ANÉCDOTAS QUE HACEN REFERENCIA A PERSONAS GENEROSAS, CORTESES Y AMABLES

SE cuenta que un habitante de Basora compró una esclava y la educó del mejor modo posible, la instruyó y se enamoró de ella por completo. Gastó todos sus bienes en darle fiestas y diversiones: así se arruinó y la pobreza le agobió. La joven le dijo: «¡Señor mío! Véndeme, pues necesitas mi importe y me entristece el estado de necesidad en que te encuentras. Será preferible para ti que me vendas y utilices lo que cobres por mí. ¡Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) te facilite un sustento más amplio!» La estrechez de su situación le hizo aceptar. La cogió, la llevó al mercado y el corredor se la presentó al Emir de Basora que se llamaba Abd Allah b. Maamar. La chica le gustó y la compró por quinientos dinares, cuyo importe pagó a su dueño. Cuando éste la hubo cogido y se disponía a marcharse, la joven rompió a llorar y recitó estos dos versos:

¡Que te sea útil el dinero que has obtenido! A mí no me queda más que la pena y la meditación.

Diré a mi espíritu, que se encuentra en la peor situación: «Tanto si te gusta como si no, tu amado ha partido».

El dueño, al oír estos versos, exhaló suspiros y recitó estos otros:

Este asunto no presenta para ti ninguna escapatoria y no encontrarás más que la muerte. ¡Perdona!

Por la mañana y por la noche tu recuerdo será mi contertulio y a él confiaré un corazón lleno de preocupaciones.

¡Que la paz sea sobre ti, pues no nos visitaremos ni nos reuniremos si Ibn Maamar no lo permite!

Abd Allah b. Maamar, al oír los versos de los dos, al ver su pena, dijo: «¡Por Dios! No seré el responsable de vuestra separación. Me parece claro que sois un par de amantes. ¡Hombre! Coge el dinero y la esclava y que Dios os bendiga a los dos, ya que la separación de los amantes es la cosa más penosa para éstos». Los dos le besaron la mano, se marcharon y continuaron juntos hasta que les separó la muerte. ¡Gloria a Dios que no conoce la muerte!

LOS AMANTES DE LA TRIBU DE BANU UDRA

Se cuenta que entre los Banu Udra[137] había un hombre muy agradable el cual no había vivido ni un solo día sin saber lo que era el amor. Se enamoró de una hermosa mujer de su propia tribu y le envió cartas durante varios días, pero ella le trató con dureza y se alejó de él. El amor, la pasión y el desvarío le causaron una grave enfermedad que le obligó a guardar cama a pesar de que no dormía. La gente se enteró de lo que le ocurría y todo el mundo supo de su pasión.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la enfermedad se fue agravando y sus dolores creciendo hasta que estuvo a punto de morir. Sus familiares hablaban a los de ella para que acudiese a visitarle, pero la muchacha se negó hasta que le anunciaron que estaba a punto de morir. Entonces se enterneció y le hizo el honor de acudir a visitarle. Los ojos del enfermo, al verla, se llenaron de lágrimas y recitó:

¡Por vida tuya! Si pasa junto a ti mi entierro y las parihuelas van a hombros de cuatro hombres

¿no seguirás el cortejo para saludar la tumba de un muerto depositado en la fosa?

Ella, al oír estas palabras, lloró abundantemente y dijo: «¡Por Dios! ¡Nunca hubiese creído que tu amor por mí hubiese llegado hasta este extremo, hasta ponerte en brazos de la muerte! Si lo hubiese sabido te habría auxiliado y me hubiese entregado a ti». El hombre, al oír sus palabras, derramó lágrimas tan abundantes como la lluvia y recitó estas palabras del poeta:

Se ha acercado cuando la muerte se interponía entre ella y yo y ha ofrecido la unión cuando la unión ya no servía de nada.

Sufrió un estertor y murió. Ella se le echó encima para besarle y llorar. Lloró sin parar hasta que cayó desmayada a su lado. Al volver en sí recomendó a sus familiares que la enterrasen en la misma tumba cuando muriera. Con los ojos llenos de lágrimas recitó este par de versos:

Hemos vivido sobre la faz de la tierra una vida agradable: la tribu, la familia y la patria estaban contentos con nosotros.

El destino y la suerte rompieron nuestra compañía y el sudario nos ha reunido en su interior.

Al terminar los versos lloró de nuevo y siguió llorando y sollozando hasta que cayó desmayada. Permaneció así durante tres días y después murió siendo enterrada en la misma tumba del joven. Ésta es una de las historias más maravillosas de amor.

EL VISIR DEL YEMEN Y SU HERMANO

Se cuenta que el señor Badr al-Din, visir del Yemen, tenía un hermano, un prodigio de hermosura, que le causaba muchas preocupaciones. Buscó quien le instruyera y encontró a un jeque venerable, serio, religioso y casto. Le instaló en una casa situada al lado de la suya. Permaneció en esta situación durante algunos días. Cada día iba al domicilio del señor Badr al-Din para enseñar a su hermano y después regresaba a su casa. El corazón del jeque se quedó prendado del joven, la pasión fue creciendo y vivía en una inquietud constante. Un día se quejó al muchacho de su situación. Éste le replicó: «¿Cómo he de hacerlo? Yo no puedo separarme de mi hermano ni de día ni de noche. Él siempre está a mi lado como puedes ver». El jeque le dijo: «Mi casa está junto a la vuestra. Cuando tu hermano duerma será fácil levantarte e ir al retrete. La gente de la casa creerá que duermes. Entonces ven junto a la pared de mi azotea y yo te acogeré al otro lado del muro. Permanecerás conmigo un rato y después volverás sin que se entere tu hermano». El joven dijo: «¡Oír es obedecer!» El jeque preparó regalos dignos de su rango. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al joven: Se metió en el retrete y esperó hasta que su hermano se hubo acostado. Permaneció allí y dejó que transcurriese parte de la noche para que su hermano se quedara dormido. Después se dirigió hacia el muro y encontró al jeque de pie, esperando. Le tendió la mano, el joven la cogió, y le hizo entrar en su casa. Aquélla era una noche de luna llena. Se sentaron a hablar mientras pasaban del uno al otro los vasos de vino. El jeque empezó a cantar mientras la luna les iluminaba con sus rayos: estaban en plena fiesta, en una orgía, sumergidos en las dulzuras del placer y en un bienestar que dejaba confuso al entendimiento y a la vista, pues era imposible de describir. En ese momento se despertó el señor Badr al-Din y vio que faltaba su hermano. Se levantó asustado y vio que la puerta estaba abierta. Salió, oyó hablar, trepó por la pared a la azotea, vio que la luz irradiaba desde la casa vecina; al observar desde detrás del muro vio a los contertulios que se pasaban la copa. El jeque se dio cuenta de su presencia y, con la copa en la mano, entonando una melodía, recitó estos versos:

Me ha escanciado vino de la saliva de su boca y me ha saludado con el bozo y regiones vecinas.

Ha pasado toda la noche abrazado conmigo mejilla contra mejilla un hermoso que no tiene par en el género humano.

Pero ha aparecido la luna llena (Badr) iluminándonos. Le ruego que no nos denuncie a su hermano.

El señor Badr al-Din al oír estos versos fue amable y dijo: «¡Por Dios! ¡No os denunciaré!», y les abandonó en plena fiesta.

HISTORIA DE DOS ADOLESCENTES QUE SE AMABAN

Se cuenta que un joven y una joven estudiaban en una escuela. El joven se enamoró de la muchacha…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven se enamoró de la muchacha] apasionadamente. Un día, mientras sus compañeros estaban distraídos, aquél cogió la pizarra de la joven y escribió estos dos versos:

¿Qué dices acerca de quien se ha puesto enfermo por lo mucho que te quiere y está fuera de sí?

Se queja del dolor, del tormento que le causa la pasión y no puede esconder lo que tiene en el corazón.

La joven tomó la pizarra, vio que en ella había versos, los leyó, comprendió su significado y escribió debajo de los del joven estos otros dos:

Cuando vemos un amante que sufre por la pasión le concedemos el favor.

Él conseguirá el amor que espera de nosotros y sea de nosotros lo que sea.

El maestro entró en aquel instante, mientras ambos estaban distraídos, encontró la pizarra, la cogió y leyó lo que contenía. Se apiadó de ellos y escribió en la misma pizarra, debajo de sus versos, estos otros dos:

Es propio de quien te ama el no temer las consecuencias, puesto que el amante sólo piensa en su pasión.

No temáis al maestro, pues él ha experimentado, a veces, el amor.

El dueño de la joven entró en aquel instante en la escuela y encontró su pizarra. La cogió y leyó lo que habían escrito el joven, la joven y el maestro. Él, entonces, puso debajo de todo, en el extremo inferior, este par de versos:

¡Que Dios no os separe en toda la eternidad! ¡Que quien os censure quede desconcertado y deshecho!

En cuanto al maestro, ¡por Dios!, mis ojos no han visto jamás mejor mediador que él.

El dueño de la muchacha mandó llamar al cadí y a los testigos y extendió su contrato matrimonial con el joven allí mismo. Preparó un banquete y les hizo numerosos regalos. Ambos vivieron felices y contentos hasta que les llegó el destructor de las dulzuras y el separador de los amigos.

EL POETA AL-MUTALAMMIS Y SU MUJER

Se cuenta que al-Mutalammis huyó de la corte del rey al-Numán b. al-Mundir y estuvo ausente durante mucho tiempo hasta el punto de que creyeron que había muerto. Tenía una mujer muy hermosa que se llamaba Umayma cuya familia la aconsejaba que volviera a casarse. Ella se negó, pero le insistieron dado el gran número de los que aspiraban a su mano. Finalmente la forzaron a casarse de nuevo. Accedió de mala gana a hacerlo y la esposaron con un hombre de su tribu mientras ella continuaba queriendo muchísimo a su primer esposo, al-Mutalammis. En la misma noche en que debía consumarse la boda con aquel hombre al que odiaba, regresó su esposo, al-Mutalammis. Oyó cómo los de su tribu tocaban las flautas y los adufes y descubrió los signos de la fiesta. Preguntó a unos muchachos por la causa de ésta y le contestaron: «Casan a Umayma, la mujer de al-Mutalammis, con Fulano y esta noche se consumará el matrimonio». Aquél, al oír tales palabras, se las ingenió para entrar en la casa con un grupo de mujeres y vio a la pareja sentada en el lecho. Cuando el novio se acercó a la mujer, ésta suspiró profundamente, lloró y recitó estos versos:

¡Ojalá supiera —tantas son las vicisitudes— en qué país te encuentras, Mutalammis!

Su marido, al-Mutalammis, que era un célebre poeta, le contestó diciendo:

¡Umayma! Sabe que estoy en la casa de al lado y que te he deseado en cada alto de la caravana.

El recién casado comprendió de lo que se trataba y se marchó apresuradamente recitando estos versos:

Era feliz, pero la noche me trae lo contrario mientras vosotros os reunís en una habitación espaciosa.

La dejó y se marchó. Al-Mutalammis se reunió con su mujer y vivieron del modo más confortable, puro y exquisito, hasta que los separó la muerte. ¡Gloria a Aquel que gobierna los cielos y la tierra!

HARÚN AL-RASID Y ZUBAYDA

Se cuenta que el Califa Harún al-Rasid amaba profundamente a la señora Zubayda, a la que había hecho construir un jardín de recreo en el que había un lago de agua rodeado por un cinturón de árboles a través del cual llegaba el agua desde todas partes. Los árboles entrelazaban sus ramas hasta el punto de que si alguien iba a bañarse en dicho estanque nadie podía verle por la frondosidad del follaje. Un día la señora Zubayda se dirigió al jardín, fue a la alberca…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zubayda] observó su belleza, se maravilló de su esplendor y de la imagen de los árboles reflejados en ella. Era un día muy caluroso. Se desnudó y se metió en el estanque que no llegaba a cubrirla y empezó a echarse agua con un aguamanil de plata: el líquido corría por encima de su piel. El Califa se enteró de lo que hacía y salió del palacio para verla desde detrás de las hojas de los árboles: la vio desnuda, mostrando lo que debía estar oculto. Zubayda, al notar que el Emir de los creyentes estaba escondido detrás de las hojas de los árboles y al darse cuenta de que la veía desnuda, se volvió, le miró y se avergonzó tapando sus partes con las manos, pero sin llegar a ocultarlo todo de tan grande y grueso como era.

El Califa, admirado de lo que había visto, se marchó al momento recitando estos versos:

Mis ojos han visto lo que me apena y mi angustia crece por la separación.

Pero no pudo continuar el verso por lo que mandó a buscar a Abu Nuwás. Cuando le tuvo ante él le dijo: «Recítame un poema que empiece:

Mis ojos han visto lo que me apena y mi angustia crece por la separación.»

Abu Nuwás contestó: «¡Oír es obedecer!», y en un abrir y cerrar de ojos improvisó y recitó estos versos:

Mis ojos han visto lo que me apena y mi angustia crece por la separación

de la gacela que me ha seducido bajo la sombra de dos árboles de loto.

Se echaba el agua por encima con aguamaniles de plata.

Ella me vio y ocultó con las manos sus partes, pero no las cubrió del todo.

¡Ojalá pudiera estar encima una o dos horas!

El Emir de los creyentes sonrió, le hizo un regalo y se marchó satisfecho.

HARÚN AL-RASID Y LOS TRES POETAS

Se cuenta que cierta noche el Emir de los creyentes, al-Rasid, se desveló, se levantó y empezó a pasear por el palacio. Tropezó con una esclava que daba traspiés de tan borracha como estaba. Él la amaba y la quería mucho. Empezó a jugar con ella y la atrajo hacia sí: la túnica se le cayó y se le desabrocharon los vestidos. El Califa le pidió relaciones, pero ella le contestó: «¡Déjame hasta mañana, Emir de los creyentes! No estoy preparada para recibirte, ya que no sabía que tú fueras a venir». El Califa la dejó y se marchó. Al llegar el día y aparecer el sol con su luz le mandó un paje para hacerle saber que el Emir de los creyentes iba a ir a su habitación. Ella le dio esta respuesta:

El día borra las palabras de la noche.

Al-Rasid dijo a sus invitados: «Recitadme una poesía que contenga las palabras:

El día borra las palabras de la noche.»

Le contestaron: «Oír es obedecer». Al-Raqasi se acercó y recitó estos versos:

¡Por Dios! ¡Si tú pudieses tener mi pasión, el reposo te abandonaría!

Una muchacha que ni visita ni es visitada. Te ha dejado lleno de pasión y abrumado.

Después de habértelo prometido se ha negado diciendo: «El día borra las palabras de la noche».

Después se adelantó Abu Musab y recitó:

¿Cuándo te tranquilizarás tú que tienes el corazón inquieto? Ni duermes ni gozas de tranquilidad.

¿No te basta con las lágrimas del ojo y que su recuerdo encienda el fuego en las entrañas?

Él sonrió y dijo maravillado: «El día borra las palabras de la noche».

Después se adelantó Abu Nuwás y recitó:

El amar continúa mientras se rompen los pactos. Nos hemos declarado, pero no ha servido de nada.

Una noche la encontré, borracha, en el palacio; la embriaguez era adorno del pudor.

La túnica desgarrada se le cayó de los hombros; el vestido se le desabrochó.

La marcha hacía balancear sus pesadas nalgas y la rama de su cuerpo del que colgaban dos pequeñas granadas.

Le dije: «¡Prométeme tu amor de manera sincera!» Me contestó: «¡Mañana podrás visitarme!»

Al día siguiente acudí y le dije: «¡Lo prometido!» Contestó: «El día borra las palabras de la noche».

El Califa mandó que diesen una bolsa de oro a los dos primeros poetas y que a Abu Nuwás le cortasen el cuello. Le dijo: «¡Tú estabas ayer con nosotros en palacio durante la noche!» «¡Por Dios! ¡He dormido en mi casa! Pero tú me has indicado con tus palabras el contenido de la poesía. Dios (¡ensalzado sea!), que es el mejor de los seres dotados de palabra, ha dicho: “Los poetas son seguidos por los seductores. ¿No los ves cómo andan errantes por todos los valles y dicen lo que no hacen?”[138]» El Califa le perdonó y mandó que le diesen dos bolsas de dinero. A continuación se marcharon.

MUSAB B. ZUBAYR Y AISA BINT TALHA

Se cuenta que Musab b. Zubayr encontró en Medina a Azza que era una de las mujeres más inteligentes. Le dijo: «He decidido casarme con Aisa Bint Talha y querría que tú fueses a ver qué tal es». Azza fue y volviendo al lado de Musab dijo: «He visto su cara: es más hermosa que la salud; tiene dos ojos muy grandes debajo de los cuales nace una nariz aguileña, dos mejillas suaves y una boca que parece una granada. El cuello es un aguamanil de plata y debajo aparece un torso del que sobresalen dos pechos como dos granadas; sigue un vientre gracioso que contiene un ombligo que parece una cajita de marfil; sus nalgas son dunas de arena; los muslos, carnosos, y las piernas, dos columnas de mármol. Los pies son demasiado grandes, pero tú te olvidarás de ellos cuando la necesites». Una vez le hubo hecho Azza esta descripción, Musab se casó con Aisa y tuvo relaciones con ella.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Azza invitó a su casa a Aisa y a las mujeres quraisíes y recitó en presencia de Musab estos versos:

La boca perfumada de las muchachas es dulce al beso y a la sonrisa.

Únicamente la he probado con el pensamiento, pero con el pensamiento nos gobierna él Omnisciente.

La noche en que Musab tuvo relaciones con ella, no la dejó antes de haberla poseído siete veces. Una cliente suya, al encontrarle por la mañana, le dijo: «¡Que yo sea tu rescate! ¡En todo eres perfecto, hasta en esto!»

Una mujer refiere: «Yo estaba en casa de Aisa Bint Talha cuando el marido entró. Ella le salió al encuentro. Él se echó encima de ella, que resollaba y producía sonidos desarticulados al tiempo que hacía unos movimientos prodigiosos, verdaderas maravillas. Yo lo oía. Cuando Aisa salió de la habitación le dije: “¿Cómo haces esto estando en tu casa yo, que soy mujer noble, de buena familia y de rango?” Me contestó: “La mujer ha de dar a su marido cuantos incentivos pueda y sus mejores caricias; ¿qué es lo que encuentras de reprobable en esto?” “Sería preferible que lo hicieses de noche.” “Esto ocurre durante el día. Por la noche lo hago mejor. Cuando él me ve siente despertar su concupiscencia, se excita y me tiende la mano. Yo le obedezco y sucede lo que has visto”.»

VERSOS DE ABU-L-ASWAD SOBRE SU ESCLAVA

Me he enterado de que Abu-l-Aswad compró una esclava que era tuerta de nacimiento. Le gustaba mucho a pesar de que sus familiares le criticaban. Admirado de estas censuras dio vuelta a sus manos y recitó este par de versos:

Me la critican cuando no tiene más defecto que el de tener algunas manchas en los ojos.

Pero si en los ojos tiene algún defecto en cambio su cuerpo es esbelto por encima y grueso por debajo.

HARÚN AL-RASID Y LAS DOS ESCLAVAS

Se cuenta que el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, pasaba una noche entre dos esclavas: una mediní y la otra kufí. La primera le acariciaba los pies y la segunda las manos. La mediní conseguía que la mercancía se levantase. La kufí le dijo: «Veo que quieres apropiarte, tú sola, del capital. Dame mi parte». La mediní contestó: «Malik, que lo sabía de Hisam b. Urwa, quien lo había oído referir a su padre y éste había conocido al Profeta, refiere: “Quien resucita una tierra muerta, la hace suya para sí y sus descendientes”.» La kufí dio un empujón a la mediní, lo cogió todo con sus manos y dijo: «Al-Amas que lo sabe de Jaytama que lo sabe de Abd Allah b. Masud y éste del Profeta refiere: “La caza pertenece a quien la coge y no a quien la levanta”.»

HARÚN AL-RASID Y LAS TRES ESCLAVAS

Se cuenta que Harún al-Rasid estaba en el lecho con tres esclavas: una mequí, otra mediní y la tercera iraquí. La mediní extendió la mano hacia el miembro del Califa y lo frotó hasta que se enderezó. Entonces la mequí lo atrajo hacia sí. La mediní le dijo: «¿Qué significa este atrevimiento? Malik, quien lo sabe de al-Zuhri y éste de Abd Ala b. Salim y éste de Said b. Zayd y éste del Enviado de Dios (¡Él le bendiga y le salve!), refiere: “La tierra muerta pertenece a quien la resucita”». La mequí replicó: «Nos ha referido Sufyán, quien lo sabe de Abu Zinad y éste de al-Aarach y éste de Abu Hurayara, que el Enviado de Dios (¡Él le bendiga y le salve!) dijo: “La caza pertenece a quien la coge y no a quien la levanta”». La iraquí dio un empujón a las dos y dijo: «Esto me pertenece hasta que no se haya decidido vuestra disputa».

