HISTORIA DE WARDAM EL CARNICERO

SE cuenta que en el tiempo de al-Hakim Bi-Amri-Llah[127] había en El Cairo un hombre llamado Wardan que vendía carne de oveja. Todos los días, una mujer iba a verle y le daba un dinar (cuyo peso equivalía a cerca de dos dinares y medio egipcios) y le decía: «Dame un cordero». Iba acompañada de un faquín con su espuerta. El carnicero cogía el dinar y le daba el cordero. El faquín lo cogía, lo cargaba y se lo llevaba a su domicilio. Al día siguiente, al amanecer, volvía. El carnicero ganaba cada día un dinar. Así transcurrió un largo lapso de tiempo.

Cierto día, Wardan, el carnicero, meditó en las cosas de aquella mujer y se dijo: «Cada día, sin faltar ni uno, esta mujer me compra por valor de un dinar. Esto es algo raro». Wardan interrogó al faquín en ausencia de la mujer. Le contestó: «Yo estoy profundamente maravillado. Cada día me hace llevar tu cordero; los comestibles como frutas, tapas y velas, por valor de otro dinar y dos garrafas de vino que compra a un cristiano y que también le cuestan un dinar. Cargo con todo ello y me voy con ella a los jardines del visir. Al llegar allí me venda los ojos para que no vea el lugar en que piso y me coge de la mano, con lo cual no sé adónde voy. Me dice: “Suéltalo aquí”. Ella tiene ya preparada una espuerta vacía que me da. Me coge de nuevo por la mano y me conduce al lugar en que me ha tapado los ojos con la venda. Allí la dejo y ella me da diez dirhemes». El carnicero exclamó: «¡Dios acuda en su ayuda!» Siguió pensando en este asunto, aumentó su desazón y pasó la noche muy intranquilo.

Wardan el carnicero refiere: «Al amanecer vino como de costumbre, me dio el dinar, cogió el carnero y se lo entregó al faquín. Yo confié la tienda a un chico y la seguí por donde no podía verme».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Wardan prosiguió]: «No me cansé de observarla y seguirla sin que me viera: salió de El Cairo y se dirigió a los Jardines del Visir. Me escondí mientras vendaba los ojos al faquín y después la seguí de un sitio a otro hasta que llegó al Monte, a un lugar que tenía una gran piedra. Allí descargó la espuerta del faquín y yo esperé hasta que hubo reconducido a este hombre y regresado al lugar que contenía la gran piedra. Sacó todo lo que contenía la espuerta y desapareció. Me acerqué a la piedra, la removí, entré y vi que detrás de ella había un tabique de bronce abierto y unas escaleras que bajaban. Descendí por ellas poco a poco hasta llegar a un largo vestíbulo que tenía mucha luz. La seguí hasta tropezar con la puerta de una habitación. Desde un ángulo de la entrada la observé y vi que una escalera arrancaba del lado de la puerta. Trepé por ella y llegué junto a una pequeña abertura que daba en una sala. Miré y vi que la mujer había cogido y despedazado el cordero, había cortado sus mejores bocados, los había colocado en una fuente y echaba el resto a un oso de enorme figura que se comió todo lo que le daban hasta el último bocado. Ella cocinó lo sobrante y cuando hubo terminado comió hasta hartarse. Después preparó las frutas, las tapas y el vino y empezó a beber en una copa mientras escanciaba al oso en un gran bol de oro, hasta que ambos estuvieron completamente ebrios. Ella se desnudó y se tendió. El oso se acercó y la poseyó, mientras ella le concedía todo lo más fino que pueda darse a uno de los hijos de Adán hasta que hubo terminado. El oso se sentó un momento para saltar en seguida, de nuevo, sobre ella y poseerla. Al terminar volvió a descansar. Así fue siguiendo hasta haberla poseído diez veces, momento en el cual ambos cayeron rendidos, sin movimiento. Me dije: “Es el momento de aprovechar la oportunidad”. Me puse en marcha y con mi cuchillo, que corta el hueso con más facilidad que la carne, me acerqué. Al llegar junto a ellos me di cuenta de que no tenían ni pulso de tan fatigados como estaban. Coloqué el cuchillo en el cuello del oso y lo apreté hasta dejar separada la cabeza del cuerpo. Tuvo un violento estertor, parecido a un trueno, y la mujer volvió en sí, asustada. Al ver al oso degollado y a mí de pie, con el cuchillo en la mano, dio un alarido tan grande que yo creí que expiraba. Me dijo: “Wardan. ¿Éste es el jugo de mis beneficios?” Le repliqué: “¡Enemiga de ti misma! ¿Es que no quedan hombres y tienes que hacer una cosa tan vituperable?” Inclinó la cabeza hacia el suelo, sin contestarme, y contempló al oso que tenía la cabeza separada del tronco. Me dijo: “¡Wardan! ¿Qué prefieres: hacer caso de lo que te voy a decir que será causa de tu salvación…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer prosiguió]: «“y te enriquecerá para toda la vida, o contrariarme, lo cual será causa de tu muerte?” Respondí: “Prefiero hacerte caso. Dime lo que deseas”. “¡Degüéllame como has degollado a este oso, toma de este tesoro todo lo que necesites y sigue tu camino!” Le repliqué: “¡Yo soy mejor que ese oso! ¡Vuelve junto a Dios (¡ensalzado sea!), arrepiéntete ante Él! Me casaré contigo y viviremos el resto de nuestra vida con este tesoro” “¡Wardan! ¡Deja de pensar en mí! ¿Cómo he de poder vivir después de su muerte? ¡Por Dios! ¡Si no me matas yo te mataré! Si me contrarías, estás perdido. Ésta es mi decisión y basta.” Le contesté: “¡Te mataré y te irás a la maldición de Dios!” La cogí por los cabellos, la degollé y se fue maldita por Dios, por los ángeles y todos los hombres.

