de los judíos, aquella que estaba descrita en la lápida. Permaneció en el lugar en que se encontraba, hasta la llegada del sábado, hasta que el río se secó. Lo cruzó y llegó a la ciudad, en la que no vio a nadie. La recorrió hasta llegar a la puerta de una casa. La abrió y entró: sus ocupantes permanecían mudos. Les dijo: “Soy un extranjero hambriento”. Le dijeron por señas: “Come y bebe, pero no hables”. Se sentó con ellos, comió, bebió y durmió allí aquella noche. Al anochecer, el dueño de la casa lo saludó, le dio la bienvenida y le preguntó: “¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?” Chansah rompió a llorar al oír las palabras del judío, le refirió su historia y le habló de la ciudad de su padre. El judío quedó admirado y le replicó: “Jamás hemos oído hablar de esa ciudad. Sólo hemos oído decir a las caravanas de comerciantes, que hay un país llamado el Yemen”. El príncipe le dijo: “Ese país del que te han hablado los comerciantes, ¿está lejos de aquí?” “Los caravaneros aseguran que desde su país hasta aquí tardan dos años y tres meses.” “¿Cuándo llega la caravana?” “El año próximo”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «Al oír estas palabras, el príncipe rompió a llorar amargamente y se entristeció por lo que les había ocurrido a él y a sus mamelucos, por encontrarse separado de su padre y de su madre y por todo lo sucedido en el curso del viaje. El judío lo animó: “¡No llores, muchacho! ¡Quédate con nosotros hasta que llegue la caravana, y te enviaremos con ella hacia tu país!” El príncipe aceptó y se quedó con el judío dos meses; todos los días recorría las callejas de la ciudad. En cierta ocasión en que, como de costumbre, paseaba de un lado para otro, oyó a un pregonero que decía: “¿Quién quiere ganar mil dinares y una esclava hermosa, de portentosa belleza, trabajando para mí desde la mañana hasta el mediodía?” Nadie le contestó. Chansah, al oír las palabras del pregonero, se dijo: “Si el trabajo no fuera peligroso, el anunciante no ofrecería mil dinares y una esclava hermosa por un trabajo que sólo dura desde la mañana hasta el mediodía”. El príncipe se acercó al pregonero y le dijo: “Yo haré ese trabajo”. Al oírlo, lo tomó consigo y lo condujo a una casa magnífica. Entraron los dos, y el príncipe se dio cuenta de que se encontraba en un hogar de persona acomodada. Había allí un comerciante judío, sentado en una silla de ébano. El pregonero se quedó en pie delante de él y le dijo: “¡Comerciante! Hace ya tres meses que pregono en la ciudad y sólo me ha contestado este joven”. El comerciante, al oír las palabras del pregonero, dio la bienvenida a Chansah, lo tomó consigo, lo hizo entrar en una magnífica habitación y ordenó a los esclavos que le diesen de comer. Extendieron los manteles y sirvieron toda suerte de guisos. El comerciante y el príncipe comieron y se lavaron las manos. Después sirvieron los sorbetes y bebieron. Luego el comerciante se incorporó, entregó a Chansah una bolsa con mil dinares e hizo entrar una esclava preciosa, guapísima. Le dijo: “Coge esta esclava y el dinero, a cambio del trabajo que harás”. El príncipe lo cogió e hizo sentarse a la esclava a su lado. El comerciante le dijo: “Mañana harás el trabajo”. Después se marchó de la habitación, y Chansah pasó aquella noche con la joven. Al día siguiente, por la mañana, se marchó al baño. El comerciante mandó a sus esclavos que le llevasen una túnica de seda. Le entregaron un magnífico manto, lo esperaron a que saliera del baño, le pusieron el manto y lo acompañaron de nuevo a la casa. El comerciante ordenó a sus esclavos que le llevasen el arpa, el laúd y los sorbetes, y así lo hicieron. Pusiéronse a beber, a jugar y a divertirse, hasta que hubo transcurrido la mitad de la noche. Entonces el comerciante se retiró a su habitación, y Chansah estuvo con la esclava hasta el amanecer. Fue al baño, y al regresar de éste, se le acercó el comerciante, el cual le dijo: “Quiero que me hagas el trabajo”. “¡Oír es obedecer!”, replicó el príncipe. El comerciante mandó a los esclavos que le llevasen dos muías. Así lo hicieron. Montó en una de ellas y ordenó a Chansah que hiciera lo mismo con la otra. Le obedeció. El príncipe y el comerciante cabalgaron hasta el mediodía, hora a la cual llegaron a un monte muy alto, cuya cima se perdía en las nubes. El comerciante descabalgó y ordenó a Chansah que hiciese lo mismo. Dio a éste un cuchillo y una cuerda, y le dijo: “Quiero que sacrifiques esta mula”. El príncipe se remangó los vestidos, se acercó a la mula, le ató las cuatro patas con la cuerda y la tumbó en el suelo; cogió el cuchillo, la degolló y le cortó las cuatro patas y la cabeza, con lo cual quedó transformada en un montón de carne. El comerciante dijo entonces: “Te mando que le abras el vientre y te introduzcas en él. Yo lo coseré y tú te quedarás dentro. Permanecerás en él una hora y me irás explicando todo lo que veas en su interior”. Chansah abrió el vientre del animal, se metió en él y el comerciante lo cosió, lo abandonó y se alejó…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió: «El comerciante se alejó] ocultándose en un recoveco del monte. Al cabo de un rato cayó sobre la mula un pájaro enorme, la agarró y remontó el vuelo hasta la cima del monte. Quiso comérselo, mas el príncipe, al darse cuenta de las intenciones del animal, abrió el vientre de la mula y salió. El pájaro se asustó al verlo, levantó el vuelo y se marchó. Chansah se puso en pie, empezó a mirar a derecha e izquierda y no vio a nadie: sólo había allí cadáveres de hombres que se habían secado al sol. Al descubrirlos, se dijo: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” Miró hacia el pie del monte y descubrió al comerciante, que lo estaba observando. Al verlo, le gritó: “¡Échame las piedras que están a tu alrededor y te indicaré el camino para bajar!” Chansah le arrojó cerca de doscientas piedras: eran jacintos, crisolitas y piedras preciosas. Luego el príncipe le dijo: “¡Muéstrame el camino y volveré a echarte piedras otra vez!” El comerciante recogió las piedras, las cargó en la mula que había montado y se marchó sin contestarle. Chansah se quedó solo en la cima. Pidió auxilio a Dios y rompió a llorar. Permaneció en él durante tres días, al cabo de los cuales empezó a andar. Recorrió el monte durante dos meses comiendo hierbas. Anduvo sin interrupción hasta llegar a sus estribaciones. Una vez en su falda, descubrió a lo lejos un valle repleto de árboles, frutos y pájaros. Loó a Dios, el Único, el Todopoderoso, y se alegró muchísimo al reconocer dicho valle. Se dirigió hacia él, andando sin descanso durante una hora, hasta llegar a una hondonada por la que corría un torrente; siguiendo el curso de éste, llegó al valle que había visto y lo examinó a derecha e izquierda. Sin dejar de mirar a todas partes, llegó a un palacio muy alto, que se remontaba por los aires.

»Se acercó, y al llegar a la puerta encontró a un anciano de buen aspecto, cuyo rostro irradiaba luz. Tenía en la mano un bastón de jacinto y permanecía junto a la puerta del palacio. El príncipe se acercó a él y lo saludó. El anciano le devolvió el saludo, le dio la bienvenida y le dijo: “¡Siéntate, hijo mío!” Chansah se sentó junto a la puerta. El jeque le preguntó: “¿Por dónde has llegado a esta tierra, que jamás ha pisado un hijo de Adán? ¿Adónde vas?” El príncipe rompió a llorar amargamente al oír las palabras del anciano, pues recordó lo mucho que había sufrido; el llanto lo ahogaba. El jeque lo consoló: “¡Hijo mío! Deja de llorar, pues laceras mi corazón”. Fue a buscar algo de comer, se lo puso delante y lo invitó: “Come”. Chansah comió hasta quedar harto y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Luego el jeque insistió: “¡Hijo mío! Quiero que me cuentes tu historia y me refieras lo que te ha ocurrido”. El príncipe se echó a llorar y le contó todo lo que le había sucedido, desde el principio de sus aventuras hasta su llegada allí. El viejo se admiró muchísimo al oír el relato. Chansah le preguntó: “Quiero que me informes de quién es el dueño de este valle y a quién pertenece este magnífico palacio”. “Sabe, hijo mío —replicó el viejo—, que el valle y todo lo que contiene, así como este palacio y sus dependencias, pertenecen a Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!). Yo me llamo el jeque Nasr, rey de los pájaros. Sabe que el señor Salomón me ha confiado este palacio…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el jeque Nasr prosiguió: «“Salomón] me ha enseñado el lenguaje de los pájaros y me ha nombrado gobernador de todos los que hay en el mundo. Una vez al año vienen los pájaros a este alcázar. Yo les paso revista y después se van. Ésta es la causa de que yo viva aquí.” Chansah lloró amargamente al oír las palabras del jeque Nasr. Le dijo: “¡Padre mío! ¿De qué medio me valdré para regresar a mi país?” “Sabe, ¡oh, hijo mío!, que estás en las inmediaciones del Monte Qaf y que no puedes marcharte hasta que lleguen los pájaros. Yo te confiaré a uno de ellos, que te conducirá a tu país. Quédate conmigo en este alcázar, come, bebe y distráete en estos lugares, hasta que lleguen los pájaros.” El príncipe se quedó con el anciano y se dedicó a recorrer el valle, a comer sus frutos, a distraerse, reírse y jugar. Vivió en la más muelle de las vidas hasta que llegaron los pájaros, procedentes de sus domicilios, para rendir visita al jeque Nasr. Éste, cuando supo que llegaban las aves se puso de pie y dijo al príncipe: “¡Chansah! Coge estas llaves y abre las habitaciones del alcázar. Puedes ver lo que contienen, excepción hecha de tal departamento: guárdate de abrirlo. Si me desobedeces, lo abres y entras, jamás conseguirás ningún bien”. Hizo esta recomendación al príncipe, insistió en ella y se marchó a recibir a los pájaros. Éstos, al ver al jeque Nasr, se acercaron a él y le fueron besando las manos, especie tras especie. Esto es lo que hace referencia al jeque Nasr.

»He aquí ahora lo referente a Chansah. Se puso en pie, empezó a recorrer el alcázar y visitó todas las habitaciones hasta llegar a aquella que el jeque Nasr le había prohibido abrir. Miró la puerta de la habitación y quedó admirado, puesto que tenía una cerradura de oro. Se dijo: “Esta habitación es más hermosa que todas las otras. ¡Ojalá supiera qué hay en ella y qué ha impulsado al jeque a prohibirme la entrada! He de entrar y ver qué es lo que contiene. Lo que está destinado al siervo, debe cumplirse”. Alargó la mano, abrió la puerta de la habitación y entró. Vio que tenía un gran estanque, y que al lado de éste había un pabellón pequeño, construido de oro, plata y cristal; las ventanas eran de rubí; el suelo, de berilo verde; esmeraldas y gemas engarzadas en él, hacían las veces del mármol. En el centro se levantaba un surtidor de oro, lleno de agua, y alrededor de él, figuras de animales y pájaros, de oro y plata; el agua salía de su interior. Al soplar el viento y penetrar por sus oídos, cada una de estas figuras cantaba con la voz propia de la especie que representaba. Al lado del surtidor había un gran salón, en el cual se encontraba un enorme trono de rubíes, con perlas y gemas incrustadas. Encima había un palio de seda verde, cuajado de aljófares y piedras valiosísimas: tenía unas cincuenta brazas de anchura, y debajo del mismo había una sala en la que se guardaba el tapete que había pertenecido a Salomón (¡sobre él sea la paz!). Chansah vio que aquel alcázar estaba rodeado por un gran jardín que tenía árboles, frutas y riachuelos. En torno al mismo había sembrados de rosas de color, mirtos, rosas blancas y toda clase de olorosas flores. Cuando soplaba el céfiro, los árboles cimbreaban sus ramas. El príncipe comprobó que en aquel jardín había árboles de todas las especies y frutos secos y frescos, y que todo ello estaba contenido en aquel departamento. Al comprobarlo, quedó maravillado y empezó a recorrer el jardín y el pabellón, admirando todos los prodigios que contenían. Miró la alberca y descubrió que sus guijarros eran piedras preciosas, aljófares de gran valor, gemas incomparables. En el departamento vio gran cantidad de cosas.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chansah] «entró en el pabellón y subió al trono, que estaba colocado sobre una plataforma situada en el lado del surtidor; pasó al gabinete que había encima y durmió un rato en él. Al despertarse empezó a andar, salió por la puerta de la habitación y se sentó en una silla que había delante de la misma. Estaba admirado de lo hermoso del lugar. Entonces llegaron tres pájaros, que parecían palomos; se posaron al lado del estanque, jugaron un rato, se quitaron las plumas que llevaban puestas y se transformaron en tres muchachas que parecían lunas: en todo el mundo no había otras iguales. Se metieron en la alberca, nadaron, jugaron y se rieron. Al verlas, Chansah quedó pasmado de su hermosura, de su belleza, de la perfección de sus proporciones. Salieron del agua y empezaron a recorrer y contemplar el jardín. El príncipe, al verlas salir, casi perdió el conocimiento: se puso de pie y avanzó para alcanzarlas. Al llegar cerca, las saludó y ellas le devolvieron el saludo. Las interrogó: “¿Quiénes sois, hermosas señoras? ¿De dónde venís?”

