SE cuenta qué una noche en que el Califa Harún al-Rasid estaba muy inquieto, mandó llamar a su visir, Chafar el barmekí, y le dijo: «Tengo el pecho acongojado, y me gustaría pasear esta noche por las calles de Bagdad y enterarme de los asuntos de la gente, siempre que nos disfracemos de comerciantes para que nadie nos reconozca». El visir le contestó: «Oír es obedecer».
Se despojaron de sus magníficos vestidos y se pusieron los de comerciantes. Eran tres: el Califa, Chafar y Masrur, el verdugo. Fueron deambulando de un sitio a otro hasta llegar al Tigris. Allí vieron a un anciano sentado en su barca. Se acercaron a él, saludaron y le dijeron: «¡Jeque! Nos dirigimos a tu bondad y a tu cortesía para que nos permitas dar un paseo en tu barca. Coge este dinar en pago».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el viejo replicó: «¿Quién puede pasearse si el Califa, Harún al-Rasid, desciende todas las noches por el Tigris en un pequeño bajel, acompañado por un pregonero, que grita: “¡A todos los hombres, grandes y pequeños, nobles o plebeyos, niños o jóvenes! Todo aquel que suba en una nave y cruce el Tigris, será decapitado o ahorcado en el mástil de su embarcación”? Y ahora está a punto de llegar su bajel». El Califa y Chafar dijeron: «¡Jeque! Coge estos dos dinares y métenos debajo de uno de los arcos del puente para que podamos ver la barca del Califa». «Dadme el dinero y confiémonos a Dios (¡ensalzado sea!)» Cogió el oro y remó un poco. En medio del Tigris apareció un navío con velas y antorchas encendidas. El anciano les dijo: «¿No os he dicho que el Califa pasa todas las noches?» Después formuló este ruego: «¡Oh, Tú, que ocultas, no nos descubras, tápanos!» Se metió con ellos debajo de una arcada, y cubrió a todos con un trapo negro. Desde allí pudieron ver en la proa de la barca a un hombre que empuñaba una antorcha de oro rojo, encendida con madera de cardamomo; vestía una túnica de raso rojo, sobre un hombro llevaba un chal recamado en amarillo, y en la cabeza, un turbante de Mosul; del otro hombro le colgaba una bolsa de seda verde, repleta de madera de cardamomo —en vez de teas—, con la cual mantenía encendida la antorcha. En la popa de la nave iba otro hombre, igualmente vestido y con una antorcha como la del otro. Divisaron también a doscientos mamelucos, distribuidos a babor y estribor de la nave, y en medio de ésta un trono de oro rojo, ocupado por un joven de rostro tan hermoso que parecía la luna; Vestía un traje negro, recamado en oro amarillo. Delante de él iba un hombre parecido a Chafar, y a su derecha, de pie, un criado, parecido a Masrur, que empuñaba una espada desnuda. Además, había veinte comensales.
El Califa, al ver aquello, dijo: «¡Chafar!» «¡Heme aquí, Emir de los creyentes!» «Tal vez éste sea uno de mis hijos, al-Mamún o al-Amín.» Se fijó bien en el joven que estaba sentado en el trono y vio que era muy hermoso, guapo, esbelto, bien proporcionado. Al contemplarlo se volvió hacia el visir y le dijo: «¡Visir!» «¡Heme aquí!» «¡Por Dios! El que va ahí sentado no ha olvidado ninguno de los atributos del califato; el que se halla delante de él eres tú, Chafar, y el criado que hay a su derecha parece Masrur; y todos los comensales pueden ser los míos propios. No sé qué pensar de esto.»
Dunyazad le dijo a su hermana:
—¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!
—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.
