SE cuenta que Abd Allah b. abi Qulaba salió en busca de un camello que se le había perdido. Para ello recorrió las tierras desérticas del Yemen y la comarca de Saba. De improviso llegó a una enorme ciudad, rodeada de grandes fortines, y, en torno a éstos, altísimos palacios que se encaramaban por el aire. Al acercarse a ella pensó que quizás estaría poblada por gentes a las que podría preguntar por su camello. Se acercó pero en cuanto llegó vio que estaba desierta, que no había ni un alma en ella. Refiere:
«Me apeé de mi camella…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abd Allah prosiguió]: «… la até y, tranquilizándome, entré en la ciudad. Me acerqué a un castillo que tenía dos grandes puertas, de un tamaño y altura tales como jamás había visto. Ambas estaban incrustadas de toda clase de joyas y jacintos, de gemas blancas, rojas, amarillas y verdes. Al darme cuenta de esto me admiré en grado sumo. Quedé maravillado de la grandeza del espectáculo. Entré en la ciudadela con miedo, con el corazón cohibido. Observé que era tan larga y tan ancha como la ciudad de Medina. Encerraba altísimos palacios, en cada uno de los cuales había varias habitaciones, todas ellas eran de oro y de plata; estaban incrustadas de jacinto, crisolita, perlas y joyas de los más variados colores. Los batientes de sus puertas eran tan hermosos como los de la ciudadela; las baldosas eran grandes perlas y guijarros de almizcle, ámbar y azafrán. Llegué al interior de la ciudad sin encontrar ni una criatura descendiente de Adán; estaba medio muerto de miedo. Luego me puse a observar desde las habitaciones y palacios más altos: vi que los ríos corrían a sus pies, que en las calles crecían árboles frutales y altísimas palmeras; que sus edificios tenían ladrillos de oro y de plata. Me dije: “No cabe duda de que esto es el Paraíso que se nos ha prometido para la ultima vida”. Cargué de todo lo que pude de las joyas como guijarros y del almizcle que constituía su polvo, y regresé a mi país, en donde expliqué a la gente lo que me había ocurrido. Al enterarse de ello, Muawiya b. abi Sufyán, que entonces era gobernador del Hichaz, escribió a su lugarteniente en Sana del Yemen: “Manda comparecer a ese hombre e interrógalo acerca de la verdad de ese asunto”. Me hizo presentar ante él y me pidió detalles de lo que me había sucedido. Yo le conté todo. Le conté lo que había visto y él me envió a Muawiya, a quien expliqué otra vez el asunto. Muawiya no quiso creerme, y yo le mostré parte de las perlas y de las nueces de ámbar, almizcle y azafrán; éstos aún despedían algo de perfume, mas las perlas habíanse vuelto amarillas, habían cambiado de color.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Muawiya b. abi Sufyán se maravilló mucho al ver que Abi Qulaba tenía perlas y grumos de almizcle y de ámbar. Mandó llamar a Kaab al-Ahbar, y éste le preguntó: «¿Qué ocurre, Emir de los creyentes?» «¿Sabes dónde se encuentra una ciudad construida de oro y plata, cuyas columnas son de jacintos y crisolita y cuyos guijarros son perlas y nueces de almizcle, ámbar y azafrán?» «¡Sí, Emir de los creyentes! Es Iram la de las Columnas[95]. En ningún país hay otra ciudad igual. La construyó Saddad b. Ad, el Grande.» Muawiya pidió: «Cuéntanos lo que sepas de su historia». Kaab al-Ahbar refirió: «Ad el Grande tenía dos hijos: Sadid y Saddad. Cuando murió su padre —rey del país—, le sucedieron ambos conjuntamente. Todos los reyes de la tierra les estaban sometidos. Sadid b. Ad murió, y su hermano Saddad gobernó, solo, todo el Planeta. Era aficionado a los libros antiguos, y cuando leyó la descripción de la última vida y del Paraíso y se enteró de los alcázares, habitaciones, árboles, frutos y demás detalles que éste contenía, sintió deseos de construir un paraíso terrestre que tuviera el mismo aspecto que el descrito. Le estaban sometidos cien mil reyes, cada uno de los cuales tenía cien mil vasallos, y cada vasallo disponía de cien mil soldados. Mandó que todos comparecieran ante él y les dijo: “En los libros y en las crónicas antiguas he leído la descripción del Paraíso de ultratumba. Yo quiero construir uno igual en esta vida. Partid al lugar deshabitado más amplio de este mundo, y construidme una ciudad de oro y de plata; haced que sus guijarros sean de crisolita, jacintos y perlas; colocad, como sostén de sus bóvedas, columnas de topacio; llenad de palacios la ciudad y poned habitaciones encima de cada uno de ellos. Al pie de los palacios, en las callejas y en las calles, plantad árboles de todas las clases que den los frutos en sazón, y haced que los arroyuelos corran a sus pies por cauces de oro y plata”. Todos a la vez exclamaron: “¿Cómo podremos hacer eso? ¿Dónde encontraremos los topacios, jacintos y perlas que nos has mencionado?” “¿Es que no sabéis —replicó Saddad— que los reyes de este mundo me deben sumisión, que están en mi mano y que ninguno de ellos puede desobedecerme?” “Sí, lo sabemos.” “Pues id a los yacimientos de topacio, jacintos…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Saddad prosiguió]: «“…perlas, oro y plata, explotadlos y reunid todo lo que se encuentre en la Tierra; no