HISTORIA DE ALÁ AL-DIN ABU AL-SAMAT

EL rey preguntó:

—¿De qué se trata?

Sahrazad refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en lo más antiguo del tiempo y en lo remoto del pasado vivía en El Cairo un comerciante llamado Sams al-Din: era el mejor y el más verídico de los comerciantes. Poseía criados, eunucos, esclavos, doncellas, mamelucos y grandes riquezas y era el presidente del gremio de mercaderes de El Cairo. Estaba casado, amaba a su esposa y ésta le correspondía. Vivió con ella durante cuarenta años sin tener ni hijas ni hijos. Un día se sentó en su tienda y contempló a los comerciantes: cada uno de ellos tenía uno, dos o más hijos que estaban sentados en la tienda al igual que sus padres. El día en cuestión era viernes. Sams al-Din entró en el baño y se lavó de acuerdo con la festividad.

Al salir tomó el espejo del barbero y al verse en él la cara exclamó: «¡Atestiguo que no hay dios sino el Dios! ¡Atestiguo que Mahoma es el mensajero de Dios!» Después se fijó en su barba y al ver que lo blanco tapaba a lo negro recordó que las canas son los mensajeros de la muerte. Su esposa sabía a la hora que iba a llegar: se lavó y preparó sus cosas. Cuando él entró le dijo: «Buenas tardes». «No veo nada bueno en parte alguna», le contestó. La mujer había mandado a la esclava que sirviese la comida. Le dijo: «¡Buen apetito, señor mío!» «No comeré nada», le replicó, y apartó la vista de la mesa. La mujer le preguntó: «¿Cuál es la causa de esto? ¿Qué es lo que te hace estar triste?» «Tú eres la causa de mi tristeza.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la mujer le preguntó:] «¿Por qué?» «Hoy, al abrir mi tienda, he visto que cada comerciante tiene uno, dos o más hijos sentados en la tienda al igual que sus padres. Me he dicho: “Quien se ha llevado a tu padre no te exceptuará”. La primera noche que cohabité contigo me hiciste jurar que no me casaría con otra mujer y que no tomaría como concubina a ninguna abisinia, griega o una esclava de cualquier otro país. Jamás he pasado una noche sin tu compañía, pero lo cierto es que eres estéril y que las relaciones conyugales contigo son como el intentar tallar la piedra.» Su esposa le replicó: «Dios es mi testigo de que la esterilidad es tuya y no mía, puesto que tu semen es claro». «¿Qué ocurre a quien tiene el semen claro?» «Jamás deja embarazadas a las mujeres y no tiene hijos.» «¿Dónde se puede encontrar una droga que espese el semen? La compraré. Tal vez haga más denso el mío.» «¡Búscalo entre los drogueros!»

El comerciante pasó la noche arrepentido de haber afrentado a su esposa, mientras que ésta se arrepentía de haber ofendido a su marido. Al día siguiente se dirigió al mercado y encontró a un hombre que era droguero. Le dijo: «¡La paz sea sobre ti!» El otro le devolvió el saludo. Le preguntó: «¿Tienes algo para espesar el semen?» «Lo tenía, pero se ha terminado. Pregunta a mi vecino.» Fue interrogando a todos los drogueros, pero éstos se reían de él. Regresó a su tienda y se sentó.

En el mercado estaba el jefe de los corredores: era un hombre dado al hachís, al opio y a los estupefacientes; gastaba el hachís verde. Este síndico se llamaba el jeque Muhammad Samsad. Era muy pobre y tenía por costumbre el presentarse todos los días al mercader. Acudió aquel día, conforme a su hábito, y le dijo: «¡La paz sea sobre ti!» Malhumorado, le devolvió el saludo. Le preguntó: «¡Señor mío! ¿Qué te ocurre para estar de mal humor?» Le refirió todo lo que le había ocurrido con su mujer y añadió: «Hace cuarenta años que estoy casado con ella y no ha quedado embarazada ni una sola vez de niña o niño. Me dicen que no queda embarazada porque mi semen es claro. He buscado algo con que espesarlo, pero no lo he encontrado».

El corredor le contestó: «¡Yo tengo el medio de espesar el semen! ¿Qué dirías de aquel que, después de los cuarenta años transcurridos, consiguiese que dejases embarazada a tu mujer?» «Si consigues esto, te colmaré de favores.» «Pues dame un dinar.» «¡Toma dos!» Los cogió y añadió: «¡Dame ese cubilete de porcelana china!» Se lo entregó, lo cogió y se marchó a buscar un vendedor de hachís.

Le compró dos onzas de puro opio griego, una cantidad de kubaba chino, canela, clavo, cardamomo, jengibre, pimienta blanca y lagartija de montaña. Amasó todo esto, lo frió en buen aceite y tomó tres onzas de incienso macho en grano y una copa de comino negro: lo maceró, lo mezcló todo con miel y, colocándolo en el cubilete, regresó al lado del comerciante y se lo entregó diciendo: «Esto espesa el semen. Es necesario que lo tomes con una espátula después de haber comido carnes de cordero y de pichón doméstico condimentadas con especias y picantes; cena bebiendo sorbetes de azúcar refinado».

El comerciante compró lo que le había recomendado y lo mandó a su esposa diciéndole: «Cuece bien la carne, coge la droga que espesa el semen y guárdala hasta que te la pida». Ella hizo lo que le había mandado; preparó la comida, cenaron y después él le pidió el cubilete y comió. Le gustó y tomó todo el contenido. Después durmió con su mujer, a quien dejó embarazada aquella misma noche. Transcurrieron el primero, el segundo y el tercer mes sin que se presentase la menstruación y se supo que estaba embarazada. Transcurrido el período normal fue presa de los dolores del alumbramiento, y los gritos de alegría se oyeron en toda la casa; la comadrona le ayudó a dar a luz con fatiga a un niño al que bendijo con los nombres de Muhammad y Alí; le recitó al oído la fórmula «Dios es grande» y la de llamada a la plegaria; después lo envolvió en los pañales y lo entregó a su madre. Ésta le dio el pecho y lo amamantó hasta dejarlo harto y dormido.

La comadrona permaneció con ellos durante tres días hasta que prepararon el dulce que había de dar a la parturienta en el séptimo día. Echaron sal por el suelo. El comerciante entró y felicitó a su mujer por lo bien que se encontraba. Le preguntó: «¿Dónde está el beneficio de Dios?» La madre le mostró el recién nacido, que era de una belleza prodigiosa, obra de Quien gobierna la Creación. Quien lo hubiese visto a los siete días de haber nacido hubiese dicho que tenía un año.

El comerciante se fijó en la cara: parecía que era la luna llena cuando aparece por oriente, y hasta tenía algunos lunares en ella. Preguntó: «¿Qué nombre le has puesto?» «Si hubiese sido una mujer yo misma le habría impuesto el nombre, pero es un muchacho y sólo a ti incumbe el decidir cómo ha de llamarse.» Las gentes de aquel tiempo daban nombres de buen agüero a sus hijos. Mientras estaban hablando del nombre que debían darle, una persona gritó: «¡Señor mío Alá al-Din!» El padre dijo: «Llamémosle Alá al-Din Abu al-Samat».

El niño fue confiado a nodrizas y niñeras y mamó durante dos años, al cabo de los cuales se le destetó. Creció, se hizo mayor y empezó a andar. Al llegar a los siete años de edad, lo encerraron en un subterráneo de la casa por temor de que lo aojasen. Se dijo que no saldría de su encierro hasta que le hubiese crecido la barba. Un esclavo y una esclava se hicieron cargo de él. Ésta guisaba y aquél le servía. Después fue circuncidado y se dio un gran banquete. Tras esto se le confió a un alfaquí, quien le enseñó a escribir, a recitar el Corán y la ciencia hasta que fue experto e instruido.

Cierto día, el esclavo, al llevarle la comida, dejó, por descuido, abierta la puerta del subterráneo. Alá al-Din escapó de la mazmorra y fue a reunirse con su madre, que estaba recibiendo a un grupo de señoras de la buena sociedad. Mientras éstas estaban hablando con su madre, entró en el salón como si fuese un mameluco embriagado de su propia belleza. Las mujeres, al verlo, se taparon las caras y dijeron a la madre: «¡Dios te recompense, Fulana! ¿Cómo permites que este mameluco extranjero se presente ante nosotras? ¿No sabes que el pudor forma parte de la fe?» Replicó: «¡Invocad a Dios! Éste es mi hijo, el fruto de mi corazón, hijo del presidente del gremio de los mercaderes Sams al-Din; hijo de atenciones de las nodrizas, adornado con los collares y cuidado de pies a cabeza». Le replicaron: «¡Por vida nuestra! Jamás hemos oído que tuvieras un hijo». «Su padre teme que lo embrujen con mal de ojo; por eso lo ha criado en una habitación subterránea.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la madre continuó diciendo:] «Probablemente el criado habrá dejado, por descuido, la puerta abierta y se ha escapado. Deseamos que permanezca en ella hasta que le crezca la barba». Las mujeres la felicitaron y el muchacho lo aprovechó para marcharse hasta el patio de la casa, subió al recibidor y se sentó en él. Mientras estaba sentado entraron los esclavos con la mula de su padre. Alá al-Din les preguntó: «¿Adonde ha ido esta mula?» Le respondieron: «Tu padre ha ido montado en ella a la tienda y ahora la traemos». «¿Cuál es el oficio de mi padre?» «Tu padre es el presidente del gremio de los comerciantes de la tierra de Egipto; es el sultán de los hijos de los árabes.»

Alá al-Din corrió a ver a su madre y le preguntó: «¡Madre! ¿Cuál es el oficio de mi padre?» «¡Hijo mío! Tu padre es comerciante; jefe del gremio de los comerciantes en las tierras de Egipto y sultán de los hijos de los árabes. Sus esclavos no le consultan más que en las operaciones que rebasan de los mil dinares. En las operaciones de menos de novecientos dinares no le piden consejo, sino que las realizan por sí mismos. Las mercancías que llegan de todos los países, sean pocas o muchas, pasan por sus manos y dispone de ellas como quiere. Las mercancías que se exportan a los países de las gentes, no se embalan de no salir de casa de tu padre. Dios (¡ensalzado sea!) ha dado a tu padre, hijo mío, tantos bienes que es imposible inventariarlos.»

El muchacho replicó: «¡Madre mía! ¡Alabado sea Dios, que me ha hecho hijo del sultán de los hijos de los árabes y que ha colocado a mi padre al frente del gremio de los comerciantes! Pero, madre, ¿por qué me habéis encerrado en la mazmorra y me habéis dejado encarcelado?» «¡Hijo mío! Te hemos metido en ella por el temor que nos inspiran los ojos de la gente. El mal de ojo es una cosa real y hay muchos que yacen en la tumba por su causa.» «Pero, madre, ¿cómo se puede escapar a lo predestinado? La precaución no impide que nos alcance el hado y no hay escapatoria ante lo que está escrito. Quien se ha llevado a mi abuelo no va a abandonar a mi padre; éste, si hoy vive, no vivirá el día de mañana, y cuando muera y yo me presente y diga: “Soy Alá al-Din, hijo del comerciante Sams al-Din”, no me creerá ninguna persona y los viejos dirán: “Jamás en la vida hemos visto que Sams al-Din tuviese un hijo, fuera varón o hembra”. La hacienda pública se presentará y se incautará de los bienes de mi padre. ¡Dios se apiade de quien dijo:

Muere el hombre, sus riquezas se pierden y los hombres más viles se apoderan de sus mujeres!

»Tú, madre, habla a mi padre para que me lleve consigo al mercado, para que pueda sentarme en él junto con las mercancías y me enseñe a comprar y vender, a tomar y a dar.» Le contestó: «¡Hijo mío! Cuando venga tu padre le hablaré de esto». El comerciante, al volver a su casa, encontró al hijo, Alá al-Din Abu al-Samat, sentado al lado de su madre. Preguntó a ésta: «¿Por qué lo has sacado del encierro?» Le respondió: «¡Hijo de mi tío! No lo he sacado. Han sido los criados quienes dejaron la puerta de la mazmorra abierta, y, mientras yo estaba sentada con un grupo de mujeres de la buena sociedad, él se ha presentado aquí». Le repitió lo que le había dicho su hijo. El padre dijo: «¡Hijo mío! Mañana, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, te llevaré conmigo al mercado. Pero, hijo, el permanecer en los zocos y en las tiendas requiere educación y buenos modales en todas las cosas».

Alá al-Din pasó satisfecho aquella noche dadas las palabras de su padre. Al amanecer, éste lo llevó al baño y lo vistió con un traje que costaba una gran cantidad de dinero. Después de haber desayunado y de haber tomado los sorbetes, el comerciante montó en su mula, colocó a su hijo en la grupa y se dirigió al mercado. Los comerciantes se fijaron en que el presidente del gremio llevaba en la grupa a un joven que se parecía a la luna cuando está en la decimocuarta noche. Uno de ellos dijo a su vecino: «Fíjate en el muchacho que va a la grupa del presidente del gremio de los comerciantes. Lo teníamos en buen concepto, pero es como el puerro: gris, pero, por dentro, verde». El jeque Muhammad Samsam, el jefe del gremio ya mencionado, dijo a los comerciantes: «¡Ya no lo aceptamos más por jefe!»

El presidente del gremio de los mercaderes tenía la costumbre, al llegar de su casa por la mañana, de sentarse en la tienda. Entonces se acercaba el jefe del mercado, quien leía la Fatiha[81] a los comerciantes, los cuales, unidos a él, se presentaban al presidente del gremio de los comerciantes, le leían la Fatiha y le deseaban un buen día. Hecho esto, cada uno volvía a su tienda.

Aquel día, al sentarse en el almacén, según su costumbre, los comerciantes no acudieron a saludarlo conforme era de rigor. Sams al-Din llamó al jefe de los vendedores y le preguntó: «¿Por qué no se han reunido los comerciantes como de costumbre?» «Yo no sé decir mentiras: los comerciantes se han puesto de acuerdo para destituirte de tu cargo y no te leerán la Fatiha.» «¿Y por qué causa?» «¿Quién es el muchacho que está sentado a tu lado? Tú eres viejo y eres el jefe de los comerciantes. Este muchacho, ¿es un mameluco o un pariente de tu esposa? Yo creo que tú lo amas y sientes inclinación por los jóvenes.»

