ALÍ SAR Y LA ESCLAVA ZUMURRUD

SE cuenta que en el tiempo antiguo y en las épocas pasadas vivía en el Jurasán un comerciante llamado Machd. Tenía grandes riquezas, esclavos, mamelucos y pajes pero había llegado a los sesenta años sin tener ningún hijo. A esta edad Dios (¡ensalzado sea!) le concedió un descendiente al que dio el nombre de Alí. El muchacho, al crecer, se transformó en una luna llena y cuando llegó a la pubertad y alcanzó todas sus perfecciones, el padre se fue debilitando y cayó enfermo de muerte. Llamó a su hijo y le recomendó: «¡Hijo mío! Se acerca la hora de mi muerte y quiero darte unos consejos». «¿En qué consisten, padre?» «Te recomiendo que no des demasiada confianza a nadie y que no te acerques al que obra mal o causa perjuicio. Guárdate de la compañía de los malos, pues éstos son como el herrero: Si el fuego no te quema, te molesta el humo. ¡Qué bien ha dicho el poeta!:

En esta vida no esperes afecto, pues no puede haber amigos cuando el tiempo traiciona.

Vive aislado y no te apoyes en nadie. Lo que te he dicho constituye un consejo y ya basta.

»Otro poeta dice:

Los hombres son una enfermedad escondida: no te fíes de ellos.

Llenos de engaño y de intriga, debes aprender a conocerlos.

»Un tercer poeta dice:

El tratar con la gente no sirve de nada; sólo es charla y pérdida de tiempo.

Por consiguiente trátalos poco y sólo para aumentar tu saber o mejorar tu situación.

»Otro dice:

Si una persona inteligente probase a los hombres yo ya estaría harto antes de que él empezase.

He visto que su afecto es puro engaño, que su religión es mera hipocresía.»

Alí contestó: «He oído y obedeceré».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí preguntó:] «… ¿Hay algo más?» «¡Hijo mío! Preocúpate de Dios y Él se preocupará de ti. Guarda tus bienes y no los dilapides, pues si haces esto último necesitarás al más ínfimo de los hombres. El valor de una persona reside en lo que posee su diestra. ¡Cuán bellas son las palabras del poeta!:

Si disminuyen mis riquezas, nadie será mi amigo; pero si van en aumento, todos querrán ser mis comensales.

¡Cuántos enemigos se me han hecho amigos a causa de mis riquezas y cuántos amigos enemigos en cuanto las perdí!»

El hijo preguntó: «¿Alguna recomendación más?» «Te ruego que pidas consejo al que tiene más edad que tú; que no te precipites en aquellas cosas que amas; que seas indulgente con tus inferiores y así será indulgente contigo tu superior; que no lastimes a nadie, pues Dios pondría por encima de ti al que te había de vejar. ¡Qué bellas son las palabras del poeta!:

Une tu opinión a la de otro y pide consejo, ya que el buen camino no se oculta a dos personas.

El hombre es un espejo que le muestra reflejada la cara, pero si se unen dos espejos se ve hasta la nuca.

»Otro ha dicho:

Avanza poco a poco y no te precipites en las cosas que te afectan. Sé indulgente con los hombres y encontrarás otros piadosos.

Todas las manos tienen por encima el poder de Dios y no hay malvado que no tropiece con otro malvado.

»Dice otro:

No seas injusto aunque seas poderoso, puesto que el opresor queda expuesto a la venganza.

Tus ojos duermen mientras el opresor está despierto imprecando contra ti y el ojo de Dios no duerme.

»¡Guárdate de beber vino! Constituye el principio de todo mal, hace perder la razón y transforma en un ser despreciable al bebedor, ¡Qué hermosas son estas palabras del poeta!:

¡Por Dios! El vino no me hará perder la cabeza mientras el alma esté ligada al cuerpo y sepa lo que digo.

Jamás me inclinaré por el vino fresco y escogeré mis comensales entre los abstemios.

»Tales son mis recomendaciones: métetelas en la cabeza y Dios me sucederá en tu cuidado.» Dicho esto perdió el conocimiento, calló un momento y al volver en sí pidió perdón a Dios, pronunció la profesión de fe y se fue al seno de la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Su hijo sollozó y lloró. Después hizo los preparativos necesarios y asistieron al entierro grandes y humildes. Los lectores del Corán recitaban alrededor de su ataúd: el hijo no descuidó ningún detalle de los que convenían al difunto. Rezaron, lo depositaron en el polvo y escribieron encima de la tumba este par de versos:

Fuiste creado de polvo y pasaste a la vida; aprendiste a ser elocuente en tus palabras.

Has vuelto al polvo al morir y da la impresión de que nunca has abandonado el polvo.

Su hijo Alí Sar se entristeció mucho y llevó el luto de acuerdo con la costumbre de las personas más notables. Siguió apenado por la muerte de su padre hasta que falleció su madre al cabo de poco tiempo. Con ésta se comportó del mismo modo como lo había hecho con su padre. Después ocupó su puesto en la tienda y se dedicó a vender y a comprar sin tener tratos con ninguna criatura de Dios (¡ensalzado sea!), cumpliendo así la recomendación de su progenitor.

Durante un año se mantuvo así, pero al cabo de este tiempo se le insinuaron, con malas artes; hijos bastardos se hicieron sus amigos, lo corrompieron y le apartaron del recto camino: bebió el vino a copas llenas, frecuentó a las mujeres hermosas mañana y tarde y se dijo: «Mi padre ha reunido todo este dinero para mí. Si yo no lo gasto, ¿a quién se lo dejaré? ¡Por Dios! He de hacer lo que dice el poeta:

Si dedicas toda tu vida a conservar lo que ganas ¿cuándo gozarás de lo que has obtenido y guardado?»

Alí Sar continuó dilapidando sus bienes en todas las horas de la noche, en todos los instantes del día hasta que dio fin a sus recursos y se quedó pobre. Su situación era desesperada y su carácter se agrió. Vendió la tienda, las fincas y todo lo que poseía; después vendió los trajes que le cubrían el cuerpo y se quedó con una sola túnica. Desaparecida la embriaguez y recuperada la reflexión cayó en la melancolía.

Un día, que había permanecido desde por la mañana hasta la tarde sin tocar la comida, se dijo: «Voy a girar visita a aquellos con los cuales he gastado mis bienes. Tal vez alguno me dé hoy de comer». Recorrió los domicilios de todos, pero cada vez que llamaba a una puerta, el interesado se negaba a recibirle y se ocultaba. El hambre, entretanto, abrasaba a Alí Sar. Se dirigió al zoco de los comerciantes.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí Sar se dirigió al zoco de los comerciantes] en el cual vio un corro cerrado al que acudía y se apretujaba la gente. Se dijo: «¡Quién supiera la causa de que todos ésos se hayan reunido! ¡Por Dios! ¡No me iré de este lugar hasta haber visto de qué se trata!» Se acercó y vio una mujer de cinco pies de alta, bien proporcionada, con las mejillas sonrojadas, pecho bien formado: superaba a todas sus contemporáneas en hermosura, belleza y perfección. Era tal como dijo uno de sus descriptores:

Fue creada tal como quería: perfecta en su hermosa forma, ni alta ni baja.

La belleza quedó enamorada de su forma, por lo cual la aspereza se fundió con el orgullo y el pudor.

Su cara es la luna llena; su cintura, rama de sauce; su perfume, almizcle. No hay persona humana que se le parezca.

Es como si hubiese sido modelada en agua de perlas y en cada uno de sus miembros brilla la luna.

Esa joven se llamaba Zumurrud[105]. Alí Sar al verla se admiró de su belleza y de su hermosura. Exclamó: «No me iré hasta ver qué precio alcanza y saber quién la compra». Se quedó entre los comerciantes, quienes creyeron que iba a adquirirla, ya que estaban enterados de los bienes que había heredado de su padre. El corredor se puso al lado de la esclava y dijo: «¡Comerciantes! ¡Hombres ricos! ¿Quién abre la subasta de esta joven, de la señora de las lunas, de la perla magnífica de Zumurrud, bordadora de cortinas, objetivo de los que buscan y regocijo de los que indagan? ¡Empezad a ofrecer, pues no habrá censuras ni reproches para quien inicie la subasta!» Un comerciante dijo: «¡Doy quinientos dinares!» Otro pujó: «¡Quinientos diez!» Un viejo llamado Rasid al-Din, de ojos azules[106] y turbia mirada, clamó: «¡Seiscientos!» Otro chilló: «¡Seiscientos diez!» El viejo pujó: «¡Mil!» Los comerciantes cerraron la boca y se quedaron callados. El corredor consultó con el dueño y éste dijo: «He jurado que no la vendería más que a aquel a quien ella quisiera. Consúltala». El corredor se acercó a la joven y dijo: «¡Señora de las lunas! Ese comerciante quiere comprarte». Le miró, vio que era tal como hemos dicho y contestó: «No quiero ser vendida a un viejo al que las preocupaciones han dejado baldado. ¡Por Dios, qué bien dijo el poeta!:

Un día le pedí un beso. Ella miró mis canas —por más que yo era rico y estaba en buena situación.

Y se alejó de mis caricias diciendo: “¡No! ¡Por Aquel que creó el hombre de la nada!

