HISTORIA DE BUDUR, HIJO DEL JOYERO, CON CHUBAYR B. UMAYR AL-SAYBANÍ

SE cuenta que el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, estaba cierta noche insomne, sin conseguir conciliar el sueño, y no paraba de dar vueltas de un lado a otro desvelado; no pudiendo soportar más mandó llamar a Masrur y le dijo: «¡Masrur! Busca a alguien que me distraiga en este insomnio». «¡Emir de los creyentes! ¿Has entrado en el jardín de palacio y observado las flores que hay en él, contemplando las estrellas y sus bellas constelaciones con la luna entre ellas y rielando en el agua?» «Masrur: hoy no me apetece nada de todo eso.» «¡Señor! En tu palacio tienes trescientas concubinas; cada una de éstas tiene su departamento: manda que cada una de ellas se encierre en su habitación, date un paseo y obsérvalas sin que lo sepan.» «¡Masrur! Este palacio es mi palacio; estas esclavas son de mi propiedad, pero hoy no me apetece nada de todo esto.» «¡Señor! Manda comparecer a los sabios, a los jurisconsultos y a los poetas. Engrescaos en una discusión, recitad versos y ordena que reciten historias y cuentos.» «No me apetece nada de esto.» «¡Señor! Manda a los sabios, a los contertulios y a los chistosos que se presenten ante ti y distráete con sus decires.» «¡Masrur! No me apetece nada de esto.» «¡Señor! ¡Córtame la cabeza!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Masrur prosiguió]: «… ¡Tal vez esto te ponga de buen humor y haga desaparecer tu inquietud!» Al-Rasid se rió al oír estas palabras y dijo: «¡Masrur! Mira cuál es el comensal que está en la puerta». Masrur salió, regresó y contestó: «¡Señor! En la puerta está Alí b. Mansur, el pícaro damasceno». «¡Tráemelo!» Fue a buscarle y regresó con él. Al entrar dijo: «La paz sea sobre ti, Emir de los creyentes». Éste le devolvió el saludo y dijo: «Ibn Mansur: cuéntame una de tus historias». «¡Emir de los creyentes! ¿He de referirte algo que haya visto yo en persona o algo que haya oído relatar?» «Si has presenciado algo extraordinario, cuéntalo. Las cosas oídas no son lo mismo que las vistas.» «¡Emir de los creyentes! Concédeme tu oído y tu atención.» «Ibn Mansur: te escucho con mi oído, te contemplo con mis ojos y te presto toda mi atención.»

Refirió: «¡Emir de los creyentes! Sabe que cada año recibo una pensión de Muhammad b. Sulayman al-Hasimí, sultán de Basora. Fui a verle según tenía por costumbre. Al llegar ante él le encontré que se disponía a montar a caballo para ir de caza. Le saludé y me devolvió el saludo. Me dijo: “¡Ibn Mansur! Monta y ven con nosotros de caza”. Le contesté: “¡Señor mío! No tengo fuerzas para montar. Permite que me quede en la casa como huésped y recomiéndame a los chambelanes y funcionarios”. Él lo hizo así y se marchó de caza. Me trataron con la mayor deferencia y me acogieron con el máximo respeto. Me dije: “Es extraño que a pesar de lo mucho que vengo de Bagdad a Basora no conozca más que desde el alcázar hasta el jardín y desde el jardín al alcázar. ¿Cuándo volveré a tener una ocasión como ésta para recorrer los rincones de Basora? Voy a salir ahora mismo y a visitarla solo, para verla y hacer la digestión”. Me puse mi mejor vestido y me fui a recorrer la ciudad. Tú sabes, Emir de los creyentes, que en ella hay setenta calles, cada una de las cuales tiene una longitud de setenta parasangas iraquíes. Me perdí por sus callejas y me entró sed. De repente, mientras andaba, descubrí, ¡oh, Emir de los creyentes!, una gran puerta que tenía dos anillas de latón sobre las cuales caían cortinas de brocado rojo. A su lado había un par de bancos y encima de la puerta una pérgola por la cual se enramaba una parra de vid dando sombra a la entrada. Mientras yo estaba parado oí una voz quejumbrosa, que salía del fondo de un corazón entristecido y que cantaba estos versos:

Mi cuerpo es morada de la enfermedad y de la tristeza a causa de una gacela que está lejos del hogar y de la patria.

