CIERTO día estaba Harún al-Rasid sentado en el trono del Califato, cuando se le presentó un eunuco que llevaba una diadema de oro rojo incrustada de perlas y de aljófares, con toda clase de jacintos y de gemas que no tenían precio. El muchacho besó el suelo ante el Califa y le dijo: «¡Emir de los creyentes! La señora Zubayda…»
Sahrazad se dio cuenta de que había llegado la madrugada y cortó el relato que le había sido permitido. Su hermana le dijo:
—¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!
—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.
El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de la historia!»
Cuando llegó la noche trescientas, Dunyazad le dijo a su hermana:
—¡Hermana mía! Termina de contarnos la historia.
—De buena gana, si el rey me lo permite.
Dijo el rey:
—Cuenta, Sahrazad.
Y ella refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el muchacho le dijo al Califa]: «La señora Zubayda besa el suelo ante ti y te dice: “Sabe que he hecho hacer esta diadema y que necesito una gema de gran tamaño para ponerla en la cúspide. He buscado en el tesoro pero no he hallado la piedra grande que me conviene”». El Califa dijo a los chambelanes y a los funcionarios: «Buscad una gema del tamaño que desea Zubayda». Buscaron pero no encontraron nada que fuese apropiado. Informaron de esto al Califa quien se entristeció y exclamó: «¡Cómo puedo ser Califa y rey de los reyes de la tierra si soy incapaz de encontrar una gema! ¡Ay de vosotros! ¡Pedidla a los comerciantes!» La buscaron entre los comerciantes quienes les contestaron: «Nuestro amo, el Califa, sólo encontrará tal gema en Basora, en casa de un hombre llamado Abu Muhammad, el Perezoso». Dieron esta respuesta al Califa quien mandó a Chafar, su visir, que enviase una carta al emir Muhammad al-Zubaydi, gobernador de Basora, mandándole que equipase a Abu Muhammad, el Perezoso, y que le hiciese comparecer ante el Emir de los creyentes. El visir escribió una carta en este sentido y la entregó a Masrur. Éste se dirigió a la ciudad de Basora y se presentó ante el Emir Muhammad al-Zubaydi, quien se alegró de verle y le trató con todos los honores. Leyó la carta del Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, y dijo: «Oír es obedecer». Dio a Masrur una escolta y se dirigieron al domicilio de Abu Muhammad, el Perezoso. Llamaron a la puerta, salió a abrir un paje y Masrur le dijo: «Di a tu señor que el Emir de los creyentes le busca». El paje informó de esto a su dueño, el cual salió y vio a Masrur, al chambelán del Califa y a la escolta que les había dado el Emir Muhammad al-Zubaydi. Besó el suelo ante ellos y dijo: «Oír es obedecer al Emir de los creyentes, pero… entrad en casa». «No podemos, ya que tenemos prisa; así nos lo ha mandado el Emir de los creyentes que está esperando tu llegada.» «Pues esperad un poco para que prepare mis cosas.» Entraron en su domicilio después de reiteradas invitaciones y vieron en el recibidor unas cortinas de brocado azul bordadas en oro rojo. Después Abu Muhammad, el Perezoso, mandó a sus pajes que llevasen a Masrur al baño que había en la casa; así lo hicieron. Se fijaron en las paredes, en la rareza de sus mármoles, en las incrustaciones de oro y plata y en el agua que salía mezclada con agua de rosas. Los pajes acogieron con alborozo a Masrur y a su séquito, les sirvieron de la mejor manera y cuando salieron del agua les pusieron un traje de corte de brocado con bordados de oro. Masrur y sus compañeros pasaron a un salón en el que encontraron sentado a Abu Muhammad, el Perezoso. Encima de su cabeza colgaban cortinas de brocado tejidas en oro, incrustadas de perlas y gemas. El suelo del salón estaba cubierto por cojines bordados en oro rojo. El dueño de la casa estaba sentado en un estrado y éste estaba situado encima de un diván cuajado de aljófares. Cuando llegó Masrur le dio la bienvenida, le salió al encuentro y le hizo sentar a su lado. Mandó que extendiesen los manteles y Masrur, al verlos, exclamó: «¡Jamás he visto manteles como éstos! ¡El mismo Emir de los creyentes no los tiene iguales!» Los platos estaban llenos con todas las clases de guisos; todos ellos eran de porcelana china dorada. Masrur refiere:
«Comimos, bebimos y nos regocijamos hasta el fin del día. Después dio cinco mil dinares a cada uno de nosotros. Al día siguiente nos regaló un traje bordado en oro y nos trataron con los máximos honores.»