La nieve de las canas no me conviene ¿o es que en la fuerza de la vida he de llenarme la boca de algodón?”[107]»

El corredor al oír estas palabras exclamó: «¡Por Dios! Tienes disculpa y tu precio es de diez mil dinares». A continuación explicó a su dueño que aquel viejo no le gustaba. Le replicó: «¡Pregunta por otro!» Uno de los hombres se adelantó y dijo: «Doy lo mismo que el viejo, que no le gustaba, ofrecía por ella». La joven le contempló y se dio cuenta de que tenía la barba teñida. Exclamó: «¡Vaya vicio y falta! ¡Las canas de la cara teñidas de negro!» Con grandes muestras de asombro recitó estos versos:

Un tal me ha hecho ver una cosa hermosa; un cuello —¡lo juro!— pegado sobre un par de zapatos.

Una barba en la cual los animalitos se divierten alegremente; los rizos torcidos por las cuerdas.

¡Oh tú que estás seducido por mi forma y por mi mejilla! Tú tratas de engañar sin preocuparte:

Tiñes, lleno de vergüenza, tus canas y escondes lo que produce al hombre agudo de pensamiento.

Te vas con una barba y vuelves con otra, como si fueses uno de los cuadros de las sombras chinas.

»Otro poeta ha dicho justamente:

Ella me dijo: “Veo que te has teñido las canas”. Le contesté: “Es para que no las veas tú, que eres mi oído y mi vista”.

Ella se carcajeó y dijo: “¡Esto es maravilloso! ¡Tus engaños son tantos que se te suben a la barba!”»

El corredor al oír sus versos exclamó: «¡Por Dios que tienes razón!» El comerciante le preguntó: «¿Qué ha dicho?» Le repitió los versos, se dio cuenta de que hacía algo malo y renunció a comprarla. Otro comerciante se adelantó y dijo: «Pregúntale si me acepta al precio que he oído». El corredor la consultó. La esclava le miró y se dio cuenta de que era tuerto. Exclamó: «¡Éste es tuerto! ¡Es tal como ha dicho el poeta!:

¡No vayas en compañía del tuerto ni un solo día! ¡Guárdate de su maldad y de sus engaños!

Si en el tuerto hubiese algo bueno, Dios no le hubiese cegado un ojo.»

El corredor le preguntó: «¿Quieres ser vendida a este otro comerciante?» Le miró, vio que era bajo y que la barba le llegaba hasta el ombligo. Contestó: «Éste es aquel del que dice el poeta:

Tengo un amigo al cual Dios ha hecho crecer una barba que no tiene utilidad:

Es como una noche de invierno: larga, tenebrosa y helada.»

El corredor exclamó: «¡Señora! Mira a los que están presentes y dime cuál es el que te gusta para que te venda a él». Pasó la vista por el círculo de comerciantes, los examinó uno a uno, y clavó sus ojos en Alí Sar.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Zumurrud le lanzó una mirada que le había de causar mil pesares; su corazón quedó prendado de él ya que era de una prodigiosa belleza y más agradable que el céfiro del norte. Dijo: «¡Corredor! Yo quiero ser vendida a ése, mi señor, que tiene un rostro tan hermoso y esbelta figura. De él ha dicho uno de sus descriptores:

Han dejado al descubierto tu rostro y han censurado a quien se ha enamorado.

Si hubiesen querido que fuese casta hubiesen cubierto tu hermoso rostro con un velo.

»Él es el único que me ha de poseer ya que su mejilla es tersa y su saliva, agua de Salsabil[108] que cura al enfermo. El prosista y el poeta se quedan perplejos ante su belleza. Uno de éstos ha dicho:

Su saliva es vino; el aliento, almizcle; los dientes, alcanfor.

Ridwán le ha expulsado del Paraíso, temeroso de que se enamorasen de él las huríes.

La gente le critica por su orgullo, pero cuando la luna llena se enorgullece tiene disculpa.

»Tiene los cabellos crespos, las mejillas sonrosadas y la mirada embrujada. De él ha dicho el poeta:

Una gacela me ha prometido su visita: el corazón está inquieto, el ojo en expectativa.

Sus párpados han salido garantes de su promesa, pero ¿cómo pueden mantenerla si están lánguidos?

»Otro poeta ha dicho:

Me dijeron: “El bozo ha crecido en sus mejillas, ¿cómo puedes aún estar enamorada de un joven con barba?”

Contesté: “¡Dejad de criticar! ¡Abreviad! No es una barba pero crece bonita”.

Sus mejillas son un Edén lleno de nobles frutos, un lugar de delicias: y lo demuestran sus labios que constituyen la fuente del Paraíso.»

El corredor al oírla recitar estos versos sobre lo bello que era Alí Sar se admiró de su elocuencia y del esplendor de su hermosura. Su dueño le dijo: «No te maravilles de su belleza que afrenta al sol del mediodía ni de los hermosos versos que sabe de memoria puesto que además sabe recitar el magnífico Corán según las siete lecturas, relata las tradiciones de manera auténtica, sabe escribir en siete tipos de letra y domina las ciencias mejor que cualquier sabio. Su mano es superior al oro y a la plata ya que hace cortinas de seda, para vender, ganando con cada una cincuenta dinares, empleando sólo ocho días para cada pieza». El corredor exclamó: «¡Qué felicidad la de aquel que la tenga en su casa y la reúna a sus tesoros!» El dueño dijo: «Véndela a quien ella quiera». El corredor se acercó a Alí Sar, le besó la mano y le dijo: «¡Señor mío! ¡Compra a esta joven! Ella te ha elegido». A continuación le describió sus cualidades y lo que sabía. Siguió: «¡Te felicito si la compras, ya que te la regala quien no es avaro en sus dones!» Alí Sar inclinó un momento la cabeza hacia el suelo riéndose y diciéndose: «He llegado hasta ahora sin desayunar, pero me avergüenza el tener que decir delante de los comerciantes: “No tengo dinero para comprarla”». La joven, al verle pensativo dijo al corredor: «Cógeme de la mano y condúceme ante él. Quiero que me vea para obligarlo a comprarme. Yo no me venderé más que a él». El corredor la cogió y la colocó delante de Alí Sar. Le preguntó: «¿Qué opinas, señor mío?» El muchacho no contestó. La joven dijo: «¡Señor mío! ¡Amado de mi corazón! ¿Qué te ocurre que no me compras? Cómprame por el precio que quieras, pues yo he de ser la causa de tu felicidad». Alí Sar levantó la cabeza y le dijo: «¿Es que te he de comprar a la fuerza? Eres muy cara: ¡mil dinares!» «¡Señor mío! ¡Cómprame por novecientos!» «No.» «Por ochocientos.» «¡No!» La muchacha fue bajando el precio hasta que dijo: «¡Por ciento!» «¡No tengo los ciento!» La joven rompió a reír y le preguntó: «¿Cuánto te falta para los ciento?» «No tengo ni ciento ni nada. Yo (¡por Dios!) no tengo ni plata ni oro, ni un dirhem ni un dinar. ¡Búscate otro cliente!» Al darse cuenta de que estaba pelado le dijo: «¡Cógeme de la mano y llévame a una esquina!» Así lo hizo. Ella se sacó del pecho una bolsa que tenía mil dinares y le dijo: «Pesa novecientos para pagar mi precio y quédate con los ciento restantes, pues nos serán de utilidad». Hizo lo que le había dicho, la compró por novecientos dinares, pagó el precio sacando el importe de aquella bolsa y se la llevó a su casa. Al llegar a ésta la muchacha encontró una sala vacía, sin lecho ni vajilla. Le dio mil dinares y le dijo: «Ve al mercado y compra, por trescientos dinares, un lecho y vajilla para la casa». Alí la obedeció. Luego la joven le dijo: «Compra tres dinares de comida y de bebida».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Alí lo hizo. Añadió: «Compra un pedazo de seda que tenga el tamaño de una cortina; compra hilos de oro, de plata y de seda de siete colores». Lo hizo. Después la joven cubrió la casa de tapices, encendió las velas y los dos se sentaron a comer y a beber; luego se dirigieron al lecho y satisficieron su mutuo deseo pasando la noche abrazados detrás de las cortinas. Fue tal como ha dicho el poeta:

Visita a quien amas y no hagas caso de las palabras del envidioso. El envidioso jamás ha sido de utilidad en el amor.

Te he visto, en sueños, tendido a mi lado y he bebido de tus labios el más dulce refresco.

¡Juro que ha de ser verdad todo lo que he contemplado y que he de obtenerlo a pesar del envidioso!

Nunca han visto los ojos imagen más hermosa que la de dos amantes en un mismo lecho,

abrazados, vestidos con el traje de la satisfacción, utilizando como almohada la muñeca y el brazo.

La gente pega en hierro frío cuando los corazones están enamorados.

¡Oh tú que censuras el amor de los que aman! ¿Podrías sanar a un corazón corrupto?

Si entre tus contemporáneos encuentras uno que te ame, ése es el que te conviene: vive con ése.

Siguieron abrazados hasta llegar la mañana y el amor de cada uno de ellos se afirmó en el corazón del otro. La joven, al día siguiente, tomó una cortina, la bordó con seda de distintos colores, la recamó con hilos de oro y plata y puso una cenefa de figuras de pájaros; alrededor otra con todos los animales del mundo sin dejar ni uno tan siquiera que no estuviese dibujado. Trabajó en la cortina durante ocho días. Al terminarla, la planchó, la dobló y la entregó a su señor. Le dijo: «Llévala al mercado y véndela por cincuenta dinares a un comerciante. Pero ¡guárdate de cederla a cualquier persona que encuentres en el camino! Si lo hicieses, eso sería la causa de nuestra separación, ya que tenemos enemigos que no nos descuidan». «Oír es obedecer», le contestó. Se dirigió al zoco y la vendió a un comerciante tal como ella le había mandado. Después compró otra tela, seda, hilos de oro y de plata, como la vez anterior, y todo lo que necesitaba para comer. Le llevó todo esto, se lo entregó y le dio el dinero que le había sobrado.