Los dos céfiros de Zarud excitan mi tristeza. ¡Por Dios vuestro Señor! Id junto a mi amigo.

Censuradle, pues tal vez la reprimenda le conmueva.

Si os escucha, habladle con dulzura y dadle poco a poco, entre los dos, noticias de los amantes.

Con vuestro trabajo me hacéis un favor. Aludid a mí y decid con vuestras palabras:

“¿Cómo matas a tu esclavo apartándote, sin tener nada de que culparle, sin que te haya desobedecido, ni sentido inclinación por otro corazón, ni te haya engañado,

sin haber faltado a la palabra dada, sin haber cometido una injusticia?” Él se sonrió y dijo de buen talante:

“¿Qué mal habría en que le concedieses tu amor?

Él, como es su deber, languidece por ti; sus ojos velan, lloran y sollozan.”

Si él demuestra agrado ya se ha conseguido el deseo y él propósito si, en cambio, muestra la cólera en el rostro.

Engañadle y decidle: “Ya no le conocemos”.

»Yo me dije: “Si la que canta esta canción es hermosa, reúne en sí la belleza, la elocuencia y una voz apropiada”. Me acerqué a la puerta y levanté la cortina poco a poco. Vi a una joven blanca que parecía ser la luna cuando llega a su decimocuarta noche: cejas reunidas, párpados lánguidos y senos como dos frutos de granada; labios delgados como si fuesen dos camomilas y una boca que parecía ser el sello de Salomón. La hilera de sus dientes jugaba con la razón del poeta y del prosista tal como dice el vate:

¡Qué maravilla la hilera de perlas de la boca del amado! En ella se ha colocado el vino y la camomila.

¿Quién ha prestado a tu sonrisa la luz de la aurora? ¿Quién ha cerrado y sellado esa boca con el coral?

Quien te ve pierde la razón de alegría. ¿Qué será del que te ha besado?

»Y este otro:

¡Oh, perla de la boca del amado! ¡Ten piedad del coral de la boca del amante!

No le muerdas. ¿No te encontró como perla única?

»En resumen: ella reunía en sí todas las clases de belleza y era la maravilla de las mujeres y de los hombres que no se saciaban de contemplar su hermosura. Era tal como dijo el poeta:

Si se acerca, mata; si se detiene, todos los hombres quedan enamorados de ella.

Es como el sol y la luna, pero sus modales no tienen ni dureza ni brusquedad.

Los jardines del Edén se muestran tras su camisa y la luna asciende a partir de sus collares.

»Mientras yo la estaba mirando a través de la cortina ella se volvió y me vio de pie al lado de la puerta. Dijo a su criada: “Corre a ver quién está en la puerta”. La criada se levantó, se acercó a mí y dijo: “¡Jeque! ¿Es que no tienes vergüenza? ¿Reúnes las canas y el vicio?” Respondí: “¡Señora mía! Reconozco las canas, pero no creo tener vicios”. Su dueña exclamó: “¿Qué vicio hay mayor que el de aproximarte a una casa que no es la tuya y contemplar unas mujeres que no son las tuyas?” “¡Señora mía! Tengo disculpa.” “¿Cuál es?” “Soy un extranjero que está sediento. La sed me mata.” “¡Aceptamos tu excusa!”, contestó».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven] «llamó a una de sus esclavas y le dijo: “¡Lutf! Dale de beber en el vaso de oro”. Me entregó un vaso de oro rojo que tenía perlas incrustadas y estaba lleno de agua mezclada con almizcle de la mejor calidad, cubierto por una servilleta de seda verde. Bebí lentamente, mirándola a hurtadillas y así transcurrió bastante tiempo. Devolví el vaso a la criada pero no me moví. Dijo: “¡Jeque! ¡Vete a tus cosas!” “¡Señora mía! Estoy preocupado.” “¿Por qué?” “Por los cambios de la fortuna y el sucederse de los acontecimientos.” “Tienes razón. El transcurso del tiempo hace grandes prodigios. Pero ¿qué cosas prodigiosas has visto para llegar a preocuparte?” “Pensaba en el dueño de esta casa. En vida, era mi amigo.” “¿Cómo se llamaba?” “Muhammad b. Alí el joyero. Era muy rico. ¿Ha dejado hijos?” “Sí; una hija que se llama Budur y que ha heredado todos sus bienes.” Le dije: “¿Tal vez eres tú su hija?” “¡Sí!” Rompió a reír, y dijo: “¡Jeque! Has hablado en demasía. ¡Sigue tu camino!” “No tengo el menor inconveniente en irme, pero veo que tu belleza está alterada. Cuéntame lo que te ocurre y tal vez Dios te facilite, gracias a mi intervención, una salida.” La joven me dijo: “¡Jeque! Si perteneces a las gentes que guardan los secretos te confiaremos el nuestro. Pero dime quién eres para que me dé cuenta de si puedes ser depositario de secretos o no. El poeta ha dicho:

El secreto sólo lo conserva la gente de confianza. Las gentes son los que esconden las confidencias.

He encerrado mi secreto en una casa con cerraduras: la llave se ha perdido y la casa está sellada.

»Le contesté: “¡Señora mía! Si quieres saber quién soy, helo aquí: soy Alí b. Mansur, el pícaro, damasceno y comensal del Emir de los creyentes Harún al-Rasid”. Al oír mi nombre se levantó de la silla, me saludó y me dijo: “¡Bien venido, Ibn Mansur! Voy a contarte mi situación y a confiarte mi secreto. Estoy enamorada, separada de mi amante”. “¡Señora mía! Tú eres bella y sólo debes amar a una persona hermosa. ¿Quién es el que amas?” “Amo a Chubayr b. Umayr al-Saybaní, príncipe de los Banu Sayban.” Me describió un joven que no tenía par en belleza en toda Basora. Le dije: “¡Señora mía! ¿Os habéis escrito?” “Sí; pero él me ha querido con la lengua, y no con el corazón y con el alma. No ha cumplido lo prometido ni ha mantenido el pacto.” “¡Señora mía! ¿Cuál ha sido la causa de vuestro alejamiento?” “La siguiente: cierto día estaba yo sentada mientras esta esclava me peinaba el cabello. Una vez hubo concluido de peinarme me hizo las trenzas. Mi belleza y mi hermosura le gustaron, por lo que se inclinó sobre mí y me besó en la mejilla. En aquel instante y sin ser notado, entró él. Al ver que la joven me besaba en la mejilla, se marchó al momento enfadado, decidido a dejarme para siempre, y recitó estos versos:

Si he de tener un socio en la que amo, abandonaré a mi amada y viviré solo.

El amado no sirve de nada si en el amor desea algo que no place al amante.

»”Desde ese momento y hasta ahora ha permanecido alejado, no nos ha enviado ninguna carta ni respuesta, Ibn al-Mansur”. Le pregunté: “¿Qué deseas?” “Que lleves una carta. Si me traes la contestación te daré quinientos dinares y si no me la traes te daré cien por tu molestia.” “Haz lo que bien te parezca.” “Oír es obedecer”, concluí. Llamó a una criada y le dijo: “Tráeme tinta y papel”. Escribió estos versos:

¡Amado mío! ¿Qué significa esta separación y este odio? ¿Dónde está la mutua tolerancia y el afecto?

¿Por qué te apartas de mí? ¿Por qué tu cara no es la que conocía?

Sí: los calumniadores te han referido cosas que no son verdad y tú les has hecho caso mientras ellos exageraban y difamaban.

Si has dado crédito a sus relatos, que Dios te guarde, pues estás más enterado que nadie.

¡Por tu vida! Dime lo que has oído, pues tú sabes lo que se dice y eres justo.

Si yo he dicho, en verdad, algunas palabras, esas palabras tienen su justificación, pues han sido alteradas.

Aun las mismas palabras reveladas por Dios han sido desfiguradas por gentes que alteran y vocalizan el Pentateuco.