HISTORIA DEL MOLINERO Y DE SU MUJER

Se refiere que había un hombre que tenía un molino; un asno hacía girar las muelas. Tenía una mala mujer, pues él la quería mientras que ella le aborrecía y amaba a un vecino; éste, a su vez, la odiaba y se mantenía apartado de ella. Una noche, en sueños, el marido vio a un hombre que le decía: «Excava en el lugar tal de la circunferencia que describe el asno al hacer girar las muelas y encontrarás un tesoro». Al despertarse contó el sueño a su esposa y le mandó que guardase él secreto, pero ella lo reveló al vecino…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer se lo reveló al vecino] al que amaba con el fin de conquistarlo. El hombre le prometió que la visitaría aquella misma noche. Excavó en la circunferencia del molino, encontró el tesoro y lo sacó. El vecino le preguntó: «¿Qué haremos con esto?» «Lo dividiremos en dos partes iguales. Después tú te divorciarás de tu mujer; yo me las ingeniaré para separarme de mi marido y tú te casarás conmigo. Cuando estemos unidos, todo el dinero estará en nuestro poder». El vecino le dijo: «Temo que el demonio te tiente a tomar a otro hombre: el dinero en casa es como el sol en el mundo. La mejor solución consiste en que yo guarde todo el dinero hasta que tú te las ingenies para deshacerte de tu marido y venir a mi lado». La mujer le replicó: «Yo temo lo mismo que tú y por tanto no te entregaré mi parte de dinero, ya que yo soy quien te ha revelado su existencia». Al oír estas palabras la ambición incitó al hombre a matarla. La asesinó y la sepultó en la fosa del tesoro. La llegada del día le impidió terminar de disimular el crimen. Cogió el dinero y huyó.

El molinero se despertó y al no encontrar a su esposa se dirigió al molino. Puso al asno en la muela y le hizo marchar. De repente se paró. El molinero le apaleó de la manera más dura, pero cuanto más le pegaba más retrocedía, ya que la mujer muerta le asustaba y le impedía avanzar. A todo esto el molinero no sabía cuál era la causa que motivaba la inmovilidad del asno. Cogió un cuchillo y lo azuzó reiteradamente sin conseguir que se moviese de su sitio. Encolerizado, le dio una puñalada en el costado y el animal cayó muerto. Al aclarar el día el hombre encontró muertos al asno y a su mujer; ésta ocupaba el lugar del tesoro. Se encolerizó por la pérdida de éste y por la muerte de su mujer y del asno. Esto le motivo una profunda pena. La causa de todo había sido el haber revelado a su esposa el secreto en vez de haberlo tenido oculto.

HISTORIA DEL PALURDO Y DE LOS DOS PÍCAROS

Se cuenta que un palurdo andaba llevando en la mano las riendas de un asno que marchaba detrás de él. Le vieron dos pícaros. Uno de ellos dijo a su compañero: «Voy a robar este asno a ese hombre». «¿Cómo lo cogerás?», le preguntó el otro. «Sígueme y te lo mostraré.» Le siguió. El primer pícaro se acercó hacia el asno, le quitó la cabezada y entregó el animal a su compañero, colocando las riendas encima de su propia cabeza y siguiendo el camino en pos del palurdo, hasta que se dio cuenta de que su amigo había desaparecido con el asno. Entonces, el pícaro, se detuvo tirando de las riendas y no anduvo más. El palurdo se volvió dándose cuenta de que las riendas iban a morir en la cabeza de un hombre. Le preguntó: «¿Quién eres?» «Soy tu asno. Mi historia es maravillosa: Mi madre era muy vieja y piadosa. Un día me presenté, borracho, ante ella. Me dijo: “¡Hijo mío!” Yo cogí un bastón y la apaleé. Ella me maldijo y Dios (¡ensalzado sea!) me transformó en un asno y me hizo llegar a tu poder, en el cual he permanecido durante todo este tiempo. Se ve que hoy mi madre se ha acordado de mí, que Dios ha hecho que se apiadase. Habrá rezado por mí y Dios me ha transformado otra vez en un hombre.» El palurdo le dijo: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Por Dios, hermano mío! No tomes a mal las cosas que he hecho contigo, como montarte, etc.». El pícaro se marchó y el dueño del asno regresó a su casa abrumado de pena y de tristeza. Su mujer le preguntó: «¿Qué te ha ocurrido? ¿Dónde está el asno?» «Tú no estás enterada de la historia de ese asno. Voy a contártela.» Le refirió todo y ella exclamó: «¡Ay de nosotros! ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) nos perdone! ¿Cómo hemos podido utilizar durante tanto tiempo a un hijo de Adán?» Ella hizo limosnas y pidió perdón a Dios, mientras el hombre se quedó encerrado en casa algunos días, sin trabajar. Su esposa le dijo: «¿Hasta cuándo estarás quieto en casa sin hacer nada? Ve al mercado, compra un asno y trabaja con él». Se marchó al zoco y fue a pasar junto a un asno que era el suyo propio que estaba en venta. Al reconocerlo se acercó a él, le colocó la boca en su oreja y le dijo: «¡Ay de ti, desgraciado! ¿Has vuelto a embriagarte y a apalear a tu madre? ¡Yo no volveré a comprarte!» Después le dejó y se marchó.

ABU YUSUF, HARÚN AL-RASID Y ZUBAYDA

Se cuenta que cierto día, a la hora de la siesta, el Emir de los creyentes Harún al-Rasid se marchó a la cama. Al llegar al lecho en que dormía encontró en la colcha una mancha fresca de esperma. Esto le dejó turulato y profundamente turbado. Se apenó muchísimo y mandó llamar a la señora Zubayda. Cuando la tuvo delante le preguntó: «¿Qué es esto que está encima de la colcha?» Lo miró y replicó: «Esto es esperma, Emir de los creyentes». «¡Dime la verdad acerca del origen de esta esperma! ¡De lo contrario, ahora mismo te maltrato!» «¡Por Dios, Emir de los creyentes! Ignoro la causa y soy del todo inocente respecto de lo que me acusas.» El Califa mandó llamar al cadí Abu Yusuf, le explicó la historia y le mostró la esperma. El cadí Abu Yusuf levantó la cabeza hacia el techo y vio que tenía una hendidura. Dijo: «¡Emir de los creyentes! El murciélago tiene un semen como el del hombre; esto es de murciélago». Pidió una lanza y él mismo hurgó en la hendidura de donde cayó el murciélago. Harún al-Rasid dejó de sospechar, pues…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Harún al-Rasid dejó de sospechar, pues] demostraba la inocencia de Zubayda. Ésta declaró en voz alta su alegría al verse reconocida inocente y mandó dar a Abu Yusuf una gran recompensa.

Tenía Zubayda un gran número de frutas de fuera de la estación y sabía que en su jardín había muchas más de la misma clase. Preguntó: «Imán de la religión, ¿cuál de estas dos clases de frutas prefieres? ¿Las que están aquí o las que están fuera?» «Nuestra escuela —contestó— dispone que no debe sentenciarse contra lo que está ausente. Cuando se presenta se juzga.» Zubayda le hizo mostrar las dos clases de fruta. Él probó las dos. Le preguntó: «¿Qué diferencia hay entre ellas?» «Cada vez que he querido sentenciar en favor de una de ellas, la otra ha interpuesto recurso.» Al-Rasid al oír estas palabras se rió y le dio un regalo. Zubayda le hizo entrega de la recompensa que le había prometido y Abu Yusuf se marchó satisfecho.

Observad la virtud de este imán y cómo gracias a él se demostró la inocencia de la señora Zubayda y cómo descubrió la verdadera causa.

EL CALIFA AL-HAKIM Y EL COMERCIANTE

Cierto día al-Hakim Bi-Amri-Llah iba a caballo en medio de su séquito. Pasó junto a un jardín y vio en él a un hombre rodeado por esclavos y criados. Le pidió de beber y aquél le escanció diciendo: «¡Emir de los creyentes!, ¿quieres honrarme deteniéndote un momento en este jardín?» El rey y sus oficiales se apearon en él.

Dicho hombre sacó cien tapices, cien cojines de cuero, cien almohadas, cien bandejas de fruta, cien fuentes llenas de dulces y cien vasos repletos de sorbetes azucarados. La razón de al-Hakim Bi-Amri-Llah quedó absorta ante esto y le dijo: «¡Hombre! ¡Tu caso es extraordinario! ¿Es que sabías que íbamos a venir para tenemos preparado todo esto?» «¡No, por Dios, Emir de los creyentes! No sabía que fueseis a venir. Yo soy un comerciante, uno de tus súbditos. Tengo cien concubinas y cuando el Emir de los creyentes me ha honrado deteniéndose en mi casa he mandado a cada una de ellas que me enviase la comida al jardín. Entonces cada una me ha mandado uno de sus tapetes y la comida y la bebida de que disponía, ya que cada una me entrega, cada día, una fuente de comida, una bandeja de refrescos, un plato de fruta, una bandeja de dulces y una copa de sorbete. Así como cada día; nada más que esto.» El Emir de los creyentes, al-Hakim Bi-Amri-Llah, se postró dando gracias a Dios (¡ensalzado sea!), diciendo: «¡Loado sea Dios que ha sido tan generoso con uno de nuestros súbditos que ha permitido que pueda alimentar al Califa y a su guardia sin necesidad de preparativo alguno, con las sobras de su comida!» Mandó que el tesorero le entregase todos los dirhemes acuñados aquel año: ascendían a tres millones setecientos mil y no montó a caballo hasta que hubo recibido dicha suma y se la hubo dado a aquel hombre, diciendo: «Gástalo según tus necesidades. Tu nobleza vale más que esto». A continuación el rey montó a caballo y se fue.

ANUSIRWAN Y LA CAMPESINA

Se cuenta que el rey justo Cosroes Anusirwan[139] salió cierto día de caza y persiguiendo a una gacela se alejó de su escolta. Mientras corría en pos de ella vio que estaba cerca de una aldea. Como tenía mucha sed se dirigió hacia ella y pidió de beber en la puerta de una casa situada a lo largo de la calle. Salió a abrirle una joven. Le contempló, volvió a meterse en su casa, exprimió una caña de azúcar, mezcló su jugo con agua, lo colocó en una copa, lo espolvoreó con una especia que parecía polvo y se la ofreció a Anusirwan. Éste miró la copa y viendo algo que parecía polvo bebió a sorbos hasta terminar. Después dijo a la adolescente: «¡Joven! El agua es buena, pero ¡cuánto más dulce sería si no hubieses puesto por encima ese polvillo que la amarga!» «¡Huésped! Ese polvillo lo he puesto con intención.» «¿Por qué lo has hecho?» «Me he dado cuenta de que tenías mucha sed y he temido que te sentase mal si lo bebías todo de un trago. Si no hubiese habido ese polvillo lo hubieras bebido de un tirón, de prisa y te habría perjudicado.» El rey justo, Anusirwan, se admiró de tan acertadas y meditadas palabras y se dio cuenta de que quien las había pronunciado era perspicaz e inteligente. Le preguntó: «¿Cuántas cañas has empleado para obtener esta agua?» «Una sola.» Anusirwan se admiró y pidió el registro del jarach de aquel pueblo. Vio que pagaba pocos impuestos. En su interior se resolvió aumentar los tributos en cuanto regresase a la corte diciendo: «Un pueblo en que una sola caña permite preparar tal cantidad de agua no puede pagar impuestos tan bajos». Se marchó y continuó cazando hasta el fin del día. Después volvió al mismo pueblo, pasó solo por delante de aquella puerta y pidió agua para beber. Salió la misma joven, le miró, le reconoció, y volvió adentro para preparar el agua. Como tardaba en salir, Anusirwan le dio prisa y preguntó: «¿Por qué has tardado tanto?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven contestó: ] «Porque una sola caña no ha dado la cantidad que necesitabas y he tenido que exprimir tres cañas sin obtener la cantidad que salió de la primera.» «¿Cuál es la causa?» «La causa está en que la intención del Sultán ha cambiado.» «¿De dónde lo sacas?» «Hemos oído decir a los sabios que cuando la intención del Sultán cambia con respecto de un pueblo, desaparece la felicidad de éste y disminuyen sus bienes.» Anusirwan rompió a reír, abandonó la resolución que había tomado y se casó inmediatamente con la joven, ya que estaba admirado de su inteligencia, de su agudeza y de su elocuencia.

EL AGUADOR Y LA MUJER DEL ORFEBRE

Se cuenta que en la ciudad de Bujara había un aguador que llevaba el agua a la casa de un orfebre desde hacía treinta años. El orfebre tenía una mujer muy hermosa, bella, distinguida, religiosa y casta. Un día, el aguador, según su costumbre, vertió el agua en la cisterna. La mujer estaba en medio del patio. Aquél se acercó a ésta, le cogió la mano, se la acarició, se la estrechó y a continuación se marchó y la dejó. Al llegar su esposo del mercado la mujer dijo: «Querría que me contaras qué has hecho hoy en el mercado para atraerte las iras de Dios (¡ensalzado sea!)». «¡No he hecho nada que pueda desagradar a Dios (¡ensalzado sea!)!», replicó el marido. La esposa insistió: «¡Sí, por Dios! Tú has hecho algo que ha encolerizado a Dios. Si no me cuentas lo que has hecho y no me explicas toda la verdad no continuaré en tu casa, no volverás a verme ni te volveré a ver». «Te contaré lo que he hecho hoy de modo verídico: estaba sentado en la tienda según es mi costumbre y ha venido una mujer, quien me ha encargado que le hiciese un brazalete y se ha ido. Yo le he hecho uno de oro y lo he guardado aparte. Cuando ha regresado se lo he entregado. Ha alargado la mano y yo le he colocado la pulsera en el brazo, quedándome perplejo ante la blancura de su mano y la belleza de su muñeca que cautivaban al que las contemplaba. Me he acordado de las palabras del poeta:

Brazos que se enorgullecen con la hermosura del brazalete como el fuego que flamea sobre el agua corriente,

como si ellos y el oro que los rodea fuesen agua circundada por fuego.

Entonces yo he cogido su mano, la he estrechado y la he estrujado.» La mujer exclamó: «¡Dios es el más grande! ¿Por qué has cometido este pecado? Ese aguador que desde hace treinta años viene a nuestra casa, sin que jamás se haya propasado, hoy me ha cogido la mano, me la ha acariciado y estrujado». El marido dijo: «¡Pidamos a Dios el perdón, mujer! Yo me arrepiento de lo que he hecho y tú pide perdón a Dios por mí». La esposa exclamó: «¡Que Dios nos perdone a los dos y nos dé el mejor fin!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al día siguiente el aguador se echó a los pies de la mujer, se arrastró por el polvo y le pidió perdón diciendo: «¡Señora mía! Perdóname lo que Satanás me incitó a hacer, tentándome y extraviándome». «¡Vete a tus quehaceres! Ese pecado no es culpa tuya sino de mi marido que hizo lo que hizo en la tienda. Dios le ha aplicado la ley del talión en este mundo.» Se dice que cuando esta mujer contó a su esposo, el orfebre, lo que el aguador había hecho, aquél exclamó: «¡Golpe por golpe! Si más hubiera hecho yo, más hubiese hecho el aguador».

Estas palabras se han transformado en un refrán que aún circula entre la gente. La mujer debe ser sincera con su marido por dentro y por fuera y contentarse con poco, si no puede dar mucho, guiándose por el ejemplo de Aisa la verídica y Fátima la florida (¡Dios esté satisfecho de ambas!)[140] para continuar la tradición de nuestros antepasados.

COSROES, SIRIN Y EL PESCADOR

Se cuenta que a Cosroes, que era un rey de reyes, le gustaba mucho el pescado. Cierto día estaba sentado en su habitación con Sirin, su esposa, cuando se presentó un pescador con un pez muy grande que regaló al soberano. Éste, admirado de tal presente, mandó darle cuatro mil dirhemes. Sirin, le dijo: «¡Qué feo es lo que haces!» «¿Por qué?» «Porque si después de hoy regalas a uno de tus nobles esta suma, la tendrá en poco diciendo: “Me ha dado la misma cantidad que regaló al pescador”. Si le das menos dirá: “Me desprecia, puesto que me da una suma inferior a la del pescador”.» Cosroes contestó: «Tienes razón, pero está mal que los reyes retiren los dones que han dado. Ahora ya está hecho». Sirin le dijo: «Yo idearé el modo de que puedas recuperar tu regalo». «¿Cómo lo harás?» «Si quieres verlo, llama al pescador y pregúntale: “¿Este pescado es macho o hembra?” Si te dice que es macho, dile que lo queríamos hembra y si te dice que es hembra, dile que lo queríamos macho.» Cosroes mandó que alcanzasen al pescador.

Le hicieron volver atrás. Era un hombre inteligente y listo. Cosroes le preguntó: «¿Este pescado es macho o hembra?» El pescador besó el suelo y contestó: «Este pez es hermafrodita, no es macho ni hembra». Cosroes se rió de estas palabras y mandó que le diesen otros cuatro mil dirhemes. El pescador fue a buscar al tesorero, tomó los ocho mil dirhemes, los colocó en un saco que llevaba, se lo echó a la espalda y se dirigió hacia la salida. Se le cayó un dirhem y el pescador se quitó el saco, se inclinó y recogió el dirhem. El rey y Sirin le estaban contemplando. Ésta dijo a aquél: «¡Rey! ¿Has visto la avaricia y la bajeza de este hombre? Se le cae un dirhem y no es capaz de dejarlo para que lo recoja uno de tus criados». Al oír estas palabras el soberano montó en cólera y dijo: «¡Sirin! ¡Tienes razón!», y mandó que le recondujesen al pescador. Le dijo: «¡Villano! ¡Tú no eres un hombre! ¿Cómo te has quitado ese saco del hombro para inclinarte a recoger un solo dirhem? ¡Eres demasiado avaro para dejarlo ahí!, ¿eh?» El pescador besó el suelo y le dijo: «¡Que Dios prolongue la vida del rey! Si he levantado del suelo ese dirhem no ha sido por el valor que pueda tener; lo he recogido porque en una de sus dos caras está la efigie del rey y en la otra su nombre: he temido que alguien lo pisara sin darse cuenta. Esto hubiese constituido una afrenta para el nombre o la figura del rey y yo hubiese sido el culpable».

El soberano se admiró muchísimo de las palabras que acababa de pronunciar y mandó que le diesen otros cuatro mil dirhemes. Después ordenó que los pregoneros proclamasen por todo su reino: «¡Que nadie se deje guiar por la opinión de su mujer! Quien la sigue pierde con cada dirhem otros dos».

YAHYA AL-BARMIKÍ Y EL POBRE

Se cuenta que Yahya b. Jalid al-Barmikí salió del palacio del Califa y se marchó a su casa. Vio en su puerta a un hombre. Al acercarse a él, éste se puso de pie, le saludó y le dijo: «¡Yahya! Necesito tus riquezas y he tomado a Dios como mediador entre ambos». Yahya mandó que le diesen una habitación en su palacio y ordenó al tesorero que le entregase cada día mil dirhemes y que le diesen la misma comida que a él. Dicho hombre vivió así durante todo un mes: así recibió treinta mil dirhemes y temiendo que Yahya le quitase el mucho dinero que le había dado, se marchó, sin decir nada.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que refirieron lo ocurrido a Yahya, quien exclamó: «¡Por Dios! Si hubiese permanecido aquí conmigo toda su vida le hubiera continuado favoreciendo y le hubiese honrado con mi hospitalidad».

Las virtudes de los barmikíes fueron innumerables; sus buenas cualidades carecen de límite, y muy especialmente las de Yahya b. Jalid que era un océano de nobles acciones, tal como dice el poeta:

He preguntado a la generosidad: «¿Eres libre?» Me ha contestado: «No: soy esclava de Jalid b. Yahya».

Pregunté: «¿Por compra?» Contestó: «¡Déjate de eso! Me han heredado de padre a hijo».