Cada ocho días la muchacha le entregaba una cortina y él la vendía por cincuenta dinares. Así permanecieron durante un año entero. Al cabo de un año, como de costumbre, fue al mercado y dio la cortina al corredor. Un cristiano se presentó y le ofreció sesenta dinares. El joven se negó a venderla, pero el cristiano fue pujando hasta ofrecer cien dinares, más una propina de diez dinares para el corredor. Éste volvió al lado de Alí Sar, le comunicó la oferta y se las ingenió para que vendiese la cortina al cristiano por aquella suma. Dijo: «Nada de malo te ha de suceder a causa de este cristiano». Los demás comerciantes también insistían, pero él la vendió al cristiano a pesar de que su corazón estaba acongojado. Cogió el dinero y se marchó a su casa. Dándose cuenta de que el cristiano le seguía le dijo: «¡Cristiano! ¿Por qué me sigues?» «¡Señor mío! Necesito una cosa que está en el fondo del callejón. ¡Dios haga que nunca necesites nada!»

Alí Sar llegó a su casa y el cristiano le alcanzó. El primero le increpó: «¡Maldito! ¿Por qué me sigues adonde quiera que yo vaya?» «¡Señor mío! ¡Dame de beber un sorbo de agua! Estoy sediento y Dios (¡ensalzado sea!) te lo recompensará.» Alí Sar se dijo: «Este hombre vive gracias a la protección de los musulmanes y me pide un sorbo de agua. ¡Por Dios! ¡No le defraudaré!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Alí entró en su casa y cogió una jarra de agua. Su esclava Zumurrud le vio y le dijo: «¡Amado mío! ¿Has vendido la cortina?» «Sí.» «¿A un comerciante o a un hombre cualquiera? Mi corazón presiente que vamos a separarnos.» «La he vendido a un comerciante.» «¡Dime la verdad para que tome mis precauciones! ¿Por qué coges la jarra de agua?» «Para dar de beber al corredor.» La joven exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» A continuación recitó estos dos versos:

¡Oh, tú, que buscas la separación! ¡Ve poco a poco y no te dejes engañar por el abrazo!

¡Paciencia, pues la traición forma parte de la naturaleza del tiempo y el fin de toda compañía está en la separación!

Alí Sar salió con la jarra y vio que el cristiano se había metido en el vestíbulo. Le increpó: «¡Te has metido hasta aquí, perro cristiano! ¿Cómo te atreves a entrar sin mi permiso?» «¡Señor mío! No hay diferencia entre la puerta y el vestíbulo y si he entrado hasta aquí ha sido sólo para salir. Además tú eres virtuoso, benefactor, generoso y liberal.» Alí Sar le dio la jarra de agua y bebió; después la devolvió al joven y éste esperó a que se marchara, pero no se movió. Le preguntó: «¿Por qué no te pones en movimiento y te vas a tus quehaceres?» «¡Señor mío! No seas uno de aquellos que hacen una buena acción para después deshacerla. No seas uno de ésos, de los que dice el poeta:

Han desaparecido aquellos que, cuando te parabas ante su puerta, accedían con la máxima generosidad a tus peticiones.

Cuando te plantas ante la puerta de sus sucesores te niegan hasta un sorbo de agua.»

Añadió: «He bebido y ahora desearía que me dieses algo de comer; cualquier cosa que tengas en la casa, aunque sólo sea un pedazo de pan, una galleta o una cebolla». «Vete sin más palabras. En casa no hay nada.» «¡Señor mío! Si no tienes nada en casa coge estos cien dinares y tráeme algo del zoco, aunque sólo sea un panecillo: así se establecerá entre nosotros dos el lazo del pan y de la sal.» Alí Sar pensó para sí: «Este cristiano está loco. Cogeré los cien dinares, le traeré algo que cueste dos dirhemes y me burlaré de él». El cristiano seguía: «¡Señor mío! Deseo que me des algo para quitarme el hambre, aunque sólo sea un pedazo de pan o una cebolla. El mejor alimento es aquel que quita el hambre y no los guisos exquisitos. Bien dice el poeta:

El hambre se quita con un pedazo de pan seco, ¿por qué es, pues, tan grande mi pena y mi angustia?

La muerte es el mejor juez, puesto que a todos los hombres, sea el Califa o un pobre, los mide por el mismo rasero.»

Alí Sar le dijo: «Espérame aquí. Cierro la habitación y te traigo algo del zoco». «Oír es obedecer», contestó el cristiano. El joven salió, cerró la habitación, corrió el cerrojo y, llevándose la llave, se dirigió al mercado. Compró queso frito, miel blanca, plátanos y pan y se lo llevó. El cristiano al verlo le dijo: «¡Señor mío! Esto es mucho y bastaría para diez hombres y yo soy uno solo; ¿por qué no comes conmigo?» «¡Come tú solo, pues yo estoy harto!» «¡Señor mío! Los sabios dicen: “Quien no come con su huésped es un hijo adulterino”.» Alí Sar al oír estas palabras en labios del cristiano se sentó y comió un poco; en seguida quiso levantarse.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el cristiano cogió un plátano, lo peló, lo partió en dos mitades y encima de una de ellas puso un narcótico mezclado con opio: una sola dracma hubiese abatido a un elefante. Recubrió esta mitad de miel y dijo: «¡Señor mío! ¡Juro por tu religión que has de tomar esto!» Alí Sar se avergonzó de hacer caso omiso de su juramento: lo cogió y lo engulló. Pero apenas le llegó al interior cayó patas arriba y quedó como si durmiese desde hacía un año. El cristiano al verlo así se puso en pie como si fuese un lobo pelado o como una imprevista sentencia de juez; cogió la llave de la habitación, le abandonó en el suelo y corrió en busca de su hermano y le informó de lo ocurrido.

El origen de todo esto era el siguiente: el hermano del cristiano era el decrépito viejo que había querido comprar a Zumurrud por mil dinares; ésta no le había aceptado y le había zaherido con sus versos. En su interior era un incrédulo, pero aparentaba ser musulmán y se llamaba a sí mismo Rasid al-Din. Cuando la joven le hubo rechazado y zaherido, se quejó a su hermano cristiano, el cual se las ingenió para arrebatársela a su señor Alí Sar. El cristiano se llamaba Barsum. Éste le dijo: «No te entristezcas por esto, pues yo me las ingeniaré para arrebatársela sin que cueste ni un dirhem ni un dinar». Era un brujo, embrollón, taimado, pervertido. Desde aquel momento no había parado de idear e imaginar engaños hasta que puso en práctica el que hemos citado, después de lo cual cogió la llave, fue a buscar a su hermano y le explicó lo que había sucedido. Le hizo montar en su mula, coger sus criados y ambos se dirigieron a la casa de Alí Sar. Llevaba consigo una bolsa de mil dinares para entregarla al valí en caso de encontrarle. Abrió la sala y los hombres que le acompañaban se lanzaron sobre Zumurrud: la cogieron a la fuerza, la amenazaron con matarla en el caso de que gritara y dejaron la casa tal como estaba sin coger nada más, abandonando allí, dormido en el vestíbulo, a Alí Sar. Cerraron la puerta y dejaron la llave de la habitación a su lado. El cristiano acompañó a la joven hasta su alcázar y la dejó con sus esclavas y concubinas. Le dijo: «¡Desvergonzada! Yo soy el anciano al que despreciaste e insultaste, pero ahora me he apoderado de ti sin que me cueste nada». La joven le replicó, mientras sus ojos derramaban abundantes lágrimas: «¡Ah, anciano de mal! ¡Que Dios te castigue por haberme separado de mi señor!» «¡Libertina! ¡Perdida! ¡Verás el castigo que te voy a dar! ¡Por el Mesías y la Virgen! Si no me obedeces y no te conviertes a mi religión te castigaré de todos los modos posibles.» «¡Aunque hicieses tiras mis carnes no me separaría de la religión del Islam! Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) me tenga preparada una pronta alegría. Él es Todopoderoso. Los sabios han dicho: “Más vale un daño en el cuerpo que en la religión”.» El viejo llamó a los criados y a las esclavas y les dijo: «¡Echadla al suelo!» La tiraron y él le fue pegando del modo más doloroso, mientras ella pedía auxilio y nadie la socorría. Dejó de implorar socorro y empezó a decir: «Dios me basta y me es suficiente», hasta que le faltó el aliento, sus gemidos se debilitaron y perdió el conocimiento.

Cuando el viejo se hubo saciado de su venganza dijo a los criados: «Arrastradla por los pies y arrojadla en la cocina. Que no le den de comer». Aquel maldito dejó pasar la noche. Al día siguiente la hizo llevar a su presencia y volvió a golpearla, mandando después a los criados que la arrojasen en su cuchitril. Así lo hicieron. Cuando volvió en sí de los golpes exclamó: «¡No hay Dios sino el Dios! ¡Mahoma es el enviado de Dios! ¡Dios me basta! ¡Es el mejor guardián!» A continuación imploró la ayuda de nuestro señor, Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!).

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Alí Sar. Durmió sin interrupción hasta el día siguiente, y cuando el narcótico se le marchó de la cabeza, abrió los ojos y gritó: «¡Zumurrud!», pero nadie le contestó. Entró en la habitación y encontró «el aire vacío y el santuario lejano». Se dio cuenta de que el causante de todo era el cristiano. Gimió, lloró, se quejó, derramó abundantes lágrimas y recitó estos versos:

¡Oh amor! No te apartes de mí ni me dejes: mi corazón está entre la pena y el peligro.

