SE cuenta también que cierto día salió de caza Hisam b. Abd al-Malik b. Marwán. Vio una gacela, y los perros salieron en su persecución. Mientras iban en pos del animal, descubrió a un joven beduino que apacentaba el ganado. Le dijo: «¡Muchacho! ¡Tráeme esa gacela!» El joven levantó la cabeza y replicó: «¡Ignorante! Desconoces el valor de los mejores hombres. Me has mirado con desprecio, me has hablado con altanería. Tus palabras son propias de un ser soberbio, y tus actos, los de un asno». Hisam exclamó: «¡Ay de ti! ¿No me conoces?» «Me han hecho conocerte tus malos modales, puesto que me has dirigido la palabra sin haberme saludado previamente.» «¡Ay de ti! Yo soy Hisam b. Abd al-Malik.» El beduino le replicó: «¡Que Dios no se acerque a tu país ni salude tu morada! ¡Cuánto hablar y qué poco generoso eres!» Apenas acababa de decir estas palabras cuando se vio rodeado de soldados por todas partes. Dijeron: «¡La paz sea sobre ti, oh, Emir de los creyentes!» Hisam dijo: «Dejaos de palabras y guardad bien a ese muchacho».
Lo detuvieron, e Hisam regresó a palacio, se sentó en la sala de audiencias y mandó que le llevasen al joven beduino. Éste, al ver el gran número de chambelanes, de visires y de magnates, no se inmutó ni preguntó quiénes eran. Avanzó con la cabeza baja, mirando dónde ponía los pies. Al llegar ante Hisam se detuvo, inclinó la cabeza hacia el suelo y no lo saludó ni le dirigió la palabra. Uno de los criados chilló: «¡Perro beduino! ¿Qué es lo que te impide saludar al Emir de los creyentes?» El joven se volvió indignado hacia el criado y le dijo: «¡Albarda de asno! El largo camino, el subir tantas escaleras y la falta de aliento me impiden hacerlo». Hisam, fuera de sí, exclamó: «¡Muchacho! ¡Ha llegado tu último día! Puedes perder toda esperanza, pues tu vida ha terminado». «¡Por Dios, Hisam! Si mi fin se retrasase y mi plazo de vida no se acortara, tus palabras no me causarían ni poca ni mucha inquietud.» El chambelán intervino: «¡Oh, el más infame de los beduinos! ¿Cómo te atreves a hablar de tú a tú con el Emir de los creyentes?» Él replicó: «¡Ojalá te quedes ahora mismo paralítico y no escapes jamás ni a la desgracia ni a la estupidez! ¿Es que Dios (¡ensalzado sea!) no ha dicho: “Llegará un día en que cada alma se defenderá a sí misma”?»[90] Esto hizo subir la cólera de Hisam, quien gritó: «¡Verdugo! ¡Tráeme la cabeza de ese muchacho que tanto habla y que no teme a la desgracia!» El joven fue colocado sobre el tapiz de las ejecuciones, y el verdugo desenvainó la espada y preguntó: «¡Emir de los creyentes! Éste es uno de tus siervos descarriados que se dirige hacia la tumba. Si le corto la cabeza, ¿quedaré libre de toda responsabilidad?» «¡Sí!» El verdugo preguntó lo mismo por segunda vez y recibió idéntica respuesta. Repitió la pregunta una vez más, y el muchacho comprendió que si el Califa contestaba lo mismo lo mataría sin remedio. Se echó a reír a carcajada limpia, enseñando los molares. Hisam explotó: «¡Muchacho! Pero, ¿estás loco? ¿No te das cuenta de que te vas de este mundo? ¿Cómo te ríes burlándote de ti mismo?» «Emir de los creyentes: si mi vida debe continuar, nadie, grande o pequeño, puede causarme daño. Pero ahora recuerdo unos versos: óyelos, pues no puedo escapar a la muerte.» «Abrevia y dilos», ordenó el Califa. El muchacho recitó:
Se me ha contado que cierta vez el halcón apoderóse de un pájaro que el destino le había entregado.
El gorrión, que estaba sujeto por sus garras, mientras el halcón volaba decía:
«Yo no soy quién para saciar el hambre de un ser como tú. Si tú me devoras, yo constituiré un escaso bocado.»
El halcón, satisfecho de sí mismo, sonrió, y el gorrión pudo marcharse.
Hisam sonrió y exclamó: «¡Por el parentesco que tengo con el enviado de Dios! (¡Él lo bendiga y le salve!). Si antes hubieses pronunciado estas palabras y me hubieses pedido cualquier cosa, excluyendo el califato, te la habría concedido. ¡Criado! Llénale la boca de gemas, y hazle un buen regalo».
El criado le dio un magnífico presente, y el muchacho lo tomó y siguió su camino.