Masrur le dijo: «El temor al Califa no nos permite permanecer más tiempo aquí». Abu Muhammad, el Perezoso, replicó: «¡Señor nuestro! Espera hasta mañana para que podamos terminar nuestros preparativos e irnos con vosotros». Se quedaron aquel día, pasaron con él la noche y al amanecer los pajes enjaezaron una mula con una silla de oro taraceada con toda clase de perlas y de gemas para que montase en ella su señor. Masrur se dijo: «¡Quién supiera si cuando Abu Muhammad se presente ante el Califa con tanto lujo éste le preguntará por el origen de tantas riquezas!» Se despidieron de Abu Muhammad al-Zubaydi, salieron de Basora y viajaron ininterrumpidamente hasta llegar a la ciudad de Bagdad. Al presentarse ante el Califa se quedaron de pie ante él. El soberano mandó a su huésped que se sentase. Así lo hizo. Habló con corrección y dijo: «¡Emir de los creyentes! Te he traído un regalo como muestra de homenaje. Te lo mostraré si das tu permiso». Al-Rasid replicó: «No hay inconveniente» Mandó que le diesen una caja, la abrió y sacó de ella unos objetos de gran valor entre los cuales figuraban árboles de oro con hojas de esmeralda blanca; jacintos rojos y amarillos y blancas perlas constituían sus frutos. El Califa se quedó boquiabierto. Mandó que le acercasen otra caja y sacó de ésta una tienda de brocado coronada de perlas, jacintos, esmeraldas y toda clase de gemas; sus palos eran de áloe indio fresco; sus rebordes estaban cubiertos de verdes esmeraldas. En ella estaban representados todos los animales, pájaros y fieras y todas estas figuras estaban recubiertas por gemas, jacintos, esmeraldas, topacios, rubíes y toda clase de metales preciosos. Al-Rasid al ver todo esto se alegró muchísimo. Abu Muhammad, el Perezoso, dijo: «¡Emir de los creyentes! No creas que he traído esto porque tema o quiera pedirte algo. Sólo ha sido porque siendo un hombre del vulgo creo que estos objetos son propios del Emir de los creyentes. Si me lo permites te mostraré lo que puedo hacer». Al-Rasid le dijo: «Haz lo que quieras y lo veremos». «¡Oír es obedecer!» El Perezoso movió sus labios, hizo unos gestos a los mirlos del palacio y éstos se inclinaron ante él. Les hizo otra señal y volvieron a sus puestos. Hizo unos guiños e inmediatamente se cursaron las puertas de las jaulas. Después les dirigió la palabra y le contestaron. Al-Rasid se admiró muchísimo de todo y le preguntó: «¿De dónde te viene todo esto? A ti sólo se te conoce por Abu Muhammad, el Perezoso, y me han contado que tu padre era el barbero de una casa de baños y que no te ha legado nada», «¡Emir de los creyentes! Escucha mi historia…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Muhammad, el Perezoso, dijo:] «… pues es portentosa, extraordinaria y si se escribiese, con agujas, en los lacrimales de los ojos, serviría de instrucción para el que estudia». Al-Rasid le dijo: «Di lo que quieras; cuéntalo, Abu Muhammad». Refirió:
«Emir de los creyentes (¡Dios haga durar tu poderío y tu fuerza!), sabe que es cierto lo que cuenta la gente; que soy conocido por el Perezoso y que mi padre no me legó nada, ya que él era lo que tú has dicho: barbero de un baño. En mi niñez yo era la persona más perezosa de la faz de la tierra, llegando mi poltronía hasta el punto de que si un día caluroso estaba durmiendo y el sol empezaba a darme, yo no me movía del sitio ni pasaba del sol a la sombra. Así viví hasta los quince años. Entonces mi padre fue llamado por la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!) y no me dejó nada. Mi madre hacía de asistenta y me daba de comer y de beber mientras yo seguía tumbado. Cierto día mi madre se presentó con cinco dirhemes de plata y me dijo: “¡Hijo mío! Me he enterado de que el jeque Abu-l-Muzaffar tiene la intención de marcharse a China”. Este jeque amaba a los pobres y era hombre de bien. Añadió: “¡Hijo mío! Coge estos cinco dirhemes, llévaselos y pide que te compre con ellos, en China, algún objeto. Tal vez ganes con la benevolencia de Dios (¡ensalzado sea!)”.
»La pereza me impedía levantarme por lo que mi madre juró por Dios que si yo no me iba con dicha suma no volvería a darme de comer ni de beber; que no volvería a entrar en mi habitación y que dejaría que me muriese de hambre y de sed. Al oír estas palabras, Emir de los creyentes, me di cuenta de que cumpliría su palabra conociendo como conocía mi pereza. Le dije: “¡Ponme sentado!” Me ayudó a incorporarme mientras yo lloraba. Añadí: “Tráeme las babuchas”. Me las trajo. Dije: “¡Pónmelas en los pies!” Me las puso. “¡Cógeme en brazos y ponme en el suelo!” Lo hizo. “¡Sosténme para que pueda andar!” Me sostuvo. Marché tropezando con mis faldones, hasta que llegamos a la orilla del mar. Saludamos al jeque y yo le dije: “¡Tío! ¿Eres tú Abu-l-Muzaffar?” “Yo mismo.” “Coge estos dirhemes y cómprame algo en China. Es posible que Dios me conceda alguna ganancia.” El jeque preguntó a sus compañeros: “¿Conocéis a este muchacho?” “Sí; le apodan Abu Muhammad, el Perezoso. Ésta es la única vez que le hemos visto salir de su casa.” El jeque Abu-l-Muzaffar dijo: “¡Hijo mío! Dame los dirhemes y que Dios (¡ensalzado sea!) te bendiga”. Cogió los dirhemes diciendo: “¡En el nombre de Dios!”, y yo, acompañado por mi madre, me volví a casa.
»El jeque Abu-l-Muzaffar emprendió el viaje con un grupo de comerciantes. Viajaron sin cesar hasta llegar a China. El jeque vendió y compró y después se decidió a regresar, con todos los que le acompañaban, pues ya había llevado a cabo sus negocios. Después de tres días de navegación en alta mar el jeque dijo a sus compañeros: “¡Detened la nave!” “¿Qué te pasa?” “Sabed que me he olvidado de cumplir el encargo que me ha hecho Abu Muhammad, el Perezoso. Volvamos y le compraré algo para que pueda obtener un beneficio.” Le replicaron: “Te rogamos, por Dios (¡ensalzado sea!), que no nos hagas volver. Ya hemos navegado mucho y hemos pasado grandes angustias y sufrimientos enormes”. “¡No hay más remedio que volver!” “Cada uno de nosotros te dará cinco dirhemes como beneficio de los cinco que has recibido, pero no nos hagas volver.”
