HISTORIA DEL CABALLO DE ÉBANO

SE cuenta que en el tiempo más antiguo vivía un gran rey muy poderoso. Tenía tres hijas, semejantes a un plenilunio sin nubes, a jardines en flor. Tenía, además, un hijo varón que era como la luna llena. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de su imperio, se presentaron ante él tres sabios. El primero llevaba un pavo de oro; el segundo, una trompeta de bronce, y el tercero, un caballo de marfil y de ébano. El rey les preguntó: «¿Qué significan estas cosas? ¿Qué utilidad tienen?» El dueño del pavo explicó: «Este pavo grita y agita sus alas a cada hora que transcurre, sea de día o sea de noche». El dueño de la trompeta dijo: «Si esta trompeta se coloca en la puerta de la ciudad, hace el oficio de guardián, ya que si entra en ella un enemigo, la trompeta da la alarma, lo reconoce y lo pone en retirada». El dueño del caballo explicó: «¡Señor mío! Si un hombre monta en este caballo, será conducido al país que desee». El rey les replicó: «No os recompensaré hasta haber probado la utilidad de estos inventos». Probó el pavo, y vio que era tal como lo había descrito su dueño; probó la trompeta, y comprobó que respondía exactamente a la descripción de su dueño. El rey dijo a los dos sabios: «¡Pedidme lo que deseéis!» «Cada uno de nosotros quiere casarse con una de tus hijas.» Luego se adelantó el dueño del caballo, besó el suelo delante del rey y le dijo: «¡Rey del tiempo! ¡Concédeme lo mismo que has concedido a mis amigos!» «Espera que pruebe lo que has traído.» Entonces se adelantó el hijo del rey y dijo: «¡Padre! Yo montaré ese caballo, y comprobaré sus cualidades». El rey replicó: «¡Hijo mío! ¡Pruébalo como quieras!» El muchacho se acercó al corcel y espoleó, pero no se movió de su sitio. Preguntó: «¿Dónde está el sabio que decía que este caballo andaba?» El hombre se acercó al hijo del rey y le enseñó la manivela de la subida. Le dijo: «Da la vuelta a esta llave». El hijo del rey lo hizo así, y el caballo se estremeció y se echó a volar hacia las nubes con el hijo del rey. Voló ininterrumpidamente hasta perderse de vista. El hijo del rey se quedó perplejo, y se arrepintió de haber montado en el caballo. «¡Este sabio ha buscado el medio de aniquilarme! ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Empezó a examinar todos los miembros del animal, y mientras hacía esto descubrió algo que parecía la cabeza de un gallo en el hombro derecho del caballo; en el hombro izquierdo había otra pieza igual. El príncipe dijo: «No veo ningún otro signo, aparte de estos dos botones». Apretó el que estaba en el lado derecho, y el caballo aumentó la velocidad y la altura. Volviéndose luego hacia el hombro izquierdo, tocó el botón, lo movió y los movimientos del corcel se hicieron más lentos y empezó a bajar poco a poco, con cuidadosos movimientos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el príncipe comprobó con ello las virtudes del caballo, y el corazón se le llenó de alegría y de gozo. Dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por los favores que le había hecho al salvarlo de la muerte. Fue descendiendo durante todo el día, ya que había subido muy alto. Mientras bajaba, movía la cabeza del animal a su placer: bajaba o subía, según quisiera. Cuando se hubo familiarizado con el caballo, llegó a una región de la tierra y empezó a contemplar lo que había en sus comarcas y ciudades, que no conocía ni había visto en toda su vida. Entre las muchas cosas que distinguió había una ciudad, de bellos edificios, construida en medio de una tierra verde, floreciente, con muchos árboles y ríos. Se dijo: «¡Quién supiera el nombre de esta ciudad y la región en la que se encuentra!» Empezó a dar vueltas en torno a la misma y a examinarla a derecha e izquierda. El día se iba, y el sol estaba a punto de ponerse. Se dijo: «No encontraré un lugar más hermoso que esta ciudad para pasar la noche. Dormiré en ella, y cuando llegue la mañana regresaré al lado de mi familia, a la sede de mi reino, y explicaré a mis parientes y a mi padre lo que me ha ocurrido; les contaré lo que han contemplado mis ojos». Empezó a buscar un lugar seguro para él y para su caballo, y no encontró ninguno que le agradara. En esto descubrió en el centro de la ciudad un alcázar que se levantaba por los aires y que estaba rodeado por anchas murallas de elevadas almenas. El príncipe se dijo: «Este lugar es magnífico». Empezó a maniobrar con el botón que hacía descender el caballo, y no paró de bajar hasta que se posó en la azotea del alcázar. Descabalgó y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!). Empezó a dar vueltas en torno al caballo, lo contempló y dijo: «¡Por Dios! ¡Quien te ha hecho de este modo es un experto sabio! Si Dios (¡ensalzado sea!) me devuelve a mi país y a mi familia salvo, reuniéndome con mi padre, he de colmar de favores y regalos a un sabio como éste». Se sentó en la azotea del palacio, y allí permaneció hasta que todos estuvieron durmiendo. Tenía mucha hambre y sed, ya que no había comido nada desde que se separó de su padre. Se dijo: «En un palacio como éste no deben faltar alimentos». Dejó allí el caballo y bajó para ver si encontraba algo de comida. Vio una escalera y descendió por ella: fue a parar a una sala cubierta de mármoles, ante la cual quedó boquiabierto, por lo bien construida que estaba; pero no encontró ningún ser viviente ni oyó el menor ruido, Se detuvo y miró a derecha e izquierda, sin saber hacia dónde dirigirse. Se dijo…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe se dijo:] «Lo mejor que puedo hacer es volver al lugar en que he dejado el caballo y pasar la noche a su lado; por la mañana montaré y me iré.» Mientras así reflexionaba, vio una luz enfrente de él. Miró bien y descubrió un grupo de doncellas, entre las cuales había una tan esbelta como el Alif, cuya belleza parecía la de la luna radiante, tal como ha dicho el poeta:

Vino, sin previa cita, en la oscuridad de las tinieblas, tal como si fuese la luna llena cuando aparece por encima del horizonte.