Antes de nosotros ¡cuántas calumnias se han dicho! Fíjate: calumniaron a José ante Jacob.

Pero el calumniador, tú y yo, todos juntos, habremos de comparecer el día del juicio.

»Después selló la carta y me la entregó. La cogí y me marché al domicilio de Chubayr b. Umayr al-Saybaní. Estaba de caza. Me senté y le esperé. Regresó mientras yo estaba sentado. Al verle montado en el caballo, Emir de los creyentes, me quedé perplejo ante tanta belleza y hermosura. Él se volvió y me vio sentado junto a la puerta de su casa. Al darse cuenta se apeó del corcel, se acercó a mí, me abrazó y me saludó. A mí me hizo el efecto de que abrazaba al mundo con todo lo que contiene. Entró conmigo en su casa y me hizo tomar sitio en su propio diván, mandando que nos acercasen la mesa. Nos trajeron una de madera del Jurasán con patas de oro. Encima había platos de toda clase y carnes fritas, asadas y cosas parecidas. Apenas me había sentado me fijé con atención en ella y vi que tenía inscritos estos versos:»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ibn Mansur prosiguió: «… y vi que tenía inscritos estos versos]:

Penetra con la carne en la morada de las escudillas y desciende en el campo de los fritos y de los guisados.

Lamenta a las hijas de la perdiz, tal como yo hago siempre, y a la carne asada y al pollo.

¡Qué triste está mi corazón por encontrarse entre dos platos de pescado, con un pedazo de pan fresco y Maarich!

¡Qué estupenda cena! ¡Qué bella! Las verduras están empapadas del vinagre de la jarra.

El arroz con leche de búfalo es estupendo y en él se hunde la mano hasta la muñeca.

¡Paciencia, alma mía! Dios es generoso y si te encuentras en un aprieto, Él te socorre.

»Después Chubayr b. Umayr me dijo: “Alarga la mano hacia nuestra comida y alegra nuestro corazón comiendo de nuestras provisiones”. Le contesté: “¡Por Dios! No aceptaré ni un solo bocado de tu comida hasta que hayas satisfecho mi necesidad”. Saqué la carta y al verla comprendió lo que contenía. La rompió, la tiró al suelo y me dijo: “¡Ibn Mansur! Te complaceremos en todos tus deseos excepto en ese que te ha confiado la autora de esta carta. No tengo contestación para su epístola”. Me levanté, indignado, de su lado; pero él me agarró por el faldón de mi vestido y me dijo: “¡Ibn Mansur! Voy a contarte lo que te ha dicho a pesar de que yo no estaba a vuestro lado”. “¿Qué es lo que me ha dicho?” “¿La autora de esta carta te ha dicho: ‘Si me traes contestación te daré quinientos dinares; si no me traes respuesta te entregaré cien dinares por tu molestia’?” Respondí: “Sí”. Añadió: “Siéntate ahora a mi lado, come, bebe, disfruta y distráete; y toma estos quinientos dinares”. Me senté a su lado, comí, bebí, me distraje, me divertí y pasé la velada con él. Después le dije: “¡Señor mío! ¿Es que no hay música en tu casa?” “Hace algún tiempo que bebemos sin música.” A continuación llamó a una de sus esclavas y le dijo: “¡Sacharat al-Durr!” Ésta le contestó desde su departamento en el que tenía un laúd al estilo indio guardado en una envoltura de seda. Vino con el instrumento, se sentó, lo apoyó en el seno y tocó con él en veintiún tonos. Después, volviendo al primero, inició unas melodías y recitó estos versos:

Quien no ha probado las dulzuras del amor junto a sus amarguras no distingue entre el afecto y el desvío del amado.

Del mismo modo quien se ha desviado del recto sendero del amor no distingue el camino bueno del áspero.

Siempre me he apartado de los apasionados hasta que he experimentado sus dulzuras y sus tormentos.

He bebido el vaso de la amargura a grandes tragos y me he humillado, en amor, ante el libre y el esclavo.

¡Cuántas noches he tenido por contertulio a mi amado sorbiendo de sus labios las dulzuras de la felicidad!