¡Señores míos! ¡Apiadaos del esclavo al que han envilecido las leyes del amor, de un rico que se ha vuelto pobre!

¿Qué puede hacer el arquero, si al hacer frente al enemigo y querer lanzar la flecha, se le rompe la cuerda?

Si las dificultades aumentan y se acrecen ante un hombre ¿adónde huirá para escapar al hado?

He estado en guardia para evitar nuestra separación, pero cuando el destino se cumple huelga toda previsión.

Después de estos versos rompió en sollozos y recitó:

Ella abandonó su morada en la arena del campamento y el amante afligido corrió en su busca.

Se volvió hacia las casas y se llenó de nostalgia ante unas moradas desaparecidas, cuyas huellas estaban borradas.

Se quedó allí e interrogó al lugar, que le contestó como un eco: «Nunca más volverás a unirte con él».

Fue como un relámpago que hubiese iluminado el lugar: se ha desvanecido y nunca más dará su luz.

Se arrepintió cuando ya de nada le servía el arrepentimiento; lloró, desgarró sus vestidos. Cogió una piedra en cada mano y empezó a vagar por la ciudad dándose con ellas en el pecho y gritando: «¡Ah, Zumurrud!» Los muchachos se agrupaban a su alrededor y exclamaban: «¡El loco! ¡El loco!» Todos los que le conocían lloraban por él y decían: «Éste es fulano, ¿qué le habrá ocurrido?» Siguió en este estado hasta que terminó el día. Al desplegar la noche sus tinieblas se quedó dormido en una de las callejas hasta llegar la mañana. Entonces volvió a recorrer la ciudad hasta el fin del día, hora a la cual se dirigió a su casa para pasar en ella la noche. Una vecina suya, una mujer anciana y de bien, le vio y le preguntó: «¡Hijo mío! ¡Ojalá te cures! ¿Cuándo te has vuelto loco?» Él le contestó con estos dos versos:

Dicen: «Te has vuelto loco por aquella a la que amas». Les contesto: «Las dulzuras de la vida sólo las experimentan los locos.

Dejad en paz mi locura y traedme a aquel por quien me he vuelto loco: si cura mi desvarío, no me censuréis».

La vieja, su vecina, se dio cuenta de que estaba enamorado y separado de la amada. Dijo: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Hijo mío! Desearía que me contases cómo te ha ocurrido la desgracia. Tal vez Dios me permita ayudarte a soportarla». Alí le refirió todo lo que le había sucedido con el cristiano Barsum, hermano del brujo que se había dado el nombre de Rasid al-Din. Al enterarse, la vieja, le contestó: «¡Hijo mío! ¡Tienes disculpa!» Las lágrimas le brotaron de los ojos y recitó estos dos versos:

Los enamorados tienen bastante con los tormentos de este mundo. ¡Por Dios! No es necesario que les aflija el fuego de la otra vida.

Ya que mueren de amor y lo soportan con castidad. Tal dice la tradición[109].

Al terminar de recitar estos versos añadió: «¡Hijo mío! Ve y cómprame una caja semejante a las que utilizan los orfebres. Cómprame collares, anillos, ajorcas y joyas de esas que gustan a las mujeres, sin economizar el dinero. Colócalo todo en la caja y dámela. Yo me la colocaré encima de la cabeza como si fuese una corredora, iré dando vueltas y me introduciré en las casas hasta encontrar (si Dios lo quiere) su rastro». Alí Sar se alegró mucho de sus palabras, le besó la mano y corrió a buscar lo que le había pedido. La mujer, una vez lo tuvo, se puso un traje apedazado, se colocó en la cabeza un trapo de color de miel, empuñó un bastón y, cogiendo la caja, empezó a ir por los recovecos y las casas. No paró de ir de lugar en lugar, de barrio en barrio, de calle en calle, hasta que Dios (¡ensalzado sea!) la condujo al alcázar del maldito Rasid al-Din, el cristiano. Oyó en el interior gemidos y llamó a la puerta.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que una esclava le abrió y la saludó. La vieja dijo: «Traigo, para vender, estas chucherías. ¿Hay entre vosotros quien me compre algo?» La criada contestó: «Sí». La hizo entrar en la mansión y las servidoras formaron un círculo a su alrededor; todas compraban. La vieja las halagaba y las favorecía en el precio. Las criadas se pusieron muy contentas a causa de su generosidad y de sus buenas palabras y mientras tanto ella inspeccionaba todos los rincones en busca de quien gemía. Finalmente descubrió la dirección de donde procedían los lamentos; entonces hizo mayores rebajas, se mostró generosa con las criadas y fijándose, descubrió, abandonada, a Zumurrud, a la cual reconoció. Rompió a llorar y les preguntó: «¡Hijas mías! ¿Qué ocurre a esa adolescente para encontrarse en tal situación?» Le refirieron toda la historia y le dijeron: «Esto no depende de nosotras. Nuestro señor, que ahora está de viaje, lo ha mandado así». «¡Hijas mías! Tengo algo que pediros: Liberad a esa pobre de las ataduras hasta que sepáis que viene vuestro señor. Entonces, atadla tal como está. Así os ganaréis la recompensa del Señor de los mundos.» «Oír es obedecer», le replicaron. La desataron y le dieron de comer y de beber. La vieja añadió: «¡Ojalá me hubiese roto el pie antes de entrar en vuestra casa!» Se acercó a Zumurrud y le dijo: «¡Hija mía! ¡Dios te salve! ¡Él te consolará!» A continuación le explicó que la enviaba su señor, Alí Sar, y se pusieron de acuerdo en que aquella noche estaría preparada y que tendría el oído a la escucha de cualquier rumor. Le dijo: «Tu señor te esperará junto al banco que está al pie de la casa. Te dará un silbido. Al oírlo silba a tu vez y descuélgate, con una cuerda, por la ventana. Él te recogerá y se te llevará». Zumurrud le dio las gracias. La vieja corrió al lado de Alí Sar, se lo explicó todo y le dijo: «Mediada la próxima noche dirígete al barrio tal en donde está la casa del maldito; sus señales son tal y tal. Plántate al pie de la casa y silba. Ella se descolgará. Cógela y vete con ella adonde quieras». Alí Sar le dio las gracias y llorando recitó estos versos:

Déjense los maldicientes de chismear: mi corazón está afligido, mi cuerpo extenuado.

Mis lágrimas constituyen una tradición auténtica transmitida por una larga cadena de narradores con desfallecimientos y abandonos[110].

¡Oh tú que no tienes ni mis afanes ni mis penas!, ¡deja de fatigarme con tu preguntar sobre mi estado!

Una mujer con dulces labios, esbelta, armoniosa, me ha robado el corazón con suavidad y palabras como la miel.

Desde el momento de su partida mi corazón no conoce la paz, mis ojos no reposan y la paciencia ha abandonado mis esperanzas.

Me ha dejado en manos de la pasión, infeliz que oscila entre envidiosos y maldicientes.

El olvido es algo que no conozco: jamás habrá en mis pensamientos una persona que no seas tú.

Recitados estos versos, suspiró, derramó abundantes lágrimas y recitó estos dos:

¡Bendito sea quien me ha anunciado tu llegada, pues me ha traído una buena noticia!

Si se contentase con ropa usada le daría, como premio de ella, un corazón lacerado en el momento del adiós.

Esperó a que llegase la noche y la hora de la cita. Se dirigió al barrio que le había descrito su vecina, vio la casa, la reconoció y se sentó en el banco que estaba al pie. El sueño le venció y se durmió (¡Excelso es Aquel que no duerme!), puesto que hacía tiempo que no descansaba por su gran pasión que le tenía como borracho. Mientras dormía…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que apareció un ladrón que había salido aquella noche a deambular por la ciudad para robar algo. Los hados le habían llevado al pie del alcázar del cristiano. Empezó a dar vueltas en busca de un lugar por el que poder encaramarse y siguió a lo largo del muro hasta llegar al lado de Alí Sar. Robó a éste el turbante y mientras lo cogía, sin que se diese cuenta, Zumurrud se asomó. Vio a alguien plantado en medio de las tinieblas y creyó que era su dueño. Le silbó y el delincuente le contestó con un silbido. Ella se descolgó por una cuerda llevándose consigo un saco lleno de oro. El ladrón, al verla, se dijo: «Este asunto tan maravilloso debe tener una causa portentosa». Cogió el saco, cargó a Zumurrud en sus espaldas y huyó con ambos más rápido que el fugaz relámpago. La joven le dijo: «La vieja me ha dicho que estabas extenuado por mí y tú estás más fuerte que un caballo». No le contestó. Ella le pasó la mano por la cara y se dio cuenta de que tenía una barba como una escoba de baño: parecía un cerdo que hubiese engullido plumas y que éstas le hubiesen salido en el cuello. Se asustó y le preguntó: «¿Quién eres?» «¡Desvergonzada! Yo soy el ladrón curdo Chawán; pertenezco a la banda de Ahmad al-Danif. Somos cuarenta ladrones y gozaremos todos de tu vagina desde la noche a la mañana.» Zumurrud lloró y se abofeteó la cara al oír estas palabras, pues comprendió que el destino la había vencido y que no tenía más escapatoria que encomendarse a Dios (¡ensalzado sea!). Tuvo paciencia, puso el asunto en las manos de Dios (¡ensalzado sea!) y exclamó: «¡No hay más dios que Dios! Cada vez que escapamos a una calamidad caemos en otra mayor».