Esbelta, no halla entre las criaturas quien pueda compararse con ella en el fulgor de su belleza o en el esplendor de su aspecto.

Apenas mis ojos contemplaron sus bellezas, grité: «¡Gloria a Aquel que creó el hombre de un coágulo!»[128]

Pido a Dios que la proteja de los ojos de todos los hombres. Di: «Busco refugio en el Señor de las gentes y de la aurora»[129].

La adolescente aquella era hija del rey de la ciudad. Su padre la quería muchísimo, y tanto era su afecto por ella, que le construyó aquel alcázar. Cada vez que se sentía angustiada, marchaba al alcázar con sus doncellas y permanecía en él uno, dos o más días, después de los cuales volvía a su serrallo. Aquella noche había ido allí para distraerse y divertirse. Avanzaba rodeada de sus doncellas, a las que custodiaba un criado espada al cinto. Entraron en el alcázar, tendieron los tapices, encendieron las maderas olorosas en los pebeteros y empezaron a jugar y a distraerse. Mientras así se divertían y pasaban el rato, el hijo del rey cayó de repente sobre el criado, lo abofeteó, lo derribó, le arrebató la espada, se lanzó sobre las criadas que había con la princesa y las dispersó a derecha e izquierda. La joven, al ver lo hermoso y guapo que era, le dijo: «Tal vez tú seas aquel que ayer me pidió a mi padre en matrimonio, y que mi padre rechazó asegurando que era feo. ¡Por Dios! ¡Mi padre ha mentido! ¿Cómo puede haber dicho esas palabras, si tú eres hermoso?»

Quien pidió en matrimonio a la joven fue el hijo del rey de la India, y el padre de la muchacha lo había rechazado porque era feo, mas la princesa creyó que quien tenía delante era el que la había pedido. Se acercó hacia él, lo abrazó, lo besó y lo hizo sentar a su lado. Las doncellas le decían: «¡Señora! Éste no es el que te ha pedido en matrimonio a tu padre: aquél era feo, y éste es guapo. El que pidió la mano a tu padre —y le fue negada— no podría ser ni criado de éste. Este joven debe ser un gran personaje». Las jóvenes se dirigieron junto al criado, que seguía tumbado, y lo hicieron volver en sí. Asustado, se puso en pie de un salto y buscó su espada, pero no la encontró a mano. Las doncellas le dijeron: «El que te ha arrebatado la espada y te ha derribado, está sentado junto a la hija del rey». El monarca había encargado a aquel criado la vigilancia de su hija para evitar que le ocurriese algo malo o deshonroso.

El criado se dirigió hacia la cortina, la levantó y vio a la princesa sentada junto al príncipe. Al verlos, dijo a éste: «¡Señor! ¿Eres un ser humano, o un genio?» El muchacho replicó: «¡Ay de ti, el más nefasto de los esclavos! ¿Cómo puedes confundir a los hijos de los reyes, a los césares, con los demonios descreídos?» Empuñó la espada y añadió: «¡Soy el yerno del rey, puesto que me he casado con su hija y me ha mandado que entrase!» El criado admitió: «¡Señor mío! Si eres un ser humano, como aseguras, ella sólo te corresponde a ti; tú eres más digno de ella que los otros». El criado corrió a ver al rey dando gritos, rasgándose las vestiduras y tirándose tierra sobre la cabeza. El rey, al oír el escándalo preguntó: «¿Qué desgracia te ha ocurrido? Me intranquilizas el corazón. ¡Infórmame rápidamente y sé breve!» «¡Rey! ¡Acude en auxilio de tu hija! Se ha apoderado de ella uno de los demonios de los genios que tiene aspecto de hombre, pues ha adoptado la figura de los hijos de los reyes. ¡Entiéndetelas con él!» Al oír estas palabras el rey se dispuso a matarlo y le dijo: «¿Cómo has podido abandonar a mi hija y dejar que se apodere de ella este intruso?» El rey se dirigió al alcázar en que estaba su hija, y al llegar a él encontró a las esclavas en pie. Les preguntó: «¿Qué le ha ocurrido a mi hija?» Respondieron: «Mientras estábamos sentadas con ella, sin sospechar nada, apareció de repente ese joven que se parece a la luna llena, pues jamás hemos visto un rostro más hermoso; venía armado con una espada desenvainada. Le hemos preguntado qué le ocurría, y nos ha dicho que le has dado tu hija en matrimonio. No sabemos nada más, e ignoramos si es un ser humano o un genio, aunque, sea como fuere, es casto y educado; no hace nada malo». El rey se tranquilizó al oír aquello. Levantó poco a poco la cortina y vio al príncipe, sentado junto a su hija y conversando. Su aspecto era magnífico, y su cara parecía la de la luna resplandeciente. Celoso de su hija, no supo contenerse: levantó la cortina, entró con la espada desenvainada y cayó sobre ambos como un ogro. El príncipe dijo a la muchacha: «¿Es tu padre?» «Sí.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh, rey feliz!, de que entonces se puso en pie de un salto, cogió la espada y lanzó un grito terrible, que sobrecogió al rey; temió que el príncipe, más ágil, lo atacase con la espada; por ello, envainó la suya y esperó a que el joven se acercara. El rey lo acogió cortésmente y le preguntó: «¡Muchacho! ¿Eres un ser humano o un genio?» «Si no fuese por respeto a tu hija, vertería tu sangre. ¿Cómo te atreves a emparentarme con los demonios? Yo soy hijo de los reyes llamados Cosroes, los cuales, si quisiesen, se apoderarían de tu reino, harían conmover tu grandeza y tu autoridad y te arrebatarían cuanto encierran tus Estados». El rey, al oír estas palabras quedó intimidado y temió por su vida. Le dijo: «Si, tal como afirmas, eres hijo de reyes, ¿cómo has entrado, sin permiso, en mi palacio, y violado mi honor al acercarte a mi hija, cuyo esposo aseguras ser, pues pretendes que yo te he casado con ella? Todos los hijos de los reyes que me la han pedido en matrimonio han muerto a mis manos. ¿Quién te va a salvar de mi cólera? Si doy un grito a mis esclavos y a mis pajes y les ordeno que te maten, lo harán en el acto. ¿Quién podrá salvarte de mis manos?» El príncipe replicó: «Estoy admirado de tu poco entendimiento: ¿es que acaso buscas para tu hija un esposo más hermoso que yo? ¿Es que has visto a alguien que posea un corazón más firme, que sea más generoso en la recompensa o que tenga más poder, más soldados y esclavos que yo?» El rey replicó: «¡No, por Dios! Aunque hubiera sido preferible, muchacho, que me la hubieses pedido en matrimonio delante de testigos; no te la habría negado. Lo que me afrenta es el que te cases con ella en secreto». «Dices la verdad, rey. Pero si reúnes a tus esclavos, a tus criados y a tus tropas para que me maten, como afirmas, te cubrirás de vergüenza, y la gente ya no podrá saber si eres leal o mientes. Me inclino a creer que aceptarás lo que te voy a sugerir.» «¡Habla!» «He aquí lo que te digo: o nos medimos tú y yo en lucha singular, y quien mate al otro será el más digno de poseer el reino, o me dejas en paz esta noche, y al amanecer atacaré a tus tropas, a tu ejército y a tus pajes, a condición de que me digas su número.» «Son cuarenta mil caballeros, sin contar los esclavos y sus siervos, que suman otros tantos.» «Cuando amanezca, ordena que salgan a mi encuentro y diles…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el príncipe prosiguió:] «… y diles: “Éste me ha pedido mi hija en matrimonio, a condición de que lo ataquéis todos a la vez; pretende que os vencerá y os intimidará; que vosotros no lo venceréis”. Luego dejas que yo los ataque, si me matan, éste será el mejor modo de guardar tu secreto y salvar tu honor. Pero si yo los venzo, seré el yerno que el rey desea». El soberano al oír estas palabras se admiró de su salida y aceptó su idea, a pesar de lo mucho que le sorprendía su decisión de enfrentarse solo con todas las tropas que le había descrito. Se sentaron a hablar, y el rey llamó al criado y le dijo que fuese a buscar en seguida al visir para que reuniese todas las tropas, debidamente armadas, y las hiciese montar a caballo. El criado corrió en busca del visir y lo informó de la disposición del rey. El ministro llamó a los jefes del ejército y a los grandes del reino y les ordenó que montasen a caballo y saliesen armados.