»Después me fijé en el lugar: estaba repleto de oro, de gemas y perlas en tal cantidad como ningún rey podía poseer. Cogí la espuerta, la llené lo más que pude y la tapé con la camisa que llevaba. La cargué, salí del tesoro y me puse en marcha, sin descanso. Cuando menos lo esperaba apareció un grupo de diez hombres de al-Hakim Bi-Amri-Llah que precedían a éste, quien me dijo: “¡Wardan!” “¡Aquí estoy, rey!” Me preguntó: “¿Has matado al oso y a la muchacha?” “¡Sí!” “Entonces deposita lo que llevas en la cabeza y tranquilízate: todas las riquezas que transportas son tuyas. Nadie te las discute.” Coloqué la espuerta ante el Califa. Éste la descubrió y la contempló. Me dijo: “Cuéntame lo ocurrido con aquellos dos, a pesar de que yo lo conozco como si hubiese estado con vosotros”. Le conté todo lo ocurrido y él dijo: “¡Es cierto!” Añadió: “¡Wardan! ¡Acompáñanos!” Me fui con él y encontramos cerrado el tabique del tesoro. Me dijo: “Ábrelo, Wardan, pues nadie más que tú puede abrir este tesoro, ya que va ligado a tu nombre y a tu persona”. “¡Por Dios! No me atrevo a abrirlo.” “¡Acércate con la bendición de Dios!” Me acerqué a él, me puse bajo la protección de Dios (¡ensalzado sea!), extendí mi mano hacia el tabique y lo levanté como si fuese la cosa más ligera del mundo. Al-Hakim me dijo: “Baja y saca lo que contiene, ya que está encantado a tu nombre, a tu figura y a tus cualidades desde el momento en que fue constituido y en que tú mataste al oso y a la mujer con tus propias manos. Yo sabía que esto acaecería y he estado esperando que aconteciese hasta que ha sucedido”.» Wardan refiere: «Bajé y le llevé todo lo que contenía el tesoro. Él mandó llamar unas recuas de acémilas, lo cargó en ellas, se lo llevó y me dio la espuerta con todo lo que contenía. La cogí, me la llevé a casa y me abrí una tienda en el zoco».

Éste zoco existe todavía y se llama Zoco de Wardan.