SE cuenta que vivía en El Cairo un comerciante que tenía muchas riquezas, monedas, aljófares, gemas y friscos; su número era tal que no podía contarse. Se llamaba Hasan el joyero de Bagdad. Dios le había concedido un hijo de rostro muy bello, esbelto, con mejillas sonrojadas, guapo, perfecto y de buen aspecto, al cual había dado el nombre de Alí el egipcio. Le hizo aprender el Corán, la ciencia, la elocuencia y las letras. Había descollado en todas las ciencias y se dedicaba al comercio bajo la dirección de su padre. Éste cayó enfermo y se agravó. Cuando se convenció de que iba a morir mandó llamar a su hijo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas veinticinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el padre] le dijo: «Hijo mío: este mundo es perecedero y el otro eterno; “todas las personas han de probar la muerte”[160] y ahora, hijo mío, se está acercando mi fin. Quiero hacerte unas recomendaciones; si las sigues nunca dejarás de vivir seguro y feliz hasta que te reúnas con Dios (¡ensalzado sea!); si no las sigues te ocurrirán siempre mayores contrariedades y te arrepentirás de haber desobedecido mis consejos». El muchacho le contestó: «¡Padre mío! ¿Cómo no he de escucharte y cumplir tu última voluntad? El obedecerte es para mí un deber religioso y el hacer caso de tus palabras constituye una obligación». El padre le dijo: «¡Hijo mío! Te dejo como herencia fincas, casas, objetos y bienes en cantidad innumerable de tal modo que aunque gastases cada día quinientos dinares no notarías su disminución. Pero, hijo mío, teme a Dios, cumple lo que disponen los preceptos de la religión y sigue al Elegido (¡Dios le bendiga y le salve!) en todo lo que él nos ha legado y mandado y que consta en su azuna: Haz siempre buenas acciones, da limosnas y busca la compañía de las gentes de bien, piadosas e instruidas. Te recomiendo a los pobres y necesitados; no seas tacaño ni mezquino; huye del trato de los malos y de las personas dudosas y preocúpate de tus criados y familiares con cariño; trata igualmente a tu mujer, pues ella pertenece a una familia distinguida y la has dejado encinta. ¡Tal vez Dios te conceda una noble descendencia!» Siguió dándole consejos, llorando y diciéndole: «¡Hijo mío! ¡Reza a Dios, el Generoso, el Señor del gran Trono, para que te libre de toda preocupación y que te conceda consuelo inmediato!» El muchacho lloraba a lágrima viva y le dijo: «¡Padre mío! ¡Por Dios! ¡Me destroza el oírte estas palabras! ¡Parece como si te despidieras!» Le contestó: «¡Sí, hijo mío! Sé cuál es mi situación. ¡No olvides mis consejos!» A continuación aquel hombre recitó la profesión de fe y los versículos del Corán hasta que llegó el momento señalado. Entonces rogó a su hijo: «¡Acércate, hijo mío!» Se acercó, le besó, tuvo un estertor, el alma se separó del cuerpo y fue a parar al seno de la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!).
El hijo se entristeció muchísimo, los gritos resonaron en toda la casa y acudieron los amigos de su padre. Empezaron a preparar el cadáver para la sepultura, hicieron un entierro solemne y le transportaron en parihuelas hasta el oratorio. Rezaron por él y continuaron el camino hasta el cementerio en donde le enterraron leyendo los fragmentos apropiados del magnífico Corán. Después regresaron a su domicilio, dieron el pésame a su hijo y cada uno de los asistentes se marchó a sus quehaceres.
El hijo rezó las plegarias del viernes, mandó recitar íntegro el texto del Corán durante cuarenta días y permaneció encerrado en su domicilio sin salir ni tan siquiera para dirigirse al oratorio. Todos los viernes visitaba la tumba de su padre. Rezó sin descanso, leyó el Corán y se consagró a ejercicios de devoción hasta que fueron a visitarle unos amigos, hijos de comerciantes, que le saludaron y le dijeron: «¿Hasta cuándo seguirás en esta tristeza en que te encuentras, sin acudir ni a tu trabajo ni atender a tus negocios ni reunirte con tus compañeros? Todo esto es excesivo y causará mayores daños a tu cuerpo». En esta visita sus amigos iban acompañados del maldito Iblis, quien los tentaba. Empezaron a pintarle la vida con bellos colores para que los acompañase al zoco; Iblis le incitaba a complacerlos y accedió a salir con ellos abandonando su casa…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas veintiséis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho abandonó su casa] porque así lo quería Dios (¡gloriado y ensalzado sea!). Salió con ellos de la casa. Le dijeron: «Monta en tu mulo y marchémonos a tal jardín para divertirnos en él y disipar tu tristeza y tus preocupaciones». Montó en su mula, se hizo acompañar por un esclavo y se dirigió, con los demás, al jardín. Una vez en éste uno de ellos preparó el almuerzo y lo sirvió. Comieron, se distrajeron y se quedaron para conversar hasta el fin del día. A continuación montaron y cada uno de ellos se marchó a su casa. Al día siguiente, por la mañana, volvieron a visitarle y