»El jeque les hizo caso y entre todos reunieron una suma considerable. Navegaron hasta descubrir una isla que estaba muy poblada. Anclaron y los comerciantes desembarcaron para comprar metales preciosos, gemas, perlas y otras cosas. Abu-l-Muzaffar vio un hombre que estaba sentado y ante el cual se hallaban muchos monos. Entre ellos había uno pelado, sin cabello. Los demás animales, cada vez que su dueño se distraía, le golpeaban y lo tiraban encima de éste, el cual se ponía de pie y pegaba, ataba y castigaba a los monos. Entonces éstos se encolerizaban todos a la vez y golpeaban al pelado. El jeque Abu-l-Muzaffar se compadeció de él al ver lo que sucedía y dijo al dueño: “¡Véndeme ese mono!” “¡Ofrece!” “Tengo cinco dirhemes que pertenecen a un muchacho huérfano. ¿Me lo vendes por ese precio?” “Te lo vendo. ¡Dios te bendiga!” Le entregó el animal y cogió el dinero. Los esclavos del jeque se hicieron cargo del mono y lo ataron en la nave. Zarparon y navegaron hasta llegar a otra isla en la que también anclaron. Tiráronse al agua los buzos en busca de metales preciosos, perlas, aljófares y otras cosas; los comerciantes los tomaron a sueldo y los buzos empezaron a sumergirse. La mona vio lo que hacían: se desató del palo, saltó de la nave y se sumergió con ellos. Abu-l-Muzaffar exclamó: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!
La mona se ha perdido y con ella la ganancia de aquel pobre para el cual la habíamos comprado”. Cuando ya desesperaba de ver al animal, éste apareció al mismo tiempo que un grupo de buceadores: llevaba en la mano las joyas más preciosas y se las tiró a Abu-l-Muzaffar. Éste quedó estupefacto y exclamó: “¡Esta mona encierra un gran secreto!” A continuación aparejaron, zarparon y navegaron hasta llegar a una isla llamada Isla de los Zanch[104] que está poblada por un grupo de negros antropófagos. Éstos, al verlos, montaron en sus canoas, se aproximaron y aprisionaron a todos los que iban a bordo, los ataron y los condujeron ante su rey, el cual ordenó que matasen a unos cuantos comerciantes. Los sacrificaron y se bebieron su sangre. El resto pasó la noche encarcelados. Todos ellos estaban muy afligidos. Llegadas las tinieblas, la mona se acercó a Abu-l-Muzaffar y le liberó de sus cadenas. Los comerciantes, al ver que éste se había desligado, exclamaron: “¡Es posible que Dios nos libre gracias a tu intervención, Abu-l-Muzaffar!” Éste les replicó: “Sabed que ha sido esta mona la que, por voluntad de Dios (¡ensalzado sea!), me ha librado…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu-l-Muzaffar prosiguió]: «… “por lo cual le pago un rescate de mil dinares”. “¡Cada uno de nosotros le pagará la cantidad de mil dinares si nos salva!”
»La mona se acercó a ellos y los desligó uno tras otro hasta dejarlos a todos libres de sus cadenas. Se marcharon al barco, subieron a bordo y vieron que estaba intacto, que no le faltaba nada. Aparejaron y zarparon. Abu-l-Muzaffar les dijo a los comerciantes: “¡Pagad a la mona lo que habéis prometido!” “¡Oír es obedecer!”, contestaron; cada uno de ellos le entregó mil dinares y Abu-l-Muzaffar hizo lo mismo, con lo cual el animal reunió una gran cantidad de dinero.
»Viajaron hasta llegar a la ciudad de Basora. Sus amigos acudieron a recibirles al desembarcar. Abu-l-Muzaffar preguntó: “¿Dónde está Muhammad, el Perezoso?”
»Mi madre se enteró de lo que ocurría y corrió a despertarme ya que yo estaba durmiendo. Me dijo: “¡Hijo mío! El jeque Abu-l-Muzaffar ha regresado, ha vuelto a la ciudad. Levántate, ve a verle, salúdale y pregúntale qué te ha traído. Tal vez Dios (¡ensalzado sea!) te haya abierto un camino”. Le repliqué: “¡Ayúdame a ponerme de pie y sostenerme para poder ir a la orilla del mar!” Recorrí el camino y tropezando con los faldones de mi traje llegué hasta el jeque Abu-l-Muzaffar. Al verme dijo: “¡Bien venido sea aquel que con sus dirhemes ha sido la causa de mi salvación y de la salvación de estos mercaderes, gracias a la voluntad de Dios! (¡ensalzado sea!)”. Después me dijo: “¡Coge esta mona, que he comprado para ti, vuelve a tu casa y espérame allí!” Cogí la mona y me fui. Me dije: “¡Vaya qué gran negocio!” Entré en casa y dije a mi madre: “Siempre que duermo me haces levantar para ir a hacer negocios. ¡Mira con tus propios ojos este asunto!” Me senté y mientras estaba en mi silla se presentaron los esclavos de Abu-l-Muzaffar. Me preguntaron: “¿Tú eres Abu Muhammad, el Perezoso?” “Sí.” Abu-l-Muzaffar llegó un instante después, pisándoles los talones. Me levanté y le besé las manos. Me dijo: “Ven ahora mismo a mi casa”. “Oír es obedecer”, le contesté.
»Fuimos juntos a su casa, entré y mandó a sus esclavos que le entregasen el dinero. Se lo llevaron y él me dijo: “¡Hijo mío! Dios te ha concedido todo este dinero como ganancias obtenidas a partir de los cinco dirhemes”. Los esclavos lo metieron en cofres, colocaron éstos sobre su cabeza y el jeque me hizo entrega de sus llaves diciendo: “Enseña el camino de tu casa a los esclavos, pues todo este dinero es tuyo”. Me dirigí al encuentro de mi madre que se alegró mucho de todo esto y me dijo: “¡Hijo mío! Dios te ha concedido estas grandes riquezas. Deja de ser, pues, perezoso, ve al mercado, vende y compra”.
»Dejé, efectivamente, de ser perezoso, abrí una tienda en el zoco y la mona ocupó un puesto a mi lado, sentándose en mi mismo estrado. Cuando yo comía, ella me acompañaba, si yo bebía, ella bebía conmigo, pero cada día, al amanecer, desaparecía y regresaba al mediodía trayéndome una bolsa con mil dinares, que dejaba a mi lado al sentarse. Esta situación duró mucho tiempo y reuní un capital fabuloso. Yo, Emir de los creyentes, me compré fincas y tierras; hice cultivar jardines y adquirí mamelucos, esclavos y esclavas.