El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa prosiguió]: «¡Por Dios, Chafar! Es algo maravilloso.» «Yo también estoy sorprendido, Emir de los creyentes», contestó Chafar. La barca se fue alejando hasta perderse de vista. El viejo empezó a remar hasta sacar su bote de allí y exclamó: «¡Loado sea Dios que nos ha salvado y ha permitido que no encontremos a nadie!» El Califa le habló: «¡Viejo! ¿El Califa recorre el Tigris todas las noches?» «Sí, señor mío. Hace un año que acostumbra hacerlo así.» «¡Anciano! Queremos, por favor, que la próxima noche nos esperes aquí. Te daremos cinco dinares de oro, pues somos extranjeros que vamos en busca de distracciones, y nos alojamos en el barrio de al-Jandaq.» «De buen grado.» El Califa, Chafar y Masrur regresaron a palacio, se quitaron los vestidos de comerciante y se pusieron los de Corte. Cada uno de ellos se sentó en su sitio, y entraron los emires, visires, chambelanes y funcionarios, y se celebró la audiencia pública. Terminada ésta, se marchó la gente y cada cual se dirigió a sus quehaceres. El Califa dijo entonces: «¡Chafar! ¡Vamos a ver al otro califa!» Chafar y Masrur se echaron a reír, se disfrazaron de mercaderes y salieron por la puerta secreta la mar de contentos. Al llegar al Tigris encontraron al anciano, que estaba sentado esperándolos. Apenas habían tenido tiempo de sentarse en el bote cuando apareció el bajel del segundo Califa. Al acercarse a ellos vieron que los doscientos mamelucos no eran los de la víspera; los portadores de antorchas gritaban lo mismo que de costumbre. El Califa dijo: «¡Visir! Si nos hubiesen explicado esto, no lo habríamos creído; pero lo estoy viendo con mis propios ojos». Luego se dirigió al dueño de la barca: «¡Anciano! Toma estos diez dinares y sigue tras el bajel del Califa; ellos están a la luz, y nosotros, a la sombra; nosotros podemos verlos bien, mientras que ellos no pueden vernos». El viejo cogió los diez dinares y empezó a remar, manteniendo el bote siempre en la sombra.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que avanzaron en la sombra hasta llegar a los jardines. Ya en éstos vieron un rico tapiz, junto al cual ancló la barca. Había allí unos pajes esperando, con una mula ensillada y embridada. El segundo Califa desembarcó, montó en la mula, y, entre los comensales, los esclavos con antorchas y su séquito —que se desvivía por atenderlo—, emprendió la marcha. Harún al-Rasid, Chafar y Masrur desembarcaron, se mezclaron entre los mamelucos y empezaron a andar. Los que llevaban las antorchas, al ver a aquellas tres personas vestidas de comerciantes extranjeros entraron en sospechas, los señalaron con el dedo y los condujeron ante el segundo Califa. Éste, al verlos, preguntó: «¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Qué os ha traído a esta hora?» «¡Señor nuestro! Somos comerciantes extranjeros, de otro país. Hemos llegado hoy, y decidimos salir a pasear esta noche. Entonces llegasteis vosotros, y ésos nos han detenido y nos han traído ante ti. Tal es nuestra historia.» El segundo Califa les dijo: «¡Nada de malo os ocurrirá, ya que sois comerciantes extranjeros! Si hubieseis sido de Bagdad, os habría decapitado». Volviéndose a su visir, añadió: «Acompáñalos. Esta noche son nuestros huéspedes». «¡Oír es obedecer, señor nuestro!» El visir los acompañó hasta un alcázar alto, hermoso, bien construido, como ningún sultán posee otro igual: arrancando del polvo, se encaramaba en las nubes. La puerta era de madera de plátano, con incrustaciones de oro relumbrante. Entrando por ella se llegaba a una sala de grandes naves, en cuyo centro se levantaba una fuente con plato y juegos de agua. Había tapetes, cojines de brocado, almohadillas, largos divanes, cortinas corridas y reclinatorios. Todo ello dejaba en suspenso el entendimiento y se hacía imposible de describir. En el dintel se leían estos versos:
¡Saludos y buenos deseos a este palacio, al que los días han revestido de belleza!
Contiene toda clase de maravillas y prodigios, para cuya descripción es impotente la pluma.