»La pequeña replicó: “Venimos de los reinos de Dios (¡ensalzado sea!) para distraernos en este lugar”. El príncipe, pasmado de su belleza, dijo a la pequeña: “Ten compasión de mí, sé indulgente conmigo e interésate por mi estado y por lo que me ha ocurrido en mi vida”» “¡No importunes y sigue tu camino!” Chansah lloró desconsoladamente al oír aquellas palabras, exhaló profundos suspiros y recitó estos versos:

Ella se me mostró, en el jardín, con un vestido verde, y los cabellos sueltos.

Le pregunté: “¿Cómo te llamas?” Me contestó: “Yo soy aquella que tuesta el corazón de los enamorados sobre brasas”.

Me quejé a ella de la pasión que me afligía. Me contestó: “Te quejas, sin saberlo, a una piedra”.

Le dije: “Si tu corazón es una piedra, sabe que Dios ha hecho brotar agua purísima de las piedras”.

»Las jóvenes se rieron al oír los versos del príncipe, jugaron, cantaron y se entretuvieron. El joven les llevó algunos frutos: comieron, bebieron y pasaron la noche en compañía de Chansah. Al día siguiente, por la mañana, se pusieron los vestidos de plumas, tomaron el aspecto de aves y levantaron el vuelo para dirigirse a sus ocupaciones. El príncipe estuvo a punto de perder el conocimiento al ver que se transformaban en pájaros y que desaparecían de su vista; lanzó un grito terrible y cayó desmayado. Así permaneció durante todo el día. Mientras él estaba tumbado en el suelo, el jeque Nasr, que había vuelto de su reunión con los pájaros, empezó a buscar a Chansah para confiárselo a las aves y devolverlo así a su país. Al no encontrarlo, sospechó en seguida que había entrado en la habitación prohibida. El jeque había dicho a los pájaros: “Tengo conmigo un joven al que los hados han traído a esta tierra desde un país lejano. Quiero que lo toméis con vosotros y lo conduzcáis a su patria”. Le habían contestado: “Oír es obedecer”.

»El jeque Nasr buscó sin descanso a Chansah hasta llegar a la puerta de la habitación que le había prohibido abrir. La halló abierta. Entró y vio al príncipe desmayado, tendido al pie de un árbol. Le llevó un poco de agua perfumada, le roció la cara, recuperó el conocimiento y miró…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven miró] «a derecha e izquierda. Al ver que sólo estaba el anciano a su lado, aumentó su pesar y recitó estos versos:

Se mostró como la luna llena en la noche feliz; extremidades delicadas, cintura esbelta.

Tiene unas pupilas que cautivan, con su magia, el entendimiento; su boca compite con el rubí encarnado de la rosa.

Sus negros cabellos resbalan por la espalda. ¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado con las serpientes que están en sus bucles!

A pesar de la suavidad de las formas, su corazón es más duro que la roca con el amante.

Lanza las flechas de sus miradas con el arco de sus cejas; hace blanco y no yerra, aunque tire lejos.

¡Oh, su belleza! Sobrepuja a toda la hermosura y no tiene rival entre los seres creados.

»El jeque Nasr, al oír estos versos, le dijo: “¡Hijo mío! ¿No te había dicho que no abrieses la puerta de la habitación y que no entrases? ¡Cuéntame qué es lo que has visto! Refiéreme tu historia y dame a conocer lo que te ha ocurrido”. El príncipe se lo contó todo y le informó de lo que le había ocurrido con las tres muchachas mientras él había estado allí. El jeque, al oír sus palabras, le dijo: “Sabe, hijo mío, que esas muchachas son hijas de genios. Cada año vienen a este lugar, juegan y se divierten hasta la caída de la tarde, y después regresan a su país”. “¿Dónde está su país?”, preguntó Chansah. “En verdad, hijo mío, no lo sé. Pero ven conmigo, ten valor y yo te enviaré a tu país con los pájaros. ¡Aleja de ti ese amor!” El príncipe dio un grito al oír aquellas palabras y cayó desmayado. Al volver en sí, replicó: “¡Padre mío! Yo no puedo regresar a mi país hasta que me haya desposado con esas muchachas. Sabe, padre mío, que no volveré a acordarme de mi familia aunque tenga que morir a tu lado”. Lloró y añadió: “Yo me contento con ver la cara de la que-amo, aunque sólo sea una vez al año”. Exhaló unos suspiros y recitó:

¡Ojalá el espectro del amado no apareciese de noche ante el amante! ¡Ojalá esta pasión no hubiese sido creada para los hombres!

Si no estuviese en llamas mi corazón por haberte recordado, tampoco resbalarían por mi mejilla las lágrimas.

Yo hago que el corazón tenga paciencia de día y de noche, mientras mi cuerpo se consume con el fuego del amor.

»El príncipe se arrojó a los pies del jeque Nasr, se los besó y le dijo: “¡Ten misericordia de mí, y Dios la tendrá de ti! ¡Ayúdame en mis dificultades, y Él te ayudará!” El jeque replicó: “¡Hijo mío! ¡Por Dios! No conozco a esas muchachas y no sé cuál es su país. Si te has enamorado de una de ellas, quédate conmigo para volver a verlas dentro de un año, pues volverán en este mismo día del próximo año. Cuando esté próxima su llegada, te esconderás en el jardín, debajo de un árbol. Al posarse junto a la alberca, se pondrán a nadar, a jugar y se alejarán de sus vestidos. Coge entonces el que pertenezca a aquella a la que amas. Cuando lo vean, saltarán a tierra para vestirse. Aquella a la que quites el vestido, te dirá con palabras dulces, y sonriendo amablemente: ‘Dame el vestido, hermano mío, para que pueda vestirme y taparme’. Si escuchas sus palabras y se lo entregas, jamás llegarás a conseguir tu deseo, puesto que se lo pondrá, se marchará al lado de sus familiares y no volverás a verla nunca más. Pero si te apoderas del vestido y lo conservas en tu poder, colocándotelo debajo del brazo, y no se lo entregas hasta que yo regrese de la reunión de los pájaros, os pondré de acuerdo y te mandaré a tu país en su compañía. Esto es lo único que puedo hacer por ti, hijo mío”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la reina de las serpientes prosiguió:] «El corazón del príncipe se tranquilizó al oír las palabras del anciano, y permaneció con éste otro año, durante el cual contaba los días transcurridos en espera del regreso de los pájaros. Próxima ya la fecha, el jeque Nasr dijo a Chansah: “Obra según te he recomendado con los vestidos de las muchachas: yo voy a recibir a los pájaros”. “¡Oír es obedecer, padre mío!”, replicó el príncipe. El jeque salió al encuentro de los pájaros. Una vez se hubo marchado, Chansah entró en el jardín y se escondió debajo de un árbol, en dónde no podían verlo. Permaneció así el primero, el segundo y el tercer días, sin que apareciesen las muchachas. Estaba intranquilo, lloraba, y los gemidos brotaban de su corazón entristecido. No paró de llorar hasta perder el conocimiento. Al cabo de un rato volvió en sí y empezó a mirar el cielo, la tierra y el estanque. Su corazón palpitaba violentamente. En esto aparecieron en los aires tres pájaros que parecían palomos, aunque del tamaño de águilas. Se posaron junto al estanque, se volvieron a derecha e izquierda, y, no viendo a ningún ser humano ni a ningún genio se quitaron los vestidos, se metieron en el estanque y empezaron a jugar, a reírse y a solazarse desnudas, de tal modo que parecían lingotes de plata. La mayor de ellas dijo: “Temo, hermanas mías, que haya alguien oculto en ese pabellón”. La mediana replicó: “¡Hermana! ¿No sabes que es de la época de Salomón y que no han entrado en él genios ni hombres?” La pequeña intervino, riendo: “¡Por Dios, hermanas! Si hay alguien oculto en ese lugar, es sólo para raptarme a mí”. Jugaron y rieron mientras el corazón de Chansah palpitaba por el exceso de pasión; oculto debajo del árbol, las veía sin ser visto por ellas. Nadaron hasta llegar al centro del estanque, con lo que se alejaron de sus vestidos. El príncipe se puso de pie, corrió velozmente y cogió el vestido de la pequeña, aquella de la cual se había enamorado su corazón y que se llamaba Samsa. Las muchachas se volvieron y vieron a Chansah. El corazón les latió desacompasadamente, se metieron bajo el agua y se acercaron a la orilla. Comprobaron que el rostro del príncipe era como el de la luna en una noche de plenilunio.

»Le preguntaron: “¿Quién eres? ¿Cómo has llegado hasta este lugar para robar el vestido de la señora Samsa?” “Acercaos a mí y os contaré lo que me ha ocurrido.” La señora Samsa interrogó: “¿Cuál es tu historia? ¿Por qué has cogido mis ropas? ¿Cómo es que me has reconocido entre mis hermanas?” “¡Luz de mis ojos! Sal del agua para que te cuente mi historia. Te referiré todo lo que me ha ocurrido y te explicaré cómo te conozco.” “¡Señor mío! ¡Luz de mis ojos y fruto de mi corazón! Dame el vestido para que me pueda tapar e iré junto a ti.” “¡Hermosa señora! No puedo darte el vestido, pues el amor me mataría. No te lo entregaré hasta que llegue el jeque Nasr, rey de los pájaros.” La señora Samsa, al oír estas palabras, replicó al príncipe: “Si no me quieres dar el vestido, aléjate un poco para que puedan salir mis hermanas a la orilla, vestirse y darme algo con que taparme”. “Oír es obedecer”, replicó Chansah. Se dirigió hacia el pabellón y entró. La hermana mayor de la señora Samsa dio a ésta un pedazo de su vestido, con el cual no podía levantar el vuelo, y se lo puso. La señora Samsa se mostró como si fuera la luna cuando sale o una gacela cuando retoza, y echó a andar hasta llegar al lado del príncipe. Lo halló sentado en el trono. Lo saludó, se sentó cerca de él y le dijo: “¡Rostro hermoso! Tú eres aquel que me ha matado y que se ha matado a sí mismo. Pero cuéntanos lo que te ha ocurrido para que sepamos tu historia”. Chansah rompió a llorar al oír estas palabras de la señora Samsa, y las lágrimas calaron sus vestidos. La joven, al darse cuenta de que estaba enamorado de ella, se puso de pie, lo cogió de la mano, lo hizo sentar a su lado y le secó las lágrimas con su propia manga, diciendo: “¡Rostro hermoso! Deja de llorar y refiéreme qué es lo que te ha ocurrido”. El príncipe le explicó lo que le había sucedido y lo que había visto.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «la señora Samsa, al oír sus palabras, suspiró y le dijo: “¡Señor mío! Si estás enamorado de mí, devuélveme mis vestidos para que me los ponga. Iré, con mis hermanas, a ver a mi familia y le explicaré que te has enamorado de mí. Después regresaré a tu lado y te llevaré a mi país”. El príncipe lloró a lágrima viva al oír estas palabras, y replicó: “¿Es que Dios te permite darme muerte injustamente?” “¡Señor mío! ¿A causa de qué he de matarte?” “En cuanto te pongas el traje, te irás de mi lado y yo moriré al instante.” La señora Samsa y sus hermanas rompieron a reír al oír estas palabras. La joven dijo: “¡Tranquilízate! ¡Alegra tus ojos, pues he de casarme contigo!” Se inclinó hacia él, le abrazó, le estrechó contra el pecho y le besó entre los ojos y en la mejilla; permanecieron abrazados una hora. Después se separaron y se sentaron en el trono. La hermana mayor salió del pabellón y se dirigió al jardín: cogió algunos frutos y plantas olorosas y se los llevó. Comieron, bebieron, disfrutaron, rieron y jugaron. El príncipe era muy bello, esbelto y bien proporcionado. La señora Samsa le dijo: “¡Amigo mío! Te juro por Dios que te quiero con un gran amor y que jamás me separaré de ti”. El joven se tranquilizó al oír sus palabras, se echó a reír y siguieron jugando. En esto apareció el jeque Nasr, que regresaba de su reunión con los pájaros. Cuando llegó, todos se pusieron de pie, lo saludaron y le besaron las manos. El jeque les dio la bienvenida. Después los invitó a sentarse, y así lo hicieron. Nasr dijo a la señora Samsa: “Este joven te ama apasionadamente. Trátalo bien en nombre de Dios, pues es un personaje importante, hijo de reyes; su padre gobierna el país de Kabul y posee un vasto imperio”. La señora Samsa, al oír estas palabras, replicó: “Oír tu orden es obedecerla”. Luego besó la mano del jeque Nasr y permaneció de pie delante de él. El jeque le dijo: “Si lo que dices es verdad, júrame en nombre de Dios que no lo traicionarás jamás en la vida”. La muchacha prestó juramento solemne de no traicionarlo jamás y de casarse con él. Luego añadió: “Sabe, jeque Nasr, que no me apartaré jamás de su lado”. Una vez la señora Samsa hubo jurado, el jeque dijo a Chansah: “¡Loado sea Dios, que os ha puesto de acuerdo!” El príncipe se alegró muchísimo. Él y la señora Samsa se quedaron tres meses con el jeque Nasr comiendo, bebiendo, jugando y riendo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «transcurrido este tiempo, la señora Samsa dijo: “Quiero que nos marchemos a tu país y que te cases conmigo. Viviremos allí”. “¡Oír es obedecer!”, contestó el príncipe. Éste pidió consejo al jeque Nasr, diciendo: “Queremos ir a mi país”, y le explicó todo lo que le había dicho la señora Samsa. El jeque le contestó: “Idos, pues, y cuida de ella”. “Oír es obedecer”, concluyó el príncipe. La joven pidió su vestido, diciendo al jeque: “Dile que me entregue mi vestido para que pueda ponérmelo”. El jeque intervino: “¡Dale el vestido!” El príncipe replicó: “¡Oír es obedecer!”, y fue corriendo al pabellón, regresó con el vestido y se lo entregó a la joven. Ella lo cogió y se lo puso. Luego dijo a Chansah: “Súbete en mi espalda, cierra los ojos y tápate los oídos para que no oigas la música de las esferas que giran mientras vamos volando. Cógete bien a las plumas de mi vestido y procura no caerte”. El príncipe se subió a horcajadas. Estaba ya a punto de remontar el vuelo, cuando el anciano dijo a la muchacha: “¡Espera! Voy a describirte el país de Kabul, pues temo que os equivoquéis de camino”. Ella permaneció quieta mientras le describía el país y le recomendaba a Chansah. Ambos se despidieron de él, y Samsa saludó a sus hermanas y les dijo: “Volved junto a la familia y explicadle lo que me ha ocurrido con el príncipe”. Levantó el vuelo en seguida, veloz como los vientos o el relámpago, mientras sus hermanas se elevaban con otro rumbo, para informar a su familia de lo que había sucedido a la señora Samsa con Chansah.