»Un día en que estaba sentado en mi diván, teniendo a la mona al lado, ésta empezó a volverse a derecha e izquierda. Me dije: “¿Qué le debe ocurrir?” Dios hizo hablar al animal de manera muy clara. Me dijo: “¡Abu Muhammad!” Al oír estas palabras me asusté mucho. Añadió: “No te asustes, pues voy a contarte cuál es mi situación: soy un genio y me he acercado a ti dado lo malo de tu situación y hoy tú ya no puedes saber a cuánto ascienden tus bienes. Ahora te necesito para algo que sólo te ha de proporcionar beneficios”. “¿Qué es ello?” “Quiero casarte con una adolescente semejante a la luna llena.” “Y ¿cómo ha de ser eso?” “Mañana te pondrás tus mejores trajes, montarás en tu mula, a la que pondrás una silla chapeada en oro, irás al zoco y preguntarás por la tienda del jerife. Te sentarás a su lado y le dirás: ‘He venido a pedirte la mano de tu hija’. Si te responde: ‘Tú no eres rico, careces de posición y de nobles antepasados’ le darás mil dinares. Si te dice: ‘¡Da más!’, dale más, pues él sólo desea el dinero”. Contesté: “Oír es obedecer, y mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, haré lo que dices”.»
Abu Muhammad siguió refiriendo: «Al día siguiente me puse mis más hermosos vestidos, monté en la mula que llevaba puesta una silla dorada y me marché al zoco de los forrajes. Pregunté por la tienda del jerife y le encontré sentado en ella. Me apeé, le saludé y me senté a su lado».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Muhammad prosiguió]: «Yo llevaba conmigo, entre esclavos y mamelucos, diez hombres. El jerife me preguntó: “¿Necesitas tal vez algo de mí?” “Sí.” “¿Qué deseas?” “He venido a solicitarte, a pedirte la mano de tu hija.” “Tú no eres rico, careces de posición y de nobles antepasadas.” Entonces saqué una bolsa con mil dinares de oro rojo y le dije: “Ésta es mi posición y tales son mis antepasados. El Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) decía: ‘El dinero constituye el mejor rango’. ¡Qué bellas son estas palabras del poeta!:
Los labios de aquel que tiene dos dirhemes saben pronunciar toda clase de discursos.
Los amigos se acercan a él y le escuchan; le he visto lleno de orgullo entre los hombres.
Sin el dinero, del cual se enorgullece, le encontrarías confundido entre la plebe en el peor de los estados.
Del rico, aunque diga algo equivocado, aseguran: “¡Ha dicho la verdad! ¡No ha dicho nada falso!”
Pero del pobre, aunque diga la verdad, dicen: “¡Mientes!”, y no le dan la razón.
En todos los países del mundo el dinero viste a los hombres de consideración y de belleza:
Es la lengua de quien quiere ser elocuente, el arma de quien quiere combatir.
»El jerife al oír estas palabras y comprender el sentido de los versos, inclinó un momento la cabeza hacia el suelo. Después, levantándola, me dijo: “Si ha de ser así, dame otros tres mil dinares”. “Oír es obedecer”, le repliqué.
»Envié a uno de los esclavos a mi casa y regresó con el dinero que me había pedido. Al verle llegar salió de la tienda y dijo a sus dependientes: “¡Cerradla!” La cerraron. Después invitó a sus compañeros del mercado para que fuesen a su casa y escribió mi contrato matrimonial con su hija diciéndome: “Dentro de diez días te entregaré la esposa”.
»Me fui a mi casa lleno de alegría y al quedarme a solas con la mona le expliqué lo que me había ocurrido. Me replicó: “Has hecho bien”. Al acercarse la fecha señalada por el jerife la mona me dijo: “Tengo que pedirte una cosa; si me la concedes te daré todo lo que quieras”. “¿Qué deseas?” “En la cabecera de la alcoba en la que te presentarán a la hija del jerife hay una alhacena cuya puerta tiene una anilla de bronce; las llaves están debajo. Cógelas y abre la puerta: encontrarás una caja de hierro en cuyos cuatro ángulos hay banderas que son talismanes; en el centro hay un tazón lleno de dinero; a un lado hay once serpientes y en el centro del tazón un gallo blanco con la cresta hendida; al lado de la caja hay un cuchillo. Coge éste, mata el gallo, corta los talismanes y vuelca la caja. Hecho esto dirígete a la esposa y arrebátale la virginidad. Tal es mi deseo.” Contesté: “¡Oír es obedecer!” Me dirigí al domicilio del jerife, entré en la habitación y vi la alhacena que me había descrito la mona. Cuando me quedé a solas con la novia admiré su hermosura, belleza, esbeltez y equilibrio de sus formas que eran tales que la lengua es incapaz de describirlas. Me alegré mucho y al llegar la medianoche, cuando ella dormía, me puse de pie, cogí las llaves, abrí la alhacena, empuñé el cuchillo, degollé el gallo, corté las banderas y volqué la caja. La joven se despertó, vio la alhacena abierta, el gallo degollado y exclamó: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Ya se ha apoderado de mí ese espíritu!” Apenas había terminado de hablar cuando un genio rodeó la casa y raptó a la esposa. Se armó un gran alboroto y el jerife acudió corriendo, abofeteándose la cara. Me espetó: “¡Abu Muhammad! ¿Qué es lo que has hecho con nosotros? ¿Es así como nos recompensas? Yo había metido esos talismanes en la alhacena para defender a mi hija de ese maldito que desde hace seis años está intentando raptarla sin conseguirlo. ¡Aquí no hay sitio para ti! ¡Sigue tu propio camino!”