El segundo Califa, acompañado por su séquito, entró y se sentó en un trono de oro con incrustaciones de joyas y un cojín de seda amarilla. Los comensales también se sentaron, mientras el portador del sable de la venganza permaneció de pie ante él. Extendieron los manteles y comieron; se llevaron la vajilla, se lavaron las manos y sirvieron los útiles del vino: colocaron botellas y vasos, y éstos empezaron a pasar de mano en mano hasta llegar al Califa, Harún al-Rasid, el cual se negó a beber. El segundo Califa preguntó a Chafar: «¿Por qué no bebe tu compañero?» «¡Señor nuestro! Lleva ya mucho tiempo sin beber de esto.» «Tengo otras bebidas que quizá sean del agrado de tu amigo: una bebida de jugo de manzana.» Mandó que lo sirviesen en seguida, y el segundo Califa, colocándose delante de Harún al-Rasid, le dijo: «Siempre que al dar la vuelta te llegue la copa, bebe jugo de manzana». Así continuaron, pasando agradablemente el tiempo y circulando las copas hasta que el vino se les subió a la cabeza y se apoderó de su entendimiento.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa Harún al-Rasid dijo a su ministro, Chafar: «¡Por Dios! En nuestro palacio no hay vajilla como ésta. ¡Ojalá supiera cuál es la historia de este muchacho!» Mientras estaban hablando, el joven se volvió hacia ellos, los miró y vio que el visir hablaba en voz baja con el Califa. Exclamó: «¡Cosa fea es hablarse al oído!» Chafar le replicó: «No es villanía. Este compañero me dice: “He viajado por la mayoría de los países, he asistido a los convites de los reyes, he frecuentado el trato de los soldados y jamás he visto una reunión más brillante ni más agradable que la de esta noche; pero los habitantes de Bagdad dicen: ‘El vino sin música produce dolor de cabeza’ ”». El segundo Califa sonrió al oír estas palabras, y se puso contento. Tenía en la mano una vara, y con ella golpeó un disco de metal. Inmediatamente se abrió una puerta y entró un criado con una silla de marfil chapeada de oro reluciente; lo seguía una esclava, de prodigiosa hermosura, bella, guapa, perfecta. El criado colocó la silla, y la esclava se sentó como si fuese el sol del mediodía cuando brilla en medio de una atmósfera pura. Tenía en la mano un laúd, obra de un artífice indio. Lo apoyó en el pecho, se inclinó sobre él como lo hace la madre con el hijo, y después de un preludio cantó, en veinticuatro tonos, de modo capaz de dejar perpleja a la mente. Después de volver al primer tono, recitó estos versos:
La lengua del amor me habla de ti en el corazón y me dice que estoy enamorado.
Lo atestigua el calor del corazón atormentado, el párpado ulcerado y las lágrimas que fluyen en tromba.
Antes de amarte no sabía lo que era la pasión, pero lo que Dios dispone ocurre a las criaturas.
El segundo Califa, al oír los versos que recitaba la esclava, dio un grito y se desgarró de arriba abajo los vestidos; inmediatamente lo cubrieron con una cortina y le llevaron unas ropas más hermosas que las que llevó hasta entonces. Se las puso, se volvió a sentar y, cuando le llegó la copa, golpeó el batintín con la varita. Se abrió la puerta y salió un criado con un trono de oro, seguido por una esclava más hermosa que la primera. La joven, que se sentó en el trono, llevaba un laúd capaz de entristecer el corazón de los envidiosos, y cantó estos versos:
¿Cómo he de tener paciencia si el dolor arde en mis entrañas, y es eterno el diluvio de las lágrimas de las pupilas?
¡Por Dios! ¿Cómo ha de serme agradable la vida? ¿Cómo se ha de alegrar un corazón henchido de tristeza?
El joven volvió a gritar fuertemente, desgarró sus vestidos hasta el faldón e inmediatamente lo taparon con un velo y le llevaron otras ropas. Se las puso, volvió a sentarse, y en seguida recuperó su buen humor. Cuando le llegó la copa, golpeó en el batintín y salió otro criado delante de una esclava más hermosa que las anteriores; el criado llevaba una silla, en la que se sentó la joven, la cual llevaba un laúd. Cantó estos versos:
¡Abreviad la separación! ¡Templad vuestra dureza! Mi corazón no se ha consolado de vuestro desvío.
Tened piedad del enfermo, del triste, del afligido, del enamorado, del que está loco por vosotros.
El exceso de pasión ha agravado la enfermedad, y pide a Dios que os compadezcáis.
¡Oh, luna llena, cuya sede está en mi corazón! ¿Cómo podría escoger, entre los seres humanos, otro distinto de vos?
El joven volvió a gritar desesperadamente y a rasgar sus vestiduras. En seguida lo cubrieron con un velo, le llevaron otro traje y volvió a ocupar el sitio entre los comensales. Circuló otra vez la copa, y cuando ésta llegó nuevamente a él, golpeó el batintín. Se abrió la puerta y salió un paje con una silla, seguido por una muchacha. Ésta se sentó en la silla, tomó un laúd, lo afinó y cantó estos versos:
¿Hasta cuándo durarán el desvío y la aversión? ¿Cuándo volverá a sucederme aquello que ya me ocurrió?