»La señora Samsa voló sin interrupción desde la mañana hasta la noche, llevando siempre a Chansah en sus espaldas. Al atardecer distinguió en la lontananza un valle cuajado de árboles y riachuelos. Dijo al príncipe: “Quiero descender en ese valle para pasar la noche entre sus árboles y sus plantas”. “¡Haz lo que te plazca!”, replicó el príncipe. Perdió altura, se posó en el valle, y Chansah saltó a tierra y la besó entre los ojos. Permanecieron sentados una hora junto al río. Después se incorporaron y recorrieron el valle observando lo que contenía y comiendo sus frutos. No se cansaron de corretear hasta la noche. Entonces se colocaron debajo de un árbol y durmieron hasta el día siguiente. La señora Samsa se levantó y dijo al príncipe que subiera de nuevo en su espalda. Así lo hizo, y la joven se remontó en seguida, volando sin parar desde la mañana hasta el mediodía. Mientras recorrían el camino, descubrieron la región que el jeque Nasr les había descrito. La señora Samsa, al darse cuenta de ello, descendió hasta un prado amplio, bien sembrado, en el cual pastaban las gacelas y había fuentes de agua corriente, frutos olorosos y amplios riachuelos. Al tocar tierra, Chansah saltó al suelo y la besó entre los ojos. Ella le dijo: “¡Amado mío! ¡Consuelo de mis ojos! ¿Sabes la distancia que hemos recorrido?” “¡No!” “¡Treinta meses de viaje!” “¡Loado sea Dios, que nos ha salvado!”, exclamó el príncipe. Se sentaron el uno al lado del otro y comieron, bebieron, jugaron y se divirtieron. De pronto aparecieron dos mamelucos. Uno de ellos era el que se había quedado al cuidado de los caballos cuando Chansah había subido a la barca de los pescadores, y el otro pertenecía al grupo que lo había acompañado de caza y de pesca. Al ver al príncipe lo reconocieron, lo saludaron y le dijeron: “Con tu permiso, correremos al lado de tu padre para darle la buena nueva de tu llegada”. El príncipe replicó: “Id e informad a mi padre. Después traed tiendas de campaña, pues permaneceremos en este lugar durante siete días para poder descansar y dar tiempo a que salga el cortejo a recibirnos. Entraremos acompañados de un séquito de honor”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «los dos esclavos volvieron junto al rey y le dijeron: “¡Enhorabuena, rey del tiempo!” Tigmus, al oír las palabras de sus dos esclavos, les preguntó: “¿Por qué me dais la enhorabuena? ¿Es que ha vuelto mi hijo Chansah?” “Sí: tu hijo ha dejado de estar ausente, está cerca de ti, en el prado de Kirani.” El soberano se alegró muchísimo al oír las palabras de sus dos mamelucos, y cayó desmayado a causa de la gran alegría que experimentó. Al volver en sí, ordenó al visir que diese un traje de corte a cada uno de los mamelucos y que les entregase una cantidad de dinero. Les dijo: “Tomad estas riquezas como recompensa por la buena noticia que me habéis traído, sea falsa o verdadera”. Los dos mamelucos le replicaron: “Nosotros no mentimos. Acabamos de estar a su lado; lo hemos saludado y besado las manos, y nos ha ordenado que le llevemos tiendas, ya que permanecerá en el prado de Kirani durante siete días, hasta el momento en que vayan los visires y los grandes del reino a recibirlo”. “Y, ¿cómo se encuentra mi hijo?” “Está con una hurí. Parece que ambos se hayan escapado del paraíso.” El rey, al oír tales palabras, mandó tocar tambores y trompetas, y la buena noticia se difundió. Luego despachó mensajeros en todas las direcciones de la ciudad, para dar la grata nueva a la madre de Chansah y a las mujeres de los emires, de los visires y de los grandes del reino. Los mensajeros se dispersaron por la capital e informaron a las gentes del regreso del príncipe. El rey Tigmus preparó las tropas y los soldados y emprendió el camino hacia el prado de Kirani. Chansah seguía sentado junto a la señora Samsa. Las tropas se acercaron al príncipe, el cual se puso de pie y salió a su encuentro. Los soldados, al reconocerlo, descabalgaron, se acercaron a él, lo saludaron y le besaron las manos. Chansah siguió pasando revista a las tropas hasta llegar ante su padre. El rey Tigmus, al ver a su hijo, se arrojó a sus brazos desde el lomo del caballo, lo abrazó y lloró copiosamente. Después volvió a montar, y lo mismo hizo el príncipe, mientras los soldados se colocaban a ambos lados. Reanudaron la marcha y llegaron junto al río, en donde descabalgaron las tropas y los soldados; levantaron las tiendas y los pabellones e izaron los estandartes. Repicaron los tambores y las flautas; los címbalos y las trompetas tocaron. El rey Tigmus mandó a los tapiceros que levantasen una tienda de seda roja para la señora Samsa. Hicieron lo que les habían mandado, y la señora Samsa se quitó el traje de plumas, se dirigió a la tienda y se instaló en ella. Mientras estaba allí, el rey Tigmus y su hijo Chansah acudieron a saludarla. La joven, al ver a Tigmus, se puso de pie y besó el suelo ante él. El rey se sentó, y colocó a su hijo a la derecha y a la señora Samsa a la izquierda. Dio la bienvenida a ésta e interrogó al príncipe: “¡Cuéntame qué te ha ocurrido durante tu ausencia!” Le refirió todo lo que le había sucedido, desde el principio hasta el fin. El rey, al oír las palabras de su hijo, se admiró muchísimo y, dirigiéndose a la señora Samsa, exclamó: “¡Loado sea Dios, que ha hecho que me reunieses con mi hijo! Esto, realmente, es un favor inmenso”[228]

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey prosiguió:] «“Quiero que me pidas lo que te apetezca, para que yo pueda honrarte ofreciéndotelo.” La señora Samsa dijo: “Deseo que me construyas un palacio en el centro de un jardín, al pie del cual corran las aguas”. “¡Oír es obedecer!” Mientras así hablaban, apareció la madre de Chansah acompañada por las mujeres de los emires, de los visires y de los grandes de la ciudad. El joven, al verla, salió de la tienda para recibirla: estuvo abrazado a ella durante una hora. La madre derramó lágrimas de alegría y recitó estos versos:

La alegría ha cargado sobre mí hasta el punto de que el mucho gozo me ha hecho llorar.

¡Oh, ojos! Las lágrimas han pasado a constituir tu naturaleza: lloras de alegría y de pena.

»El uno se quejó al otro de lo mucho que lo había hecho sufrir la separación y el dolor. Más tarde, el padre se trasladó a su tienda, y la madre y Chansah fueron a la tienda de éste, en la cual se sentaron a conversar. Mientras hablaban se presentaron los mensajeros, que anunciaron la llegada de la señora Samsa. Dijeron a la madre del príncipe: “Samsa viene hacia aquí, pues desea saludarte”. La madre se puso de pie y salió a recibirla; la saludó, y ambas estuvieron reunidas durante una hora. Después, las dos, acompañadas por las mujeres de los emires y de los magnates del reino, se dirigieron a la tienda de la señora Samsa. Entraron en ella y se sentaron. Entretanto, el rey Tigmus repartió regalos pródigamente y honró a sus súbditos, pues estaba muy contento por el regreso de su hijo.

»Permanecieron en aquel lugar durante diez días, comiendo, bebiendo y pasando la más tranquila de las vidas. Al cabo de este plazo, el rey mandó a sus tropas que montasen a caballo y se dirigiesen a la ciudad. El rey y los soldados lo hicieron así. Los visires y los chambelanes se distribuyeron a su derecha e izquierda y marcharon sin descanso hasta entrar en la capital. La madre de Chansah y la señora Samsa se dirigieron a su domicilio. La ciudad se engalanó magníficamente, sonaron los tambores y los címbalos, y la ciudad se vistió de joyas y tapices; extendieron brocados preciosos debajo de los cascos de los caballos. Los magnates se alegraron, hicieron regalos, los espectadores quedaron estupefactos, y los pobres y desamparados fueron alimentados. Celebraron grandes fiestas durante diez días, y la señora Samsa se alegró muchísimo al ver todo aquello. Después, el rey Tigmus mandó en busca de los albañiles, arquitectos y sabios, y les ordenó que construyesen un palacio en aquel jardín. Contestaron que obedecerían; empezaron los preparativos para construir el alcázar, y lo terminaron del mejor modo posible. Chansah, al enterarse de la construcción del palacio, dijo a los artífices que le llevaran una columna de mármol blanco, que la excavasen e hiciesen un hueco en forma de caja. Ellos obedecieron. El príncipe cogió el vestido de vuelo de la señora Samsa, lo colocó en el interior de la columna, lo enterró en los fundamentos del alcázar y ordenó a los albañiles que encima construyesen las bóvedas que debían sostener el palacio. Una vez terminado éste, lo tapizaron: era un magnífico alcázar en medio del jardín, a cuyo pie corrían los riachuelos. El rey Tigmus ordenó entonces que se celebraran las bodas de Chansah. Las fiestas fueron magníficas: jamás se habían visto otras iguales. Condujeron a la señora Samsa a aquel palacio, y después, cada uno de los presentes se marchó a sus quehaceres. La señora Samsa aspiró el olor del traje de plumas…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [«la señora Samsa aspiró el olor del traje de plumas] con el cual había volado, y descubrió el lugar en que estaba. Deseó volverlo a tener, pero esperó hasta mediada la noche, hasta que Chansah estuvo sumido en el sueño. Entonces se levantó, se dirigió hacia la columna sobre la que reposaban las bóvedas y cavó a su alrededor hasta alcanzar la columna en la cual estaba encerrado el vestido: quitó el sello de plomo que lo cerraba, sacó el traje y levantó el vuelo al momento. Fue a posarse en lo más alto del palacio y gritó a las gentes: “Quiero que vayáis a buscar a Chansah para que pueda despedirme de él”. Informaron a éste, el cual corrió hacia ella. Vio que estaba encima de la azotea del palacio y que tenía puesto el vestido de plumas. Le dijo: “¿Cómo has hecho esto?” “¡Amado mío! ¡Regocijo de mis ojos y fruto de mi corazón! ¡Por Dios! Te quiero muchísimo y me ha alegrado enormemente el conducirte hasta tu país, trasladarte a tu tierra, haber conocido a tu padre y a tu madre. Si tú me amas de la manera que yo te amo, irás a buscarme a la Ciudadela de las Gemas, a Takni.” Levantó el vuelo y fue a reunirse con sus familiares.