Chawán había ido a aquel sitio porque había dicho a Ahmad al-Danif: «¡Pícaro! Yo he estado, antes, en esa ciudad y sé que en sus afueras se encuentra una caverna en la que caben cuarenta personas. Quiero precederos e instalar en ella a mi madre. Después de nuevo en la ciudad, robaré algo a vuestra suerte y lo guardaré a vuestro nombre hasta que un día os presentéis y seáis mis huéspedes». Ahmad al-Danif le había contestado: «Haz lo que quieras». Así, Chawán había salido antes que los demás y los había precedido en la gruta en la cual había colocado a su madre. Al salir de ésta había encontrado a un soldado durmiendo que tenía a su lado un caballo atado: degolló al primero, cogió el animal, las armas y el vestido y los escondió en la gruta, bajo la custodia de su madre, dejando también allí el corcel. Volvió de nuevo a la ciudad y deambuló hasta llegar al palacio del cristiano en donde realizó lo ya referido: robó el turbante de Alí Sar y raptó a su esclava Zumurrud, después de lo cual corrió sin parar hasta consignársela a su madre diciéndole: «Guárdala hasta que yo regrese al amanecer». Después se marchó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Zumurrud se dijo: «¿Por qué no he de intentar salvarme con una estratagema? ¿Cómo he de esperar a que vengan esos cuarenta hombres que van a sucederse unos a otros hasta dejarme como una embarcación hundida en el mar?» Volviéndose hacia la vieja madre de Chawán el curdo le dijo: «¡Tía! ¿Por qué no salimos fuera de la gruta? Yo te despiojaría al sol». «¡Sí, hija mía! Ya hace mucho tiempo que estoy alejada de los baños, puesto que esos cerdos no hacen más que llevarme con ellos de un lugar a otro.» Salió y la joven empezó a limpiarla y a matar a los piojos que tenía en la cabeza. La vieja se encontraba tan bien que se quedó dormida. Zumurrud se puso en pie, vistió el traje del soldado al que había matado Chawán el curdo, ciñó la espada en el talle y se puso el turbante: parecía completamente un hombre. Montó a caballo, cogió el saco de oro y dijo: «¡Oh el más excelso de los Protectores!, ¡encúbreme por amor a Mahoma! (¡Dios le bendiga y le salve!)». Se dijo: «Si vuelvo a la ciudad puede verme cualquier pariente del soldado y no me ocurriría nada bueno». Evitó entrar en la ciudad y se marchó por la tierra desierta sin detenerse; andaba siempre con el saco y el caballo, comiendo, como éste, las hierbas de la tierra; bebiendo y dando de beber al caballo el agua de los ríos. Así avanzaron durante diez días. Al undécimo llegó ante una ciudad hermosa, fuerte, bien situada; el invierno, con sus fríos, la había abandonado y había llegado la primavera con sus flores y sus rosas; las plantas estaban en flor, las aguas de los ríos corrían tumultuosamente mientras los pájaros cantaban. Al llegar a la ciudad, al acercarse a la puerta, vio que estaban ante ésta los soldados, los emires y los ciudadanos más importantes. Al distinguirlos se admiró y se dijo: «Todos los habitantes de la ciudad están reunidos junto a la puerta. Esto debe tener alguna causa». Se acercó hacia ellos y en el mismo momento los soldados le salieron al encuentro, descabalgaron y besaron el suelo ante ella exclamando: «¡Dios te auxilie, oh nuestro señor, el sultán!» Los altos funcionarios se alinearon ante ella mientras los soldados contenían a la gente que gritaba: «¡Dios te auxilie! ¡Dios haga que tu llegada constituya una bendición para los musulmanes, oh, sultán de todas las criaturas! ¡Oh, rey del tiempo! ¡Que Dios te consolide, oh, persona sin igual en la época!» Zumurrud les preguntó: «¿Qué os ocurre, habitantes de esta ciudad?» El chambelán le contestó: «Él, Él que no ahorra sus dones, nos ha dado tu persona como regalo y te ha hecho sultán nuestro, sultán de nuestra ciudad, juez de todos sus habitantes. Sabe que cuando muere un rey, sin dejar ningún hijo, sus habitantes tienen por costumbre salir fuera de los muros, con el ejército, y esperar durante tres días: cualquier persona que venga por el camino por el cual tú has venido es elegida sultán. ¡Loado sea Dios que nos ha enviado un hombre de raza turca y de rostro hermoso! Pero aunque hubiese aparecido uno inferior a ti, le hubiésemos hecho nuestro sultán». Zumurrud, como era juiciosa en todas sus acciones, replicó: «No creáis que yo soy uno cualquiera de los turcos. Pertenezco a una noble familia, pero me he peleado con ésta, me he marchado de su lado y la he abandonado. ¡Mirad ese saco de oro que me he traído para dar limosnas a los pobres y a los necesitados que encuentre en el camino!» Rogaron a Dios por ella, se alegraron mucho y Zumurrud quedó satisfecha. Se dijo: «Cuando me haya hecho cargo de este negocio…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zumurrud se dijo]: «… tal vez Dios me reúna con mi señor aquí mismo. Él puede todo lo que quiere». Echó a andar y los soldados la siguieron. Entró en la ciudad y los soldados descabalgaron y la precedieron hasta conducirla a palacio. Zumurrud se apeó y los emires y los grandes la sostuvieron por los brazos hasta dejarla sentada en el trono. Todos besaron el suelo ante ella. Al sentarse mandó abrir los tesoros y fueron abiertos. Fue generosa con todos los soldados, que le desearon un largo reinado. Los esclavos y toda la población la obedecieron.

Así continuaron las cosas durante un año: mandaba y prohibía y era respetada, de corazón, por todas las gentes debido a su generosidad y a su pureza. Había abolido los impuestos, dejado en libertad a los presos y hecho justicia a los oprimidos. Todos sus súbditos la amaban. Ella se acordaba siempre de su señor, lloraba y rogaba a Dios que los reuniese. Cierta noche pensó en los días que habían transcurrido con él, derramó abundantes lágrimas y recitó este par de versos:

El tiempo renueva constantemente mi pasión por ti; el llanto lacera mi pupila y crece.

Cuando lloro, lloro de mal de amor puesto que la separación del amado es cruel.

Al concluir estos versos se secó las lágrimas, subió al alcázar, entró en el harén, asignó a las esclavas y a las concubinas habitaciones individuales, les concedió pensiones y rentas y aseguró que ella quería vivir sola dedicada a la abstinencia y al ascetismo. Empezó a ayunar y a rezar hasta el punto de que los emires dijeron: «Este sultán es un hombre muy devoto». Ella no tenía ningún criado junto a sí y sólo utilizaba, para sus necesidades, a eunucos muy jóvenes. Ocupó el trono del reino durante un año sin tener noticia alguna de su señor, sin encontrar ninguna pista. Esto la intranquilizó en grado sumo. Mandó llamar a los ministros y a los chambelanes y dispuso que los ingenieros y los albañiles construyesen, delante del palacio, una explanada que tuviese una parasanga de longitud y otra de anchura. Hicieron lo que les había mandado en un mínimo de tiempo, ajustándose a su deseo. Una vez terminada, bajó a ella y mandó levantar un gran pabellón en el que alineó las sillas de los emires. Ordenó que extendiesen los manteles con los guisos más exquisitos e hicieron lo que había dispuesto. Luego ordenó que los grandes del reino comiesen, y comieron. Tras esto dijo a los emires: «Cuando empiece el nuevo mes haréis lo mismo y pregonaréis por la ciudad que nadie debe abrir su tienda; al contrario: todos acudirán aquí y comerán en la mesa real. Aquel que se niegue será ahorcado delante de la puerta de su casa». Al empezar el mes siguiente hicieron lo que les había mandado y tomaron por costumbre estos banquetes mensuales. Cuando llegó el primer novilunio del segundo año Zumurrud bajó a la explanada y el pregonero anunció: «¡A toda la gente! Aquel que abra su tienda, su almacén o su casa será ahorcado en el acto en su propia puerta. Es necesario que acudáis todos a comer en la mesa del rey». Al terminar el pregón extendieron los manteles, las gentes corrieron a porfía y se les ordenó que se sentasen a la mesa y que comiesen de todos los guisos hasta hartarse. Se sentaron y comieron conforme se les había mandado. Zumurrud se colocó en el trono, observándolos. Todo aquel que se sentaba en la mesa se decía: «El rey no mira a nadie más que a mí». Empezaron a comer y los emires les decían: «¡Comed! ¡No os avergoncéis! Al rey le gusta». Comieron hasta hartarse y se marcharon haciendo votos por la vida del soberano. Se decían unos a otros: «¡Jamás en la vida hemos visto a un sultán que quiera más a los pobres que éste!» Rezaban porque viviese mucho mientras Zumurrud regresaba a su palacio…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Zumurrud regresaba a su palacio satisfecha de su idea. Se decía: «Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, éste será el medio por el cual conseguiré noticias de mi señor Alí Sar».