Ayer estábamos en la misma morada, satisfechos de nuestra compañía, sin que los envidiosos se metiesen en nuestra felicidad.
El tiempo nos ha traicionado y ha roto nuestra unión, después de haber dejado desierta la morada.
Tú que me censuras, ¿pretendes que me consuele? Mi corazón no hace caso del que lo injuria.
Déjate de censuras y abandóname a mi pasión, puesto que el corazón no se desprende del afecto de las personas queridas.
¡Señores que habéis faltado, que habéis cambiado vuestro pacto! No creáis que mi corazón se haya consolado de vuestro alejamiento.
El segundo Califa, al oír estos versos, prorrumpió en un alarido, desgarró sus ropas…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas noventa, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el segundo Califa] cayó desmayado. Sus ayudantes trataron de cubrir su cuerpo de la misma forma que las veces anteriores, pero las cuerdas de la cortina se atrancaron y Harún al-Rasid vio en el cuerpo del segundo Califa las huellas de palos y golpes. Cuando estuvo seguro de lo que veía, al-Rasid dijo: «Chafar; ése es un joven hermoso, pero ladrón y malhechor». «¿Cómo lo sabes, Emir de los creyentes?» «¿No has visto las huellas del látigo en sus costados?»
Por fin se corrió la cortina, le llevaron otro vestido, se lo puso y volvió a sentarse entre sus comensales. Vio que el Califa y Chafar estaban hablando en secreto, y les preguntó: «¿Qué pasa?» Chafar le contestó: «¡Señor nuestro! Nada de malo. Este compañero mío, que es comerciante, que ha recorrido ciudades y países, que ha acompañado a reyes y magnates, me decía: “Lo que está haciendo esta noche nuestro señor el Califa constituye una gran prodigalidad. Jamás he visto a nadie hacer lo mismo en ninguno de los países que he cruzado: ha desgarrado tal y tal vestido, cada uno de los cuales cuesta mil dinares. Esto es un gran dispendio”». El segundo Califa replicó: «¡Vaya una cosa! ¿Acaso el dinero no es mío? Y las ropas, ¿no son mías? Esos harapos los doy como regalos a los criados o al séquito, pues cada vestido estropeado va a parar a uno de los comensales aquí presentes, y, además, junto con el vestido le doy quinientos dinares». Chafar exclamó: «¡Señor nuestro! Lo que haces, bien hecho está». Luego recitó:
La generosidad ha establecido su morada en la palma de tu mano, y tú has puesto tus bienes a disposición de los hombres.
Si la generosidad cerrase sus puertas, tu mano sería la única capaz de abrir su cerradura.
El joven, al oír los versos del visir Chafar, le asignó mil dinares y un traje. Volvió a circular la copa, y el vino animó de nuevo a los comensales. Al-Rasid dijo: «Chafar, dile a qué son debidos los cardenales que tiene en sus costados. Veamos qué contesta». «¡Señor nuestro! No tengas prisa, cálmate. Es mucho mejor tener paciencia.» «¡Por vida de mi cabeza! ¡Por el polvo de mi antepasado al-Abbas! Si no se lo preguntas, te mato.»
En aquel momento, el joven se volvió hacia el visir y le dijo: «¿Qué le ocurre a tu compañero para hablar en secreto? ¡Cuéntame lo que os sucede!» Chafar contestó: «Todo está perfectamente». «¡Os conjuro, por Dios, a que me contéis lo que os ocurre y a que no me ocultéis nada!» «¡Señor mío! Mi compañero ha visto en tu flanco las huellas del látigo y de los golpes; esto le ha llamado mucho la atención, y me ha preguntado: “¿Cómo pueden haber apaleado al Califa?” Desearía que le explicasen la causa.»
El joven, al oír esto, se sonrió y explicó: «Sabed que mi historia es prodigiosa, y mi relato, maravilloso; si se escribiese con agujas en los lagrimales, serviría de instrucción a quien la busca». Exhaló unos suspiros y recitó estos versos:
Mi historia es maravillosa, y supera a todos los prodigios. Juro por el amor, que el mundo es pequeño.
Si queréis escucharme, guardad silencio; calle esta asamblea en todas sus partes.
Prestad atención a mis palabras, pues encierran una lección; mi relato es verdadero, no falso.