¡Qué corta fue la duración de las noches de nuestra unión! La aurora parecía llegar junto con el atardecer.

El Destino prometió romper nuestra unión y ahora, el Destino, ha cumplido su voto.

Cuando el Destino decide nada detiene su decreto. ¿Quién podría oponerse a la orden de su dueño?

»Al terminar la joven de recitar estos versos, su dueño dio un gran grito y cayó desmayado. La joven dijo: “¡Que Dios no te castigue, viejo! Hace ya mucho tiempo que nosotros bebemos sin música por temor de que a nuestro dueño le ocurra este percance. Vete a la habitación y duerme en ella”. Me dirigí hacia la habitación que me había indicado y dormí hasta la mañana siguiente. Aún no me había despertado cuando se presentó un muchacho con una bolsa que contenía quinientos dinares y dijo: “Esto es lo que mi señor te tenía prometido: pero no vuelvas al lado de la joven que te ha enviado; haz como si nunca hubieses sabido nada y nosotros haremos lo mismo”. Contesté: “Oír es obedecer”. Cogí la bolsa y me fui a mis quehaceres. Me dije: “Esa muchacha debe de estar esperándome desde ayer. ¡Por Dios! Es necesario que vuelva para informarle de lo que ha ocurrido entre el joven y yo, puesto que si no regreso a su lado me injuriará a mí y a todos los que proceden de mi país”. Me dirigí hacia ella y la encontré de pie detrás de la puerta. Al verme dijo: “¡Ibn Mansur! Tú, ciertamente, no has conseguido tu objetivo”. “¿Quién te lo ha explicado?” “¡Ibn Mansur! He tenido otra revelación: en cuanto le has entregado la carta la ha roto y la ha tirado diciéndote: ‘¡Ibn Mansur! Te complaceremos en todos tus deseos excepto en ese que te ha confiado la autora de esta carta. No tengo contestación para su epístola’. Tú te has apartado indignado de su lado, pero él se ha colgado de tus faldones y ha dicho: ‘Ibn Mansur: quédate ahora conmigo, pues eres mi huésped: come, bebe, disfruta y distráete y acepta estos quinientos dinares’. Te has sentado a su lado, has comido, bebido, disfrutado y distraído; has pasado la velada con él y la joven ha cantado con esta y aquella voz. Él se ha desmayado”. Yo, Emir de los creyentes, le dije: “¿Es que estabas con nosotros?” “¡Ibn Mansur! ¿No has oído lo que dice el poeta?

El corazón de los enamorados tiene ojos que ven lo que no distinguen los videntes.

»”Pero, Ibn Mansur, el día y la noche se suceden transformando las cosas.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que «después levantó la mirada hacia el cielo y exclamó: “¡Dios mío! ¡Señor mío! ¡Dueño mío! Tal como me has puesto a prueba con el amor de Chubayr b. Umayr ponle a él a prueba con el mío; traspasa el amor de mi corazón al suyo”. Ella me dio cien dinares por la molestia que me había causado y yo los tomé, me dirigí a buscar al sultán de Basora y llegué cuando ya había regresado de caza. Cobré mi renta y regresé a Bagdad.

»Al año siguiente me dirigí a la ciudad de Basora para reclamar mi beneficio como tenía por costumbre. El sultán me lo pagó y yo me dispuse a regresar a Bagdad, pero se me ocurrió pensar en el asunto de la señora Budur y dije: “¡Por Dios! ¡He de ir a visitarla y enterarme de lo que ha ocurrido con su amigo!” Me dirigí a su casa y vi que la puerta estaba barrida y regada; que en ella había criados, eunucos y pajes. Dije: “Tal vez las penas han dado fin al corazón de la joven y ésta haya muerto, ocupando su casa ahora uno de los emires”. La dejé y me marché a la de Chubayr b. Umayr al-Saybaní: sus bancos se habían derruido y en la puerta no encontré los pajes de costumbre. Me dije: “Tal vez haya muerto”. Me quedé plantado delante de la puerta, derramé abundantes lágrimas y recité lastimeramente estos versos:

¡Oh, señores! Partisteis, pero el corazón os sigue. ¡Volved y con vuestro regreso volverán para mí las fiestas!