le dijeron: «¡Acompáñanos!» «¿Adónde?», les preguntó. «A tal jardín; es más bonito y más distraído que el de ayer.» Montó en su mula y les acompañó al jardín que habían propuesto. Una vez en él uno de los contertulios se separó para preparar el almuerzo, lo sirvió y lo acompañó con vino embriagante. Comieron. Después sirvieron la bebida. Les preguntó: «¿Qué es esto?» Le contestaron: «Esto es lo que disipa la tristeza y causa la alegría». Siguieron ensalzando el vino hasta que le convencieron y les acompañó en la bebida. Permanecieron bebiendo y hablando hasta el fin del día. Entonces cada uno de ellos se dirigió a su casa. Alí, el egipcio, se había emborrachado con la bebida y se presentó a su esposa en esta situación. Ella le preguntó: «¿Qué te ocurre que estás trastornado?» «Hoy nos hemos dedicado a la juerga y a la distracción. Uno de nuestros amigos nos ha traído un agua de la que han bebido mis compañeros y yo les he acompañado; después me ha entrado este mareo.» «¡Señor mío! —le dijo su mujer—. ¿Es que has olvidado los consejos de tu padre y haces lo que te prohibió frecuentando a amigos dudosos?» «¡Son hijos de comerciantes y no personas dudosas! Son gentes que saben vivir, que se divierten.» Siguió saliendo cada día con sus compañeros. Iban visitando un lugar tras otro, comiendo y bebiendo. Al fin le dijeron: «Ha terminado nuestro turno y ahora te incumbe a ti el invitar». «¡De buen grado! ¡Seréis bien venidos!» Al día siguiente tenía preparado todo lo necesario; comida y bebida más abundante que la que le habían ofrecido; llevó consigo cocineros, camareros, cafeteros, y se marcharon a la isla de Roda, junto al nilómetro, en donde permanecieron un mes entero dedicados a comer, a beber, a escuchar música y a regocijarse. Una vez transcurrido el mes se dio cuenta de que había gastado una gran suma de dinero, pero el maldito Iblis le sugirió: «Aunque cada día gastases lo mismo que has gastado, tus riquezas no se agotarían». No se preocupó, pues, por lo que gastaba, y siguió con el mismo tren de vida durante tres años, a pesar de que su esposa le advertía y le recordaba los consejos de su padre. Pero él no le hizo caso. Hasta el momento en que vio que se le había agotado todo lo que poseía en metálico. Entonces vendió sus joyas y empleó en lo mismo su importe, hasta que lo agotó; vendió sus casas y fincas y al fin no le quedó nada. Una vez liquidados uno tras otro los cortijos y jardines se encontró arruinado, sin tener nada que le perteneciera más que la casa en que vivía. Empezó por arrancar sus mármoles y maderas y a malgastar lo que obtenía de su venta. Al fin, viendo que no poseía ya nada más para transformar en dinero, vendió la casa y dilapidó su importe. El comprador fue a verle y le dijo: «Búscate otro domicilio, pues yo necesito mi casa». Alí meditó y al darse cuenta de que no tenía nada, excepción hecha de su mujer que le había dado un hijo y una hija, que le exigiese tener una casa ya que no le quedaba ni un solo criado y sólo debía preocuparse de sí mismo y de su familia, tomó una habitación en un patio y se instaló en ella. ¡Después de haber vivido en el poder y el bienestar, de haber poseído numerosos criados y riquezas, había llegado a no tener ni tan siquiera para el pan cotidiano! Su esposa le dijo: «Yo ya te había advertido sobre todo esto y te había dicho: “Observa los consejos de tu padre”, pero tú no me hiciste caso. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¿De dónde van a alimentarse nuestros hijos pequeños? ¡Vamos! ¡Visita a tus amigos, a los hijos de los comerciantes! Tal vez ellos te den algo con que podamos comer hoy». Salió a visitar a sus amigos, uno tras otro, pero todo aquel a quien se dirigía fruncía el ceño y le hacía oír palabras desagradables y molestas; ninguno le dio nada y tuvo que volver al lado de su esposa y reconocer: «Ninguno me ha dado nada». Ella se fue a la casa de los vecinos para pedir algo…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas veintisiete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer pidió algo] con que poder comer aquel día y se dirigió a visitar a una mujer que la conocía desde hacía algún tiempo. Ésta, cuando la vio llegar, cuando vio su situación, le salió al encuentro, le hizo una buena acogida, lloró y preguntó: «¿Qué es lo que os ha ocurrido?» Le refirió todo lo que había pasado a su esposo, y la otra le dijo: «¡Sé la bien venida! Pídeme todo lo que necesites sin preocuparte». «¡Que Dios te recompense por tanto bien!» Le regaló todo lo que ella y su familia podían necesitar durante un mes entero. Lo aceptó y regresó a su domicilio. Su esposo, al verla, rompió a llorar y le preguntó: «¿De dónde has sacado todo esto?» «Cuando le he explicado a Fulana lo ocurrido no me ha negado nada y me ha dicho: “Pídeme todo lo que necesites”.» El marido le dijo: «Ya que tú dispones de todo esto yo me iré a un sitio cualquiera. Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) me consuele».