»Salí de la casa del jerife, me dirigí a la mía y busqué a la mona sin encontrarla ni dar con su rastro. Me di cuenta de que ella era el espíritu que había raptado a mi mujer y que se las había ingeniado para que yo violase los talismanes y el gallo que le impedían cogerla. Me arrepentí de lo hecho, rasgué mis vestidos, me abofeteé el rostro y no supe qué hacer. Salí inmediatamente, me dirigí al campo y no dejé de andar, sin saber adónde iba, hasta la caída de la tarde. Mientras estaba así preocupado vi acercarse a dos serpientes: una negra y la otra blanca. Ambas estaban peleándose. Yo cogí, del suelo, una piedra y con ésta golpeé y maté a la serpiente negra que era la que había atacado a la blanca. Esta última se marchó para volver a poco con diez serpientes blancas que se acercaron a la muerta y la partieron en pedazos hasta que sólo quedó la cabeza. Después se marcharon y yo me tumbé, lleno de fatiga, en el sitio en que me encontraba. Estaba tendido, meditando en lo que me sucedía, cuando oí a alguien que gritaba, escuché su voz sin verle. Recitaba este par de versos:
Deja que los hados corran a toda rienda y pasa tu noche tranquilo.
Durante el lapso de tiempo que va desde que se entornan los ojos hasta que se abren, Dios cambia una cosa en otra.
»Al oír estos versos, Emir de los creyentes, me quedé muy sorprendido y preocupado. Detrás de mí volví a oír una voz que recitaba estos dos versos:
¡Musulmán! Tienes ante ti el Corán; disfruta con él, pues te ha llegado la paz.
No temas las tentaciones de Satanás, pues nosotros somos gentes que profesan la verdadera fe.
»Contesté a la voz: “¡En nombre de Aquel al que adoras! ¡Dime quién eres!” El que hablaba tomó la figura de un hombre y me dijo: “No temas, puesto que nos hemos enterado de tu buena acción. Somos un clan de genios creyentes. Si necesitas algo dínoslo y te daremos satisfacción”. “¡Deseo algo muy grande ya que soy víctima de una gran desgracia! ¡A quién le ha sucedido una calamidad como la mía!” “¿Eres tal vez Abu Muhammad, el Perezoso?” “Sí.” “¡Abu Muhammad! Yo soy el hermano de la serpiente blanca a la cual has librado de su enemigo dándole muerte. Somos cuatro hermanos de padre y madre y todos te estamos igualmente agradecidos por el favor que nos has hecho. Aquel que estaba metamorfoseado en mono y que te ha tendido la trampa es un espíritu rebelde que de no haber empleado esa estratagema no hubiese conseguido raptar, jamás, a tu esposa. Hacía ya mucho tiempo que quería apoderarse de ella, pero los talismanes se lo impedían. Si el talismán hubiese continuado en su sitio no hubiese podido alcanzarla. Pero no te entristezcas por esto, pues nosotros te reuniremos con ella y mataremos a ese genio. El favor que nos has hecho no habrá sido en vano.” A continuación dio un grito muy fuerte…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Muhammad prosiguió]: «… terrible y al momento compareció un grupo de genios. Los interrogó acerca de la mona y uno de ellos contestó: “Yo conozco su morada”. “¿Dónde reside?” “En la ciudad de bronce sobre la cual nunca sale el Sol.” Me dijo: “¡Abu Muhammad! Coge uno de nuestros esclavos y éste te transportará sobre sus espaldas y te explicará cómo debes rescatar a la muchacha. Pero sabe que tu conductor es un esclavo rebelde y por tanto no debes mencionar el nombre de Dios mientras te transporta, pues si lo hicieses huiría en el acto, te caerías y te matarías”. Contesté: “Oír es obedecer”. Tomé uno de sus esclavos que se inclinó y me dijo: “¡Monta!” Monté y levantó el vuelo conmigo, subiendo siempre, hasta que perdí el mundo de vista y las estrellas se me presentaron como cordilleras bien asentadas en el firmamento y oí cómo los ángeles del cielo cantaban la gloria de Dios en tanto que el genio me hablaba, me distraía y evitaba que yo pronunciase el nombre de Dios (¡ensalzado sea!). Mientras yo seguía montado en él, apareció en lo alto una persona vestida de blanco, con el cabello en trenzas, con el rostro resplandeciente. Llevaba en la mano un dardo del cual saltaban chispas. Se acercó hacia mí y me dijo: “¡Abu Muhammad! Di: ‘No hay dios sino el Dios y Mahoma es el Enviado de Dios’. Si no lo haces te atravesaré con este dardo”. Hasta entonces había hecho un gran esfuerzo para abstenerme de pronunciar el nombre de Dios (¡ensalzado sea!), así es que dije: “¡No hay dios sino el Dios y Mahoma es el Enviado de Dios!” Aquel ser tiró el dardo sobre el espíritu y éste se fundió en cenizas. Yo caí de encima de sus espaldas y descendí hacia el suelo para ir a sumergirme en un mar tumultuoso y agitado. Inmediatamente después apareció un barco con cinco marineros que al verme se me acercaron, me subieron a bordo y empezaron a hablarme en una lengua que no entendía. Yo les dije por señas que no comprendía sus palabras y así llegó el fin del día. Echaron sus redes, pescaron un pez, lo asaron y me lo dieron de comida.