Al principio del segundo mes se organizó el banquete como tenía por costumbre: colocaron los manteles y Zumurrud bajó, se sentó en el trono y ordenó a las gentes que se sentasen y comiesen. Mientras estaba sentada en la cabecera de la mesa, mientras la gente se sentaba por grupos, uno después de otro, sus ojos fueron a tropezar con el cristiano Barsum, el que había comprado la cortina a su señor. Le reconoció y dijo: «¡Éste es el principio de la alegría y de la consecución del deseo!» Barsum se adelantó y se sentó entre los demás para comer. Vio un plato de arroz dulce, cubierto de azúcar, que se encontraba lejos de él; se acercó a empujones, alargó la mano, lo cogió y lo colocó delante suyo. Un vecino le dijo: «¿Por qué no comes de lo que tienes delante? ¡No está bien lo que haces! ¿Por qué alargas la mano en busca de platos distantes? ¿No te avergüenzas?» Barsum replicó: «No quiero comer más que esto». «¡Cómelo y que Dios no te conceda ningún bien!», le increpó otro. Un fumador de hachís exclamó: «¡Yo también quiero!» El primero que había hablado replicó: «¡Oh tú, el peor de los fumadores de hachís! Ese plato no es para tus dientes: deja que lo conserve aquel que está destinado a comerlo». Barsum no se entretuvo: cogió un bocado y se lo metió en la boca. Quiso tomar un segundo, pero Zumurrud, que no le perdía de vista, llamó a algunos de sus soldados y les dijo: «¡Traedme a ese que está delante del plato de arroz dulce! ¡No dejéis que se coma el bocado que tiene en la mano! ¡Tirádselo!» Cuatro soldados corrieron y después de quitarle lo que tenía en la mano le arrastraron de bruces y lo colocaron delante de Zumurrud. La gente dejó de comer y exclamó: «¡Por Dios! Ha sido injusto al no comer lo que corresponde a sus iguales». Otro dijo: «Yo me he contentado con estas papillas que tenía delante». El comedor de hachís exclamó: «¡Loado sea Dios que me ha hecho abstenerme de probar el plato de arroz dulce! Yo esperaba a que la fuente estuviese delante y a que hubiese comido; después yo le hubiese acompañado. Pero ahora le ha ocurrido lo que hemos visto». Las gentes se decían: «¡Esperad! Veremos qué le ocurre». Cuando le colocaron delante de la reina Zumurrud ésta le preguntó: «¡Ay de ti, ojos azules! ¿Cómo te llamas? ¿Por qué has venido a nuestro país?» El maldito ocultó su nombre; llevaba puesto un turbante blanco al modo de los musulmanes y contestó: «¡Rey! Me llamo AJÍ, soy tejedor y he venido a esta ciudad por negocios». Zumurrud mandó: «¡Traedme la tabla de arena y una pluma de cobre!» Le llevaron, al momento, lo que había pedido. Cogió la tabla de arena y la pluma, trazó algunos signos y trazó una figura como la de un mono. Después, levantó la cabeza, contempló un instante a Barsum y le dijo: «¡Perro! ¿Cómo te atreves a mentir a los reyes? Eres cristiano, te llamas Barsum y has venido detrás de algo que buscas. Dime la verdad o por el poder de Dios he de hacerte cortar la cabeza». El cristiano balbució; los emires y todos los presentes dijeron: «Este rey es un geomántico. ¡Gloriado sea Aquel que lo mandó!» Zumurrud chilló al cristiano: «¡Dime la verdad o te mato!» Respondió: «¡Rey del tiempo! ¡Perdóname! Has interpretado bien la arena. El que está aquí es un cristiano».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los emires y todos los presentes se quedaron maravillados de la pericia del rey en la interpretación de la arena y dijeron: «Este rey es un astrólogo. En todo el mundo no hay uno como él». La reina mandó que el cristiano fuese desollado y su piel, rellena de paja, colgada en la puerta de la explanada; que en las afueras de la ciudad cavasen una fosa en la que debían quemar su carne y sus huesos y después recubrirlos de estiércol e inmundicias. Contestaron: «Oír es obedecer», e hicieron todo lo que les había mandado. La gente, al ver lo que le había ocurrido al cristiano, dijo: «Ha recibido el castigo que merecía, pero ¡qué bocado más desafortunado ha sido éste para él!» Uno de ellos dijo: «¡Que la mujer del cristiano sea repudiada si falto a este voto! ¡Jamás en mi vida volveré a comer arroz dulce!» El comedor de hachís exclamó: «¡Loado sea Dios que me ha salvado de lo que le ha sucedido a ése al evitar que comiese el arroz!» Todos los reunidos se marcharon y desde entonces consideraron que sentarse ante el arroz dulce, en el mismo sitio que lo había hecho el cristiano, les estaba prohibido. Al tercer mes, según era costumbre, extendieron los manteles, llenaron los platos y la reina Zumurrud se sentó en el trono. Los soldados la rodearon como siempre, pero estaban llenos de terror por su severidad. Acudieron los habitantes de la ciudad, se dispusieron en torno de los manteles y miraron el lugar en que estaba el plato. Uno de ellos dijo al otro: «Hachch Jalaf». «Aquí estoy, Hachch Jalid.» «¡Apártate del plato de arroz dulce y no comas de él!, si comes te ahorcarán.» Se sentaron alrededor de la mesa para comer. Mientras comían la reina Zumurrud estaba sentada. Se le ocurrió volverse y vio que un hombre cruzaba rápidamente la puerta de la explanada. Le contempló y se dio cuenta de que era Chawán, el curdo, el ladrón que había matado al soldado. He aquí el motivo de su viaje: Al dejar a su madre había ido a buscar a sus compañeros y les había dicho: «Ayer realicé un buen negocio: maté a un soldado y le quité el caballo. Por la noche me hice con una bolsa de oro y con una muchacha que vale más que todo el oro que hay en la alforja. Lo he dejado todo en la gruta, confiado a mi madre». Se alegraron mucho y al caer el día se dirigieron a la cueva. Chawán, el curdo, entró a su frente y quiso mostrarles las cosas de que les había hablado. Pero encontró él sitio vacío. Pidió a su madre que le contase la verdad de lo ocurrido y ella le refirió todo lo que había sucedido. El ladrón, lleno de arrepentimiento, se mordió los puños y exclamó: «¡Por Dios! ¡He de buscar a esa desvergonzada y llevármela del lugar en que se encuentre, aunque esté en la cáscara de un pistacho! ¡He de saciar en ella mi cólera!» Salió en su busca y no paró de recorrer los países hasta llegar a la ciudad de la reina Zumurrud. Al entrar en ella no encontró a nadie. Preguntó a unas mujeres que miraban por las ventanas y le explicaron que el primer día de cada mes el sultán extendía su mantel y acudía toda la gente a comer. Le indicaron dónde estaba la explanada en que tenía lugar el banquete y corrió hacia él. No encontró más sitio vacío que aquel en que estaba el plato que se ha mencionado. Se sentó: tenía el plato delante. Alargó la mano hacia él y la gente le dijo a voz en grito: «¡Hermano nuestro! ¿Qué quieres hacer?» «Quiero comer de este plato hasta hartarme.» Uno de ellos le dijo: «Si comes de él serás ahorcado». «¡Cállate —le replicó el ladrón— y no digas tales palabras!» Alargó la mano y colocó el plato delante suyo. El hachisómano, ya citado, estaba junto a él. Al ver que el ladrón se acercaba el plato huyó del puesto que ocupaba, el hachís desapareció de su cabeza y se sentó en un lugar distante diciendo: «Yo no necesito tal plato». Chawán, el curdo, alargó la mano, que parecía la garra de un cuervo, hacia el plato; se sirvió y la levantó tan llena que parecía ser la pata de un camello.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chawán] redondeó el bocado con la palma hasta que fue como una naranja. Después la tiró con un movimiento rápido a la boca y la engulló con un ruido semejante al trueno, mientras que en el lugar del que había cogido el arroz aparecía el fondo del plato. Su vecino de mesa exclamó: «¡Loado sea Dios que no me ha puesto, como comida, entre tus manos! ¡Del primer bocado has dejado limpio el plato!» El comedor de hachís le contestó: «¡Déjale comer! ¡Distingo en su rostro los rasgos de un ahorcado!» Volviéndose hacia el ladrón añadió: «¡Come y que Dios haga que no te siente bien!» Aquél extendió la mano, cogió el segundo bocado y se dispuso a redondearlo en la mano igual como había hecho con el primero, pero la reina gritó a algunos de sus soldados: «¡Traedme inmediatamente ese hombre! ¡No dejéis que engulla el bocado que tiene en la mano!» Los soldados se precipitaron sobre el bandido que estaba inclinado encima del plato. Le cogieron y le colocaron delante de Zumurrud. La gente se alegró y unos dijeron a otros: «Se lo tiene merecido. Nosotros se lo habíamos advertido pero no nos ha hecho caso. Quien se sienta en este lugar está condenado a muerte. Este arroz causa la desgracia de quien lo come». La reina Zumurrud le preguntó: «¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu oficio? ¿Por qué has venido a nuestra ciudad?» Contestó: «¡Sultán, señor nuestro! Me llamo Utmán, soy hortelano y he venido a esta ciudad en busca de una cosa que perdí». La reina ordenó: «¡Traedme la mesa de arena!» Se la colocaron delante, cogió la pluma, trazó unas figuras y las contempló un momento. Después levantó la cabeza y exclamó: «¡Ay de ti! ¡Perverso! ¿Por qué mientes a los reyes? Esta arena me informa de que te llamas Chawán, el curdo, que tu oficio es el de ladrón, que robas a las gentes sin motivo y que matas a las personas a las que Dios ha prohibido matar si no es por justa causa». Gritando añadió: «¡Cerdo! ¡Dime la verdad, pues de lo contrario he de cortarte la cabeza!» El ladrón palideció al oír estas palabras, los dientes le castañetearon y pensó que si decía la verdad se salvaría. Contestó: «¡Oh rey! Has dicho lo que es cierto, pero yo me arrepiento ahora mismo ante ti y me vuelvo hacia Dios (¡ensalzado sea!)». La reina le replicó: «¡No me está permitido dejar una calamidad en el camino de los musulmanes!» A continuación dijo a algunos de su séquito: «¡Cogedle! ¡Desolladle! ¡Haced con él lo mismo que hicisteis con su igual el mes pasado!» Cumplieron lo que les había mandado. El hachisómano, al ver cómo los soldados cogían a aquel hombre, volvió la espalda al plato de arroz diciendo: «¡Quien te da la cara comete un pecado!» Cuando terminaron de comer se separaron y se marcharon a su casa. La reina se dirigió a su palacio y dio permiso a sus mamelucos para que se marchasen.