Estoy en pie, ante vuestra casa, lamentándome por vuestra morada: las lágrimas corren, los párpados se abren y se cierran.

Interrogo a la casa mientras sus ruinas lloran: “¿Dónde está aquel que era generoso y liberal?”

Contesta: “Sigue tu camino, pues los amigos se han marchado de su morada y se pudren bajo tierra”.

¡Que Dios no nos condene en todo el transcurso del tiempo para dejar de ver sus bellas acciones y su señorío!

»Mientras yo me lamentaba con estos versos por los habitantes de la casa (¡oh, Emir de los creyentes!) salió de la misma un esclavo negro. Dijo: “¡Jeque! ¡Calla! ¡Ojalá tu madre te hubiese perdido! ¿Por qué te lamentas con tales versos por esta casa?” Le respondí: “Había pertenecido a uno de mis amigos”. “¿Cómo se llamaba?” “Chuybar b. Umayr al-Saybaní.” “¿Y qué le ha pasado? —siguió el esclavo—. Está en las mismas condiciones de riqueza, de prosperidad y de poder (¡loado sea Dios!). Pero le ha puesto a prueba el amor de una muchacha llamada la señora Budur; está desbordado por su amor, por su pasión y por la pena: parece como si fuera una piedra seca tirada por el suelo. Si tiene hambre no dice ‘Dadme de comer’. Si tiene sed no dice ‘Dadme de beber’ ”. Dije: “Pide permiso para que yo pueda entrar”. “¡Señor mío! ¿Quieres visitar a uno que comprende o a uno que no comprende?” “Es necesario, en cualquier caso, que entre.” El esclavo se dirigió al interior para pedir permiso. Regresó con la venia y yo entré: le encontré como si fuese una piedra abandonada: no comprendía ni las señas ni las palabras; yo le hablaba pero no me contestaba. Uno de sus criados me dijo: “Si sabes algún verso de memoria recítalo en voz bien alta ante él. De este modo volverá en sí y te contestará”.

»Yo recité este par de versos:

¿Has olvidado el amor de Budur o sigues queriéndola? ¿Pasas las noches en vela o tus párpados se cierran?

Si tus lágrimas siguen corriendo abundantemente, sabe que vivirás eternamente en el paraíso.

»Al oír estos versos abrió sus ojos y me dijo: “¡Bien venido, Ibn Mansur! La debilidad ha llegado a su límite”. “¡Señor mío! ¿Tienes algo que pedirme?” “Sí. Quiero escribirle una carta y mandársela contigo. Si me traes contestación te daré mil dinares y si no me la traes te daré cien dinares por tu molestia.” “Haz lo que bien te parezca.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas treinta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chubayr] «llamó a una de sus esclavas y le dijo: “¡Tráeme papel y tinta!”».

Le llevó lo que le había pedido y escribió estos versos:

¡Os pido por Dios, señores míos, que tengáis paciencia conmigo! El amor me ha privado del entendimiento.

Vuestro amor, vuestra pasión, se han apoderado de mí; me han revestido con una enfermedad, me han dejado, como herencia, la humildad.

Hasta hoy había despreciado el amor y lo creía, señores míos, cosa fácil y sencilla.

Pero cuando el amor me ha mostrado las olas de su océano, me he confiado al juicio de Dios y me he excusado ante quien he afligido.

Si queréis, apiadaos de mí concediéndome vuestro amor; pero si queréis matarme no olvidéis vuestro valor.

»Selló la carta y me la entregó. La cogí y me marché a la casa de Budur. Levanté la cortina poco a poco según yo tenía por costumbre: vi diez esclavas vírgenes de pechos bien formados que parecían lunas. La señora Budur estaba sentada en medio de ellas y parecía ser la luna llena en medio de los luceros o el sol cuando brilla sin nubes. No presentaba huellas de dolor o de sufrimiento. Mientras yo la contemplaba, maravillándome de esta situación, ella se volvió y me descubrió de pie junto a la puerta. Exclamó: “¡Bien venido! ¡Bien llegado, oh, Ibn Mansur! ¡Entra!” Pasé, la saludé y le entregué la carta. Al leerla comprendió lo que quería decir y rompió a reír. Dijo: “No ha mentido el poeta, Ibn Mansur, al decir:

Soportaré con paciencia tu amor hasta que no me llegue, de tu parte, ningún mensajero.

