SE refiere, ¡oh rey feliz!, que un antiguo rey de reyes, cierto día quiso salir a caballo en medio de una comitiva de magnates y grandes de su reino para mostrar a las criaturas las maravillas de su magnificencia. Mandó a sus compañeros, los emires y los grandes del reino, que se preparasen para acompañarle; ordenó al mayordomo que cuidaba de su guardarropía que le llevase sus vestidos más preciosos, aquellos que eran propios de un rey cuando desea mostrarse con toda su pompa; dispuso que le llevasen sus mejores caballos y sus corceles más famosos. Así lo hicieron. Escogió, entre todos sus vestidos, aquellos que eran más hermosos y los caballos que prefería. Se puso el traje, montó en el corcel e inició la marcha acompañado por su séquito, llevando un collar formado por pedrerías y toda clase de perlas y jacintos. Cabalgaba en su corcel, en medio de sus tropas, vanagloriándose de su poder y fuerza. Iblis se acercó a él, colocó la mano en sus manos y le insufló por la nariz el orgullo y la admiración de su propio valer. Se dijo: «¿Quién hay en el mundo que se pueda comparar conmigo?» Demostró su orgullo y su vanagloria, dejó transparentar su soberbia y su grandeza sin dirigir la mirada a nadie, de tan enorme como era su orgullo. De pronto un hombre vestido de harapos se paró ante él y le saludó. No le devolvió el saludo. El otro cogió las riendas del caballo. El rey le dijo: «¡Quita las manos! ¡Tú no sabes de quién son las riendas que sujetas!» «Tengo algo que pedirte.» «Espera a que me apee y luego dime lo que necesitas.» «Es un secreto y sólo puedo decírtelo al oído.» El rey inclinó la cabeza y el otro le dijo: «Yo soy el Ángel de la Muerte y quiero llevarme tu espíritu.» «¡Dame tiempo para que pueda volver a mi palacio y despedirme de mi familia, de mis hijos y de mis vecinos!» «¡No! ¡No volverás a tu palacio ni volverás a verlos! Ha concluido el plazo de tu vida», y en seguida, mientras aún estaba a lomos del caballo, le arrebató el alma y el rey cayó muerto.
El Ángel de la Muerte se marchó de aquí y fue a buscar a un hombre pío del cual Dios (¡ensalzado sea!) estaba satisfecho. Le saludó y el hombre le devolvió el saludo. El Ángel de la Muerte le dijo: «¡Hombre pío! Tengo que pedirte algo en secreto». «Dime al oído qué es lo que deseas.» «Soy el Ángel de la Muerte.» «¡Bien venido! ¡Gracias a Dios que has llegado! Hace ya mucho tiempo que estaba esperando tu llegada. ¡Cuán larga me ha parecido tu ausencia! ¡Deseaba tanto que llegases!» El Ángel de la Muerte le dijo: «Si tienes algo que hacer, conclúyelo.» «No tengo trabajo más importante que el de correr al encuentro de mi Señor (¡gloriado y ensalzado sea!).» «¿Cómo quieres que me lleve tu alma? Se me ha mandado que te la arrebate como tú prefieras, como tú escojas.» «Concédeme el tiempo de hacer la ablución y empezar a rezar; cuando esté prosternado, coge mi alma, pues estaré adorando a Dios.» «Mi Señor (¡gloriado y ensalzado sea!) me ha ordenado que no te arrebate el alma de no ser con tu conformidad, del modo que escojas. Haré lo que has dicho.»
Aquel hombre hizo las abluciones, empezó a rezar y el Ángel de la Muerte le arrebató el espíritu mientras estaba prosternado. Dios (¡ensalzado sea!) lo transportó a la sede de su misericordia, de su satisfacción y de su perdón.
Se cuenta que un rey había reunido grandes riquezas, en tal cantidad que era imposible contarlas; había atesorado toda clase de cosas que Dios (¡ensalzado sea!) había puesto en este mundo. Cuando quiso gozar de los muchos bienes que poseía se construyó un palacio elevado y fuerte, un palacio propio de reyes y lo dispuso para sí; colocó dos puertas fortificadas y distribuyó los pajes, los soldados y los porteros como quiso. Un día mandó al cocinero que le hiciese un guiso exquisito y reunió a sus familiares, a su séquito, a sus amigos y a sus criados para que comiesen con él y gozasen de su liberalidad. Después se sentó en el trono del reino y de su señorío y apoyándose en el cojín se dijo: «¡Alma mía! He reunido para ti todos los bienes de la tierra; ahora goza y gasta de todos estos bienes que te serán de utilidad con una larga vida y buena suerte».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se presentó en el exterior del palacio un hombre vestido con harapos, que llevaba un saco colgando del cuello y que tenía el aspecto de un pedigüeño que buscase algo de comer. Con la aldaba de la puerta de palacio dio un golpe terrible que casi hizo temblar él edificio e hizo balancear el estrado del rey. Los pajes se asustaron, de un salto se plantaron en la puerta y gritaron: «¡Caminante! ¡Ay de ti! ¿Qué has hecho? ¡Qué malas costumbres! Espera a que termine de comer el rey y te daremos lo que te ha de bastar». El caminante replicó: «Decid a vuestro dueño que salga para que pueda hablarle. Tengo algo que pedirle; se trata de un asunto grave e importante». «¡Vete, miserable! ¿Quién eres tú para mandar a nuestro señor que te salga al encuentro?» «¡Decídselo!» Los pajes corrieron a su dueño y le informaron. El rey les interrogó: «¿Y no le habéis detenido? ¿No habéis desenvainado la espada y le habéis echado a la calle?» En este mismo momento dio un golpe más fuerte que el primero. Los pajes corrieron a su encuentro con palos y armas y se lanzaron sobre él para detenerle. Pero el hombre les gritó: «¡Quedaos en vuestro sitio! Yo soy el Ángel de la Muerte». Todos los corazones temieron; las inteligencias quedaron perplejas; la resolución desapareció; sus venas empezaron a temblar y eran incapaces de mover sus miembros. El rey les dijo: «Decidle: Coge a otro en vez de mí». El Ángel de la Muerte replicó: «No me llevaré a otro; he venido porque ha terminado el plazo de tu vida, para separarte de las riquezas y de los bienes que has amontonado y guardado en tus tesoros». El rey exhaló amargos suspiros, rompió a llorar y dijo: «¡Que Dios maldiga el tesoro que me ha deslumbrado y descarriado impidiendo el que me consagrase a servir a mi Señor! Creía que ese dinero me sería de utilidad y hoy es causa de mi pesar y de mi aflicción. Me marcho con las manos vacías y pasa a pertenecer a mis enemigos». Dios concedió la palabra al dinero y éste dijo: «¿Por qué me maldices? ¡Maldícete a ti mismo! Dios (¡ensalzado sea!) nos ha creado a ambos del polvo; a mí me puso en tus manos para que conmigo adquirieses tu viático para la vida futura, dándome como limosna a los pobres, a los necesitados y a los débiles; haciéndome fructificar con la construcción de hospitales, mezquitas, puentes y acueductos de modo que yo te fuese de utilidad en la última vida. Pero tú me has amasado, me has atesorado; me has gastado únicamente para satisfacer tus caprichos; no has dado las gracias a Dios por mí; al contrario, te has mostrado ingrato. Ahora, entrégame a tus enemigos y quédate con tu pena y tu arrepentimiento. ¿Cuál es mi culpa para que tú me injuries?»
El Ángel de la Muerte cogió, en seguida, el alma del rey, que se encontraba en el estrado, antes de que pudiera probar un bocado del guiso y cayó muerto desde encima del trono. Ha dicho Dios (¡ensalzado sea!):«hasta que se alegraron por lo que les llegaba; entonces los cogimos bruscamente: ellos están desesperados»[220].
Se cuenta de un rey de Israel que fue un tirano. Cierto día mientras estaba sentado en el trono de su reino vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía un aspecto asqueroso, un semblante aterrador. Indignado por su aparición, asustado por el aspecto, se puso en pie de un salto y preguntó: «¿Quién eres, oh hombre? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?» «Me lo ha mandado el dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito permiso para presentarme ante los reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus múltiples soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo: soy el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos.» El rey cayó por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, quedándose sin sentido. Al volver en sí dijo: «¡Tú eres el Ángel de la Muerte!» «¡Sí!» «¡Te ruego, por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda pedir perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver las riquezas que encierra mi tesoro a sus legítimos dueños; así no tendré que pasar las angustias del juicio ni el dolor del castigo!» «¡Ay! ¡Ay! No tienes medio de hacerlo.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Ángel de la Muerte prosiguió:] «¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu vida están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida está predeterminado y registrado?» «¡Concédeme una hora!» «La hora también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la ignorancia y no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te queda uno.» «¿Quién estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?» «Únicamente tus obras.» «¡No tengo obras buenas!» «No cabe duda de que tu morada estará en el fuego, que en el porvenir te espera la cólera del Todopoderoso.» A continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.
Los clamores de sus súbditos se dejaron oír; se elevaron voces, clamores y llantos. Si hubiesen sabido lo que le preparaba la ira de su Señor los llantos aún hubiesen sido mayores, sus lamentos y sollozos más fuertes y más abundantes.
Se refiere que Alejandro, el de los dos Cuernos, encontró en sus viajes un pueblo débil que no poseía ninguno de los bienes de este mundo: abrían las tumbas de sus difuntos junto a la puerta de sus casas y se preocupaban siempre de ellas, les quitaban el polvo, las limpiaban, las visitaban y adoraban a Dios (¡ensalzado sea!). No tenían más alimento que las hierbas secas y los frutos salvajes. Alejandro, el de los dos Cuernos, envió un mensajero para pedir a su rey que acudiese ante él. No quiso y contestó: «Yo no le necesito». Entonces, Alejandro, el de los dos Cuernos, fue a visitarle y le preguntó: «¿Cuál es vuestra situación? ¿Cómo estáis? Veo que no tenéis ni oro ni plata; me doy cuenta de que desconocéis los bienes de este mundo». «Los bienes de este mundo no sacian a nadie», le replicó. Alejandro dijo: «¿Por qué abrís las tumbas junto a vuestra puerta?» Le contestaron: «Para tenerlas siempre delante de nuestros ojos. Al contemplarlas nos acordamos de la muerte, no nos olvidamos de la vida futura y el amor de los bienes mundanales desaparece de nuestro corazón y no nos distrae de la adoración de nuestro Señor (¡ensalzado sea!)». «¿Y cómo coméis la hierba?» «Porque nos repugna transformar nuestro vientre en la tumba de animales y porque las dulzuras de la gula no pasan más allá de la garganta.» El rey alargó la mano, sacó la calavera de un hombre y la colocó delante de Alejandro. Le dijo: «¡Bicorne! ¿Sabes quién era el dueño de esto?» «¡No!» «Era uno de los reyes de este mundo que fue injusto con sus súbditos; los tiranizó, oprimió a los débiles y empleó su tiempo en amasar las futilidades de esta vida. Dios le arrebató su alma e hizo del fuego su morada. Ésta es su cabeza.» Alargó la mano y colocó otra calavera ante Alejandro. Le preguntó: «¿Sabes quién es éste?» «No.» «Era un rey de la tierra; era justo con sus súbditos, amable con sus sujetos e inferiores. Dios le arrebató el alma, le dio por morada él Paraíso y le concedió un puesto elevado.» El rey colocó la mano en la cabeza del Bicorne y le dijo: «¡Ojalá supieras cuál de estas dos calaveras vas a ser!» El Bicorne rompió a llorar a lágrima viva, le estrechó contra el pecho y le dijo: «¡Si tú quisieses ser mi compañero te nombraría mi visir y repartiría contigo mi reino!» «¡Guárdate! ¡Guárdate de hacerlo! No deseo tal cosa.» «¿Por qué?» «Porque todos los hombres son tus enemigos a causa de las riquezas y del poder que te fueron dados, pero en cambio todos son mis amigos verdaderos dada mi pobreza, mi mezquindad; dado que nada poseo ni nada ambiciono de este mundo; dado que nada me interesa ni nada apetezco, ya que sólo busco lo que necesito.»