Sams al-Din gritó: «¡Calla! ¡Dios maldiga tu naturaleza y tu aspecto! ¡Éste es mi hijo!» «En toda nuestra vida hemos visto un hijo tuyo.» «Aquella vez que me trajiste una droga para espesar el semen, mi mujer quedó encinta y lo dio a luz. Pero yo temía que lo aojasen y por eso lo he criado en una habitación subterránea. Mi propósito era que no saliese de ella hasta que pudiera mesarse la barba con la mano, pero su madre, disconforme, me ha pedido que le abra una tienda, que le entregue mercancías y lo enseñe a vender y a comprar.»

El jefe de los vendedores se marchó e informó a los comerciantes de la realidad de las cosas. Entonces todos, acompañados por él, se dirigieron a visitar al jefe del gremio de los comerciantes, se quedaron de pie delante de él, recitaron la Fatiha y lo felicitaron por el hijo que tenía, diciéndole: «¡El Señor conserve la raíz y el tronco! Pero el más pobre de nosotros, cuando tiene un hijo o una hija, debe invitar a sus cofrades, a sus conocidos y parientes a un plato de natillas. Tú no lo has hecho». «Os lo concedo. La fiesta tendrá lugar en mi jardín.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al día siguiente mandó cubrir de alfombras el pabellón y la casa que estaban en el jardín; envió todo lo necesario para la cocina: corderos, manteca y cuanto podía servir al caso, e hizo extender dos manteles uno en la casa y otro en el pabellón. Después, Sams al-Din y su hijo Alá al-Din se vistieron. Aquél dijo a éste: «Cuando lleguen las personas mayores, yo las recibiré y haré que se sienten alrededor del mantel que está en la casa; tú, hijo mío, cuando llegue un muchacho imberbe, tómalo, condúcelo al pabellón y acomódalo junto al mantel». El muchacho preguntó: «¿Por qué causa, padre, has puesto dos manteles, uno para los hombres y otro para los niños?» «¡Hijo mío! El imberbe se encuentra cohibido si come con los hombres.» El chico aprobó lo que había hecho su padre.

Cuando llegaron los comerciantes, Sams al-Din recibió a las personas mayores y las hizo sentar en la casa; mientras tanto, su hijo Alá al-Din recibía a los niños y los instalaba en el pabellón. Sirvieron la comida, comieron, bebieron, disfrutaron, cantaron, tomaron jarabe y quemaron incienso. Después, las personas mayores se sentaron a hablar de ciencia y tradición. Entre ellas había un comerciante llamado Mahmud al-Balji, que externamente era musulmán pero en su interior era persa; llevaba mala vida y amaba en demasía a los muchachos. Dirigió a Alá al-Din una sola mirada que le había de causar mil pesares: el demonio hizo brillar aquella perla ante su cara y quedó enamorado, apasionado y loco por él.

Este comerciante, que se llamaba Mahmud al-Balji, compraba telas y mercancías al padre de Alá al-Din. Aquél empezó a pasear, y dando un rodeo se dirigió hacia los muchachos. Éstos le salieron al encuentro. Alá al-Din no estaba, pues había ido a satisfacer una necesidad. El comerciante Mahmud se dirigió a los chicos y les dijo: «Si conseguís que Alá al-Din quiera hacer un viaje conmigo, regalaré a cada uno de vosotros un traje que costará tal cantidad de dinero». Después se apartó de ellos y se dirigió a la reunión de los hombres.

Alá al-Din llegó mientras los muchachos estaban sentados. Se levantaron, le salieron al encuentro y le hicieron sentarse entre ellos en la testera de la habitación. Uno de los muchachos preguntó a un compañero: «¡Señor Hasán! Dime: el capital que necesitas para vender y comprar, ¿de dónde lo sacarás?» «Cuando haya crecido, sea mayor y haya llegado a la pubertad diré a mi padre: “¡Ábreme un negocio!” Mi padre me contestará: “No tengo nada, pero pide dinero en préstamo a cualquier comerciante, negocia con él, aprende a vender y a comprar, a tomar y a dar”. Entonces me dirigiré a un comerciante, le pediré en préstamos mil dinares y con ellos compraré telas que llevaré a Siria. Así duplicaré el capital. En este país compraré mercancías que trasladaré a Bagdad y así duplicaré el capital. Haré esto y traficaré hasta adquirir un capital de unos diez mil dinares.»

Cada uno de los muchachos refirió a sus compañeros algo por el estilo, y así llegó el turno de hablar a Alá al-Din Abu al-Samat. Le preguntaron: «¿Y tú, señor Alá al-Din?» Respondió: «He sido criado en una mazmorra subterránea y he salido de ella el viernes: sólo he ido a la tienda y he vuelto desde ella a casa». «Tú estás acostumbrado a la vida sedentaria y no conoces las delicias de los viajes. ¡Los viajes son para los hombres!» «No tengo necesidad de viajar. ¡La tranquilidad no tiene precio!» Uno de ellos dijo a un compañero: «Éste se parece a los peces, que si salen del agua se mueren». Después le dijeron: «¡Oh, Alá al-Din! ¡Los hijos de los comerciantes no se enorgullecen más que de los viajes con el fin de enriquecerse!»

Alá al-Din se encolerizó por esto, abandonó a los muchachos llorando, con el corazón triste, montó en una mula y regresó a su casa. La madre vio que estaba enfadado, con lágrimas en los ojos, y le preguntó: «¿Qué te hace llorar, hijo mío?» «Todos los hijos de los comerciantes me han afrentado y me han dicho: “Los hijos de los comerciantes no se enorgullecen más que de los viajes que realizan con el fin de ganar dirhemes…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alá al-Din decía: «“…con el fin de ganar dirhemes] y dinares”». Su madre la preguntó: «¡Hijo mío! ¿Es que quieres salir de viaje?» «¡Sí!» «¿A qué país quieres ir?» «A la ciudad de Bagdad. En ella un hombre duplica su capital.» «¡Hijo! Tu padre tiene mucho dinero, pero si él no te prepara las mercancías de su peculio, te las prepararé yo del mío». «El mejor beneficio es lo que busco; si quieres hacerlo, éste es el momento.» Ella llamó a los esclavos, los envió a los enfardadores de tejidos, abrió un almacén y sacó de él telas suficientes para hacer diez fardos. Esto es lo que se refiere a la madre.

He aquí lo que hace referencia al padre: Al no encontrar a su hijo Alá al-Din en el jardín, preguntó por él. Le respondieron: «Ha montado en su mula y se ha marchado a casa». El padre montó a su vez y se marchó en pos de él. Al entrar en su domicilio vio los fardos atados y preguntó qué hacían allí. Su esposa le refirió lo que había sucedido entre los hijos de los comerciantes y el suyo, Alá al-Din. Su padre le dijo: «¡Hijo mío! ¡Dios castiga a los que se expatrían! El mensajero de Dios (¡Dios lo bendiga y lo salve!) ha dicho: “Una de las felicidades del hombre consiste en tener de qué vivir en su propio país”. Los antiguos decían: “Déjate de viajes, aunque sólo sean de una milla”. —Después añadió—: ¿Estás resuelto a emprender un viaje del cual tal vez no regreses?» «He de ir, como sea, a Bagdad, llevando mercancías. En caso contrario me quitaré estos vestidos, me pondré los de derviche y viajaré por los países.»

El padre le observó: «No soy ningún pordiosero ni necesitado. Tengo muchos bienes. —Le mostró todas las riquezas, mercaderías y tejidos que poseía y añadió—: En todos los países tengo existencias de telas y mercaderías de este volumen». Le mostró una serie de cuarenta fardos, aún atados, encima de cada uno de los cuales estaba escrito el precio: mil dinares. Añadió: «¡Hijo mío! Coge estos cuarenta fardos, además de los diez que pertenecen a tu madre, y vete con la paz de Dios (¡ensalzado sea!). Pero, hijo mío, temo que te ocurra algo, bien en un bosque que encontrarás en el camino y que se llama Bosque del León, o bien en un valle de por allí que se llama Valle de los Perros. En ambos se pierde la vida sin piedad». «¿Por qué, padre?» «A manos de un beduino salteador de caminos, que se llama Achalán.» El muchacho concluyó: «Dios nos da la vida. Si tengo mi parte en ella no me alcanzará daño alguno».

Alá al-Din y su padre montaron y fueron al mercado de las bestias de carga. Un mulatero se apeó de la montura y corrió a besar la mano del presidente del gremio de comerciantes diciéndole: «¡Por Dios! Hace mucho tiempo que no nos utilizas en tus negocios». «Cada época tiene sus necesidades y sus hombres. Dios se apiade de aquel que dijo:

Un viejo recorría todas las regiones de la tierra mientras la barba le llegaba hasta las rodillas.

Le dije: “¿Por qué eres curvo?” Me contestó levantando sus manos hacia mí:

“Mi juventud se ha perdido en el polvo y ahora yo me esfuerzo en buscarla.”»

Al terminar de recitar los versos siguió: «Jefe de la caravana: quien quiere partir es éste, mi hijo». El mulatero replicó: «¡Dios te lo conserve!» El presidente del gremio de los comerciantes estableció un contrato entre su hijo y él confiando al mulatero la tutela de aquél.

Añadió: «Toma cien dinares para tus esclavos». Después Sams al-Din compró sesenta mulos y un paño para ofrecer al santón Abd al-Qadir Chilani y añadió: «¡Hijo mío! Yo estaré ausente: éste te hará las veces de padre y tú le obedecerás en todo aquello que te diga». Después se volvió a los mulos y a los esclavos.

Aquella noche recitaron el Corán y celebraron la festividad de Abd al-Qadir Chilani. Al día siguiente el presidente del gremio de comerciantes entregó a su hijo diez mil dinares y le dijo: «Si cuando llegues a Bagdad ves que las telas se venden a buen precio, vende las que llevas. Si el mercado está firme, gasta estos dinares». Cargaron los mulos, se despidieron padre e hijo y se pusieron a andar hasta salir de la ciudad.

Mahmud al-Balji había preparado el viaje para dirigirse a Bagdad, había sacado unos bultos y plantado las tiendas fuera de la ciudad diciéndose: «Este muchacho lo obtendré únicamente en la soledad, en donde ningún delator o espía pueda molestarme». Mahmud al-Balji debía mil dinares al padre del muchacho como saldo de una operación. Fue a despedirse y Sams al-Din le dijo: «Entrega a mi hijo Alá al-Din los mil dinares. —Y a continuación se lo recomendó diciendo—: ¡Sea para ti como si fuese tu propio hijo!» Alá al-Din se reunió con Mahmud al-Balji.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Mahmud al-Balji] recomendó al cocinero de Alá al-Din que no guisase más y empezó a invitar al joven y a sus acompañantes a comer y a beber. Después emprendieron el viaje. Mahmud al-Balji tenía cuatro casas: una en El Cairo, otra en Damasco, la tercera en Alepo y la cuarta en Bagdad. Viajaron sin cesar, cruzando desiertos y campiñas hasta llegar a la vista de Damasco. Mahmud despachó a su esclavo junto a Alá al-Din. Encontró a éste sentado, leyendo. Se acercó a él y le besó las manos. El joven preguntó: «¿Qué buscas?» «Mi señor te manda saludos y te invita a ser su huésped en su casa.» «Pediré consejo a mi padre, el almocadén Kamal al-Din, el mulatero.» Le pidió consejo de si debía ir. Le contestó: «No vayas».

Desde Damasco siguieron viaje hasta llegar a Alepo. Aquí Mahmud al-Balji preparó un banquete y envió a invitar a Alá al-Din. El almocadén no le dejó aceptar. Salieron de Alepo y marcharon hasta que llegaron a una jornada de Bagdad. Mahmud al-Balji preparó un festín e hizo invitar a Alá al-Din. El almocadén le aconsejó que no asistiese, pero el joven replicó: «Es necesario que asista». Ciñó la espada debajo del vestido y anduvo hasta llegar junto a Mahmud. Éste le salió al paso, lo saludó y le ofreció una mesa magnífica. Comieron, bebieron y se lavaron las manos. Mahmud al-Balji se inclinó hacia Alá al-Din para darle un beso, pero éste interpuso la mano y le preguntó: «¿Qué quieres hacer?» «Te he hecho venir con el propósito de distraerme contigo en este lugar y poner en práctica las palabras de quien dijo:

Puedes venir a nuestro lado en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo de ordeñar una ovejita o de freír un huevo.

Comerás panecito hasta hartarte y cogerás el líquido que puedas.

Llevarás lo que deseas sin fatiga, sea una pulgadita o un palmito o un puñadito.»

A continuación Mahmud al-Balji se abalanzó sobre Alá al-Din e intentó violarlo. El joven se incorporó, desenvainó la espada y dijo: «¡Ay de tus canas! ¿Es que no temes a Dios, “que es terrible en su cólera”[82]? ¿No has oído las palabras de quien dijo:

Guarda tus canas; el pecado las ensuciaría. El blanco se ensucia fácilmente?»

Al terminar de recitar sus versos, Alá al-Din dijo a Mahmud: «Esta mercancía es un depósito de Dios que no se vende. Pero si la vendiera a peso de oro a otra persona, a ti te la vendería a peso de plata. ¡Por Dios, desvergonzado! ¡No te acompañaré nunca jamás!» Alá al-Din regresó junto al almocadén Kamal al-Din y le dijo: «Ése es un hombre depravado; jamás seré su compañero ni recorreré el camino en su compañía». «¡Hijo mío! ¿No te había dicho que no fueses a su lado? Pero, hijo, si nos apartásemos de él pondríamos en peligro nuestras vidas. Debemos seguir en una sola caravana.» Alá al-Din insistió: «No puedo tenerlo por compañero de viaje».

El joven cargó sus bultos y siguió viaje en compañía de los suyos hasta llegar a un valle en el que quería acampar. El almocadén dijo: «¡No os detengáis aquí! ¡Continuad andando! ¡Apresuraos! Tal vez lleguemos a Bagdad antes de que cierren las puertas. Sus habitantes las abren y las cierran cuando brilla el sol, pues temen que los herejes se apoderen de ella y arrojen al Tigris los libros de religión». El joven le dijo: «¡Padre! Yo no he venido a este país con todas estas mercancías para ganarme la vida, sino para ver los países de la gente». «¡Hijo mío! Temo que los beduinos te ataquen y se apoderen de tus bienes.» «¿Eres tú el criado o lo soy yo? Entraré en Bagdad por la mañana con el fin de que sus habitantes puedan ver mis mercancías y me conozcan.» «Haz lo que quieras. Yo ya te he advertido, y tú proveerás.»