Hasta aquí lo referente a ellos. En cuanto al rey, siguió hablando con el joven, y admirando su inteligencia y su educación. La aurora los sorprendió conversando, y entonces el soberano se levantó, se dirigió al trono, ordenó a sus tropas que montasen a caballo y ofreció al príncipe un magnífico corcel, uno de sus mejores caballos. Mas el príncipe dijo: «¡Rey! No montaré hasta estar en presencia de las tropas y haberlas revistado». «¡Como quieras!» Ambos se dirigieron al patio de armas. El joven echó un vistazo a tan numeroso ejército. El rey gritó: «¡Atención todos! Este joven ha venido a pedirme a mi hija por esposa. Nunca he visto a nadie más bello, de corazón más firme ni de ánimo más valeroso. Asegura que él solo os vencerá a todos, que os pondrá en fuga, y pretende que aunque fueseis cien mil seríais pocos para él. Por consiguiente, en cuanto os ataque recibidlo con la punta de vuestras lanzas y el filo de vuestras espadas, pues se ha metido en una empresa bien difícil». Luego añadió, dirigiéndose al príncipe: «¡Vamos, hijo mío! Haz con ellos lo que te plazca». «¡Rey! No eres justo conmigo. ¿Cómo he de poder combatir a pie cuando ellos van a caballo?» «Te dije que montases a caballo, y te has negado. Aquí tienes los caballos: escoge el que prefieras.» «No me gusta ninguno; sólo montaré en el que me ha traído hasta aquí.» «¿Dónde está tu caballo?» «¡Encima de tu alcázar!» «¿En qué parte?» «En la azotea.» El rey al oír estas palabras replicó: «Es la primera vez que das muestra de no estar cuerdo. ¡Ay de ti! ¿Cómo un caballo puede estar en la azotea? Ahora mismo vamos a saber si dices verdad o mentira». El rey se volvió hacia uno de sus cortesanos, y le dijo: «Ve a mi palacio y trae lo que encuentres en la azotea». Todos estaban maravillados de las palabras del joven. Se decían unos a otros: «¿Cómo hará el caballo para bajar desde el techo por la escalera? ¡Jamás hemos oído nada parecido!»

El mensajero enviado por el rey subió hasta lo más alto y vio un caballo en pie; nunca había visto otro más hermoso. Se acercó hacia él, lo examinó y vio que era de oro y de marfil. Otros cortesanos habían subido también detrás del mensajero, y al ver el caballo se burlaron y dijeron: «¿Sobre este caballo quiere el joven hacer lo que ha dicho? ¡Está loco! Veremos qué es lo que ocurre».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [los cortesanos se decían:] «Lo más probable es que le ocurra algo grave.»