»Chansah, al oír las palabras de la señora Samsa, estuvo a punto de morir de dolor y cayó desmayado. Fueron a buscar a su padre y le informaron de todo. El soberano marchó al alcázar, entró a ver a su hijo y lo encontró tendido en el suelo. Tigmus rompió a llorar, pues comprendió que el príncipe estaba verdaderamente enamorado de la señora Samsa. Le roció el rostro con agua de rosas y volvió en sí. Al ver a su padre junto a él, rompió a llorar por encontrarse separado de su esposa. El soberano le preguntó: “¿Qué es lo que te ha ocurrido, hijo mío?” “Sabe, ¡oh, padre!, que la señora Samsa es hija de genios, y que yo la amo, estoy enamorado de ella y me gusta su belleza. Yo tenía su vestido, sin el cual ella no podía volar. Se lo cogí y lo oculté en una columna que tenía forma de cofre, puse un sello de plomo encima y la coloqué en los fundamentos del palacio. Ella ha removido todo, lo ha cogido, se lo ha puesto y ha levantado el vuelo. Después se ha posado encima de la azotea y me ha dicho: ‘Te quiero muchísimo y me ha alegrado enormemente el hacerte llegar a tu país, el trasladarte a tu tierra y el haberte reunido con tu padre y con tu madre. Si tú me amas de la manera que yo te amo, vendrás a buscarme a la Ciudadela de las Gemas, a Takni’. Seguidamente ha levantado el vuelo y ha emprendido su camino.” El rey Tigmus replicó: “¡Hijo mío! No te preocupes por eso: reuniremos a los mejores comerciantes y a los grandes viajeros de este país y les preguntaremos dónde está dicha ciudadela. Cuando lo sepamos nos dirigiremos a ella e iremos en busca de la familia de la señora Samsa, con la esperanza de que Dios (¡ensalzado sea!) te la devuelva”. El rey salió inmediatamente, mandó comparecer a sus cuatro ministros y les dijo: “Reunid a todos aquellos ciudadanos que se dediquen al comercio y a los viajes, y preguntadles por Takni, la Ciudadela de las Gemas. A todo aquél que conozca la ciudadela e indique su camino le entregaréis cincuenta mil dinares”. Los visires, al oír estas palabras, contestaron: “¡Oír es obedecer!” Se marcharon inmediatamente e hicieron lo que les había mandado el rey: empezaron a interrogar a los comerciantes y viajeros acerca de dónde estaba la Ciudadela de las Gemas, Takni. Ninguno de ellos supo dar noticias. Regresaron ante el soberano y lo informaron de ello. El rey, al oír sus palabras, se puso en pie y mandó que llevasen a su hijo, Chansah, magníficas concubinas y esclavas que sabían tocar los instrumentos y bellísimas cantoras tales y como sólo las poseen los reyes, para ver si así olvidaba el amor de la señora Samsa. Le llevaron lo que había ordenado. Después el rey despachó correos y espías a todos los países, islas y comarcas, para que se informasen de dónde estaba la Ciudadela de las Gemas, Takni. Hicieron pesquisas durante dos meses, pero nadie les supo dar razón. Regresaron junto al rey y lo informaron del resultado. El soberano rompió a llorar amargamente y fue a ver a su hijo, al cual encontró sentado entre las concubinas, las esclavas y las tocadoras de arpa, cítara y demás instrumentos, que no conseguían consolarlo por la pérdida de la señora Samsa. Le explicó: “¡Hijo mío! No he hallado a nadie que conozca tal ciudadela. Te daré una esposa más hermosa que Samsa”. Chansah, al oír estas palabras, rompió a llorar, las lágrimas invadieron sus ojos y recitó estos versos:

He perdido la paciencia y he conservado el amor: el exceso de éste ha hecho enfermar mi cuerpo.

¿Cuándo me reunirá el tiempo con Samsa? El fuego de la separación ha carcomido mis huesos.

»Existía una gran enemistad entre el rey Tigmus y el rey de la India. El primero había atacado al segundo y había matado a sus hombres y robado sus riquezas. El rey de la India se llamaba Kafid; tenía soldados, ejércitos, campeones, y disponía de mil paladines, cada uno de los cuales gobernaba mil tribus, y cada una de éstas podía movilizar cuatro mil caballeros. Dicho rey tenía cuatro ministros, a cuyas órdenes estaban reyes, grandes, príncipes, emires y numerosas tropas. Gobernaba mil ciudades, y en cada una de ellas tenía mil fortalezas. Era un rey poderoso, cuyos ejércitos llenaban la totalidad de la tierra. Cuando el rey Kafid, soberano de la India, se enteró de que el rey Tigmus se encontraba preocupado por el amor de su hijo y que había abandonado el gobierno y el reino hasta el punto de que sus ejércitos habían perdido su potencia mientras que él vivía preocupado y apenado a causa del amor de su hijo, reunió a los ministros, emires y magnates de su reino y les dijo: “¿Es que no sabéis que el rey Tigmus ha atacado nuestro país, ha matado a mi padre y a mis hermanos y se ha apoderado de nuestras riquezas? ¿Hay alguno de vosotros al que no haya matado algún pariente, o le haya arrebatado sus bienes, o robado sus rentas, o aprisionado a sus familiares? Hoy he oído decir que se encuentra preocupado a causa del amor de su hijo Chansah, que su ejército se ha debilitado. Es el momento de vengarnos. Preparaos para salir a su encuentro, disponed las armas para el ataque. No vaciléis, pues vamos a atacarle: mataremos a él y a su hijo y nos apoderaremos de su país”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «al oír estas palabras, le contestaron: “¡Oír es obedecer!” Empezaron sus preparativos y se dedicaron exclusivamente a aprestar las armas y las provisiones: durante tres meses reunieron los ejércitos, y cuando éstos estuvieron completos, cuando los soldados y los paladines estuvieron preparados, sonaron los tambores, tocaron las trompetas e izaron los estandartes y las banderas. El rey Kafid se puso al frente de los soldados, y sus ejércitos avanzaron hasta llegar a los confines del país de Kabul, que era el Estado del rey Tigmus. Al entrar en él lo saquearon, maltrataron a sus moradores, degollaron a las personas importantes e hicieron prisioneros a los plebeyos. La noticia llegó a oídos del rey Tigmus, el cual se encolerizó y reunió a los grandes del reino, a los ministros y a los príncipes de sus Estados. Les dijo: “¿Sabéis que Kafid ha invadido nuestro territorio? Lo está ocupando y busca la guerra. Viene con un ejército, campeones y soldados en tal cantidad, que sólo Dios sabe su número. ¿Qué opináis?” “¡Rey del tiempo! Creemos que debemos salir a combatirlo: lucharemos contra él y lo expulsaremos de nuestro territorio.” “¡Preparaos para la guerra!” Mandó que les entregaran cotas de malla, corazas, yelmos, espadas y todas esas armas de guerra que aniquilan a los campeones y destruyen a los jefes de las tropas. Los soldados, las compañías y los paladines se concentraron; se dispusieron para el combate e izaron las banderas; redoblaron los tambores, sonaron las trompetas, los címbalos y las flautas. El rey Tigmus avanzó, al frente de su ejército, al encuentro del rey Kafid. La marcha continuó sin descanso hasta llegar a las inmediaciones donde se encontraba el invasor. Tigmus acampó en un valle llamado Zahran, situado en la frontera de Kabul. Allí escribió una carta, que envió al rey Kafid con un mensajero del ejército. Decía: “Te hacemos saber, rey Kafid, que has obrado como un miserable. Si fueses rey, hijo de rey, no habrías hecho tal cosa, ni invadido mi país, ni robado los bienes de sus habitantes, ni maltratado a mis súbditos. ¿Es que no sabes que todo esto constituye una iniquidad por tu parte? Si yo hubiese sabido que ibas a atacar mi reino, te habría salido al encuentro antes de que pudieses llegar a él; te habría impedido invadirlo. Vuelve atrás, deja de proceder mal y no pasará nada. Pero si no te retiras, te habrás de enfrentar conmigo a lanzazos en el campo de batalla”. Selló la carta, se la entregó a un oficial de sus tropas y lo despachó en compañía de unos espías, para que éstos obtuvieran informes. El soldado tomó la misiva y corrió al encuentro del rey Kafid. Al acercarse adonde se encontraba distinguió, desde lejos, las tiendas levantadas: eran de seda de raso, coronadas por banderas de seda azul. Entre las tiendas había una enorme, de seda roja, alrededor de la cual se encontraba un gran ejército. Avanzó hasta ésta, preguntó de quién era y se le contestó: “Es la tienda del rey Kafid”. Vio que en el centro de la misma había un hombre sentado en un trono con gemas incrustadas, y junto a él estaban los visires, los emires y los grandes del reino. Mostró la carta que llevaba, y un grupo de los soldados del rey Kafid le salió al encuentro, se hizo cargo de la misiva y se la llevó al rey. Éste la tomó, y al leerla comprendió lo que quería decir y escribió la contestación: “Hacemos saber al rey Tigmus que estamos resueltos a tomar venganza, a lavar la afrenta, a arruinar su reino, rasgar los velos, matar a los grandes y cautivar a los pequeños. Mañana apareceré para luchar en la palestra, y te haré conocer la guerra y la lanza”. Selló la carta y se la entregó al mensajero del rey Tigmus. Éste la cogió y se fue.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el mensajero] «al llegar, besó el suelo ante su rey, le entregó el mensaje y lo informó de lo que había visto. Dijo: “He visto caballeros, héroes e infantes innumerables, cuyo número es imposible evaluar; sus fuerzas son incontables”. El rey leyó la carta, comprendió lo que quería decir y montó en cólera. Mandó a su visir, Ayn Zar, que tomase mil caballeros y atacase al ejército del rey Kafid, al mediar la noche, que cayese en medio de sus soldados y que los matase. El visir contestó: “¡Oír es obedecer!” Montó a caballo y salió con sus tropas al encuentro del rey Kafid, el cual tenía un visir llamado Gatrafán. Le ordenó que montase a caballo, que tomase cinco mil jinetes, saliese al encuentro del ejército del rey Tigmus, lo atacara y matase a sus soldados. Gatrafán hizo lo que le mandaba Kafid, y avanzó con sus tropas contra el rey Tigmus. Cabalgaron hasta medianoche, y recorrieron la mitad del camino. Entonces, el visir Gatrafán cargó contra Ayn Zar. Chocaron los hombres y se inició una violenta batalla. Combatieron unos con otros hasta el amanecer, hora a la cual los soldados del rey Kafid habían sido derrotados y volvieron grupas, iniciando la huida. El rey, al verlo, se encolerizó y les dijo: “¡Ay de vosotros! ¿Qué os ha ocurrido para llegar a perder a vuestros héroes?” “¡Rey del tiempo! —replicaron—. Una vez hubo montado a caballo el visir Gatrafán, nos dirigimos en busca del rey Tigmus. Marchamos sin cesar hasta mediar la noche y recorrer la mitad del camino. Entonces encontramos a Ayn Zar, el visir del rey Tigmus, quien nos salió al encuentro con soldados y héroes. La batalla se desarrolló junto al río Zahrán, y, sin saber cómo, nos encontramos en medio de sus tropas, frente por frente. Combatimos con ardor desde mediada la noche hasta la aurora. Murieron muchísimos hombres. El visir Ayn Zar empezó a chillar ante los elefantes y los hirió. La fuerza de los golpes asustó a los animales, que derribaron a los caballeros y se dieron a la fuga, de tal modo que nadie podía ver nada por la gran cantidad de polvo levantado. La sangre corría a raudales. Si nosotros no hubiésemos llegado aquí como fugitivos, todos habríamos muerto.” Al oír estas palabras, el rey Kafid exclamó: “¡Que el sol no os bendiga! ¡Que se enfade con vosotros y os cubra de ignominia!”