Se despidió de su mujer, besó a sus hijos y se marchó sin saber adónde dirigirse. Avanzó sin descanso hasta llegar a Bulaq. Vio allí un buque que se disponía a aparejar rumbo a Damieta. Uno de los amigos de su padre le salió al encuentro, le saludó y le preguntó: «¿Adónde vas?» «¡A Damieta! Tengo allí unos amigos. Voy a buscarlos y a hacerles una visita; después regresaré.» El otro le llevó a su casa, le trató con todos los honores, le dio provisiones para el viaje, le regaló unos dinares y le hizo embarcar en el buque que zarpaba para Damieta. Al llegar a ésta desembarcó sin saber hacia dónde dirigirse. Mientras vagaba al azar le encontró un comerciante que se apiadó de él. Le llevó consigo a su casa y le dio alojamiento durante algún tiempo. Alí pensó: «¿Hasta cuándo he de permanecer en casa de otros?» Abandonó la casa de aquel comerciante y encontró un buque dispuesto a partir hacia Siria. El hombre que le había alojado le dio algunos víveres y le embarcó en aquel barco en el cual navegó hasta llegar a la costa de Siria. Desembarcó y emprendió viaje hasta llegar a Damasco. Mientras recorría las calles de esta ciudad le descubrió un hombre de bien que se lo llevó a su casa. Permaneció en ésta algún tiempo. Después se marchó, encontró una caravana que se dirigía hacia Bagdad y le pasó por la mente el marcharse con ella. Volvió al lado del comerciante en cuya casa se había hospedado, se despidió de él, y emprendió viaje con la caravana. Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) hizo que un comerciante se apiadase de él; le llevó consigo, le invitó a comer y beber hasta llegar a una jomada de Bagdad. Aquí una partida de salteadores de caminos atacó a la caravana y se apoderó de todo lo que transportaba. Fueron muy pocas las personas que se salvaron y todos los que la componían procuraron buscar un lugar en el que refugiarse. Alí, el egipcio, se dirigió en línea recta hacia Bagdad. Llegó a sus puertas en el momento del ocaso, cuando los porteros se disponían ya a cerrar. Les dijo: «¡Dejadme entrar!» Le dejaron pasar y le preguntaron: «¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?» «Soy un hombre de El Cairo; traía mercancías, mulos, acémilas, esclavos y pajes; me había adelantado a ellos con el fin de buscar un almacén en que dejar mis efectos. Mientras montado en mi mula me alejaba, una partida de salteadores de caminos me ha asaltado, me ha robado mi mula y mis bienes y me he salvado con dificultad en el último instante.» Le trataron bien y le dijeron: «¡Sé bien venido! Puedes pasar la noche, hasta que llegue la mañana, con nosotros». Le prepararon un sitio apropiado y Alí, buscando en el bolsillo, encontró un dinar que aún era de aquellos que le había regalado el comerciante de Bulaq. Lo entregó a uno de los porteros y le dijo: «Cógelo y compra algo de comer». Lo cogió, se marchó al zoco, compró y regresó con pan y carne cocida. Comieron y pasaron juntos la noche. Después uno de los porteros le acompañó ante un comerciante de Bagdad. Alí le contó su historia, aquél le creyó e imaginó que se trataba de un comerciante propietario de numerosos bienes. Le enseñó su tienda, le trató con todos los honores y mandó que le llevasen de su casa un magnífico vestido que le regaló. Después le acompañó al baño.
Alí el egipcio, hijo de Hasan el joyero, refiere: «Entré con él en el baño y al salir me llevó consigo a su domicilio en donde se nos había preparado la comida. Almorzamos juntos y pasamos un rato agradable. Dijo a uno de sus esclavos: “¡Masud! Acompaña a tu señor y muéstrale las dos casas que están en tal lugar: entrégale la llave de aquella que le guste más”. Me fui con el esclavo y llegamos a un barrio en el que había tres casas nuevas, una al lado de otra, pero estaban cerradas. Abrió la primera y la examiné. Salimos y nos dirigimos a la segunda: la abrió y la visité. Me preguntó: “¿Cuál de las dos llaves prefieres?” Le repliqué: “Esa casa tan grande, ¿de quién es?” “Nuestra.” “Ábrela para que pueda visitarla.” “No la necesitas para nada.” “¿Por qué?” “No está habitada. Todo aquel que la ocupa aparece muerto a la mañana siguiente. Ni tan siquiera abrimos la puerta para sacar al muerto: le extraemos por la azotea desde una de estas dos casas. Por esto mi patrón la ha abandonado diciendo: ‘Jamás volveré a cederla a nadie’”. “Ábremela para que pueda verla”, insistí, puesto que en mi interior decía: “Esto es lo que yo necesito: pasaré la noche en ella, al día siguiente apareceré muerto y dejaré de estar preocupado por la situación en que me encuentro”. Me abrió, entré y vi que era un gran caserón que no podía compararse con ningún otro. Dije al esclavo: “Yo prefiero esta casa. Dame la llave”. “No te la entregaré sin antes consultar con mi señor.”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas veintiocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que fueron en busca de éste. Alí el egipcio refiere: «Le dije: “Sólo habitaré en el gran caserón”. El dueño corrió hacia Alí el egipcio y le replicó: “¡Señor mío! ¡No necesitas para nada esa casa!” “Sólo permaneceré en ella y no me preocupa lo que se dice.” “Pues entonces levantaremos un acta notarial entre los dos en la que estipularemos que si te sucede algo yo no soy responsable.” “¡Conforme!”»
Llamaron a dos testigos jurados y escribieron el documento. El dueño de la casa se quedó con él y le entregó la llave. Alí la cogió y entró en la casa. El comerciante le envió, por un esclavo, un colchón. Éste lo colocó en el estrado que estaba detrás de la puerta y se marchó.