Alá al-Din mandó que quitasen los fardos de encima de los mulos. Descargaron las mercancías, levantaron las tiendas y así llegó la medianoche. A esta hora Alá al-Din se levantó y fue a satisfacer una necesidad, y viendo algo que brillaba a lo lejos dijo al mulatero: «¡Almocadén! ¿Qué es eso que brilla?» El arriero clavó en ello la vista y vio que se trataba de la punta de las lanzas, el acero, las armas y las espadas de los beduinos: eran éstos que llegaban, llevando al frente al jeque de los árabes Achalán Abu Naib.

Los beduinos, al llegar a sus inmediaciones y ver los fardos, se dijeron unos a otros: «¡Qué noche de botín!» El almocadén Kamal al-Din, el arriero, al oír lo que decían replicó: «¡Largo de aquí, oh tú, el más ínfimo de los beduinos!», pero Abu Naib lo alanceó en el pecho, y la punta del arma salió por la espalda: el mulatero cayó muerto en la puerta de la tienda. El aguador chilló: «¡Largaos, malditos beduinos!» De un mandoble le cortaron el cuello, la lámina de la espada salió por el otro lado del pecho, y cayó muerto.

Mientras ocurría esto, Alá al-Din estaba inmóvil mirando. Los beduinos cargaron de repente, saquearon la caravana y mataron a todos, sin que escapase ninguno de los criados de Alá al-Din. Cargaron los fardos a lomos de los mulos, y se marcharon. El joven se dijo: «Te matarán a causa de tu mula y de tu vestido». Rompió éste y lo abandonó en el lomo de su cabalgadura, quedándose únicamente con la camisa y los calzones. Se dirigió hacia la puerta de la tienda y se encontró con un charco formado por la sangre que aún fluía de los cuerpos de los muertos. Se tiñó con ella la camisa y los calzones hasta parecer que había muerto ahogado en su propia sangre. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al jeque de los beduinos, Achalán. Éste preguntó a sus compañeros: «¡Camaradas! Esta caravana ¿venía de Egipto o salía de Bagdad?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [le contestaron:] «Venía de Egipto en dirección a Bagdad.» «¡Volved junto a los muertos! Creo que su dueño no ha muerto.»

Los beduinos volvieron al lado de los cadáveres, a los que alancearon y maltrataron. Al llegar junto a Alá al-Din, que se había mezclado con los difuntos, exclamaron: «¡Tú te haces el muerto, pero te remataremos!» Un beduino levantó la lanza con la intención de clavarla en el pecho de Alá al-Din. Éste exclamó: «¡Tu bendición, señor Abd al-Qadir al-Chilani!» La mano del beduino se apartó de su pecho y fue a clavarse en el de Kamal al-Din, el muerto que había sido jefe de la caravana.

Los beduinos cargaron el botín en los mulos y se marcharon. Alá al-Din miró a su alrededor y se dio cuenta de que los pájaros habían levantado el vuelo con su presa. Entonces se dio a la fuga. Pero el beduino Abu Naib dijo a sus compañeros: «¡Árabes! ¡Veo una forma confusa que se mueve!» Uno de ellos se levantó, vio correr al joven y le gritó: «¡De nada te servirá la fuga! ¡Nosotros te perseguiremos!» Espoleó al caballo y se lanzó tras él.

Alá al-Din había visto ante él una balsa llena de agua y al lado de la misma un aljibe; se pegó a una hendidura de la cisterna, se tendió en ella y fingió dormir, diciendo: «Tú que sabes esconder, cúbreme con el velo que no se puede levantar». El beduino llegó inmediatamente después, se detuvo junto a la cisterna y alargó la mano para buscar a Alá al-Din. Éste entretanto decía: «¡Concédeme tu bendición, señora Nafisa[83]! ¡Éste es tu momento!»

En el mismo instante un escorpión picó la mano del beduino, quien chilló: «¡A mí los beduinos! ¡He sido picado!» Se apeó del caballo, sus compañeros acudieron, uno de ellos le ayudó a colocarse en la silla y le preguntaron: «¿Qué desgracia te ha sucedido?» «Me he picado un escorpión.» A continuación se marcharon, llevándose la reata de bestias de la caravana. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Mahmud al-Balji: Mandó cargar los fardos y continuó el viaje hasta que llegó a la Selva del León. Aquí encontró muertos a todos los servidores de Alá al-Din y a éste dormido y desnudo, con sólo la camisa y el calzón. Le preguntó: «¿Quién te ha hecho semejante cosa y te ha abandonado en tan mal estado?» «Los beduinos.» «¡Hijo mío! Mis mercancías y mis mulos constituirán tu rescate, tal como dice el poeta:

Si la vida del hombre escapa de la muerte, el dinero constituye un simple recorte de la uña.

»¡Hijo mío! ¡Acércate y no temas nada malo!» Alá al-Din abandonó la hornacina de la alberca y Mahmud lo colocó a lomos de una mula. Así anduvieron juntos hasta llegar a la casa que Mahmud al-Balji poseía en Bagdad. Mandó que condujesen al joven al baño y le dijo: «¡Hijo mío! El dinero y las mercancías constituyen tu rescate, hijo mío. Si me haces caso te daré el doble de las riquezas y mercancías que poseías».

Cuando salió del baño lo introdujo en un salón adornado con oro y que tenía cuatro estrados. Mandó servir una mesa en la que había toda clase de guisos. Comieron y bebieron. Mahmud al-Balji se inclinó hacia Alá al-Din para darle un beso en la mejilla, pero el joven lo rechazó con la mano diciéndole: «¿Aún sigues en tu extravío? ¿No te he dicho que si vendiese esa mercancía a otra persona a precio de oro a ti te la vendería al de la plata?» «No te daré las mercancías, la mula y la ropa sino a cambio de eso. Estoy loco de pasión por ti. Recompense Dios a quien dijo:

Abu Bilal nos ha referido, citando a sus maestros, los cuales a su vez lo han aprendido con Sarik:

“El enamorado no se cura con abrazos y besos: sólo le satisface la posesión plena”.»

Alá al-Din replicó: «¡Jamás lo consentiré! ¡Quédate con tus ropas y tu mula y abre la puerta para que pueda marcharme!» La abrió y Alá al-Din salió mientras los perros ladraban en pos de él. Mientras iba andando vio la puerta de una mezquita y entró en el vestíbulo, instalándose en él. Una luz se le acercó inmediatamente. Se fijó en ella y vio que se trataba de dos linternas, cada una de las cuales era llevada por un esclavo, quienes, a su vez, precedían a dos mercaderes. Uno era un viejo de hermoso rostro, y el otro un joven. Oyó que éste decía a aquél: «¡Por Dios, tío! ¡Devuélveme a tu hija!» «¡Te he prohibido tantas veces repetir la fórmula de repudio! Pero la has transformado en tu Corán.»

Después el viejo se volvió hacia la derecha y vio a aquel joven que parecía la luna llena cuando sale. Lo saludó y el muchacho le devolvió el saludo. El anciano le dijo:

«¡Muchacho! ¿Quién eres?» «Soy Alá al-Din, hijo de Sams al-Din, presidente del gremio de los mercaderes de El Cairo. Deseaba que mi padre me dejara comerciar y éste me preparó cincuenta cargas de mercancías…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Alá al-Din siguió diciendo:] «… y me entregó diez mil dinares. Viajé hasta llegar a la Selva del León y aquí me asaltaron los beduinos, me robaron mis bienes y los fardos. He entrado en esta ciudad sin saber en dónde pasar la noche. Al ver este lugar me he instalado en él». «¡Hijo mío! ¿Qué dirías si te diese mil dinares y un vestido que cuesta otros tantos?» «¿A cambio de qué me lo vas a dar, tío?» El anciano explicó: «Este muchacho que está a mi lado es el hijo de mi hermano, el cual no tuvo más descendencia. Yo tengo una sola hija que se llama Zubayda la del laúd; es muy guapa, muy hermosa. La he casado con su primo; éste la ama, pero ella lo aborrece. Su esposo la ha repudiado por triple repudio sin intención de separarse, pero ella le ha cogido la palabra y lo ha abandonado. Mucha gente, movida por el antiguo marido, me presiona para que se la devuelva. Yo le he respondido: “Esto es imposible sin la mediación del desligador”. Nos hemos puesto de acuerdo en que yo buscaré como desligador a un extranjero para que nadie pueda descomponer el arreglo. Tú eres extranjero: ven con nosotros: extenderemos tu contrato matrimonial con ella, pasarás la noche a su lado, mañana la repudiarás y nosotros te daremos lo que te he mencionado».

Alá al-Din se dijo: «Pasar la noche con novia, en una casa y sobre el lecho, es mucho mejor que descansar en las callejuelas y en los vestíbulos». Lo acompañó hasta el cadí. El corazón de éste, en cuanto vio a Alá al-Din, quedó prendado. Preguntó al padre de la muchacha: «¿Qué deseáis?» «Queremos que hagas a este joven marido interino de mi hija. Estipulamos en el contrato que ha de pagar una dote de diez mil dinares. Si pasa la noche con ella y al amanecer la repudia, le daremos un vestido de mil dinares, una mula de otros mil y mil más en metálico; si no la repudia, tendrá que pagar los diez mil dinares de la dote.»

Extendieron el contrato con estas condiciones, el padre de la muchacha tomó el documento y se llevó a Alá al-Din con él y le entregó el vestido. No se detuvieron hasta llegar a la casa de su hija. El anciano hizo esperar al joven en la puerta y entró a verla. Le dijo: «Toma el documento que acredita tu boda. Te he casado con un joven muy hermoso llamado Alá al-Din Abu al-Samat. ¡Trátalo con la máxima consideración!» Le entregó el contrato y regresó a su casa.

El anterior marido de la joven se dirigió a una camarera que frecuentaba a Zubayda la del laúd, la hija de su tío, a la cual había hecho favores. Le dijo: «¡Madre mía! Cuando Zubayda haya visto a ese joven tan hermoso no volverá a aceptarme. Te ruego que emplees una estratagema e impidas a la adolescente que se acerque a él». «¡Por la vida de tu juventud! —le respondió—, no dejaré que se le aproxime.» Corrió a buscar a Alá al-Din y le dijo: «¡Hijo mío! Te aconsejo en nombre de Dios (¡ensalzado sea!) que aceptes mi advertencia y no te acerques a la joven. Déjala dormir sola; no la toques; no te aproximes a ella». «¿Por qué?» «Su cuerpo está lleno de lepra y temo que sea perjudicial para tu hermosa juventud.» «No la necesito para nada», concluyó el joven.

La camarera corrió al lado del adolescente y le dijo lo mismo que había dicho a Alá al-Din. La mujer exclamó: «No lo necesito en absoluto. Dejaré que duerma solo, y cuando llegue la mañana él seguirá su camino». Después llamó a una esclava y le dijo: «Coge una mesa con comida y llévasela para que cene». La esclava cogió la mesa y la colocó delante de Alá al-Din. Éste comió hasta hartarse. Después se sentó y recitó la azora Ya Sin con una hermosa voz.

La joven escuchó y le pareció que su tono se parecía al de los salmos de David. Se dijo: «¡Dios confunda a esa vieja que me ha dicho que está leproso! Quien tiene esta enfermedad no puede tener una voz así. Por tanto, sus palabras eran pura mentira». La joven apoyó un laúd indio en su seno, tensó las cuerdas y cantó, con una voz capaz de dejar clavado al pájaro en medio del cielo, estos versos:

Estoy enamorada de una gacela de soñolientos ojos negros. Las ramas de sauce se inclinan cuando anda.

Me desaíra y otro se alegra de sus favores; así es la gracia: que Dios la da a quien quiere.

Al oír esta canción, Alá al-Din, una vez hubo terminado de recitar la azora, entonó a su vez este verso:

Saludo al talle ceñido por los vestidos y a las rosas que viven en el jardín de las mejillas.

La joven, loca de pasión, se incorporó y se quitó el velo. Alá al-Din, al contemplarla, recitó este par de versos:

Ha aparecido como una luna y se ha inclinado como una rama de sauce.

Parece que el dolor se haya enamorado de mi corazón, y, en el momento en que ella huye, él se une conmigo.

Ella se adelantó balanceando sus nalgas, cimbreando la cadera, hechura de Quien oculta las gracias. Cada uno de ellos dirigió al otro una mirada que le había de causar mil pesares. Cuando la flecha de los ojos hubo penetrado en el corazón de Alá al-Din, la joven recitó estos dos versos:

Ha aparecido la luna del cielo y me ha hecho recordar las noches en que me uní a ella en los dos límites.

Cada uno de nosotros contempla una luna, pero yo miro con sus ojos y él con los míos.

Al llegar a su lado, cuando sólo los separaban dos pasos, recitó estos dos versos:

Ella soltó (era de noche) las tres trenzas de su cabello y me hizo ver cuatro noches.

Al volverla hacia su cara vi en ella la luna del cielo: me hizo ver, al mismo tiempo, dos lunas.

Al llegar junto a Alá al-Din éste le dijo: «¡Aléjate de mí para evitar que me contagie!» Ella descubrió su muñeca y dejó ver dos arterias; la carne era blanca como la plata. Ella le dijo: «¡Aléjate de mí, pues tú eres el leproso; no vayas a contagiarme!» El muchacho preguntó: «¿Quién te ha dicho que yo soy leproso?» «¡La vieja me lo ha explicado!» «¡También la vieja me ha dicho que tú eres leprosa!» El joven descubrió su antebrazo y la muchacha pudo ver que su piel parecía plata purísima. Ella lo estrechó contra su pecho y él la atrajo hacia el suyo: ambos se abrazaron. Ella lo llevó consigo y se soltó los vestidos, y en él se agitó lo que había heredado de su padre.

La muchacha exclamó: «¡A ti te toca, jeque Zacarías, padre de todas las venas!» Alá al-Din colocó las manos en sus flancos, puso la vena de la dulzura en la puerta de la hendidura y alcanzó la puerta del cabello, y cruzando por el portal de las victorias se internó por los zocos del lunes, del martes, del miércoles y del jueves. Encontró un tapiz a la medida de la sala e hizo girar la tapadera contra la caja hasta que se desfondó.