»El visir Ayn Zar volvió al lado del rey Tigmus y le explicó lo sucedido. El soberano lo felicitó por haber escapado con vida, se alegró muchísimo y mandó que redoblasen los timbales y tocasen las trompetas. Después contó las bajas de su ejército y vio que le habían matado cien de sus más valientes y resueltos caballeros. El rey Kafid, por su parte, preparaba a sus soldados, milicias y ejércitos, y avanzaba hacia el centro del campo. Se alinearon fila tras fila y formaron en un fondo de quince filas, en cada una de las cuales había diez mil caballeros. Tenía, además, trescientos héroes montados en elefantes, y había elegido a los más valientes y audaces. Izaron banderas y estandartes mientras redoblaban los timbales y tocaban las trompetas; los paladines avanzaban en busca del combate. El rey Tigmus había dispuesto su ejército fila tras fila en un fondo de diez. Cada una de ellas tenía diez mil caballeros; disponía, además, de cien héroes que cabalgaban a ambos lados de él. Una vez alineadas las tropas, los caballeros avanzaron, los ejércitos acudieron al encuentro, y la superficie de la tierra resultó pequeña para contener a tantos caballos. Resonaban los tambores y los timbales, las flautas, las trompetas y los añafiles, y los oídos ensordecían ante el relinchar de los caballos y los gritos de los hombres. El polvo se levantó por encima de las cabezas, y el encarnizado combate duró desde el principio del día hasta la llegada de las tinieblas. Entonces los ejércitos se separaron y volvieron a sus campamentos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «el rey Kafid pasó revista a sus tropas y vio que había perdido cinco mil hombres, por lo cual se encolerizó. El rey Tigmus pasó también revista a sus tropas y comprobó que había perdido tres mil de sus más valientes caballeros, por lo cual se indignó muchísimo. Al día siguiente, el rey Kafid salió al campo de batalla e hizo lo mismo que el día anterior: ambos reyes estaban resueltos a alcanzar la victoria. El rey Kafid gritó a sus tropas: “¿Quién de vosotros saldrá a la palestra para abrir la puerta de la guerra y del combate?” Un campeón, llamado Barkik, se adelantó montado en un elefante: era un héroe magnífico. Avanzó, bajó del lomo del elefante, besó el suelo ante el rey Kafid y le pidió permiso para salir a luchar. Luego volvió a montar en el animal, lo condujo al campo y gritó: “¿Hay quien quiera batirse conmigo? ¿Quién combate? ¿Quién lucha?” El rey Tigmus, al oír esto, se volvió hacia sus soldados y les dijo: “¿Quién de vosotros luchará con ese campeón?” Inmediatamente se destacó de las filas un caballero montado en un gran corcel, se dirigió al rey, besó el suelo ante él y le pidió permiso para iniciar el combate. Salió al encuentro de Barkik, y al llegar éste, le dijo: “¿Quién eres tú que te atreves a medirte conmigo solo? ¿Cómo te llamas?” “Me llamo Gadanfar b. Kahil.” “He oído hablar de ti cuando estaba en mi país. ¡Vamos! ¡Lucharemos entre las filas de los héroes!” Gadanfar, al oír estas palabras, sacó una maza de hierro que llevaba debajo del muslo, mientras Barkik empuñaba la espada. Lucharon encarnizadamente. Al cabo de un rato, Barkik dio un mandoble a Gadanfar que fue a perderse en el yelmo, sin causarle el menor daño. Gadanfar, al recibir el golpe, replicó con un mazazo que hizo caer el cuerpo de su enemigo encima del elefante. Inmediatamente se presentó otra persona, que le preguntó: “¿Quién eres tú para haber matado a mi hermano?”, y, cogiendo un venablo, lo lanzó contra Gadanfar; lo alcanzó en el muslo y se clavó en la cota. El héroe, al verlo, desenvainó la espada y, de un mandoble, partió en dos mitades a su enemigo, que cayó muerto en el suelo en medio de un charco de sangre. Luego, Gadanfar se retiró para presentarse al rey Tigmus. Kafid, al ver aquello, gritó a sus soldados: “¡Acudid a la palestra! ¡Combatid contra sus caballeros!” El rey Tigmus también acudió con sus tropas y sus soldados y lucharon encarnizadamente. Los caballos relinchaban contra los caballos, los hombres gritaban contra los hombres, las espadas se desenvainaban, y todos los caballeros famosos avanzaban; los caballeros marchaban frente a los caballeros, y los cobardes huían del lugar en que se daban cita las lanzas; los timbales redoblaban, y las trompetas sonaban. Los hombres oían únicamente el tumultuoso griterío y el chocar de las armas. Allí murieron muchísimos héroes, y el combate continuó hasta que el sol descendió de la cúpula del firmamento. Entonces el rey Tigmus se retiró con sus tropas y sus milicias y volvió a su campamento, lo mismo que el rey Kafid. El primero pasó revista a sus hombres y vio que había perdido cinco mil caballeros, y que cuatro banderas habían sido despedazadas. Al comprobarlo, se indignó muchísimo. Kafid pasó también revista a sus hombres y vio que había perdido seiscientos de sus más valientes paladines, y que nueve banderas habían sido desgarradas. Se suspendió el combate durante tres días, al cabo de los cuales el rey Kafid escribió una carta, que envió con un mensajero de su ejército, dirigida a un rey que se llamaba Faqun al-Kalb. El mensajero partió. Kafid lo llamaba, pues era pariente suyo por parte de madre. Cuando Faqun se hubo enterado de lo que ocurría, reunió su ejército y sus milicias y se dirigió al lugar en que se encontraba el rey Kafid.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «mientras el rey Tigmus estaba tranquilamente sentado, se le presentó un mensajero y le dijo: “He visto que se levantaba una nube de polvo en la lejanía, que ascendía hasta lo más alto del aire”. El rey Tigmus ordenó a un grupo de sus soldados que saliesen en descubierta para ver de qué se trataba. Marcharon para cumplir la orden, y luego regresaron y dijeron: “¡Oh, rey! Hemos visto la nube de polvo; al cabo de un rato el aire lo ha dispersado, y hemos podido contar siete banderas, debajo de cada una de las cuales marchaban tres mil caballeros; se dirigía hacia el campamento del rey Kafid”. Cuando el rey Faqun al-Kalb llegó ante Kafid, lo saludó y le preguntó: “¿Qué te ocurre? ¿Qué significa esta batalla en la que te encuentras?” Kafid contestó: “¿Es que no sabes que el rey Tigmus es mi enemigo, el asesino de mis hermanos y de mi padre? He venido a combatirlo y a vengarme”. “¡Que el Sol te bendiga!” El rey Kafid tomó consigo al rey Faqun al-Kalb, lo condujo a su tienda y se alegró mucho de su llegada. Esto es lo que hace referencia al rey Tigmus y al rey Kafid.

»He aquí ahora lo que se refiere a Chansah. Durante dos meses no vio a su padre ni permitió que entrase a hacerle compañía ninguna de las concubinas que estaban a su servicio. Todo ello lo llenó de una gran inquietud. Preguntó a uno de los de su séquito: “¿Qué le ocurre a mi padre que no viene a verme?” Le explicaron lo que le había ocurrido con el rey Kafid. El príncipe dijo: “¡Traedme mi corcel para que vaya a reunirme con mi padre!” “Oír es obedecer”, le contestaron. Le llevaron el corcel, y cuando lo tuvo delante, el príncipe se dijo: “Yo estoy preocupado por mis cosas. Lo mejor será que monte en mi caballo y me dirija a la ciudad de los judíos. Una vez llegue a ella, Dios hará que encuentre al comerciante que me tomó a sueldo para trabajar. Tal vez haga conmigo lo que hizo la primera vez. Nadie sabe dónde se encuentra la felicidad”. Montó a caballo y, tomando consigo mil jinetes, se puso en camino.

»Las gentes decían: “Chansah va a reunirse con su padre para combatir a su lado”. Cabalgaron sin descanso hasta la caída de la tarde. Entonces acamparon en una gran pradera y pernoctaron en ella. Una vez se hubieron dormido y el príncipe hubo comprobado que todos los soldados dormían, se levantó sigilosamente, se puso el cinturón, montó en su corcel y emprendió el camino de Bagdad, ya que había oído decir a los judíos que cada dos años llegaba una caravana de Bagdad. El príncipe se decía: “Cuando llegue a Bagdad, me incorporaré a la caravana hasta llegar a la ciudad de los judíos”. Resuelto a ello, emprendió el camino. La tropa, al despertarse y no encontrar a Chansah ni a su corcel, montaron a caballo y empezaron a buscarlo por todas partes sin encontrar ni rastro de él. Corrieron a reunirse con su padre y lo informaron de lo que había hecho su hijo. El soberano se encolerizó de un modo terrible. Arrojó la diadema de su cabeza y exclamó: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡He perdido a mi hijo mientras el enemigo me acosa!” Los príncipes y los ministros le aconsejaron: “¡Ten paciencia, rey del tiempo! ¡La paciencia trae consigo la felicidad!”

»Chansah, por su parte, estaba triste, preocupado, por encontrarse separado de su padre y de su amada; tenía el corazón herido, los ojos derramaban lágrimas, y permanecía insomne noche y día. A su vez, el padre, cuando se enteró de que había perdido todas sus tropas y milicias, abandonó el campo de batalla a su enemigo y regresó a la capital. Entró en ella, cerró las puertas, fortificó las murallas y huyó delante del rey Kafid. Éste se presentaba una vez al mes para plantear batalla. Permanecía al pie de sus muros durante siete noches y ocho días, y después se retiraba con las tropas a su campamento para curar a los hombres que estaban heridos. Los habitantes de la capital del Tigmus se dedicaban —en cuanto el enemigo se retiraba de sus muros— a arreglar las armas, fortificar y construir catapultas. El rey Tigmus y el rey Kafid continuaron esta guerra durante siete años sin interrupción.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «esto es lo que a ellos se refiere.