Estoy muerto de pasión y de afecto. Mi asesina supera a todas las muchachas.
Tiene unas pupilas negras como la espada india, y arroja flechas con el arco de sus cejas.
Mi corazón presiente que entre vosotros está nuestro imán, el Califa de nuestro tiempo, descendiente de los mejores;
El segundo, el llamado Chafar, está a su lado, y es su visir, hijo de los señores;
El tercero es Masrur, el del sable de la venganza. Si mis palabras no son mentira,
he obtenido en todo el asunto lo que esperaba, y llega de todas partes la alegría a mi corazón.
Al oír estas palabras Chafar se volvió hacia él y juró que no eran los que había dicho. Rióse el muchacho y explicó: «Sabed, señores, que yo no soy el Emir de los creyentes, pero que me he atribuido este nombre para hacer lo que me plazca con las gentes de la ciudad. Me llamo Muhammad Alí, hijo de Alí, el joyero. Mi padre era un hombre notable, y al morir me dejó grandes riquezas en oro, plata, perlas, coral, jacintos, topacios, joyas, fincas, baños, huertos, jardines, tiendas, fábricas de ladrillos, esclavos, esclavas y pajes. Cierto día en que estaba yo sentado en mi tienda, rodeado por mis servidores y eunucos, llegó una joven, a lomos de una mula, acompañada por tres criadas que parecían lunas. Al llegar a mi tienda, se apeó y me preguntó: “¿Eres tú Muhammad el joyero?” “Sí, yo soy. Soy tu esclavo y tu siervo.” “¿Tienes una joya que me convenga?” “¡Señora mía! Te mostraré lo que tengo y te enseñaré aquello de lo que dispongo. Si hay algo que te guste, tu esclavo será feliz, y si no encuentras nada que te plazca, causarás mi desgracia.” Tenía cien collares de gemas: se los mostré todos, pero no le gustó ninguno. “Desearía ver algo más hermoso”, me dijo. Yo tenía un pequeño collar que había comprado mi padre por cien mil dinares, un collar como no tenían otro ni los sultanes más grandes. Le dije: “Tengo otro collar, de piedras únicas y gemas como no lo posee nadie, sea grande o chico”. “¡Muéstramelo!” Al verlo, dijo: “¡Es lo que quería! ¡Lo he buscado durante toda mi vida! ¿Cuánto vale?” “Cien mil dinares.” “Más cinco mil dinares que te doy como ganancia.” “¡Señora mía! El collar y su dueño te pertenecen, y no puedo contradecirte.” “¡Pero tú has de tener algún beneficio, además de mi reconocimiento!” Levantóse, subió rápidamente en la mula y añadió: “¡Señor mío! En nombre de Dios: hónrame acompañándome para cobrar su importe. Este día es para nosotros dos igual que la leche”. Cerré la tienda y me fui con ella, tranquilo, hasta su casa. Era una mansión en la que desde fuera se veían ya las huellas del bienestar. En la puerta había incrustaciones de oro, plata y lapislázuli, y en el dintel se veía escrito:
¡Casa! ¡Que no entre en ti la tristeza, ni el tiempo traicione a tu dueño!
¡Sé la mejor casa para cualquier huésped, siempre que éste se encuentre en un apuro!