Alejandro le estrechó contra su pecho, le besó entre los ojos y se marchó.
Se cuenta que el rey justo, Anusirwan, se puso enfermo cierto día y mandó a sus secretarios y hombres de confianza que recorriesen las distintas regiones de su reino, las provincias de su Estado, en busca de un viejo ladrillo de cualquier ciudad arruinada para curarse con él. Dijo a sus amigos que los médicos se lo habían prescrito. Recorrieron todas las regiones y todas las provincias de sus Estados y regresaron. Le dijeron: «En todo tu imperio no hemos encontrado ciudad alguna en ruinas ni un ladrillo viejo». Anusirwan se alegró mucho y dio gracias a Dios. Dijo: «Había querido hacer una experiencia con mis dominios y una prueba en mi imperio para saber si quedaba en ellos un lugar devastado y reconstruirlo. Ahora que ya no queda ningún lugar sin aprovechar, quiere decir que los asuntos del Estado están en orden, que el desarrollo de los negocios es normal y que su florecimiento ha llegado a la perfección».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y cinco, refirió:
—Sabe, ¡oh rey!, que aquéllos antiguos soberanos dedicaban sus esfuerzos y trabajos en hacer más productiva una nación, más abundante en ella el bienestar. Sabían y no dudaban de lo que dicen los sabios y aseguran los doctos, esto es: que la religión depende del rey, que éste depende del ejército; que el ejército depende del dinero; el dinero depende de la riqueza del país y ésta de tratar con justicia a sus productores. Por esto no se ponían de acuerdo con ningún opresor, ni malvado; no permitían a sus cortesanos que abusasen de sus sujetos, pues sabían que un régimen no se consolida con la injusticia, puesto que cuando un tirano se apodera de regiones y provincias éstas se arruinan, sus moradores emigran y huyen a otros países; entonces él reino decae, disminuyen los ingresos, el tesoro se vacía y la vida se hace insufrible para los súbditos que no aman al tirano y no se cansan de maldecirlo: el rey no puede gozar de su reino y las causas que han de causar su destrucción aparecen rápidamente.
Se cuenta que un juez israelita tenía una mujer muy hermosa, casta, paciente y de buen carácter. El juez quiso realizar la peregrinación a Jerusalén. Dejó encomendadas sus funciones a su hermano y le confió la esposa. El hermano había oído hablar de la belleza y de la hermosura de su cuñada y se había enamorado de ella. Una vez se hubo marchado el juez, corrió a verla y le hizo proposiciones. La mujer se negó y se propuso defender su virtud. Multiplicó las solicitudes, pero ella siguió resistiéndose. Al desesperar de obtenerla pensó que tal vez ella informase a su esposo de sus solicitudes. Entonces mandó llamar falsos testimonios para que la acusasen de adulterio.
El caso fue elevado al rey de aquel tiempo quien mandó lapidarla. Cavaron una fosa, la metieron en ella y le tiraron piedras hasta cubrirla. El cuñado dijo: «¡Que esta fosa constituya su tumba!» Llegada la noche, la víctima empezó a exhalar gemidos por lo mucho que sufría. Un hombre que se dirigía al pueblo oyó sus lamentos, se acercó a la fosa, la sacó y se la llevó a su mujer para que ésta la curase. Así lo hizo hasta que se repuso. Aquella mujer tenía un niño que confió a su huésped. Ésta lo cuidaba y dormía con él en una habitación. Un malvado la vio, ansió poseerla y mandó que le hiciesen proposiciones deshonestas. Ella se negó y el pretendiente decidió asesinarla. Llegada la noche entró en la habitación mientras dormía y blandiendo un cuchillo se acercó a ella y apuñaló, sin darse cuenta, al chiquillo. Al ver lo que había hecho se llenó de miedo, salió corriendo de la casa y Dios, así, la salvó de sus manos. Al día siguiente la mujer del juez encontró al niño asesinado a su lado. Al entrar la madre le dijo: «¡Tú le has asesinado!» La apaleó de modo muy doloroso y quiso matarla. En aquel momento apareció el padre e impidió que lo hiciese exclamando: «¡Por Dios! ¡No lo harás!» La mujer huyó sin saber adónde dirigirse. Tenía algunos dirhemes. Cruzó un pueblo en el que sus habitantes estaban reunidos en torno de un hombre crucificado en un tronco y que aún vivía. Preguntó: «¡Gentes! ¿Qué le ha sucedido?» Le contestaron: «Ha cometido un delito que se paga con la muerte o con una multa de tantos dirhemes». «¡Tomad los dirhemes y libertadlo!» El reo se arrepintió en sus manos e hizo votos de servirla, hasta que le llegara la muerte, por amor de Dios. Le construyó una ermita, la instaló en ella y empezó a hacer leña y a llevarle alimentos. La mujer se consagró al ascetismo; todos los enfermos y delicados que acudían a ella sanaban inmediatamente por su intercesión.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que por la voluntad de Dios (¡ensalzado sea!) ocurrió que su cuñado, el que la había hecho lapidar, se puso enfermo con una llaga en la cara; la mujer que le había apaleado, se volvió leprosa, y el malvado que la había pretendido, se quedó paralítico. El juez, el marido, regresó de la peregrinación y preguntó a su hermano por la esposa. Le contestó: «Ha muerto». El marido se entristeció y estuvo cierto de que se encontraba junto a Dios. Entretanto se extendía la fama de la mujer pía y las gentes de las regiones más alejadas de la tierra, en todo lo largo y ancho de su superficie, acudían a su ermita. El juez dijo a su hermano: «¿Por qué no vas a ver a esa asceta? Tal vez Dios te conceda la cura por su intercesión». «¡Hermano mío! ¡Llévame ante ella!» El marido de la mujer leprosa también oyó hablar y llevó a su esposa; lo mismo ocurrió con la familia del malvado que vivía paralítico. Llevaron a éste a su presencia. Todos coincidieron a la puerta de su choza. La asceta podía ver desde el interior de la misma a todos los que acudían sin que la viesen. Los visitantes esperaron que llegase su siervo; rogaron a éste que los permitiese pasar y así lo hizo. La mujer, de pie al lado de la puerta, con el velo puesto y cubierta contempló a su marido, al ladrón y a la mujer; los reconoció sin que ellos la reconociesen y les dijo: «¡Oh éstos! No os curaréis de los males que os afligen hasta que hayáis confesado vuestros pecados. Si la criatura confiesa su culpa y se arrepiente ante Dios (¡ensalzado sea!), Éste le concede lo que pide». El juez dijo a su hermano: «¡Hermano mío! ¡Arrepiéntete ante Dios y no te emperres en tu rebelión! Esto será lo mejor para tu curación». Entonces una voz invisible pronunció estos versos:
Hoy están reunidos el oprimido y el opresor y Dios desvela un secreto que estaba oculto.
En este lugar los pecadores quedan humillados y Dios exalta a quienes le han obedecido.
Nuestro Señor y Dueño descubre aquí la verdad aunque el rebelde se enfade o moleste.
¡Ay de aquel que desafía o encoleriza al Señor como si no supiese que Dios castiga!
¡Oh tú que buscas el poder! El poder —¡ay de ti!— se encuentra en el temor de Dios. ¡Confía en Dios!
Entonces el hermano del juez exclamó: «Ahora diré la verdad: he hecho con tu mujer esto y esto; tal es mi culpa». La leprosa dijo: «Yo tenía en mi casa una mujer; la he acusado sin saber si era verdad; la apaleé con toda la intención; tal es mi culpa». El paralítico dijo: «Yo me acerqué a esa mujer para matarla después de haberle hecho proposiciones deshonestas, porque no quería prostituirse, y maté a un niño que estaba a su lado. Ésta es mi culpa». La mujer exclamó: «¡Dios mío! ¡Igual como les has mostrado la vileza del pecado muéstrales el poder de la obediencia! ¡Tú eres todopoderoso sobre todas las cosas!» Dios, Todopoderoso y Excelso, los curó. El juez se fijó en ella, la contempló y la examinó atentamente. La asceta le interrogó: «¿Cuál es la causa de estas miradas?» «Yo tenía una mujer. Si no hubiese muerto diría que eras tú.» La asceta se dio a conocer y ambos loaron a Dios, Todopoderoso y Excelso, por el favor que les había hecho al reunirlos de nuevo. El hermano del juez, el ladrón y la mujer empezaron a pedirle perdón; los perdonó. Todos se consagraron a adorar a Dios en aquel lugar y a servir a la asceta hasta que los separó la muerte.
Uno de los seguidores del Profeta refiere: «Daba las vueltas a la Kaaba en una noche tenebrosa cuando oí una voz apenada que, hablando desde el fondo de un corazón afligido, decía: “¡Oh, Generoso! ¡Pon tu Gracia antigua, mi corazón cumplirá siempre con tu pacto!” Al oír estas palabras de tal voz mi corazón se conmovió y estuvo a punto de ser víctima de la muerte. Corrí en la dirección de la que venía la voz y me encontré con una mujer. Le dije: “¡La paz sea sobre ti!” “¡Y sobre ti la paz y la misericordia y la bendición de Dios!”, me replicó. Añadí: “Te pregunto en el nombre de Dios, el Inmenso, ¿cuál es el pacto que tu corazón observa siempre?” “Si tú no me conjurases por el Todopoderoso no te revelaría tales secretos. ¡Fíjate qué es lo que tengo conmigo!” Distinguí que llevaba un niño en brazos, el cual dormía y roncaba. La mujer refirió: “Salí a realizar la peregrinación a esta casa cuando estaba embarazada de este niño. Embarqué en un buque pero las olas se encabritaron contra nosotros, los vientos nos fueron desfavorables y el buque en que íbamos naufragó. Yo conseguí ponerme a salvo encima de unos maderos y dar a luz al chiquillo. Mientras le tenía apoyado en mi seno y las olas me azotaban de mala manera…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió:] «“…me alcanzó uno de los marineros del buque y me dijo: ‘¡Por Dios! Ya te apetecía cuando estabas a bordo, pero ahora te he conseguido. Entrégate a mí o te echaré al mar’. Repliqué: ‘¡Ay de ti! ¿Lo que has visto no constituye para ti un escarmiento y una admonición?’ ‘Lo he visto muchas veces y siempre me he salvado. No me preocupa.’ ‘¡Hombre! Estamos en una dificultad y sólo podemos esperar la salvación obedeciendo a Dios; no desobedeciéndole.’ Él insistió, yo me asusté y dije para engañarle: ‘¡Ten paciencia mientras duerme este niño!’ Él me lo arrancó del pecho y lo tiró al agua. Al ver la acción tan depravada que había hecho con el niño, mi corazón se descompuso, mi pena se hizo punzante y dirigiendo mi cabeza al cielo exclamé: ‘¡Oh, Tú, que te interpones entre el hombre y su corazón: interponte entre mí y este león! Tú eres poderoso sobre todas las cosas’. ¡Por Dios! Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando un brazo de mar lo arrastró fuera de la madera y me quedé sola. Mi angustia, mi pena y mi amor por el niño fueron en aumento y recité:
¡Alegría de mis ojos! ¡Querido mío! Mi hijo se ha perdido y el dolor me lacera la piel.
