Hay muchas historias de este tipo y entre ellas está la de
SE cuenta que cuando murió Hatim al-Tay fue enterrado en la cumbre de una colina; sobre ella colocaron dos hornacinas de piedra y labraron las figuras de unas muchachas con los cabellos sueltos. Al pie del monte corría un río. Los viajeros que, llegada la noche, acampaban en él, oían gritos desde que oscurecía hasta que amanecía. Pero al llegar el día sólo encontraban a las muchachas esculpidas en piedra.
Du-l-Kura, rey de los himyar, acampó en aquel valle y pasó en él la noche, después de haber abandonado a su tribu.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Du-l-Kura] al acercarse a aquel lugar y oír el griterío, preguntó: «¿Quién llora en la cumbre del monte?» Le contestaron: «Allí está el sepulcro de Hatim al-Tay. Sobre él hay dos hornacinas de piedra, en las que están esculpidas unas muchachas con los cabellos sueltos. Todas las noches, los que acampan en ese lugar, oyen sus lamentos y sus gritos».
Du-l-Kura dirigióse a la tumba de Hatim al-Tay y dijo en son de burla:
—«Hatim, esta noche somos tus huéspedes y estamos hambrientos.»
Vencido por el sueño se quedó dormido, pero se despertó sobresaltado, gritando: «¡A mí los árabes! ¡Vigilad mi camella!»
Al llegar encontraron muy inquieto al animal: lo sacrificaron, asaron su carne y se la comieron. Después le preguntaron qué le había ocurrido. Él explicó: «Dormía cuando se me apareció en sueños Hatim al-Tay. Se me acercó, espada en mano, y dijo: “Has venido en un momento en que no tengo nada”, y al decir esto desjarretó a mi camella con la espada. Si nosotros no la hubiésemos sacrificado, hubiese muerto».
Al día siguiente por la mañana, Du-l-Kura montó en el animal de uno de sus compañeros, y éste subió a la grupa. Al mediodía vieron acercarse a un hombre sobre una montura, que llevaba por las riendas a otro animal. Le preguntaron: «¿Quién eres?» «Soy Adi b. Hatim al-Tay. ¿Quién de vosotros es Du-l-Kura, príncipe de los himyar?» Le contestaron: «Ése es». Él le dijo: «Monta en esta camella en sustitución de la tuya, en sustitución de la que te ha sacrificado mi padre». «¿Y quién te lo ha contado?» «Esta noche mi padre se me ha aparecido en sueños y me ha dicho: “Adi: Du-l-Kura, rey de los himyar, ha invocado mi hospitalidad y he sacrificado su camella. Llévale otra para que pueda montar, pues yo no tenía nada que darle”».
Du-l-Kura cogió la camella, admirado de la generosidad de Hatim, vivo o muerto.
HE AQUÍ OTRA HISTORIA DE GENEROSIDAD
SE cuenta que Maan b. Zayda salió cierto día de caza y de pesca. Tuvo sed, pero su paje no le encontró agua. Mientras se encontraba en esta situación se le acercaron tres muchachas, cada una de las cuales llevaba un odre de agua.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doscientas setenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Maan b. Zayda] les pidió de beber y solicitó de sus siervos que le diesen algo para regalárselo. Pero éstos no llevaban nada. Entonces dio a cada una de ellas diez flechas de su carcaj; cada flecha tenía la punta de oro. Una de las jóvenes dijo a sus compañeras: «Este modo de comportarse es propio únicamente de Maan b. Zayda. Cada una de vosotras debe decir algo en su honor».
La primera recitó:
Pone como punta de sus flechas oro fino; de esta forma asaetea al enemigo con generosidad y largueza.
Así, los enfermos pueden curarse las heridas, y los que van a la tumba, comprarse sus sudarios.
La segunda dijo:
Es un guerrero de tan gran generosidad, que abraza con sus larguezas a amigos y enemigos.
Las puntas de sus flechas son de oro, para que la guerra no le impida ser magnánimo.
Y la tercera:
Es tan grande su bondad, que asaetea al enemigo con flechas cuyas puntas son de oro virgen,
con el fin de que el herido pueda atender a su curación, y el muerto, pueda comprarse el sudario.
Se cuenta también que Maan b. Zayda salió de caza con unos compañeros, y al ver que se acercaba una manada de gacelas, se dividieron en grupos para alcanzarlas. Maan se lanzó en pos de una de ellas, y cuando la hubo cogido, la degolló. Vio entonces a una persona, que se acercaba a lomos de un asno, por la campiña. Montó en su caballo, salió a su encuentro, la saludó y le dijo: «¿De dónde vienes?» «De la tierra de Qadaa, en donde desde hace años hay sequía. Este año ha sido bueno. He sembrado cohombros y han crecido prematuramente. He separado les mejores, y voy en busca del Emir Maan b. Zayda, cuya generosidad es bien conocida y cuyos beneficios son tradicionales.» «¿Qué esperas de él?» «Mil dinares.» «¿Y si te dice que es mucho?» «Pues quinientos dinares.» «¿Y si te dice que es mucho?» «Trescientos dinares.» «¿Y si te sigue diciendo que es mucho?» «Pediré doscientos dinares.» «¿Y si dice que es mucho?» «Cien dinares.» «¿Y si te dice que es mucho?» «Le diré cincuenta dinares.» «¿Y si él replica lo mismo?» «Pues treinta dinares.» «¿Y si aún no está conforme?» «Pues meteré las cuatro patas de mi asno en la vulva de su madre y volveré al lado de mis parientes con las manos vacías.»
El emir Maan se rió de sus palabras, condujo el corcel hasta reunirse con sus soldados y se dirigió a su casa. El chambelán le dijo: «Ha venido a verte un hombre montado en un asno cargado de cohombros». «¡Hacedlo entrar!» Al cabo de un momento apareció aquél y el chambelán le permitió pasar. Al llegar ante el emir Maan no lo reconoció, dado su aspecto, su magnificencia y el número de criados y eunucos. Estaba sentado en el trono del reino, y los pajes se hallaban a su derecha, a su izquierda y delante. El hombre lo saludó, y el Emir le preguntó: «¿Qué te trae aquí, hermano árabe?» «He puesto mis esperanzas en el Emir, y le traigo cohombros tempranos.» «¿Cuánto esperas?» «Mil dinares.» «Es mucho.» «Quinientos.» «Es mucho.» «Trescientos.» «Es mucho.» «Doscientos.» «Es mucho.» «Cien.» «Es mucho.» «Cincuenta.» «Es mucho.» «Treinta.» «Es mucho.» El beduino exclamó entonces: «¡Por Dios! ¡El hombre que me salió al encuentro en el campo era adivino! Luego, ¿no me das los treinta dinares?» Maan se rió y calló. El árabe comprendió entonces que era el mismo que había encontrado en el campo, y le dijo: «¡Señor mío! Si no me das los treinta dinares, recuerda que tengo el asno atado a la puerta de la casa y que Maan está sentado aquí.» Maan se rió de tal forma que cayó de espaldas. Después llamó a su administrador y le dijo: «Dale mil dinares, más quinientos, más trescientos, más doscientos, más cien, más cincuenta y más treinta dinares, y que deje el asno atado donde está.» El beduino quedó estupefacto y cobró dos mil ciento ochenta dinares. ¡Apiádese Dios de todos ellos!