»La joven se apeó, entró en la casa y me dijo que me sentase en un banco, cerca de la puerta, hasta que llegara el cambista. Apenas me había sentado cuando llegó una criada, que me dijo: “¡Señor mío! Entra en el vestíbulo. Es feo eso de estar sentado junto a la puerta”. Penetré en el vestíbulo y me senté en un taburete. Entonces llegó otra criada, que me dijo: “¡Señor mío! Mi señora dice que entres y te sientes junto a la puerta del salón hasta que te entreguen el dinero”. Me levanté, entré en la casa y me senté. Al cabo de poco vi un trono de oro detrás de una cortina de seda. Ésta se levantó, y debajo apareció la joven que me había comprado el collar. Su rostro resplandecía como si fuese la luna llena circuida por un halo, pues llevaba puesto el collar. Mi mente quedó aturdida, mi entendimiento admirado de lo extraordinariamente bella y hermosa que era aquella muchacha. Al verme, se levantó del sillón, se acercó hacia mí y me dijo: “¡Luz de mis ojos! Todo aquel que es bello como tú, ¿es despiadado con la que lo ama?” “¡Señora mía! Toda la belleza está en ti y es una de tus hermosas cualidades.” “¡Joyero! Sabe que te amo, y que me parece imposible haber conseguido traerte a mi lado.” Acercóse a mí, yo la besé y ella me besó, me atrajo hacia ella y yo la estreché contra mi pecho.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas noventa y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el segundo Califa prosiguió]: «Por mi estado se dio cuenta de que yo quería unirme a ella. Me dijo: “¡Señor mío! ¿Quieres unirte a mí en el pecado? ¡Por Dios! No sé quién puede hacer cosas tan pecaminosas, ni contentarse con tan torpes palabras. Yo soy una mujer virgen a la que nadie se ha acercado, y no soy desconocida en el país. ¿Sabes quién soy?” “¡No, por Dios, señora!” “Soy la señora Dunya, hija de Yahya b. Jalid al-Barmaki; mi hermano Chafar es el visir del Califa.” Al oír aquello me retiré asustado de ella y le dije: “¡Señora! No tengo la culpa del impulso que me ha llevado hacia ti. Tú eres quien me ha incitado a unirme contigo, a acercarme a ti”. “No te ha de suceder nada malo, pero conseguirás tu deseo, de modo que Dios quede satisfecho. Mi suerte está en mis manos, y el cadí será mi representante en el vínculo, ya que me propongo ser tu mujer y que tú seas mi marido.” Llamó al cadí y a los testigos, se esforzó en solucionar todos los pormenores, y, cuando llegaron, les dijo: “Muhammad Alí, hijo de Alí el joyero, me ha pedido en matrimonio y me ha dado este collar como arras. Yo lo acepto y consiento”. Escribieron mi contrato matrimonial, me quedé a solas con ella, me dio los utensilios de beber y empezaron a pasar las copas en el protocolo más estricto y con el ceremonial más perfecto. Cuando el vino encandiló nuestras cabezas, mandó a una esclava tocadora de laúd que cantase. Tomó su instrumento, tocó unos preludios y recitó estos versos:
Apareció y se me mostró como la gacela, la rama y la luna. ¡Pobre corazón el que no pasa la noche lleno de amor por él!
Es precioso: Dios quiso apagar con los aladares la seducción del fuego de sus mejillas, y al punto brotó una nueva seducción.
Cuando los malintencionados lo citan, intento aparentar que no me gusta oír su nombre.
Escucho cuando charlan de otras cosas, pero él está presente en mi pensamiento.
Él es el profeta de la belleza; en él todo es bello, pero su rostro constituye el mayor milagro.
Bilal[99], el negro lunar de su mejilla, escruta la aparición de las perlas de la aurora de su frente.
Los ignaros censores querrían que me consolase, pero yo no podré volver a ser infiel después de haber creído.
»La joven, con sus hermosos versos y la música, causaba impresión. Fueron cantando y recitando versos esclava tras esclava, hasta un total de diez. Entonces, la señora Dunya tomó el laúd, tocó dulces melodías y recitó estos otros:
¡Juro por la elegancia de tu flexible estatura, que el fuego de la separación me destroza!
¡Oh, luna llena en las tinieblas de la noche! ¡Ten compasión del corazón que anda encendido de pasión por ti!
Concédeme la unión contigo, pues siempre descubriré tu belleza a la luz de la copa:
Entre rosas de bellos colores, de hermosos matices, en medio del pardo mirto.
»Cuando hubo terminado de cantar le quité el laúd, toqué un preludio y canté estos versos:
¡Gloria a Dios, que te ha dado toda la belleza, haciendo de mí uno de tus siervos!
¡Oh, tú, que tienes unos ojos con los cuales cautivas al género humano! ¡Ten misericordia de las flechas que lanzas!
Tus mejillas han unido de espléndida forma dos cosas opuestas: el agua y el fuego, con el resplandor de una llama.
En mi corazón eres, a la vez, infierno y paraíso: ¡cuán amargo y cuán dulce eres en mi corazón!
»Al oírme cantar esto se alegró muchísimo. Luego despidió a las esclavas y nos dirigimos a una hermosa habitación, en la cual se nos había preparado un policromo lecho. Ella se quitó los vestidos, y yo gusté los favores propios de los amantes al comprobar que era una perla no perforada y una potra salvaje. Disfruté de ella, y jamás he vuelto a vivir una noche como aquélla.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas noventa y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el segundo Califa prosiguió]: «Recité estos versos:
Mi brazo, alrededor de su cuello, parece ser el collar de la paloma zurita, y mi mano ha podido descorrer el velo.