MUHAMMAD AL-AMIN Y CHAFAR B. MUSA

Se cuenta que Chafar b. Musa al-Hadi tenía una esclava, tocadora de laúd, llamada al-Badr al-Kabir. En su época no había mujer más hermosa ni de mejores proporciones ni de más buen hablar ni más experta en el canto y en la música que ella; era muy hermosa, agradable y perfecta. Muhammad al-Amin, hijo de Zubayda, oyó hablar de ella y rogó a Chafar que se la vendiese. Éste le replicó: «Tú sabes que una persona como yo no vende a las esclavas ni trata con sus concubinas. Si no hubiese sido criada en mi casa, te la mandaría como regalo y no me negaría a entregártela».

Cierto día, Muhammad al-Amin, hijo de Zubayda, fue a casa de Chafar a pasar la velada. Éste le presentó cuantas cosas podían hacerle agradable su estancia entre amigos y mandó a su esclava al-Badr al-Kabir que cantase y tocase. La joven afinó el instrumento y entonó las mejores melodías. Muhammad al-Amin b. Zubayda se entretenía bebiendo y con la música. Mandó a los coperos que escanciasen a Chafar en abundancia hasta que le emborrachasen. Entonces se marchó a su palacio llevándose a la joven, pero no la tocó. Al día siguiente mandó invitar a Chafar. Cuando hubieron servido las bebidas ordenó a la joven que cantase desde detrás de una cortina. Chafar, al oír la voz, la reconoció y se indignó, pero no dejó transparentar el enfado por su nobleza de alma y por su elevado valor; no manifestó cambio alguno con respecto de su huésped. Al terminar la sesión, Muhammad al-Amin b. Zubayda mandó a uno de sus cortesanos que llenase de dirhemes y dinares, así como de toda clase de gemas, jacintos, trajes preciosos y objetos de valor, la barca en que debía marcharse Chafar. Aquél lo hizo así puesto que colocó en la embarcación mil bolsas de monedas y mil de perlas; cada una de éstas costaba veinte mil dirhemes. Siguió colocando los regalos más preciados hasta que los marineros pidieron auxilio diciendo: «¡La barca no puede transportar nada más!» Al-Amin mandó que lo llevaran todo al domicilio de Chafar.

Así obran los grandes. ¡Apiádese Dios de ellos!

LOS BARMIKÍES Y SAID B. SALIM AL-BAHILI

Se cuenta que Said b. Salim al-Bahili refería: «En la época de Harún al-Rasid me encontraba en grandes dificultades, pues tenía muchísimas deudas que pesaban sobre mis espaldas. Era incapaz de liquidarlas, carecía de procedimientos para conseguir nuevos plazos y vivía perplejo sin saber qué hacer, ya que los deudores me ponían en graves apuros para que los pagase: los principales de ellos bloqueaban mi puerta; los que tenían reclamaciones que hacer se lanzaban contra mí y los acreedores no me soltaban. Mis moratorias eran insuficientes por más que aguzase el ingenio. Al ver el mal cariz y el desagradable aspecto que tomaban mis asuntos me dirigí a ver a Abd Allah b. Malik al-Juzai y le pedí que me auxiliase con su consejo y que me condujese a la puerta del consuelo con su buen criterio. Abd Allah b. Malik al-Juzai me dijo: “Sólo los barmikíes pueden salvarte de tu prueba, de tu aflicción, de tu estrechez y de tu pena”. Le pregunté: “Pero ¿quién puede soportar su orgullo y aguantar su despotismo?” “¡Aguántalo todo para salvar tu situación!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Al llegar la noche trescientas noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Bahili prosiguió:] «Le dejé y me marché a ver a al-Fadl y a Chafar, hijos de Yahya b. Jalid. Les referí mi historia y les expuse mi situación. Me contestaron: “¡Que Dios te auxilie con su ayuda y haga, con sus dones, que puedas prescindir del auxilio de sus criaturas! ¡Que Él te conceda abundantemente sus favores y te favorezca en abundancia prescindiendo de todo intermediario! ¡Él es Todopoderoso, Omnisciente y Agradable con todos sus esclavos!” Los dejé, regresé junto a Abd Allah b. Malik con el pecho angustiado, sin saber qué pensar, con el corazón hecho trizas y le repetí lo que me habían dicho. Me dijo: “Lo mejor es que te quedes hoy conmigo para ver qué es lo que Dios (¡ensalzado sea!) te destina”. Permanecí con él un rato. De repente se acercó mi paje y dijo: “¡Señor mío! Ante nuestra puerta hay muchos mulos con sus correspondientes cargas. Los acompaña un hombre que dice: ‘Yo soy el administrador de al-Fadl b. Yahya y de Chafar b. Yahya’ ”. Abd Allah b. Malik dijo: “Espero que tu consuelo haya llegado. Ve y averigua de qué se trata”. Le dejé y me dirigí a mi casa a todo correr. Vi ante la puerta de ésta un hombre que llevaba una carta en la que había escrito: “Cuando has estado con nosotros hemos escuchado tus palabras. Después de tu marcha nos hemos ido a ver al Califa y le hemos explicado que las vicisitudes del destino te habían transformado en un pedigüeño. Nos mandó que te enviásemos un millón de dirhemes de la hacienda pública. Le dijimos: ‘Esta suma la invertirá en pagar a sus acreedores y en satisfacer sus deudas, ¿qué le quedará para pagar sus gastos?’ Ha ordenado que te enviemos trescientos mil dirhemes de más. Cada uno de nosotros, de sus propios bienes, te manda un millón de dirhemes, con lo cual el total asciende a tres millones trescientos mil dirhemes, con los cuales podrás poner remedio a tu situación y arreglar tus asuntos”.»

¡Observad la generosidad de esos nobles! ¡Apiádese Dios (¡ensalzado sea!) de ellos!

TRAICIÓN DE UNA MUJER

Se cuenta que una mujer empleó contra su esposo la siguiente trampa: Un viernes éste le llevó un pescado y le mandó que lo cocinase y lo preparase para después de la oración. Después se marchó a sus asuntos. En el ínterin se presentó el amigo de la mujer y la invitó a asistir a una boda que se celebraba en su domicilio. Ella aceptó y colocó el pez en una jarra llena de agua, se marchó con él y permaneció ausente de su casa hasta el viernes siguiente. El esposo la buscó por las casas y preguntó por ella sin que supiesen darle noticia. Al viernes siguiente la mujer sacó el pez vivo del agua y reuniendo a la gente la incitó contra su marido. Éste les explicó la historia…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre les explicó la historia], pero no quisieron creerle, diciendo: «¡El pez no podría estar vivo después de ese plazo!» Demostraron que estaba loco, le encarcelaron y se burlaron de él. El marido derramó lágrimas y recitó estos versos:

Es una vieja que tiene un cargo en el mundo de las maldades: su rostro tiene las huellas de sus torpezas.

Si tiene la menstruación, hace de alcahueta; si no, de adúltera. Pasa el tiempo cometiendo adulterio unas veces y otras ejerciendo el lenocinio.

LA MUJER VIRTUOSA Y LOS DOS VIEJOS

Se cuenta que en lo más antiguo del tiempo, y en las edades y épocas más remotas, vivía una piadosa mujer de los Hijos de Israel. Era muy devota y acudía todos los días al templo. Al lado de éste había un jardín. Al salir del templo entraba en él y realizaba las abluciones. El jardín tenía como guardianes dos viejos. Ambos se enamoraron de esta mujer y la solicitaron. Rehusó. Le dijeron: «Si no te nos entregas, te acusaremos de adulterio». La joven les replicó: «¡Dios me basta frente a vuestras maquinaciones!» Los viejos abrieron la puerta del jardín y gritaron. Acudió la gente de todas partes preguntando: «¿Qué os ocurre?» Explicaron: «Hemos descubierto a esta joven cometiendo adulterio con un muchacho que ha conseguido escapársenos».

En aquella época los pregoneros hacían público el pecado del adúltero durante tres días, al cabo de los cuales le lapidaban. Durante dicho plazo proclamaron su culpa. Los dos viejos acudían cada día junto a la mujer, le colocaban las manos encima de la cabeza y le decían: «¡Loado sea Dios que te ha castigado!» Cuando se disponían a lapidaria, Daniel, que entonces tenía doce años, les siguió. Éste fue su primer milagro (¡que Dios bendiga y salve a nuestro Profeta y a él!). Siguió al grupo, lo alcanzó y dijo: «¡No os lancéis a lapidarla hasta que yo haya decidido entre ellos!» Le colocaron una silla, se sentó y separó a los dos viejos: él fue el primero que interrogó separadamente a los testigos. Preguntó a uno: «¿Qué has visto?» Le refirió lo ocurrido. Preguntó: «¿En qué lugar del jardín ha ocurrido?» «En el lado oriental, debajo de un peral.» A continuación interrogó al segundo sobre lo que había visto. Le explicó lo ocurrido. Le preguntó: «¿En qué lugar del jardín?» «En el lado occidental, debajo de un manzano.» A todo esto la joven seguía de pie, con la cabeza y las manos levantadas hacia el cielo, rogando a Dios que la salvase. Dios (¡ensalzado sea!) hizo descender un rayo de castigo que abrasó a los dos viejos. Así, Dios (¡ensalzado sea!) demostró la inocencia de la joven. Éste fue el primero de los prodigios del profeta Daniel (¡sobre él sea la paz!).

CHAFAR EL BARMEKÍ, Y EL VIEJO

Se cuenta que cierto día salió el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, acompañado por el cortesano Abu Ishaq, Chafar el barmekí y Abu-Nuwás. Pasearon por el desierto y descubrieron a un viejo apoyado en su asno. Harún al-Rasid dijo a Chafar: «¡Pregunta a ese viejo de dónde viene!» Chafar le preguntó: «¿De dónde vienes?» «¡De Basora!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chafar preguntó:] «¿Adónde vas?» «¡A Bagdad!» «¿Qué vas a hacer allí?» «Buscar una medicina para mi ojo.» Harún al-Rasid dijo: «¡Chafar! ¡Embrómalo!» «Si le tomo el pelo voy a oírle decir cosas que no podré repetir.» «¡Por la autoridad que tengo sobre ti! ¡Embrómalo!»

Chafar le dijo: «Te voy a dar una medicina que te será de utilidad y por la que no tienes que darme ningún regalo». «¡Dios (¡ensalzado sea!) te pagará por mí con una recompensa de mayor valor que la mía!» «¡Calla y deja que te describa esta medicina que no prescribiré a nadie más que a ti!» «¿En qué consiste?» Chafar dijo: «Toma tres onzas de soplo de viento, tres onzas de rayos de sol, tres onzas de luz de luna, tres onzas de luz de candela: mézclalo todo y colócalo al viento durante tres meses. Después ponlo en un mortero sin fondo y machácalo durante tres meses. Cuando lo hayas reducido a polvo, colócalo en una fuente rota y déjalo tres meses más al viento. Después ponte tres dracmas de este medicamentó antes de irte a dormir. Sigue la medicación durante tres meses y te curarás, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere».

El viejo, cuando hubo oído las palabras de Chafar, se puso en pie sobre su asno y dejó escapar una pedorrera desconcertante diciendo: «Estos pedos son tu recompensa por la medicina que me has descrito. Si la preparo y Dios me concede la cura te regalaré una esclava que te servirá durante tu vida de tal modo que Dios, gracias a su intercesión, acortará tus días. Cuando hayas muerto, Dios enviará tu alma al fuego. El dolor de tu esclava hará que te ensucie el rostro con su mierda; sollozará, se abofeteará, gemirá y dirá: “¡Imbécil! ¡Qué idiota eres!”»

Harún al-Rasid se rió hasta caerse de espaldas y mandó que diesen tres mil dirhemes al viejo.

EL CALIFA UMAR Y EL BEDUINO

Refiere el jerife Husayn b. Riyán que el Emir de los creyentes Umar b. al-Jattab[141] estaba sentado, cierto día, juzgando entre la gente y gobernando a sus súbditos. Tenía a su lado a los hombres más perspicaces y expertos de sus compañeros. Mientras estaba sentado se le acercó un joven muy hermoso, con los vestidos limpios, que iba acompañado por otros dos, también hermosos, que le arrastraban a la fuerza. Le colocaron delante del Emir de los creyentes, Umar b. al-Jattab. Éste los miró y les hizo un gesto con la mano para que dejasen libre al prisionero y que éste se acercase. Preguntó a los dos jóvenes: «¿Qué os ha ocurrido con él?» Contestaron: «Emir de los creyentes: somos hermanos carnales y respetamos de verdad la ley. Teníamos un padre muy anciano, hábil en la dirección de sus negocios, respetado por sus contríbulos, incapaz de cometer una villanía y conocido por sus virtudes. Nos educó cuando éramos pequeños y nos ha colmado de favores al ser mayores…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los jóvenes prosiguieron:] «… reunía las mejores cualidades con los méritos que más cuentan, tal y como ha dicho el poeta:

Dicen: «¿Abu al-Saqr pertenece a la tribu de Sayban?» Les contesto: «¡No! ¡Per vida mía! ¡La tribu le pertenece a él!»

¡Cuántos padres fueron respetados por la nobleza de sus descendientes! Así, el Enviado de Dios exaltó a Adnan.

»Un día se dirigió a su huerta para pasear entre los árboles y recoger los frutos maduros que éstos tuviesen. Ese joven le mató. Pedimos justicia según la ley divina y exigimos el tallón por su crimen; queremos que sea juzgado según te ha mandado Dios.» Umar lanzó una mirada terrible al joven y le dijo: «Has oído las palabras de estos dos muchachos, ¿qué dices como contestación?» El joven en cuestión tenía el corazón firme y la lengua fluyente; se había despojado de los vestidos de la timidez para ponerse los del valor: sonrió, habló con la dicción más pura, saludó con bellas palabras al Emir de los creyentes y después siguió: «¡Por Dios, Emir de los creyentes! He estado atento a la acusación y han dicho la verdad al explicarte lo que ha ocurrido, pues “la Orden de Dios es un Decreto promulgado”[142]. Sin embargo yo te expondré ahora mi historia y a ti te incumbirá resolver: Sabe, Emir de los creyentes, que soy un árabe de la estirpe más pura, de aquellos que son los más nobles debajo de la capa del cielo. Crecí en las casas del desierto. Mis gentes fueron afligidas por años negros, adversos. Salí de mi región con la familia, los bienes y los hijos y recorrí distintos caminos, entre las huertas, con unas camellas de noble raza a las que tenía en gran estima. Las acompañaba un semental de noble origen, padre de muchos hijos, de buen aspecto y del cual las camellas habían tenido numerosa descendencia: andaba entre ellas como si fuese un rey con la corona. Una de las camellas se dirigió hacia el huerto de su padre, pues los árboles asomaban por encima del muro y empezó a arrancar las hojas con los labios. Inmediatamente apareció a través de una abertura del muro el padre de éstos: resollaba de rabia, echaba chispas y llevaba en la mano derecha una piedra; se balanceaba como el león cuando se dispone a atacar: lanzó la piedra al semental y le mató, pues le había tocado en un punto vital. Al verlo caer a mi lado noté que en mi corazón se encendían las brasas de la indignación. Recogí la misma piedra y se la tiré: fue la causa de su muerte; recibió el daño que había causado y fue muerto con lo que había matado. Al recibir la pedrada dio un alarido terrible, gritó quejándose y yo me apresuré a marcharme del sitio en que estaba; pero estos dos jóvenes me alcanzaron, me sujetaron, me han traído ante ti y aquí me han plantado». Dijo Umar: «¡Que Dios (¡ensalzado sea!) esté satisfecho de él!» Añadió: «Has confesado lo que has hecho y es imposible salvarte. Es necesario que sufras la ley del talión “ya no es momento de buscar refugio”[143]». El joven replicó: «Oír es obedecerte; puesto que ha sentenciado el imán me conformo con ello ya que ha juzgado según la ley del Islam. Pero tengo un hermano pequeño al que su viejo padre, antes de morir, legó una suma importante. Después fue a reunirse con el Excelso, me encargó del asunto y tomando a Dios por testigo dijo: “Esto pertenece a tu hermano. ¡Guárdaselo con cuidado!” Yo tomé la riqueza y la enterré. Nadie más que yo sabe dónde está. Si mandas que me maten ahora mismo se perderá el dinero y yo seré la causa de que el chiquillo, el día del juicio en que Dios juzgue a sus criaturas, te la reclame. Si me concedes un plazo de tres días arreglaré los asuntos del joven y regresaré para que se cumpla la sentencia dejando un garante de mis palabras». El Emir de los creyentes bajó la cabeza y después, mirando a los que estaban presentes, preguntó: «¿Quién de vosotros sale fiador de su vuelta?» El muchacho miró a los magnates que estaban en la audiencia y señaló a Abu Darr[144] diciendo: «Éste será mi fiador y responderá por mí».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Umar (Dios, ¡ensalzado sea!, esté satisfecho de él) preguntó: «¡Abu Darr! ¿Has oído estas palabras? ¿Garantizas a este muchacho hasta que vuelva?» «¡Sí, Emir de los creyentes! Le serviré de garante durante los tres días.» El Califa quedó satisfecho y permitió al joven que se marchase.

El plazo terminó: había casi pasado o pasado la hora fijada sin que se presentase el muchacho ante la audiencia de Umar, que estaba rodeado por los compañeros como la luna por las estrellas. Abu Darr había llegado y los dos acusadores esperaban preguntando: «¿Dónde está el criminal? ¡Abu Darr! ¿Cómo ha de volver el que ha huido? Nosotros no nos iremos de aquí hasta que nos lo traigas para que podamos tomar nuestra venganza». Abu Darr replicó: «¡Juro por el rey Omnisciente que si terminan los tres días y el muchacho no se presenta haré efectiva la garantía y me entregaré al imán!» Umar (¡Dios esté satisfecho de él!) exclamó: «¡Por Dios! Si el muchacho se retrasa ejecutaré en Abu Darr lo que me impone la ley del Islam». Los ojos de todos los presentes se llenaron de lágrimas, los mirones suspiraban, el tumulto crecía y los principales compañeros proponían a los dos jóvenes que aceptasen el precio de la sangre, haciéndose merecedores del elogio de todos. Ellos rehusaron y exigieron el talión. Mientras la gente se agitaba y se arremolinaba llena de tristeza en torno de Abu Darr llegó el muchacho, quien se colocó ante el imán, le saludó con buenos modos, con el rostro brillante de sudor. Le dijo: «He entregado el chiquillo a su hermano, le he explicado sus asuntos y le he informado del lugar en que está el dinero. Desafiando el calor del mediodía he venido a cumplir mi deber de hombre libre». La gente se admiró de su buena fe, de su fidelidad y de que se hubiese presentado, valeroso, para recibir la muerte. Uno dijo: «¡Qué muchacho más generoso! ¡Cómo cumples la promesa y desafías las dificultades!» El muchacho replicó: «¿Es que no estáis convencidos de que cuando llega la muerte, nadie escapa? He cumplido lo prometido para que no se diga: “La buena fe ha desaparecido de entre los hombres”». Abu Darr intervino: «¡Por Dios, Emir de los creyentes! Salí garante de este joven sin saber de la tribu que era, sin haberle visto con anterioridad. Cuando, dejando aparte a todos los presentes, me indicó a mí diciendo: “Éste me garantizará”, no me pareció bien rechazarlo, pues la hombría impedía defraudarle en su propósito (puesto que no había ningún mal en complacerlo) para que no se dijera: “La virtud ya no existe entre las gentes”». En este momento los dos muchachos exclamaron: «¡Emir de los creyentes! Hacemos don a este muchacho de la sangre de nuestro padre, ya que la fiereza ha cedido ante la generosidad. Así no se dirá: “La bondad ha desaparecido de entre los hombres”». El imán se alegró del perdón del muchacho y de la buena fe y de la fidelidad a la palabra empeñada por parte de éste; comentó favorablemente la hombría de Abu Darr poniéndole por encima de sus demás cortesanos y expresó su agradecimiento a los dos jóvenes por su generosidad, loándolos y dándoles las gracias con las palabras del poeta:

Quien hace bien a los hombres recibirá la recompensa. El bien no se pierde entre los hombres y Dios.

El Califa propuso a los dos jóvenes pagarles la indemnización debida por la muerte de su padre con cargo a la hacienda pública, pero le contestaron: «Nosotros le perdonamos por amor de Dios, el Generoso, el Alto. Quien lo hace con esta intención no hace seguir el don de reproche o daño».

AL-MAMÚN Y LAS PIRÁMIDES

Se cuenta que al-Mamún, hijo de Harún al-Rasid, al visitar Egipto (¡Dios lo proteja!) quiso demoler las pirámides para apoderarse de lo que contenían. Intentó derribarlas, pero no pudo a pesar de todos sus esfuerzos y del mucho dinero que invirtió.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Mamún] consiguió solamente abrir en una de ellas una pequeña brecha y se dice que en su interior encontró la misma cantidad de dinero que había invertido para abrirla, ni más ni menos. Cogió lo que había hallado y abandonó su propósito.