Veo mi cuerpo ahogado y los arrebatos de la pasión abrasan mis entrañas.
En mi pena no tengo ningún consuelo más que tu gracia, oh, apoyo mío.
Tú, Señor, ves el dolor que me aflige a causa de la separación de mi hijo.
Reúne a los que están separados y ten piedad. La esperanza que pongo en ti es mi mayor apoyo.
»”En esta situación permanecí durante un día y una noche. Al amanecer vi aparecer en la lejanía una vela. Las olas y los vientos me fueron empujando y arrastrándome hacia aquel buque cuya vela distinguía. Sus tripulantes me recogieron, me embarcaron y allí me dejaron. Miré en torno y descubrí a mi hijo que estaba entre ellos. Me arrojé a cogerle y exclamé: ‘¡Gentes! ¡Éste es mi hijo! ¿Cómo puede estar con vosotros?’ Replicaron: ‘Mientras navegábamos el buque se detuvo bruscamente y apareció un animal que parecía una gran ciudad. Este niño iba montado en su lomo chupándose el dedo. Lo recogimos’. Al oír este relato les expliqué mi historia y lo que me había ocurrido con él. Di gracias a mi Señor por cuanto me había concedido e hice voto de no abandonar su Templo ni su servicio. Desde entonces me concede cualquier cosa que le pido”. Alargué la mano a la bolsa para darle algo, pero ella exclamó: “¡Aléjate de mí, hombre vano! Te he referido su largueza y su generosidad y ¿he de aceptar algún don de una mano distinta de la suya?” No pude conseguir que aceptase nada de mí. La dejé y me marché de su lado recitando estos versos:
¡Cuántos son los dones ocultos de Dios cuya comprensión escapa a la comprensión del perspicaz!
¡Cuántas alegrías llegan después de estar en apuros y consuelan la quemazón del corazón afligido!
¡Cuántas fatigas pasadas por la mañana son seguidas por la alegría al llegar la noche!
El día en que los asuntos te opriman, pon tu confianza en el Único, el Eterno, el Altísimo.
Confíate a la intercesión del Profeta. Todas las criaturas triunfarán si intercede el Profeta.
»Aquella mujer siguió consagrada al ascetismo, sin apartarse del Templo, hasta que le llegó la muerte.»
Se refiere que Malik b. dinar (¡Dios, ensalzado sea, tenga misericordia de él!) contaba: «La lluvia empezó a faltarnos en Basora. Salimos muchas veces a hacer rogativas por la lluvia sin que viésemos indicios de ser escuchados. Salí con Ata al-Sulami, Tabit al-Banani, Machi al-Bakka, Muhammad b. Wasi, Ayyub al-Sijtiyani, Habib al-Farisi, Hassan Ibn Sinan, Utba al-Gulam y Salih al-Muzani para ir al oratorio. Los muchachos salieron de las escuelas. Rezamos pidiendo la lluvia pero no vimos indicios de ser escuchados. El día cayó, la gente se fue y yo me quedé con Tabit al-Banani en el oratorio. Al hacerse noche oscura vimos un negro, de hermoso rostro, piernas esbeltas y vientre lleno, que se acercaba. Llevaba puesto un manto de lana; si se hubiese calculado el valor de todo lo que llevaba encima se hubiese visto que no pasaba de dos dirhemes. El negro cogió agua, hizo las abluciones, se dirigió al mihrab y rezó dos arracas con desenvoltura: en ambas se puso firme, se inclinó y prosternó de la misma manera. A continuación levantó la vista al cielo y exclamó: “¡Dios mío! ¡Señor mío! ¿Hasta cuándo vas a negar a tus criaturas algo que no disminuye tus bienes? ¿Es que se ha terminado lo que posees o es que se han agotado los tesoros de tu reino? ¡Te conjuro por el amor que me tienes a que nos rocíes con tu lluvia inmediatamente!” No había terminado de hablar cuando ya el cielo estaba cubierto de nubes y la lluvia empezó a caer como si estuviesen vaciando odres: no pudimos salir del oratorio sin meternos en el agua hasta la rodilla.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Malik prosiguió:] «Estábamos maravillados del negro.»
Malik refiere: «Yo me presenté ante él y le dije: “¡Ay de ti, negro! ¿No te avergüenzas de lo que has dicho?” Se volvió hacia mí y preguntó: “¿Qué es lo que he dicho?” “Has dicho: ‘Por él amor que me tienes’. ¿Cómo sabes que te ama?” “¡Aléjate de mí, tú que te despreocupas de las almas! ¿Dónde estaría yo si Él no hubiese venido en mi auxilio con la unidad y me hubiese infundido su conocimiento? ¿Es que crees que me hubiese ayudado de este modo si no me amase? Su amor por mí equivale al mío por Él.” Le dije: “Quédate un rato conmigo y que Dios te tenga en su misericordia”. “Soy un esclavo y tengo obligaciones que cumplir respecto de mi pequeño dueño.”»
Malik refiere: «Empezamos a seguir sus pasos desde lejos y vimos que entraba en casa de un mercader de esclavos. Ya había pasado la mitad de la noche y la otra mitad parecía larga. Nos marchamos. Al día siguiente por la mañana fuimos a visitar al negrero y le preguntamos: “¿Tienes un esclavo para vendernos como criado?” “Sí; tengo cerca de cien esclavos y todos están en venta.” Empezó a mostrarnos chico tras chico y así vimos setenta sin encontrar al que me interesaba. Me dijo: “¡No tengo más!” Cuando íbamos a salir nos metimos en una habitación en ruinas que estaba detrás de la casa y allí encontramos, de pie, al negro. Dije: “¡Ése es! ¡Por el Señor de la Kaaba!” Volví al lado del mercader y le dije: “¡Véndeme este muchacho!” Me contestó: “¡Abu Yahya! Este muchacho es de mal agüero, es un vago que se pasa toda la noche llorando y consagra el día a hacer penitencia”. Repliqué: “¡Por esto le quiero!” Le llamó; él muchacho acudió aturdido. El vendedor me dijo: “Cógelo por el precio que quieras, pero después no me hagas responsable de sus defectos”. Lo compré por veinte dinares y le pregunté: “¿Cuál es tu nombre?” “Maymun.” Le cogí de la mano y pos marchamos a mi casa. El esclavo se volvió a mí y me preguntó: “¡Dueño mío en la tierra! ¿Por qué me has comprado? Yo no soy apropiado para dedicarme al servicio de los hombres”. “Te he comprado porque soy yo quien quiere consagrarse a tu servicio y lo haré de buen grado.” “¿Por qué?” “¿No estabas ayer en el oratorio?” “¿Es que me has visto?” “Yo soy el que ayer te dirigió la palabra.”
Siguió andando hasta entrar en una mezquita. Rezó dos arracas y exclamó: “¡Dios mío! ¡Señor mío! ¡Dueño mío! El pacto secreto que había entre nosotros dos ha sido descubierto por las criaturas y yo me encuentro avergonzado delante de todos los seres, ¿cómo puede serme ya agradable la vida cuando aquello que existe entre nosotros dos es conocido por un tercero? ¡Te conjuro a que me quites el alma ahora mismo!” Se prosternó y yo esperé un rato, pero no levantó la cabeza. Le sacudí: había muerto (¡que Dios, ensalzado sea, tenga misericordia de él!). Extendí sus manos y sus pies y le contemplé: estaba sonriendo; él color negro de su rostro se había vuelto blanco e irradiaba una luz como la de la luna nueva. Mientras nosotros estábamos maravillados por lo ocurrido un joven cruzó la puerta y se acercó. Dijo: “¡La paz sea sobre vosotros! ¡Que Dios aumente nuestra recompensa y la vuestra mediante la intercesión de nuestro hermano Maymun! Aquí está el sudario: amortajadle”. Me dio dos lienzos como nunca había visto otros iguales. Le amortajamos en ellos.»
Malik refiere: «Hoy su tumba constituye el lugar ante él cual se pide el don de la lluvia y en donde se solicitan los favores a Dios, Todopoderoso y Excelso. ¡Qué bello es lo que dijo un poeta en este sentido!:
El corazón de los místicos tiene por morada un jardín, un jardín celeste protegido por los velos de Dios de la vista de los demás mortales.
Cuando beben en él el vino puro perciben con su aroma el céfiro de la familiaridad con Dios.
Su secreto queda entre ellos y el Amado; está oculto a todo el mundo excepto para el corazón del místico.
Se cuenta que entre los hijos de Israel había un hombre excelente que se distinguía por la devoción a su Señor, por su renuncia a los bienes de este mundo a los cuales había borrado de su corazón. Su esposa le auxiliaba en sus ocupaciones y le obedecía en todas las circunstancias; ambos vivían de la fabricación de bandejas y abanicos en lo cual empleaban todo el día. Al caer la tarde aquel hombre salía con lo que había fabricado con sus manos y recorría con ello calles y caminos en busca de un comprador a quien vendérselo. El matrimonio practicaba constantemente el ayuno.
Un día habían pasado toda la jornada ayunando y trabajando. Al caer la tarde el marido salió, como de costumbre, llevando lo que había fabricado, en busca de quien se lo comprase. Cruzó por delante de la puerta de uno consagrado a la vida mundanal, persona de posición desahogada y noble. El asceta era un hombre de rostro hermoso, guapo; la mujer del dueño de la casa se enamoró de él; su corazón se inclinó apasionadamente hacia él. Como su marido estaba ausente, la mujer llamó a una criada y le dijo: «Tal vez puedas ingeniártelas para meter a ese hombre en nuestra casa». La criada se dirigió hacia él y le llamó para comprarle los objetos que llevaba en la mano.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas sesenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la esclava] le dijo: «Entra, pues mi señora quiere comprar algo de eso que llevas en la mano después de haberlo visto y probado». El asceta creyó que la muchacha decía la verdad y no pensó que en la propuesta hubiese algo de malo. Entró y se sentó como le había mandado. La muchacha cerró la puerta. La dueña de la casa salió de su habitación, le cogió por la chilaba, tiró de ella y le metió en su cuarto. Le dijo: «¡Cuánto deseaba poder estar a solas contigo! ¡Por tu causa había agotado mi paciencia! Esta habitación está perfumada con incienso; la cena está preparada y el dueño de la casa estará ausente esta noche; yo me entrego a ti. Los reyes, los jefes, los grandes personajes han solicitado reiteradamente mis favores, pero yo no he hecho caso a ninguno de ellos…» La mujer siguió hablando mucho rato en este sentido, mientras que el asceta no levantaba la cabeza del suelo, pues estaba avergonzado ante Dios (¡ensalzado sea!) y temía el castigo doloroso de la vida futura tal como dice el poeta:
¡A cuántas grandes señoras no he poseído impedido por la vergüenza!
Ésta ha constituido la protección adecuada. En cuanto desaparece la vergüenza, desaparece la protección.
El asceta ansiaba poderse librar de ella pero no podía. Dijo: «Quiero pedirte algo». Preguntó: «¿Qué es?» «Agua pura. Subiré al lugar más alto de la casa para utilizarla y para lavarme una impureza que no me es posible mostrarte.» «La casa es grande y tiene rincones y lavabos preparados.» «Mi propósito es subir a un lugar alto.» La mujer dijo a la criada: «Hazle subir al mirador que está en la parte alta de la casa». Lo acompañó hasta el lugar más alto que allí había, le entregó un jarro de agua y el hombre hizo las abluciones y rezó dos arracas; a continuación miró hacia el suelo para saltar: estaba muy lejos y temió quedar hecho trizas al llegar abajo. Meditó en lo grave que es desobedecer a Dios, en lo terrible del castigo de Éste y tuvo en poco ofrecerle su propia vida y su misma sangre. Exclamó: «¡Dios mío! ¡Señor mío! Ya ves lo que me ha ocurrido; mi situación no te es desconocida: Tú eres todopoderoso». Una voz misteriosa recitó estos versos:
El corazón y el entendimiento me guían hacia Ti; Tú conoces los secretos más recónditos.