economicéis esfuerzos. Tomad, asimismo, todos los objetos de este género que se encuentren en manos de la gente. No olvidéis ni dejéis nada. ¡Guardaos de desobedecer!” Luego escribió una carta a cada uno de los reyes de la Tierra, mandándoles que se incautaran de todas las joyas que tuviesen sus súbditos, que fuesen a los yacimientos de piedras preciosas, que los explotasen y que bajasen al fondo del mar. Durante veinte años estuvieron reuniendo estos objetos. El número de reyes que tenían señorío sobre la tierra era de trescientos sesenta. Después, Saddad llamó a los ingenieros, a los sabios, a los obreros y a los artífices de todos los países y de todas las comarcas. Éstos se dispersaron por los campos, por los desiertos y las regiones hasta encontrar un lugar deshabitado, amplio, limpio, sin colinas ni montes, en el que había fuentes y corrían los arroyuelos. Dijeron: “Ésta es la tierra que el rey nos ha descrito y que nos ha mandado encontrar”. Se esforzaron en construir los edificios que les había ordenado el rey Saddad, señor de la Tierra en toda su longitud y anchura. Excavaron los canales para los ríos, echaron los cimientos según se les había ordenado, y los reyes de todos los países les enviaron aljófares, gemas, grandes y pequeñas perlas, rubíes, oro y plata puros. Los camellos cruzaron las tierras y los desiertos, y los buques más grandes atravesaron el mar transportando esas riquezas que son imposibles de describir, de enumerar o de imaginar. Los trabajos duraron trescientos años. Una vez concluidos se presentaron al rey y lo informaron de que habían terminado. Él les dijo entonces: “Marchad y colocad encima de la ciudad una ciudadela bien fuerte, alta, elevada. Disponed alrededor de la misma mil pabellones, y debajo de cada uno de ellos, mil banderas, para que en cada uno viva un visir”. Se fueron al momento, y tardaron en hacerlo veinte años. Regresaron de nuevo ante Saddad y le informaron de que habían dado fin a sus deseos. El soberano mandó a sus visires, que eran mil, a sus íntimos, a sus soldados de confianza y a otras personas, que se prepararan para emprender el viaje, para trasladarse a Iram la de las Columnas, en pos del rey del mundo, Saddad b. Ad. Dio la misma orden a sus mujeres, a sus concubinas, a los esclavos y a los criados. Tardaron veinte años en preparar lo necesario, y entonces el rey, contento…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Kaab al-Ahbar prosiguió]: «… por haber conseguido su fin, se puso en camino con su séquito. Le faltaba una sola etapa para llegar a Iram la de las Columnas, cuando Dios envió contra él y sus compañeros, por su incredulidad perversa, un grito de los cielos, nacido de su poder, que los aniquiló a todos con gran estrépito. Ni Saddad ni ninguno de sus acompañantes llegó a la ciudad ni alcanzó a verla. Dios borró los caminos que a ella conducen, por lo que permanece intacta, en su sitio, en espera del día de la Resurrección.»
Muawiya quedó estupefacto al oír aquello y preguntó a Kaab al-Ahbar:
«¿Ha llegado algún ser humano hasta ella?» «Sí: uno de los compañeros de Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), y seguramente del mismo modo que ese hombre que está ahí sentado, sin duda y sin vacilación.»
Refiere al-Sabi: «Se cuenta, según lo que explican los sabios de Himyar y del Yemen, que cuando el grito aniquiló a Saddad y a sus acompañantes, subió al trono su hijo, Saddad el Pequeño, hijo de Saddad el Grande. Éste lo había nombrada su sucesor en el trono del Hadramaut y de Saba, antes de trasladarse con su séquito y soldados a Iram la de las Columnas. Al enterarse de que su progenitor había muerto en el camino sin llegar a la ciudad de Iram, ordenó que trasladasen su cuerpo desde aquellas estepas hasta el Hadramaut, y que abriesen la fosa en una caverna. Cuando estuvo excavada la fosa le metió en ella sentado en su trono de oro, con setenta túnicas tejidas en oro e incrustadas con las más preciosas gemas. En la lápida de oro hizo escribir estos versos:
¡Oh, tú, que te ilusionas pensando en tu larga vida! ¡Medita!
Yo soy Saddad b. Ad, señor del castillo más fuerte.
Poderoso, fuerte, valiente.
Toda la gente de la tierra me obedecía y temía mi poder y mi fuerza.
Goberné el Oriente y el Occidente con mano dura.
Nos llamó al buen camino quien trajo la buena misión.
Pero le desobedecimos y le dijimos: “¿Hay escapatoria al castigo?”
Un grito nos alcanzó desde el horizonte más remoto, y nos derribó como simiente segada en medio de la llanura.
Esperamos, debajo de las capas de polvo, el día del castigo».
Al-Talabi refiere: «Dos hombres entraron en aquella cueva y encontraron unos escalones. Bajaron por ellos y se hallaron ante una fosa de cien codos de largo, cuarenta de ancho y cien de altura. En el centro había un trono de oro en el que estaba sentado un hombre de grandes dimensiones, que ocupaba lodo lo ancho y lo largo del trono. Llevaba joyas y túnicas tejidas en oro y plata, y sobre su cabeza había una lápida de oro con una inscripción. Los hombres cogieron la lápida y se la llevaron, junto con todas las barras de oro, plata y demás objetos de valor que pudieron cargar».