Al día siguiente, Alá al-Din exclamó: «¡Antes de terminar de gozar con la alegría, el cuervo la ha arrebatado y ha emprendido el vuelo!» «¿Qué significan estas palabras?» «¡Señora mía! No puedo seguir a tu lado más que un momento.» «¿Quién lo dice?» «Tu padre ha puesto como condición, en el contrato, el pago de tu dote, estimada en diez mil dinares. Si hoy no los pago me encarcelarán en la casa del cadí. Yo no poseo ni medio céntimo de esos diez mil dinares.» «¡Señor mío! ¿El contrato está en tu mano o en la suya?» «Lo tengo en mi poder, pero no tengo ni un céntimo.» «Pues la solución es fácil. Nada temas. Coge estos cien dinares. Si tuviese más, te daría todos los que quisieras, pero mi padre ama tanto al hijo de su hermano que ha llevado todos sus bienes desde mi casa a la de aquél e incluso ha enviado allí mis joyas. Cuando mañana te envíe un mensajero, conforme prescribe la ley…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [siguió diciendo:] «… y el cadí y mi padre te digan: “¡Repúdiala!”, respóndeles: “¿Qué escuela de jurisprudencia permite que me case la víspera y repudie por la mañana?” A continuación besarás la mano del cadí y le harás un regalo; de igual modo besarás la mano y darás diez dinares a cada uno de los testigos: todos depondrán en tu favor. Si te preguntan: “¿Por qué no repudias y tomas los mil dinares, la mula y el traje, según se acordó en las condiciones que te impusimos?”, responde: “Estimo cada uno de sus cabellos en mil dinares, y no la repudiaré jamás ni aceptaré el traje ni ninguna otra cosa”. Si el cadí te dice: “Paga, la dote”, responde: “En la actualidad estoy en un aprieto”. Entonces el cadí y los testigos sentirán compasión de ti y te concederán un respiro».

Mientras así discurrían llamó a la puerta un mensajero del cadí. El joven le salió al encuentro y aquél dijo: «Ve a hablar con mi efendi, pues tu suegro reclama el pago». Alá al-Din le dio cinco dinares y le dijo: «¡Oh, ujier! ¿En qué ley se dispone que habiéndome casado anoche tenga que repudiar esta mañana?» «¡Nuestra ley no lo ha permitido jamás! Si tú no conoces las leyes, yo seré tu defensor.»

Ambos fueron juntos al tribunal. Le preguntaron: «¿Por qué no repudias a la mujer y entras en posesión de lo que te concede el contrato?» Alá al-Din se acercó al cadí, le besó la mano y depositó en ella cincuenta dinares. Respondió: «¡Señor nuestro, cadí! ¿Qué escuela jurídica prescribe que, habiéndome casado anoche, tenga que repudiar esta mañana en contra de mi voluntad?» El cadí replicó: «Ninguna de las escuelas jurídicas de los musulmanes permite que se fuerce al repudio». El padre de la muchacha exclamó: «Si no la repudias, paga los diez mil dinares de la dote», «¡Dame tres días de plazo!» El cadí sentenció: «Tres días de plazo no son suficientes. Te concedo diez».

Así lo acordaron, y le impusieron como condición que, al cabo de los diez días, o pagaba la dote o la repudiaba; Aceptada la condición, Alá al-Din se marchó y fue a comprar carne, arroz, manteca y todo lo que necesitaba para la comida. Después regresó a su domicilio, se presentó ante la adolescente y le refirió todo lo que le había ocurrido. Su mujer le contestó: «Entre la noche y el día ocurren cosas prodigiosas. ¡Recompense Dios a quien ha dicho!:

Sé generoso cuando eres presa de la cólera, y paciente cuando te alcanza una desgracia.

Las noches del destino traen graves acontecimientos y pueden dar a luz cualquier maravilla».

La joven preparó la comida, acercó la mesa, comieron, bebieron, disfrutaron y se pusieron de buen humor. Alá al-Din le pidió que tocase algo de música. Tomó el laúd y empezó a pulsar una melodía capaz de impresionar a las rocas más duras; parecía que las cuerdas cantasen: «¡Oh, David! Tú nos tañes». Después tocó una melodía más vivaz. Mientras así se entretenían, felices, contentos y distraídos, llamaron a la puerta. La mujer le dijo: «Ve a ver quién hay». Bajó, abrió la puerta y encontró plantados a cuatro derviches. Les preguntó: «¿Qué deseáis?» «¡Señor nuestro! Somos derviches de lejanos países. La música y los buenos versos constituyen el alimento de nuestro espíritu. Deseamos que nos dejes descansar en tu casa durante esta noche hasta que llegue la mañana. Entonces seguiremos nuestro camino, y Dios (¡ensalzado sea!) te recompensará. Estamos enamorados de la música, y cada uno de nosotros sabe de memoria casidas, versos y muwasahhas[84]. Alá al-Din replicó: «¡Tengo que pedir consejo!»

Subió a informar a su mujer, quien le respondió: «Ábreles la puerta». Abrió la puerta, les hizo subir y sentarse; les dio la bienvenida y les ofreció de cenar. No quisieron comer, y le dijeron: «¡Señor! Para nuestros corazones basta el recordar a Dios, y para nuestros oídos, el escuchar la música. ¡Recompense Dios a quien dijo!:

Nuestro único deseo es el estar reunidos; el comer es una característica de los animales.

»Hace un momento hemos oído en tu casa una música deliciosa, pero al entrar en ella ha cesado. Quien tocaba ¿era una esclava o bien una mujer libre?» «Es mi esposa.» Alá al-Din les refirió a continuación todo lo que le había ocurrido, concluyendo: «Mi suegro ha fijado su dote en diez mil dinares y me ha concedido un plazo de diez días». Uno de los derviches le dijo: «¡No te entristezcas y ten pensamientos optimistas! Yo soy el jefe de una cofradía y tengo a mis órdenes cuarenta derviches. Sacaré de ellos y te reuniré los diez mil dinares, y así podrás pagar la dote a tu suegro. Pero tú manda a tu esposa que toque y cante para nosotros: así nos alegraremos y nos refrescaremos. La música sirve a unos de alimento, a otros de medicina y a otros les refresca como un abanico».

Aquellos cuatro derviches eran el califa Harún al-Rasid, el visir Chafar el barmekí, Abu Nuwas al-Hasán b. Hani y Masrur, el portador de la espada de la venganza. Habían pasado junto a esta casa porque el Califa, presa de fuerte angustia aquella noche, había dicho al visir: «Mi deseo consiste en que salgamos y recorramos la ciudad, pues tengo el pecho oprimido». Se habían disfrazado de derviches y habían descendido a la ciudad pasando junto a la casa de Alá al-Din. Aquí, al oír la música, sintieron deseos de averiguar lo que ocurría.

Pasaron la noche contentos y tranquilos, charlando hasta el amanecer. En este momento el Califa colocó cien dinares debajo del tapete, se despidieron y se marcharon a sus quehaceres. La joven, al levantar el tapiz, encontró los cien dinares que estaban debajo y dijo a su esposo: «Coge los dinares que he hallado debajo del tapiz, ya que los derviches los han puesto aquí antes de marcharse sin que nosotros nos diésemos cuenta». Alá al-Din los tomó, se marchó al mercado y compró con ellos carne, arroz, manteca y todo lo que necesitaba.

La noche siguiente, Alá al-Din encendió las velas y dijo a su esposa Zubayda: «Los derviches no han traído los diez mil dinares que me prometieron; ésos son pobres». Mientras así hablaban, los derviches llamaron a la puerta. Su esposa le dijo: «Baja y ábreles». Les abrió y subieron. Les preguntó: «¿Me habéis traído los diez mil dinares que me prometisteis?» Respondieron: «No los hemos conseguido, pero no temas ningún mal. Si Dios lo quiere, mañana te cocinaremos un guiso de alquimia. Ahora manda a tu mujer que nos deje oír una gran tocata de música para que podamos refrescar nuestros corazones: la música nos place». Les tocó una pieza con el laúd capaz de hacer bailar a las piedras más duras. Pasaron la noche tranquilos, contentos, en medio de la conversación y de la alegría, hasta que apareció la aurora y la luz se esparció. El Califa colocó cien dinares debajo del tapiz. Después se despidieron de Alá al-Din y se marcharon de su casa para dirigirse a sus asuntos. Así continuaron las cosas durante nueve noches, en cada una de las cuales el Califa fue colocando cien dinares debajo del tapiz. La décima noche no se presentaron. La causa de esto último fue que el Califa había mandado a buscar a uno de los mayores comerciantes y le había dicho: «Tráeme cincuenta fardos de tejidos importados de Egipto».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa dijo al comerciante:] «El precio de cada fardo ha de ser de mil dinares y debe figurar escrito en la cubierta. Mándame además un esclavo abisinio». El comerciante le envió todo lo que le había encargado. El Califa dio al esclavo una palangana y un jarro de oro, regalos y los cincuenta fardos, y escribió una carta como si él fuese Sams al-Din, el presidente del gremio de los comerciantes de El Cairo, padre de Alá al-Din. Dijo al esclavo: «Coge estos fardos y todo lo demás y vete a tal barrio, aquel en el cual está el domicilio del presidente del gremio de los comerciantes, y pregunta: “¿Dónde vive mi señor Alá al-Din Abu al-Samat?” La gente te indicará el barrio y la casa». El esclavo se hizo cargo de los fardos y todo lo demás, y emprendió el camino siguiendo las órdenes del Califa. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia al primo de la joven: Se dirigió a la casa de su padre político y le dijo: «¡Ven! Vamos a buscar a Alá al-Din para librar a mi prima». Ambos salieron y marcharon en busca de Alá al-Din. Al llegar a la casa encontraron cincuenta mulos, cada uno de los cuales llevaba un fardo de ropa. Un esclavo montaba una mula. Le preguntaron: «¿De quién son estos fardos?» «De mi señor Alá al-Din Abu al-Samat. Su padre le había dado algunas mercancías y lo había enviado a Bagdad. Pero en el camino lo han sorprendido los beduinos y le han robado sus bienes y sus fardos. Su padre, enterado de la noticia, me ha despachado para que le entregue estas mercancías en sustitución de las robadas, además de un mulo cargado con cincuenta mil dinares, un paquete de vestidos que cuesta un pico de dinero, una piel de cebellina, una palangana y un jarro de oro.» El padre de la muchacha le contestó: «Ése es mi yerno. Yo te indicaré su casa».

Entretanto, Alá al-Din permanecía profundamente apenado en su domicilio. Llamaron a la puerta. Alá al-Din exclamó: «¡Zubayda! ¡Dios es más sabio! Tu padre me manda a buscar por medio de un mensajero que viene de parte del cadí o de parte del gobernador». «¡Baja y mira de qué se trata!» Bajó, abrió la puerta y vio a su suegro, el presidente del gremio de comerciantes de Bagdad, padre de Zubayda. Vio también un esclavo abisinio, de cara morena y mirada dulce, que iba a caballo de una mula. El esclavo se apeó y le besó las manos. Alá al-Din le preguntó: «¿Qué quieres?» «Soy esclavo de mi señor Alá al-Din al-Samat b. Sams al-Din, jefe del gremio de comerciantes de la tierra de Egipto. Su padre me manda ante él con este depósito.» A continuación le dio la carta. El joven la cogió, la abrió, la leyó y vio que tenía escrito:

¡Oh, mi carta! Cuando mi amado te vea, besa el suelo y sus sandalias.

Ve lentamente y no tengas prisa: mi vida y mi paz están en sus manos.

«Saludos, respetos y cumplimientos. De Sams al-Din a su hijo Alá al-Din Abu al-Samat. Sabe, hijo mío, que he recibido la noticia del asesinato de tus hombres y del robo de tus bienes y tus fardos. Te envío en su lugar estas cincuenta cargas de telas egipcias, vestidos, una piel de cebellina, una palangana y un jarro de oro. No temas ningún daño. Los bienes perdidos te sirvieron de rescate, hijo mío. ¡Ojalá jamás te alcance ninguna pena! Tu madre y las personas de casa están bien, gozan de buena salud y te envían muchos recuerdos. Me ha llegado, hijo mío, la noticia de que te han hecho marido provisional de Zubayda la del laúd, imponiéndote una dote de cincuenta mil dinares. Te llegarán junto con los fardos que te entregará tu esclavo Selim.»

Cuando hubo terminado de leer la carta se hizo cargo de los fardos, y volviéndose a su suegro le dijo: «¡Suegro! Coge estos cincuenta mil dinares como dote de tu hija Zubayda. Toma los fardos, véndelos como quieras, quédate con las ganancias y dame únicamente el capital». «¡No, por Dios! No aceptaré nada. En cuanto a la dote de tu esposa, ponte de acuerdo con ella.» Alá al-Din y su suegro entraron juntos en la casa después de haber hecho almacenar los fardos.

Zubayda preguntó a su padre: «¡Padre! ¿De quién son estos fardos?» «Son las mercancías de Alá al-Din, tu esposo. Se las ha enviado su padre en sustitución de aquellas que le robaron los beduinos. Le ha enviado además cincuenta mil dinares, vestidos, una piel de cebellina, una mula y una palangana y un jarro de oro. En cuanto a tu dote, a ti toca decidir.» Alá al-Din abrió una caja y le entregó lo que contenía. El primo de la muchacha chilló: «¡Tío! ¡Haz que Alá al-Din repudie a su mujer!» «¡Eso es algo que no hará jamás —replicó el suegro—, ya que tiene el contrato matrimonial en su poder!» El ex marido se marchó preocupado y abatido, llegó a su casa enfermo, se metió en la cama y murió.

Por su parte, Alá al-Din, una vez se hubo hecho cargo de los fardos, se dirigió al mercado, compró los comestibles, bebidas, manteca y todo lo que necesitaba e hizo lo mismo que las otras noches. Dijo a Zubayda: «¡Fíjate qué derviches más embusteros! Nos hicieron una promesa, pero han faltado a ella.» «Tú eres el hijo del presidente del gremio de los comerciantes, y tu mano ha sido incapaz de facilitarle medio céntimo; ¿qué pueden hacer los pobres derviches?» «En vez de ellos ha sido Dios (¡ensalzado sea!) Quien nos ha enriquecido. Si vienen no volveré a abrirles la puerta.» «¿Por qué? Los bienes sólo nos han llegado a consecuencia de su venida; además, todas las noches colocaban debajo del tapiz cien dinares. Si vienen, les abrirás.»