Si hablo, te llamo; si callo, es que en Ti medito.
¡Oh, Tú, a quien no puede añadírsete otro segundo! El desgraciado que por Ti vive, ante Ti se inclina en la necesidad.
Tengo una esperanza que mis pensamientos confirman; tengo un corazón que, como sabes, palpita.
El rendir la vida es la cosa más difícil que pueda suceder, pero si Tú lo has dispuesto es bien fácil.
Si, empero, concediéndome un favor me salvas, esto, ¡oh, esperanza mía!, está en tu poder.
El hombre se arrojó desde lo alto del mirador. Dios le envió un ángel, quien le recogió en sus alas y le depositó en el suelo sano, sin que le hubiese ocurrido nada desagradable. Cuando estuvo en el suelo firme loó a Dios, Todopoderoso y Excelso, porque le había concedido su apoyo y misericordia y le había salvado. Regresó sin nada al lado de su mujer; llegaba con retraso. Entró sin nada La mujer le preguntó por la causa del retraso y por lo que se le había escapado de la mano, ¿qué había hecho de ello?, ¿cómo volvía sin nada? El marido le explicó la tentación de que había sido víctima y que se había tirado desde un lugar semejante; que Dios le había salvado. La esposa exclamó: «¡Loado sea Dios que te ha librado de la tentación y se ha interpuesto entre tú y la prueba!» Añadió: «¡Hombre! Los vecinos están acostumbrados a ver encendido nuestro homo todas las noches. Si hoy ven que no alumbramos el fuego sabrán que no tenemos nada. Para dar las gracias a Dios debemos esconder la dificultad en que nos encontramos y empalmar el ayuno de esta noche con el de ayer haciéndolo en honor de Dios (¡ensalzado sea!)». La mujer se dirigió al homo, lo llenó de leña y lo encendió para engañar a los vecinos. Entretanto recitaba estos versos:
Ocultaré la pena y la pasión que me afligen y encenderé el fuego para engañar a los vecinos.
Estoy satisfecha de todo aquello que llega por un decreto de mi Señor; es posible que al ver mi humildad Él quede satisfecho de mí.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después de haber encendido el fuego ella y su esposo hicieron las abluciones rituales y se pusieron a orar. Una vecina les pidió permiso para coger lumbre del horno y le contestaron: «¡Tú misma!» La mujer, al llegar al horno para coger el fuego, gritó: «¡Fulana! ¡Ven antes de que se te queme el pan!» La mujer dijo al esposo: «¿Qué dices de esto, hombre?» «Levántate y ve a ver.» La mujer se incorporó, se dirigió al horno y lo encontró lleno de pan riquísimo, blanco. La mujer cogió los panecillos y corrió al lado de su marido dando gracias a Dios, Todopoderoso y Excelso, por sus grandes beneficios y sus dones generosos. Comieron pan, bebieron agua y loaron a Dios, alabado sea. La mujer dijo al esposo: «Ven y vamos a rezar a Dios (¡ensalzado sea!). Es posible que Él nos conceda algo que nos enriquezca y evite que continuemos fatigándonos en el trabajo, llevando esta mala vida; así podríamos consagrarnos al ascetismo y a su servicio». El marido dijo: «Sí», y el hombre empezó a rezar a su Señor; la mujer dijo «amén» a la plegaria. Inmediatamente después el techo se hundió y cayó un jacinto que iluminó, con su luz, toda la casa. Ambos esposos redoblaron sus rezos en acción de gracias y se pusieron muy contentos por tener tal joya. Rezaron hasta que Dios (¡ensalzado sea!) quiso. Hacia el fin de la noche se quedaron dormidos. La mujer en sueños, vio que entraba en el Paraíso; en él contempló numerosos almimbares alineados en filas y sitiales colocados ordenadamente. Preguntó: «¿Qué significan estos almimbares?, ¿y estos sitiales?» Se le respondió: «Éstos son los almimbares de los profetas y ésos los sitiales de los verídicos y de los píos». Preguntó: «¿Dónde está el sitial de mi marido?» «Es ése.» Lo contempló y vio que tenía un hueco en un lado. Preguntó: «¿Qué significa este hueco?» «Es el hueco que ocupaba el jacinto que os cayó a través del techo de vuestra casa.» La mujer se despertó llorando y entristecida porque en el sitial de su esposo, situado entre los sitiales de los justos, faltaba algo. Dijo: «¡Hombre! ¡Reza a tu Señor para que vuelva a colocar este jacinto en el lugar que le corresponde! Sufrir hambre y fatigas durante unos pocos días es preferible a que tu sitial tenga un hueco en medio de los de los virtuosos». El hombre rezó, el jacinto ascendió y le vieron cruzar a través del techo. Ambos vivieron pobres y devotos hasta que encontraron a Dios, Todopoderoso y Excelso.
Se cuenta que al-Hachchach b. Yusuf al-Taqafi andaba buscando a un hombre noble. Cuando le tuvo delante le dijo: «¡Enemigo de Dios! ¡Dios te ha puesto en mi mano! ¡Llevadle a la prisión! ¡Encadenadle con una cadena fuerte y pesada! ¡Construid encima suyo una celda para que no pueda salir ni nadie entrar!» Aquel hombre fue llevado a la prisión y llamaron al herrero, quien se presentó con las cadenas. Cada vez que el herrero daba un golpe de martillo, aquel hombre levantaba la cabeza, miraba al cielo y exclamaba: «¿No le pertenecen la creación y el mundo?»[221] Una vez el herrero hubo concluido, los carceleros construyeron encima una celda y dejaron al preso solo en ella. La pena y la tristeza se apoderaron de él y la fuerza de las circunstancias le llevó a recitar:
¡Oh deseo del místico! ¡Tú constituyes mi deseo! En tu generosidad sin fin confío.
No desconoces la situación en que me encuentro y una sola mirada tuya constituye mi ambición y mi deseo.
Me han encarcelado y me han infligido el tormento. ¡Ay de mí que estoy lejos y solo!
Pero si estoy solo la mención de tu nombre me acompaña; durante la noche, mientras no puedo pegar ojo, eres mi contertulio.
Si Tú estás contento de mí, nada hay que me preocupe. Tú sabes qué es lo que encierra mi corazón.
Al cerrar la noche el carcelero le colocó un guardián al lado y se marchó a su casa. Al día siguiente corrió a la cárcel: las cadenas estaban tiradas en el suelo y no había ni rastro del hombre. El carcelero se asustó y estuvo cierto de que iba a morir. Regresó a su casa, se despidió de su familia, cogió el sudario, metió los aromas con que se unge el muerto en la manga, se presentó ante al-Hachchach y se plantó delante de él. Éste notó el olor de los bálsamos y preguntó: «¿Qué significa esto?» «¡Señor mío! Yo los he traído.» «¿Por qué has traído esto aquí?» El carcelero le explicó la fuga de aquel hombre.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al-Hachchach exclamó: «¡Ay de ti! ¿Le oíste decir algo?» «Sí. Cuando el herrero estaba fijando las cadenas con el martillo él miraba hacia el cielo y decía: “¿No le pertenecen la creación y el mundo?”» Al-Hachchach le dijo: «¿No has comprendido? Aquel al que mencionaba en tu presencia le ha puesto en libertad en tu ausencia». Acerca de esto se ha compuesto, con el correr del tiempo, unos versos:
¡Oh Señor! ¡Cuántas aflicciones has alejado de mí! Sin Ti no podría estar ni sentado ni de pie.
¡De cuántos y cuántos asuntos sin solución me has salvado! ¡De cuántas y cuántas y cuántas aflicciones!
Se refiere que un hombre pío se enteró de que en tal y tal ciudad había un herrero que metía la mano en el fuego y cogía el hierro al rojo vivo sin sufrir el menor daño. Dicho hombre se dirigió a aquella ciudad, preguntó por el herrero y se le indicó su domicilio. Al verle le contempló y vio que hacía lo que se le había dicho. Esperó hasta que hubo concluido su trabajo. Entonces se acercó a él, le saludó y le dijo: «Desearía ser tu huésped esta noche». «¡De mil amores!» Le condujo a su casa, cenó con él y durmieron juntos. El huésped no vio ni que se levantase ni que se dedicase al rezo. Se dijo: «Tal vez se haya escondido». Pasó con él una segunda y una tercera noche sin ver que cumpliese más que las obligaciones religiosas estrictas; no realizaba las recomendadas y por la noche sólo se levantaba un momento. Le dijo: «Hermano mío. He oído hablar del carisma que Dios te ha concedido y lo he visto por mis propios ojos; a continuación he intentado ver las prácticas de ascetismo que realizas, pero no he visto que hicieses nada que sea propio para recibir los carismas, ¿de dónde te vienen?»
El herrero dijo: «Te contaré la causa. Yo estaba enamorado apasionadamente de una muchacha y la solicité con insistencia, sin conseguirla, pues estimaba en mucho la castidad. Vino un año de una gran sequía, de un gran hambre; la comida faltaba y la necesidad iba en aumento. Un día, mientras estaba en mi casa, llamaron a la puerta. Salí a abrir y la encontré en el dintel. Me dijo: “¡Hermano mío! Estoy muy hambrienta y levanto mi cabeza hacia ti. ¡Dame de comer por amor de Dios!” Le repliqué: “¿Es que no sabes cuán grande es mi amor y lo mucho que sufro por tu culpa? No te daré nada de comer hasta que te entregues a mí”. “¡Morir es preferible a desobedecer a Dios!” Se marchó, volvió al cabo de dos días y me dijo lo mismo que la primera vez: le contesté igual. Entró en la casa y se sentó: estaba a punto de morir. Coloqué la comida delante de ella. Derramó lágrimas y exclamó: “¡Aliméntame por amor de Dios, Todopoderoso y Excelso!” Repliqué: “¡No lo haré, por Dios, a menos de que te entregues!” “La muerte es preferible a tener que sufrir el castigo de Dios (¡ensalzado sea!).” Se levantó, dejó allí el alimento…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer dejó el alimento] «y salió recitando estos versos:
¡Oh, Tú, el Único cuyos beneficios alcanzan a todas las criaturas!: oye mi queja, observa lo que me sucede.
La miseria y la desgracia me han afligido, y me abruman de tal modo que me impiden hablar.
Estoy como el sediento que ve con sus propios ojos el agua, pero ni los ojos se bañan ni puede beber.
El hambre me empujaba a obtener la comida, pero sus delicias son pasajeras mientras que el pecado perdura.