Levantaron el caballo por las patas y se lo llevaron al rey. Lo dejaron ante éste y toda la gente empezó a contemplarlo y a admirarse de lo bien hecho que estaba, de su estupenda silla y de las riendas. El mismo soberano se maravilló en grado sumo y declaró que era hermoso. Preguntó: «¡Joven! ¿Es éste tu caballo?» «Sí, rey, éste es mi caballo: verás que hace cosas prodigiosas.» «Coge tu corcel y móntalo.» «No subiré hasta que se hayan alejado las tropas.» El soberano mandó a los soldados que estaban a su alrededor que se alejasen a la distancia de un tiro de flecha. El joven le dijo: «Voy a montar en mi caballo y cargaré contra tu ejército, al que dispersaré a diestra y a siniestra y les partiré el corazón». «¡Haz lo que quieras! ¡No te detengas ante ellos, pues ellos no se detendrán ante ti!»

El hijo del rey se dirigió al caballo y montó; los soldados se extendieron en fila ante él, diciéndose unos a otros: «Cuando el muchacho llegue ante nuestras líneas, lo cogeremos con la punta de las lanzas y el filo de las espadas». Uno de ellos observó: «¡Por Dios, qué desgracia! ¿Cómo vamos a matar a un muchacho de rostro tan hermoso y tan buen aspecto?» Otro añadió: «¡Por Dios! ¡No llegaremos hasta él sino con mucho trabajo! El muchacho no habría hecho esto si no estuviera seguro de su propio valor y destreza».

El joven, ya sobre el caballo movió la llave de subida. Todas las miradas estaban fijas en él, para ver lo que hacía. El caballo empezó a moverse, a agitarse y a hacer los movimientos más raros que jamás hizo caballo alguno. Llenó su vientre de aire y empezó a ascender y a subir por los aires. El rey, al ver que se elevaba y subía, arengó a sus tropas: «¡Ay de vosotros! ¡Cogedlo antes de que escape!» Sus visires y funcionarios le replicaron: «¡Rey! ¿Es que hay quien pueda coger al pájaro que vuela? Éste es un mago prodigioso. Dios te ha librado de él. Da gracias a Dios (¡ensalzado sea!) que te ha salvado de sus manos». El rey, después de ver lo que el príncipe había hecho, regresó a su alcázar, fue a visitar a su hija y le explicó lo que le había sucedido con el hijo del rey en la plaza de armas. Comprobó que estaba triste por su partida. Poco después enfermó gravemente y tuvo que guardar cama. Su padre, al vería en este estado, la estrechó contra su pecho, la besó entre los ojos y le dijo: «¡Hija mía! Loa a Dios (¡ensalzado sea!) y dale gracias por habernos salvado de ese mago tan experto», y volvió a explicarle lo que había visto hacer al príncipe y cómo se había remontado por los aires. Pero ella no hacía caso de sus palabras y lloraba y sollozaba cada vez con más desconsuelo. Se decía: «¡Por Dios! No comeré ningún alimento ni beberé ningún líquido hasta que Dios nos haya reunido». El rey, su padre, quedó muy preocupado por ello, y el estado de su hija le entristecía el corazón. Todas las muestras de afecto sólo servían para aumentar su pasión.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al príncipe:

Cuando se hubo remontado en el aire, encontrándose solo, empezó a meditar en la hermosura y belleza de la joven. Había preguntado a los cortesanos del rey el nombre de éste y de su ciudad, y le habían dicho que era la ciudad de Sana. Aceleró la marcha hasta llegar al reino de su padre, empezó a evolucionar por encima de la ciudad, dirigióse a palacio y se posó en la azotea. Dejó en ésta el caballo, bajó en busca de su progenitor, entró en su habitación y lo halló triste y cabizbajo a causa de su ausencia. El padre, al verlo, corrió hacia él, lo abrazó, lo estrecho contra su pecho y se alegró muchísimo. El príncipe le preguntó por el sabio que había fabricado el caballo, diciendo: «¡Padre! ¿Qué ha hecho de él la suerte?» «¡Hijo mío! ¡Dios no bendiga a tal sabio ni la hora en que lo vi, ya que ha sido la causa de tu partida! Está encarcelado, hijo mío, desde el día en que te marchaste.» El príncipe rogó que lo pusieran en libertad, que le sacasen de la prisión y que lo llevasen a su presencia. Cuando lo tuvo delante, el rey le regaló un traje de honor y le hizo muchos dones, pero no lo casó con su hija. Esto fue causa de que el sabio se enfadase muchísimo y se arrepintiese de lo que había hecho y de haber enseñado al hijo del rey el secreto del caballo y cómo se manejaba. El rey dijo al príncipe: «Mi opinión es que no debes acercarte más a ese caballo ni volver a montar en él a partir de hoy, pues no conoces bien sus características y te ofuscas». El príncipe le explicó todo lo que le había ocurrido con la princesa de aquella ciudad y con el rey, su padre.

«Si aquel rey hubiera querido matarte, lo habría hecho; pero tu hora está lejos aún.»

El príncipe vivía atormentado por el amor que sentía hacia la hija del señor de Sana. Se dirigió al caballo, montó en él, movió la llave de subida y se remontó por los aires. Al amanecer, el padre no lo encontró. Subió a lo más alto del palacio, lleno de tristeza, y vio que su hijo se elevaba por los aires. Se entristeció al ver que se iba, y se arrepintió muchísimo de no haber escondido el artefacto. Se dijo: «¡Por Dios! Si regresa, me desharé del caballo para tener tranquilo el corazón en lo que respecta a mi hijo». Después volvió a llorar y a sollozar…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey volvió a sollozar] de pena.

Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a su hijo: siguió volando por los aires, sin interrupción, hasta llegar a la ciudad de Sana, y descendió en el mismo lugar que la primera vez. Procurando ocultarse, avanzó hasta el sitio en que había encontrado a la hija del rey, pero no halló ni a ésta, ni a las doncellas, ni al criado que la custodiaba. Esto lo contrarió, y empezó a recorrer el alcázar en su busca. La halló en un salón distinto de aquel en que se había reunido con ella por primera vez: estaba en cama, rodeada por las doncellas y las nodrizas. Entró y las saludó. La joven, al oírlo, corrió hacia él, lo abrazó y empezó a besarlo entre los ojos y a estrecharle contra su seno. Él le dijo: «¡Señora mía! El estar separado de ti este tiempo me ha intranquilizado». «Yo soy quien ha estado intranquila. Si tu ausencia llega a durar un poco más, habría muerto sin remedio.» «¡Señora mía! ¿Qué piensas de lo que me ha ocurrido con tu padre y de lo que éste ha hecho conmigo? Si no hubiese sido por tu amor —¡oh, seducción de los mundos!—, habría hecho en él un escarmiento para que sirviera de ejemplo a todos los mirones. Pero como te amo a ti, a él lo aprecio.» «¿Cómo puedes estar lejos de mí, y cómo puedo gustar de la vida alejada de ti?» «¿Me obedecerás y harás caso de mis palabras?» «Di lo que quieras, pues haré lo que tú me propongas; no te contrariaré en nada.» «Ven conmigo —propuso el príncipe— a mi país y a mi reino.» «¡De buen grado!»

El joven se alegró mucho al oír su respuesta, la cogió de la mano y le hizo jurar lo que había dicho, poniendo a Dios (¡ensalzado sea!) por testigo de lo que decía. Subió con ella a lo más alto de la azotea del castillo, montó en el caballo y la hizo subir en la grupa. La ató a él con nudos muy seguros, y movió la clavija correspondiente. El caballo se elevó por los aires con los dos. Al verlo, las doncellas empezaron a gritar e informaron a sus padres, quienes corrieron a la azotea del alcázar, y el soberano, elevando la vista al cielo, distinguió el caballo de ébano, que surcaba el aire con ambos. Completamente turbado, gritó: «¡Príncipe! Te conjuro, por Dios, a que te apiades de mí y de mi esposa para que no nos separes de nuestra hija». El hijo del rey no le contestó, mas pensó que la joven estaría arrepentida de separarse de su padre y de su madre, por lo que le preguntó: «¡Seducción de la época! ¿Quieres que te devuelva a tus padres?» «¡Señor mío! ¡Por Dios, no tengo ese propósito! Quiero estar a tu lado dondequiera que estés, pues el amor que te tengo es superior a todo, incluso superior a mis padres.» El príncipe se alegró mucho al oír aquello y aceleró la marcha del caballo para que la joven no se cansase. Viajaron sin interrupción hasta avistar una verde pradera, en la que había una fuente de agua corriente. Bajaron, comieron y bebieron, y después el príncipe volvió a montar en el caballo y subió a la joven a su grupa, atándola a su propio cuerpo con cuerdas muy seguras, temeroso de que se cayera. Viajaron de nuevo hasta llegar a la ciudad de su padre, rebosantes de alegría. Quiso mostrar a la princesa la sede de su poder y el reino de su padre, para que comprendiera que éste era más poderoso que el padre de ella. Descendió en un jardín en que el rey acostumbraba pasear, y la introdujo en un palacete de su padre. Dejó el caballo en la puerta y recomendó a la joven que lo vigilase.

«Quédate aquí hasta que venga por ti un mensajero, pues ahora voy a ver a mi padre para prepararte un palacio y mostrarte mi reino.» La joven se alegró mucho y le replicó: «¡Haz lo que quieras!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el príncipe creyó oportuno que la joven fuese recibida en la ciudad con fiestas y honores, como era propio de las mujeres de su rango. El hijo del rey penetró en la ciudad y fue a saludar a su padre, el cual, al verlo, se alegró mucho, salió a su encuentro y le dio la bienvenida. El príncipe le dijo: «Sabe que he traído conmigo a la hija del rey del que te he hablado. La he dejado en las afueras de la ciudad, en un jardín, y he venido a informarte de su llegada para que prepares un cortejo y salgas a recibirla, a fin de mostrarle tu poder, tu ejército y tus servidores». «De buen grado», replicó el rey. Mandó en seguida a sus súbditos que adornasen bien la ciudad, y él montó a caballo de acuerdo con el protocolo más solemne y con sus mejores galas. Marchaban con él sus soldados, los grandes del reino, todos sus súbditos y los criados. El príncipe sacó de su alcázar joyas, vestidos y todo lo que atesoran los reyes, y preparó para la joven un palanquín de brocado verde, rojo y amarillo, con esclavas indias, griegas y abisinias y sacó tesoros en gran cantidad. Después el príncipe dejó el palanquín y a los que en él estaban y corrió al jardín, y entró en el palacete en que había dejado a la joven, pero no encontró ni a ella ni el caballo. Entonces se abofeteó el rostro, se desgarró los vestidos y empezó a recorrer el lugar, mientras en su mente se agitaban las más confusas ideas. Cuando estuvo más sereno se dijo: «¿Cómo ha podido descubrir el manejo del caballo, si yo no se lo he enseñado? Tal vez el sabio persa que lo construyó se haya apoderado de él y haya raptado a la joven para vengarse del comportamiento de mi padre con él». Buscó a los guardianes del jardín y les preguntó por las personas con quienes se habían cruzado: «¿Habéis visto si alguien ha entrado en el jardín?» «Sólo hemos visto al sabio persa. Ha entrado a recoger hierbas medicinales.» Al oír la contestación el joven se convenció entonces de que el raptor de la muchacha era el sabio persa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el destino había dispuesto que cuando el hijo del rey abandonara a la joven en el palacete del jardín para ir al palacio de su padre a fin de preparar la recepción, entrase en él el sabio persa, que iba a recoger algunas hierbas útiles. Aspiró el aroma del almizcle y de los perfumes que exhalaba el cuerpo de la princesa, y olfateándolos, el sabio llegó hasta el palacete, descubrió el caballo que había hecho él y se detuvo en la puerta. Se alegró mucho al contemplar su caballo, ya que estaba triste desde que lo perdiera. Se aproximó a su obra, reconoció todas sus partes y vio que estaba intacto. Se dispuso a montar y marcharse, pero antes se dijo: «He de ver qué es lo que ha traído el hijo del rey con el caballo». Entró en el palacete y encontró a la joven sentada. Era como un sol, alto ya en el horizonte, con la atmósfera clara. El sabio comprendió en seguida que aquella joven era mujer de alta posición, raptada por el príncipe gracias al caballo y abandonada en el pabellón, mientras él se dirigía a la ciudad para preparar el séquito con el que debía hacer su entrada en la misma. Se presentó y besó el suelo delante de ella; la princesa levantó los ojos, lo observó y vio que era feo y deforme. «¿Quién eres?», le preguntó. «Soy un mensajero del príncipe, el cual me ha enviado con la orden de que te traslade a otro jardín próximo a la ciudad.» «¿Y dónde está el príncipe?» «En la ciudad, con su padre; vendrá a buscarte con un gran séquito.» «¿Y el hijo del rey no ha encontrado más mensajero que tú?» Rióse el sabio y replicó: «¡Señora! No te engañes por la fealdad de mi cara y mi deforme persona. La elección de un mensajero de aspecto horripilante se debe a los celos que causas al príncipe y a lo mucho que te quiere; por lo demás, tiene esclavos blancos y negros, siervos, vasallos e innumerables parientes.»

