SE cuenta que Ishaq al-Mawsulí[96] refiere: «Una noche salí de la tertulia de al-Mamún y me dirigí a mi casa. Tenía ganas de orinar, y me detuve en medio de una calleja por temor de que me cayese algo encima si me ponía en cuclillas al lado de la pared. Vi que había algo colgado de aquella casa. Lo palpé para comprobar lo que era y advertí que era un gran cesto con cuatro asas, recubierto de brocado. Me dije: “He de averiguar qué significa esto”. Me quedé perplejo, y la embriaguez hizo que me sentase en el cesto. Los dueños de la casa me subieron, creyendo que yo era el que esperaban. Levantaron el cesto hasta lo más alto de la pared, y me encontré con cuatro jóvenes, que me dijeron: “¡Sal y sé bien venido!” Una esclava me precedió con una vela, conduciéndome a un departamento cuyos salones estaban cubiertos por tapices. Sólo había visto algo parecido en el palacio del Califa. Tras brevísima espera se levantaron las cortinas que cubrían un rincón de la pared, y se me acercó un grupo de jóvenes que llevaban candelas e incensarios, en los que se quemaba madera de cardamomo. Entre ellas había una muchacha que parecía la luna cuando aparece por el horizonte. Dijo: “¡Bien venido seas, visitante!” Me hizo sentar y me preguntó por mi historia. Yo hablé así: “Acabo de despedirme de casa de unos amigos, y me he perdido a causa de lo avanzado de la hora; en el camino sentí ganas de orinar y me metí en este callejón: he encontrado un cesto colgando, el vino me ha hecho sentarme en él, e inmediatamente se me ha subido a esta casa. Esto es lo que a mí se refiere”. “No te sucederá nada malo, y tengo la esperanza de que loarás las consecuencias de tu acción. ¿Cuál es tu oficio?” “Soy mercader en el zoco de Basora.” “¿Sabrías recitarme algunos versos?” “Muy pocos.” “Haz memoria y recítanos algo.” Le repliqué: “Tu huésped es tímido: empieza tú.” “Tienes razón.” Ella recitó entonces unos sentidos versos de poetas antiguos y modernos, los mejores de todos. Yo escuchaba sin saber qué era lo más admirable: si su belleza y hermosura, o lo perfecto de su declamación. Al acabar, dijo: “¿Qué? ¿Se te ha pasado la timidez?” “¡Sí, por Dios!” “Pues si quieres, recítanos algo.” Yo le declamé una serie de versos antiguos. Le gustaron y dijo: “¡Por Dios! ¡No sabía que el zoco diese criaturas como ésta!” Después mandó que trajesen de comer.»
Dunyazad le dijo a su hermana:
—¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!
—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ishaq al-Mawsulí prosiguió]: «Nos sirvieron, y ella me hizo los honores. En la sala había arrayanes de todas las especies y las más exóticas frutas, que sólo se ven en los palacios de los reyes. Luego pidió las bebidas y sorbí una copa; ella me sirvió otra y me dijo: “Ha llegado el momento de conversar y explicar cosas”. Entonces me dediqué a hablar con ella: “Me he enterado de esto y esto…”, o bien: “Érase un hombre que se llamaba fulano…” Así le expliqué algunos cuentos muy hermosos. Ella me dijo: “Me maravilla ver cómo un comerciante puede saber cuentos tan bonitos como éstos, que son verdaderas historias de reyes”. “Tenía un vecino que conversaba con los reyes, que era contertulio de éstos. En todos los momentos libres visitaba su casa, y él me contó lo que ahora has oído.” “¡Por vida mía! Tienes buena memoria.” Seguimos conversando, y cada vez que yo me callaba, ella reanudaba la charla. Así pasamos la mayor parte de la noche, mientras el pebetero exhalaba el aroma de cardamomo. Yo me encontraba en tal estado, que si al-Mamún lo hubiese visto, habría volado al lado de aquélla muchacha. Me dijo: “Eres uno de los hombres más finos y agradables, puesto que tienes una cultura portentosa. Sólo te falta una cosa”. “¿Cuál?” “El saber cantar los versos con el laúd.” “Hace tiempo había sido aficionado a esto, pero como no tuve suerte lo dejé. Pero siempre he tenido inclinación a ello, y me gustaría oír algo agradable para completar la noche.” “¿Insinúas que deben traer un laúd?” “Tú lo has dicho. Compláceme en esto.”
»Mandó traer un laúd y cantó con una voz como nunca había oído otra más hermosa dado lo perfecto de la técnica, la habilidad en el tañer y el arte insuperable. Me dijo: “¿Sabes de quién es la música y la letra?” “No.” “Los versos son de fulano, y la música, de Ishaq.” Exclamé: “¡Ishaq! ¡Ojalá yo te sirva de rescate por tan buenas cualidades!” Ella gritó: “¡Bravo, bravo! Ishaq es capaz de hacer esto”. “¡Gloria a Dios, que ha concedido a ese hombre lo que no ha concedido a nadie más!” “¿Y qué dirás después de esta otra canción?” Así seguimos hasta que despuntó la aurora. Entonces se le acercó una vieja, que parecía ser su nodriza, y le dijo: “Ha llegado el momento”. Ella se puso de pie y me dijo: “Calla lo que hemos hecho, pues estas reuniones son secretas”.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ishaq al-Mawsulí prosiguió]: «Le contesté: “¡Ojalá yo sea tu rescate! No necesitaba esta recomendación”. Me despedí, y ella ordenó a la esclava que me acompañase a la puerta de la casa. La abrió, salí, me dirigí a mi domicilio, recé la oración de la mañana y me acosté.