Cuando el día y la luz desaparecieron y llegó la noche, encendió las velas y le dijo: «Zubayda: toca y canta para mí». En aquel instante llamaron a la puerta y su mujer le dijo: «Ve y mira quién está a la puerta». Bajó, abrió la puerta y vio a ellos, a los derviches. Les dijo: «¡Bien venidos, embusteros! ¡Subid!» Subieron con él, los hizo sentar y les acercó la mesa de comer. Comieron, bebieron, disfrutaron y estuvieron alegres. Después le dijeron: «¡Señor mío! Nuestros corazones están preocupados por ti. ¿Qué ha ocurrido con tu suegro?» «Dios nos ha recompensado por encima de nuestro deseo.» «¡Por Dios! Temíamos por ti…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [le dijeron:] «… y sólo nos impidió venir la incapacidad de nuestras manos para hacernos con el dinero». «Me ha llegado rápido auxilio gracias al Señor. Mi padre me ha enviado cincuenta mil dinares y cincuenta fardos de tela, cada uno de los cuales vale mil dinares; un traje, una piel de cebellina, una mula, un esclavo y una palangana y un jarro de oro. Así he hecho la paz con mi suegro y mi esposa es, definitivamente, mía. ¡Loado sea Dios por todo ello!»

El Califa se levantó para evacuar una necesidad, y el visir Chafar se inclinó hacia Alá al-Din y le dijo: «¡Compórtate con corrección! Estás en presencia del Emir de los creyentes». «¿Qué falta de educación he cometido en presencia del Emir de los creyentes? ¿Quién de vosotros es el Emir de los creyentes?» «El que te ha dirigido la palabra y ha salido a evacuar una necesidad, ése es el Emir de los creyentes, Harún al-Rasid; yo soy Chafar; éste es Masrur, el portador de la espada de la venganza, y ese otro es Abu Nuwas al-Hasán b. Hani. Piensa con la razón, Alá al-Din, y considera las distancias. ¿Cuántos días de viaje hay desde El Cairo hasta Bagdad?» «Cuarenta y cinco.» «Tus mercancías fueron robadas hace tan sólo diez días. ¿Cómo puede haber llegado la noticia a tu padre; cómo puede éste haber tenido tiempo de embalar los fardos y de hacerlos recorrer una distancia de cuarenta y cinco días en diez días?»

Alá al-Din preguntó; «¡Señor mío! ¿De dónde me viene todo esto?» «Te lo ha enviado el Califa, el Emir de los creyentes, a causa del mucho afecto que siente por ti.» Mientras así hablaban, el Califa se acercó. Alá al-Din se puso de pie y besó el suelo delante de él. Dijo: «¡Dios te guarde, oh Emir de los creyentes, te conceda larga vida y haga curar tu virtud y tu generosidad para con la gente!» «¡Alá al-Din! —le contestó el Califa—. Manda a Zubayda que toque para celebrar el buen fin del asunto.» Tocó entonces una sonata con el laúd, que fue una de las maravillas del mundo, hasta el punto de impresionar a las rocas más duras. El laúd gritaba: «¡Oh, David! ¡Tú nos tañes!»

Pasaron la noche, hasta la llegada de la aurora, en el más alegre de los estados. Al ser de día, el Califa dijo a Alá al-Din: «Mañana ven a la audiencia». «De buen grado, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, oh Emir de los creyentes, y tú te encuentras bien.»

Alá al-Din tomó diez fuentes, colocó en ellas preciosos regalos y al día siguiente se dirigió con ellas a la audiencia. El Califa estaba sentado en el trono del pabellón cuando Alá al-Din apareció por la puerta del mismo recitando estos versos:

¡Salúdete la felicidad todas las mañanas! ¡Quede el envidioso apesadumbrado!

¡Sean eternamente tus días blancos, y los de tus enemigos, negros!

El Califa le dijo: «¡Bien venido, Alá al-Din!» «¡Emir de los creyentes! El Profeta (Dios lo bendiga y lo salve) aceptaba regalos. Estas diez bandejas con lo que contienen son el regalo que te ofrezco.» El Emir de los creyentes lo aceptó, mandó que le diesen un traje de honor, lo nombró presidente del gremio de mercaderes y le concedió un puesto en su Consejo.

Mientras estaba sentado en éste se presentó su suegro, el padre de Zubayda. Vio que Alá al-Din ocupaba su sitio y que llevaba puesto un traje de honor. Dijo: «¡Emir de los creyentes! ¡Rey del tiempo! ¿Por qué está sentado ése en mi lugar y viste un traje de honor?» «Porque lo he nombrado presidente del gremio de los comerciantes; los cargos son temporales y no eternos; tú has sido destituido.» «Él es uno de los nuestros, y tú, oh Emir de los creyentes, has obrado magníficamente. ¡Haga Dios que sean siempre los mejores los que cuiden de nuestros asuntos! ¡Cuántos humildes han llegado a ser grandes!»

El Califa extendió un firmán en favor de Alá al-Din y se lo entregó al gobernador; éste lo pasó al heraldo, quien anunció en plena audiencia: «¡Alá al-Din Abu al-Samat es el único presidente del gremio de los comerciantes! ¡Ha de ser escuchado, respetado, honrado, tratado con deferencia y figurar en el primer lugar!»

Una vez terminada la audiencia, el gobernador y Alá al-Din salieron juntos, precedidos por el pregonero, que decía: «¡Alá al-Din Abu al-Samat es el único presidente del gremio de los comerciantes!» Al día siguiente el joven abrió una tienda a su esclavo y lo instaló en ella para que comprase y vendiese, mientras él, a caballo, se dirigía a ocupar el sitio que le correspondía en el Consejo del Califa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que un día, mientras él estaba sentado, como era su costumbre, en su puesto, una persona dijo al Califa: «¡Emir de los creyentes! ¡Ojalá vivas muchos años! Fulano, tu comensal, ha ido a acogerse en la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). ¡Que tu vida sea larga!» El Califa preguntó: «¿Dónde está Alá al-Din Abu al-Samat?» Lo condujeron a su presencia y en cuanto lo vio le regaló un precioso vestido de honor, lo nombró su comensal y le asignó una pensión de mil dinares al mes. Así continuó a su lado, sentándose en su misma mesa.

Cierto día, mientras él estaba sentado, como tenía por costumbre, en su puesto al servicio del Califa, entró en la sala de audiencias un emir con lanza y escudo. Dijo: «¡Emir de los creyentes! ¡Ojalá vivas muchos años! El jefe de los Sesenta ha muerto hoy». El Califa mandó llamar a Alá al-Din Abu al-Samat y lo nombró jefe de los Sesenta en sustitución del difunto; como éste no había dejado mujer ni hijos, Alá al-Din se hizo cargo de sus bienes, ya que el Califa le había dicho: «Entiérralo y quédate con todas las riquezas, bienes, esclavos, esclavas y criadas que ha dejado». Después el Califa agitó el pañuelo y los asistentes a la audiencia se marcharon.

Alá al-Din se retiró acompañado de su séquito: el almocadén Ahmad al-Danif, capitán de la diestra del Califa, escoltado por sus cuarenta hombres y llevando a su izquierda a Hasán Sumán, capitán de la izquierda del Califa, con otros cuarenta hombres. Alá al-Din se volvió hacia el almocadén Hasán Sumán y sus hombres y les dijo: «Interceded en mi favor junto al almocadén Ahmad al-Danif con el fin de que me acepte por hijo por medio de un contrato ante Dios». Lo aceptó y añadió: «Yo y mis cuarenta hombres andaremos todos los días, delante de ti, a la audiencia». Alá al-Din permaneció al servicio del Califa un plazo de tiempo.

Cierto día Alá al-Din salió de la audiencia, se dirigió a su casa y despidió, al llegar a ella, a Ahmad al-Danif y sus hombres. Se sentó al lado de su mujer, Zubayda la del laúd, y ésta encendió las velas y salió a satisfacer una necesidad. Su esposo, que había quedado sentado en su sitio, oyó un grito penetrante. Salió corriendo para ver quién había gritado y se dio cuenta de que había sido Zubayda la del laúd, que estaba tendida. Colocó la mano en el pecho de su mujer y vio que estaba muerta.

La casa de su padre estaba enfrente de la de Alá al-Din y aquél había oído el grito. Preguntó al yerno: «¿Qué ocurre, señor Alá al-Din?» «¡Ojalá vivas muchos años, padre! Tu hija Zubayda la del laúd ha muerto. ¡Padre mío! ¡A los muertos se les honra al enterrarlos!» Al día siguiente la depositaron en el polvo, y Alá al-Din se consagró a consolar a su suegro y éste hizo lo mismo respecto del yerno. Esto es lo que se refiere a Zubayda la del laúd.

He aquí lo que hace referencia a Alá al-Din. Se vistió de luto, dejó de asistir a la audiencia, lloró y quedó con el corazón triste. El Califa preguntó a Chafar: «¡Ministro mío! ¿Cuál es la causa de que Alá al-Din no asista a la audiencia?» «¡Emir de los creyentes! Tiene el corazón afligido a causa de su mujer Zubayda; está apenado por el luto.» «Es necesario que le demos el pésame.» «De acuerdo.»

El Califa, el visir y algunos criados salieron, montaron a caballo y se dirigieron al domicilio de Alá al-Din. Éste, que estaba sentado, los vio llegar, salió a recibirlos y besó el suelo ante el Califa. El soberano le dijo: «¡Dios te la reemplace con bien!» Alá al-Din replicó: «¡Concédanos Dios el favor de alargar tu vida, Emir de los creyentes!» «¡Alá al-Din! ¿Por qué has dejado de asistir a la audiencia?» «Por la mucha pena que siento por la pérdida de mi esposa Zubayda, Emir de los creyentes.» «¡Aleja la pena de tu corazón, ya que ella murió en la misericordia de Dios (ensalzado sea)! La tristeza nunca sirve de nada.» «¡Emir de los creyentes! Mi dolor por ella sólo cesará cuando yo muera y sea enterrado a su lado.» «Todas las desgracias reciben su compensación junto a Dios. No hay astucia ni riquezas que libren de la muerte. ¡Recompense Dios a quien dijo!:

Todo hijo de mujer, por buena que sea su salud, será llevado un día en parihuelas.

¿Cómo puede gozar y disfrutar de la vida aquel cuyas mejillas serán cubiertas de polvo?»

El Califa, una vez le hubo dado el pésame, le recomendó que no faltase a la audiencia y regresó a palacio.

Al día siguiente Alá al-Din se dirigió a la audiencia, se presentó al Califa y besó el suelo ante éste. El soberano se levantó del trono, le dio la bienvenida, lo saludó, le hizo sentar en su puesto y le dijo: «Alá al-Din: esta noche eres mi invitado». Después se dirigió con él a su harén y mandó avisar a una esclava llamada Qut al-Qulub. Dijo a ésta: «Alá al-Din tenía una esposa llamada Zubayda la del laúd que lo consolaba en sus penas y preocupaciones. Ha muerto, yendo a pasar a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Quiero que le toques, en el laúd…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa continuó:] «… una de las maravillas del mundo para consolarlo de la pena y de las tristezas». La esclava tocó una melodía prodigiosa. El Califa se dirigió a Alá al-Din y preguntó: «¿Qué opinas, Alá al-Din, de la voz de esta esclava?» «Zubayda tenía una voz más hermosa, pero ésta toca el laúd con mayor perfección, de tal modo que es capaz de emocionar a las piedras más duras.» «¿Te gusta?» «Me place mucho, Emir de los creyentes.» «¡Por la vida de mi cabeza y por la tumba de mis antepasados! Ella y sus esclavas constituyen el regalo que te hago.» Alá al-Din creyó que el Califa bromeaba.

La semana siguiente, el Califa fue a visitar a su esclava Qut al-Qulub y le dijo: «Te he regalado a Alá al-Din». Ella se alegró, porque lo había visto y se había enamorado. El Califa salió del serrallo y se dirigió a la audiencia, mandando llamar a los portadores. Les dijo: «Transportad todos los enseres de Qut al-Qulub; colocad a ésta en una litera y llevadla, con sus esclavas, al domicilio de Alá al-Din». Ella, sus esclavas y sus enseres fueron trasladados a casa del joven. El Califa se sentó en el Consejo hasta el fin del día. Terminada la audiencia se dirigió a su palacio. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Qut al-Qulub. Se instaló, con sus cuarenta esclavas y los correspondientes eunucos, en casa de Alá al-Din. Dijo a dos eunucos: «Uno de vosotros se sentará en una silla a la derecha de la puerta y el otro se colocará a su izquierda. Cuando llegue Alá al-Din le besaréis las manos y le diréis: “Nuestra señora Qut al-Qulub te espera en su habitación. El Califa te la ha regalado a ella y sus esclavas”». Contestaron: «Así lo haremos». Cumplieron lo que les había mandado.

Alá al-Din, al llegar y ver a dos eunucos del Califa sentados al lado de su puerta quedó estupefacto. Se dijo: «Tal vez no sea ésta mi casa, pero si lo es, ¿qué ocurre?» Los eunucos, al verlo, se dirigieron hacia él, le besaron las manos y le dijeron: «Pertenecemos a la casa del Califa y somos esclavos de Qut al-Qulub. Ésta te manda saludos y te dice que el Califa te la ha regalado junto con sus esclavas, y te invita a que vayas a su lado». «Id y decidle: “¡Sé bien venida! No entraré en la habitación que ocupas mientras tú estés, ya que lo que ha pertenecido al señor no corresponde al criado”. Preguntadle a cuánto ascendían sus gastos diarios cuando estaba junto al Califa.»

Subieron a verla y le comunicaron el encargo. Ella respondió: «Cien dinares por día». Alá al-Din se dijo: «No necesitaba que el Califa me regalase a Qut al-Qulub para que yo tuviese que gastar por ella tal suma. Pero no me queda más remedio». Ella permaneció unos días en su casa y él le fue pasando cien dinares diarios, hasta que en un momento dado dejó de asistir a la audiencia. El Califa dijo al visir Chafar: «He regalado Qut al-Qulub a Alá al-Din con el único fin de distraerlo de la pérdida de su esposa. ¿Qué motiva que se haya apartado de nosotros?» «Emir de los creyentes, ¡qué gran verdad estableció quien dijo!: “Quien encuentra a los seres amados olvida a los amigos”.» «Tal vez —replicó el Califa— se ha apartado de nosotros con un motivo justificado. Iremos a visitarlo.»