Las pirámides son tres y constituyen una de las maravillas del mundo: en toda la superficie de la tierra no se encuentra nada comparable ni en solidez ni en perfección ni en altura. Fueron edificadas con grandes piedras. Los albañiles que las construyeron horadaban cada piedra por sus dos extremidades colocando en las mismas barras de hierro verticales; después horadaban otra piedra, la colocaban encima de otra y vertían plomo fundido en los agujeros. Así, colocándolas ordenadamente, según las reglas de la ingeniería, elevaron cada pirámide por los aires cien codos de los que utilizaban en aquel tiempo. Las pirámides tienen cuatro caras, cada una de las cuales se levanta oblicuamente hasta la cima a lo largo de una altura de trescientos codos.

Los historiadores de la antigüedad dicen que en el interior de la pirámide occidental se encuentran treinta cámaras de granito rojo repletas de preciosas gemas, de grandes riquezas, de estatuas prodigiosas, de instrumentos, de armas magníficas, las cuales están engrasadas con ungüentos preparados según un arte especial que impedirá que se oxiden hasta el día del juicio. En ella se encuentran vidrios irrompibles que se pueden plegar; drogas compuestas; aguas preparadas.

En la segunda pirámide se encuentran las historias de los sacerdotes escritas sobre tablas de granito. Cada sacerdote tiene la suya en la cual está inscrita su ciencia y en la que constan los prodigios de su arte y de sus acciones. En sus paredes están dibujadas personas que parecen ídolos que realizan con sus manos toda clase de oficios. Estas figuras están sentadas en sus escalones. Cada pirámide tiene un tesoro que la custodia y guardias que la vigilan a través del transcurso del tiempo para apartar de ellas las calamidades.

Las maravillas de las pirámides dejan perplejos a los inteligentes y a los perspicaces. Hay numerosos versos que las describen. Entre ellos están las palabras del poeta:

El ánimo de los reyes, cuando éstos quieren pasar a la posteridad, les lleva a hablar con la lengua de los edificios.

¿No ves las dos pirámides? Han permanecido inmutables a través de las vicisitudes del tiempo.

Otro dice:

Observa las dos pirámides y presta atención a lo que cuentan del tiempo pretérito.

Si pudiesen hablar nos explicarían lo que ha hecho el tiempo desde el principio hasta el fin.

Otro dice:

¡Amigos míos! ¿Hay debajo del cielo un edificio que pueda compararse, por su perfección, con las pirámides de Egipto?

Son construcciones que asustan al tiempo cuando todas las cosas que hay sobre la faz de la tierra se asustan ante el tiempo.

Mi vista se pierde al contemplar el prodigio de su construcción mientras que mi pensamiento no acierta a adivinar su finalidad.

Otro dice:

¿Dónde ha ido a parar el constructor de las pirámides? ¿Qué se ha hecho de su gente? ¿En qué época vivió? ¿Dónde está su sepultura?

Los monumentos sobreviven algún tiempo al constructor pero más tarde les alcanza la muerte y los derriba.

EL LADRÓN Y EL NEGOCIANTE

Se cuenta que un ladrón se arrepintió de su conducta ante Dios (¡ensalzado sea!) del modo más perfecto posible. Abrió una tienda en la que se dedicó a vender telas y así transcurrió cierto tiempo. Un día cerró su negocio y se marchó a su casa. Aquella noche un hábil ladrón se vistió igual que el dueño y sacando de su manga las llaves dijo al guardián del zoco: «Enciéndeme esta candela». El guardián la cogió y fue a encenderla.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el ladrón abrió la tienda, encendió otra vela que llevaba con él y cuando regresó el guardián le encontró sentado en su interior, con el cuaderno de cuentas en la mano y siguiendo los números con los dedos. Así siguió hasta la aurora. Entonces dijo al guardián: «Tráeme un camellero con su camello para que pueda transportar unas mercancías». Le condujo al arriero con su camello y le entregó cuatro fardos de ropa que hizo cargar en el animal. Después cerró la tienda, dio dos dirhemes al guardián y se marchó detrás del botín. El vigilante estaba convencido de que se trataba del dueño de la tienda. Al aparecer la aurora y al aclarar el día se presentó el verdadero dueño. El guardián le saludó con la máxima efusión a causa de los dos dirhemes. El dueño no entendía sus palabras y se admiraba. Al abrir la tienda encontró ríos de la cera de la vela y descubrió a un lado el cuaderno de cuentas. Examinó las existencias y vio que le faltaban cuatro fardos de tela. Preguntó al guardián: «¿Qué ha ocurrido?» Le contó lo que había hecho durante la noche y la conversación que había sostenido con el camellero para el transporte. Le dijo: «¡Tráeme al camellero que se ha llevado los fardos esta mañana!» «¡Oír es obedecer!», le replicó. Se lo presentó. El dueño le preguntó: «¿Adonde has llevado esta mañana los fardos?» «Al dique tal; los he embarcado en la nave de Fulano.» «Acompáñame hasta ella.» Le condujo al lugar y le dijo: «Ésta es la nave y ése su dueño». Preguntó al barquero: «¿Adonde has llevado al comerciante con sus telas?» «A tal lugar. Ha tomado un camellero, ha cargado los fardos en el animal y se ha ido. Ignoro a qué lugar.» «Tráeme el camellero al que has entregado los fardos de ropa». Se lo presentó. Le preguntó: «¿Adonde has llevado las ropas y al comerciante que has recogido de la nave?» «A tal lugar.» «¡Acompáñame hasta él y muéstramelo!» El camellero le condujo hasta un lugar alejado de la orilla, le mostró la tienda en la que había depositado las telas y le indicó el almacén del falso comerciante. El dueño se acercó al almacén, lo abrió, encontró los cuatro fardos de tela tal y como se los habían quitado y se los entregó al camellero. El ladrón los había recubierto con su túnica. También la entregó al camellero, quien lo cargó todo en el animal. Después cerró el almacén y se marchó en compañía del arriero. El ladrón llegaba en aquel momento y le siguió. Al ver cómo cargaba la tela en la nave le dijo: «¡Hermano mío! ¡Que Dios te proteja siempre! Has recuperado tus telas sin que falte nada. ¡Devuélveme mi túnica!» El comerciante rompió a reír y le devolvió la túnica sin molestarle. Después cada uno de ellos se fue por su lado.

MASRUR E IBN AL-QARIBI

Se cuenta que una noche el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, estaba muy inquieto. Dijo a su visir Chafar b. Yahya al-Barmikí: «Esta noche estoy desvelado y la angustia invade mi pecho; no sé qué hacer». Su criado, Masrur, que estaba delante de él, rompió a reír. El Califa le preguntó: «¿De qué te ríes? ¿Es que te ríes burlándote de mí? ¿O es que te has vuelto loco?» Le contestó: «¡No, Emir de los creyentes!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Masrur prosiguió:] «… ¡Por tu parentesco con el Señor de los Enviados! Lo he hecho involuntariamente porque ayer salí a pasear por las afueras del alcázar y avancé hasta llegar al Tigris. Vi que la gente estaba allí reunida. Me paré y vi que un cómico distraía a la gente. Se llamaba Ibn al-Qaribi; al recordar ahora sus palabras me he puesto a reír. Te pido, Emir de los creyentes, que me perdones». El Califa le dijo: «¡Tráeme ahora mismo a ése!» Masrur salió corriendo hasta alcanzar a Ibn al-Qaribi y le dijo: «¡Responde a la llamada del Emir de los creyentes!» «¡Oír es obedecer!», le replicó. Masrur le dijo: «Te pongo una condición: cuando te presentes ante el Califa y éste te dé alguna recompensa, tú te quedarás únicamente con la cuarta parte y me darás el resto a mí». «¡No! Tú te quedarás la mitad y yo la otra mitad.» «¡No!» «Pues yo me quedaré con el tercio y tú con los dos tercios.» Masrur, después de oponerse, aceptó la distribución y le llevó consigo. Ibn al-Qaribi se presentó ante el Emir de los creyentes, le saludó con las fórmulas de rigor y se quedó plantado ante él. El Califa le dijo: «Si tú no me haces reír te daré tres golpes con esta bolsa». Ibn al-Qaribi se dijo: «¿Qué daño me pueden causar tres golpes con tal bolsa si yo no noto ni los latigazos?» Empezó a hablar explicando cosas que habrían hecho reír a una persona enfadada y refirió toda clase de chistes sin que el Emir de los creyentes se pusiese a reír ni tan siquiera sonriese. Ibn al-Qaribi al principio se maravilló; luego se quedó perplejo y al final se atemorizó. El Emir de los creyentes le dijo: «¡Te has ganado los palos!» Cogió la bolsa y le dio un golpe. La bolsa tenía cuatro piedras cada una de las cuales pesaba dos ratl. Recibió el golpe en el cuello, dio un grito terrible y acordándose de lo que había pactado con Masrur exclamó: «¡Perdón, Emir de los creyentes! ¡Escucha dos palabras!» «¡Di lo que te parezca!» «Masrur me ha impuesto una condición: hemos acordado que de los bienes que yo reciba del Emir de los creyentes me quedaré un tercio y le daré los dos tercios a él. Ha aceptado este reparto después de una enconada discusión. Por consiguiente, ahora, no puedes darme más palos, puesto que el primero es la parte que me corresponde. Los dos golpes que faltan son su parte, ya que yo ya he recibido la mía. Él está aquí. ¡Dale su parte, Emir de los creyentes!» El Califa, al oír estas palabras, rompió a reír y se cayó de espaldas. Llamó a Masrur y le dio un golpe. Éste chilló: «¡Emir de los creyentes! ¡Yo me conformo con el tercio! ¡Dale los otros dos a él!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que él Califa se rió y mandó que diesen mil dinares a cada uno de ellos. Ambos se marcharon con lo que el Califa les había dado.

EL PRÍNCIPE ASCETA

Se cuenta que el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, tuvo un hijo que a la edad de dieciséis años se retiró del mundo y aceptó la regla de los ascetas y devotos.

Acostumbraba a visitar los cementerios y decía: «¡Erais los dueños del mundo, pero eso no os ha salvado puesto que habéis bajado a la tumba! ¡Ojalá supiera qué es lo que habéis dicho y qué es lo que se os ha dicho![145]» Lloraba de un modo terrible y desgarrador y recitaba las palabras del poeta:

Los entierros me asustan en cualquier momento y el llanto de las plañideras me entristece.

Cierto día el Califa pasó por su lado rodeado de su séquito: le escoltaban los ministros, los grandes del reino y los magnates del Imperio. Se dieron cuenta de que el hijo del Emir de los creyentes llevaba una aljuba de lana encima del cuerpo y que le ceñía la cabeza una cinta del mismo material. Se decían los unos a los otros: «Este crío constituye la vergüenza del Emir de los creyentes ante los demás reyes. Si éste le riñese abandonaría la vida que lleva». El Emir de los creyentes oyó estas palabras y le dijo: «¡Hijo mío! Tú me avergüenzas con la vida que llevas». El joven le miró y no le contestó. A continuación miró a un pájaro que estaba en una de las almenas del palacio y le dijo: «¡Pájaro! ¡Por el poder de tu Creador baja a posarte en mi mano!» El animal se colocó en la mano del joven. Éste añadió: «¡Vuelve al lugar que ocupabas!» El pájaro regresó. Después dijo: «¡Pósate en la mano del Emir de los creyentes!» El ave no quiso descender. El joven dijo a su padre: «¡Emir de los creyentes! ¡Tú eres quien me avergüenza ante los santos por el mucho cariño que tienes a los bienes mundanales! He decidido separarme de ti y no regresaré a tu lado si no es en la otra vida».

El joven se marchó a Basora y empezó a trabajar como alfarero ganando cada día un dirhem y un daniq[146]. El daniq le servía para alimentarse y daba el dirhem de limosna. Abu Amir al-Basrí refiere: «Una pared de mi casa se derrumbó y me dirigí al lugar en que se estacionaban los obreros para contratar a un hombre que me la levantase. Mi vista cayó en un hermoso joven que tenía un rostro radiante. Le saludé y le dije: “¡Amigo mío!: ¿querrías trabajar?” “Sí.” “Acompáñame y levantarás una pared.” “Antes te he de imponer una condición.” “¿Cuál es, amigo mío?”, le pregunté. Me respondió: “Mi jornal será de un dirhem y un daniq y cuando el almuédano llame a la oración me permitirás que acuda a rezar con la comunidad”. “Acepto”, le repliqué. Le tomé conmigo y le llevé a mi casa. Trabajó de una manera tal como nunca había visto con anterioridad. Le recordé que había llegado la hora de la comida y me dijo: “¡No importa!” Entonces me di cuenta de que estaba ayunando. Al oír el llamamiento a la plegaria me dijo: “Ya sabes la condición”. “Sí”, le contesté. Se quitó la túnica, y realizó las abluciones de manera tan hermosa como yo no había visto nunca. Después se marchó a la oración y rezó con la comunidad. Regresó, en seguida, al trabajo y cuando oyó la llamada del asr hizo las abluciones y corrió a rezar; después regresó al trabajo. Yo le dije: “¡Amigo mío! Ya ha terminado la jornada de trabajo, pues para los obreros termina con la oración del asr”. Contestó: “¡Gloria a Dios! Mi jornada dura hasta la noche”. Trabajó hasta la caída de la tarde y yo le di dos dirhemes. Me preguntó: “¿Qué significa esto?” Le dije: “¡Por Dios! Éste es el salario que te mereces por lo que te has esforzado en servirme”. Me tiró los dos dirhemes exclamando: “No deseo propinas sobre lo que hemos acordado entre nosotros”. No pude convencerle, le di el dirhem y el daniq y se marchó. Al día siguiente fui, muy de mañana, al mismo lugar pero no le encontré. Pregunté por él y se me contestó: “Aquí sólo viene los sábados”. Al sábado siguiente me dirigí al mismo lugar y le encontré. Le dije: “¡En él nombre de Dios! ¡Favoréceme con tu trabajo!” “¡Con la condición que sabes!” “¡Naturalmente!” Le llevé a mi casa y empecé a observarle sin que él me viese: cogía un puñado de barro, lo colocaba en la pared y las piedras corrían a colocarse unas encima de otras. Yo exclamé: “¡Así obran los santos de Dios!” Trabajó todo el día con mayor rendimiento que el anterior. Al llegar la noche le di su salario: lo cogió y se marchó. El tercer sábado acudí al mismo lugar, pero no le encontré. Pregunté por él y se me contestó: “Está enfermo y yace en la tienda de Fulana”. Era ésta una vieja mujer bien conocida por su piedad; tenía una choza de cañas en el cementerio. Corrí a la cabaña, entré y le encontré tumbado en el suelo, sin nada debajo; apoyaba la cabeza en un ladrillo y su rostro estaba circundado de resplandor.

Le saludé y me devolvió el saludo. Me senté junto a su cabeza y empecé a llorar por lo joven que era, porque estaba solo y por lo mucho que se esforzaba en servir al Señor. Le pregunté: “¿Tienes algún deseo?” “¡Sí!” “¿Cuál?” “Vuelve mañana a primera hora: me encontrarás muerto. Lávame, cava mi tumba sin decir nada a nadie y amortájame en esta al juba que llevo puesta después de descoserla y haber buscado lo que hay en el bolsillo: sacarás lo que éste contiene y lo guardarás. Cuando hayas rezado por mí y me hayas tapado con el polvo irás a Bagdad y esperarás a que el Califa Harún al-Rasid salga de palacio: le entregarás lo que hayas encontrado en mi bolsillo y le darás saludos de mi parte.” A continuación pronunció la profesión de fe, loó a su Señor con las palabras más elocuentes y recitó estos versos:

Haz llegar a al-Rasid el depósito de aquél a quien ha llegado la muerte: al hacerlo tendrás tu recompensa.

Dile: “Un extranjero, que deseaba verte, te ha invocado desde lejos con profundo amor.

Ni el odio ni la desgana le alejaron de ti ya que, para él, el besar tu mano, era un acto pío.

Pero de ti le separaba, padre mío, el deseo de abstenerse de los bienes de tu mundo”.

»Después de esto el muchacho pidió perdón a Dios…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho pidió perdón a Dios] «e imploró la bendición y la paz del Señor de los puros[147]. Recitó algunos versículos del Corán y musitó estos versos:

¡Padre mío! ¡No te dejes extraviar por las satisfacciones del mundo! La vida tiene un fin y los placeres se agotan.

Cuando te enteres de los males de un pueblo has de darte cuenta de que tú eres el responsable.

Cuando acompañes a un entierro a la tumba, has de saber que tú, después de él, has de ser transportado.»

Abu Amir de Basora refiere: «Cuando el muchacho hubo terminado de manifestar su última voluntad y de recitar estos versos me marché y me dirigí a mi casa. Al día siguiente, a primeras horas de la mañana, corrí a su lado: lo encontré muerto (¡Dios tenga misericordia de él!). Lo lavé, descosí su aljuba y en el interior encontré un jacinto que debía valer miles de dinares. Me dije: “¡Por Dios! ¡Este muchacho ha practicado en el mundo el más perfecto ascetismo!” Después, una vez que le hube enterrado me marché a Bagdad, me acerqué hasta las inmediaciones del palacio del Califa y me puse a esperar a al-Rasid hasta que salió. Corrí a su encuentro y le entregué el jacinto. Al verlo lo reconoció y cayó desmayado. Sus criados me detuvieron. Al volver en sí ordenó a éstos: “¡Soltadle! ¡Conducidle con los mayores miramientos al alcázar!” Hicieron lo que les había mandado. Cuando hubo regresado a palacio me mandó llamar y me introdujeron ante él. Me preguntó: “¿Qué se ha hecho del dueño de este jacinto?” Le contesté: “¡Ha muerto!” Le conté lo sucedido. Se puso a llorar diciendo: “¡Qué aprovechado ha sido el muchacho! ¡Qué pérdida para el padre!” A continuación gritó: “¡Fulana!” Se presentó una mujer que al verme quiso volver atrás, pero él le dijo: “¡Ven! ¡No te preocupes de éste!” Se acercó y saludó. El Califa le arrojó el jacinto. Al verlo dio un grito terrible y cayó desmayada. Al volver en sí dijo: “¡Emir de los creyentes! ¿Qué ha hecho Dios de mi hijo?” El Califa me dijo: “¡Cuéntale lo ocurrido!” El soberano empezó a llorar y yo informé a la mujer de lo sucedido. Ella rompió a sollozar diciendo con voz débil: “¡Cuánto deseaba verte de nuevo, regocijo de mis ojos! ¡Ojalá te hubiese podido escanciar de beber cuando no encontrabas a nadie que lo hiciese! ¡Ojalá hubiese sido tu contertulio cuando no tenías con quien hablar!” Derramó abundantes lágrimas y recitó estos versos:

Lloro por alguien que ha muerto en el extranjero, solo, sin un amigo al que confiar su pasión.

Después de haber sido honrado, de haber tenido numerosa compañía, se ha encontrado solo, aislado, sin nadie.

Los hombres pueden darse cuenta de lo que el transcurso de los días encierra: la muerte jamás ha exceptuado a ninguno de nosotros.

¡Oh, ausente! Mi Señor había dispuesto que te marchases: después de haber permanecido a mi lado te alejaste.

La muerte me arrebata la esperanza de encontrarte, hijo mío, pero nos veremos mañana, en el día del juicio.

»Yo pregunté: “¡Emir de los creyentes! ¿Era tu hijo?” Me contestó: “Sí; antes de hacerme cargo del Califato frecuentaba a los sabios y trataba a las personas pías. Al subir yo al trono se alejó de mí, se marchó de mi lado. Entonces dije a su madre: ‘Este muchacho ha abandonado el mundo para consagrarse a Dios (¡ensalzado sea!); es posible que sufra fatigas y pruebas. Dale ese jacinto para que pueda utilizarlo en un momento de necesidad’. Ella se lo entregó conjurándole a que lo cogiera y la obedeció. Después nos dejó en nuestra vida profana, se alejó de nosotros y ha vivido solo hasta encontrar, puro y temeroso, a Dios, excelso y todopoderoso”. Después añadió: “Muéstrame su tumba”. Salí con él y le acompañé para enseñarle la fosa. Rompió a llorar y a sollozar hasta caer desmayado. Al volver en sí pidió perdón a Dios y exclamó: “¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos!” Rezó por él y después me rogó que me quedase a su lado. Le dije: “¡Emir de los creyentes! El ejemplo de tu hijo es para mí la mayor de las amonestaciones”. Recité estos versos:

Soy extranjero pero no busco refugio junto a nadie: sería extranjero aunque permaneciese en mi patria.