Alí el egipcio entró inmediatamente después y descubrió un pozo que estaba en el patio interior y sobre el cual colgaba un cubo. Lo bajó hasta el fondo, lo sacó lleno de agua, hizo las abluciones rituales, rezó las oraciones de rigor y se sentó un rato. El esclavo le llevó la cena desde la casa de su señor y le entregó un candil, una vela, un candelabro, una taza, un aguamanil y una palangana. A continuación se marchó y regresó a casa de su dueño. Encendió la vela, cerró alegremente, rezó la oración vespertina y se dijo: «Vamos: ve a por el colchón y duérmete en él: es mejor eso que continuar aquí». Cogió el colchón, lo llevó al piso de encima y encontró una gran sala cuyo techo estaba dorado, cuyo suelo y cuyas paredes estaban recubiertos de mármol policromado. Extendió el colchón, se sentó en él, recitó una parte del gran Corán y apenas había terminado oyó que una persona llamaba: «¡Alí b. Hasan! ¿Te bajo el dinero?» Replicó: «¿Dónde está el dinero que vas a bajar?» Al terminar de decir esto empezó a caerle oro encima como si lo tirasen con una catapulta. El dinero cayó sin cesar hasta inundar la habitación por completo. Al terminar, la voz dijo: «Déjame en libertad para que pueda marcharme a mis quehaceres. Mi servidumbre ha terminado». Alí el egipcio replicó: «Te conjuro por el nombre de Dios, el Grande, a que me expliques de dónde procede este oro». «Desde tiempos remotos este dinero estaba ligado a tu nombre por un encantamiento. Nos acercábamos a todo aquel que entraba en esta casa y decíamos: “Alí, hijo de Hasan, ¿te bajamos el dinero?” El huésped se asustaba de nuestras palabras y empezaba a chillar. Nosotros descendíamos, le cortábamos el cuello y nos marchábamos. Cuando tú has llegado te hemos llamado por tu nombre y por el de tu padre. Te hemos dicho: “¿Te bajamos el dinero?”, y has contestado: “¿Y dónde está el dinero?” Con esto hemos reconocido que tú eres el dueño y te lo hemos entregado. Aún tienes otro tesoro en el país del Yemen. Sería conveniente que te pusieses en camino, que te hicieses cargo de él y que te lo trajeses aquí. Pero ahora quiero que me dejes en libertad para marcharme a mis quehaceres.» «¡Por Dios! ¡No te libertaré a menos de que me traigas hasta aquí aquello que poseo en el Yemen!» «Si te lo traigo, ¿me dejarás en libertad?, ¿harás lo mismo con el criado de aquel tesoro?» «¡Sí!» «¡Júramelo!» Se lo juró. Cuando el genio se disponía a marcharse, Alí el egipcio le dijo: «¡Tengo aún algo que pedirte!» «¿De qué se trata?» «Mi esposa y mis hijos están en El Cairo, en tal lugar. Es preciso que me los traigas del modo más cómodo, sin que sufran daño». «Te los traeré, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, en medio de un cortejo, en una litera, acompañados por criados y eunucos, al mismo tiempo que te traemos el tesoro del Yemen.» Le pidió un plazo de tres días para hacerle entrega de todo y se marchó.
Alí empezó a recorrer la habitación buscando un lugar en que poner a buen recaudo todo el oro. Descubrió una losa de mármol, situada en el extremo del salón, que tenía un resorte. Movió éste, la losa se movió y apareció una puerta. La abrió. Entró en un gran tesoro que contenía sacos de tela cosida. Cogió éstos, los llenó de oro y los fue metiendo en el interior del tesoro hasta haberlo almacenado todo. Después cerró la puerta, echó la llave y colocó la losa de mármol en su sitio. Bajó y fue a sentarse en el banco que estaba detrás de la puerta. Mientras estaba sentado oyó que alguien llamaba. Se levantó, abrió y encontró al esclavo del dueño de la casa. Éste, al verle allí, corrió junto a su señor…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas veintinueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el esclavo corrió junto a su señor] para darle la buena nueva. Al llegar al lado de éste exclamó: «¡Señor mío! El comerciante al que has albergado en la casa poblada por los genios está sano y salvo. Se encuentra sentado en el banco que está detrás de la puerta». El huésped, muy contento, se levantó y se dirigió a aquel lugar llevando el desayuno. Al ver a Alí le abrazó y le besó en la frente. Le preguntó: «¿Qué es lo que Dios ha hecho contigo?» «Algo bueno: he pasado toda la noche en la sala de mármol del piso de encima.» «¿Te ha ocurrido algo o has visto algo?» «No; he recitado las partes apropiadas del gran Corán y me he dormido hasta la mañana. Acabo de levantarme, hacer las abluciones, rezar, bajar aquí y sentarme en este banco.» «¡Loado sea Dios que te ha salvado!», concluyó el mercader. Le dejó en el caserón y le mandó esclavos, mamelucos, esclavas y tapices. Limpiaron la casa de pies a cabeza, la amueblaron a la perfección y se quedaron para servirle tres mamelucos, tres esclavos y cuatro muchachas. El resto regresó a casa de su señor. Los comerciantes, al enterarse de la llegada de Alí, empezaron a enviarle toda suerte de regalos preciosos incluyendo comidas, bebidas y ropas. Le llevaron con ellos al mercado y le preguntaron: «¿Cuándo llegarán tus mercancías?» Les contestó: «Dentro de tres días».
Al cabo de este plazo se le presentó el esclavo del primer tesoro, el mismo que había hecho llover el oro en el caserón, y le dijo: «Sal al encuentro del tesoro que te traigo del Yemen, y de tu familia. Viene en compañía de estas riquezas y grandes mercancías transportadas a lomos de mulos, caballos y camellos, criados y mamelucos todos los cuales son genios». Aquel criado había ido a Egipto y había encontrado a la esposa y a los hijos de Alí que en ese momento estaban desnudos y muy hambrientos. Los había transportado en una litera fuera de El Cairo y los había vestido con magníficas ropas procedentes del tesoro del Yemen.