»Estuvo ausente dos días al cabo de los cuales volvió a llamar a la puerta. Salí. El hambre le había debilitado la voz. Me dijo: “¡Hermano mío! Las privaciones me han agostado y no puedo mostrar mi faz a nadie más que a ti, ¿me darás de comer por amor de Dios (¡ensalzado sea!)?” “¡No… a menos de que te entregues!” Entró, se sentó en la casa. Yo no tenía preparada la comida. Cuando se hubo cocido y la hube puesto en la escudilla, Dios (¡ensalzado sea!) me tocó con su gracia. Me dije: “¡Ay de ti! Esta mujer está mal de la cabeza y de religión. Se ha abstenido de comer hasta el momento en que ya no puede aguantar más de tan grande como es el hambre que padece. Ha rechazado la comida una vez tras otra mientras que tú no cesas de desobedecer a Dios (¡ensalzado sea!)”. Exclamé en voz alta: “¡Dios mío! Me arrepiento ante Ti por lo que me obcecaba la mente”. Cogí la comida, me presenté ante ella y le dije: “¡Come, pues no te ocurrirá ningún mal! Lo hago por amor de Dios, Todopoderoso y Excelso”. La mujer levantó los ojos al cielo y exclamó: “¡Dios mío! Si dice la verdad, hazle inmune al fuego en este mundo y en el otro. Tú eres todopoderoso y puedes oír la plegaria”. La dejé allí y fui a apagar el fuego del brasero. Era invierno y hacía frío. Un tizón me cayó encima pero yo no noté ningún dolor por voluntad de Dios, Todopoderoso y Excelso. Entonces se me hizo patente que su plegaria había sido escuchada. Cogí la brasa con la mano y no me quemé. Fui a presentarme ante la mujer y le dije: “¡Alégrate! ¡Dios ha escuchado tu plegaria!”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el herrero continuó:] «El bocado se le cayó de la mano y exclamó: “¡Dios mío! Así como me has mostrado que mi plegaria, en lo que a este hombre afecta, ha sido atendida, coge ahora mismo mi espíritu. Tú eres poderoso sobre todas las cosas”. En el mismo momento Dios se apoderó de su alma. (¡Él tenga misericordia de ella!)»
Acerca de esto la voz del pueblo ha compuesto:
Ella rezó y el Señor escuchó su plegaria y se apiadó del culpable que la había solicitado.
Le mostró, cumplido, lo que para él había pedido y le concedió la gracia que imploraba.
Había acudido a su puerta en espera de un don; se acercó a él en medio de una desgracia.
Él la incitaba a la concupiscencia y a satisfacer la pasión; esperaba conseguir su propósito.
Pero no sabía lo que Dios se proponía hacer con él; le llegó el arrepentimiento sin que se lo propusiera.
Los decretos de Dios son provisiones: el que los recibe, aunque no le estén destinados, corre a su encuentro.
Se cuenta que había un célebre asceta de los hijos de Israel, consagrado a las prácticas religiosas y al rezo. Cuando rogaba a su Señor, Éste le escuchaba, le daba cuanto pedía y sus deseos eran atendidos. Deambulaba por los montes y pasaba en vela la noche. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) le había cedido una nube que le acompañaba dondequiera que iba y le escanciaba agua en gran cantidad para que pudiese realizar las abluciones y beber. Así siguieron las cosas hasta que el transcurso del tiempo hizo languidecer sus rezos: Dios le quitó la nube y dejó de atender a sus peticiones. Esto le entristeció, le llenó de pena y empezó a pensar con nostalgia en él tiempo en que Dios le concedía tal milagro; suspiraba, gemía y se desesperaba. Una noche, mientras dormía, oyó que se le decía: «Si quieres que Dios te devuelva la nube, ve en busca del rey tal, en tal y cual país. Pídele que rece por ti. Entonces, Dios (¡ensalzado sea!) te devolverá la nube y la impulsarás hacia ti gracias a la bendición de sus benditas plegarias». La voz recitó estos versos:
Ve en busca del pío Emir en pos de obtener satisfacción de tu grave problema.
Si él reza a Dios tendrás lo que pides y caerá la lluvia.
Él es el rey más poderoso y no tiene igual entre los soberanos.
Junto a él encontrarás una cosa que será nuncio de felicidad y de alegría.
Atraviesa, para llegar hasta él, los desiertos y recorre, ininterrumpidamente, las distancias.
Aquel hombre cruzó los países hasta llegar al territorio que se le había indicado en sueños. Preguntó por el rey y se le indicó dónde estaba. Se dirigió a su palacio. En la puerta encontró un paje sentado en un trono magnífico; estaba estupendamente vestido. El hombre se detuvo, le saludó y el paje le devolvió el saludo y le preguntó: «¿Cuál es tu deseo?» «Yo soy un hombre injusto y he venido a ver al rey para exponerle mi historia.» «Hoy no hay modo de que puedas verle. Ha señalado un día a la semana para que le visiten las personas que tienen algo que pedirle. Sólo entran en ese día, que es tal. Ve, sigue tu camino hasta que llegue el día en cuestión.» Aquel hombre reprobó que el rey se mantuviese alejado de las gentes y pensó: «¿Cómo es posible que éste sea uno de los santos de Dios, Todopoderoso y Excelso?» En este estado de ánimo esperó el día que se le había dicho. Refiere: «Cuando llegó el día que me había dicho el portero entré en el palacio; ante la puerta encontré algunas gentes que estaban esperando permiso para pasar. Esperé con ellos hasta que salió un ministro que llevaba un traje magnífico y al que precedían criados y esclavos. Dijo: “¡Entren los que tengan que hacer peticiones!” Entraron y yo me metí con el grupo. El rey estaba sentado y ante él estaban los grandes del reino dispuestos según su posición y su rango. El visir se quedó en pie y empezó a introducir a uno en pos de otro hasta que llegó mi turno. Cuando el visir me hubo presentado, el rey me miró y dijo: “¡Sé bien venido, dueño de la nube! Siéntate y espera hasta que pueda atenderte”. Me quedé perplejo ante sus palabras, reconociendo su alto rango y su virtud. Cuando hubo terminado de despachar a las gentes y hubo concluido con ellas se levantó; el ministro y los grandes del reino hicieron lo mismo. El rey me cogió de la mano y me introdujo en su palacio. Junto a la puerta vi un esclavo negro que llevaba un magnífico vestido, con el casco en la cabeza; a la derecha y a la izquierda tenía cotas de malla y arcos. Se acercó al rey, dispuesto a cumplir órdenes y a satisfacer sus necesidades. Abrió la puerta del alcázar y entré llevado de la mano por el rey. Topamos, delante de nosotros, con un pabelloncito. El rey, en persona, lo abrió y entramos en un lugar en ruinas, deshecho. Pasó a una habitación que no tenía más que el tapiz para la plegaria, el recipiente para las abluciones y algunas hojas de palma. Se quitó los vestidos que llevaba puestos, se puso una burda túnica de lana blanca y tocó su cabeza con un sombrero de fieltro. Luego se sentó y me hizo sentar. Llamó a su esposa. “¡Fulana!” Respondió: “¡Heme aquí!” “¿Sabes a quién tenemos hoy por huésped?” “¡Sí! Al dueño de la nube.” “Sal; no te preocupes de él.”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el asceta prosiguió:] «El rey dijo: “Hermano mío, ¿quieres conocer nuestra historia o bien que recemos inmediatamente por ti?” “Desearía conocer vuestra historia. Es lo que más deseo.” El rey refirió: “Mis padres y mis abuelos me legaron el reino que pasó de uno a otro primogénito hasta que el último murió y el poder vino a mis manos. Dios había hecho que éste me fuese odioso, pues yo quería peregrinar por la tierra y dejar que los hombres resolviesen por sí mismos sus asuntos. Mas pronto temí que estallase la discordia entre ellos, que se perdiesen las leyes divinas y que desapareciese la unidad de la religión. Dejé, entonces, las cosas como estaban y ahora doy a cada funcionario un gran sueldo, me visto el traje regio, pongo a los esclavos al lado de la puerta para aterrorizar a los malvados y defender a la gente de bien aplicando las penas prescritas. Una vez hecho esto regreso a mi casa, me quito aquellos vestidos y me pongo las ropas que ves. Ésta, mi prima, es mi compañera en el ascetismo y me ayuda a ser devoto. De día trabajamos estas hojas de palma y rompemos el ayuno cuando llega la noche. En esta situación hemos pasado cerca de cuarenta años. Quédate con nosotros —y que Dios te tenga misericordia— hasta que hayamos vendido esta estera; cenarás, pasarás la noche aquí y después te irás con lo que deseas si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere”.»
El asceta refiere: «Al terminar el día vino un niño de cinco años que cogió la estera que habían fabricado, la llevó al mercado, la vendió por un qirat, compró pan y habas y regresó con esto. Comimos juntos y pasé la noche con ellos. A medianoche se incorporaron y rezaron llorando. Al amanecer el rey dijo: “¡Dios mío! ¡Ése es tu esclavo que te pide que le devuelvas su nube! ¡Tú puedes hacerlo, Dios mío! ¡Muestra que le contestas y devuélvele su nube!” Su mujer decía amén cuando ya estaba formándose la nube. Me dio la buena noticia, yo me despedí de los dos y me marché seguido por mi nube del mismo modo que antes. Desde entonces todo lo que he pedido a Dios (¡ensalzado sea!) por la intercesión de ellos dos, me ha sido concedido. He improvisado estos versos:
Ciertamente mi Señor tiene los esclavos más puros cuyos corazones discurren por el jardín de su sabiduría.
El movimiento de su cuerpo se ha calmado porque en el interior de su corazón sólo hay intenciones puras.
Los ves callados, humildes ante su Señor porque contemplan lo oculto como si estuviese descubierto.
Se refiere que el Emir de los creyentes, Umar b. al-Jattab (¡Dios esté satisfecho de él!), preparó un ejército de musulmanes al que despachó contra el enemigo. Avanzó sobre Siria y sitió con rigor una de sus fortalezas. Entre los musulmanes había dos hermanos a los que Dios había hecho resueltos y valientes frente al enemigo. El jefe de la fortaleza había dicho a sus lugartenientes y a los paladines que tenía con él: «Si esos dos musulmanes fuesen hechos prisioneros con algún engaño o muertos, vosotros bastaríais para hacer frente a los demás». No cesaron de preparar emboscadas, de idear añagazas, de idear trampas y celadas hasta que uno de los dos hermanos fue hecho prisionero y el otro murió mártir. El musulmán prisionero fue llevado ante él comandante de la fortaleza. Éste, al verle, dijo: «Matarlo sería una desgracia; devolverlo a los musulmanes, me molesta».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el comandante prosiguió:] «Desearía que entrase en la religión cristiana; así sería un auxiliar y un colaborador.» Uno de los patricios dijo: «¡Comandante! Yo le expondré a las tentaciones hasta que reniegue de su religión. Será así porque los árabes aprecian mucho a las mujeres y yo tengo una hija hermosa y bella. En cuanto la vea se enamorará». «¡Tuyo es el musulmán! ¡Llévatelo!» Le condujo a su domicilio. Vistió a su hija con unos vestidos muy hermosos que hacían descollar su hermosura natural. Hizo entrar al musulmán y mandó servir la comida. La muchacha cristiana se quedó plantada, ante él, como si fuese una criada obediente a su señor que espera órdenes y está dispuesta a cumplirlas. El musulmán, al darse cuenta de la situación en que se encontraba, se confió a Dios (¡ensalzado sea!), bajó la vista y se dedicó a adorar a su Señor y a leer el Corán. Tenía una hermosa voz y su canturreo hacía mella en el alma: la joven cristiana se enamoró apasionadamente y le amó con delirio. Esta situación se prolongó durante siete días hasta que empezó a decir: «¡Ojalá que él acepte que yo me haga musulmana!» Las circunstancias la hicieron recitar estos versos:
¿Te apartas de mí mientras que mi corazón hacia ti se inclina? Sea mi vida vuestro rescate; mi corazón, vuestra morada.
Yo estoy satisfecha de abandonar mi familia y de renegar de una religión que hay que defender con la punta de la espada.
Atestiguo que Dios no tiene más Señor que Él. Esto está claro y no cabe duda alguna.
Tal vez Él decrete mi unión con quien me rehúye y refresque un corazón al que agobian la pasión y el amor.
Las puertas que estaban cerradas se han abierto y ha visto satisfechos sus deseos quien había sufrido las penas.