Soy extranjero: no tengo familia ni hijos; no tengo a nadie en quien pueda refugiarme.

Busco refugio en las mezquitas y en ellas vivo: mi corazón jamás se separará de ellas.

¡Loado sea Dios, Señor de los mundos, por el favor que hace de dejar el espíritu en el cuerpo!»

EL AMOR DEL MAESTRO DE ESCUELA

Un buen hombre refiere: «Pasé junto a un maestro que estaba en una escuela enseñando a leer a los chiquillos. Tenía buen aspecto y un rostro hermoso. Me acerqué a él. Me hizo sentar a su lado y yo le interrogué sobre las primeras letras, la gramática, la poesía y la lexicografía: me contestaba perfectamente a todas las preguntas. Le dije: “¡Que Dios te ayude en tus proyectos! Tú conoces perfectamente todo lo que te he preguntado”. Desde entonces le frecuenté durante cierto tiempo y cada día le descubría una nueva cualidad. Me dije: “Esto es algo prodigioso en un maestro que da clase a los chiquillos, ya que todas las personas inteligentes están de acuerdo en que los maestros están algo chiflados”. Le dejé y le seguí frecuentando algunos días. Uno de ellos acudí según mi costumbre, pero encontré cerrada la puerta de la escuela. Pregunté a los vecinos y respondieron: “Se le ha muerto alguien en su casa”. Me dije: “Es necesario que vaya a darle el pésame”. Corrí a su puerta, llamé y salió a abrirme una esclava quien me preguntó: “¿Qué quieres?” “Ver a tu dueño.” “Está solo, profundamente afligido.” “Dile: ‘Tu amigo Fulano pretende darte el pésame’.” Fue y se lo dijo. El maestro le replicó: “Déjale entrar”. La joven me permitió que pasase y yo me presenté ante él: estaba sentado, solo, con el turbante en la cabeza. Le dije: “¡Que Dios te conceda una gran recompensa! Todos nosotros hemos de seguir ese camino. ¡Ten paciencia!” Después le pregunté quién se había muerto. Me replicó: “¡La persona a la que más quería y amaba!” “¿Tu padre?” “No.” “¿Tu madre?” “No.” “¿Tu hermano?” “No.” “¿Uno de tus parientes?” “No.” “¿Pues qué relación tenía contigo?” “¡Era mi amada!” Me dije: “Ésta es la primera muestra que da de ser corto de entendederas”. Le consolé: “Encontrarás otras más hermosas que ella”. “No la he llegado a conocer para poder decir que hay mujeres más hermosas que ella.” Me dije: “Ésta es la segunda tontería”. Seguí: “¿Y cómo te has enamorado sin verla?” Me contestó: “Estaba sentado en la ventana cuando pasó un hombre por la calle cantando este verso:

¡Oh, Umm Amr! ¡Dios te recompense por tu generosidad! ¡Devuélveme mi corazón donde quiera que se encuentre!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre prosiguió:] «“Al oír estas palabras me dije: ‘Si esta Umm Amr tuviese en el mundo quien pudiera comparársela, los poetas no la cantarían a ella’. Así me enamoré de ella. Dos días más tarde volvió a cruzar el mismo hombre recitando este verso:

Cuando el asno se llevó a Umm Amr, ni aquél ni ésta regresaron.

»”Estas palabras me han hecho saber que ella ha muerto. Empecé a llorar por ella y así llevo tres días.”

»Me marché después de haberme cerciorado de lo escaso de su inteligencia.»

EL MAESTRO DE ESCUELA ESTÚPIDO

Se cuenta, acerca de la escasa inteligencia de los maestros de escuela, que estando uno de ellos en la clase entró un hombre instruido, se sentó a su lado y empezó a ponerle a prueba. Se dio cuenta de que sabía gramática, lexicografía y poesía; estaba bien educado y era inteligente y agradable. Se admiró de ello y exclamó: «¡Pero si los maestros que enseñan a los niños en las escuelas jamás están bien de la cabeza!» Cuando se despedía del alfaquí, éste le dijo: «Tú serás mi huésped esta noche». Aceptó su invitación y fueron juntos hasta la casa de éste. El maestro le trató con deferencia, sirvió la comida, cenaron y bebieron. Después se sentaron a conversar hasta el fin del primer tercio de la noche. Tras esto el alfaquí preparó un lecho para su huésped y él se marchó al harén. El invitado se tumbó y se disponía a dormir cuando oyó un gran griterío en el harén. Preguntó: «¿Qué ocurre?» Le contestaron: «¡Ha sucedido algo muy gordo al jeque! ¡Está a punto de morir!» El huésped dijo: «¡Llevadme ante él!» Le condujeron. Entró y le vio desmayado, con la sangre corriendo por el lecho. Le roció el rostro con agua y cuando volvió en sí, le preguntó: «¿Qué significa esta situación? Cuando te has separado de mí te encontrabas de magnífico humor y con la piel intacta. ¿Qué te ha ocurrido?» Le contestó: «¡Hermano mío! Al dejarte me he sentado a meditar en las obras de Dios (¡ensalzado sea!). Me he dicho: “Todo lo que Dios ha creado en el hombre sirve de algo ya que Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) ha puesto las dos manos para coger, los dos pies para andar, los dos ojos para ver, los dos oídos para oír, el miembro viril para la cópula, etc., excepto estos dos testículos que no sirven de nada”. Entonces he cogido mi navaja, los he cortado y me ha ocurrido esto».

El huésped se marchó de su lado diciendo: «¡Qué razón tienen los que dicen: “Todos los maestros que enseñan a los niños no están en su razón cabal aunque dominen todas las ciencias”!»

EL MAESTRO DE ESCUELA ANALFABETO

Se refiere que había un ordenanza que no sabía leer ni escribir pero que se las ingeniaba para enredar a la gente y tener de qué comer. Cierto día le pasó por la cabeza abrir una escuela y enseñar en ella a leer a los niños. Reunió pizarras y modelos de escritura, y los colgó de un lugar aumentando el volumen de su turbante. Se sentó en la puerta del local y la gente, al pasar y verle con su gran turbante, con las pizarras y los modelos de caligrafía creía que era un excelente alfaquí y le llevaba a sus hijos. El pícaro decía a uno: «Escribe», a otro: «Lee», y los estudiantes se daban clase unos a otros. Cierto día, mientras estaba sentado en la puerta de la escuela según tenía por costumbre, apareció una mujer que venía desde lejos llevando en la mano un escrito. El pícaro se dijo: «No cabe duda de que esta mujer se acerca a mí para que le lea la carta que trae. ¿Qué he de hacer con ella si yo no sé leer lo que está escrito?» Pensó en esfumarse, huyendo, pero la visitante le alcanzó antes de que pudiera desaparecer. Le preguntó: «¿Adónde vas?» «Voy a rezar la oración del mediodía. Vuelvo en seguida.» «¡Falta aún mucho para el mediodía! ¡Léeme esta carta!» La cogió del revés, poniéndolo de abajo arriba y empezó a mirarla: unas veces sacudía el turbante, otras arqueaba las cejas o aparentaba enfadarse. El esposo de aquella mujer estaba ausente y la carta era suya. Ésta al ver los gestos del maestro se dijo: «No cabe duda de que mi esposo ha muerto y de que este alfaquí no se atreve a decirme “Ha muerto”». Le preguntó: «¡Señor mío! ¡Si es que ha muerto, dímelo!» El pícaro sacudió la cabeza y calló. La mujer siguió: «¿Tengo que desgarrar mis vestidos?» «¡Desgarra!» «¿Tengo que abofetearme en la cara?» «¡Abofetéate!» La mujer recogió la carta, regresó a su domicilio y empezó a llorar en compañía de sus hijos. Algunos vecinos oyeron el llanto y preguntaron qué le ocurría. Se les contestó: «Ha recibido una carta anunciando la muerte de su esposo». Un hombre dijo: «Estas palabras son falsas ya que aquél me escribió ayer diciéndome que estaba bien de salud y que regresaría dentro de diez días». Este hombre corrió al momento junto a la mujer y le dijo: «¿Dónde tienes la carta que has recibido?» La cogió y la leyó. Decía: «Me encuentro perfectamente de salud y regresaré dentro de diez días. Os he enviado una cobertura y un brasero». La mujer cogió la carta y volvió a ver al alfaquí. Le dijo: «¿Qué te ha movido a hacer conmigo tal cosa?», y le explicó lo que le había leído el vecino acerca de la buena salud de su esposo y de que éste había enviado una cobertura y un brasero. Le replicó: «Dices la verdad, perdóname, buena mujer. En aquel momento yo estaba de mal humor y preocupado…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el pícaro prosiguió:] «… al ver que el brasero venía envuelto en la cobertura creí que había muerto y había sido envuelto en el sudario». La mujer no comprendió la treta y dijo: «¡Tienes disculpa!» Cogió la carta y se marchó.

EL REY Y LA MUJER VIRTUOSA

Se cuenta que un rey salió disfrazado para observar qué era lo que hacían sus súbditos. Llegó a una gran alquería y entró solo en ella. Tenía mucha sed y se paró ante la puerta de una de las casas que componían el cortejo y pidió agua. Una mujer hermosa salió con un bocal y se lo entregó. El rey bebió. Al examinar a la mujer se prendó de ella y la solicitó. La mujer, que le había reconocido, le hizo entrar en su casa y sentarse. Le sacó un libro y le dijo: «Mira este libro mientras yo arreglo mis cosas. Vuelvo en seguida». El rey se sentó a examinarlo: contenía admoniciones contra el adulterio y trataba de los castigos con que Dios había amenazado a quienes lo cometieran. Al rey se le puso la carne de gallina, se arrepintió ante Dios, llamó a la mujer, le devolvió el libro y se fue. El marido de la mujer estaba ausente. Cuando regresó le explicó lo ocurrido. El hombre se quedó perplejo y dijo: «Temo que el deseo del rey haya caído en ella», y desde aquel momento no se atrevió a tener más relaciones con ella. Así transcurrió un tiempo. La mujer contó a sus parientes lo que le sucedía con su marido y éstos lo pusieron en conocimiento del rey. Cuando estuvieron ante éste le dijeron: «¡Dios conceda poder al rey! Este hombre ha tomado en arriendo una tierra nuestra para cultivarla. Lo ha hecho durante algún tiempo, pero después la ha dejado sin labrar; sin embargo no la devuelve para que nosotros podamos arrendarla a quien la trabaje a pesar de que él no la cultiva. La tierra, así, se estropea y nosotros tememos que se descomponga a causa de la falta de cuidado: cuando la tierra no se siembra, degenera». El rey preguntó: «¿Qué es lo que te impide sembrar tu campo?» «¡Dios conceda poder al rey! —contestó el marido—. Me he enterado de que el león ha entrado en mi tierra; yo le temo y no me atrevo a acercarme, pues sé que carezco de fuerza para resistir al león». El rey comprendió de lo que se trataba y le dijo: «¡Oh, tú! El león no ha pisado jamás tu tierra; es una tierra buena para ser sembrada: cultívala con la bendición de Dios, pues el león no le hará ningún daño». El rey mandó dar a los esposos un magnífico regalo y los despidió.

EL PÁJARO RUJJ

Se cuenta que un hombre magrebí había viajado por todas las regiones del mundo y había cruzado desiertos y mares. Los hados le arrojaron a una isla en la que permaneció mucho tiempo, después de lo cual regresó a su país llevando una especie de caña que había constituido una pluma del ala de un polluelo del rujj que aún no había salido del huevo. Dicho recipiente podía contener nueve odres de agua. Se dice que la envergadura del ala de un polluelo de rujj, cuando sale del huevo, es de mil brazas. La gente se admiraba de aquella pluma al verla. Este hombre, que se llamaba Abd al-Rahmán al-Magribí, era más conocido por «el Chino» porque había vivido mucho tiempo en China. Acostumbraba a contar cosas prodigiosas y entre ellas la siguiente: «Estaba viajando por el mar de la China…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Magribí refirió:] «Estaba viajando por el mar de la China con algunas personas más, y avizoraron una isla en la lejanía. La nave fue a anclar junto a ella. Vieron que era grande y amplia. Los viajeros desembarcaron para recoger agua y madera, llevando consigo hachas, cuerdas y odres. Aquel hombre fue a tierra con ellos. Vieron que en la isla había una gran cúpula blanca, reluciente, cuya longitud era de cien brazas. Se dirigieron hacia ella, se acercaron y descubrieron que se trataba de un huevo de rujj. Empezaron a golpearlo con hachas, piedras y palos hasta sacar de él un polluelo que era tan grande como una montaña abrupta. Sólo consiguieron arrancarle una pluma del ala a base de reunirse y tirar todos a la vez, a pesar de que no habían terminado de formarse las plumas del animal. Cogieron la carne que pudieron del pollo, se la llevaron, cortaron la raíz de la pluma y desplegaron las velas del buque navegando durante toda la noche hasta la salida del sol; el viento era favorable a la embarcación en que viajaban. De repente apareció el rujj como si fuese una nube inmensa: llevaba en sus patas una piedra grande como una montaña, era mayor que el buque. Sobrevoló la nave y soltó la piedra encima: el bajel, que era ligero, esquivó la roca y ésta cayó al mar en medio del terror de todos. Pero Dios había dispuesto que escapasen y les salvó de la muerte. Cocieron la carne y la comieron: los ancianos de barba blanca se despertaron al día siguiente con la barba negra; después de este acontecimiento ninguno de los que habían probado aquella carne volvió a encanecer. Dicen que la causa de haberse vuelto jóvenes y de no volver a envejecer fue el haber hervido la carne con que estaba en el caldero con madera del árbol de las flechas; otros aseguran que se debió a la carne del polluelo del rujj. Esto constituye uno de los mayores prodigios.»

HISTORIA DE ADÍ B. ZAYD Y HIND

Se refiere que al-Mundir b. Said, rey de los árabes, tenía una hija llamada Hind. El día de Pascua, fiesta cristiana, la muchacha se dirigió a la Iglesia Blanca para comulgar. Tenía entonces once años y era la mujer más bella de su tiempo y de su época. Aquel día había llegado a Hira, Adí b. Zayd llevando un regalo de Cosroes para el rey al-Numán. Fue a la Iglesia Blanca para comulgar: era un hombre alto, de buen porte, hermosos ojos, mejillas lisas e iba acompañado de sus servidores. Al lado de Hind, la hija de al-Numán, había una esclava llamada María, quien estaba enamorada de Adí, a pesar de lo cual no había podido decírselo. Al verle en la iglesia dijo a Hind: «¡Mira a ese joven! ¡Por Dios! ¡Es el más hermoso de todos los que has visto!» Hind preguntó: «¿Quién es?» «Adí b. Zayd.» Hind dijo: «Temo que me reconozca si me acerco a él para que me vea». «¿Cómo te ha de reconocer si no te ha visto jamás?», objetó María. Se acercaron a él: estaba bromeando con los pajes que le acompañaban. Era superior a todos ellos por la belleza, por la elegancia de su dicción, por la elocuencia de su lengua y por el magnífico vestido que llevaba. Hind, al verle, se enamoró, se quedó con el pensamiento en suspenso y cambió de color. María, al darse cuenta de la inclinación de la joven le dijo: «¡Háblale!» Ella le dijo algo y se marchó. Adí, al verla y oír sus palabras se enamoró, se quedó con el pensamiento en suspenso, con el corazón palpitante y cambió de color hasta el punto de que los otros jóvenes se inquietaron por él. Mandó en secreto a uno de ellos que la siguiese y que averiguase quién era. Así lo hizo y regresó para informarle de que se trataba de Hind, hija de al-Numán. Adí salió de la iglesia sin darse cuenta de que estaba en la calle, de tan grande como era su pasión. Recitó este par de versos:

¡Oh, amigos míos! ¡Sed muy felices! Si os dirigís hacia algún país,

paraos conmigo ante la morada de Hind; después marchaos y anunciad la noticia.

Al terminar de recitar estos versos se retiró a su casa y pasó la noche desvelado, sin gozar de las dulzuras del sueño.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al día siguiente se le presentó María. La recibió con cortesía mientras que con anterioridad no le había hecho caso. Le preguntó: «¿Cuál es tu propósito?» «Tengo algo que pedirte.» «Dime de qué se trata, pues, ¡por Dios!, no puedes pedirme nada que yo no te dé.» Le refirió que le amaba y que deseaba estar a solas con él. Consintió en ello a condición de que se las ingeniase para reunirle con Hind. La hizo entrar en una taberna que había en una calle de Hira y la satisfizo. María, al salir, se fue en busca de Hind y le dijo: «¿Es que no quieres ver a Adí?» «¿Cómo he de hacerlo? La pasión por él no me deja estar quieta desde ayer.» «Yo haré que vaya a tal y cual lugar. Así le verás desde el palacio.» Hind replicó: «¡Haz lo que quieras!» Se pusieron de acuerdo sobre el sitio al que iría. Adí acudió a la cita y Hind le vio: poco faltó para que se cayese desde lo alto del palacio. Dijo: «¡María! Me moriré si no tiene relaciones conmigo esta noche». La joven cayó desmayada y sus criadas la condujeron a palacio. María corrió ante al-Numán y le informó de lo que pasaba a su hija, explicándole toda la verdad: le dijo que estaba locamente enamorada de Adí y que si no se casaba con él se cubriría de vergüenza y moriría de amor, lo cual constituiría la ignominia del rey ante los árabes: no había más remedio que casarla con Adí. Al-Numán bajó un rato la cabeza meditando en el problema y repitiendo muchas veces: «¡Somos de Dios y a Él volvemos![148] ¡Ay de ti! ¿Cómo nos las arreglaremos para dársela por mujer? Yo no quiero empezar a hablar de ello». Le replicó: «Él está más enamorado y más ansioso que ella. Yo me las ingeniaré para conseguirlo sin que él sepa que tú estás al corriente de todo; así no tendrás de qué avergonzarte, rey». María se marchó a ver a Adí, le explicó lo que ocurría y le dijo: «Prepara un banquete y después invita al rey. Cuando empiece a beber vino pídele la mano de su hija y no te la negará». «Temo molestarle y que eso sea causa de nuestra enemistad.» «He venido a verte después de haber hablado con él.» Regresó junto a al-Numán y le dijo: «Pídele que te invite en su casa». El rey replicó: «No veo inconveniente». Al cabo de tres días al-Numán pidió a Adí que le invitase a comer, a él y a los cortesanos, en su domicilio. Adí aceptó y al-Numán acudió. Cuando empezó a beber, aquél se acercó a éste y le pidió su hija en matrimonio. El rey le aceptó, le casó y le entregó a su hija después de tres días. Vivieron tres años felices, en la mejor y más regalada vida.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después al-Numán se enfadó con Adí y le mató. Hind sintió muchísimo su pérdida, construyó un convento en las afueras de Hira, se hizo monja y continuó llorándole y lamentándose por él hasta que murió. Dicho convento existe aún hoy en las afueras de Hira.

DOS POETAS Y UNA MUJER HERMOSA

Se refiere que Dibil al-Juzai contaba: «Un día estaba sentado en la puerta del barrio de al-Karj; de pronto pasó a mi lado una esclava tan hermosa que nunca había visto otra que fuera mejor proporcionada. Andaba cimbreándose y atraía hacia sí la mirada de todos los videntes: me enamoré de ella en cuanto la vi; mi corazón empezó a palpitar y parecía que iba a volar de mi pecho. Adelantándome recité este verso:

Las lágrimas de mis ojos, por ella, caen en tromba y el sueño ha abandonado mis párpados.

»Ella volvió su cara hacia mí, me miró e improvisó rápidamente este verso:

¡Esto es bien poco para quien ha sido invitado con una mirada de ojos lánguidos!

»La rapidez de su respuesta y la agudeza de su contestación me impresionó. Contesté improvisando el verso:

¿El corazón de mi dueño es compasivo con aquel que llora?

»Me contestó en seguida, sin vacilación, con este verso:

Si tú buscas nuestro amor, entérate de que el amor entre los dos es un préstamo.

»Jamás habían entrado por mi oído palabras más dulces ni había visto un rostro más hermoso. Para probarla, improvisé un verso con rima y metro distintos. Dije:

¿Crees que el tiempo nos alegrará con la unión y reunirá a uno y otro amante?

»Se sonrió: nunca había visto yo una boca más hermosa ni unos labios más dulces. Me contestó a continuación, sin vacilar, con este verso:

¿Es que crees que el tiempo y el destino tienen que ver entre nosotros? Tú eres el tiempo y has de alegrarnos con la unión.