Una vez se hubo presentado ante Alí y le hubo informado, éste corrió en busca de los comerciantes y les dijo: «Acompañadme fuera de la ciudad para recibir la caravana en que vienen mis mercancías. Honradme llevando a vuestras mujeres para que reciban a la mía». Replicaron: «¡Oír es obedecer!» Mandaron a buscar a sus familiares, todos juntos fueron a instalarse en un jardín de la ciudad y se sentaron a conversar. Mientras hablaban se levantó una nube de polvo en el desierto. Se incorporaron para ver cuál era su origen y al disiparse vieron aparecer mulos, hombres, camellos, criados y portadores de antorchas que avanzaron cantando y bailando hasta llegar a su lado. Entonces el arráez de los camelleros se presentó ante Alí el egipcio, hijo del comerciante Hasan, el joyero; le besó la mano y dijo: «¡Señor mío! Nos hemos retrasado en el camino. Queríamos llegar ayer pero como tememos a los salteadores de caminos hemos empleado cuatro días, puesto que hemos aguardado en nuestro campamento hasta que Dios (¡ensalzado sea!) los ha apartado de nuestra ruta». Los comerciantes se levantaron, montaron en sus mulos y escoltaron a la caravana, mientras que sus esposas quedaban rezagadas para hacer compañía a la familia del comerciante Alí el egipcio. Después cabalgaron todos juntos y entraron en la ciudad formando un gran cortejo. Los comerciantes estaban admirados ante unos mulos que transportaban cajas enormes; sus esposas se habían quedado boquiabiertas ante los vestidos de la esposa y de los hijos del comerciante Alí. Decían: «Vestidos como éstos no los tiene ni el mismo rey de Bagdad, ni sus hijos, ni ningún otro soberano, ni los magnates, ni los comerciantes». El cortejo avanzó sin descanso: los hombres iban con el comerciante Alí y las mujeres acompañaban a la familia de éste. Así llegaron al caserón.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas treinta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que echaron pie a tierra, metieron los mulos con sus cargas en el centro del patio, descargaron los fardos y los guardaron en el almacén. Las mujeres pasaron con la familia de Alí al salón: parecía un jardín en flor y estaba recubierto con magníficos tapices. Se sentaron contentos y alegres y permanecieron así hasta el mediodía. Entonces sirvieron a todo el mundo un estupendo almuerzo con toda clase de comidas y dulces. Comieron, tomaron deliciosas bebidas y se perfumaron con agua de rosas e incienso. Después se despidieron y hombres y mujeres se marcharon a su casa. En cuanto hubieron llegado a ésta le enviaron regalos según sus posibilidades mientras que sus mujeres hacían otros a la familia de Alí. De este modo recibieron esclavos y esclavas, mamelucos, y distintas cosas como granos, azúcar y muchos otros bienes que no se enumeran.
El mercader de Bagdad, el dueño de la casa en que habitaba Alí se quedó con él, sin apartarse de su lado. Le dijo: «Deja que los esclavos y criados metan los mulos y las restantes bestias en un lugar cualquiera para que reposen». «No; deben partir esta misma noche hacia tal sitio.» A continuación les dio permiso para que saliesen de la ciudad y emprendieran camino en seguida. Apenas oyeron que les concedía licencia, se despidieron de Alí, salieron fuera de la ciudad y remontaron el vuelo por los aires dirigiéndose hacia su morada. Alí permaneció con el dueño de la casa en que se hospedaba durante un tercio de la noche. Después se separaron y el otro se marchó a su casa. Entonces, el comerciante Alí subió a ver a su familia y la saludó. Dijo: «¿Qué es lo que os ha ocurrido desde el momento en que me marché?» La esposa explicó el hambre, la indigencia y las fatigas sufridas.
Él le dijo: «¡Loado sea Dios que os ha salvado! ¿Cómo habéis venido?» «¡Señor mío! Yo dormía, con mis hijos, la noche pasada y no sé cómo, fuimos levantados del suelo y empezamos a volar por los aires sin que nos ocurriese ningún daño. Volamos sin interrupción hasta que se nos depositó en un lugar que tenía el aspecto de ser un campamento de beduinos. Estaba lleno de mulos cargados de fardos y había allí una litera sostenida por dos grandes animales; alrededor de ella había criados, pajes y hombres. Les pregunté: “¿Quiénes sois? ¿Qué significan estos fardos? ¿En qué lugar nos encontramos?” Me contestaron: “Somos los criados del comerciante Alí, el egipcio, hijo de Hasan el joyero. Nos ha mandado a buscaros y que os conduzcamos a la ciudad de Bagdad”. Pregunté: “¿Bagdad está a mucha o a poca distancia?” Contestaron: “Muy cerca. Sólo nos separa de ella la negrura de la noche”. Me hicieron subir en la litera y al amanecer os encontramos en seguida. En ningún momento hemos sufrido molestias.» Alí le preguntó: «¿Quién os ha dado estos trajes?» «El almocadén de la caravana sacó estas ropas de una de las cajas que iba a lomos de los mulos y nos puso, a mí y a mis hijos, estas túnicas. Después cerró la caja de la que había sacado las telas y me hizo entrega de la llave diciendo: “Guárdala para entregársela a tu marido”. Aquí la tengo.» Le entregó la llave. Alí le preguntó: «¿Reconocerías la caja?» «Sí, la conozco.» Bajaron juntos al almacén y la mujer encontró la que le interesaba. Dijo: «Ésa es la caja de la