Cuando se hubo agotado su paciencia, con el corazón oprimido, la joven se arrojó en sus brazos y dijo: «¡Te conjuro, por tu religión, a que escuches mis palabras!» «¿Qué palabras?» «¡Expónme el Islam!» El musulmán le expuso su fe y ella se convirtió; después cumplió la purificación y él le explicó cómo se reza. Una vez lo hubo hecho, la muchacha dijo: «¡Hermano mío! Tú has sido la causa de mi conversión al Islam y deseo vivir en tu compañía». «El Islam prohíbe el matrimonio a menos de que haya dos testigos jurados, el pago de una dote, y un procurador que represente a la mujer: yo no veo ni los testigos, ni la dote ni el procurador. Pero si tú te las ingenias para que podamos salir de este lugar, espero poder alcanzar el territorio musulmán y te prometo que no tendré más mujer que tú.» «Ya me las ingeniaré», contestó la chica. Llamó a su padre y a su madre y les dijo: «El corazón de este musulmán se ha enternecido y quiere entrar en nuestra religión. Yo me he ofrecido a él pero me ha replicado: “No está bien que yo me case en el pueblo en que ha sido muerto mi hermano. Si pudiese irme de él mi corazón se tranquilizaría y haría lo que se pide de mí”. No hay inconveniente en que me dejéis ir con él a otra ciudad. Yo salgo fiadora ante vosotros dos y el rey de que hará lo que deseáis». El padre corrió a ver al Emir y le informó de lo que ocurría. Éste se alegró mucho y le mandó que se marchase con la muchacha al pueblo que ésta había indicado. Salieron, llegaron al pueblo y permanecieron en él todo el día. Al caer la noche reemprendieron el viaje y corrieron camino adelante como dice un poeta:
Dijeron: «¿Está inminente la partida?» Contestó: «¿Cuántas veces se amenaza con la partida?
Mi único trabajo consiste en cruzar el desierto, en recorrer la tierra milla tras milla.
Si las personas amadas se marchan a otro lugar, yo las acompaño como un caminante más.
Tomo a mi pasión como guía para que me conduzca hacia ellas: me muestra la senda sin necesidad de otro guía».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que viajaron durante toda la noche. El joven montaba en el corcel y llevaba en la grupa a la muchacha. No pararon de andar hasta que se hizo inminente la aparición de la aurora; entonces se alejó del camino, hizo que se apease la joven, hicieron las abluciones y rezaron la oración de la mañana. Mientras estaban en este lugar oyeron el ruido de las armas, el tintineo de las riendas, voces humanas y el repicar de los cascos de los caballos. Le dijo: «¡Fulana! Éstos son los cristianos que nos persiguen; nos han alcanzado y no tenemos medio de rehuirles, pues el caballo está cansado y agotado hasta el punto de que no puede dar ni un paso». «¡Ay de ti! ¿Tienes miedo?» «Sí.» «¿Y dónde está el poder de tu Señor y el auxilio que presta a quienes le imploran y que tú me has explicado? ¡Vamos! ¡Humíllate ante Él e implórale! Tal vez venga en nuestro auxilio y nos socorra con su gracia. ¡Gloriado y ensalzado sea!» «¡Por Dios que voy a hacer lo que dices!» Ambos se humillaron ante Dios (¡ensalzado sea!), y el joven recitó estos versos:
Aunque llevase coronas y diademas te necesitaría a todas horas.
Tú constituyes mi mayor deseo; si mi mano conquistase lo que apetece ya no tendría ninguna necesidad.
No niegas nada de lo que posees; la corriente de tu generosidad desciende continua, a borbotones.
Yo, por mi desobediencia, merecería pasar inadvertido, pero la luz de tu perdón, ¡oh Clemente!, todo lo ilumina.
¡Oh Tú que libras de las penas! ¡Pon fin a la desgracia que me aflige! ¿Quién, si no Tú, puede librarme en tal dificultad?
Mientras él rezaba la joven iba diciendo «amén» a sus invocaciones. El galope de los caballos se iba acercando. El joven oyó la voz de su hermano, el que había muerto mártir, que le decía: «¡Hermano mío! ¡No temas! La comitiva que viene es una comitiva de Dios: os envía sus ángeles para que sean testigos de vuestra boda. Dios (¡ensalzado sea!) os ha equiparado con los ángeles y os ha concedido una recompensa propia de los bienaventurados y de los mártires. Ha encogido la tierra para vosotros y al amanecer te encontrarás en los montes de Medina. Cuando te reúnas con Umar b. al-Jattab (¡Dios esté satisfecho de Él!) salúdale en mi nombre y dile: “Que Dios te recompense el bien que has hecho al Islam: has sido prudente y esforzado”.» Los ángeles levantaron en aquel instante la voz y saludaron a él y a su mujer diciendo: «Dios (¡ensalzado sea!) te había casado con ella dos mil años antes de la creación de vuestro primer padre, Adán (¡sobre él sea la paz!)». Los dos esposos desbordaron de alegría, satisfacción, paz y seguridad; su fe creció y aquellos seres temerosos de Dios se cercioraron de que estaban en la buena senda.
Al despuntar la aurora rezaron la plegaria de la mañana. Umar b. al-Jattab (¡Dios esté satisfecho de él!) la rezaba cuando aún era oscuro; a veces acudía al mihrab seguido únicamente por dos hombres y empezaba la oración por la azora de «Los rebaños» o de «Las mujeres»[222] y así despertaba al que aún dormía, hacía las abluciones quien tenía que hacerlas y acudía el que estaba lejos, con lo cual cuando terminaba la primera arraca la mezquita ya estaba llena de gente; la segunda arraca la rezaba con una azora corta, breve. Aquel día hizo la primera arraca con una azora breve, sucinta; lo mismo hizo con la segunda. Cuando hubo pronunciado la salutación que da fin al rezo unió a sus compañeros y dijo: «¡Acompañadnos al encuentro de los esposos!» Sus compañeros se quedaron estupefactos y no comprendieron sus palabras. Seguido por éstos Umar llegó hasta la puerta de la ciudad. El muchacho, que había distinguido las banderas de la ciudad en cuanto había aclarado la luz, se acercó hacia la puerta seguido de su esposa. Umar y los musulmanes le salieron al encuentro. Una vez en el interior de Medina, Umar (¡Dios esté satisfecho de él!) mandó preparar un banquete. Los musulmanes se sentaron a la mesa y comieron. El joven consumó el matrimonio y Dios (¡ensalzado sea!) le concedió hijos…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Dios le concedió hijos] que combatieron en la senda de Dios y que conservaron, para su vanagloria, el recuerdo de su genealogía. ¡Qué hermoso es lo que se ha dicho en este sentido!:
Te veo ante la puerta llorando y quejándote y sólo te contestan los otros pedigüeños.
¿Te han aojado o te ha ocurrido una desgracia, o bien te separa un velo de la puerta del amigo?
¡Desgraciado! Grita hoy e invoca el nombre de Dios; arrepiéntete como los hombres se arrepintieron y volvieron hacia Él.
Es posible que la lluvia del perdón lave lo pasado y que la recompensa cale a los pecadores.
A veces el preso se libera a pesar de estar en grillos y queda libre quien era prisionero del castigo.
Ambos esposos vivieron la más cómoda de las vidas en la mayor felicidad hasta que les alcanzó el destructor de las dulzuras y el separador de las compañías.
Se cuenta que Sidi Ibrahim al-Jawwas (¡Dios tenga misericordia de él!) refería: «En cierta época mi espíritu me incitaba a visitar el país de los incrédulos; intenté quitármelo de la cabeza, pero no pude; procuré desechar la idea, pero fue imposible. Entonces me puse en camino, recorrí sus regiones, crucé sus comarcas; la ayuda de Dios me protegía y su protección me seguía; no encontré ningún cristiano que no apartase su mirada de mí y que no se alejase. Llegué a una ciudad y junto a la puerta encontré un grupo de esclavos cubiertos de armas, con mazas de hierro en la mano. Al verme se acercaron y me dijeron: “¿Eres médico?” Contesté: “Sí”. “Pues acude a la llamada del rey.” Me condujeron ante el soberano: era un rey poderoso, de noble rostro; cuando entré me miró y me preguntó: “¿Eres médico?” “Sí.” “Conducidle ante ella, pero antes de que entre explicadle la condición.” Me sacaron y me dijeron: “El rey tiene una hija a la que aqueja una grave enfermedad; los médicos no han sabido curarla; todos los médicos que se presentan ante ella y la tratan, sin curarla, son condenados a muerte por el rey. Di qué te parece”. “El rey ha mandado que me conduzcáis ante ella; introducidme pues.” Me acompañaron ante su puerta. En cuanto llegué, llamaron. Gritó quien estaba en el interior: “Haced entrar al médico que posee el secreto portentoso”, y recitó:
Abrid la puerta pues ha llegado el médico. Observad a mi alrededor: tengo un secreto portentoso.
¡Cuántos vecinos están lejos! ¡Cuántas personas que viven lejos están cerca!
Yo, entre vosotros, era una extraña y el verídico ha querido que fuese familiar a un extranjero.
Nos ha reunido el vínculo de la fe: mirad qué amante y qué amado.
Él me invitó a reunimos mientras espías y vigilantes intentaban impedirlo.
Dejad de censurarme y abandonad vuestra maledicencia, pues yo —¡ay de vosotros!— no os he de hacer caso.
Yo no me pliego por lo que es fugaz y transitorio; me propongo alcanzar lo eterno; lo inmutable.»
El mercader refiere: «Un hombre muy anciano abrió rápidamente la puerta y dijo: “¡Entra!” Entré y vi una amplia habitación cubierta por flores de toda clase; una cortina tapaba uno de los ángulos detrás de la cual se oía un leve gemido que salía de un cuerpo extenuado. Me senté delante del velo y quise saludar con la fórmula musulmana. Pero me acordé de las palabras del Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!): “No pronuncies el saludo con la fórmula ‘La paz sea sobre ti’ cuando te encuentres a judíos y cristianos. Cuando los encuentres en la calle, fuérzales a pasar por el lado más estrecho”. Me abstuve, pero ella me dijo desde detrás de la cortina: “¡Jawwas! ¿Dónde está el saludo que indica la unidad de Dios y la pureza?”»
Refiere: «Esto me admiró y pregunté: “¿De dónde me conoces?” “Cuando los corazones y las ideas son puras la lengua expresa lo que encierra el pensamiento. He pedido a Dios, ayer, que me mandase uno de sus santos para que por su mediación me llegase la salvación. Desde uno de los ángulos de mi habitación se me ha gritado: ‘No te entristezcas: te enviaré a Ibrahim al-Jawwas’”. Le pregunté: “¿Cuál es tu historia?” “Hace ya cuatro años que se me hizo patente la verdad: Él es el que habla, el Intimo, el Allegado, el Contertulio. Mi familia clavó en mí los ojos, hicieron cábalas y me creyeron loca. Todos los médicos que por su encargo entraban a verme me han molestado; todos sus visitantes me han fastidiado”. Pregunté: “¿Y qué te ha hecho adoptar esta creencia?” “Pruebas evidentes y prodigios manifiestos; cuando se te ilumina el camino distingues al guía y al guiado.”»
El narrador refiere: «Mientras yo estaba hablando con ella se acercó el viejo que la tenía bajo su custodia y le preguntó: “¿Qué hace tu médico?” “Ha diagnosticado la enfermedad y ha acertado con la medicina.”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Jawwas prosiguió]: «El viejo me demostró su alegría y su alborozo, me trató con afecto y cariño y corrió ante el rey para informarle. Éste ordenó que se me tratase con generosidad. Continué visitándola durante siete días. Ella me dijo: “¡Abu Ishaq! ¿Cuándo huiremos al país del Islam?” “¿Cómo podrás salir? ¿Quién te ayudará?” “El mismo que te hizo llegar hasta mí y que te condujo a mi presencia.” “¡Qué bien has hablado!” Al día siguiente salimos por la puerta de la fortaleza ocultos a todos los ojos, pues cuando Él quiere que algo sea dice “Sé” y es».