»Seguimos navegando hasta llegar a una ciudad. Me condujeron ante su rey, me plantaron delante de éste y yo besé el suelo. El soberano, que sabía árabe, me dio un traje de corte y me dijo: “Te nombro funcionario mío”. Le pregunté el nombre de la ciudad y me dijo: “Se llama Nanad y está en la China”. El rey me confió al visir y le mandó que me mostrase la ciudad. En tiempos remotos ésta había estado poblada por infieles a los que Dios (¡ensalzado sea!) había transformado en piedras. En ella había gran cantidad de árboles y de fruta. Permanecí en ella un mes entero, al cabo del cual me dirigí al río y me senté en su orilla. Mientras yo estaba allí se me acercó un jinete que me preguntó: “¿Tú eres Abu Muhammad, el Perezoso?” Contesté: “Sí”. “No temas, pues estamos enterados de tus buenas acciones.” “Y tú ¿quién eres?” “Yo soy el hermano de la serpiente. Te encuentras muy cerca del lugar en que se halla la adolescente a la que quieres recuperar.” Se quitó los vestidos que llevaba, me los puso y añadió: “¡No temas! El esclavo que murió debajo de ti era uno de nuestros esclavos”. A continuación el jinete me colocó a su grupa y me condujo a una campiña. Dijo: “¡Baja de mi grupa y sigue adelante, entre estos dos montes, hasta que divises la Ciudad de Bronce! Permanece alejado de ella y no entres hasta que yo vuelva a tu lado y te diga lo que has de hacer”. “¡Oír es obedecer!”, contesté. Me apeé del caballo y anduve hasta llegar a la ciudad. Contemplé sus murallas y empecé a dar vueltas a su alrededor en busca de una puerta, pero no encontré ninguna. Mientras yo caminaba apareció el hermano de la serpiente que se acercó a mí y me entregó una espada encantada que me hacía invisible para todo el mundo. Hecho esto se marchó. Apenas había desaparecido cuando oí un griterío y vi a una ingente multitud que tenía los ojos sobre el pecho, que venía a mi encuentro. Al verme me preguntaron: “¿Quién eres? ¿Qué es lo que te ha traído hasta este lugar?” Les referí lo acontecido y me dijeron: “La joven a la que buscas está entre los genios de esta ciudad, pero no sabemos lo que se ha hecho de ella. Nosotros somos hermanos de la serpiente”. Añadieron: “Ve a aquella fuente y observa el lugar por donde corre el agua; sigue su curso y así podrás entrar en la ciudad”. Hice esto y siguiendo el curso del agua me metí en un pasaje subterráneo. Al salir vi que me encontraba en el centro de la ciudad y encontré a la joven sentada en un diván de oro recubierto por cortinas de brocado. A su alrededor había un jardín cuyos árboles eran de oro y daban como frutos las gemas más preciosas: jacintos, esmeraldas, perlas y corales. La joven me reconoció al verme, me saludó y me preguntó: “¡Señor mío! ¿Quién te ha hecho llegar hasta este lugar?” Le referí lo ocurrido y me contestó: “Sabe que ese maldito me ama muchísimo, por lo cual me ha enseñado lo que le daña y lo que le favorece. Me ha explicado que toda esta ciudad obedece a un talismán con el cual, si quisiera, podría aniquilar a todos sus habitantes y que los espíritus cumplirían cualquier cosa que les mandase. Dicho talismán está colocado encima de una columna”. Le pregunté: “¿Dónde está la columna?” “En tal lugar.” “¿En qué consiste?” “Tiene la forma de un buitre y encima hay una inscripción cuyos caracteres no conozco. Cógela con las dos manos, toma un carbón ardiendo y echa un poco de almizcle. Se alzará una humareda que atraerá a los espíritus; si haces esto se te presentarán todos los que hay, ninguno faltará a la cita y obedecerán tu orden, harán cualquier cosa que les mandes. ¡Vamos! ¡Ve y haz todo esto con la bendición de Dios! (¡ensalzado sea!)” “Oír es obedecer”, le contesté.
»Salí, me dirigí hacia la columna e hice todo lo que me había mandado. Todos los espíritus acudieron, se colocaron ante mí y me dijeron: “¡Aquí estamos, señor! ¡Haremos todo lo que nos mandes!” “¡Encadenad al genio que trajo a esa joven!” “¡Oír es obedecer!”, contestaron. Fueron en busca del genio, le encadenaron, le ligaron con fuertes lazos y me lo llevaron diciendo: “Hemos hecho lo que nos has mandado”. Les di permiso para irse, regresé al lado de la joven y le expliqué lo que había sucedido. Dije: “¡Esposa mía! ¿Quieres volver conmigo?” Me contestó que sí y yo salí, con ella, a través del subterráneo por el que había entrado. Marchamos hasta llegar junto a las gentes que me habían indicado donde se encontraba…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu Muhammad prosiguió]: «… y les pedí: “¡Indicadme el camino que me ha de conducir a mi país!” Me lo enseñaron, me acompañaron hasta la orilla del mar y me hicieron embarcar en un navío. El viento nos fue favorable hasta llegar a la ciudad de Basora. La familia de la joven se alegró muchísimo al verla entrar de nuevo en su casa. Yo quemé almizcle delante del buitre e inmediatamente acudieron los genios desde todos los sitios diciéndome: “¡Aquí estamos! ¡Haremos todo lo que nos mandes!” Les ordené que trasladasen todas las riquezas: metales preciosos y gemas, a mi casa de Basora. Así lo hicieron. Después les mandé que me entregasen la mona y me la dieron humillada, capitidisminuida. Le increpé: “¡Maldita! ¿Por qué me has traicionado?” Les ordené que la metiesen en un vaso de bronce y la introdujeron en una angosta botella que sellaron con plomo.
»Mi mujer y yo hemos vivido en paz y en tranquilidad y yo, Emir de los creyentes, poseo los tesoros y joyas más preciosas, y riquezas tan abundantes que no hay número que las cuente ni espacio para contenerlas. Si tú mandas dinero o cualquier otra cosa mandaré a los espíritus que te lo traigan sin demora. Todo esto es una gracia de Dios (¡ensalzado sea!).»
El Emir de los creyentes se maravilló muchísimo de este relato y después le hizo presentes dignos de un Califa a cambio de los regalos que le había hecho y le trató como se merecía.
Se cuenta que Harún al-Rasid mandó llamar a uno de sus esbirros llamado Salih, antes de cambiar su conducta con los barmekíes. Cuando le tuvo delante le dijo: «Salih: ve a buscar a Mansur y dile: “Nos debes un millón de dirhemes y opinamos que debes pagarnos ahora mismo esta suma”. Te ordeno, Salih, que si no te paga dicha cantidad antes de la puesta del sol, le separes la cabeza del tronco y que me la traigas». «¡Oír es obedecer!», replicó Salih. Después se dirigió a al-Mansur y le informó de lo que le había dicho el Emir de los creyentes. Al-Mansur exclamó: «¡Por Dios! ¡Soy hombre muerto! Si reuniese todos mis bienes, todo lo que poseo y lo vendiese lo mejor posible no obtendría más de cien mil dirhemes y ¿de dónde saco los novecientos mil restantes, Salih?» Éste le replicó: «Imagina cualquier cosa que te salve, pues de lo contrario morirás, ya que yo no puedo concederte ni un instante más allá del plazo que me ha señalado el Califa ni puedo contrariar en nada la orden del Emir de los creyentes. Apresúrate, pues, a idear algo que te salve antes de que termine el plazo». «¡Salih! Te ruego que me acompañes a mi casa para que pueda despedirme de mis hijos y de mis familiares, para hacer testamento ante mis parientes.»