»He aquí lo que hace referencia a Chansah. Recorrió tierras y desiertos sin interrupción, y cada vez que llegaba a una ciudad preguntaba por la Ciudadela de las Gemas, Takni. Nadie sabía darle razón. Le replicaban: “¡Jamás hemos oído tal nombre!” Preguntó después por la Ciudad de los Judíos, y un comerciante le dijo que estaba en los confines orientales del ecúmene, y añadió: “Ven con nosotros este mes a la ciudad de Mizraqán, que se encuentra en la India. Desde ésta seguiremos hacia Jurasán; desde aquí nos dirigiremos a la ciudad de Simaún, y luego al Jwarizm. La Ciudad de los Judíos se encuentra muy cerca de esta región, pues sólo hay un año y tres meses de camino”. Chansah esperó a que la caravana se pusiese en marcha, se unió a ella y así llegó a Mizraqán. Al entrar en ella empezó a preguntar por la Ciudadela de las Gemas, Takni, pero nadie pudo informarlo. De nuevo se puso en camino la caravana, y él volvió a incorporarse a ella hasta llegar a la India. Entraron en una ciudad y preguntó por la Ciudadela de las Gemas, Takni, pero nadie le supo dar noticia. Le contestaron: “¡Jamás hemos oído tal nombre!” Tuvo que soportar enormes fatigas durante el viaje, tan grandes, que las más pequeñas fueron el hambre y la sed. Partieron de la India y viajaron ininterrumpidamente hasta llegar al país del Jurasán, rindiendo viaje en Simaún. Entró en ésta y preguntó por la Ciudad de los Judíos. Le dieron informes y le describieron el camino. Reanudó la marcha noche y día hasta llegar al sitio en que había huido de los monos. Siguió viajando día y noche hasta alcanzar el río en cuya orilla se encontraba la Ciudad de los Judíos. Se sentó al borde del río y esperó a que llegase el sábado y se secase por la voluntad de Dios (¡ensalzado sea!). Entonces lo cruzó y se dirigió al domicilio del judío en cuya casa se había hospedado por primera vez. Saludó a él y a toda la gente de la casa. Se alegraron mucho de volverlo a ver, le dieron de comer y de beber y luego le preguntaron: “¿Dónde has estado todo este tiempo?” Les contestó: “En el reino de Dios (¡ensalzado sea!)”. Pasó la noche en aquella casa, y al día siguiente recorrió la ciudad. Encontró a un pregonero, que gritaba: “¡Oh, hombres! ¿Quién de vosotros quiere ganar mil dinares y una hermosa esclava por el trabajo de sólo medio día?” Chansah gritó: “¡Yo haré el trabajo!” El pregonero le dijo: “¡Sígueme!” Lo siguió hasta llegar a la casa del comerciante judío, el mismo ante quien lo había conducido la primera vez. El pregonero dijo al dueño de la casa: “Este muchacho hará el trabajo que deseas”. El comerciante exclamó: “¡Bien venido!” Lo tomó consigo, lo introdujo en una habitación y le dio de comer y de beber. El príncipe comió y bebió. El comerciante le entregó los mil dinares y la hermosa esclava; y el joven pasó con ésta la noche. Al día siguiente por la mañana tomó la esclava y los dinares y los entregó al judío en cuya casa había pernoctado la primera vez. Luego regresó al domicilio de su patrón, montaron ambos a caballo y marcharon hasta llegar al pie de un monte altísimo, que se perdía en los aires. El comerciante sacó una cuerda y un cuchillo y dijo a Chansah: “¡Sacrifica ese caballo!” El príncipe tendió al animal, le ató las patas con la cuerda, lo degolló, lo desolló, le cortó las patas y la cabeza y le hendió el vientre conforme le mandaba el comerciante. Después, éste dijo a Chansah: “¡Métete en el vientre del caballo para que yo lo cosa y tú quedes en su interior! Dime todo lo que veas dentro. Éste es el trabajo por el cual te he pagado el sueldo”. El príncipe se introdujo en el vientre del caballo, el comerciante cosió el corte, y luego, alejándose del animal, fue a esconderse. Al cabo de un rato apareció un pájaro enorme, lanzóse en picado, agarró el caballo y se remontó con él hasta las nubes, para posarse en la cima del monte. Una vez se hubo detenido en ella, quiso comerse el caballo. Cuando Chansah se dio cuenta de ello, abrió el vientre, salió, asustó al pájaro y éste remontó el vuelo, siguiendo su camino. El príncipe se incorporó, miró al comerciante y lo vio allá abajo, al pie del monte, tan pequeño que parecía un gorrión. Le preguntó: “¿Qué quieres, comerciante?” “¡Échame algunas de esas piedras que están a tu alrededor, y te mostraré el camino para que puedas descender!” “¡Tú eres aquel que se portó tan mal conmigo hace cinco años! Sufrí hambre y sed, soporté grandes fatigas y numerosos riesgos. Me has vuelto a traer a este lugar porque buscas mi muerte. ¡Por Dios que nada he de echarte!” A continuación, el príncipe cogió el camino que conducía hasta el jeque Nasr, rey de los pájaros.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe] «anduvo día y noche sin parar, llorando, con el corazón triste. Cuando tenía hambre, comía las plantas de la tierra, y cuando tenía sed bebía el agua de los ríos. Así llegó hasta el alcázar del señor Salomón. Encontró al jeque Nasr sentado junto a su puerta. Se acercó a él y le besó las manos. El jeque Nasr le dio la bienvenida y lo saludó. Después le preguntó: “¡Hijo mío!” ¿Qué es lo que te ha ocurrido para volver a este lugar? Te habías ido de aquí con la señora Samsa, contento y sin preocupaciones”. El príncipe rompió a llorar y le explicó todo lo que había hecho la señora Samsa en el momento en que despegó. “Ella —dijo— añadió: ‘Si me amas ven a buscarme a la Ciudadela de las Gemas. Takni’”. El jeque se admiró de ello y exclamó: “¡Por Dios, hijo mío, que no sé dónde está! ¡Juro por el señor Salomón que jamás, en mi vida, he oído el nombre de esa ciudadela!” El príncipe inquirió: “¿Qué he de hacer? Moriré de amor y pasión”. El jeque Nasr replicó: “Espera a que vengan los pájaros. Les preguntaremos si saben dónde está Takni, la Ciudadela de las Gemas. Tal vez alguno de ellos lo sepa”. El corazón de Chansah se tranquilizó, entró en el palacio y se dirigió a la habitación donde se hallaba el estanque en que había visto a las tres muchachas. Permaneció algún tiempo con el jeque Nasr. Mientras estaba sentado como de costumbre, éste exclamó: “¡Hijo mío! Se aproxima la época de la llegada de los pájaros”. El príncipe se alegró mucho al oír aquello. Habían transcurrido pocos días cuando las aves hicieron acto de presencia. El jeque Nasr se dirigió al joven y le dijo: “¡Hijo mío! ¡Apréndete estos nombres y acude a ver a los pájaros!” Las aves se fueron acercando, especie tras especie, y saludaron a Nasr. El jeque les preguntó por Takni, la Ciudadela de las Gemas. Contestaron: “¡Jamás, en nuestra vida, hemos oído hablar de ella!” Chansah rompió a llorar; suspiró y cayó desmayado. El jeque llamó a un gran pájaro y le dijo: “Conduce a este muchacho al país de Kabul”. Luego le describió la región y el camino que a ella conducía. El pájaro replicó: “¡Oír es obedecer!” El príncipe montó en el dorso del ave y el jeque le dijo: “Ten cuidado y procura que el aire no te haga inclinarte, pues serías despedazado por el viento; tápate los oídos para que ni la música de las esferas celestes ni el rugido de los mares los perjudique”. Aceptó los consejos de Nasr. El pájaro despegó con él, se remontó por los aires y voló con él día y noche. Luego fue a posarse junto al rey de las fieras, que se llamaba Sah Badri. El pájaro dijo al príncipe: “Hemos perdido el camino que conduce a tu país y que nos ha descrito el jeque Nasr”. Se disponía a reanudar el vuelo, cuando el príncipe le dijo: “Vete a tus quehaceres y abandóname en esta tierra para que muera en ella o pueda regresar a mi país”. El pájaro lo dejó ante el rey de las fieras, Sah Badri, y se fue a sus quehaceres. Éste lo interrogó diciendo: “¡Hijo mío! ¿Quién eres? ¿De dónde vienes con este gran pájaro? ¿Cuál es tu historia?” El príncipe se lo refirió todo desde el principio hasta el fin. El rey de las fieras se admiró de su relato y exclamó: “¡Juro por el señor Salomón que no conozco dicha Ciudadela, pero honraremos a todo aquel que nos dé informes, y te enviaremos a ella!” El príncipe lloró amargamente y esperó un poco hasta que el rey de las fieras, Sah Badri, se acercó para decirle: “Ven, hijo mío. Coge estas tabletas y aprende lo que contienen. Cuando lleguen las fieras, las interrogaremos sobre esa Ciudadela”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «al cabo de un rato empezaron a llegar las fieras, especie tras especie, y fueron saludando al rey Sah Badri. Éste les preguntó por la Ciudadela de las Gemas, Takni. Le contestaron todas: “No sabemos nada de esa Ciudadela ni hemos oído citarla”. El príncipe rompió a llorar y a arrepentirse por no haberse marchado con el pájaro que lo había traído hasta allí desde la residencia del jeque Nasr. El rey de las fieras le dijo: “¡Hijo mío! No te apenes. Tengo un hermano mayor, el rey Simaj, que fue prisionero del rey Salomón por haberse sublevado contra éste. Él y el jeque Nasr son más viejos que cualquier genio. Tal vez sepa algo de esa ciudad, pues gobierna a los genios de este país”. El rey de las fieras hizo montar al príncipe en el lomo de una de ellas y envió con él una carta de recomendación a su hermano. el animal empezó a correr en aquel mismo momento y avanzó durante días y noches, llevando a Chansah, hasta llegar a los dominios del rey Simaj. Entonces se detuvo en un lugar solitario, alejado de donde estaba el rey. El príncipe bajó del lomo del animal y siguió a pie hasta llegar ante el rey Simaj. Le besó las manos y le entregó la carta. La leyó, entendió su significado, le dio la bienvenida y le dijo: “¡Por Dios, hijo mío! ¡No he visto ni oído hablar de esa ciudadela jamás en mi vida!” Chansah empezó a llorar y a suspirar. El rey Simaj pidió: “Cuéntame tu historia y dime quién eres, de dónde vienes y adónde vas”. Le explicó todo lo que le había sucedido, desde el principio hasta el fin, y el soberano quedó muy admirado. Le dijo: ¡Hijo mío! Creo que ni el mismo rey Salomón llegó a ver o a oír hablar de tal ciudadela durante su vida. Sin embargo, conozco a un ermitaño que vive en el monte. Es muy anciano. Le obedecen todos los pájaros, fieras y genios de todas las especies, ya que no ceja en la recitación de letanías contra los reyes de los genios, hasta el punto de que le obedecen a la fuerza, dada la gran eficacia de los ritos y embrujos que posee. Todos los pájaros y todas las fieras están a su servicio. Yo me rebelé contra el señor Salomón y fui su prisionero, pero quien me venció fue ese monje, con sus tretas sin par, con sus encantamientos y con sus embrujos. Así permanecí a su servicio. Sabe que él ha recorrido todas las regiones y todos los climas; conoce todos los caminos, las comarcas, las provincias, las fortalezas y las ciudades. Creo que no hay lugar que desconozca. Te voy a enviar a su lado. Tal vez él pueda guiarte a esa ciudadela. Si él no te indica dónde está, nadie podrá hacerlo, ya que es a él a quien obedecen todos los pájaros, las fieras y los genios. Todos acuden a su lado. Gracias al poder de sus embrujos, ha logrado hacerse un bastón en tres pedazos, que planta en el suelo. Si recita conjuros ante el primero, sale de él carne y sangre; si los recita ante el segundo, sale leche; si los recita ante el tercero, brota trigo y cebada. Después saca el bastón del suelo y regresa a su convento, que se llama “Monasterio del Diamante”. Este monje-mago hace con sus manos cosas prodigiosas. Es brujo, mago, taimado, intrigante, malvado, y se llama Yagmus. Posee todas las fórmulas mágicas y conjuros. Es necesario que te envíe a él con un gran pájaro que tiene cuatro alas”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «el rey Simaj lo hizo subir a un pájaro enorme que tenía cuatro alas, cada una de las cuales medía treinta codos hachimíes. Tenía patas parecidas a las del elefante, y volaba sólo dos veces al año. El rey Simaj tenía un vasallo llamado Timsún, que cada día robaba dos dromedarios del Iraq para despedazarlos y dárselos a comer a aquel pájaro. En cuanto Chansah se hubo colocado encima, el rey Simaj ordenó al animal que lo condujese ante el monje Yagmus. El pájaro lo sujetó en su dorso y emprendió la marcha con él, avanzando días y noches hasta llegar al Monte de las Ciudadelas y del Convento del Diamante. El príncipe se apeó al lado del convento y vio que Yagmus, el monje, estaba en el interior de la iglesia rezando. Se acercó a él, besó el suelo y permaneció erguido. El monje le dijo: “¡Bien venido seas, hijo mío!; eres extraño en este país, y tu patria queda lejos. Cuéntame cuál es el motivo de tu venida a este lugar”. Chansah rompió a llorar y le contó toda su historia, desde el principio hasta el fin. El monje quedó extraordinariamente admirado al oírlo, y le dijo: “¡Por Dios, hijo mío! Jamás en mi vida he oído hablar de esa ciudadela ni he conocido a quien de ella haya oído hablar o la haya visto, pese a que yo ya vivía en la época de Noé, el Profeta de Dios, y que desde entonces hasta que el rey Salomón, hijo de David, se hizo cargo del poder, goberné a las fieras, a los pájaros y a los genios. Creo que ni el mismo Salomón ha oído hablar de tal ciudadela. Pero ten paciencia, hijo mío, hasta que acudan los pájaros, las fieras y los genios vasallos. Los interrogaré. Tal vez alguno de ellos pueda informarnos y darnos alguna noticia. Dios (¡ensalzado sea!) te facilitará las cosas”. El príncipe permaneció algún tiempo con el monje. Mientras él estaba allí, acudieron los pájaros, las fieras y los genios en tropel. El príncipe y el monje les preguntaron por la Ciudadela de las Gemas, Takni, pero ninguno dijo: “Yo la he visto” o “Yo he oído hablar de ella”. Todos decían: “No he visto esa ciudadela ni he oído hablar de ella”. Chansah lloraba, sollozaba y suplicaba a Dios (¡ensalzado sea!). Mientras se encontraba en esta situación, apareció un pájaro que cerraba el grupo de las aves. De color negro y recia contextura, en cuanto descendió de lo más alto de la atmósfera fue a besar la mano del monje. Éste le preguntó por Takni, la Ciudadela de las Gemas. El pájaro contestó: “¡Monje! Nosotros vivimos detrás del Monte Qaf, en una montaña de cristal situada en una tierra grande. Yo y mis hermanos éramos polluelos, y mi padre y mi madre salían cada día a buscar su sustento y el nuestro. En cierta ocasión se marcharon y permanecieron ausentes siete días, durante los cuales padecimos un hambre atroz. Al octavo día regresaron llorando. Les preguntamos: ‘¿Qué es lo que ha motivado vuestra ausencia?’ Contestaron: ‘Nos ha salido al encuentro un marid, que nos ha raptado y conducido a Takni, la Ciudadela de las Gemas, para llevarnos ante el rey, Sahlán. Éste, al vernos, ha querido matarnos. Pero le hemos dicho: ‘Tenemos polluelos pequeños. ¡Sálvanos de la muerte!’ Si mi padre y mi madre estuviesen aún vivos, darían informes, sin duda, de la ciudadela”. Chansah lloró amargamente al oír estas palabras, y dijo al monje: “Deseo que ordenes a este pájaro que me conduzca al nido de su padre y de su madre, en el Monte de Cristal, situado detrás del Monte Qaf”. El eremita dijo al pájaro: “¡Oh, pájaro! Quiero que obedezcas a este muchacho en todo lo que te mande”, “¡Oír es hacer caso de lo que tú dices!”, replicó el pájaro. Éste hizo subir al príncipe en su dorso y remontó el vuelo. Voló sin interrupción días y noches, hasta llegar al Monte de Cristal. Descendió en él, se detuvo un rato y luego, haciéndolo subir de nuevo a su lomo, se remontó por los aires y voló durante dos días sin interrupción, hasta llegar a la tierra en la que se encontraba el nido de sus padres.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el pájaro] «descendió en él y dijo: “¡Chansah! Éste es el nido en que estuvimos”. El príncipe rompió a llorar amargamente y dijo al pájaro: “Quiero que me lleves a la región que recorrían tu padre y tu madre para conseguiros el sustento”. “¡Oír es obedecer, Chansah!”, replicó el pájaro. Lo cogió, se remontó con él y cruzó los cielos durante siete noches y ocho días, hasta llegar a un monte muy elevado. Hizo descender al príncipe de su lomo y le dijo: “Detrás de este monte no conozco ningún país”. Chansah, vencido por el sueño, durmió en la cima de la montaña. Al despertarse vio un relámpago a lo lejos que iluminaba, con su luz, el horizonte. Este resplandor y el relámpago lo dejaron perplejo, sin darse cuenta de que se trataba de la luz de la fortaleza que él buscaba. Estaba separado de ella por una distancia de dos meses; era de jacinto rojo, y sus casas, de oro amarillo; tenía mil torres de metales preciosos que surgían del Océano de las Tinieblas, y por ello se llamaba la Ciudadela de las Gemas, Takni, puesto que estaba construida con piedras y metales preciosos. Era una gran fortaleza, su rey se llamaba Sahlán, y era el padre de las tres muchachas. Esto es lo que se refiere a Chansah.