El narrador refiere: «Jamás vi a nadie más constante que esa muchacha en el ayuno y en la oración; durante siete años vivió cerca del Templo Sagrado de Dios, allí murió y la tierra de La Meca cubrió su tumba. ¡Que Dios haga descender sobre ella la misericordia y se apiade del autor de estos versos!:
Cuando me trajeron el médico ya eran patentes las huellas de las lágrimas abundantes y de la enfermedad.
Levantó el velo que me cubría el rostro y debajo vio un alma sin aliento y sin cuerpo.
Les dijo: “Es difícil que se cure, pues el amor tiene un secreto imposible de comprender”
Dijeron: “Si los hombres no saben lo que tiene y no han podido explicar claramente sus causas
¿cómo ha de ser eficaz la medicina?” Contesté: “Dejadme hacer, pues yo no juzgo por meras suposiciones”.»
Se cuenta que un Profeta se había retirado a un monte elevado; a sus pies brotaba el agua de una fuente. Pasaba el día sentado en la cima del monte, en un lugar en que no podía verle la gente, rezando a Dios (¡ensalzado sea!) y observando a las personas que acudían allá. Cierto día, mientras estaba sentado contemplando la fuente, vio llegar a un caballero que descabalgó de su corcel, se quitó un saco que llevaba al cuello, descansó y bebió agua; después se marchó dejando abandonado allí el saco que contenía monedas de oro. Apareció otro hombre que se dirigía a la fuente: cogió el saco de dinero, bebió agua y se marchó sin contratiempo. Más tarde apareció un leñador llevando un hato muy pesado de leña a sus espaldas. Se sentó junto a la fuente y bebió agua. Entonces regresó el caballero que antes había estado allí, muy nervioso, y preguntó al leñador: «¿Dónde está la bolsa que dejé aquí?» «No tengo idea.» El caballero desenvainó la espada y de un golpe mató al leñador. Registró sus vestidos, no encontró nada, lo abandonó allí y continuó su camino. El Profeta exclamó: «¡Señor mío! ¡Uno roba mil dinares y otro asesina impunemente!» Dios le reveló: «Preocúpate de tus oraciones, pues el gobierno del Universo no te incumbe. Sabe que el padre de ese caballero había distraído mil monedas de oro del haber del padre del hombre que se las ha robado. He dado al hijo el dinero que pertenecía al padre. Por su parte, el leñador había asesinado al padre de este caballero y por ello el hijo ha aplicado la ley del talión». Aquel Profeta exclamó: «¡No hay más Dios que Tú, ensalzado seas! ¡Tú conoces lo desconocido!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas setenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que un poeta ha compuesto sobre este tema:
El Profeta vio lo que podía verse con la vista y empezó a preguntar por lo sucedido.
Sus ojos habían visto lo que no habían comprendido: Dijo: «¡Señor mío! ¿Qué es esto? El asesinado era inocente;
el otro ha conseguido la riqueza sin fatiga mientras que al aparecer tenía aspecto de pordiosero.
Aquél murió después de haber vivido sin cometer culpa importante, ¡oh Creador del género humano!»
«El dinero pertenecía al padre del que has visto llegar a recoger su herencia sin fatiga.
El leñador había asesinado al padre de ése; el hijo ha aplicado el talión y ha conseguido la victoria.
¡Siervo nuestro! Deja de pensar en esto, pues nosotros hemos metido en las criaturas secretos que escapan a la agudeza de la vista.
Acepta nuestras decisiones y humíllate ante nuestro poder, pues nuestra omnipotencia actúa para el bien y para el mal.»
Un hombre pío refería: «Era barquero en el Nilo y pasaba de la orilla oriental a la occidental. Cierto día estaba sentado en mi barquichuelo. Se acercó un anciano de rostro radiante, se detuvo ante mí y me saludó. Le devolví el saludo. Me dijo: “¡Llévame, por amor de Dios (¡ensalzado sea!)!” Contesté: “¡Sí!” “¡Dame de comer, por Dios!” “Sí.” Subió a la barca y le transporté a la orilla oriental; llevaba puesta una túnica remendada y una cantimplora y un bastón en la mano. Cuando estuvo a punto de desembarcar me dijo: “Quiero confiarte un depósito”. “¿De qué se trata?” “Me ha sido revelado que mañana al mediodía vendrás a buscarme y me encontrarás muerto debajo de aquel árbol. Me lavarás, me amortajarás en el sudario que encontrarás debajo de mi cabeza y me enterrarás en estas arenas después de haber rezado por mí. Cogerás esta túnica remendada, la cantimplora y el bastón. Entrégaselo a quien se te presente pidiéndolo.” Me admiré de sus palabras y así pasé aquella noche. Al día siguiente esperé la hora que me había indicado pero al llegar él mediodía me olvidé. Ya mediaba la tarde cuando tuve la revelación. Corrí y le hallé muerto debajo del árbol; junto a su cabeza encontré un sudario nuevo que exhalaba un olor de almizcle. Le lavé, le amortajé, recé por él, abrí la fosa y le enterré. A continuación crucé el Nilo y llegué cuando ya era de noche a la orilla occidental llevando el hábito remendado, la cantimplora y el bastón. Al día siguiente, cuando despuntó la aurora y se hubo abierto la puerta de la ciudad vi aparecer a un joven cuya vida de libertino conocía; vestía preciosos vestidos y en la mano llevaba restos de alheña. Avanzó hasta llegar junto a mí y dijo: “Fulano”. “Aquí estoy.” “¡Dame el depósito!” “¿En qué consiste?” “Un hábito remendado, una cantimplora y un bastón.” “¿Quién te los da?” “No sé nada; ayer por la noche en la boda de Fulana velé, cantando, hasta la llegada de la aurora. Me dormí pero no pude pegar los ojos, puesto que se plantó ante mí una persona. Me dijo: ‘Dios (¡ensalzado sea!) se ha llevado consigo el espíritu del santón Fulano y te ha colocado a ti en su lugar. Ve a ver a Fulano, el transbordador, y recibe el hábito remendado, la cantimplora y el bastón, pues él santón se lo ha dejado en depósito.” Saqué las cosas y se las entregué. Allí mismo se quitó sus vestidos, se puso el hábito, se marchó y me dejó. Me puse a llorar por no haber sido elegido para suceder al santo. Llegada la noche me dormí y vi en sueños al Señor Todopoderoso (¡bendito y ensalzado sea!) quien me dijo: “¡Esclavo mío! ¿Es que te pesa el que yo haya concedido a uno de mis siervos el retorno junto a Mí? Ésta es una gracia mía que doy a quien quiero, pues yo soy poderoso por encima de todas las cosas”.
»Yo recité estos versos:
El amante, que aspira al Amado, debe carecer de deseos; ¡si tú supieras que todas tus ambiciones te están vedadas!
Si Él quiere acercarse a ti será un favor, una condescendencia; si se aparta de ti no puedes reprobarlo.
Si cuando se aparta de ti no experimentas alegría, vete; aquel sitio no te corresponde.
Si no sabes distinguir cuando está lejos de cuando está cerca, es que ya has avanzado y que el amor progresa.
Si Tú me concedes el señorío de las pasiones o bien mi amor por Ti me conduce a la muerte,
el que Tú huyas de mí, te apartes o te acerques da igual: no se puede reprender a quien se cree feliz.
El único propósito de mi amor por Ti consiste en agradarte; si quieres estar lejos me da igual.»
Se cuenta que uno de los mejores hijos de Israel era muy rico y tenía un hijo bueno, afortunado. Llegó el momento de la muerte de aquel hombre. Su hijo acudió a sentarse en su cabecera. Dijo: «¡Señor mío! ¡Confíame tu última voluntad!» «¡Hijo mío! ¡No jures en el nombre de Dios, sea de verdad, sea en falso!» Aquél hombre murió y el hijo sobrevivió al padre. Se divulgó lo que éste le había recomendado entre los hijos de Israel. Un desaprensivo acudía ante el hijo y le decía: «Tu padre tenía tal y tal cosa mía y tú lo sabes: dame lo que me pertenece o presta juramento». El muchacho, ateniéndose a la última recomendación de su padre, le daba todo lo que le pedía. Los desaprensivos no dejaron de hacer esto hasta que agotaron sus bienes y la pobreza le agobió. El muchacho tenía una mujer piadosa y afortunada y dos hijos pequeños. Le dijo: «Las gentes han multiplicado sus peticiones; mientras tenía algo he ido pagando pero ahora ya no nos queda nada; si vuelven a pedirme algo ni yo ni tú podremos darlo. Lo mejor sería ponernos a salvo e irnos a un lugar en que nadie nos conozca; nos ganaremos el sustento como la otra gente». El matrimonio se embarcó con sus dos hijos sin que él supiese adonde dirigirse. «Dios decide. No hay contradictor de su decisión.»[223] La voz de las circunstancias dijo:
¡Oh tú que escapas de tu casa rehuyendo a los enemigos! ¡Te llega la felicidad en el momento de la huida!
No te acongojes por tener que marcharte: el poder del emigrante, es tanto mayor cuanto más lejos va de su patria.
Si la perla permaneciese en su concha, la corona de los reyes no sería su morada.
El buque naufragó y aquel hombre se salvó sobre un madero; la mujer sobre otro y cada uno de los hijos en otro. Las olas los separaron. La mujer llegó a un país; uno de los hijos a otro país y el segundo fue recogido por la tripulación de una nave en alta mar. Las olas arrojaron al padre a una isla apartada. Puso pie en tierra, hizo las abluciones con el agua del mar, entonó la llamada a la oración y rezó la plegaria.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que inmediatamente surgieron del mar seres de distintas figuras que rezaron con él. Cuando terminó se dirigió a un árbol que había en la isla y comió sus frutos los cuales le quitaron el hambre; más tarde encontró una fuente de agua, bebió de ella, y dio gracias a Dios, todopoderoso y excelso. Pasó así tres días rezando; los seres marinos surgían para rezar con él. Al cabo de los tres días oyó que un pregonero gritaba: «¡Hombre pío que has respetado la voluntad de tu padre, que has observado la voluntad divina: no te entristezcas! Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) te devuelve lo que salió de tus manos. En esta isla hay grandes tesoros, riquezas y bienes: Dios quiere que tú los heredes. Se encuentran en tal y tal sitio de la isla. Ve a buscarlos, pues nosotros te enviaremos naves. Haz bien a los hombres y atráelos hacia ti: Dios, todopoderoso y grande, inclinará sus corazones hacia ti». Se dirigió al lugar de la isla indicado y Dios le descubrió los tesoros. Los navegantes empezaron a frecuentarla y les hizo grandes beneficios. Les decía: «Si vosotros enviáis a las gentes hacia mí yo les daré tal y tal cosa y les daré esto y esto». La gente de los países y de las regiones acudieron allí y al cabo de diez años la isla estaba ya poblada y el joven había pasado a ser el rey; todo aquel que acudía en busca de refugio recibía algún favor. Su renombre se extendió por todo lo largo y ancho de la tierra.