que sacó las telas». Alí cogió la llave, la metió en la cerradura y la abrió. La encontró llena de muchísimas telas y de las llaves de todas las cajas. Empezó a abrir una caja detrás de otra y encontró en ellas joyas y metales preciosos tales como no los poseía ningún rey. Después las cerró, cogió las llaves y subió con su mujer al salón. Le dijo: «Todo esto es debido a la generosidad de Dios (¡ensalzado sea!)». A continuación la condujo a la losa de mármol que tenía el resorte: lo movió abriendo la puerta del tesoro. Entraron ambos y le mostró el oro que había depositado allí. Ella le preguntó: «¿De dónde te viene todo esto?» «Del favor de mi Señor. Te dejé en El Cairo y me marché…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas treinta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí prosiguió: «Me marché]… sin saber adónde dirigirme. Anduve hasta llegar a Bulaq y aquí encontré un navío que iba hacia Damieta. Me embarqué en él y al llegar a esta ciudad me encontró un comerciante que había conocido a mi padre. Me llevó consigo, me trató bien y me preguntó: “¿Adónde vas?” Le contesté: “Quiero ir a Damasco, en Siria. Allí tengo amigos”». Alí contó a su mujer todo lo que le había ocurrido del principio al fin. Ella le dijo: «¡Señor mío! Todo esto se debe a la bendición de tu padre, cuando rezó por ti, antes de la muerte diciendo: “Ruego a Dios que no te cause una pena sin hacerla seguir de una alegría inmediata”. ¡Loado sea Dios que te ha sacado de apuros y te ha concedido más de lo que te había quitado! Te conjuro por Dios, señor mío, a que no vuelvas a frecuentar amigos de dudosa condición y a que temas a Dios (¡ensalzado sea!) pública y privadamente». La mujer siguió dándole buenos consejos y él le contestó: «¡Acepto tus recomendaciones y ruego a Dios (¡ensalzado sea!) que aparte de nosotros a los malos compañeros y que nos auxilie a obedecerlo y a seguir la azuna de su Profeta (¡Él le bendiga y le salve!)!»
Alí, su esposa y sus hijos vivieron en la más feliz de las vidas. Alquiló una tienda en el zoco de los comerciantes, colocó en ella una parte de las joyas y de las preciosas mercancías y se instaló en su puesto rodeado por sus hijos y sus mamelucos pasando a ser el más excelso de los comerciantes de la ciudad de Bagdad. El rey de ésta oyó hablar de él y envió un mensajero a buscarle. Éste le dijo: «Contesta al rey, pues manda a buscarte». «Oír es obedecer», contestó. Preparó un regalo regio: llenó cuatro jarros de oro rojo, los recubrió de perlas y gemas como no las tenía igual ningún soberano y tomando los vasos se dirigió a ver al rey. Al entrar ante éste besó el suelo, pronunció las fórmulas de rigor deseándole toda clase de bienes y poderío y habló del modo más hermoso posible. El rey le dijo: «¡Comerciante! Tú constituyes la alegría de nuestro país». «¡Rey del tiempo! Tu esclavo te trae un regalo y espera de tu generosidad que lo aceptes.» Le colocó los cuatro vasos delante y los destapó. El soberano se fijó en el contenido y vio que contenían gemas sin par, cuyo valor equivalía a montañas de dinero. Le dijo: «Acepto tu regalo, comerciante, y si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere te recompensaré con un don igual». Alí besó la mano del rey y se marchó. El soberano convocó a los magnates del reino y les preguntó: «¿Cuántos reyes han pedido a mi hija en matrimonio?» Le contestaron: «¡Muchos!» «¿Hay alguno de ellos que me haya hecho un regalo comparable a éste?» «¡No! —contestaron todos a la vez—. Ninguno de ellos te ha hecho un regalo parecido.» «He consultado a Dios (¡ensalzado sea!) acerca del matrimonio de mi hija con este comerciante. ¿Qué opináis vosotros?» «Resuelve el asunto como te parezca.» El rey mandó a los eunucos que cogiesen los cuatro jarros con lo que contenían y que los llevasen al serrallo. Después se reunió con su esposa, colocó los jarros delante de ella y los destapó. Ésta se dio cuenta de que no tenía nada que pudiese compararse con ellos o con una parte de ellos. Le preguntó: «¿De qué rey procede esto? ¿Es que algún rey te ha pedido en matrimonio a nuestra hija?» «No; esto es el regalo de un comerciante egipcio que ha venido a instalarse en nuestra ciudad. Al enterarme de su llegada le he enviado un mensajero para hacerle presentar ante nosotros con el fin de conocerle y de comprarle alguna joya, si la tenía, para el equipo de nuestra hija. Ha obedecido a nuestra llamada y ha acudido haciéndose preceder por estos cuatro jarrones que nos ha ofrecido como regalo. Es un muchacho hermoso, respetable, de buen entendimiento y magnífico aspecto hasta el punto de que podría ser el hijo de un rey. Al verle, mi corazón se ha sentido atraído por él, mi pecho ha respirado y he querido casarle con mi hija. He expuesto el caso a los magnates del reino y les he preguntado: “¿Cuántos reyes han pedido a mi hija en matrimonio?” Me han contestado: “Muchos”. Les he preguntado: “¿Alguno de ellos me ha hecho un regalo comparable a éste?” Todos han contestado: “No, por Dios, rey del tiempo. Ninguno de ellos posee algo parecido a esto”. He replicado: “He consultado a Dios (¡ensalzado sea!) acerca del matrimonio de mi hija, ¿qué opináis vosotros?” Han contestado: “Resuelve el asunto como te parezca”. ¿Cuál es tu respuesta?»