»Corrí hacia ella y empecé a besarle las manos diciendo: “¡Jamás hubiese creído que el tiempo me deparase una ocasión como ésta! ¡Sigue mis pasos, no porque yo te lo mande o te obligue, sino por tu libre albedrío y por tu afecto hacia mí!” Eché a andar y ella me siguió. Yo no disponía, entonces, de una casa que pudiera satisfacer a una mujer como ella. Mi amigo Muslim b. al-Walid tenía un hermoso domicilio. Me dirigí hacia él. Llamé a la puerta y salió a abrirme. Le saludé y le dije: “Los buenos amigos se guardan para ocasiones como ésta”. Me replicó: “¡De mil amores! ¡Entrad los dos!” Pasamos y nos encontramos con que no teníamos ni cinco céntimos. Muslim me entregó un tapete y me dijo: “Ve al mercado y véndelo; compra con su importe la comida y demás cosas que necesites”. Me marché corriendo al zoco y lo vendí. Compré la comida y las demás cosas necesarias y regresé. Me encontré con que Muslim se había retirado con ella a una cava. Al oír que llegaba corrió hacia mí y me dijo: “¡Que Dios te recompense, Abu Alí, por el favor que me has hecho, y que él te conceda sus beneficios considerándolo como una de tus buenas acciones el día del juicio!” Cogió la comida y las bebidas que llevaba y cerró la puerta en mis mismas narices. Me indigné con sus palabras y me quedé sin saber qué hacer, mientras él seguía detrás de la puerta vibrando de placer. Al verme en ese estado me dijo: “¡Por vida mía, Abu Alí! ¿Quién es el autor de este verso?:

He pasado la noche en sus brazos mientras mi amigo la pasaba con el corazón inquieto, pero con los miembros puros.”

»Mi cólera subió de punto y le dije: “¿Y quién es el autor de estos otros?:

¿Quién es el que lleva en la cintura cien cuernos que sobresalen por encima de la estatua de Manaf[149]?”

»Empecé a injuriarle, a reprocharle su mala conducta y su falta de hombría. Él callaba y no decía nada. Cuando hube terminado de insultarle sonrió y dijo: “¡Ay de ti, tonto! Has entrado en mi casa, has vendido mi tapete y te has gastado mi dinero. Yo soy quien tendría que indignarse, alcahuete”. Me dejó y regresó al lado de la muchacha. Le dije: “¡Por Dios! Estás en lo cierto al llamarme tonto y alcahuete”. Me marché de su puerta con una pena tan grande que sus huellas duran, en mi corazón, hasta hoy. Jamás he vuelto a dar con aquella muchacha ni he oído contar nada de ella.»

ISHAQ AL-MAWSULÍ Y EL COMERCIANTE

Se cuenta que Ishaq b. Ibrahim al-Mawsulí refería: «Ocurrió que un día me harté de estar siempre de servicio en la corte del Califa: monté en un corcel y me marché al despuntar el día dispuesto a dar un paseo por el desierto para distraerme. Dije a mis pajes: “Si viene un mensajero del Califa o cualquier otra persona decid que he madrugado para ir a solucionar mis asuntos y que no sabéis adonde he ido”. Me marché solo y recorrí la ciudad hasta el momento en que apretó el calor. Entonces me detuve en una calle llamada Haram…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Mawsulí prosiguió:] «Entonces me detuve en una calle llamada Haram para ponerme a cubierto de los ardores del sol a la sombra de una casa que tenía un amplio alero que se proyectaba en la calle. No hacía mucho que estaba allí cuando apareció un criado negro que conducía las riendas de un asno encima del cual vi que iba montada una joven que se sentaba en un tapete incrustado de aljófares; llevaba vestidos tan preciosos que ya no podían serlo más; sus extremidades eran perfectas, delicadas y su aire delicioso. Pregunté a un transeúnte de quién se trataba y me contestó: “Es una cantante”. Mi corazón quedó prendado de ella desde el instante en que la vi y ya no pude quedarme quieto a lomos de mi montura. Ella entró en la casa junto a cuya puerta yo me había refugiado y yo empecé a meditar en la estratagema de que me valdría para llegar a su lado. Mientras yo permanecía inmóvil, se acercaron dos hombres jóvenes y hermosos, llamaron a la puerta y el dueño de la casa los dejó pasar. Yo me colé con ellos, los cuales creyeron que era el dueño quien me había llamado. Permanecimos sentados un rato; después nos sirvieron la comida y comimos. Más tarde nos ofrecieron las bebidas e inmediatamente después se presentó la esclava llevando un laúd en sus manos. Cantó y nosotros bebimos. Yo me levanté para ir a evacuar una necesidad. El dueño preguntó a los dos hombres quién era yo. Le contestaron que no me conocían. Exclamó: “¡Éste es un buscón, pero es simpático! Hacedle buena cara”. Regresé y me senté en mi sitio. La joven cantó, con voz deliciosa, estos dos versos:

Di a la gacela, que no es tal gacela, y al antílope de ojos alcoholados que no es tal antílope:

Con sus distintivos de varón no es una mujer; los pasos de la mujer no son los del varón.

»Lo cantó muy bien mientras los reunidos bebían admirados. Cantó después distintas melodías y entre ellas una mía que contenía estos dos versos:

Las ruinas están solas y los amigos las han abandonado.

Están desiertas después de haber sido frecuentadas: están solas y borrosas.

»Esta canción la sacó mejor que la primera. Después entonó distintas melodías, antiguas y modernas, con buen acompañamiento y entre ellas recitó una mía que contenía estos dos versos:

Di a aquella que se aleja riñéndote, que te deja de lado:

“Has conseguido lo que has conseguido aunque sea jugando.”

»Yo le pedí que repitiese la canción para corregirla, pero uno de los dos hombres estalló: “¡Jamás hemos visto un pícaro de rostro más duro que el tuyo! ¿Es que no te basta con ser un gorrón para aún tener, encima, que envanecerte? En ti se cumple el refrán que dice ‘Pícaro y aguafiestas’”. Bajé la cabeza avergonzado y no contesté. Su amigo quería que me dejase en paz pero no lo conseguía. Se levantaron para rezar la oración y yo me retrasé un poco, tomé el laúd, tensé las cuerdas y lo afiné de un modo perfecto. En seguida, corrí a mi sitio y recé con ellos. Una vez terminada la plegaria el hombre en cuestión volvió a reprenderme, a censurarme y a insolentarse conmigo mientras yo callaba. La joven tomó el laúd y al tocarlo se dio cuenta de lo ocurrido. Preguntó: “¿Quién ha tocado mi laúd?” Contestaron: “¡Ninguno de nosotros!” “¡Sí, por Dios! Lo ha tocado alguien que es muy experto en este arte, ya que ha arreglado y afinado las cuerdas con mano de maestro.” Dije: “¡Yo he sido quien lo ha afinado!” Exclamó: “¡Que Dios te proteja! ¡Cógelo y toca!” Lo tomé y empecé una melodía prodigiosa, tan difícil que casi era capaz de matar a los vivos y de resucitar a los muertos. Recité estos versos:

Tenía un corazón que me daba la vida, pero se ha abrasado y quemado en el fuego.

No he conseguido su amor, pues la criatura sólo tiene lo que Dios le da.

Si lo que yo he probado es el saber de la pasión no cabe duda que lo prueba quien ama.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Mawsulí prosiguió:] «Cuando hube terminado de recitar estos versos ninguno de los allí reunidos consiguió mantenerse en su lugar: corrieron a sentarse ante mí rogándome: “¡Que Dios te proteja, señor nuestro! ¡Cántanos algo más!” Les contesté: “¡De mil amores!” Acompañándome con la música entoné estos versos:

¿Quién auxiliará a uno cuyo corazón se derrite con las calamidades? Las desgracias le llegan por todas partes.

Era ilícita, para quien me ha asaeteado el corazón con sus flechas, la sangre que ha derramado de mis entrañas.

El día de la separación se hizo patente que había decidido apartarse por falsas sospechas.

Ha derramado mi sangre que sin el amor no hubiese podido verter. ¿Habrá quien vengue y reclame mi sangre?

»Al terminar estos versos ninguno de ellos pudo contenerse. Se incorporaron para poderse revolcar por el suelo de tan grande como era su emoción. Solté el laúd y me dijeron: “¡Que Dios te proteja! ¿No nos cantarás nada más? ¡Por Dios (¡ensalzado sea!) que te concederá mayores favores!” Les repliqué: “¡Señores! Yo os cantaré una canción y otra y otra y otra y os diré quién soy: soy Ishaq b. Ibrahim al-Mawsulí y, ¡por Dios, que me muestro orgulloso con el Califa cuando me busca! Pero vosotros, hoy, me habéis hecho oír las palabras gruesas que me repugnan. ¡Por Dios! No articularé ni una letra ni me sentaré entre vosotros hasta que no hayáis expulsado a ese insensato que está entre vosotros”. Su amigo le dijo: “¡Mira que tú! ¡Ya te había advertido que ibas a quedar mal!” Le cogieron, le sacaron y yo, tomando el laúd, les canté las mismas canciones que había entonado la esclava. Después dije al dueño de la casa que ésta había caído en gracia a mi corazón y que no renunciaría a ella. Aquel hombre me replicó: “Es tuya, pero con una condición”. “¿Cuál es?” “Que vivas en mi casa durante un mes. Entonces, la esclava, con todas sus joyas y vestidos, te pertenecerá.” “¡Acepto!”, le contesté. Permanecí con él durante un mes sin que nadie supiese dónde me encontraba. El Califa me había mandado a buscar por todos los sitios sin averiguar nada. Al terminar el plazo del mes me entregó la esclava y todos los objetos de valor que le pertenecían y además me regaló otro criado. Regresé a mi casa como si fuese el dueño de todo el mundo, de tan grande como era mi alegría por poseer a aquella mujer. Me dirigí inmediatamente a ver a al-Mamún. Al llegar ante él me dijo: “¡Ay de ti, Ishaq! ¿Dónde has estado?” Le expliqué toda mi historia. Me ordenó: “¡Traedme ese hombre ahora mismo!” Le indiqué su casa y el Califa mandó a buscarle. Al tenerle delante le preguntó por lo ocurrido y él se lo contó. El Califa le dijo: “Eres un hombre de valor. Es conveniente que recompense tu hombría”, y mandó darle cien mil dirhemes. Me dijo: “Ishaq: preséntame a la esclava”. Se la llevé. Ella cantó, le gustó y se alegró muchísimo. Me dijo: “Quiero que todos los viernes me dé un concierto. Vendrá aquí y cantará desde detrás de una cortina”. A continuación mandó que le diesen cincuenta mil dirhemes. ¡Por Dios! Aquella salida mía fue ventajosa para mí y para los demás.»

TRES AMANTES DESGRACIADOS

Refiere al-Utbí: «Cierto día estaba sentado con un grupo de personas cultas y nos contábamos anécdotas de distintas personas. La conversación nos llevó a hablar de los amantes y cada uno de nosotros empezó a explicar algo. Entre nosotros estaba un anciano que callaba.

»Cuando todos hubimos contado nuestra historia aquél preguntó: “¿Queréis que os cuente una historia como jamás habéis oído?” Le contestamos: “¡Sí!” Refirió:

»“Sabed que yo tenía una hija que estaba enamorada de un joven sin que nosotros lo supiéramos. Este joven amaba a su vez a una cantante y ésta a mi hija. Un día, en cierta fiesta, coincidí con la cantante y el joven.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el anciano prosiguió:] «“La primera cantó este par de versos:

Para los amantes, el llanto significa la humildad del amor.

Y muy especialmente para aquel amante que no encuentra con quién desahogarse.

»”El joven le dijo: ‘¡Estupendo, por Dios, señora mía! ¿Es que me exhortas a morir?’ La cantante replicó desde detrás de la cortina: ‘¡Si me amas, muere!’ El joven apoyó la cabeza en el cojín, entornó los ojos y cuando la copa, al dar la vuelta, llegó hasta él y le movimos para despertarle le encontramos muerto. Nos reunimos en torno suyo, nuestra alegría desapareció, nos entristecimos y nos marchamos al momento. Al regresar a mi domicilio mi familia me reprendió por haber regresado antes de la hora anunciada. Referí lo que había ocurrido con el joven para que quedasen pasmados. Mi hija oyó el relato: salió de la habitación en que yo me encontraba y se metió en otra. Yo corrí en pos de ella, entré en la misma habitación y la encontré apoyada en un cojín del mismo modo como yo había explicado que se había quedado el joven: la moví y me di cuenta de que había muerto. La preparamos para sepultarla y dispusimos su entierro para el día siguiente; lo mismo hizo la familia del muchacho. Al ir por el camino del cementerio nos encontramos con un tercer entierro. Preguntamos por él: era el de la cantante. Ésta, al enterarse de la muerte de mi hija, hizo lo mismo que ella y expiró. Los tres fueron enterrados el mismo día.” Ésta es la historia más prodigiosa que he oído que haga referencia a los amantes.»

LOS AMANTES DE LA TRIBU DE TAYY

Se cuenta que al-Qasim b. Adí refiere, habiéndolo oído de un hombre de la tribu de Tamim, lo siguiente: «Salí en busca de una camella que se me había extraviado y llegué junto a un pozo de agua de la tribu de Tayy. Vi allí dos grupos de personas, el uno junto al otro, cada uno de los cuales parecía empeñado en una discusión. Los contemplé y distinguí en uno de los grupos un joven al que la enfermedad había dejado consunto como si fuese un anciano entrado en años. Mientras yo le contemplaba él recitó estos versos:

¿Qué ocurre a mi amada que no me visita? ¿Es avaricia u olvido?

Me he puesto enfermo y todos mis familiares han acudido a verme, ¿qué te ocurre para que yo no te vea entre los visitantes?

Si tú fueses el enfermo yo correría a tu lado: no me lo impediría ninguna amenaza.

Tú no estás entre ellos y yo estoy solo. La pérdida del amante, ¡oh, reposo mío!, es terrible.

»Una joven del otro grupo oyó sus palabras y se precipitó a su lado seguida por toda su familia que quería impedirlo. El joven se dio cuenta, se incorporó de un salto y corrió a su encuentro mientras sus familiares intentaban sujetarle: él y ella intentaban escapar de sus respectivos parientes; lo consiguieron y se precipitaron el uno en brazos del otro, se abrazaron y cayeron muertos en el suelo.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ibn Adí prosiguió:] «Un anciano salió de las tiendas de la tribu y fue a colocarse al lado de los difuntos y llorando a lágrima viva exclamó: “¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos! ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) tenga misericordia de vosotros dos! ¡No os habéis podido reunir en la vida, pero yo os reuniré en la muerte!” Mandó que los preparasen para el entierro, los lavó, los amortajó en el mismo sudario y los enterró en la misma fosa. La gente rezó por los dos y los enterró en el mismo nicho. No quedó nadie, ni varón ni hembra, de los dos grupos que no llorase y se abofetease por ellos. Pregunté al viejo por la historia de ambos y me contestó: “Ella era mi hija y él mi sobrino. Se enamoraron el uno del otro hasta el punto que has visto”. Exclamé: “¡Que Dios te bendiga! ¿Y por qué no los casaste?” “Temía el deshonor y la vergüenza y ahora me he cubierto de ambos.” Ésta es una de las historias más maravillosas sobre amantes.»

EL AMANTE LOCO

Abu-l-Abbas al-Mubarrad refiere: «Me dirigía a al-Barid con un grupo de personas. Pasamos junto al monasterio de Heraclio y nos detuvimos a su sombra. Un hombre se me acercó y me dijo: “El monasterio está ocupado por locos y entre ellos hay uno que habla como un sabio. Si le vieses te maravillarías de sus palabras”. Nos levantamos todos y entramos en el convento. Vimos a un hombre sentado en su celda encima de un tapete de cuero, tenía la cabeza descubierta y la mirada clavada en la pared. Le saludamos y nos devolvió el saludo sin dirigirnos, tan siquiera, una mirada furtiva. Uno le dijo: “¡Recita un verso! Cuando oye declamar una poesía habla”. Yo recité este dístico:

¡Oh, tú, el mejor de los seres humanos que descienden de Eva! Sin ti, el mundo no sería ni hermoso ni bueno.

Eres aquel a quien Dios mostró su faz; conseguiste la eternidad sin envejecer ni encanecer.

»Al oír mis palabras se volvió hacia nosotros y recitó:

Dios sabe cuán triste estoy, pero no puedo explicar la causa de mi dolor.

Tengo dos almas: la primera está en un país, y la segunda en otro.

Creo que el alma que tengo lejos, es igual que la que aquí está: creo que sufre lo que ésta sufre.

»A continuación preguntó: “¿He hablado bien o mal?” Le contestamos: “¡Magnífico! ¡Nada de mal!” Alargó la mano a una piedra que tenía al lado y la cogió. Creímos que iba a tirárnosla y huimos. Pero él empezó a darse golpes con ella en el pecho diciendo:

¡No temáis! ¡Acercaos a mí y oíd algo que quiero contaros!” Volvimos a su lado y recitó estos versos:

Cuando poco antes del amanecer hicieron poner en cuclillas los camellos, la colocaron en la silla y mi amor se marchó con la caravana.

Mis ojos la miraron desde los hierros de la cárcel. Lleno de dolor, mientras resbalaban las lágrimas, dije:

“¡Detente, camellero, para que yo pueda despedirme de ella! La despedida y la separación marcan mi fin.

Yo mantengo mi juramento: no dejo de amarla. ¡Ojalá supiera qué se ha hecho de la promesa que me hizo!”

»Luego me miró y me dijo: “¿Tú sabes lo que ha sucedido?” “¡Sí! Han muerto (¡que Dios tenga misericordia de ellos!)” Cambió de color y se incorporó de un salto. Me preguntó: “¿Cómo sabes que han muerto?” “Si estuviesen vivos, no te hubiesen abandonado así.” “¡Dices la verdad, por Dios! Ya no me apetece más la vida.” Un estertor recorrió sus venas y cayó de bruces. Corrimos a su lado, le agitamos pero vimos que había muerto en la misericordia de Dios. Todo esto nos dejó admirados y nos entristecimos muchísimo por su pérdida. Le amortajamos y le enterramos.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Mubarrad prosiguió:] «Al regresar a Bagdad nos presentamos ante al-Mutawakkil. Éste vio que nuestro rostro tenía el aspecto de haber llorado. Me preguntó: “¿Qué es eso?” Le expliqué toda la historia y se entristeció. Me dijo: “¿Qué te incitó a hacer tal cosa? ¡Por Dios! ¡Si no supiese que estás arrepentido te castigaría!” El Califa permaneció triste, durante todo el día, por la muerte del loco.»