¡Ésta es la mayor felicidad! Permaneceremos siempre abrazados, sin desear desatarnos.
»Permanecí con ella un mes, despreocupado de la tienda, de la familia y de la casa. Un día me dijo: “¡Luz de mis ojos! ¡Señor mío Muhammad! Hoy he decidido ir al baño. Permanece en este lecho y no te muevas hasta que yo vuelva”. Me lo hizo jurar, y yo le dije: “Oír es obedecer”. Me hizo jurar de nuevo que no me movería del sitio, tomó a sus esclavas y se fue al baño. Mas, ¡por Dios, hermanos míos! Apenas había llegado a la salida del callejón, abrióse la puerta y entró una vieja que me dijo: “Señor Muhammad: la señora Zubayda te manda llamar. Ha oído hablar de tu cultura, de tu educación y de tu buena voz”. “No me moveré de aquí hasta que venga la señora Dunya.” “¡Señor mío! No hagas que la señora Zubayda se enfade contigo y se convierta en tu enemiga. ¡Vamos! ¡Habla con ella y vuelve aquí!” Me levanté en seguida y seguí a la vieja, quien me llevó a presencia de la señora Zubayda. Al llegar, ésta me preguntó: “¡Luz de los ojos! ¿Eres el amado por la señora Dunya?” “Soy tu servidor y tu esclavo.” “Tenía razón quien te describió como hermoso, bello, culto y perfecto. Estás por encima de toda descripción, de todas las palabras. Pero cántame algo para que pueda escucharte.” “Oír es obedecer”, le repliqué. Me dio un laúd y le canté estos versos:
El corazón del amante es vencido por el amado; su cuerpo es presa de la enfermedad de amor.
Los hombres, cuando han ensillado sus monturas, son amantes que tienen al amado entre los que parten.
Confío a la protección de Dios una luna que está en vuestras tiendas; mi corazón la ama, pero está oculta a mis ojos.
Tan pronto está contenta como enfadada, pero todo lo que hace el amado es agradable.
»Cuando terminé de cantar me dijo Zubayda: “¡Mantenga Dios incólume tu cuerpo y conserve tu buena voz! Constituyes el colmo de la hermosura, de la educación y del canto. Márchate antes de que regrese la señora Dunya, pues si no te encuentra, se enfadará”. Besé el suelo delante de ella y salí. La vieja me llevó hasta la puerta por la que había salido. Me acerqué al lecho y vi que ella había regresado ya del baño y que dormía. Me senté a sus pies y se los acaricié. Abrió los ojos y, al verme, de una patada me arrojó al suelo, diciéndome: “¡Traidor! Has faltado a tu juramento, has roto la promesa que me habías hecho de no moverte de aquí. Has faltado a la promesa y has ido a ver a la señora Zubayda. Si no temiese el escándalo, derruiría su palacio encima de su cabeza”. Luego dijo a un esclavo: “¡Sawwab! ¡Córtale la cabeza al traidor, al embustero! ¡Ya no lo necesito!” Acercóse el esclavo, rompió una tira de su faldón y con ella me vendó los ojos. Estaba a punto de cortarme la cabeza…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas noventa y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el segundo Califa prosiguió]: «… cuando las esclavas se acercaron, clamando: “¡Señora! Éste no es el primero que se equivoca. No conocía tu carácter, y no ha cometido un delito que merezca la muerte”. Dunya exclamó: “¡Por Dios! He de dejarle una señal”. Y mandó que me apaleasen en las costillas, dejándome las huellas que habéis visto. Luego ordenó que me expulsaran del palacio, y así lo hicieron. Sacando fuerzas de flaqueza pude llegar hasta mi casa. Mandé llamar a un cirujano, le mostré mis llagas, me consoló y se esforzó en curarme. Cuando estuve repuesto fui al baño, pues habían desaparecido los dolores y la enfermedad. Me dirigí a la tienda, cogí todo lo que había en ella, lo vendí, reuní su importe y me compré cuatrocientos mamelucos, tantos como no posee ningún rey. Empecé a salir cada día a caballo, seguido por doscientos; construí este navío, que me costó cinco mil dinares de oro, y me hice dar el nombre de “Califa”; organicé mis criados, di a cada cual el cargo de uno de los funcionarios del Califa, y lo vestí de su misma manera. Hice pregonar: “Cortaré el cuello a todo aquel que pase por el Tigris”. De este modo ha transcurrido un año sin tener la más pequeña noticia de ella.»