La joven quedó convencida, lo creyó…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven] salió con él y cogió al sabio por la mano y le dijo: «¡Padre mío! ¿Qué caballo me has traído?» «Señora: montarás en el mismo caballo que te ha traído hasta aquí.» «¡Pero yo no puedo montarlo sola!» Sonrió él sabio al comprender lo fácil que iba a resultarle raptarla. Le replicó: «Yo montaré contigo». Subió el sabio al corcel, la joven montó en la grupa, y él la ató fuertemente a su propio cuerpo, sin que ella supiera qué iba a hacer. Tocó la clavija de subida, y el vientre del caballo se llenó de aire, se movió, se agitó y empezó a ascender por los aires, hasta que la ciudad se perdió de vista. La joven le dijo: «¿Qué haces? ¿No me has dicho que eras un mensajero del hijo del rey?» El sabio replicó: «¡Afrente Dios al hijo del rey, malvado!» «¡Ay de ti! ¿Cómo desobedeces la orden que te ha dado tu señor?» «Él no es mi señor. ¿Sabes quién soy yo?» «Sólo sé lo que tú me has dicho.» «Todo lo que te he referido ha sido una trampa que os he tendido a ti y al hijo del rey. Yo estaba triste por haber perdido el caballo que ahora nos lleva por los aires. Es una obra mía, que me arrebató el príncipe. Pero ahora lo he recuperado y me he apoderado de ti, y voy a abrasarle el corazón del mismo modo que él ha abrasado el mío, pues jamás volverá a recuperar el caballo. En cuanto a ti, tranquiliza tu corazón y alégrate, pues yo te seré más útil que él.»

La joven se abofeteó el rostro, exclamando: «¡Qué pena! ¡Ni he conseguido a mi amado, ni me he quedado con mi padre y con mi madre!» Lloró amargamente por lo que le sucedía, mientras avanzaba sin descanso hacia el país de los rum. Descendieron en una verde pradera, con riachuelos y árboles, que se extendía cerca de la ciudad en la cual vivía un rey muy importante. Aquel día, el rey de la ciudad había salido de caza; cruzó por la pradera y vio al sabio, que estaba de pie, a la joven, junto a él, y al caballo. Antes de que se diera cuenta de nada, los esclavos del rey cayeron sobre él y sobre la joven, se apoderaron del caballo y los llevaron a presencia del rey. Éste, al ver el feo aspecto y la mala presencia del sabio, que contrastaba con la hermosura y belleza de la joven, le dijo: «¡Señora mía! ¿Qué parentesco tiene contigo este anciano?» El sabio se apresuró a decir: «Es mi esposa, la hija de mi tío paterno». Pero la joven lo desmintió: «¡Rey! ¡Juro por Dios que no lo conozco y que no es mi esposo! Al contrario: se ha apoderado de mí mediante engaño, por fuerza». El rey mandó entonces apalear al sabio. Lo apalearon hasta dejarlo medio muerto; después ordenó que lo llevasen a la ciudad y lo metiesen en la cárcel. Así lo hicieron. El rey se llevó consigo a la joven y el caballo, sin saber las propiedades de éste ni cómo se manejaba.

Hasta aquí lo referente al sabio y a la joven.