Al principio del cuarto mes se dirigieron a la explanada según tenían por costumbre. Sirvieron la comida y la gente se sentó en espera del permiso para empezar a comer. La reina llegó y se colocó en el trono mirándoles. Vio que el sitio frente al plato de arroz estaba vacío y que en él cabían cuatro personas. Se quedó admirada y mientras seguía recorriendo la concurrencia con la vista vio entrar, por la puerta de la explanada, un hombre corriendo, que no se detuvo hasta llegar frente a la mesa. Sólo encontró un sitio vacío frente al plato de arroz y se sentó en él. La reina lo contempló y reconoció al maldito cristiano que se daba el nombre de Rasid al-Din. Se dijo: «¡Bendita sea la comida en cuya trampa se ha enredado este descreído!» El motivo de su llegada era prodigioso.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al regresar del viaje, sus familiares le habían informado de que Zumurrud había desaparecido llevándose un saco de dinero. Al oír esta noticia, se desgarró los vestidos, se abofeteó el rostro, se mesó la barba y despachó a su hermano Barsum en su busca por los distintos países. Al ver que no recibía noticias de éste, salió él en persona en busca de su hermano y de Zumurrud por los distintos países. Los hados le llevaron hasta la ciudad de ésta en el día primero del mes. Recorrió sus calles, las encontró desiertas y con las tiendas cerradas. Al ver a las mujeres asomadas a la ventana preguntó a una de ellas por lo que sucedía. Le contestó: «El día primero de cada mes el rey ofrece un banquete a todos los habitantes: nadie puede quedarse en su casa ni en su tienda». Le indicaron la explanada. Al entrar vio que todos estaban apelotonados en tomo de la comida y no encontró más sitio vacío que aquel en que estaba el famoso plato de arroz. Se sentó en él y extendió la mano para comer. La reina gritó a unos soldados: «¡Traedme a aquel que está sentado delante del plato de arroz!» Los soldados, acostumbrados a esta orden, le cogieron y le colocaron delante de la reina Zumurrud. Ésta le dijo: «¡Ay de ti! ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu oficio? ¿Por qué has venido a nuestra ciudad?» Respondió: «¡Rey del tiempo! Me llamo Rustam, no tengo oficio, ya que soy un pobre derviche». Dijo la reina: «¡Traedme la mesa de arena y la pluma de bronce!» Le llevaron, como de costumbre, lo que había pedido. Tomó la pluma, trazó en la mesa unas figuras y permaneció un momento contemplándolas. Después levantó la cabeza y le dijo: «¡Perro! ¿Cómo te atreves a mentir a los reyes? Tú te llamas Rasid al-Din y eres cristiano. Tu oficio consiste en tender trampas a las jóvenes musulmanas y raptarlas. Tú, aparentemente, eres musulmán, pero en él fondo, cristiano. ¡Di la verdad, pues si no la dices he de cortarte la cabeza!» Él empezó a decir balbuciendo: «¡Has dicho la verdad, rey del tiempo!» La reina mandó que le tumbasen y le diesen cien latigazos en cada pie y mil en el cuerpo; que después le desollasen y rellenasen su piel de estopa; que luego cavasen, en las afueras de la ciudad, una fosa en la que quemarle y enterrarle; debían taparla con estiércol e inmundicias. Hicieron lo que les había mandado. Tras esto dio permiso a la gente para comer. Comieron y al terminar se marcharon a sus quehaceres y la reina Zumurrud subió a su palacio y exclamó: «¡Alabado sea Dios que ha tranquilizado mi corazón respecto de aquellos que le dañaron!» Dio gracias al Creador de los cielos y de la tierra y recitó estos versos:

Gobernaron, injustamente, durante mucho tiempo, pero tras un período cayó en el olvido su poder.

Si hubiesen sido justos se les hubiese tratado con justicia; pero se excedieron y el destino les abrumó con sus calamidades y sus pruebas.

Desaparecieron pero la voz del Destino les dijo: «Éste es su premio. No se reproche al Destino».

Al terminar de recitar estos versos le pasó por la mente el recuerdo de su señor Alí Sai. Lloró abundantemente y después, tranquilizándose, dijo: «Tal vez Aquel que ha puesto en mi poder a mis enemigos me hará la gracia de devolverme a quien amo». Pidió perdón a Dios (¡ensalzado sea!)…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zumurrud] concluyó: «Tal vez Dios me reúna con mi deseo, con mi amado Alí Sar, dentro de poco. Él puede hacer todo lo que quiere y concede los favores a sus siervos con conocimiento de causa». A continuación alabó a Dios, volvió a pedirle perdón y se abandonó a las vicisitudes del Destino, pues estaba convencida de que toda cosa que tiene principio, tiene fin. Recitó estas palabras del poeta:

Está tranquilo, pues el destino de cada cosa está en la mano de Dios.

No te sucederán las cosas prohibidas ni te acaecerán menos que las predestinadas.

Y estos otros versos:

Deja pasar los días y éstos correrán. No frecuentes la morada de las preocupaciones.

Incluso aquello que te cuesta conseguir se te acerca en el momento de la resignación.

Y este otro:

Ten paciencia cuando te pone a prueba la cólera; resígnate cuando te llega una calamidad.

Las noches del tiempo vienen cargadas y dan a luz cosas prodigiosas.

Y este otro:

¡Ten paciencia! La paciencia es un bien tal, que si tú lo supieses te tranquilizarías y no te desesperarías de dolor.

Sabe que si no tienes paciencia por las buenas, la tendrás por las malas, según como haya escrito la pluma del Destino.

Zumurrud esperó durante un mes entero. Durante el día gobernaba, mandaba y prohibía; por la noche lloraba y sollozaba por la separación de su señor Alí Sar.

Al principiar el nuevo mes mandó que, como de costumbre, extendiesen los manteles en la explanada. Se sentó presidiendo a la gente que esperaba que diese el permiso para empezar a comer. El puesto de delante del plato de arroz estaba vacío. La reina ocupó la presidencia y clavó la mirada en la puerta de la explanada para observar a todos los que entraban. Decía en su interior: «¡Oh, Tú que devolviste José a Jacob, que pusiste fin a la prueba de Job! ¿Me concederás la vuelta de mi señor Alí Sar con tu omnipotencia y tu grandeza? Tú eres poderoso sobre todas las cosas. ¡Señor de los mundos! ¡Guía de los descarriados! ¡Oh, Tú que oyes las voces! ¡Oh, Tú que acoges las plegarias! ¡Responde a la mía, Señor de los mundos!» Apenas había terminado su plegaria cuando una persona entró corriendo por la puerta de la explanada. Su figura era como la de una rama de sauce: si no hubiera estado consumido y pálido hubiese sido el muchacho más hermoso del mundo: de inteligencia despierta y buenas maneras. Al entrar no encontró más sitio vacío que aquel en que estaba el plato de arroz. El corazón de Zumurrud palpitó al verle. Clavó en él la vista y se cercioró de que se trataba de su señor Alí Sar. Estuvo a punto de gritar de alegría, pero se contuvo temiendo quedar avergonzada delante de la gente: las entrañas le abrasaban, el corazón estaba conmovido, pero disimuló lo que le sucedía.

La causa de la llegada de Alí Sar era la siguiente: Él se había quedado dormido en el banco; Zumurrud había descendido y sido raptada por Chawán, el curdo. El joven se despertó cuando ya había sucedido todo esto. Se encontró sin nada en la cabeza y comprendió que un hombre le había atacado y robado el turbante mientras dormía. Dijo las palabras que no avergüenzan a quien las pronuncia: «¡Nosotros somos de Dios y a Él volvemos!» Después regresó al lado de la vieja que le había informado del lugar en que se encontraba Zumurrud, llamó a la puerta y ella le abrió. Lloró hasta caer desmayado. Al volver en sí le refirió todo lo que le había sucedido y la vieja le riñó y le reprendió por lo ocurrido diciendo: «Tú eres el culpable de tus penas y de tus desgracias». No dejó de amonestarle hasta que le salió sangre de la nariz y cayó desmayado. Cuando volvió en sí…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alí] vio que la vieja lloraba por él. Afligido recitó este par de versos:

¡Cuán amarga es la separación de los seres amados! ¡Cuán dulce es la unión de los enamorados!

¡Reúna Dios a todos aquéllos que se aman y protéjame, pues estoy en la agonía!