»”Ibn Mansur: voy a escribir la contestación para que se la entregues a quien te ha enviado.” Le dije: “¡Dios te pague por el bien!” Ella pidió: “¡Tráeme tinta y papel!” Cuando le hubieron entregado lo que había solicitado le escribió estos versos:

Yo fui fiel a vuestro pacto, pero me traicionasteis. Visteis que obraba con rectitud y me vejasteis.

Empezasteis a maltratarme con la ruptura y la dureza; me traicionasteis y de vosotros partió la traición.

Siempre, ante los hombres, he seguido fiel a vuestro pacto; he preservado vuestro honor y he jurado por vos.

Hasta que he visto con mis propios ojos lo que me ha molestado, hasta que he oído que habéis hecho cosas recusables.

¿Ha de ser despreciada mi valía mientras yo ensalzo la vuestra? ¡Por Dios! Si me hubierais respetado os hubiera respetado.

¡Voy a consolarme apartando de vos mi corazón y, por desesperación, me lavo las manos de lo que os pueda ocurrir!

»Le dije: “¡Por Dios, señora mía! No le separa de la muerte más que la lectura de esta carta”. Ella la rompió y yo le dije: “Escríbele otros versos”. “¡De buen grado!” Le escribió los siguientes:

Me he consolado y el sueño cierra dulcemente mis párpados. He oído de los labios de los censores lo sucedido.

El corazón me ha consentido consolarme de vos; mis párpados, ahora, ya no quieren velar.

Miente quien dice: “La separación es amarga”. El gusto de la separación es, para mí, de azúcar.

Se me hace odioso quien os cita y creo que el hacerlo constituye algo reprobable.

Todos los heridos se han curado. Entérese de ello el calumniador o quien quiera saberlo.

»Le dije: “¡Por Dios, señora mía! ¡En cuanto lea estos versos el alma abandonará su cuerpo!” Me preguntó: “¡Ibn Mansur! Su pasión por mí ¿ha llegado hasta el extremo que dices?” Le contesté: “Tendrías razón incluso de decir algo más, pero el perdón es una de las cualidades de los generosos”. Al oír mis palabras las lágrimas rebosaron de sus ojos y le escribió un billete y ¡por Dios!, Emir de los creyentes, ningún funcionario de tu cancillería sabría escribir uno parecido. Escribió en él estos versos:

¿Hasta cuándo han de durar este orgullo y estas censuras? ¡Por vida tuya! Ya has dado al envidioso suficientes satisfacciones.

Tal vez, sin saberlo, yo haya obrado mal, pero dime ¿qué es lo que te han contado de mí?

Desearía, amado mío, cederte el sueño que cierra mis ojos y mis párpados.

He bebido a tragos las copas de tu amor: si me ves ebria no me lo censures.