He aquí lo que hace referencia al hijo del rey. Se puso ropas de viaje, tomó el dinero que necesitaba y partió, triste y abatido. Fue de país en país y de ciudad en ciudad, preguntando por el caballo de ébano. Todos cuantos lo oían lo tomaban por loco. Esto duró cierto tiempo, sin que nadie le diera noticia alguna. Se dirigió a la ciudad del padre de la joven y allí preguntó por la muchacha, pero no habían sabido nada más de ella, y el rey estaba muy afligido por su pérdida. Volvió atrás y se dirigió al país de los rum, donde preguntó por ellos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el príncipe entró en una posada y vio un grupo de comerciantes que estaban sentados hablando. Se acomodó cerca de ellos, y oyó que uno decía: «¡Compañeros! ¡He visto el mayor prodigio!» «¿En qué consiste?» «En cierta ciudad —y citó el nombre de la ciudad en que se encontraba la joven— oí que sus habitantes relataban algo maravilloso: El rey había salido cierto día de caza acompañado por un grupo de cortesanos y grandes del reino. Al llegar a la campiña, cruzaron una verde pradera y encontraron en ella a un hombre, a una mujer y un caballo de ébano. El hombre era feo, de pésimo aspecto, mientras que la mujer era una adolescente hermosa, bella, guapa, perfecta, esbelta, y el caballo de ébano era uno de los prodigios, pues nunca se ha visto uno más hermoso ni mejor hecho.» Los presentes inquirieron: «¿Y qué hizo el rey?» «Detuvo al hombre y le preguntó por la joven; él aseguró que era su esposa, la hija de su tío paterno, pero la muchacha desmintió sus palabras. El rey mandó que lo apaleasen y lo metieran en la cárcel. En cuanto al caballo de ébano, no sé lo que han hecho de él.» El hijo del rey se acercó al comerciante y empezó a interrogarlo con buenos modales, hasta enterarse de los nombres de la ciudad y de su rey. Cuando el príncipe se hubo enterado de ambos pasó la noche contento, y al amanecer salió, se puso en camino y no se detuvo hasta llegar a dicha ciudad. Al entrar en ella lo detuvieron los porteros, pues querían conducirlo ante su rey para que éste le preguntara quién era, qué lo llevaba a la ciudad y cuál era el oficio en que sobresalía, ya que aquel soberano tenía por costumbre preguntar a los extranjeros por su persona y por su oficio. Mas el príncipe llegó a la ciudad al atardecer, a una hora en que no era posible conducirlo ante el soberano o preguntar lo que había que hacer con él. Los porteros lo llevaron a la cárcel y lo dejaron en ella. Cuando los guardianes vieron lo hermoso y bello que era, no se atrevieron a meterlo en una celda y le permitieron que se quedase con ellos fuera de las rejas. Sirvieron la cena y comió con ellos hasta hartarse. Luego empezaron a hablar, se acercaron al hijo del rey y le preguntaron: «¿De qué país eres?» «De Persia, del país de los Cosroes.» Se echaron a reír, y uno de ellos dijo: «¡Persia! He oído la historia y las aventuras de mucha gente, he visto su situación, pero nunca he visto ni oído a otro más embustero que un persa que tenemos en la cárcel». Y otro guardián añadió: «Ni yo he visto persona de peor figura y de más mal aspecto». Él preguntó entonces: «¿Qué os ha hecho creer que es embustero?» «Asegura que es un sabio. El rey lo encontró cuando iba de caza. Iba acompañado por una muchacha hermosa, maravillosa, preciosa, perfecta, esbelta y de buenas proporciones; tenía además un caballo negro de ébano, como jamás hemos visto otro. La joven está ahora con el rey, el cual se ha enamorado de ella; pero esa mujer está loca, y si ese hombre fuese un sabio, como asegura, la habría curado. El rey se esfuerza en que recupere su sano juicio. El caballo de ébano está en el tesoro del rey, y tenemos en la cárcel al hombre de mal aspecto. Al llegar la noche llora y se lamenta tristemente por su suerte, y no nos deja dormir.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al príncipe se le ocurrió entonces una idea para conseguir su propósito. Los carceleros, al irse a dormir, lo metieron en una celda y cerraron la puerta. Oyó que el sabio lloraba y sollozaba por lo que le había ocurrido, y decía en persa: «¡Ay de mí! ¿Qué es lo que he hecho al príncipe? ¿Y qué hice con la joven? ¡No la dejé en paz, y no conseguí mi propósito! Y todo porque he obrado mal. He tratado de alcanzar lo que no merecía ni era propio para un hombre como yo. ¡Quien busca lo que no le conviene, cae del mismo modo que yo!» El príncipe, al oír las palabras que el sabio decía en persa le dijo: «¿Hasta cuándo va a durar este llanto y estos gemidos? ¿Es que crees que lo que a ti te ha ocurrido no le ha pasado a nadie más?» El sabio se consoló con él y se quejó del estado en que se hallaba y las molestias que le causaba.

Al día siguiente, por la mañana, los porteros llevaron al príncipe ante el rey e informaron a éste de que había llegado el día anterior, a una hora a la cual no habían podido introducirlo. El soberano lo interrogó: «¿De qué país eres? ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu oficio? ¿Por qué has venido a esta ciudad?» «En persa me llamo Harcha; mi patria es Persia; soy sabio, y mi especialidad es la Medicina. Curo las enfermedades y a los locos. Recorro los países y las ciudades con el fin de aumentar mis conocimientos. Cuando encuentro a un enfermo, lo curo. Tal es mi profesión.» El rey se alegró mucho al oír estas palabras, y le dijo: «¡Sabio virtuoso! Has llegado aquí en el momento en que te necesitamos». Le explicó toda la historia de la joven, y añadió: «Si la curas y la libras de su demonio, te daré todo lo que me pidas». «Dime cuántos días hace que le dio el arrebato de locura, y cómo has conseguido a la joven, al sabio y el caballo.» El soberano le contó toda la historia, desde el principio hasta el fin. Después añadió: «El sabio está en la prisión». «¡Rey feliz! ¿Qué has hecho del caballo?» «Sigue en mi poder, guardado en una habitación.» El príncipe se dijo: «Lo mejor de todo será ver el caballo primero. Si está en buen estado y no le ha sucedido nada, habré conseguido lo que deseo. Si veo que carece de movimientos, idearé una treta para librar a mi amor». Volviéndose hacia el rey le dijo: «¡Rey! Necesito ver el citado caballo; tal vez encuentre en él algo que me ayude a curar a la joven». «¡De buen grado!» El rey se puso de pie, lo cogió de la mano y le llevó junto al caballo. El príncipe dio vueltas en torno al caballo, lo examinó bien y comprobó que estaba perfectamente, que no le faltaba nada. Se alegró mucho, y dijo: «¡Dios haga fuerte al rey! Quiero visitar a la joven para ver lo que tiene. Espero que Dios la cure por mi mano y con el auxilio del caballo». Ordenó que custodiasen el caballo y fue con el rey a la habitación en que estaba la joven. El príncipe, al entrar, vio que se hallaba postrada y deprimida; no estaba loca, pero fingía estarlo para que nadie se acercase a ella. Al verla en este estado, le dijo: «¡Ningún daño te ha de alcanzar, seducción de los mundos!»