Salih refiere: «Le acompañé a su casa y empezó a despedirse de sus familiares. Se levantó un gran alboroto, llantos, gritos y peticiones de auxilio a Dios (¡ensalzado sea!). Entonces dije: “Me pasa por la cabeza que tal vez Dios te conceda la salvación por medio de los barmekíes”. Le acompañé a casa de Yahya b. Jalid, y al llegar ante éste, al-Mansur le refirió la situación en que se encontraba. Aquél se preocupó, inclinó un momento la cabeza hacia el suelo, la levantó, llamó a su tesorero y le preguntó: “¿Cuántos dirhemes hay en casa?” “Cinco mil.” Mandó entregárselos y despachó un mensajero a su hijo al-Fadl con una carta en que decía: “Me han ofrecido la compra de una finca magnífica, de buen rendimiento. Mándame dinero”. Le envió cien mil dirhemes. Despachó otro hombre a su hijo Chafar con una carta en que le decía: “Tengo entre manos un asunto importante y necesito dinero”. Chafar le envió al momento cien mil dirhemes.
»Yahya fue enviando mensajeros a los barmekíes hasta reunir para al-Mansur una gran suma, sin que éste ni Salih lo supiesen. Mansur dijo a Yahya: “¡Señor mío! Me he agarrado al faldón de tu vestido, pues no sé dónde encontrar este dinero si no es pidiéndotelo dada tu proverbial generosidad. Cubre todo lo que me falta para satisfacer mi deuda y haz de mí tu liberto”. Yahya inclinó la cabeza, lloró y dijo: “¡Muchacho! El Emir de los creyentes regaló a nuestra esclava Dananir una joya de gran precio. Ve y dile que me la mande”. El criado se fue y regresó con la joya. Yahya dijo: “Salih: Yo he comprado a un comerciante esta joya para el Emir de los creyentes por doscientos mil dinares. Él se la ha regalado a nuestra esclava Dananir, la del laúd. Cuando vea la joya la reconocerá, te honrará y te hará gracia de la vida en honor nuestro. Tu importe está completo, Mansur”.»
Salih refiere: «Llevé la joya y el dinero a Rasid. Mansur me acompañaba. Mientras recorríamos el camino le oí aplicarse este verso:
Mis pies no han corrido hacia ellos por amor sino porque temía ser blanco de las flechas.
»Me maravillé de su maldad congénita, de su corrupción, de su vil origen y le reproché diciéndole: “En toda la faz de la tierra no hay personas mejores que los barmekíes y tú eres el peor, el más deshonesto de los seres humanos. Te acaban de salvar de la muerte, de rescatarte de la perdición, te han dado el precio de tu vida y no se lo agradeces, ni les alabas ni haces lo que deben hacer las gentes bien nacidas. ¡Al contrario! ¡Aceptas sus bienes y pronuncias estas palabras!” Llegué ante al-Rasid, le conté toda la historia y le referí todo lo sucedido.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Salih prosiguió:]: «Al-Rasid se maravilló de la generosidad, de la largueza y del valor de Yahya y de la maldad de Mansur. Mandó que se devolviese la joya a Yahya b. Jalid diciendo: “No permitimos que se nos devuelva lo que hemos regalado”.»
Salih volvió al lado de Yahya, le explicó lo sucedido con Mansur y la maldad de éste. Yahya le dijo: «¡Oh Salih! No puede reprenderse, diga lo que diga, a un hombre que está angustiado y con la cabeza obsesionada; lo que dice no sale del corazón», y siguió buscando disculpas a Mansur Salih rompió a llorar y exclamó: «Los cielos, en su giro perpetuo, no darán vida a otro hombre de tu temperamento. ¡Qué lástima! ¿Cómo una generosidad y una naturaleza como la tuya pueden ir a reposar bajo el polvo?» Recitó estos dos versos:
Apresúrate a hacer cualquier bien que te pase por la imaginación, pues no se puede ser generoso en todos los momentos.
¡Cuántos se han abstenido de ser generosos cuando podían y ya no han tenido otra oportunidad!
Se cuenta que entre Yahya b. Jalid y Abd Allah b. Malik al-Juzai existía una secreta enemistad que ninguno de los dos manifestaba. La causa de la enemistad que había entre ambos residía en el gran afecto que el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid, profesaba a Abd Allah b. Malik por la cual Yahya b. Jalid y sus hijos decían que Abd Allah había embrujado al Emir de los creyentes. Así transcurrió mucho tiempo y la envidia estaba en el corazón de ambos.
Cierto día al-Rasid concedió el gobierno de Armenia a Abd Allah b. Malik al-Juzai y lo envió a esta provincia. Cuando ya había fijado en ella su residencia, se le presentó un hombre del Iraq. Éste era virtuoso, culto y de agudo entendimiento, sólo que había pasado una mala época y había perdido sus bienes e ido a menos. Entonces falsificó una carta firmada por Yahya b. Jalid y dirigida a Abd Allah b. Malik. Con ella se dirigió a Armenia.