Su hijo mayor había ido a parar a un hombre que le educó y le instruyó; el menor había caído en manos de otro que le crió, le educó con esmero y le enseñó el comercio. La mujer había pasado a depender de un comerciante quien le confió sus bienes y le prometió no molestarla y ayudarla a servir a Dios, todopoderoso y excelso. Viajaba en un buque por los distintos países y la acompañaba adondequiera que fuese. El hijo mayor oyó hablar de aquel rey y se dirigió en su busca sin saber quién era. El rey, apenas llegó, le concedió en seguida su confianza y le nombró su secretario. El otro hijo oyó hablar de aquel rey justo y pío. Fue a reunirse con éste y realizó el viaje sin saber de quién se trataba. En cuanto se presentó ante el soberano éste le invistió con el cargo de administrador de sus asuntos. Así pasaron cierto tiempo a su servicio sin que ninguno de ellos supiese quién era el otro. El comerciante junto al cual estaba la mujer oyó hablar de aquel rey como hombre bondadoso y generoso con todo el mundo. Tomó consigo un lote de telas preciosas y objetos de regalo propios de su país y se embarcó acompañado por aquella mujer hasta llegar a la costa de la isla. Desembarcó, se presentó ante el rey y le ofreció los regalos. El soberano los contempló, se alegró mucho con ellos y mandó dar una gran recompensa al visitante. Entre los regalos se encontraban fármacos y el rey quiso que el comerciante le diese a conocer sus nombres y le explicase sus propiedades. El soberano rogó: «Permanece esta noche en nuestro domicilio».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre] contestó: «Tengo en la nave una persona bajo mi custodia. Le he prometido que yo me ocuparía personalmente de ella; es una mujer piadosa, cuyas plegarias son escuchadas y sus consejos me han dado siempre buenos resultados». El rey dijo: «Mandaré personas de confianza para que pasen con ella la noche y custodien todo lo que posee». El comerciante aceptó la propuesta y se quedó junto al rey. Éste envió a su secretario y a su intendente diciéndoles: «Id y guardad durante la noche, si Dios lo quiere, el barco de este hombre». Se marcharon, subieron al buque y él uno se sentó en la proa y el otro en la popa. Ambos rezaron a Dios, todopoderoso y excelso, durante una parte de la noche. Después uno de ellos dijo al otro: «‘¡Fulano! El rey nos ha mandado estar de guardia y hemos de procurar no dormirnos. Ven aquí y hablaremos de las alternativas de la suerte, de los favores que hemos recibido y de las pruebas que hemos pasado». El otro explicó: «¡Hermano mío! Entre las muchas pruebas que he sufrido está la de que él Destino me separó de mis padres y de un hermano que se llamaba igual que tú. El motivo de ello fue él haber embarcado mis padres en tal y tal sitio; los vientos nos fueron contrarios, nuestro buque se fue a pique y Dios nos separó ‘a unos de otros». «¿Y cómo se llamaba tu madre?» «¡Fulana!» «¿Y tu padre?» «Mengano.» Un hermano se echó en brazos del otro exclamando: «¡Por Dios! ¡Tú eres realmente mi hermano!» El uno explicó al otro lo que le había ocurrido desde la niñez. La madre oía lo que decían pero ocultó sus sentimientos y esperó. Al llegar la aurora uno dijo al otro: «Ven, hermano mío, lo contaremos en mi casa». «Sí.» Ambos se marcharon. Llegó aquel hombre y encontró a la mujer muy descompuesta. Le preguntó: «¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué desgracia te ha alcanzado?» «Esta noche me has enviado a quienes me querían mal; ambos me han turbado de esta manera.» El comerciante se enfadó, se marchó a ver al rey y le informó de lo que habían hecho sus dos hombres de confianza.
El rey, a pesar de que los amaba, pues estaba seguro de su fidelidad y devoción, les mandó comparecer inmediatamente e hizo acudir a la mujer para que declarase la trastada que le habían hecho. Se la llevaron. El soberano le preguntó: «¡Mujer! ¿Qué te ha pasado con estos dos hombres de confianza?» «¡Oh, rey! ¡Te pido por Dios, el Grande, él Señor del Trono magnífico, que les mandes que repitan lo que hablaban ayer!» «Decid de lo que hablabais y no ocultéis nada.» Repitieron sus palabras. El rey se incorporó encima de su estrado, dio un grito enorme, se arrojó a su encuentro y los abrazó exclamando: «¡Por Dios! ¡Vosotros sois mis dos hijos!» La mujer se destapó el rostro y dijo: «¡Y yo, por Dios, soy su madre!» Así se reunieron y vivieron en la más dulce y regalada de las vidas hasta que la muerte les llamó. ¡Gloria a Aquel que conduce a la criatura hacia su salvación y que no defrauda sus esperanzas y deseos! ¡Qué hermoso es lo que se dijo en este sentido!:
Cada cosa tiene su tiempo; Dios ordena, ¡oh hermano!, concederla o negarla.
No te aflijas por las desgracias que te abruman pues el desahogo nos llega tras las dificultades.
¡Cuántas veces el afligido ve aparecer dificultades que en su interior le reservan alegrías!
¡Cuántas veces una persona es vil a los ojos de la gente y acaba colmado por los bienes de Dios!
Éste, al que la amargura y el daño hirieron, al que el tiempo cargó de calamidades,
al que el destino separó de los seres que amaba y todos ellos, después de haber convivido se separaron,
a éste, pues, Dios le ha devuelto sus bienes, le ha reunido con su familia. En todas las cosas hay indicios del Señor.
¡Gloria a Aquel cuyo poder engloba a todos los seres, cuya omnipresencia denotan todos los signos!
Él es el Vecino, pero ninguna mente puede comprenderlo y a pesar de su cercanía es imposible llegar a él por los caminos.
Abu-l-Hasan al-Darrach refiere: «Había estado muchas veces en La Meca (¡que Dios aumente su respeto!). La gente me seguía por lo bien que conocía el camino y los pozos de agua. Cierto día quise ir al Templo sagrado de Dios y visitar la tumba de su Profeta (¡Él le bendiga y le salve!). Me dije: “Conozco el camino e iré solo”. Así llegué hasta Qadisiyya. Entré, me dirigí a la mezquita y encontré a un leproso sentado en el mihrab. Al verme, me dijo: “Abu-l-Hasan: te pido que me acompañes hasta La Meca”. Me dije: “He rehuido a todos mis compañeros, ¿cómo, pues, he de ir con leprosos?” Respondí: “No quiero ningún compañero”. El solicitante calló ante mis palabras. Al día siguiente por la mañana reanudé, solo, el camino y avancé, sin compañía hasta llegar a Acaba. Entré en la mezquita y una vez dentro me encontré al leproso en el mihrab. Me dije: “¡Gloria a Dios! ¿Cómo ha podido llegar éste hasta aquí antes que yo?” El leproso levantó su cabeza, sonriendo, y dijo: “¡Abu-l-Hasan! Dios permite hacer al débil cosas que admiran al fuerte”. Pasé aquella noche perplejo ante lo que había visto. Al amanecer reemprendí el camino, solo. Al llegar a Arafa me dirigí a la mezquita y ¡allí estaba aquel hombre sentado en el mihrab! Me eché sobre él y le dije: “¡Señor mío! ¡Te pido que me acompañes!”, y empecé a besarle los pies. Me replicó: “¡No es posible!” Empecé a llorar y a sollozar porque me impedía acompañarle. Me dijo: “¡Tranquilízate! El llanto…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas ochenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el leproso prosiguió: «“…el llanto] y los sollozos no te servirán de nada.”
»A continuación recitó estos versos:
¿Lloras porque estoy lejos? Tú eres quien se ha alejado e intentas retornar cuando esto ya no es posible.
Has observado mi debilidad, mi enfermedad manifiesta y has dicho: “Es un enfermo incapaz de avanzar y de retroceder”.
¿Es que no ves que Dios —cantado sea en su excelsitud— concede favores que las criaturas no pueden imaginarse?
Si soy a la vista de los ojos tal como me ves, si mi cuerpo está extenuado por la enfermedad hasta el punto que se ve;
si carezco de viático que me permita alcanzar el lugar al que van las caravanas para adorar a mi Señor,
todavía tengo un Creador que me concede sus gracias en secreto; Él no tiene igual y yo no puedo pasar sin Él.
Vete en paz y déjame en mi soledad: el peregrino solitario goza de la compañía del Único.
»Lo dejé. Desde entonces, cada vez que llegaba a un lugar, veía que el leproso me había precedido. Cuando llegué a Medina perdí su rastro, no volví a verle. Encontré a Abu Yazid al-Bistami, a Abu Bakr al-Sibli y a una turbamulta de santones. Les conté mi historia y me quejé de lo que me había sucedido. Dijeron: “¡Bah! ¡Jamás conseguirás su compañía después de lo sucedido! Ése es Abu Chafar el Leproso. Por su santidad se obtienen las lluvias y gracias a su baraca son escuchadas las plegarias”. Al oír estas palabras aumentó mi deseo de reunirme con él por lo que recé a Dios pidiendo que me hiciese encontrarlo. Mientras estaba de pie en el monte Arafat noté que alguien me estiraba por detrás. Me volví y encontré a aquel leproso; al verle di un grito tremendo y caí desmayado. Al volver en mí ya había desaparecido. Mi deseo por reunirme de nuevo con él aumentó y todos los caminos de la tierra me parecieron estrechos. Recé a Dios (¡ensalzado sea!) para que me permitiese volver a verlo. Al cabo de pocos días alguien me estiró por detrás. Al volverme me dijo: “Te exhorto a que te acerques y me pidas lo que desees”. Le pedí que rezase por mí tres oraciones: la primera para que Dios me hiciese amar la pobreza; la segunda, que no me acostase ninguna noche sabiendo si tendría al siguiente qué comer, y la tercera, que Él me permitiese ver su rostro generoso. El Leproso rezó estas tres oraciones y luego desapareció. Dios escuchó sus plegarias: en cuanto a la primera, Dios me hizo amar la pobreza, y, ¡por Dios!, nada hay en el mundo que me sea más querido; por la segunda, desde aquel año, jamás me he acostado sabiendo lo que iba a comer el día siguiente, pero, a pesar de ello, Dios no ha permitido que me faltase nada. Ahora espero que Dios me conceda la tercera como Dios me ha concedido ya las otras dos: Él es el Generoso, el Virtuoso. ¡Apiádese Dios (¡ensalzado sea!) de quien dijo!:
La abstinencia y la humildad constituyen la figura del pobre; su vestido está hecho de remiendos.
La palidez constituye su adorno, igual como la luna se engalana en sus últimas noches.
La larga plegaria nocturna le ha adelgazado; las lágrimas fluyen abundantes de sus párpados.
En su domicilio le acompaña el recuerdo de Dios y su contertulio, por las noches, es el Todopoderoso.
El pobre, cuando recurre a Él, es ayudado del mismo modo que los rebaños y los pájaros.
Por su causa Dios fulminó su castigo y por su virtud descienden las lluvias.
Si un día reza pidiendo que no suceda una calamidad, muere el tirano y queda impotente el violento.
Todas las criaturas están enfermas, próximas a la muerte; él es el médico lleno de compasión.
Su rostro resplandece; si se le observa el corazón se purifica, reluce de luz.
¡Oh, tú, que te apartas de los pobres, que no ves su virtud! Te lo ocultan, ¡ay de ti!, los pecados.
Tú esperas alcanzarlo pero estás atenazado: los pecados te impiden conseguir tu deseo.
Si conocieses su poder les harías caso y las lágrimas correrían como ríos de tus ojos.
¿Cómo puede percibir el olor de las flores el que está resfriado? El precio de las telas sólo lo conoce el comisionista.
Corre hacia tu Señor, solicita la unión con Él; puede ser que los hados te ayuden en el esfuerzo.
Ojalá puedas estar tranquilo de no estar lejos ni ser mal visto y consigas lo que deseas y lo que prefieras.
Su contemplación es posible para todo aquel que espera. Dios es el Único, el Todopoderoso.