Rompió a llorar, derramó abundantes lágrimas y recitó estos versos:
¡Por Dios! ¡Por largo que sea el tiempo, no la olvidaré! ¡Sólo me acercaré a quien me acerque a ella!
Ella es como la luna llena. ¡Gloria a Quien la ha creado! ¡Gloria a su Hacedor!
Estoy triste, insomne, consumido, y mi corazón está perplejo delante de tantos ruegos.
Harún al-Rasid fue testigo de su pasión, de su pena, de su extravío. Quedó perplejo y exclamó: «¡Gloria a Dios, el cual ha hecho que todas las cosas tengan su causa!»
Pidieron permiso al joven para marcharse, y él se lo concedió. Al-Rasid iba resuelto, en su fuero interno, a hacer justicia y a darle el mejor de los regalos.
Fueron a la Corte y cuando llegaron se cambiaron los vestidos poniéndose los que correspondían a su rango. Masrur, el portador del sable de la venganza, permaneció de pie. El Califa dijo a Chafar: «¡Visir! Tráeme al muchacho…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas noventa y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa prosiguió]: «… con el que estuvimos anoche». «Oír es obedecer.»
Fue a ver al muchacho, lo saludó y le dijo: «Acepta la orden del Emir de los creyentes, el califa Harún al-Rasid».
Muy preocupado por la llamada, el muchacho se dirigió a palacio en su compañía. Al presentarse ante el Califa, besó el suelo, le deseó largo poder, éxito, la consecución de sus deseos, la duración del bienestar y el cese de todo daño. Pronunció un excelente discurso y terminó: «La paz sea sobre ti, Emir de los creyentes, defensor de la religión». Luego recitó estos dos versos:
Ojalá constituya siempre tu puerta la Kaaba de los deseos; ojalá tu polvo impregne todas las frentes.
Hasta que se grite en todos los países: «¡Ésta es la estación, y tú eres Abraham!»[100]
El Califa sonrió, devolvióle el saludo, le miró con buenos ojos, lo acercó hacia sí y lo hizo sentar enfrente de él.
Le dijo: «Muhammad Alí, quiero que me cuentes lo que ha ocurrido esta noche, puesto que fueron cosas admirables, extraordinarias». El muchacho replicó: «Pido al Emir de los creyentes que me dé el pañuelo de la impunidad para que mi temor desaparezca y mi corazón se tranquilice». «Estás a cubierto de todo temor y de toda pena.» El muchacho empezó a relatarle lo que le había sucedido la última noche, desde el principio hasta el fin, y el Califa se cercioró de que el muchacho estaba enamorado, loco por la amada. Le dijo: «¿Desearías que te la devolviese?» «Éste sería un favor del Emir de los creyentes.»
Recitó estos versos:
Besa la punta de sus dedos, que no son dedos, sino las llaves del pan de cada día.
Agradece todas sus acciones, que no son acciones, sino collares en torno a los cuellos.
El Califa se volvió al visir y le dijo: «Chafar, trae a tu hermana, la señora Dunya, hija del visir Yahya b. Jalid». «¡Oír es obedecer, Emir de los creyentes!»
Cuando llegó la muchacha le preguntó el Califa: «¿Conoces a éste?» «¡Emir de los creyentes! ¿Desde cuándo las mujeres conocen a los hombres?» Sonrió el Califa y le dijo: «Dunya, éste es tu querido Muhammad, hijo de Alí, el joyero. Nos hemos enterado del caso, y hemos oído toda la historia desde el principio hasta el fin. Hemos captado la apariencia y la verdad, y nada de lo que estaba oculto me es desconocido». «¡Emir de los creyentes! ¡Lo ocurrido estaba escrito en el Libro! Pido perdón a Dios Omnipotente por lo sucedido, e imploro clemencia de tu generosidad.»
El Califa se echó a reír, mandó llamar al cadí y a los testigos y renovó su contrato matrimonial con Muhammad, hijo de Alí el joyero. Ambos fueron muy felices, y causaron pesar a los envidiosos. El Califa hizo del joven su comensal, y vivieron en medio de alegrías, dulzuras y satisfacciones, hasta que llegó el destructor de las dulzuras, el separador de las familias.