»Vino a buscarme un mensajero de al-Mamún, fui a reunirme con éste y pasamos juntos el día. Llegada la noche, y acordándome de lo que me había sucedido el día anterior, me marché, pues sólo un ignorante se hubiese abstenido. Me dirigí al cesto, me senté en él y me subieron lo mismo que la víspera. La joven me dijo: “¿Ya has vuelto?” “¡Creía haber tardado tanto!” Lo mismo que la noche anterior, empezamos a contarnos cosas, a hablar, a recitarnos versos y cuentos, y así llegó la aurora. Me marché a mi casa, recé la oración de la mañana y me dormí. Un mensajero de al-Mamún vino a buscarme, me fui con él, pasé el día con el Califa y, al atardecer, el Emir de los creyentes me dijo: “¡Te conjuro a que te quedes sentado aquí hasta que vuelva de resolver un asunto!” Una vez se hubo marchado el soberano, empezó a tentarme el recuerdo de la aventura de los días anteriores. Despreciando el castigo que pudiera imponerme el Emir de los creyentes, di un salto y salí corriendo en busca del cesto, me senté en él y me subieron. La joven me dijo: “¿Te has vuelto nuestro fiel amigo?” “Sí, por Dios.” “¿Has establecido tu domicilio en nuestra casa?” “¡Ojalá yo te sirva de rescate! El derecho de la hospitalidad dura tres días. Si vuelvo después, te será lícito verter mi sangre.” Nos sentamos, y pasamos el rato como de costumbre. Cuando llegó la hora, comprendí que al-Mamún me interrogaría y me pediría que le explicara lo sucedido. Le dije: “Veo que te gusta el canto. Tengo un primo que tiene la casa más bonita que yo, mayor rango y cultura, y que, entre todas las criaturas de Dios (¡ensalzado sea!), es quien mejor conoce a Ishaq.” “¿Eres mi pícaro para hacerme tal propuesta?” “Tú juzgarás.” “Si tu primo es tal como lo describes, no me molestará conocerlo.” Llegada la hora, me levanté y me dirigí a mi casa. Acababa de llegar cuando los mensajeros de al-Mamún cayeron sobre mí y me llevaron a rastras…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas ochenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ishaq prosiguió]: «… ante él. Lo encontré sentado en el trono, enfadado conmigo. Me dijo: “Ishaq, ¿has dejado de obedecerme?” “No, por Dios, Emir de los creyentes.” “¿Qué tienes que contar? ¡Di la verdad!” “Sí, pero a solas.” Hizo un gesto a los que estaban presentes, y éstos se marcharon. Yo le conté lo sucedido, y añadí: “Le he prometido que te llevaría a su presencia.” “Has hecho bien”, me replicó. Pasamos el día en distracciones, pero el Califa estaba pendiente de aquella mujer. Apenas llegó la hora salimos, y yo le recomendé: “Evita el llamarme por mi nombre delante de ella. Yo, por mi parte, estaré a tus órdenes”. Quedamos de acuerdo, y anduvimos hasta llegar al sitio en que estaba el cesto, mejor dicho, los cestos, pues había dos. Nos sentamos y nos subieron hasta el lugar consabido. La joven se acercó y nos saludó. Al-Mamán, al verla, quedó conmovido ante tanta hermosura y belleza. Empezó a contarnos historias y nos recitó versos. Después mandó servir vino y bebimos. Ella estaba enfrente del Califa, satisfecha de éste, el cual, a su vez, le correspondía. Tomó el laúd, cantó algunas melodías y después preguntó: “¿Tu primo también es comerciante?”, y señaló a al-Mamún. “Sí.” “¡Pues os parecéis mucho!” “¡Naturalmente!”, contesté. Al-Mamún, después de beber tres ratl, se alegró, se emocionó y gritó: “¡Ishaq!” “Aquí estoy, Emir de los creyentes”, contesté. Me ordenó: “¡Canta tal tonadilla!” La muchacha, al enterarse de que era el Califa, se marchó a otra habitación y se metió en ella. Cuando terminé de cantar, me dijo: “Entérate de quién es el dueño de esta casa”. Apareció en seguida una vieja, que contestó: “Pertenece a al-Hasán b. Sahl”. El Califa ordenó: “¡Que me lo traigan!” La vieja se ausentó un instante, y al-Hasán acudió. Al-Mamún preguntó: “¿Tienes una hija?” “Sí.” “¿Cómo se llama?” “Jadicha.” “¿Está casada?” “¡No, por Dios!” “Pues yo te la pido por esposa.” “Es tu esclava y está a tu disposición, Emir de los creyentes.” “Me casaré con ella y le daré como dote treinta mil dinares, que te serán entregados en la mañana de este mismo día. Una vez hayas recibido la dote, entrégame la esposa para la próxima noche.” “Oír es obedecer”, contestó el padre.
»Salimos, y el Califa me dijo: “¡Ishaq! No cuentes esta historia a nadie”. Por eso la he ocultado hasta la muerte de al-Mamún. Nadie ha experimentado las emociones que yo pasé en aquellos cuatro días en que era contertulio de al-Mamún durante el día, y de Jadicha durante la noche, ¡Por Dios! Jamás he encontrado un hombre parecido a al-Mamún, ni una mujer que pueda compararse con Jadicha en agudeza de espíritu, inteligencia y conversación. Pero Dios es más sabio.»