Unos días antes Alá al-Din había dicho al visir: «Me he quejado al Califa de la pena que experimento por la pérdida de mi mujer Zubayda la del laúd, y me ha regalado a Qut al-Qulub». El visir le había contestado: «Si no te amase no te la habría regalado. ¿Has cohabitado ya con ella, Alá al-Din?» «¡No, por Dios! No sé ni lo larga ni lo ancha que es.» «¿Por qué?» «¡Visir! Porque lo que es bueno para el señor no lo es para el criado.»

El Califa y Chafar se disfrazaron y salieron a visitar a Alá al-Din. No se detuvieron hasta llegar junto a éste, quien, al reconocerlos, se incorporó y besó la mano del Califa. El soberano, al contemplar al joven, se dio cuenta de que tenía un aspecto triste. Le preguntó: «¡Alá al-Din! ¿Cuál es la causa de la tristeza que sientes? ¿No te has presentado a Qut al-Qulub?» «Emir de los creyentes: lo que es bueno para el señor no lo es para el criado. Hasta ahora no me he presentado a ella y no sé cómo es de larga o de ancha. ¡Líbrame de ella!» «Quiero reunirme con ella para preguntarle cómo se encuentra.» «De buen grado, Emir de los creyentes.» El Califa entró a visitar…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa entró a visitar] a Qut al-Qulub. Ésta, al verlo, se incorporó y besó el suelo delante de él, quien le preguntó: «¿Ha cohabitado contigo Alá al-Din?» «No, Emir de los creyentes. A pesar de que yo lo he invitado a venir, él no ha aceptado.» El Califa le mandó que regresase al serrallo y dijo a Alá al-Din: «No te apartes de nosotros». El Califa regresó a palacio.

Transcurrida la noche, Alá al-Din montó a caballo, se dirigió a la audiencia y ocupó el puesto de jefe de los Sesenta. El Califa mandó que el tesorero entregase diez mil dinares al visir Chafar. Le dio dicha suma y a continuación el Califa dijo al visir: «Te mando que vayas al zoco de las esclavas y compres una que cueste diez mil dinares para Alá al-Din». El visir obedeció la orden del Califa, y tomando consigo al joven se dirigió al zoco de las esclavas.

Casualmente, aquel día el gobernador de Bagdad nombrado por el soberano, el emir Jalid, había ido al mismo zoco a comprar una muchacha para su hijo. La causa de ello era que su mujer, llamada Jatún, le había dado un hijo de aspecto desagradable; éste había recibido el nombre de Habzalam Bazaza y había llegado a los veinte años sin saber montar a caballo. Su padre era todo lo contrario: valiente, atrevido, excelente jinete y capaz de entrar en el mar de las tinieblas. Cierta noche, Habzalam Bazaza, en sueños, llegó a la pubertad. Se lo contó a su madre y ésta se alegró y lo refirió a su padre. Le dijo: «Quiero que lo cases, pues ya tiene derecho al matrimonio». Le respondió: «Ninguna mujer aceptará a este ser de aspecto desagradable, de aliento fétido; es, además, sucio y salvaje». «Pues le compras una esclava.»

Dios (¡ensalzado sea!) había dispuesto que en el mismo día en que el visir y. Alá al-Din se habían dirigido al mercado, acudiese también el gobernador, emir Jalid, acompañado por su hijo Habzalam Bazaza. Mientras estaban en el mercado apareció una esclava de extraordinaria belleza y hermosura, alta y de buenas proporciones, a la que llevaba de la mano un corredor. El visir le dijo: «Ponía en venta con un precio base de mil dinares». Al pasar junto al gobernador, Habzalam Bazaza le dirigió una mirada que le había de causar mil pesares, se prendó de ella y el amor se apoderó de su corazón. Exclamó: «¡Padre mío! ¡Cómprame esa esclava!»

El gobernador llamó al corredor y preguntó a la joven cómo se llamaba. Le respondió: «Me llamo Jazmín». El padre dijo: «¡Hijo mío! Si te place, puja». El muchacho pregunto: «¡Corredor! ¿Cuánto cuesta?» «Mil dinares.» «Doy mil y un dinar.» El corredor se acercó a Alá al-Din, quien ofreció dos mil. Cada vez que el hijo del gobernador pujaba en un dinar, Alá al-Din pujaba en mil. El joven se encolerizó y preguntó: «¡Corredor! ¿Quién es el que puja conmigo por esa esclava?» «El visir Chafar quiere comprarla para Alá al-Din Abu al-Samat.» Al fin Alá al-Din ofreció diez mil dinares y su dueño se la cedió, recibiendo en cambio el dinero. Alá al-Din la cogió y le dijo: «¡Te declaro libre por la faz de Dios (¡ensalzado sea!)!» A continuación se extendió el contrato nupcial y se la llevó a su casa.

El corredor se marchaba con su comisión cuando lo llamó el hijo del gobernador. Le preguntó: «¿Dónde está la esclava?» «Alá al-Din la ha comprado por diez mil dinares, la ha libertado y ha contraído matrimonio con ella.» El joven se preocupó, aumentaron sus pesares y regresó enfermo de amor a su casa; se tumbó en el lecho, dejó de comer y la pasión y el desvarío fueron en aumento. Su madre, al verlo enfermo, le dijo: «¡Recupera la salud, hijo mío! ¿Cuál es la causa de tu enfermedad?» «¡Madre mía! Cómprame a Jazmín.» «Cuando pase el jardinero te compraré un cesto de jazmín.» «¡Yo no quiero el jazmín que huele! Quiero una esclava llamada Jazmín que mi padre no me ha comprado.» La mujer preguntó a su esposo: «¿Por qué no le has comprado esa esclava?» «Lo que es bueno para el señor no lo es para el criado. Yo no podía conseguirla, ya que la compraba Alá al-Din, el jefe de los Sesenta.»

La debilidad del muchacho fue creciendo, hasta el punto de que perdió el sueño y dejó de comer. La madre estaba envuelta en los velos de la pena. Mientras estaba sentada en su casa, triste por el estado de su hijo, fue a verla una vieja que era la madre de Ahmad Qamaqim el ladrón. Este ladrón era capaz de horadar muros, escalar una pared y robar la pupila del ojo. Todas estas malas artes las dominaba desde pequeño. Habían llegado a nombrarlo jefe de la policía, pero robó una suma; fue sorprendido en el acto por el gobernador, el cual lo detuvo y lo transfirió al Califa. Éste mandó matarlo en el patíbulo. Pidió el auxilio del visir, ya que el Califa nunca rechazaba su intercesión. Aquél intervino, y el soberano le preguntó: «¿Cómo me pides la gracia de esa calamidad que perjudica al género humano?» «¡Emir de los creyentes! Quien inventó la cárcel era un sabio: la cárcel constituye la tumba de los vivos y la alegría de los enemigos.»

El Califa mandó que lo aherrojasen y ordenó escribir en los grillos: «Permanecerá encadenado hasta la muerte, y sólo se le soltará sobre el banco del lavador de cadáveres». Lo metieron, encadenado, en la prisión. Su madre frecuentaba la casa del gobernador, el emir Jalid, y visitaba a su hijo en la prisión. Le dijo: «¿No te tenía dicho que dejases de obrar mal?» «¡Dios ha dispuesto que sea así! Pero tú, madre mía, cuando visites a la mujer del gobernador, convéncela para que interceda por mí ante su marido.»

La vieja fue a ver a la señora del gobernador y la encontró rodeada por las vendas del dolor. Le preguntó: «¿Qué causa tiene tu tristeza?» «El mal estado de mi hijo Habzalam Bazaza.» «¡Dios proteja a tu hijo! ¿Qué mal lo aflige?» Le refirió toda la historia. La vieja le preguntó: «¿Qué dirías de quien encontrase el medio de devolver la salud a tu hijo?» «¿Quién lo va a conseguir?» «Yo tengo un hijo llamado Ahmad Qamaqim, el ladrón. Está aherrojado en la cárcel y sobre sus grillos está escrito: “Permanecerá encadenado hasta la muerte”.

»Tú incorpórate, vístete con el traje más precioso que tengas, ponte tus mejores galas y recibe a tu marido de buen humor y afable. Si te pide lo que los hombres piden a las mujeres, niégate y no permitas que se te acerque. Dile: “¡Qué maravilla, por Dios! Cuando el hombre necesita de su mujer insiste hasta que obtiene, pero si es la mujer la que necesita del esposo, éste no la complace”. Te preguntará: “¿Qué deseas?” Respóndele: “¡Jura que me lo darás!” Cuando lo haya jurado por la vida de su cabeza y por Dios, añade: “¡Júramelo por el repudio!”. Una vez haya hecho este último juramento, dile: “Tienes en tu prisión a un almocadén llamado Ahmad Qamaqim. La madre de éste es una pobre mujer que se ha echado a mis pies y me ha incitado a hablarte. Me ha dicho: ‘Haz que interceda en favor de mi hijo junto al Califa para que pueda arrepentirse y ser recompensado’ ”.» La mujer del gobernador respondió: «Así lo haré». Cuando llegó su esposo…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [cuando llegó su esposo] le dijo aquellas palabras y él juró por el repudio. Así obtuvo lo que deseaba. Transcurrida la noche, a la mañana siguiente, el gobernador se lavó, hizo la oración de la aurora y se marchó a la prisión. Dijo: «Ahmad Qamaqim, ladrón: ¿estás arrepentido de lo que has hecho?» «Me he arrepentido ante Dios, me he convertido en persona honrada y digo con el corazón y la lengua: “Pido perdón a Dios”.» El gobernador lo sacó de la prisión, y lo llevó consigo, aherrojado, a la audiencia.

Se adelantó hacia el Califa y besó el suelo ante él. Éste le preguntó: «¡Emir Jalid! ¿Qué pides?» Entonces Ahmad Qamaqim se adelantó, trabajosamente a causa de sus cadenas, hasta colocarse delante del Califa. Éste preguntó: «¡Qamaqim! ¿Aún estás vivo?» «¡Emir de los creyentes! La vida del desgraciado es muy larga.» «¡Emir Jalid! ¿Por qué lo has traído aquí?» «Porque su madre, pobre y desvalida, no tiene a nadie más que a él. Ha caído a los pies de tu esclavo para que éste interceda “ante ti, oh Emir de los creyentes, para que tú lo libres de sus grillos. Él se ha arrepentido de lo hecho. ¡Colócalo de nuevo en el cargo de jefe de la policía que tenía con anterioridad!»

El Califa preguntó a Ahmad Qamaqim: «¿Te has arrepentido de lo hecho?» «Me he arrepentido ante Dios, Emir de los creyentes.» El Califa mandó llamar al herrero y éste lo libró de sus grillos encima del banco del lavador de cadáveres. Después lo volvió a nombrar jefe de policía, le recomendó un buen comportamiento y una conducta recta.

Qamaqim besó la mano del soberano, vistió de nuevo el uniforme correspondiente y los pregoneros anunciaron su reposición.

Llevaba cierto tiempo en su cargo, cuando su madre fue a visitar a la esposa del gobernador. Ésta le dijo: «¡Loado sea Dios, que ha sacado a tu hijo de la prisión y ahora sólo está en las cadenas de la salud y del bienestar! ¿Por qué no le encargas que idee algo para conseguir que la esclava Jazmín venga a parar a mi hijo, Habzalam Bazaza?» «Se lo diré.» La mujer se marchó y fue a ver a su hijo. Éste estaba borracho. Le dijo: «¡Hijo mío! La esposa del gobernador fue la que consiguió sacarte de la cárcel. Ella te pide que idees el modo de matar a Alá al-Din Abu al-Samat y que entregues la esclava Jazmín a su hijo Habzalam Bazaza». «¡Ésa es la cosa más fácil que existe! Esta misma noche idearé algo.»

Aquella noche era la primera del nuevo mes; ese día el Emir de los creyentes acostumbraba pernoctar con la señora Zubayda y conceder la libertad a una esclava y un mameluco o hacer obras equivalentes. También tenía por costumbre quitarse el traje real, el rosario, el puñal y el sello del reino. Lo dejaba todo encima del trono que tenía en la sala del Consejo. Tenía también el Califa una lámpara de oro adornada con tres piedras preciosas engarzadas en un hilo de oro, la cual tenía en mucha estima. El Califa, pues, confió el traje, la lámpara y todo lo demás a los eunucos y se dirigió a la habitación de la señora Zubayda.

Ahmad Qamaqim, el ladrón, esperó hasta la llegada de la medianoche, cuando Cánope brilla en el cielo, hora a la cual duermen las criaturas, pues el Creador extiende sobre ellas su velo. Entonces empuñó la espada con la diestra, una cuerda con la izquierda y se dirigió a la sala del Consejo del Califa. Apoyó una escala en el muro, echó la cuerda en el interior y colgándose de ésta subió por la escalera hasta las azoteas. Forzó el tabique de la sala, se metió por el interior y encontró a los eunucos durmiendo. Les dio un narcótico y se apoderó del traje del Califa, del rosario, del puñal, del pañuelo, del sello y de la lámpara de las piedras preciosas. Después descendió del lugar al que había trepado y corrió a la casa de Alá al-Din Abu al-Samat.

Abu al-Din, aquella noche, estaba lleno de alegría con su esclava; había cohabitado con ella y la había dejado encinta. Ahmad Qamaqim se metió en la sala de Alá al-Din, quitó una baldosa de mármol del centro del salón y cavó debajo. Metió allí parte de lo robado y se quedó con el resto. Después colocó la baldosa de mármol y, con cemento, la dejó tal como estaba; descendió del lugar al que había subido, diciéndose: «Me emborracharé teniendo enfrente la lámpara del Califa y bebiendo de la copa a su luz». Después se marchó a su casa.

El Califa, a la mañana siguiente, se dirigió a la sala. Se dio cuenta de que los eunucos habían sido narcotizados. Los despertó y alargó la mano, pero sin encontrar ni el traje ni el sello, ni el rosario ni el puñal, ni el mandil ni la lámpara. Se indignó de manera furiosa, se puso el vestido de la cólera, que consistía en una túnica roja, y se sentó en la sala del Consejo. El visir se adelantó, besó el suelo delante de él y dijo: «¡Aleje Dios todo mal del Emir de los creyentes!» Le replicó: «¡Visir! El daño es grande». «¿Qué ha ocurrido?» Le refirió todo lo que había sucedido.