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas treinta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que su esposa le contestó: «El asunto incumbe a Dios y a ti, rey del tiempo. Se hará aquello que Dios quiera». El rey replicó: «Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere la casaremos con este joven». El rey pasó aquella noche y al amanecer del día siguiente se dirigió a su despacho y mandó llamar al comerciante Alí el egipcio y a los demás comerciantes de Bagdad. Se presentaron todos, se quedaron de pie delante del rey y cuando éste les mandó sentarse se sentaron. El rey dijo: «Que se presente el cadí de la Audiencia». Éste se colocó delante del rey quien le dijo: «¡Alcadí! ¡Escribe el contrato matrimonial de mi hija con el comerciante Alí el egipcio!» Alí interrumpió: «¡Perdone nuestro señor el sultán! Un comerciante como yo no puede ser el yerno del rey». «¡He decidido que seas mi yerno y además conferirte el cargo de visir!» El soberano le dio al momento el traje de visir y le mandó que se sentase en el lugar que le correspondía por su rango. Alí dijo: «¡Rey del tiempo! Tú me has favorecido con todo esto y me has colmado de dones; escucha algo que tengo que decirte». «¡Habla sin temor!» «Ya que tu voluntad soberana quiere casar a tu hija, mejor sería que él marido fuese mi hijo.» «¿Es que tienes un hijo?» «Sí.» «¡Tráele!» Cuando el joven llegó ante el rey besó el suelo y se quedó en pie respetuosamente. El rey le contempló y vio que era más bello y más hermoso que su hija, tanto por la armonía de sus proporciones como por su aspecto. Le preguntó: «¿Cómo te llamas, hijo mío?» «¡Sultán, señor nuestro! Me llamo Hasan.» El muchacho tenía entonces catorce años. El rey dijo al cadí: «Escribe el contrato matrimonial de mi hija, Husn al-Uchud, con Hasan hijo del comerciante Alí el egipcio». Se puso por escrito el contrato y el asunto concluyó del mejor modo posible marchándose todos los que estaban en la audiencia a sus quehaceres. Los comerciantes acompañaron hasta su domicilio al visir Alí el egipcio. Allí le felicitaron por su encumbramiento y se despidieron. Alí el egipcio entró a hablar con su esposa. Ésta vio que llevaba la túnica propia del visirazgo y le preguntó: «¿Qué significa esto?» El marido le contó toda la historia desde el principio hasta el fin y añadió: «El rey ha casado a su hija Husn al-Uchud con mi hijo Hasan». La mujer se alegró muchísimo.
Transcurrida la noche, al día siguiente, Alí se dirigió a la audiencia y el rey le dispensó una magnífica acogida haciéndole sentar a su lado, aproximándole hacia sí. Le dijo: «¡Visir! Hemos decidido celebrar las fiestas y presentar tu hijo a nuestra hija». «¡Señor nuestro! ¡Sultán! Lo que te parece bien es bueno.» El rey mandó iniciar las fiestas: engalanaron la ciudad y se celebraron fiestas durante treinta días en medio de la alegría y el alborozo. Al cabo de los treinta días, Hasan, hijo del visir Alí, fue presentado a la hija del rey y gozó de su belleza y hermosura. La esposa del soberano, al conocer al esposo de su hija, le quiso muchísimo, y también tuvo gran alegría al conocer a su madre. El rey mandó que construyesen un palacio para Hasan, hijo del visir Alí. Edificaron rápidamente un gran alcázar al que pasó a habitar el hijo del visir. Su madre permaneció con él algunos días, al cabo de los cuales regresó a su domicilio. La reina dijo a su esposo: «¡Rey del tiempo! La madre de Hasan no puede vivir con su hijo abandonando al visir ni puede vivir con el visir abandonando a su hijo». «Tienes razón», replicó el soberano. Éste mandó que construyesen un tercer palacio al lado del de Hasan para que lo ocupase el visir. Construyeron este tercer edificio en pocos días y el rey mandó que trasladasen a él todas las cosas de Alí. Las trasladaron y éste se instaló en él. Así tuvieron tres palacios que comunicaban entre sí. Cuando el rey quería conversar con el visir iba a verle de noche o le mandaba llamar y lo mismo hacía Hasan con respecto de sus padres. De este modo vivieron juntos, felices y satisfechos…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas treinta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [vivieron satisfechos] durante un lapso de tiempo. Después el rey se debilitó, le acometió una enfermedad y convocó a los grandes del reino. Les dijo: «Estoy gravemente enfermo y es posible que la enfermedad sea mortal. Os he mandado llamar para pediros consejo. Dadme el consejo que creáis mejor». «¿En qué deseas que te aconsejemos, oh, rey?» «Yo ya soy viejo y estoy enfermo; temo que los enemigos del reino se apoderen de él después de mi muerte. Quiero que os pongáis todos de acuerdo sobre la persona a la que reconoceréis como mi sucesor en vida mía con el fin de que quedéis todos contentos.» Replicaron: «Todos nosotros estamos satisfechos con Hasan, hijo del visir Alí, esposo de tu hija. Nos hemos dado cuenta de que es inteligente, perfecto, despierto y que sabe cuáles son las obligaciones de grandes y chicos». «¿Estaríais conformes con él?» «¡Sí!» «Es posible que digáis esto delante de mí, cuando aún vivo, y que una vez haya muerto digáis otra