HISTORIA DE LOS MONJES CONVERTIDOS AL ISLAMISMO

Abu Bakr b. Muhammad al-Anbarí refiere: «En uno de mis viajes salí de Anbar dirigiéndome a Amuriyya en el territorio de los griegos. En el camino me aposenté en el Monasterio de las Luces, que se encontraba en un pueblo cercano de Amuriyya. El prior del monasterio y jefe de los monjes salió a recibirme. Se llamaba Abd al-Masih. Me hizo entrar en el convento y vi que lo habitaban cuarenta monjes. Aquella noche me honraron con la mejor hospitalidad. Al día siguiente me marché: les había visto cumplir sus deberes religiosos con una devoción inigualable. Terminados mis asuntos en Amuriyya regresé a Anbar. Al año siguiente emprendí la peregrinación a la Meca. Mientras yo daba las vueltas rituales en torno del templo descubrí al monje, a Abd al-Masih que, acompañado por cinco frailes de su convento, también las daba. Al convencerme de que era él en persona me acerqué y le dije: “¿Eres tú el monje Abd al-Masih?” “¡No! Yo soy Abd Allah, el deseoso.” Yo empecé a besarle las canas, llorando, y después le cogí la mano y me lo llevé a un lado del templo diciéndole: “¡Cuéntame el motivo que te ha hecho convertirte!” Me contestó: “Ha sido un gran prodigio: un grupo de ascetas musulmanes pasó por el pueblo en que está el convento. Mandaron a un joven que les fuese a comprar la comida. Éste encontró en el zoco a una joven cristiana que vendía el pan; era una de las mujeres más hermosas. El muchacho se enamoró de ella en cuanto la vio y cayó de bruces, desmayado. Al volver en sí regresó al lado de sus compañeros y les explicó lo que le había ocurrido. Añadió: ‘¡Seguid vuestra vía, pues yo ya no os acompaño!’ Sus amigos le reprendieron y le exhortaron, pero no les hizo caso. Le abandonaron. El muchacho entró en la aldea y se sentó en la puerta de la tienda de aquella mujer. Ésta le preguntó qué deseaba y él le explicó que estaba enamorado de ella. La joven no le tomó en serio y el muchacho permaneció en el mismo sitio, sin probar bocado, durante tres días, mirándola constantemente a la cara. La muchacha, al ver que no se iba, fue en busca de sus familiares y les explicó lo que ocurría. Apalearon y lapidaron al joven; le rompieron las costillas y le partieron la cabeza sin conseguir que se marchase. Entonces, los habitantes del pueblo decidieron matarle. Uno de ellos vino a buscarme y me informó de lo que ocurría. Corrí al lado del joven y le encontré tumbado: limpié la sangre que le corría por el rostro, me lo llevé al convento y le curé las heridas. Permaneció a mi lado durante catorce días. Cuando pudo andar salió del convento…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el monje Abd Allah prosiguió:] «“…y fue corriendo a la puerta de la joven, se sentó y empezó a mirarla. Ésta, al verle, se acercó a él y le dijo: ‘¡Por Dios! Me he apiadado de ti. ¿Quieres entrar en mi religión? Yo me casaré contigo’. ‘¡Dios me guarde de abandonar la religión de la unidad para entrar en la del politeísmo[150]!’ ‘Pues acompáñame, ven a mi casa, satisface en mí tu deseo y vete.’ ‘¡No! No quiero perder doce años de ascetismo por el goce de un solo instante.’ ‘¡Pues entonces, vete!’ ‘Mi corazón no me lo permite.’ La joven le volvió la espalda. Al cabo de un rato se acercaron a él los mozos del pueblo, le lapidaron y cayó de bruces murmurando: ‘¡Dios es mi protector! ¡Él ha hecho descender el Corán! ¡Él protege a los píos!’[151] Yo salí del convento, hice que los mozos le soltasen, levanté su cabeza del suelo y le oí decir: ‘¡Dios mío! ¡Reúneme con ella en el Paraíso!’ Le transporté al monasterio, pero murió antes de llegar. Lo saqué del pueblo, cavé una fosa y lo sepulté. Mediada la noche, aquella mujer, que estaba en la cama, dio un grito. Toda la familia corrió a su lado y la interrogó por lo que le había ocurrido. Ella refirió: ‘Mientras dormía ha entrado el musulmán. Me ha cogido por la mano y me ha conducido al Paraíso. Al llegar ante la puerta el guardián me ha prohibido que entrase diciendo: ‘¡El Paraíso está prohibido a los infieles!’ Yo me he convertido en sus manos y he cruzado la puerta con el joven. He contemplado palacios y árboles que no os puedo describir. Él me ha conducido a un alcázar de pedrería y me ha dicho: ‘Ésta es nuestra morada. Yo no entraré más que contigo. Dentro de cinco días, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, estarás a mi lado’. Después alargó la mano a un árbol que estaba junto a la puerta de dicho alcázar, arrancó dos manzanas y me las dio diciendo: ‘Come ésta y guarda esta otra para mostrarla a los monjes’. Comí una: jamás he probado nada mejor.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven prosiguió:] «“‘Luego, tomándome de la mano me ha acompañado hasta casa. Al despertarme he notado que mi boca aún conservaba el sabor de la manzana y me he dado cuenta de que tenía la otra.’ La joven mostró una manzana que resplandecía en medio de las tinieblas nocturnas como si fuese una perla. Trasladaron a la joven y a la manzana al convento: nos narró su sueño y nos ofreció la manzana: jamás habíamos visto ningún fruto de este mundo que pudiera comparársele. Cogí un cuchillo y la corté en tantos pedazos como monjes éramos. Nunca habíamos comido nada más dulce ni de aroma más exquisito. Dijimos: ‘Tal vez ése haya sido un demonio que se le ha aparecido para apartarla de su religión’. Sus familiares la recogieron y se la llevaron. Desde aquel momento la joven se abstuvo de comer y de beber. Cinco noches después se levantó de la cama, salió de su casa y se dirigió a la tumba del musulmán: se arrojó encima de ella y expiró sin que sus familiares sospecharan nada de lo que ocurría. Al amanecer llegaron al pueblo dos ancianos musulmanes vestidos con trajes de pelo acompañados por dos mujeres. Dijeron: ‘¡Habitantes de este pueblo! ¡Por Dios! (¡ensalzado sea!). Ha muerto aquí una santa musulmana y a nosotros nos incumbe, y no a vosotros, ocuparnos de ella’. Los villanos buscaron a la muchacha y la hallaron muerta encima de la tumba. Exclamaron: ‘¡Ésta es una de nuestras correligionarias que ha muerto en nuestra religión! ¡Nosotros la enterraremos!’ Los dos jeques replicaron: ‘¡No! Ella ha muerto dentro del Islam y a nosotros nos corresponde el cuidar de sus honras fúnebres’. La discusión y la querella subió de tono, por lo que uno de los jeques dijo: ‘He aquí la prueba de que se ha convertido al Islam: reunid a los cuarenta monjes del convento para que intenten separarla de esa tumba: si pueden levantarla del suelo, eso será indicio de que es cristiana; si no lo consiguen, se acercará uno de nosotros y la levantará; si puede hacerlo será indicio de que es musulmana’. Los lugareños aceptaron esta proposición, reunieron a los cuarenta monjes y ayudándose los unos a los otros intentaron levantarla sin conseguirlo; entonces le ataron un calabrote a la cintura y tiraron de él sin más resultado que el de romperlo sin lograr que se moviese. Los lugareños se acercaron y repitieron la misma operación sin conseguir arrancarla de su sitio. Cuando vieron que eran incapaces de llevársela a pesar de todos sus esfuerzos dijeron a uno de los dos jeques: ‘¡Acércate y cógela!’ Se acercó, la envolvió en su manto y dijo: ‘¡En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso! ¡Por la fe del Enviado de Dios! (¡Él le bendiga y le salve!)’. La levantó hasta su pecho y los musulmanes se marcharon con ella a una gruta que estaba en las cercanías. La depositaron en ella y las dos mujeres la lavaron y la amortajaron. Luego los dos jeques rezaron sobre el cadáver y la enterraron junto a la tumba del joven. Después se marcharon. Todos nosotros habíamos presenciado este hecho. Al quedarnos a solas dijimos: ‘La verdad es más digna de ser seguida[152]. La verdad se nos ha mostrado clara y patentemente. No podemos tener una prueba más tajante de la verdad del islamismo que esa que hemos visto con nuestros propios ojos’. A continuación yo, todos los monjes del convento y todos los habitantes del pueblo nos convertimos al Islam. A continuación pedimos a los habitantes de la Chazira que nos enviasen un alfaquí para que nos instruyera en los preceptos del Islam y en los dogmas de su religión. Vino un piadoso doctor que nos enseñó las prácticas y los dogmas del Islam y hoy todos nosotros nos encontramos en un gran bienestar. ¡Alabado sea Dios! ¡Démosle las Gracias!”»

ABU ISA Y QURRAT AL-AYN

Amr b. Masada refiere: «Abu Isa, hijo de al-Rasid y hermano de al-Mamún, se había enamorado de Qurrat al-Ayn, esclava de Alí b. Hisam. La muchacha también le amaba pero Abu Isa escondía su pasión, no la revelaba ni se quejaba a nadie de ella de tal modo que nadie sospechaba su secreto. Todo esto lo hacía porque era magnánimo y valeroso. Había procurado comprársela a su dueño por todos los medios, pero no había podido lograrlo. Cuando se le terminó la paciencia y su pasión hubo alcanzado su límite extremo, cuando vio que era incapaz de arreglárselas para conseguir su propósito, se presentó ante al-Mamún en un día de audiencia, cuando ya se había retirado todo el público. Dijo: “¡Emir de los creyentes! Si tú pones hoy de improviso a prueba a tus altos funcionarios distinguirás de los demás a aquellos que son dignos. Sabrás el puesto que merece cada uno y la medida de su capacidad”. Abu Isa, al decir esto, procuraba arreglarse una ocasión en la que poder visitar a Qurrat al-Ayn en casa de su dueño. Al-Mamún contestó: “Tu opinión es certera”. A continuación mandó que le aprestasen una barca llamada La Volante. Se la acercaron y embarcó acompañado por un grupo de sus cortesanos. El primer alcázar en que entró fue el de Hamid al-Tawil al-Tusí. Llegaron cuando éste no les esperaba y le encontraron…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [prosiguió Masada: «… le encontraron] sentado encima de una estera: ante él se hallaban cantores que tañían con sus manos los instrumentos de música tales como laúdes, flautas y otros. Al-Mamún permaneció allí un rato. Después le ofrecieron de comer carne de cuadrúpedos, pero ningún guiso de carne de pájaros. Al-Mamún no tocó nada de lo que se le ofreció. Abu Isa dijo: “¡Emir de los creyentes! Hemos venido aquí de repente; su dueño no esperaba nuestra visita. ¡Marchémonos a una casa que esté preparada para recibirte!” El Califa y sus cortesanos se levantaron y acompañados por el hermano de aquél, Abu Isa, se marchó a casa de Alí b. Hisam. Éste cuando se enteró de la llegada del soberano le recibió de la mejor manera posible y besó el suelo ante él. A continuación acompañó a sus visitantes al alcázar y abrió la puerta de un salón como nadie, jamás, había visto otro igual: el suelo, las paredes y las columnas estaban recubiertos de mármol de todas clases y éste, a su vez, estaba decorado con pinturas griegas; el suelo estaba recubierto por esteras del Sind sobre las cuales reposaban alfombras de Basora. Dichas alfombras se extendían a todo lo largo y lo ancho de la habitación. Al-Mamún se sentó un rato y contempló la casa, el techo y las paredes. Después dijo: “¡Danos algo de comer!” En el mismo instante le presentó cerca de cien platos, entre ellos unos de gallinas y otras aves, sopas, fritos y platos fríos. Una vez hubo comido dijo: “¡Dadnos algo de beber, Alí!” Le ofreció un vino reducido a la tercera parte de su volumen a base de cocer en él frutos y especies olorosas; lo sirvió en vasos de oro, de plata y de cristal que ofrecían pajes semejantes a la luna llena. Éstos vestían telas de Alejandría tejidas en oro y llevaban botellas de cristal que colgaban del pecho y que contenían agua de rosas almizclada. Al-Mamún se admiró muchísimo de lo que veía y exclamó: “¡Abu-l-Hasán!” Éste se puso de pie en un salto, besó la alfombra y se colocó ante el Califa diciendo: “¡Heme aquí, Emir de los creyentes!” “Haz que oigamos alguna canción emocionante.” “¡De buen grado, Emir de los creyentes!” Mandó a uno de sus servidores que fuese a buscar a las esclavas cantoras. El criado se ausentó y en un abrir y cerrar de ojos compareció acompañado por diez esclavos que llevaban diez tronos de oro. Colocaron éstos en el suelo y al cabo de un instante comparecieron diez esclavas que parecían lunas resplandecientes y arriates en flor: vestían de brocado negro y tocaban su cabeza con diademas de oro. Avanzaron hasta sentarse en los tronos y cantaron toda suerte de melodías. Al-Mamún se fijó en una de ellas y quedó fascinado por su gracia y por su buen aspecto. Le preguntó: “¿Cómo te llamas?” “Sachchach, Emir de los creyentes.” “¡Cántame algo, Sachchach!” La joven inició una melodía y recitó estos versos:

Me puse en marcha temerosa, a hurtadillas; avancé como el adalid que ve dos leoncillos en la aguada.

Mi espada era la humildad; mi corazón estaba apasionado y a la vez tímido pues temía que le observasen los ojos del enemigo.

Así me presenté ante una muchacha suave como la gacela que busca al hijo extraviado entre las dunas.

»Al-Mamún le dijo: “¡Magnífico, muchacha! ¿De quién son estos versos?” “De Amr b. Madi Karib al-Zubaydí y la música de Maabad.” Al-Mamún, Abu Isa y Alí b. Hisam bebieron. Se marcharon las diez esclavas y acudieron otras diez. Cada una iba vestida con telas yemeníes tejidas en oro. Se sentaron en las sillas y cantaron distintas melodías. Al-Mamún se fijó en una de ellas que parecía un antílope salvaje. Le dijo: “¿Cómo te llamas, muchacha?” “Zabya, Emir de los creyentes.” “¡Cántanos algo, Zabya!” La joven gorjeó con sus labios y recitó este par de versos:

Mujeres nobles, huríes incapaces de cualquier desmán, comparables a las gacelas de la Meca cuya caza está prohibida.

Creerías, al oír la suavidad de sus palabras, que son adúlteras pero el Islam les impide cometer cualquier pecado.

»Cuando hubo terminado de recitar estos versos, al-Mamún le dijo: “¡Estupendo!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Mamún prosiguió:] «“¿De quién son estos versos?” “De Charir y la música de Ibn Suraych.” Al-Mamún y sus contertulios bebieron otra ronda mientras las esclavas se retiraban y eran substituidas por otras diez que parecían jacintos y que vestían brocado rojo tejido en oro incrustado de perlas y aljófares: llevaban la cabeza descubierta. Se sentaron en las sillas y cantaron distintas melodías. Al-Mamún se fijó en una de ellas que parecía el sol del día. Le preguntó: “¿Cómo te llamas, esclava?” “Fatin, Emir de los creyentes.” “¡Cántanos algo, Fatin!” Moduló unas melodías y recitó estos versos:

Concédeme la unión contigo, pues éste es el momento. ¡La separación que he soportado es más que suficiente!

Tú eres aquel cuyo rostro reúne todas las bellezas y yo he agotado ya toda mi paciencia.

He pasado mi vida deseándote: ¡ojalá que todo lo pasado me sirva para llegar a un acuerdo!

»El Califa exclamó: “¡Estupendo, Fatin! ¿De quién son estos versos?” “De Adí b. Zayd. La música es muy antigua.” Al-Mamún, Abu Isa y Alí b. Hisam bebieron otra ronda mientras se retiraban aquellas esclavas y eran substituidas por otras diez que parecían perlas. Vestían trajes tejidos con oro rojo y llevaban cinturones incrustados de aljófares. Al-Mamún dijo a una de ellas que parecía ser una rama de sauce: “¿Cómo te llamas, esclava?” “Rasa, Emir de los creyentes.” “¡Cántanos algo, Rasa!” Moduló unas melodías y recitó estos versos:

Ojos como brotes en flor que curan la pasión: se parece a la gacela cuando mira.

He bebido el vino de su mejilla y he luchado por la copa hasta que se plegó.

Pasó la noche a mi lado y yo permanecí junto a ella diciéndome: “Esto era lo que deseaba”.

»Al-Mamún exclamó: “¡Estupendo, esclava! ¡Canta algo más!” La joven besó el suelo ante el Califa y entonó este verso:

Salí, poco a poco, a ver el cortejo nupcial vistiendo una camisa exquisitamente perfumada.

»Al-Mamún se impresionó muchísimo al oír este verso y cuando la muchacha se dio cuenta de ello volvió a repetirlo. A continuación el Califa dijo: “¡Acercad La Volante!” Y se dispuso a embarcar y marcharse. Pero Alí b. Hisam le detuvo diciendo: “¡Emir de los creyentes! Tengo una esclava que he comprado por diez mil dinares y que se ha adueñado de todo mi corazón. Quiero presentársela al Emir de los creyentes. Si le gusta y le place pasará a ser de su propiedad. En caso contrario, deja que te cante algo”. “¡Tráemela!” Salió una joven que parecía una ramita de sauce con dos ojos negros arrobadores y con unas cejas que parecían arcos. Llevaba en la cabeza una corona de oro rojo incrustada en perlas y aljófares y debajo una cinta en la que estaba escrito, con crisolita, este verso:

Es un genio; un genio la ha enseñado a herir los corazones con un arco sin cuerda.

»La esclava andaba como si fuese una gacela fugitiva y era capaz de enloquecer a un asceta. No se detuvo hasta haberse sentado en la silla.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «Al-Mamún, al verla, quedó pasmado de su belleza y de su hermosura y el corazón de Abu Isa empezó a hacerse añicos mientras que su rostro palidecía y apenas podía contenerse. Al-Mamún le preguntó: “¿Qué te ocurre, Abu Isa, para ponerte tan intranquilo?” “¡Emir de los creyentes! Es debido a una enfermedad que me molesta de cuando en cuando.” “¿Es que conoces de antes a esta esclava?” “¡Sí, Emir de los creyentes! ¿Es que puede esconderse la luna?” Al-Mamún le preguntó a ella: “¿Cómo te llamas, esclava?” “Qurrat al-Ayn, Emir de los creyentes.” “¡Cántanos algo, Qurrat al-Ayn!” La joven entonó estos dos versos:

Los amados se han apartado de ti aprovechando las tinieblas de la noche. Al amanecer estaban ya en camino con los peregrinos.

Levantaron las tiendas del poderío alrededor de sus pabellones y se escondieron detrás de velos de brocado.

»El Califa le dijo: “¡Estupendo! ¿De quién son estos versos?” “De Dibil al-Juzaí; la música es de Zarzur al-Sagir.” Abu Isa la miraba y se ahogaba en lágrimas constituyendo la admiración de todos los contertulios. La joven se volvió hacia al-Mamún y dijo: “¡Emir de los creyentes! ¿Me permites que cambie las palabras de esta música?” “¡Canta lo que quieras!”

»Tocó una melodía y entonó estos versos:

Cuando tú satisfaces al amigo y éste te satisface, guarda, del modo más celoso posible, en el secreto, tu amor.

Evita el dar de qué hablar a los censores, pues el maldiciente casi siempre busca la separación de los amantes.

Dicen que el amante, cuando está cerca del amado, se ahoga; que la lejanía cura la pasión.

Hemos intentado curamos por todos los medios, pero no lo hemos conseguido. Más vale estar cerca que lejos.

Pero el estar cerca no sirve de nada si aquel al que amas no te responde.

»Cuando hubo terminado de recitar estos versos dijo Abu Isa: “¡Emir de los creyentes!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Isa prosiguió:] «“Aunque me cubra de vergüenza me quedaré tranquilo. ¿Me permites que le conteste?” “¡Sí! Di lo que quieras.” Abu Isa se tragó las lágrimas y recitó estos dos versos:

He callado y no he dicho que estoy enamorado. He intentado ocultarme, a mí mismo, este amor.

Si el amor se ha hecho patente en mis ojos ha sido debido a estar al lado de la luna deslumbrante.

»Qurrat al-Ayn cogió el laúd, lo afinó, tocó unas melodías y recitó estos versos:

Si fuera verdad lo que dices no te hubieses contentado con simples deseos.

No hubieses sabido prescindir de una joven de prodigiosa belleza, espiritual.

Lo que tú aseguras no son más que palabras pronunciadas con la punta de la lengua.

»Al terminar Qurrat al-Ayn estos versos Abu Isa rompió a llorar, a sollozar y a lamentarse con sinceridad. Después levantó la cabeza y exhalando profundos suspiros recitó estos versos:

Debajo de mis vestidos se encuentra un cuerpo extenuado; en mi corazón hay una pena que todo lo inunda.

La enfermedad de mi corazón es crónica; mis ojos están inundados por un mar de lágrimas.

Cada vez que una persona inteligente me deja en paz aparece un censor para reñirme por mi amor.

¡Dios mío! ¡No puedo ya soportar más todo esto! ¡Dame la muerte o un rápido consuelo!

»Cuando Abu Isa hubo terminado de recitar estos versos, Alí b. Hisam dio un salto, corrió a sus pies y se los besó. Dijo: ¡Señor mío! ¡Dios ha oído tu plegaria, ha oído lo que le pedías en secreto y te la concede con todos sus bienes y ropas, siempre y cuando el Emir de los creyentes no la quiera para él!” Al-Mamún intervino: “Aunque la desease se la entregaría a Abu Isa y le ayudaría en la consecución de su deseo”.

»Al-Mamún embarcó en La Volante. Abu Isa se quedó en espera de Qurrat al-Ayn, la recogió y se marchó, muy satisfecho, con ella a su casa. ¡Fíjate en lo grande que era la hombría de Alí b. Hisam!»

AL-AMIN Y SU TÍO IBRAHIM B. AL-MAHDÍ

Se cuenta que al-Amin, hermano de al-Mamún, fue de visita a casa de su tío Ibrahim b. al-Mahdí. Encontró en ella una esclava que tocaba el laúd: era una de las mujeres más hermosas. Su corazón se inclinó hacia ella y lo hizo patente a su tío Ibrahim. Éste se la envió con un hermoso vestido y preciosos aljófares. Al-Amin, al verla, creyó que su tío había sostenido relaciones con ella y se negó, por esta causa, a poseerla. Aceptó los regalos que la acompañaban pero se la devolvió. Cuando un criado explicó todo esto a Ibrahim, éste tomó una camisa de seda bordada y escribió en el faldón este par de versos:

¡No! ¡Juro por Aquel ante el que se inclinan las frentes que desconozco lo que se esconde debajo del camisón;

y lo que encierra su boca! Sólo hemos hablado y cambiado miradas.