»Al terminar de escribir la misiva…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas treinta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Budur] «la selló y me la entregó. Le dije: “¡Señora mía! Esta carta curará al enfermo y repondrá al afligido”. Cogí el billete y me marché. Cuando ya había salido me llamó desde su casa y me dijo: “¡Ibn Mansur! Dile: ‘Ella será tu huésped esta noche’”. Esto me alegró mucho y me fui con la carta al domicilio de Chubayr b. Umayr. Al entrar en su habitación vi que tenía los ojos clavados en la puerta, en espera de la contestación. Le entregué la hoja, la abrió, la leyó y comprendiendo su significado dio un alarido y cayó desmayado. Al volver en sí dijo: “¡Ibn Mansur! ¿Ha escrito esta carta con su propia mano y la ha tocado con sus dedos?” “¡Señor mío! ¿Es que la gente escribe con los pies?” ¡Por Dios, Emir de los creyentes! No había terminado aún mis palabras cuando ya ambos oíamos el tintineo de las ajorcas en el vestíbulo, pues ella entraba. Al verla se puso de pie como si nunca hubiese tenido ningún dolor y la abrazó del mismo modo como el Lam enlaza el Alif[112]: la enfermedad, que no le soltaba, le abandonó en el acto. Él se sentó pero ella no. Le dije: “¡Señora mía! ¿Por qué no te sientas?” “¡Ibn Mansur! No me sentaré sin imponer una condición.” “¿Qué condición ha de haber entre vosotros dos?” “¡Que nadie ha de conocer los secretos de los amantes!” En seguida colocó la boca en el oído del joven y le dijo unas palabras en secreto. Él contestó: “¡Oír es obedecer!” Chubayr se levantó y habló en voz baja a uno de sus esclavos. Éste desapareció durante un rato y regresó acompañado por el cadí y dos testigos. Chubayr se puso de pie, tomó una bolsa que contenía cien mil dinares y dijo: “¡Alcadí! Escribe mi contrato matrimonial con esta joven y por esta dote”. El cadí le preguntó a Budur: “Dime si aceptas esto”. Ella respondió: “Lo acepto”. El cadí extendió el contrato matrimonial y a continuación ella abrió la bolsa, cogió un puñado de dinero y se lo entregó al cadí y a los testigos. Después devolvió el resto de la bolsa a su esposo. El cadí y los testigos se marcharon, pero yo me quedé con ellos dos, en medio de la mayor alegría y regocijo, hasta que hubo transcurrido la mayor parte de la noche. Yo me dije: “Ambos son amantes y ya han pasado mucho tiempo separados. Ahora mismo me voy a ir para pasar la noche lejos de ellos. Los dejaré a solas al uno con el otro”. Me levanté, pero la joven me agarró por el faldón y me preguntó: “¿Qué te ocurre?” Le dije de lo que se trataba y me replicó: “¡Siéntate! Cuando queramos que te marches, ya te despacharemos”. Permanecí con ellos hasta que fue inminente la llegada de la mañana. Entonces ella me dijo: “¡Ibn Mansur! ¡Vete a la habitación que te hemos preparado! En ella podrás dormir”. Me marché y dormí hasta el alba. Al amanecer se me acercó un paje con una palangana y un aguamanil. Hice las abluciones y recé la oración de la aurora. Luego me senté. Entonces aparecieron Ibn Chubayr y su amada que salían del baño de la casa: ambos se escurrían los pelos. Les di los buenos días y les felicité por encontrarlos en perfecta salud y por haber conseguido su deseo. Les dije: “Lo que ha tenido por inicio una condición tiene por fin una alegría”. “Dices la verdad y es necesario que recibas tu parte.” Llamó al tesorero y le dijo: “¡Tráeme tres mil dinares!” Le entregó una bolsa que contenía esta cantidad y él me dijo: “Haznos el favor de aceptar esto”. Le repliqué: “No lo aceptaré hasta que me hayas explicado la causa por la que después de tan gran aversión fuiste presa de su amor”. “Oír es obedecer —me replicó—. Sabe que nosotros celebramos una fiesta llamada Nawruz. En ella sale la gente y recorre el río en barcas. Yo y mis amigos salimos a divertirnos y vi una barca en la que iban diez esclavas que parecían lunas; la señora Budur estaba en el medio llevando un laúd. Tocó en once tonos y después, volviendo al primero, recitó este par de versos:

El fuego es más frío que las llamas de mis entrañas y la roca es más suave que mi corazón respecto de mi señor.

Me maravillo de la constitución de su naturaleza: corazón de roca en un cuerpo de agua.

»”Yo le dije: ‘Repite los dos versos y la música’. Ella no quiso”.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas treinta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chubayr prosiguió:] «“…entonces yo mandé a los barqueros que la lapidasen y así lo hicieron con naranjas hasta el punto de que llegamos a temer que se hundiese la barca en que iba. Ella se marchó, en seguida, por su camino y ésta es la causa de que el amor pasase de su corazón al mío”.

»Les felicité por haber conseguido su unión, tomé la bolsa con lo que contenía y me marché a Bagdad.»

El corazón del Califa se tranquilizó y desaparecieron el insomnio y la angustia que experimentaba.