cosa.» Todos a la vez replicaron: «Nuestras palabras y nuestro pensamiento íntimo son una misma cosa; no cambiaremos de opinión: estamos contentos de Hasan con lo mejor de nuestro corazón, en lo más recóndito de nuestro cuerpo». «Pues si es así, haced que comparezca el cadí de la noble xara y todos los chambelanes, funcionarios y grandes del reino para concluir el acto de la mejor manera posible.» Replicaron: «¡Oír es obedecer!» Se marcharon e invitaron a todos los ulemas y magnates. Al día siguiente se reunieron en la Audiencia y enviaron un mensajero al rey pidiéndole permiso para entrar a visitarle. Lo concedió. Entraron, lo saludaron y le dijeron: «Aquí estamos todos reunidos». El rey les dijo: «¡Príncipes de Bagdad! ¿Quién queréis que sea rey después de mí? Así yo, en vida, antes de mi muerte, ante todos vosotros, le haré reconocer». Todos a la vez replicaron: «Estamos de acuerdo en que sea Hasan, hijo del visir Alí, esposo de tu hija». «Si es así, id todos a buscarle y traedle aquí.» Los magnates se dirigieron al serrallo y dijeron: «¡Acompáñanos para ir a ver al rey!» «¿Por qué?» «Para algo que te interesa a ti y también a nosotros.» Se presentaron ante el rey y Hasan besó el suelo ante el soberano. Éste le dijo: «¡Siéntate, hijo mío!» Se sentó. El rey añadió: «¡Hasan! Los príncipes y todos los grandes están de acuerdo en nombrarte rey después de mi muerte. Me dispongo a hacerte jurar en vida para que la cosa quede solucionada». Hasan se levantó al instante, besó el suelo delante del soberano y replicó: «¡Rey! ¡Señor nuestro! Entre los magnates hay personas que tienen más años y más capacidad que yo. ¡Líbrame pues de esta carga!» Todos los emires protestaron: «Sólo estaremos contentos si tú eres nuestro rey». «Mi padre tiene más años que yo. Ambos somos una misma cosa. No está bien que yo pase por delante de él.» Su padre le replicó: «A mí sólo me satisface lo que satisface a mis amigos. Ellos están de acuerdo y conformes en que tú los gobiernes, ¡no contraríes ni la voluntad del rey ni la de tus amigos!» Hasan, avergonzado ante el rey y su padre, inclinó la cabeza hacia el suelo. El soberano preguntó a los nobles: «¿Estáis satisfechos con él?» «¡Con él estamos satisfechos!», replicaron. Entonces, todos juntos, recitaron siete veces la Fatiha[161]. El rey dijo: «¡Alcadí! Redacta un acta notarial en la que los príncipes se comprometan a nombrar sultán a Hasan, esposo de mi hija, el cual será su rey». El cadí escribió el acta y la firmó después de que todos los nobles le hubieron reconocido por rey. El mismo soberano le prestó juramento y le hizo sentar en el trono. Entonces todos los asistentes besaron las manos del rey Hasan, hijo del visir, mostrando así que le obedecerían. Aquel mismo día Hasan gobernó con mucho acierto e hizo regalos valiosos a los grandes del reino. Después, levantó la sesión y acercándose al padre de su esposa le besó las manos. Éste le dijo: «¡Hasan! Ten temor de Dios en tus actos».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatrocientas treinta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Hasan] le replicó: «¡Padre mío! ¡Gracias a tus plegarias tendré éxito!» Hasan se marchó a su palacio y su esposa, su madre y sus servidoras le salieron al encuentro y le besaron las manos diciendo: «¡Bendito día!», y le felicitaron por su investidura. A continuación dejó su alcázar y pasó al de sus padres. Éstos se alegraron mucho por la regia investidura que Dios le había concedido. Alí, su padre, le recomendó que gobernase en el temor de Dios y que fuese indulgente con sus súbditos. Pasó una noche feliz y satisfecho y al día siguiente rezó la oración canónica y se marchó a la audiencia. El ejército entero y los dignatarios se presentaron ante él. Gobernó, hizo favores, prohibió lo reprobable, nombró y destituyó y estuvo ocupado en mandar hasta que el día se terminó. Puso fin a la audiencia del mejor modo posible, licenció a los soldados y todos se marcharon a sus asuntos. Después pasó al serrallo y se dio cuenta de que la salud de su suegro iba empeorando. Le dijo: «¡Que no te ocurra nada!» El suegro abrió los ojos y dijo: «¡Hasan!» «¡Heme aquí, señor mío!» «Mi fin está próximo: preocúpate por tu esposa y por su madre. ¡Ten temor de Dios! ¡Respeta a tus padres! ¡Teme al rey que da la última recompensa y recuerda que Dios manda ser justo y bienhechor!» Hasan contestó: «¡Oír es obedecer!» El viejo rey vivió aún tres días más, al cabo de los cuales se trasladó a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Le lavaron, le amortajaron, recitaron las oraciones canónicas y el Corán durante cuarenta días completos. Después el rey Hasan, hijo del visir, gobernó por sí mismo a sus súbditos y todos sus días fueron felices: su padre siguió siendo el visir de la diestra y nombró a otra persona para que fuese el visir de la siniestra. Sus asuntos se desarrollaron favorablemente y fue rey de Bagdad durante mucho tiempo. La hija del rey le dio tres hijos varones que le sucedieron en el reino. Vivieron la más feliz y dulce de las vidas hasta que les llegó el destructor de los placeres y el separador de los amigos. ¡Gloria a Aquel que es Eterno, en cuya mano está el hacer y deshacer!