A continuación mandó a la muchacha que se pusiese aquella camisa, le entregó un laúd y se la envió de nuevo. Al presentarse ante el Califa besó el suelo, afinó el laúd y le cantó estos versos:

Has puesto al descubierto lo que pensabas al devolver el regalo: tu repugnancia por mí se ha hecho patente.

Si te repugna algo de lo ocurrido, perdona, como Califa, lo que hace tiempo que ha ocurrido.

Cuando hubo terminado estos versos, al-Amin descubrió lo que estaba escrito en el faldón de la camisa y ya no pudo contenerse.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Amin] atrajo hacia sí a la esclava, la besó, le asignó una habitación, dio las gracias a su tío Ibrahim por el regalo y le concedió el gobierno de al-Rayy.

EL CALIFA AL-MUTAWAKKIL Y AL-FATH B. JAQAN

Se refiere que al-Mutawakkil tomaba una medicina y todo el mundo le enviaba regalos de gran valor y de todas clases. Al-Fath b. Jaqan le hizo el presente de una esclava virgen que era la mujer más hermosa de su tiempo; llevaba ésta un vaso de cristal lleno de vino rojo y una copa en la que, en negro, estaban escritos estos versos:

Cuando el imán ha terminado de tomar la medicina, tras la cual han venido la salud y el bienestar,

no hay mejor cura que la de beber este vino en una copa tal;

rompa después el sello que le ha sido regalado[153], pues es cosa conveniente para después de la medicina.

La joven se presentó ante el Califa cuando éste tenía al lado al médico Yuhanna. Éste, al leer los versos, se sonrió y exclamó: «¡Por Dios, Emir de los creyentes! Al-Fath conoce la medicina mejor que yo. No contravengas, Emir de los creyentes, lo que te ha mandado».

El Califa siguió el consejo del médico, tomó la medicina tal como indicaban los versos y Dios le curó y satisfizo sus deseos.

DISCUSIÓN SOBRE EL MÉRITO DE LOS SEXOS

Una persona bien enterada refiere: «Jamás he visto mujer de entendimiento más agudo, de inteligencia más perspicaz, de ciencia más profunda, de conocimientos más extensos ni de costumbres más delicadas que una mujer predicadora, de Bagdad. Se llamaba Sayyidat al-Masayj. Vino a la ciudad de Hama el año 561 y predicó a las gentes, desde el pulpito, de un modo aleccionador. Los alfaquíes, los juristas y las personas instruidas acudían a su domicilio, le proponían problemas de derecho y discutían con ella las cuestiones difíciles. Un día fui a verla acompañado por un amigo, hombre culto. Al tomar asiento, junto a ella, nos ofreció una bandeja de frutos y se sentó detrás de una cortina. Un hermano suyo, muy hermoso, se quedó a nuestro lado para servirnos.

Cuando hubimos terminado de comer empezamos a asaetearla con cuestiones jurídicas y yo le propuse un problema que estaba en discusión entre los imanes. La mujer empezó a contestar y yo la escuchaba mientras que mi amigo estaba absorto en la contemplación del rostro del hermano, admirando su hermosura y haciendo caso omiso de lo que explicaba. Aquella mujer le veía desde detrás de la cortina. Al terminar de hablar se volvió hacia él y le dijo: “¡Creo que tú eres uno de esos que prefieren los hombres a las mujeres!” Él le contestó: “¡Así es!” “¿Por qué?” “Porque Dios ha hecho al varón superior a la hembra…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre prosiguió:] «“…y a mí me gusta lo bueno y desprecio lo malo”. Aquella mujer rompió a reír y replicó: “¿Serás equitativo conmigo si te discuto en este tema?” “Sí.”

»El visitante empezó: “¿Cuál es la prueba de que el varón es superior a la hembra? Las pruebas son de dos clases: las que facilita la tradición y las que suministra el entendimiento. Las que se basan en la tradición reposan en el Corán y en la azuna. Dios (¡ensalzado sea!) dice: ‘Los hombres están por encima de las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos respecto de otros[154], y añade: ‘Pedid el testimonio de dos testigos elegidos entre vuestros hombres. Si no encontráis dos hombres requerid a un hombre y dos mujeres’[155]. Dice también en el versículo de las herencias: ‘Si hubiese varios hermanos, varones y hembras, al varón corresponde una parte igual a la de dos hembras’[156]. En estos casos, Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) da preferencia al varón sobre la hembra e indica que la hembra vale la mitad del varón, puesto que éste le es superior. En cuanto a la azuna, ésta nos refiere que el Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) estipuló que el precio de la sangre de la mujer fuese la mitad que el del hombre. Los argumentos racionales muestran que el varón es activo y la mujer pasiva y el elemento agente tiene más valor que el paciente”.

»La alfaquí le replicó: “Has hablado correctamente, señor mío, pero —¡por Dios!— has expuesto, con tu propia lengua, pruebas que van en contra de ti y has dado argumentos que no te favorecen, sino que te perjudican. La razón de esto es que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha puesto al varón por encima de la hembra teniendo en cuenta la virilidad y en esto no discrepamos; pero, desde este aspecto, el niño, el muchacho, el joven, el hombre maduro y el viejo son iguales, no existe ninguna diferencia entre ellos. Si la superioridad derivase de su virilidad, tu propia naturaleza te haría sentirte satisfecho tanto con el viejo como con el joven, ya que no hay diferencia de sexo entre ellos. La discusión entre nosotros se ha iniciado acerca de las cualidades que hacen agradable la compañía y el placer. Sobre esto no me has dado ninguna prueba que demuestre la superioridad del hombre sobre la mujer”.

»Le contestó: “¡Señora mía! ¿Es que no sabes cómo se distingue el muchacho por las bellas proporciones de su talle, por su mejilla sonrosada, por lo agradable de su sonrisa y por la dulzura de sus palabras? El joven es, en todos estos aspectos, superior a la mujer. La prueba de ello es que se refiere del Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) que dijo: ‘No clavéis vuestra mirada en los jóvenes, pues tienen los ojos como las huríes’. A nadie se oculta la superioridad del hombre sobre la mujer. ¡Qué bellas son las palabras de Abu Nuwás!:

La menor de sus virtudes es que está libre de la menstruación y del embarazo.

»”El poeta dice:

El imán Abu Nuwás, que sienta autoridad en materia de juergas y libertinaje, dice:

‘¡Gentes que amáis las mejillas con bozo! ¡Gozad ahora de las dulzuras que no se encuentran en el Paraíso!’

»”Cuando alguien, describiendo a una esclava, emplea él hipérbole y quiere alabarla, compara sus cualidades con las de un joven…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el hombre prosiguió:] «“…ya que éste es más bello. Así dice un poeta:

Con caderas de joven se balancea en el amor del mismo modo que una rama de sauce batida por el aquilón.

»”Si el muchacho no tuviera más valor y fuera más bello no compararía con él a la esclava. Sabe (¡Dios, ensalzado sea, te proteja!) que el joven es dócil, complaciente, de trato y costumbres agradables y enemigo de las querellas, sobre todo cuando empieza a brotarle el bozo, a salirle el bigote y a teñirse sus mejillas con el color rojo de la juventud. ¡Qué bellas son estas palabras de Abu Tamam!:

El censor dice: ‘El pelo apunta en sus aladares’. Respondo: ‘¡No sigas! ¡Esto no le perjudica!’

Cuando empezó a avanzar con sus caderas, brotó el bigote sobre la perla de sus dientes,

y la rosa juró del modo más solemne que no separaría jamás sus gracias de aquellas mejillas,

le hablé, sin pronunciar palabra, con los párpados, y él me contestó con las cejas.

Su belleza es la que tú sabes y el pelo le protege de quienes le solicitan.

Sus atractivos son más dulces y más hermosos desde que ha apuntado el bozo y ha brotado el bigote.

Aquellos que me censuran el que le ame cuando se refieren a nosotros dos, dicen: ‘Su dueño’.

»”Otro dice:

Los censores dicen: ‘¿Qué significa esta pasión por un joven? ¿No ves el pelo que crece en sus mejillas?’

Respondo: ‘¡Por Dios! Si quien se burla de mí contemplase la rectitud que hay en sus ojos no se aguantaría’.

¿Quién es el que vive en una tierra estéril? ¿Cómo marcharse de ella cuando llega la primavera?

»”Otro dice:

Los censores dicen de mí: ‘¡Ya se ha consolado!’ ¡Mienten! Aquel al que toca la pasión no se consuela.

No me contentaba cuando en su mejilla sólo florecía la rosa, ¿cómo he de consolarme ahora que alrededor de la rosa ha brotado el mirto?

»”Otro dice:

Es un joven cuyas miradas trémulas y el bozo se ayudan en dar muerte a los hombres:

Vierte la sangre con una espada de narciso con vaina de mirto.

»”Otro dice:

No me ha emborrachado con su vino; son sus pelos los que embriagan a la gente.

Cada uno de sus atractivos envidia al otro pero todos, a la vez, querrían ser el bozo.

»”Éstas son las cualidades que poseen los jóvenes y que no tienen las mujeres. Con ellas les basta para vanagloriarse y distinguirse de las hembras.”

»La alfaquí le contestó: ¡Que Dios (¡ensalzado sea!) te dé la salud! Tú te has impuesto el sostener la discusión y has hablado, y no poco, aduciendo pruebas en favor de tu tesis. Pero ahora ‘la verdad se ha hecho patente’[157]; no te apartes de su sendero y si no te contentas con una exposición sumaria te la haré en detalle. ¡Que Dios te proteja! ¿Qué parangón puede tener el joven respecto de la muchacha? ¿Quién puede comparar el cordero con la vaca? La mujer es suave al hablar, hermosa; es una rama de basilisco con una boca semejante a la manzanilla, cabellos como riendas, mejillas como anémonas, cara como manzanas, labios como vino, pecho como granadas y cuello como ramas; tiene una figura esbelta, un cuerpo bien proporcionado; el perfil es el de una espada reluciente; la frente, despejada; cejijunta, con los ojos sombreados de negro. Si habla, brota de sus labios una cascada de perlas y atrae los corazones con la agudeza de su espíritu; si sonríe crees que la luna llena se muestra entre sus labios; si mira dirías que sus pupilas desenvainan espadas. La mujer reúne todas las bellezas y ella es el eje en tomo al cual giran nómadas y sedentarios. Tiene dos labios rojos más suaves que la manteca, más dulces al gusto que la miel…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió:] «“…su pecho parece una carretera entre dos colinas en el cual se encuentran dos senos como dos arquetas de marfil; su vientre tiene suaves cauces y frescura de flor; sus muslos, bien repletos, parecen columnas de perla y sus nalgas ondulantes constituyen un mar de cristal o montes de luz; sus pies son delicados, sus manos lingotes de oro puro. ¡Desgraciado! ¿Desde cuándo se pueden comparar los seres humanos con los genios? ¿Es que ignoras que los grandes reyes y los más nobles señores se han humillado siempre ante las mujeres y de ellas hicieron depender todas las delicias? Las mujeres dicen: ‘Sujetamos al hombre por el cuello y le robamos el corazón’. ¡A cuántos ricos han hecho pobres! ¡A cuántos poderosos han humillado! ¡A cuántos nobles han sometido!

»”Las mujeres han seducido a los literatos, han vuelto frescos a los piadosos, han empobrecido a los ricos y han reducido a la nada a personas de posición desahogada. A pesar de todo ello las personas inteligentes las aman y honran más y más y no consideran que esto constituya una falta o una humillación. ¡Cuántas criaturas han desobedecido, por ellas, a su señor y han causado el enojo de su padre y de su madre! Y todo porque su corazón se ha enamorado de una mujer. ¿Es que no sabes, desgraciado, que para ellas se construyen los palacios, se tienden las cortinas, se compran los esclavos y corren las lágrimas? Para ellas son el almizcle, las joyas y él ámbar; por su causa se reúnen los ejércitos, se construyen los cuarteles, se almacenan las provisiones y se cortan los cuellos. Quien dijo que decir ‘mundo’ equivale a decir ‘mujeres’ dijo la verdad.

»”Los nobles hadices que has citado constituyen una prueba en contra tuya en vez de serlo a favor, ya que el Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) ha dicho: ‘No clavéis vuestra mirada en los jóvenes, pues tienen los ojos como las huríes’. Compara a los jóvenes con las huríes del Paraíso, pero no cabe duda de que aquello con lo que se compara es superior a la cosa comparada. Si las mujeres no fuesen más hermosas y mejores ¿por qué iba a comparar con ellas otros seres? Respecto a eso que has dicho de que la joven se compara con el muchacho, no es así, al contrario: el muchacho se compara a la muchacha y se dice: ‘Este joven parece una muchacha’. Las pruebas que has querido sacar de los versos nacen de aberraciones de la naturaleza a este respecto. Dios (¡ensalzado sea!) ha reprendido en su noble libro y ha reprobado las acciones abominables de los sodomitas habituales, a los perversos contraventores, al decir: ‘¿Iréis a los varones de los mundos y abandonaréis lo que vuestro Señor os ha creado en vuestras esposas? ¡Vosotros sois gentes transgresoras![158]’ Tales son los que equiparan al hombre con la mujer dada la perversión de su vicio y su irreligiosidad; siguiendo a sus deseos y a Satanás hasta el punto de decir: ‘La mujer tiene doble uso’. Todos éstos se han apartado del recto camino de los hombres, tal y como dice el más autorizado de ellos, Abu Nuwas:

Delgada la cintura, hombruna, sirve a la vez para el invertido y el mujeriego.

»”Has hablado de la belleza que encierra el nacimiento de la barba y la salida del bigote aumentando la hermosura y la perfección del joven, pero, ¡por Dios!, te has salido del buen camino y has dicho algo que no es verdad, puesto que el bozo transforma a las perfecciones de la belleza en suciedades”. A continuación recitó estos versos:

La aparición del cabello en su cara venga al amante de las injusticias cometidas con él.

Jamás he visto una cara sucia de humo sin que el cuello se pareciese al carbón.

Cuando todo el papel está negro ¿por dónde crees que ha de pasar la pluma?

Si prefieren a éste en vez de aquél es debido a la ignorancia de la verdad.

»Una vez hubo terminado de recitar estos versos, siguió diciendo: “¡Gloriado sea Dios, el Grande!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió:] «“… ¿Es que no sabes que el placer sólo se encuentra en las mujeres, que la dicha durable sólo se halla en ellas? Es así porque Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha prometido a sus profetas y a sus santos que tendrán en el Paraíso a las huríes de ojos negros y que éstas constituirán la recompensa de sus buenas acciones. Si Dios (¡ensalzado sea!) hubiese sabido que la delicia del placer se encuentra en seres distintos de la mujer, se los hubiese prometido como recompensa. El Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) ha dicho: ‘Hay tres cosas que amo en vuestro mundo: las mujeres, los perfumes y la tranquilidad que mis ojos hallan en la oración’. Si Dios ha colocado pajes como criados de los profetas y de los santos en el Paraíso[159] es debido a que éste constituye la mansión de las delicias y dulzuras, que no sería perfecta de no tener pajes como criados. Pero el uso de éstos con otro fin es algo reprobable y maldito. ¡Qué bien se expresó el poeta al decir!:

Que el hombre busque el trasero es reprobable; los hombres que buscan la vagina son nobles.

¡Cuántos elegantes y finos, después de haber pasado la noche entre las nalgas de un muchacho, aparecen por la mañana malolientes!

Sus vestidos se han coloreado con la mierda del ano mostrando así su vileza y su vicio.

No pueden negarlo, ya que sus vestidos están sucios, en pleno día, por las manchas de los excrementos.

¡Cuán grande es la diferencia con aquel que ha dormido con una hurí que queda con la vista encantada!

Cuando se separan, ésta le regala un perfume cuyo buen olor impregna la casa.

El garzón no puede medirse con ella: ¿acaso se compara el áloe fragante con la mierda?”

»La joven concluyó: “Vosotros me habéis hecho abandonar las reglas del pudor y prescindir de las maneras de las mujeres nobles para hablar de cosas torpes e ilícitas que no son propias de los sabios. Pero ‘el pecho de los hombres decentes encierra, como en una tumba, los secretos’; las tertulias se celebran en la intimidad y los actos se juzgan según las intenciones. Yo pido perdón a Dios, el Grande, por mí, por vosotros y por el resto de los musulmanes. Él es el Perdonador, el Misericordioso”.

»Después de esto se calló y no contestó a ninguna de las demás preguntas que le hicimos. Nos marchamos de su lado contentos por lo mucho que nos había edificado su conversación y tristes por tener que separarnos de ella.»

ABU SUWAYD Y LA VIEJA HERMOSA

Refiere Abu Suwayd: «Un día entré con un grupo de amigos en un jardín para comprar algunos frutos. Junto al mismo encontramos a una anciana de cara lozana, pero con los cabellos de la cabeza blancos: estaba arreglándolos con un peine de marfil. Nos paramos a su lado, pero no nos hizo caso ni se cubrió la cabeza. Le dije: “¡Anciana! Si tiñeses tus cabellos de negro serías más hermosa que una adolescente. ¿Qué es lo que te impide hacerlo?” Volvió la cabeza hacia mí…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuatrocientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la anciana] «… abrió los ojos y recitó estos dos versos:

He teñido lo que el tiempo ya había teñido, pero el tinte se ha ido y ha quedado el de la edad.

¡Ah, de aquellos días en que andaba con el vestido de mi juventud y recibía por delante y por detrás!

»Le dije: “¡Que Dios te proteja, vieja! ¡Qué sincera eres al expresar tu gusto por los placeres prohibidos y cómo mientes al decir que te has arrepentido de tus pecados!”»

ALÍ B. MUHAMMAD Y LA ESCLAVA MUNIS

Se refiere que Alí b. Muhammad b. Abd Allah b. Tahir vio expuesta, para ser vendida, una esclava llamada Munis: era magnífica, estaba instruida y era poetisa. Le preguntó: «¿Cómo te llamas?» Le contestó: «¡Que Dios te proteja, Emir! Me llamo Munis». El Emir sabía previamente su nombre. Bajó un momento la cabeza, la levantó en seguida y recitó este verso:

¿Qué dices de aquel a quien, a causa de tu amor, le ha sorprendido una desgracia que le ha dejado aturdido?

Ella replicó: «¡Que Dios proteja al Emir!», e improvisó este verso:

Si viésemos a un amante afligido por la pasión, a nosotros nos incumbiría favorecerle.

Le gustó esta contestación, la compró por setenta mil dirhemes y tuvo con ella a su hijo Ubayd Allah b. Muhammad que fue muy célebre.

LAS DOS MUJERES Y SUS RESPECTIVOS AMANTES

Refiere Abu-l-Ayna: «En nuestro barrio vivían dos mujeres. Una de ellas tenía por amante a un hombre y la otra a un jovenzuelo. Una noche se reunieron en la azotea de una de ellas que estaba cerca de mi casa. No sabían que yo estuviese dentro y la amante del jovenzuelo dijo a la otra: “¡Hermana mía! ¿Cómo puedes soportar la dureza de su barba cuando se extiende sobre tu pecho y te besa, cuando te pasea los bigotes por encima de los labios y de tus mejillas?” La otra replicó: “¡Necia! ¿Es que el árbol es bello sin hojas o el pepino sin sus pelillos? ¿Es que has visto en el mundo algo más horrible que un tiñoso sin pelo? ¿No te das cuenta que la barba en el hombre es como las trenzas en la mujer? ¿Cuál es la diferencia que hay entre la mejilla y la barba? ¿Es que ignoras que Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) ha creado en el cielo un ángel que dice: ‘¡Gloria a Aquel que ha embellecido al hombre con la barba y a la mujer con las trenzas!’? Si la barba no fuese algo bello, como las trenzas, no aparecerían citadas a la par, necia. ¿Cómo podría tenderme debajo de un adolescente que va más rápido que yo y que concluye antes de que yo empiece, abandonando a un hombre que cuando huele abraza, entra lentamente y cuando termina vuelve a la carga; que se mueve estupendamente y cuando concluye empieza de nuevo?” La amante del muchacho escuchó con aflicción estas palabras y replicó: “¡Por el Señor de la Kaaba! ¡Planto a mi jovenzuelo!”»