SE cuenta que cuando Harún al-Rasid hizo crucificar a Chafar, el barmekí, dijo que todo aquel que llorase su muerte o hiciese el elogio fúnebre, sería también crucificado. La gente se abstuvo de hacerlo. Un beduino, que vivía en una estepa lejana, acostumbraba llevar una poesía, una vez al año, al citado Chafar, el barmekí, quien le daba mil dinares como pago de ella. El beduino los cogía y se marchaba, y con aquel dinero atendía a las necesidades de su familia hasta el fin del año. Este beduino acudió con el panegírico según tenía por costumbre, y al llegar encontró a Chafar crucificado. Se dirigió hacia donde estaba el muerto, hizo arrodillar a su camello, lloró amargamente, se entristeció mucho, recitó su poesía y se quedó dormido. En sueños vio a Chafar, el barmekí, que le decía: «Te has fatigado para venir y encontrarme tal como me ves. Pero dirígete a Basora, pregunta por un hombre que se llama así y así —es un comerciante de esa ciudad—, y dile: “Chafar, el barmekí, me manda saludarte y te dice: ‘Dame mil dinares por el asunto de las habas’”». El beduino, al despertarse, se dirigió a Basora, preguntó por aquel comerciante, fue a verlo y le dijo lo que Chafar le había indicado en sueños. El comerciante lloró tan desesperadamente, que poco le faltó para irse de este mundo. Después trató bien al beduino, lo hizo sentar a su lado, lo invitó a su casa y lo retuvo tres días. Cuando quiso marcharse, le dio mil quinientos dinares, diciendo: «Mil dinares son los que me ha mandado que te dé, y los quinientos constituyen un regalo mío Cada año recibirás mil dinares».
Al marcharse, el beduino preguntó al comerciante: «¡Te conjuro en nombre de Dios! Dime qué es eso de las habas, para que sepa de dónde viene».
El comerciante refirió: «Cuando empecé a trabajar era un pobre que recorría las calles de Bagdad vendiendo habas calientes, para poder alimentarme. Un día frío, lluvioso, y sin tener nada con que protegerme, salí: ora temblando de frío, ora cayéndome en los charcos, mi situación era verdaderamente lamentable, capaz de poner la piel de gallina. Aquel día Chafar estaba sentado en su alcázar, asomado a la calle, rodeado de sus íntimos y de sus favoritas. Su mirada cayó sobre mí y se apiadó de mi situación. Envió a buscarme por medio de uno de los suyos, quien me llevó ante él. Al verme, me dijo: “Vende a mis cortesanos todas las habas que llevas”. Empecé a medirlas con un vaso, y todo aquel que cogía una medida de habas me llenaba de oro el vaso. Terminé todas las que llevaba y no me quedó nada en el cesto. Reuní el oro que había recibido, y entonces Chafar me dijo: “¿Te quedan algunas habas?” “No sé.” Busqué en la canasta pero sólo encontré una. Chafar la cogió, la partió en dos mitades, se quedó con una y dio la otra a una de sus mujeres, diciéndole: “¿Cuánto pagarás por la mitad de esta haba?” La mujer respondió: “El doble de todo el oro que ha reunido”. Yo me quedé perplejo, diciéndome: “¡Eso es imposible!” Mientras yo seguía boquiabierto, la mujer mandó a una de sus esclavas que le llevase el doble del oro que yo había recaudado. Chafar exclamó: “¡Pues yo compro la media haba que te he cogido, por el doble de todo ese oro!” Y añadió: “Coge el importe de tus habas”. Mandó a un criado que reuniese todo el dinero y lo colocase en mi cesto. Yo lo cogí y me marché. Después me vine a Basora, en donde invertí mi dinero en un comercio en el que Dios me ha favorecido. ¡Loado sea! Por tanto, si cada año te regalo mil dinares, puedo hacerlo gracias a la generosidad de Chafar, y ello no me causa ningún perjuicio».
Considera, pues, la generosidad de Chafar y los elogios que obtuvo vivo y muerto. Dios (¡ensalzado sea!) se apiade de él.