La observó, la trató cortésmente y se dio a conocer. Al reconocerle la muchacha lanzó un grito de alegría y cayó desmayada. El rey creyó que aquel desvanecimiento sería debido al miedo. El príncipe le dijo al oído: «¡Seducción de los mundos! ¡Salva mi sangre y la tuya! ¡Ten paciencia y valor! Nos encontramos en un estado que exige constancia; hemos de buscar un medio para librarte de este poderoso rey. La treta será la siguiente: Me presentaré ante él y le diré que la causa de tu enfermedad es un espíritu maligno, que yo le garantizo tu curación siempre que te separe de él. Entonces te abandonará el espíritu maligno, y si el rey viene a verte, recíbelo con buenas palabras para que vea que te has curado gracias a mí. Así llegaremos a conseguir nuestro deseo». «Oír es obedecer», contestó la princesa.

El joven salió de su habitación y se dirigió, alegre y contento, al encuentro del rey. «¡Rey feliz! Para tu contento, he diagnosticado su enfermedad, y he logrado curarla. Entra a saludarla y háblale con dulzura y suavidad; prométele cuanto la pueda complacer y conseguirás de ella lo que desees.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas setenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey fue a ver a la princesa. Ésta se puso de pie y besó el suelo delante de él; le dio la bienvenida, y el rey se alegró muchísimo y ordenó a las esclavas y a los criados que permaneciesen a su servicio, que la condujesen al baño y que preparasen joyas y vestidos. Se presentaron a ella, la saludaron, y ella les devolvió el saludo con las palabras más bellas y su mejor dicción. Después le pusieron un regio vestido, le colocaron en el cuello un collar de aljófares, la llevaron al baño y la sirvieron. La sacaron del baño como una luna llena. Al llegar ante el rey, lo saludó y besó el suelo delante de él. El rey se alegró muchísimo y dijo al príncipe: «Todo esto es debido a tu bendición. ¡Dios aumente, en nuestro favor, tus poderes!» El príncipe replicó: «La curación definitiva sobrevendrá cuando tú, con todos tus cortesanos y soldados, hayas ido al lugar en que la encontraste y lleves contigo el caballo de ébano que estaba a su lado para que yo pueda allí atar al demonio, sujetarlo y matarlo, a fin de que no vuelva jamás a apoderarse de ella». «De mil amores», replicó el rey. Mandó que llevaran el caballo de ébano a la pradera en que lo habían encontrado con la joven y el sabio persa. El soberano montó, en compañía de su ejército, y acompañó a la muchacha sin saber lo que el príncipe iba a hacer. Al llegar al prado, el joven, que aún se hacía pasar por médico, mandó que colocasen el caballo y a la joven algo alejados del rey y de las tropas, a una distancia a la que alcanzase la vista. Dijo al rey: «Con tu permiso voy a quemar incienso y a recitar exorcismos, para encadenar al demonio y evitar que vuelva a apoderarse de ella. Después montaré en el caballo de ébano y haré que la joven se coloque detrás de mí. El caballo se moverá y avanzará hasta ti. Entonces habrá terminado la curación y tú podrás hacer de ella lo que te plazca». El rey se alegró mucho. El príncipe montó en el caballo y colocó a la joven detrás de él, mientras el rey y todas sus tropas lo miraban; la ató fuertemente a sí mismo, y accionó la clavija de subida. El caballo ascendió con ambos por los aires. Los soldados se quedaron mirando hasta que los perdieron de vista, y el rey esperó su regreso durante medio día. Pero no volvieron. Entonces se desesperó, se arrepintió mucho y se entristeció por verse separado de la joven. En unión de su ejército, regresó a la capital.

Esto es lo que a él se refiere.

Entretanto, el príncipe, lleno de alegría, se dirigió a la ciudad de su padre y se posó encima del palacio. Hizo bajar a la princesa, la dejó en un lugar seguro y corrió a ver a sus padres. Los saludó y los informó de la llegada de la princesa. Ambos se alegraron mucho.

Y aquí termina, por ahora, lo referente al hijo del rey, al caballo y a la joven.

En cuanto al soberano de los rum, una vez en su ciudad se retiró a su palacio, triste y cabizbajo. Sus ministros acudieron a consolarlo y le decían: «Quien te ha arrebatado a la joven es un mago. ¡Loado sea Dios, que te ha librado de su magia y de sus engaños!» Fueron hablándole así hasta que lograron convencerlo.

El príncipe, por su parte, ofreció grandes banquetes a los habitantes de la ciudad y…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que las fiestas duraron un mes. Después celebró su boda con la joven, y fueron muy felices. Esto es lo que a él se refiere.

En cuanto a su padre, rompió el caballo de ébano y destruyó su máquina. Después, el príncipe escribió al padre de la joven explicándole cómo se encontraba, que se había casado con ella y que la joven se encontraba con él en el mejor de los estados. Envió la carta con un mensajero, junto con regalos y preciosos obsequios. El embajador, al llegar a la ciudad del suegro, que era Sana, en el Yemen, entregó el mensaje y los regalos al rey. Éste, al leerla, se alegró mucho, aceptó los regalos y honró a su portador. Después preparó un magnífico obsequio para su yerno, el príncipe, y lo envió por medio del mismo mensajero. Éste regresó e informó a su señor de lo mucho que se había alegrado el rey, el padre de la joven, al enterarse de la boda de su hija.

El príncipe escribía cada año a su suegro y le hacía regalos. Así continuaron hasta que murió el padre del príncipe; éste le sucedió en el trono, gobernó con justicia a sus súbditos y se comportó rectamente. El país le estaba sometido, y las criaturas de Dios le prestaban obediencia. En la más dulce de las vidas, del modo más cómodo y tranquilo, transcurrieron sus días hasta que llegó el destructor de las dulzuras, el separador de las multitudes, el aniquilador de los palacios, el constructor de las tumbas. ¡Gloria a Dios, el Viviente, el que no muere, Aquel que tiene en la mano el Imperio y el Señorío!