»He aquí lo que hace referencia a la señora Samsa. Ésta, al huir del lado de Chansah, corrió junto a sus padres y les explicó lo que le había ocurrido con el príncipe; les refirió su historia y los informó de que él había recorrido la Tierra y visto sus maravillas; les dijo que él la amaba y que ella le correspondía, y les contó lo que había sucedido entre ambos. El padre y la madre, al oír estas palabras, le replicaron: “Dios no te permite obrar así con él”. El padre refirió el asunto a sus vasallos, los marid de los genios, y les dijo: “¡Aquel de vosotros que vea un hombre, que me lo traiga!” La señora Samsa informó a su madre que Chansah estaba enamorado de ella, y le dijo: “No hay más remedio: Él ha de venir, ya que yo, cuando remonté el vuelo desde el techo del castillo de su padre, le dije: ‘Si es que me amas, ven a buscarme a Takni, la Ciudadela de las Gemas’”.

»Chansah, al ver aquel relámpago deslumbrador, marchó en aquella dirección para ver de qué se trataba. La señora había enviado a uno de sus servidores a hacer cierto trabajo al Monte Qarmus. Mientras éste se dirigía hacia dicho lugar, vio a lo lejos un hombre. Entonces se acercó y lo saludó. Chansah se asustó ante aquel ser, pero le devolvió el saludo. El siervo le preguntó: “¿Cuál es tu nombre?” “¡Me llamo Chansah! Soy el prisionero de un hada llamada señora Samsa, pues me he prendado de su belleza y de su hermosura. La amo con locura. Pero ella ha huido de mi lado después de haberla introducido en el alcázar de mi padre.” Le refirió todo lo que le había ocurrido con ella. El príncipe, mientras hablaba al marid, lloraba. El siervo, al ver que Chansah lloraba, se apiadó de él y le dijo: “¡No llores! Has conseguido tu deseo. Sabe que ella te quiere muchísimo y que ha contado a su padre y a su madre que tú la amas. Todos los que viven en la ciudadela te aprecian; conque tranquilízate y deja de llorar”. El marid lo colocó encima de sus hombros y lo condujo hasta la Ciudadela de las Gemas, Takni. Envió un mensajero al rey Sahlán, a la señora Samsa y a la madre de ésta, para informarlos de la llegada de Chansah. Cuando los mensajeros los informaron, todos se alegraron muchísimo. El rey Sahlán mandó a sus servidores que salieran al encuentro de Chansah, y él y todos sus criados, efrits y marids, acudieron a recibir al príncipe.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «cuando el rey Sahlán, padre de la señora Samsa, llegó junto a Chansah, lo abrazó. Éste besó las manos del rey, el cual mandó que diesen al príncipe un traje de Corte, de seda, de distintos colores, bordado en oro y con incrustaciones de joyas. Luego le puso una corona jamás vista por los reyes humanos, y le entregó un enorme caballo, sacado de los cuadros de los genios. El príncipe montó en él, y los servidores lo hicieron a su derecha y a su izquierda. Él y el rey avanzaron en el centro de un inmenso cortejo, hasta llegar a la puerta del alcázar. Entonces se apearon el rey y Chansah: se hallaban en un magnífico palacio, cuyas paredes estaban construidas con aljófares, rubíes y las gemas más preciosas. El cristal, la crisolita y las esmeraldas formaban su suelo. El príncipe se admiraba de todo y lloraba, mientras el rey y la madre de la señora Samsa secaban sus lágrimas y le decían: “Deja de llorar y no te entristezcas. Comprende que has conseguido lo que deseabas”. Al llegar al centro del palacio salieron a recibirlo hermosas muchachas, esclavos y pajes. Lo hicieron sentar en un bello lugar y se quedaron de pie dispuestos a servirlo. El príncipe se encontraba perplejo ante la belleza de aquel sitio: las paredes se habían construido con toda clase de metales y con las más preciosas gemas. El rey Sahlán se dirigió a la sala del trono y ordenó a los esclavos y pajes que llevasen ante él a Chansah para sentarlo a su lado. Fueron por él y lo hicieron entrar. El rey se puso de pie y lo hizo sentar en su estrado, junto a él. A continuación llevaron las mesas, comieron y bebieron y luego se lavaron las manos. Después se presentó la madre de la señora Samsa, saludó al príncipe y le dio la bienvenida diciéndole: “Has conseguido tu deseo después de muchas fatigas. Puedes cerrar los ojos al insomnio. ¡Loado sea Dios que te ha salvado!” Inmediatamente después corrió al lado de su hija, la señora Samsa, y la condujo ante Chansah. Al llegar ante éste lo saludó, le besó las dos manos y bajó la cabeza, avergonzada de encontrarse ante él y ante su padre y su madre. Luego acudieron sus hermanas, aquellas que la habían acompañado al alcázar del jeque Nasr; besaron las manos del príncipe y lo saludaron. La madre de la señora Samsa le dijo: “¡Sé bien venido, hijo mío! Mi hija ha obrado mal contigo, pero no la reprendas por lo que te ha hecho, pues ha sido por lo mucho que nos quiere”. El príncipe, al oír aquello, exhaló un grito y cayó desmayado. El rey se admiró de lo que ocurría. Le rociaron la cara con agua de rosas, mezclada con almizcle y algalia. Volvió en sí, miró a la señora Samsa y exclamó: “¡Loado sea Dios que me ha hecho conseguir mi deseo, que ha apagado mi fuego hasta el punto de no quedar rescoldos en mi corazón!” La señora Samsa le dijo: “Te has salvado del fuego, Chansah. Pero ahora querría que me contases qué es lo que te ha ocurrido después de mi marcha. ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí a pesar de que la mayoría de los genios no conocen la Ciudadela de las Gemas, Takni? Nosotros no reconocemos a ningún rey, y nadie conoce ni ha oído hablar del camino que conduce a este lugar”. El príncipe le explicó todo lo que le había ocurrido y cómo había conseguido llegar. Le refirió lo sucedido entre su padre y el rey Kafid, y lo mucho que había sufrido en el camino, los peligros y los prodigios que había visto. Y añadió: “Todo esto ha sido por tu causa, señora Samsa”. La madre le contestó: “Has conseguido tu deseo, y la señora Samsa es una esclava que te regalamos”. Al oír esto, el príncipe se alegró mucho. La reina siguió: “Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, el próximo mes celebraremos las fiestas de vuestra boda. Después te marcharás a tu país y te daremos mil marid, de los que son nuestros servidores. Si concedes permiso, al más insignificante de ellos, para que mate al rey Kafid y a sus gentes, lo hará en un abrir y cerrar de ojos. Cada año te mandaremos más gente; bastará con que ordenes a uno de ellos que aniquile a todos tus enemigos, para que así lo haga…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la madre de Samsa prosiguió: «“…un solo marid aniquilará a todos tus enemigos] desde el primero hasta el último.” Luego, el rey Sahlán se sentó en el trono y mandó a los grandes del reino que preparasen una gran fiesta y engalanasen la ciudad durante siete días, con sus noches. Contestaron que le iban a obedecer y se marcharon al momento para iniciar los preparativos de las fiestas. Éstas duraron dos meses, al cabo de los cuales se celebró la solemne boda de la señora Samsa con el príncipe. Resultaron unas fiestas como nunca se habían visto otras semejantes. Luego condujeron a Chansah hasta la señora Samsa. Vivió con ella durante dos años en la más feliz y regalada de las vidas, comiendo y bebiendo. Luego dijo a la señora Samsa: “Tu padre prometió enviarme a mi país, siempre y cuando permanezcamos un año allí y otro aquí”. “¡Oír es obedecer!”, replicó su mujer. Al caer la tarde, la joven fue a ver a su padre y le recordó lo que le había dicho Chansah. El rey lo aprobó: “¡De acuerdo! Mas espera hasta principios de mes, para que preparemos vuestros servidores”. La joven refirió al príncipe lo que le había dicho su padre, y aquél esperó el plazo fijado. Cuando se cumplió éste, el rey Sahlán permitió a sus vasallos que se marchasen y sirviesen a la señora Samsa y Chansah hasta llegar al país de éste. Prepararon un magnífico trono de oro rojo, con incrustaciones de perlas y aljófares, coronado por un palio de seda verde recamada con toda clase de colores y repujados de las más preciosas gemas; todos los que lo veían quedaban absortos. Chansah y la señora Samsa subieron al trono y eligieron cuatro vasallos para que lo transportasen. Cada uno lo tomó por un lado, y levantaron el trono. La señora Samsa se despidió de su madre, de su padre, de sus hermanas y de sus familiares. El rey montó a caballo al lado de Chansah. Los servidores que llevaban la litera se pusieron en marcha, y el rey Sahlán los acompañó hasta el mediodía. Entonces, los servidores dejaron la litera en el suelo, se apearon de nuevo, se despidieron unos de otros, y el rey recomendó al príncipe que cuidase de la señora Samsa y, a la vez, encareció a sus vasallos que los protegiesen. Mandó a éstos que levantasen de nuevo el trono, la señora Samsa y Chansah se despidieron de nuevo, y el soberano regresó a su palacio. El rey había regalado a su hija trescientas esclavas bellísimas, y a Chansah, trescientos mamelucos que eran hijos de los genios. Se subieron todos en la litera, y los cuatro servidores la transportaron volando entre el cielo y la tierra, recorriendo cada día la distancia de treinta meses. De este modo prosiguieron el viaje ininterrumpidamente durante diez días. Uno de los vasallos conocía el país de Kabul, y al verlo mandó que descendiesen en la gran ciudad que se encontraba en él. Era la capital del rey Tigmus, y en ella descendieron…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los genios descendieron en la capital del rey Tigmus] «llevando a Chansah y a la señora Samsa.