En este preciso momento llegó el gobernador, acompañado por Ahmad Qamaqim, el ladrón. Se dio cuenta de que el Califa estaba muy enfadado. El soberano, al ver a aquél, le dijo: «¡Emir Jalid! ¿Qué hay de nuevo por Bagdad?» «La tranquilidad es completa.» «¡Mientes!» «¿Por qué, Emir de los creyentes?» Éste le refirió lo ocurrido, y le dijo: «Te mando que me lo traigas todo». «Emir de los creyentes: el gusano del vinagre vive en el vinagre. Un extraño nunca podría llegar a este lugar.» «Si no me traes estas cosas, te mataré.» «Antes de matarme a mí mata a Ahmad Qamaqim, el ladrón, ya que nadie debe conocer mejor que el jefe de la policía a los criminales y a los traidores.»

Ahmad Qamaqim dijo al Califa: «El gobernador ha intercedido por mí y yo te garantizo la captura del ladrón, pues seguiré sus huellas hasta desenmascararlo. Pero dame dos hombres del cadí y otros dos del gobernador, pues quien ha hecho tal acción ni te teme a ti, ni al gobernador, ni a nadie». El Califa contestó: «Te concedo lo que pides, pero las primeras pesquisas tendrán lugar en mi palacio, después en el del visir, y a continuación en el del jefe de los Sesenta». «Tienes razón, Emir de los creyentes. Es posible que el que ha hecho tal acción sea uno de los que frecuenta el palacio del Emir de los creyentes o el de algunos de sus cortesanos.» «¡Por vida de mi cabeza! ¡Mataré al culpable de esto, aunque sea mi propio hijo!»

Ahmad Qamaqim tuvo lo que quería, y recibió un decreto que le autorizaba a entrar en las casas y registrarlas.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ahmad Qamaqim] salió llevando en la mano un bastón cuyo primer tercio era de bronce, el segundo de cobre y el tercero de hierro y acero. Registró los palacios del Califa y del visir Chafar, recorrió las casas de los chambelanes y de los lugartenientes hasta cruzar por delante de la de Alá al-Din Abu al-Samat. Éste, al oír el barullo delante de su casa, se separó de Jazmín, su esposa, bajó y abrió la puerta. Encontró al gobernador muy inquieto. Le preguntó: «¿Qué ocurre, emir Jalid?» Éste le refirió toda la historia, y Alá al-Din replicó: «Entrad en mi casa y registradla». El gobernador dijo: «Perdona, señor mío. Tú eres una persona fiel, y el que es fiel está fuera de la sospecha de traición». «¡Debéis registrar mi casa!»

El gobernador, los jueces y los testigos entraron, y Ahmad Qamaqim fue pasando de habitación en habitación y se acercó a la losa de mármol debajo de la cual había enterrado las cosas. Golpeó resueltamente con su bastón la losa de mármol, y ésta se rompió y se vio debajo algo que relucía. El almocadén exclamó: «¡En el nombre de Dios! ¡Lo que Dios quiere, ocurre! ¡Bendita sea nuestra venida! ¿Hemos descubierto un tesoro? Quiero observar esto y ver en qué consiste». El juez y los testigos miraron hacia aquel sitio, encontraron todos los objetos y escribieron un atestado certificando que los habían encontrado en la casa de Alá al-Din. A continuación pusieron sus sellos en el escrito, mandaron detener a Alá al-Din, le quitaron el turbante de la cabeza e hicieron un inventario de todos sus bienes y objetos.

Ahmad Qamaqim, el ladrón, cogió a la joven Jazmín, que estaba encinta de Alá al-Din, y la entregó a su madre diciéndole: «Entrégala a Jatún, la mujer del gobernador». Aquélla tomó consigo a Jazmín y la condujo ante la esposa del gobernador. Cuando Habzalam Bazaza la vio, recuperó instantáneamente la salud, corrió y se acercó a ella lleno de alegría, pero la joven cogió un puñal que llevaba en la cintura y le increpó: «¡Apártate de mí! Si no lo haces, te mato y después me suicido». La madre, Jatún, exclamó: «¡Desvergonzada! ¡Deja que mi hijo obtenga de ti lo que desea!» La joven replicó: «¡Perra! ¿Qué escuela de jurisprudencia permite que la mujer tenga dos hombres? ¿Cómo se han de atrever los perros a entrar en la morada de los leones?»

La pasión, el desvarío y la locura del muchacho fueron en aumento, dejó de comer y tuvo que guardar cama. La mujer del gobernador decía: «¡Desvergonzada! ¿Así me afliges en la persona de mi hijo? He de atormentarte a ti, y Alá al-Din debe morir ahorcado». Jazmín contestó: «En ese caso, yo moriré de mi amor por él». La mujer del gobernador le quitó las joyas y los vestidos de seda que llevaba, le dio un traje de arpillera y una camisa de pelo y la envió a la cocina a trabajar con las esclavas, diciéndole: «Ésta es tu recompensa: partirás la leña, pelarás las cebollas y atizarás el fuego de las cazuelas». Le replicó: «Cualquier castigo o servicio me satisface más que ver a tu hijo». Dios hizo que el corazón de las esclavas se apiadase de ella, y la eximieron de los trabajos de cocina. Esto es lo que hace referencia a Jazmín.

He aquí lo que hace referencia a Alá al-Din Abu al-Samat: Lo detuvieron, se hicieron cargo de los objetos encontrados y lo llevaron hasta la sala de audiencia. El Califa estaba sentado cuando aparecieron con Alá al-Din y los objetos robados. El soberano preguntó: «¿Dónde los habéis encontrado?» Respondieron: «En el centro de la casa de Alá al-Din Abu al-Samat». El Califa se inflamó otra vez de ira, cogió sus cosas, pero no encontró la lámpara. Dijo: «¡Alá al-Din! ¿Dónde está la lámpara?» «Yo no he robado y no sé, ni he visto ni tengo noticia.» «¡Traidor! ¡Cómo! ¿Te acerco a mí y tú te alejas, te pongo bajo mi protección y tú me traicionas?»

A continuación, el Califa mandó ahorcarlo. El gobernador lo llevó consigo y el pregonero fue voceando: «¡Éste es el castigo (y bien pequeño es) del que traiciona a los califas bien guiados!» Las gentes corrieron a reunirse al pie de la horca. Esto es lo que hace referencia a Alá al-Din.

He aquí lo que hace referencia a Ahmad al-Danif: El maestro de Alá al-Din, contento y satisfecho, estaba sentado con sus dependientes en un jardín cuando se le presentó uno de los aguadores que trabajaban en la audiencia, le besó la mano y le dijo: «¡Ahmad al-Danif, almocadén! Tú estás sentado contemplando el agua pura que fluye a tus pies sin saber lo que ocurre. «¿Qué sucede?», preguntó. Le replicó el aguador: «Que al que es tu hijo, según el pacto de Dios, Alá al-Din, lo llevan a la horca». Ahmad al-Danif exclamó: «¡Hasán Sumán! ¿Tienes alguna idea?» «Alá al-Din es completamente inocente. Uno de sus enemigos le ha hecho una mala jugada.» «¿Qué opinas?» «Que, si Dios lo quiere, a nosotros nos incumbe su salvación.»

Hasán Sumán se marchó a la cárcel y dijo a los carceleros: «Entregadme un condenado a muerte». Le dieron uno que se parecía mucho a Alá al-Din Abu al-Samat. Se le cubrió la cabeza, y Ahmad al-Danif lo colocó entre él y Alí al-Zaybaq al-Misri. Alá al-Din avanzaba hacia la horca. Al-Danif se adelantó y puso su pie encima del verdugo. Éste le dijo: «Deja sitio para que pueda realizar mi cometido». Le replicó: «¡Maldito! Coge este hombre y ahórcalo en lugar de Alá al-Din Abu al-Samat, que es inocente. Así rescataremos a Ismael con la cabra[85]». El verdugo cogió a aquel hombre y lo ahorcó en lugar de Alá al-Din.

Alá al-Din fue conducido por Alí al-Zaybaq al-Misri y Ahmad al-Danif a la habitación de éste. Una vez dentro, Alá al-Din exclamó: «¡Maestro! ¡Dios te recompense por tanto bien!» Ahmad al-Danif le preguntó: «¿Qué acción has hecho?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ahmad al-Danif siguió diciendo:] «Dios se apiade de quien dijo: “No traiciones a quien en ti confía aunque tú fueses un traidor”. El Califa te había colocado en un puesto elevado, junto a él, y te había dado el título de “el fiel hombre de confianza”. ¿Cómo has podido hacer una cosa tal con él y haberle robado sus cosas?» Alá al-Din replicó: «¡Maestro mío! ¡Por el Gran nombre! Yo no he cometido tal acción ni tengo que ver con ella, ni sé quién la ha realizado». Ahmad al-Danif le dijo: «Esto lo ha hecho uno de tus enemigos, y quien la hace la paga. Pero, Alá al-Din, tú no puedes permanecer en Bagdad, pues contra los reyes, hijo mío, no se puede combatir, y si ellos buscan a alguien, éste ha de sufrir mucho». «¿Adónde iré, maestro?» «Haré que puedas llegar a Alejandría. Es una ciudad bendita, con un umbral verde y de vida fácil.» «Oír es obedecer, maestro.»

Ahmad al-Danif dijo a Hasán Sumán: «No te preocupes, y si el Califa pregunta por mí respóndele que he ido a inspeccionar el país». Ambos salieron de Bagdad y no se detuvieron en el viaje hasta llegar junto a unas viñas y huertos. Allí encontraron a dos judíos, montados en sendas muías, que eran cobradores de impuestos en nombre del Califa. Ahmad al-Danif les dijo: «¡Pagad el derecho de peaje!» Preguntaron: «¿Por qué hemos de pagar peaje?» «Yo soy el guarda del valle.» Cada uno de ellos le dio cien dinares. Después Ahmad al-Danif los mató, cogió las muías, montó él en una y Alá al-Din en la otra.

Siguieron viaje hasta llegar a la ciudad de Ayyas. Dejaron las muías en una posada y pasaron allí la noche. Al día siguiente, Alá al-Din vendió su mula y dejó en custodia, al portero, la de Ahmad al-Danif. En el puerto de Ayyas embarcaron en un buque y juntos llegaron a Alejandría. Ahmad al-Danif y Alá al-Din desembarcaron, recorrieron los zocos y tropezaron con un corredor que subastaba una tienda que tenía anexa una vivienda. El precio era de novecientos cincuenta dinares. Alá al-Din ofreció mil, y el negocio, que pertenecía a la hacienda pública, le fue adjudicado. Le entregaron las llaves.

Abrió la tienda y la vivienda, y en ésta encontró un lecho y cojines. Vio además un almacén lleno de velas, de palos de buque, de cajas, cuerdas, sacos llenos de perlas de vidrio, conchas, estribos, hachas, mazas, cuchillos, tijeras y otros objetos, ya que su anterior dueño había sido un anticuario. Alá al-Din Abu al-Samat se sentó. Ahmad al-Danif le dijo: «¡Hijo mío! La tienda, el piso y todo lo que contienen te pertenece. Quédate aquí, vende y compra y no seas desgraciado. Dios (¡ensalzado sea!) ha bendecido el comercio».

Permaneció con él durante tres días y al cuarto se despidió y le dijo: «Quédate aquí, después de mi marcha, hasta que yo te traiga una noticia, de parte del Califa, que garantice tu seguridad y haya descubierto quién te ha hecho esta jugada». Emprendió el viaje de regreso, llegó a Ayyas, retiró la mula de la fonda y siguió viaje hasta Bagdad, en donde se reunió con Hasán Sumán y sus hombres. Preguntó a éste: «Hasán: ¿ha preguntado el Califa por mí?» «No; no le ha pasado por la mente.» Ahmad reanudó su servicio junto al Califa y empezó a buscar noticias.

Cierto día el Califa se volvió al visir Chafar y le dijo: «Fíjate, visir, qué mala pasada me ha hecho Alá al-Din». «¡Emir de los creyentes! Tú le has recompensado con la horca. Ha tenido lo que se merecía.» «¡Visir! Quiero bajar a ver al ahorcado.» «Haz lo que quieras, Emir de los creyentes.» El Califa, acompañado por el visir Chafar, se dirigió a la horca, y levantando los ojos vio un ahorcado que no era Alá al-Din Abu al-Samat, el fiel hombre de confianza. Exclamó: «¡Visir! ¡Éste no es Alá al-Din!» «¿Cómo sabes que se trata de otro?» «Alá al-Din era bajo y éste es alto.» «Los ahorcados se alargan.» «Alá al-Din era blanco, y el rostro de éste es moreno.» «¿No sabes, oh Emir de los creyentes, que la muerte da un color térreo?»

El Califa mandó que lo bajasen de la horca. Una vez lo hubieron descendido vio que llevaba escritos, debajo de ambos talones, el nombre de los dos jeques. Exclamó: «¡Visir! Alá al-Din era sunní y éste es un rafidí[86]». «¡Gloria a Dios, que conoce lo desconocido! Nosotros no sabemos —concluyó Chafar— si éste es Alá al-Din o es otro.» El Califa mandó que lo sepultasen, y lo sepultaron, y Alá al-Din fue olvidado por completo. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Habzalam Bazaza, hijo del gobernador: Murió de amor y pasión, y fue enterrado en el polvo.

He aquí lo que hace referencia a la joven Jazmín: Transcurrido el tiempo del embarazo, le llegó el parto y dio a luz un varón que parecía una luna. Las criadas le preguntaron: «¿Qué nombre le darás?» Respondió: «Si viviera su padre, a él le incumbiría darle el nombre. Yo lo llamaré Aslán». Le dio de mamar durante dos años seguidos, al cabo de los cuales lo destetó y empezó a arrastrarse y a andar.

Cierto día en que su madre trabajaba en la cocina, el muchacho echó a andar y vio la escalera que llevaba al recibidor. Subió por ella. El emir Jalid, el gobernador, que estaba allí sentado, lo cogió, lo sentó en su regazo y alabó a su Señor por lo que habría creado y formado. Le contempló la cara y vio que era igual a la de Alá al-Din Abu al-Samat. Su madre, Jazmín, entretanto, lo estaba buscando sin encontrarlo, por lo que subió al recibidor. Vio que el emir Jalid estaba sentado y que el niño jugaba en sus brazos, pues Dios había abierto el corazón del emir Jalid al amor del niño. Éste se volvió, y al ver a su madre quiso salir a su encuentro, pero el emir lo estrechó contra su pecho y dijo: «¡Acércate, muchacha!»