La vieja se entristeció por él y le dijo: «Quédate aquí hasta que yo haya averiguado cómo están las cosas. Vuelvo en seguida». «Oír es obedecer», replicó el joven. Ella le dejó, salió y regresó al mediodía diciendo: «¡Oh Alí! Creo que vas a morir de dolor; no verás jamás a tu amada si no es sobre el puente de al-Sirat[111]. Los habitantes de la casa, llegada la mañana, han encontrado rota la ventana que conduce al huerto; Zumurrud ha desaparecido al igual que el saco de dinero del cristiano. Al llegar a aquel lugar he encontrado en la puerta del palacio al jefe de policía con sus esbirros. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Magnífico, Todopoderoso!» Al oír estas palabras la luz se transformó en tinieblas ante los ojos de Alí Sar; desesperó de la vida, estuvo cierto de que iba a morir y lloró sin cesar hasta caer desvanecido. Al volver en sí, la nostalgia del amor y el dolor de la separación le causaron una grave enfermedad: no pudo salir de su casa y la vieja le llevaba médicos y le preparaba sorbetes y caldos. Así continuó durante un año entero; luego recobró fuerzas, recordó lo sucedido y recitó estos versos:

La pena ha venido, la unión terminó; las lágrimas fluyen y el corazón está en llamas.

Crece la pasión en aquel que no reposa: pasión y deseo le hacen languidecer.

¡Oh, Señor! Si hay algo que pueda librarme de mi sufrimiento concédemelo pronto pues estoy en mi último aliento.

Al principiar el segundo año la vieja le dijo: «¡Hijo mío! La aflicción y la melancolía no te devolverán a tu amada. Ponte en pie, reúne tus fuerzas y búscala por todos los países. Tal vez consigas alguna noticia». Le dio ánimos y le alentó. Le llevó al baño, le dio sorbetes y le hizo comer polio. Todos los días de un mes siguió este régimen: recuperó sus fuerzas y emprendió el camino. No cesó de viajar hasta llegar a la ciudad de Zumurrud. Entró en la explanada y se sentó a comer. Extendió la mano para coger el plato y los reunidos se entristecieron por él y le dijeron: «¡Muchacho! ¡No comas de ese plato! Una desgracia alcanza a todo el que come de él». Respondió: «¡Dejadme comer y después que hagan de mí lo que quieran! ¡Tal vez encuentre el descanso de esta fatigosa vida!» Comió el primer bocado. Zumurrud estuvo a punto de hacerle comparecer, pero pensando que estaría hambriento se dijo: «Es mejor que le deje comer hasta que se harte». Siguió comiendo mientras la gente, estupefacta, esperaba a ver lo que le ocurriría. Una vez comido y satisfecho la reina les dijo a unos de sus eunucos: «Id a buscar a aquel joven que está comiendo el arroz, traédmelo con todos los miramientos y decidle: “El rey quiere hacerte una pregunta cortés y oír tu contestación”». Respondieron: «¡Oír es obedecer!» Se acercaron a él, se colocaron a su lado y le dijeron: «¡Señor mío! Ven a hablar, por favor, con el rey y no te intranquilices». «Oír es obedecer.» Se fue acompañado de los eunucos…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cuál le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se fue acompañado] mientras la gente decía: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¿Quién sabe lo que va a hacer el rey con él?» Otros decían: «Sólo le hará bien. Si hubiera querido causarle algún daño no le hubiese dejado comer hasta hartarse». Cuando estuvo delante de Zumurrud la saludó y besó el suelo. Ésta le devolvió el saludo y le trató con deferencia. Preguntó: «¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu oficio? ¿Por qué has venido a esta ciudad?» Respondió: «¡Rey! Me llamo Alí Sar y soy hijo de comerciantes. Mi país es el Jurasán. He venido a tu ciudad buscando una esclava que se me ha perdido, una esclava que me es más querida que la vista y el oído. Desde que no la tengo mi espíritu está con ella. Tal es mi historia». Rompió a llorar hasta caer desvanecido. Zumurrud mandó que le rociasen la cara con agua de rosas y lo hicieron hasta que recobró el conocimiento. Al volver en sí de su desmayo la reina ordenó: «¡Traedme la mesa de arena y la pluma de cobre!» Se lo llevaron. Trazó unas figuras, las contempló un momento y después dijo: «Tus palabras se ajustan a la verdad. ¡Que Dios te reúna pronto con ella! ¡No te preocupes!» Mandó al chambelán que le llevasen al baño y que le diesen una túnica hermosa escogida en el vestuario real; que le hiciesen montar en uno de los caballos del rey y que al caer el día le acompañasen a palacio. El chambelán contestó: «¡Oír es obedecer!», y se lo llevó consigo. Unos decían: «¿Qué quiere hacer el rey tratando con tanta delicadeza a este joven?» Otro decía: «¿No os decía que no le haría ningún daño? Es un hermoso muchacho y desde el momento en que he visto que le dejaba hartarse me he dado cuenta de lo que iba a pasar». Mientras la gente se marchaba a sus quehaceres cada uno decía la suya.

Zumurrud esperaba impaciente la llegada de la noche para encontrarse a solas con el amado de su corazón. Al caer la tarde se encerró en su dormitorio aparentando tener mucho sueño. Tenía por costumbre no dejar dormir en su habitación más que a los dos esclavitos de servicio. Una vez en su habitación mandó llamar a su amado Alí Sar. Se sentó en el lecho: una vela iluminaba su cabeza y otra los pies; toda la habitación estaba alumbrada por lámparas de oro. Cuando la gente se enteró de que mandaba a buscar al joven quedó admirada y cada uno quiso decir lo que pensaba. Uno decía: «El rey está prendado de este joven y mañana le nombrará jefe del ejército».

Al entrar en la habitación, Alí Sar besó el suelo y pronunció los votos de rigor. Zumurrud se dijo: «He de divertirme un rato con él antes de darme a conocer». Dijo: «¡Alí! ¿Has ido al baño?» «Sí, señor mío.» «Come ese pollo y la carne; como estás cansado bebe ese vino dulce y después ¡ven aquí!» Contestó: «¡Oír es obedecer!» Hizo lo que le había mandado y cuando hubo terminado de comer y de beber la reina insistió: «¡Ven al lecho y hazme masaje!» Alí empezó a hacerle masaje en los pies y en las piernas: eran más suaves que la seda. Mandó: «¡Sube más arriba!» Contestó: «¡Perdona, señor! ¡No me atrevo más allá de la rodilla!» «¿Te arriesgas a contrariarme? ¡Pues va a ser una noche maldita para ti!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche trescientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Zumurrud prosiguió]: «… ¡es necesario que me obedezcas, pues te voy a hacer mi querido y te nombraré Emir de mis emires!» El joven contestó: «¡Rey del tiempo! ¿En qué debo obedecerte?» «¡Desnúdate y ponte de cara al lecho!» Replicó: «¡Esto es algo que no he hecho nunca en mi vida! ¡No lo haré! Si me fuerzas a hacerlo te acusaré ante Dios en el día del juicio. Coge todas las cosas que me has dado y déjame marcharme de tu ciudad». Alí Sar rompió a llorar y a sollozar. El rey insistió: «¡Desnúdate y tiéndete boca abajo! De lo contrario te cortaré el cuello». El joven lo hizo y ella se le colocó en la espalda: era una piel tersa, más suave que la seda y más blanda que la manteca. Alí Sar se dijo: «Este rey vale más que todas las mujeres». Ella esperó un rato colocada encima de su espalda; después se tendió de espaldas mientras Alí Sar se decía: «¡Loado sea Dios! Parece que su miembro no se yergue». La reina le dijo: «Mi miembro no acostumbra a erguirse si no se le frota con las manos. ¡Vamos! ¡Acaríciale con la mano hasta que se enderece! De lo contrario te mato». Siguió con la espalda en la cama, cogió la mano del joven y la colocó en sus partes: eran más lisas que la seda, blanco, redondo y tieso; caliente como el calor del baño o de un corazón amante que se consume de pasión. Alí Sar se dijo: «Este rey tiene unas partes que son una maravilla extraordinaria». La pasión se apoderó de él; su miembro estaba completamente erguido. Ella, al verlo, se rió, se carcajeó y le dijo: «¡Señor mío! ¿Te ha podido ocurrir todo esto sin reconocerme?» «¿Quién eres tú, oh rey?» «Yo soy tu esclava Zumurrud.» Al oír esto la besó, la abrazó y se abalanzó sobre ella como el león sobre la oveja y se cercioró de que era su esclava sin duda alguna: hundió la verga en su saco y continuó siendo el portero de su puerta, el insam de su altar, mientras ella se bajaba, se prosternaba, se enderezaba y se ponía en cuclillas acompañando las alabanzas con gritos de alegría y caricias de amor hasta el punto de que los eunucos la oyeron. Corrieron, miraron desde detrás de la cortina y vieron a su rey tumbado y encima a Alí Sar moviéndose y meneándose mientras ella gemía de placer y lo acariciaba. Los eunucos dijeron: «Estos movimientos no son propios de un hombre. Tal vez este rey sea una mujer». Guardaron el secreto y no lo revelaron a nadie.

Al día siguiente Zumurrud mandó a buscar a todo el ejército y a los principales personajes del reino y les hizo comparecer. Les dijo: «Deseo marcharme al país de este hombre. Elegid vosotros mismos un regente para que os gobierne hasta mi retorno». Contestaron a Zumurrud que le oían y la obedecerían. Después se consagró a los preparativos del viaje y reunió víveres, riquezas, provisiones, objetos de regalo, camellos y muías. Emprendió el camino y no cesó de viajar hasta el país de Alí Sar. Entró en su casa, distribuyó regalos y limosnas. Éste tuvo hijos con ella y vivieron del modo más feliz hasta que les llegó el destructor de las dulzuras y el disgregador de las sociedades. ¡Gloria al Eterno, al que nunca muere! ¡Loado sea Dios en todo caso!