»El rey Tigmus había sido derrotado por sus enemigos, y tuvo que huir para refugiarse en su capital, donde quedó estrechamente cercado por el rey Kafid. Había pedido la paz a éste, pero no la había conseguido. Tigmus se dio cuenta de que no tenía medio alguno para salvarse del rey Kafid, y resolvió ahorcarse para morir y librarse de aquellas dificultades y penas. Se despidió de los visires y de los emires y entró en su palacio para saludar por última vez a todas las personas de su harén, lodos sus súbditos lloraban, sollozaban, gritaban y guardaban luto. Mientras ocurría todo esto, llegaron los vasallos al alcázar que se encontraba en el interior de la ciudadela. Chansah les mandó que depositasen la litera en el centro de la sala de audiencias, y así lo hicieron. La señora Samsa, el príncipe, las esclavas y los mamelucos se apearon. Se dieron cuenta de que los habitantes de la ciudad sufrían un terrible asedio y pasaban grandes penalidades. El príncipe dijo a la señora Samsa: “¡Amada de mi corazón! ¡Mira en qué circunstancias se encuentra mi padre!” Cuando la princesa vio el lamentable estado en que se encontraban su padre y sus súbditos, dijo a los servidores que atacasen violentamente al ejército de los sitiadores y que los matasen. Y añadió: “¡Que no quede ni uno solo!” El príncipe mandó a uno de los vasallos, muy fuerte, llamado Qaratas, que le trajese, encadenado, al rey Kafid. Los vasallos fueron a buscar a éste llevando consigo la litera. Marcharon sin descanso hasta dejar la plataforma en el suelo; pusieron encima una tienda y esperaron la medianoche. Entonces atacaron al rey Kafid y a sus tropas y los aniquilaron. Unos siervos cogían ocho o diez hombres de los que iban montados en los elefantes, remontaban el vuelo por los aires con ellos y los dejaban caer: quedaban despedazados en el aire. Otros destrozaban las tropas con mazas de hierro. El siervo llamado Qaratas se dirigió en un instante a la tienda del rey Kafid, atacó a éste mientras estaba sentado en el lecho, lo raptó y se remontó con él por los aires. El prisionero chillaba de miedo. Voló sin descanso hasta depositarlo en la plataforma, delante del príncipe. Éste mandó a cuatro vasallos que levantasen la plataforma y la tuviesen suspendida en el aire. El rey Kafid apenas había tenido tiempo de abrir los ojos cuando se vio suspendido entre el cielo y la tierra. Empezó a abofetearse la cara y a admirarse de lo que le ocurría. Esto es lo que hace referencia al rey Kafid.

»He aquí lo que se refiere al rey Tigmus. Poco faltó para que muriese de alegría al ver a su hijo. Lanzó un grito penetrante y cayó desmayado. Le rociaron el rostro con agua de rosas. Al volver en sí se abrazaron padre e hijo y lloraron copiosamente. El rey Tigmus no sabía que los vasallos estaban combatiendo al rey Kafid. Samsa se dirigió hacia el rey, padre de Chansah, le besó las manos y le dijo: “¡Señor mío! Sube a lo más alto de tu alcázar y verás el combate que sostienen los vasallos de mi padre”. El rey Tigmus subió a lo más alto del palacio. Él y la señora Samsa se sentaron para contemplar el ataque de sus vasallos. Éstos atacaban a todo lo largo y ancho del ejército enemigo: unos golpeaban con barras de hierro a los elefantes y a quienes los montaban, aplastándolos de tal modo que era imposible distinguir a los hombres de los animales; otros se acercaban a un grupo de fugitivos, y con un solo grito caían muertos; otros cogían unos veinte caballeros, se remontaban con ellos por los aires y los dejaban caer al suelo, en donde se hacían pedazos. Entretanto, Chansah, su padre y su esposa, presenciaban el combate.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «el rey Kafid también lo veía desde lo alto de la plataforma, y lloraba. La batalla duró dos días, y los vasallos exterminaron hasta el último enemigo. Entonces, Chansah mandó que le acercasen la plataforma, la bajasen al suelo y la depositasen en el centro de la ciudadela del rey Tigmus. La llevaron e hicieron lo que les había mandado su señor, el rey Chansah. A continuación el rey Tigmus mandó a un vasallo, llamado Simwal, que cogiese al rey Kafid y lo encerrase, cargado de cadenas y grillos, en la Torre Negra. Simwal cumplió lo que se le había mandado. El rey Tigmus mandó que redoblaran los timbales y envió mensajeros a la madre de Chansah. Corrieron ante ella y la informaron de que su hijo había regresado y había realizado tales hechos. Ella se alegró mucho, montó a caballo y corrió a su lado. Chansah, al verla, la estrechó contra su pecho, y la mujer cayó desmayada por la mucha alegría. Le rociaron el rostro con agua de rosas, y al volver en sí lo abrazó y lloró de satisfacción. Cuando la señora Samsa se enteró de su llegada, fue a verla. La saludó, y ambas se abrazaron durante un rato. Después se sentaron a hablar. El rey Tigmus abrió las puertas de la ciudad, envió mensajeros a todas las comarcas y éstos difundieron en ellas las buenas noticias. Empezaron a llegar presentes y regalos; los emires, las tropas y los príncipes de las distintas regiones acudieron a saludarlo y a felicitarlo por la victoria y por la salvación de su hijo. Este estado de cosas duró cierto tiempo: las gentes acudían a verlo llevando regalos y grandes presentes. Después, el rey mandó que se celebrase por segunda vez la boda solemne de la señora Samsa, ordenó que se engalanase la ciudad, y la esposa fue conducida ante Chansah vistiendo preciosos trajes y joyas. El príncipe consumó el matrimonio y regaló a su esposa cien hermosas esclavas para su servicio. Al cabo de algunos días, la señora Samsa fue a visitar al rey Tigmus e intercedió por el rey Kafid. Le dijo: “Ponlo en libertad para que pueda volver a su país. Si te causa algún daño, mandaré a uno de mis vasallos que lo rapte y te lo traiga”. “Oír es obedecer”, replicó el rey. Mandó a Simwal que condujese al rey Kafid ante él. Llegó con cadenas y grillos y besó el suelo ante Tigmus. Éste ordenó que le quitasen los grillos y así lo hicieron. A continuación le hizo montar en un caballo malformado y le dijo: “La reina Samsa ha intercedido por ti. ¡Vete a tu país! Si vuelves a atacarme, ella ordenará a uno de sus vasallos que te traiga aquí de nuevo”. El rey Kafid volvió a su país en el peor de los estados…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey Kafid volvió a sus Estados] «y Chansah, su padre y la señora Samsa, vivieron en la más dulce, feliz y agradable vida, en la alegría más completa.

»Todo esto es lo que contó el muchacho sentado entre las dos tumbas a Buluqiya. A continuación añadió: “Yo soy Chansah, aquel que ha visto todo esto, amigo mío, Buluqiya”. Éste se admiró del relato. Luego, Buluqiya, el viajero por amor a Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), preguntó a Chansah: “¡Amigo mío! ¿Qué significan estas dos tumbas? ¿Por qué estás sentado entre ambas? ¿Por qué lloras?” Chansah le contestó: “Sabe, Buluqiya, que nosotros vivimos en la más dulce y feliz de las vidas y en la alegría más completa. Pasábamos un año en nuestro país, y otro en la Ciudadela de las Gemas, Takni. Siempre íbamos sentados en la plataforma, y los siervos la trasladaban volando entre el cielo y la tierra”. Buluqiya preguntó: “¡Amigo mío! ¡Chansah! ¿Cuál es la distancia que separaba la ciudadela de vuestro país?” El príncipe contestó: “Cada día recorríamos una distancia de treinta meses, y llegábamos a la ciudadela en diez días. Este estado de cosas prosiguió durante diez años. Ocurrió que en uno de los viajes que hacíamos como de costumbre, llegamos a este lugar e hicimos descender en él la plataforma para recrearnos en esta isla. Nos colocamos en la orilla de este río, comimos y bebimos. La señora Samsa dijo: ‘Quiero bañarme en este lugar’. Ella y sus esclavas se quitaron los vestidos, se metieron en el agua y nadaron. Yo me paseaba por la orilla del río dejando que las esclavas jugasen con la señora Samsa. De repente apareció un gran tiburón, uno de los animales del mar, y mordió a mi esposa en una pierna. Ella dio un grito y cayó muerta en el acto. Las esclavas salieron del río, huyendo de aquel tiburón y dirigiéndose a la tienda. Después, algunas esclavas la cogieron y la condujeron, muerta, a la tienda. Al verla, caí desmayado. Me rociaron el rostro con agua. Al volver en mí rompí a llorar y ordené a los vasallos que cogiesen la plataforma y la llevasen a sus familiares, informándoles de lo que había ocurrido a la señora Samsa. Los vasallos fueron a presentarse a sus familiares y los informaron de lo que le había sucedido. Poco tiempo después, sus familiares llegaron a este lugar, la lavaron, la amortajaron, la enterraron y celebraron los funerales. Quisieron que yo me fuese con ellos a su país, pero dije a su padre: ‘Quiero pedirte que me abras una fosa al lado de la de Samsa; haré de ésta mi tumba. Tal vez cuando muera seré enterrado en ella’. El rey Sahlán dio orden a sus vasallos de que hicieran lo que yo deseaba. Después se marcharon de mi lado y me dejaron solo aquí, sollozando y llorando por ella. Tal es mi historia y la causa de que yo viva entre estas dos tumbas”. Luego recitó estos versos:

Desde que os habéis ausentado, señores, la cosa ya no es la cosa; aquel vecino amable ya no es vecino.

Ni el amigo al cual, en su época, había tratado, es ya amigo, ni las luces dan ya luz para mí.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche quinientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «Buluqiya se admiró muchísimo de las palabras de Chansah y dijo: “¡Por Dios! Creía haber recorrido y dado la vuelta a buena parte de la Tierra; mas, ¡por Dios!, que al oír tu relato he olvidado todo lo que he visto”. A continuación dijo a Chansah: “Espero de tu generosidad y de tu favor, amigo mío, que me indiques el camino de la salvación”. Chansah se lo mostró. Buluqiya se despidió de él y se marchó.»

Todo este relato fue lo que contó la reina de las serpientes a Hasib Karim al-Din. Éste le preguntó: «¿Cómo es que sabes estas historias?» Le contestó: «Sabe, ¡oh, Hasib!, que yo envié a Egipto, hace veinticinco años, una gran serpiente que llevaba una carta de salutación a Buluqiya, para que se la entregase a éste. La serpiente se marchó y la llevó a Bint Samuj. Ésta tenía una hija en la tierra de Egipto. Cogió la carta y se marchó hasta Egipto. Preguntó a las gentes por Buluqiya y le indicaron por dónde debía ir. Cuando llegó ante él y lo vio, lo saludó y le entregó la carta. Él la leyó y comprendió su significado. Luego preguntó a la serpiente: “¿Vienes de parte de la reina de las serpientes?” Contestó: “Sí”. Le dijo: “Quiero acompañarte a ver a la reina de las serpientes, pues tengo algo que pedirle”. “¡Oír es obedecer!”, respondió la mensajera. Lo tomó consigo y lo condujo hasta llegar ante Bint Samuj, su madre. Lo confió a ésta y se despidió de ella. Se marcharon, y la serpiente le dijo: “¡Cierra los ojos!” Los cerró. Al abrirlos se vio en este monte en el cual me encuentro. La serpiente lo acompañó ante aquella que le había entregado la carta y la saludó. Le preguntó: “¿Has entregado la misiva a Buluqiya?” “Sí, se la he entregado y él ha venido conmigo. Aquí está.” Buluqiya se adelantó, saludó a aquella serpiente y la interrogó acerca de la reina de las serpientes. Le contestó: “La reina de las serpientes se ha marchado, con sus ejércitos y sus tropas, al Monte Qaf. Cuando llega el verano, regresa siempre a esta región. Al marcharse al monte me nombra su lugarteniente, hasta que vuelve. Si tienes algún deseo, dímelo y lo satisfaré”. Buluqiya le replicó: “Quiero que me traigas aquellas plantas que hacen que aquél que las exprime y bebe su zumo, ni enferma, ni encanece, ni muere”. La serpiente le contestó: “¡No te las traeré hasta que no me hayas explicado lo que te ha ocurrido desde el momento en que te separaste de la reina y te marchaste con Affán a la tumba del señor Salomón!” Buluqiya le contó toda su historia desde el principio hasta el fin, y le refirió en detalle lo que había sucedido a Chansah. A continuación añadió: “Satisface mi deseo para que pueda regresar a mi país”. La serpiente exclamó: “¡Juro por el señor Salomón que no conozco el camino que conduce hasta esa hierba!” Luego dijo a la serpiente que había conducido a Buluqiya: “¡Llévalo de nuevo a su país!” “Oír es obedecer”, replicó. Le dijo: “¡Cierra los ojos!” Los cerró, y al volverlos a abrir Buluqiya se encontró en el Monte al-Muqattam. Echó a andar hasta llegar a su casa.»