Al presentarse ante la puerta de éste, entregó la carta a uno de sus chambelanes. El chambelán la cogió y se la entregó a Abd Allah b. Malik al-Juzai quien la abrió, la leyó y meditó en lo que decía, dándose cuenta de que era falsa. Mandó que le llevasen a aquel hombre y éste, al estar delante, hizo las invocaciones de rigor y loó a Abd Allah y a sus familiares. Abd Allah b. Malik le preguntó: «¿Qué te ha inducido a pasar tantas fatigas y a venir hasta aquí con una carta falsa? Pero tranquilízate, pues tus fatigas no habrán sido en vano». Aquel hombre contestó: «¡Dios prolongue la vida de nuestro señor, el ministro! Si mi viaje te pesa no busques excusas: la tierra de Dios es amplia y Él es el que da sustento a todos los seres vivos. El mensaje que te he traído es del propio Yahya b. Jalid, no está falsificado». Abd Allah le replicó: «Yo escribiré una carta a mi representante en Bagdad y le daré orden de que pregunte por esta carta que me has traído. Si es auténtica, si no está falsificada, te daré el gobierno de algún distrito o bien doscientos mil dirhemes, caballos y magníficos camellos, con todos los honores, si es que prefieres un regalo. Pero si la carta resulta ser falsa haré que te den doscientos palos y te haré afeitar la barba». A continuación Abd Allah mandó que le encerrasen en una habitación y que le diesen todo lo que necesitara hasta que pudiera cerciorarse de lo que había de verdad en el asunto. Escribió una carta a su representante en Bagdad diciéndole: «Ha venido hasta mí un hombre que me ha traído una carta que asegura que procede de Yahya b. Jalid. Yo no creo que la carta sea auténtica, por lo cual es preciso que te preocupes de este asunto, que te enteres personalmente y que te cerciores de qué hay de verídico en ella. Apresúrate a contestarme para que sepamos si ese hombre dice verdad o mentira». Cuando su representante recibió el mensaje, montó a caballo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trescientas siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [montó a caballo] inmediatamente y corrió al palacio de Yahya b. Jalid. Encontró a éste sentado con sus comensales y con sus cortesanos. Le saludó y le entregó la carta. Yahya b. Jalid la leyó. Después dijo al representante: «Vuelve mañana y te tendré escrita la contestación». Después de la marcha de su visitante se volvió a sus comensales y les preguntó: «¿Cuál ha de ser la recompensa de una persona que ha falsificado una carta, poniéndola a mi nombre, y que la ha llevado a mi enemigo?» Cada uno de los comensales dio su opinión, pero todos estaban de acuerdo en que debía ser castigado. Yahya les replicó: «¡Estáis equivocados! En lo que habéis dicho se demuestra la baja condición y la vileza de vuestros pareceres. Todos vosotros sabéis la influencia que Abd Allah tiene con el Emir de los creyentes y conocéis la enemistad y el recelo que existe entre nosotros dos. Dios (¡ensalzado sea!) ha hecho de este hombre un medio de reconciliación, le ha encargado de realizar este cometido y de extinguir el fuego de la envidia que roe nuestro corazón y que viene creciendo desde hace veinte años; gracias a su intervención se arreglarán nuestras querellas. Es necesario que yo recompense a ese hombre declarando que son verdad sus afirmaciones, solucionándole sus problemas. Voy a escribirle una carta a Abd Allah b. Malik al-Juzai indicándole que debe tratarlo con generosidad, que continúe teniéndole en consideración y honrándole».
Los comensales, al oírle, le desearon toda clase de beneficios y se admiraron de su generosidad y de su gran hombría. Yahya pidió papel y tinta y escribió, de su puño y letra, esta carta a Abd Allah b. Malik: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso: He recibido tu carta (¡Dios prolongue tu vida!), la he leído y me he alegrado de que te encuentres bien, me he regocijado de tu bienestar y de tu felicidad. Tú tenías sospechas de que ese hombre hubiese falsificado una carta nuestra y creías que no era portador de ningún escrito, pero en realidad no es así. Esa carta la he escrito yo, no hay en ella falsificación alguna. Espero de tu generosidad, de tu esplendidez, de tu buen carácter, que recompenses a ese buen hombre haciendo realidad sus esperanzas y sus deseos, dándole los honores que merece y haciéndole conseguir lo que desea, abrumándole con tu gran generosidad y concediéndole tu máximo favor. Todo lo que hagas por él será como si me lo hicieses a mí y yo te quedaré reconocido». Puso la dirección, la selló y la entregó al agente de Abd Allah, el cual la envió a éste.
Abd Allah, al leerla, se alegró de su contenido, mandó que le diesen doscientos mil dirhemes, diez caballos árabes, cinco de ellos con gualdrapas de seda y los otros cinco con sillas de parada ricamente adornados; veinte cajas de ropa, diez mamelucos montados a caballo y una cantidad importante de preciosas gemas. Además le dio un vestido de honor y le despachó hacia Bagdad con toda la pompa.
Al llegar a Bagdad, antes de visitar a su familia corrió a la puerta de Yahya b. Jalid y pidió permiso para entrar. El chambelán se presentó ante Yahya y le dijo: «¡Señor mío! Hay en la puerta un hombre con su séquito; tiene buen aspecto; trae bastantes joyas y quiere entrar a verte».
Yahya le hizo pasar. Cuando llegó ante éste, besó el suelo. El visir le preguntó: «¿Quién eres?» «Soy aquel que estaba muerto por las injusticias del destino; tú me has sacado del sepulcro de las calamidades y me has introducido en el paraíso de los deseos. Yo soy el que falsificó una carta tuya y se la he entregado a Abd Allah b. Malik al-Juzai.» Yahya le preguntó: «¿Cómo te ha tratado? ¿Qué te ha regalado?» «Me ha dado, gracias a tu generosidad, a tu liberalidad, a la grandeza de tus favores, a tu gran magnanimidad, a lo excelso de tus deseos y a tu bondad, tantas cosas que me ha enriquecido y me ha puesto en situación desahogada. Todos sus dones, todos sus regalos los he dejado ante tu puerta, pues a ti te pertenecen y a ti toca disponer.» Yahya replicó: «Lo que tú has hecho por mí es mucho más que lo que yo he hecho por ti. Tú has sido quien me ha hecho un gran regalo y tu mano ha sido muy bondadosa conmigo, ya que has transformado la enemistad que existía entre ese hombre respetable y yo en una auténtica amistad y afecto. Yo te regalo bienes idénticos a los que te ha cedido Abd Allah b. Malik». A continuación mandó que le diesen tanto dinero, caballos y cajas como le había regalado Abd Allah.
Así, ese hombre recobró su bienestar gracias a la esplendidez de estos dos generosos.