HISTORIA DE ABU HASSAN AL-ZIYADI

SE refiere que Abu Hassan al-Ziyadi refería: «Cierto día me encontraba en una gran estrechez hasta el punto de que no me daban respiro ni el verdulero, ni el panadero ni los restantes proveedores; la miseria me agobiaba pero yo no hallaba medio para librarme de ella. Mientras me encontraba en esta situación, sin saber qué hacer, entró mi esclavo y me dijo: “En la puerta hay un hombre, peregrino, que quiere visitarte”. “¡Déjalo pasar!” Entró. Era un hombre del Jurasán. Me saludó y le devolví el saludo. A continuación me dijo: “¿Eres tú Abu Hassan al-Ziyadi?” “Sí; ¿qué deseas?” “Soy un extranjero que voy a cumplir la peregrinación. Tengo una suma de dinero. Es muy pesada para llevarla conmigo. Desearía depositar en tu casa estos diez mil dirhemes hasta que regrese después de haber cumplido la peregrinación. Si vuelve la caravana y no me ves es que he muerto. Entonces esa suma será tuya, como regalo mío; pero, si regreso, me la devolverás.” Le contesté: “¡Hazlo así si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere!” Sacó una bolsa y yo dije al criado: “¡Dame la balanza!” Trajo la balanza y el visitante pesó el dinero, me lo entregó y se marchó a sus quehaceres.

»Yo pagué a los proveedores y liquidé mis deudas…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Ziyadi prosiguió]: «… liquidé mis deudas gastando a troche y moche diciéndome: “Si vuelve, Dios ya nos facilitará alguna cosa”. Al día siguiente se me presentó el criado y me dijo: “Tu amigo, el jurasaní, está en la puerta”. “Déjale pasar”, le repliqué. Entró y me dijo: “Estaba decidido a emprender la peregrinación, pero acabo de recibir la noticia de la muerte de mi padre y me he resuelto a regresar. Dame él dinero que ayer te dejé en depósito”. Al oír estas palabras me llené de una desesperación tal como nadie, jamás, ha experimentado otra igual. Me quedé perplejo sin saber qué contestar, porque si negaba que me había confiado el depósito me iba a exigir que lo jurase y esto constituiría una afrenta para mí en la última vida; si le decía que lo había gastado, iba a chillar y a avergonzarme. Le dije: “¡Dios te guarde! Mi casa, ésta, no está fortificada y no es apropiada para guardar tal cantidad. Al recibir tu depósito lo he reexpedido a casa de uno que ahora lo custodia. Ven mañana, si Dios lo quiere, a recogerlo”. Se marchó y yo pasé la noche sin saber qué hacer, preocupado por lo que ocurriría cuando regresase el jurasaní. No pegué ojo en toda la noche ni pude conciliar el sueño. Me dirigí al esclavo y le dije: “¡Ensíllame la mula!” Me replicó: “¡Señor mío! ¡Estamos en la primera vela! ¡Apenas ha empezado la noche!” Regresé al lecho sin conseguir conciliar el sueño; seguí despertando al muchacho y éste continuó sin hacerme caso hasta que despuntó la aurora, momento en el cual me ensilló la mula. Monté sin saber hacia dónde ir, por lo que abandoné las riendas encima del cuello del animal, pues yo estaba absorbido por mis pensamientos y preocupaciones. La mula echó a andar por el lado oriental de Bagdad. Mientras avanzaba tropecé con un grupo de gentes. Me aparté de ellos, abandoné el camino que llevaba y seguí otro. Pero la gente me siguió y al ver que llevaba taylasán[126] corrieron para darme alcance. Me preguntaron: “¿Conoces el domicilio de Abu Hassan al-Ziyadi?” “Yo soy”, les repliqué. Me dijeron: “¡Acude ante el Emir de los creyentes!” Los acompañé hasta encontrarme en presencia de al-Mamún. Éste me preguntó: “¿Quién eres?” “Uno de los funcionarios del cadí Abu Yusuf, soy un alfaquí y un tradicionero”. “¿Cómo te llamas?” “Abu Hassan al-Ziyadi.” “¡Cuéntame tu historia!” Le conté lo que había sucedido y él se puso a llorar abundantemente. Dijo: “¡Ay de ti! El Enviado de Dios (¡Él le bendiga y le salve!) no me ha dejado dormir, en toda la noche, por tu culpa. Apenas había cerrado los ojos me dijo en sueños: ‘¡Ayuda a Abu Hassan al-Ziyadi!’ Me desperté, pero como no te conocía volví a dormirme. De nuevo se me apareció y exclamó: ‘¡Ay de ti! ¡Ayuda a Abu Hassan al-Ziyadi!’ Me desperté, pero como no te conocía volví a dormirme. Otra vez se me apareció el Profeta y me dijo: ‘¡Ay de ti! ¡Ayuda a Abu Hassan al-Ziyadi!’ Después ya no pude conciliar el sueño y he permanecido desvelado toda la noche. Desperté a mis cortesanos y los envié a buscarte por todos los rincones”. A continuación me dio diez mil dirhemes y dijo: “Esto es lo del jurasaní”. Luego me dio otros diez mil dirhemes y dijo: “Gástalos en arreglar tus asuntos”. Luego me dio treinta mil dirhemes y dijo: “Éstos son para que atiendas a tus gastos. Cuando llegue el día del desfile del cortejo de la peregrinación, ven y te concederé algún empleo”. Salí llevándome el dinero y me dirigí a mi casa. Recé la oración de la mañana y poco después se presentó el jurasaní. Le hice entrar en mi casa y le saqué la bolsa de dinero diciéndole: “Esto es lo que te pertenece”. Me replicó: “Éste no es mi mismo dinero”. “Tienes razón.” “¿Por qué?” Le referí toda la historia y él rompió a llorar y exclamó: “¡Por Dios! Si me hubieses dicho la verdad desde el primer momento no te los hubiese reclamado. Yo, ahora, por Dios, no he de recuperarlos…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas cincuenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el jurasaní prosiguió]: «“…y eres libre de hacer con ellos lo que quieras”. Se marchó.

»Yo arreglé mis asuntos y el día de la formación del cortejo de peregrinos me dirigí ante la puerta de al-Mamún y entré a verle. Estaba sentado. Cuando me tuvo delante me hizo acercar, sacó un nombramiento de debajo de su oratorio y dijo: “Aquí te nombro juez de la noble ciudad de Medina, a partir del barrio occidental, desde la Puerta de la Paz en adelante. Te asigno un sueldo de tanto y tanto al mes. ¡Teme a Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) y conserva la intercesión del Enviado de Dios (¡Él le bendiga y le salve!)!” Los que estaban presentes se admiraron de estas palabras y me preguntaron lo que significaban. Yo les expliqué toda la historia desde el principio hasta el fin y este hecho se difundió entre las gentes.»

Abu Hassan al-Ziyadi fue juez de la noble ciudad de Medina hasta su muerte, ocurrida bajo el reinado de al-Mamún. ¡Dios tenga misericordia de él!