Una vez estuvo a su lado le preguntó: «¿De quién es hijo el chico?» «Es mi hijo, el fruto de mis entrañas.» «¿Quién es su padre?» «Su padre fue Alá al-Din Abu al-Samat, pero ahora es tu hijo.» «¡Alá al-Din fue un traidor!», exclamó el gobernador. La mujer replicó: «¡Dios lo guarde de la traición! No sabía que “el fiel” fuera traidor». «Cuando este muchacho crezca y se haga mayor y te pregunte: “¿Quién es mi padre?”, respóndele: “Tú eres hijo del emir Jalid, el gobernador y jefe de la policía”.» La madre replicó: «Así lo haré».

El emir Jalid mandó circuncidar al niño, lo crió, le dio una magnífica educación y le puso como maestro a un alfaquí, calígrafo, que le enseñó a leer el Corán. Lo leyó una y otra vez, y al final lo supo por entero. El niño llamaba al emir Jalid «padre mío», y el gobernador, que acostumbraba a visitar los campos de maniobra e instruir a las tropas de caballería, enseñó al joven los fundamentos del arte de la guerra y el manejo de la lanza y de la espada hasta hacer de él un completo caballero; le enserió también a ser un hombre valiente. Así, a los catorce años de edad alcanzó el grado de emir.

Cierto día, Aslán se reunió con Ahmad Qamaqim, el ladrón, y se hicieron amigos. Siguió a éste hasta la taberna y Ahmad Qamaqim, el ladrón, sacó la lámpara de piedras preciosas que se había apropiado al robar los útiles del Califa. La colocó delante y empezó a beber copas a su luz, hasta emborracharse. Aslán le dijo: «¡Almocadén! ¡Dame esta lámpara!» «¡No puedo dártela!» «¿Por qué?» «Porque por su causa mueren las personas.» «¿Quién se ha perdido por ella?» «Uno que vino aquí y fue nombrado jefe de los Sesenta. Se llamaba Alá al-Din Abu al-Samat y murió por su causa.» «¿Cuál es su historia, y cuál fue el motivo de su muerte?»

El ladrón refirió: «Tú tenías un hermano que se llamaba Habzalam Bazaza. Al cumplir los dieciséis años de edad fue apto para contraer matrimonio, y pidió a su padre que le comprase una esclava». Le contó toda la historia desde el principio hasta el fin, le refirió la enfermedad de Habzalam Bazaza y lo que había ocurrido a Alá al-Din. Aslán se dijo: «Tal vez mi madre sea la esclava Jazmín, y mi padre, Alá al-Din Abu al-Samat». El joven Aslán se marchó triste de su lado. Tropezó con el almocadén Ahmad al-Danif, y cuando éste lo vio, exclamó: «¡Gloria a Aquel que no tiene pareja!» Hasán Sumán le preguntó: «¡Padre mío! ¿De qué te admiras?» «De la figura del joven Aslán. Es el ser que más se parece a Alá al-Din Abu al-Samat.»

Ahmad al-Danif lo llamó: «¡Aslán!» Éste le contestó. Entonces le preguntó: «¿Cómo se llama tu madre?» «La esclava Jazmín.» «Tranquilízate y alégrate. Tu padre es Alá al-Din Abu al-Samat. Pero, hijo mío, ve a ver a tu madre y pregúntale quién es tu padre.» «¡Así lo haré!» Corrió a ver a su madre y la interrogó. Le contestó: «Tu padre es el emir Jalid». «Mi padre no es otro que Alá al-Din Abu al-Samat.» La madre rompió a llorar y le preguntó: «¿Quién te lo ha dicho, hijo mío?» «El almocadén Ahmad al-Danif me lo ha contado.»

Ella le refirió todo lo sucedido y concluyó: «¡Hijo mío! Ha aparecido la verdad y se ha desvanecido el engaño. Sabe que Alá al-Din Abu al-Samat fue tu padre y que el emir Jalid sólo te ha criado y te ha adoptado por hijo. ¡Hijo! Si te reúnes con el almocadén Ahmad al-Danif, pregúntale: “¡Padre mío! Te conjuro, por Dios, a que me vengues del asesino de mi padre, Alá al-Din Abu al-Samat”». El joven dejó a su madre y corrió a buscar al almocadén Ahmad al-Danif.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven] le besó la mano. Aquél le preguntó: «¿Qué te ocurre, Aslán?» «He investigado y me he cerciorado de que mi padre Alá al-Din Abu al-Samat fue matado. Quiero que me vengues de su asesino.» «¿Quién asesinó a tu padre?» «Ahmad Qamaqim, el ladrón.» «¿Quién te ha contado esta historia?» «He visto en su poder la lámpara que, perteneciendo a las cosas del Califa, se extravió. Le he dicho: “Dame esta lámpara”, pero no ha querido y me ha respondido: “Esto tiene la culpa de la pérdida de muchas personas”. Me ha contado que él se descolgó, robó los objetos y los escondió en casa de mi padre.»

Ahmad al-Danif le aconsejó: «Cuando veas que el emir Jalid se pone en atuendo de guerra, dile: “Vísteme como tú”. Entonces, sal con él y distínguete con una acción valerosa delante del Emir de los creyentes. El Califa te dirá: «“¡Pídeme un don, Aslán!” Responde: “Te pido que me vengues del asesino de mi padre”. “¡Tu padre vive! ¡Es el emir Jalid, el gobernador!” Contesta: “Mi padre es Alá al-Din Abu al-Samat. A Jalid, el gobernador, sólo le debo la educación”. Refiérele todo lo que te ha ocurrido con Ahmad Qamaqim, el ladrón, y añade: “¡Emir de los creyentes! Manda que lo registren y le sacaré la lámpara del bolsillo”». Aslán replicó: «Así lo haré».

Regresó a su domicilio y encontró al emir Jalid que se preparaba para dirigirse a la audiencia del Califa. Le dijo: «Desearía que me pusieses un vestido como el tuyo y me llevases contigo a la audiencia del Califa». Le puso el traje y se lo llevó a la audiencia, levantaron los pabellones y las tiendas, se dividieron en equipos y empezaron a jugar con las pelotas y bastones. Uno de los caballeros golpeaba la pelota con el palo y otro la rechazaba.

Entre los soldados se encontraba un espía dispuesto a incitar al Califa. Aquél tomó la pelota, la golpeó con el bastón y la tiró a la faz de éste; pero Aslán la desvió del rostro del soberano, la remató en dirección de quien la había enviado, le dio en la espalda y cayó al suelo. El Califa exclamó: «¡Dios te bendiga, Aslán!» Descabalgaron, se sentaron en las sillas y el Califa mandó comparecer al que había tirado la pelota. Cuando lo tuvo delante le preguntó: «¿Quién te ha impulsado a hacer esto? ¿Eres enemigo o amigo?» «Soy enemigo, y estaba decidido a matarte.» «¿Por qué? ¿Es que no eres musulmán?» «¡No! Soy un hereje.»

El Califa mandó matarlo y dijo a Aslán: «¡Pídeme un don!» «Te pido que me vengues del asesino de mi padre», respondió. El Califa replicó: «Tu padre está vivo; está de pie delante de ti». «¿Quién es mi padre?» «El emir Jalid, el gobernador.» «¡Emir de los creyentes! Sólo es mi padre en lo que respecta a la educación. Mi padre es Alá al-Din Abu al-Samat.» «¡Tu padre fue un traidor!» «¡Emir de los creyentes! ¡Dios guarde al Fiel de ser traidor! ¿En qué te traicionó?» «Me robó mi túnica y todo lo que estaba con ella.» «¡Dios no quiera que mi padre haya sido traidor! ¡Señor mío! Te desapareció la túnica y luego la recuperaste, pero ¿también recuperaste la lámpara?» «No la encontramos.» «Yo la he visto en manos de Ahmad Qamaqim y se la he pedido, pero no me la ha querido dar diciéndome: “Ésta causa la pérdida de las personas”. Me ha contado la enfermedad de Habzalam Bazaza, hijo del emir Jalid, y cómo aquél se había enamorado de la esclava Jazmín; cómo había escapado a la cadena perpetua, y ha añadido que él robó la túnica y la lámpara. Tú, Emir de los creyentes, venga a mi padre en la persona de su asesino.»

El Califa gritó: «¡Detened a Ahmad Qamaqim!» Lo detuvieron. Preguntó: «¿Dónde está el almocadén Ahmad al-Danif?» Éste se adelantó y el Califa le dijo: «¡Registra a Qamaqim!» Metió la mano en el bolsillo de éste y sacó la lámpara de pedrería. El Califa chilló: «¡Acércate, traidor! ¿Dónde has obtenido esta lámpara?» «La he comprado, Emir de los creyentes.» «¿Dónde la has comprado? ¿Quién puede tener una lámpara como ésta para vendértela?»

Lo apalearon y confesó que él había robado la túnica y la lámpara. El Califa le preguntó: «¿Por qué hiciste tal acción, traidor, con la que causaste la pérdida de Alá al-Din Abu al-Samat, el fiel custodio?» El soberano mandó detener a Qamaqim y al gobernador. Éste le dijo: «¡Emir de los creyentes! Soy tratado injustamente. Tú mandas que me ahorquen, cuando yo no sabía nada de esta mala jugada. Todo fue organizado por la vieja, Ahmad Qamaqim y mi esposa sin que yo me enterase. Pido tu favor, Aslán». Éste intercedió por él ante el Califa.

El Emir de los creyentes preguntó: «¿Qué ha hecho Dios de la madre de este muchacho?» El gobernador replicó: «Está en mi casa». El Califa le dijo: «Te ordeno que mandes a tu esposa que le ponga sus propios vestidos y sus joyas: que le devuelva su rango de señora. Tú levanta el sello que cierra la casa de Alá al-Din y entrega al hijo sus bienes y riquezas». «Así lo haré.» El gobernador se marchó y ordenó a su esposa que vistiese con sus ropas a Jazmín, quitó todos los sellos de la casa de Alá al-Din y entregó a Aslán las llaves.

El Califa le dijo: «¡Pídeme un don, Aslán!» «Te pido que me reúnas con mi padre.» El Califa rompió a llorar y exclamó: «Lo más probable es que tu padre fuese el hombre al que se ahorcó y murió, pero, ¡por vida de mis antepasados! ¡Daré lo que pida a aquel que me dé la buena nueva de que aún vive!» Ahmad al-Danif se adelantó, besó el suelo delante del soberano y le dijo: «¡Concédeme el perdón, Emir de los creyentes!» «¡Concedido!» «Te comunico, con alegría, que Alá al-Din Abu al-Samat, el fiel custodio, está bien y vive.» «¿Qué dices?» «¡Por vida de tu cabeza! Mis palabras son ciertas desde el momento en que fui yo quien lo rescaté sustituyéndolo por uno que merecía la muerte. Le hice llegar a Alejandría y le abrí una tienda de anticuario.» El Califa le replicó: «Te mando que lo traigas».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Ahmad al-Danif dijo:] «¡De buen grado!» El soberano mandó que le entregasen diez mil dinares, y Ahmad al-Danif emprendió el viaje hacia Alejandría. Esto es lo que a Aslán se refiere.

He aquí lo que hace referencia a su padre, Alá al-Din Abu al-Samat: Vendió todo lo que tenía en la tienda hasta que no quedó en ella más que unas pocas cosas, y entre ellas un saco. Vació éste y cayó de él un talismán que ocupaba toda la palma de la mano y que colgaba de una cadena de oro. El talismán tenía cinco caras, en las que estaban escritos nombres mágicos que parecían pasos de hormiga. Frotó las cinco caras sin obtener respuesta de nadie. Se dijo: «Tal vez sólo sea una piedra de ágata». La colgó en la tienda.

A poco cruzó un cónsul por la calle, levantó la vista, vio el talismán colgado, se sentó en la tienda de Alá al-Din y le preguntó: «¡Señor mío! Este talismán, ¿está en venta?» «Todo lo que tengo está en venta.» «¡Véndemelo por ochenta mil dinares!» «¡Por Dios! ¡Puja!» «¡Véndemelo por cien mil dinares!» «Te lo vendo por cien mil dinares; ¡cuéntame el dinero!» El cónsul le replicó: «No puedo llevar conmigo esta cantidad, pues en Alejandría hay ladrones y canallas. Acompáñame a mi buque y te daré su importe y además un fardo de lana de Angora, otro de raso, otro de astracán y otro de paño».

Alá al-Din se puso de pie, cerró la tienda después de haberle entregado el talismán y dio las llaves a su vecino diciéndole: «Guarda contigo estas llaves en depósito para que yo pueda ir a la nave con este cónsul y volver con el importe de mi talismán. Si me retraso y entretanto viene el almocadén Ahmad al-Danif, que es quien me ha colocado en este lugar, entrégale las llaves e infórmalo de todo». Después se dirigió con el cónsul a la nave.

Subió al buque, el cónsul le ofreció una silla y él se sentó. Aquél gritó: «¡Traed el dinero!» Le pagó y le entregó los cinco fardos que le había prometido. Luego le dijo: «¡Señor mío! Hónrame tomando un bocado o bebiendo un poco de agua». «Si tienes un poco de agua, dame», respondió Alá al-Din. Mandó que le sirviesen sorbetes, pero en ellos había un narcótico. En cuanto hubo bebido cayó de espaldas. Quitaron las sillas, prepararon los palos, izaron las velas y con viento favorable llegaron a alta mar.

El capitán mandó sacar a Alá al-Din de la cala. Lo subieron, le dieron a oler un antídoto, abrió los ojos y preguntó: «¿Dónde estoy?» «Tú estás conmigo, atado y en depósito. Si me hubieses pedido que pujase más, ¡por Dios!, lo hubiera hecho.» Alá al-Din le preguntó: «¿Cuál es tu oficio?» «Soy capitán, y he querido raptarte para llevarte a la amada de mi corazón.» Mientras estaban hablando así, apareció una nave con cuarenta comerciantes musulmanes. El capitán la atacó con su buque, echó los garfios, la abordó con sus hombres, la saquearon, la capturaron y se la llevaron a la ciudad de Génova.

El capitán, a cuyo lado estaba Alá al-Din, llegó a la puerta marina de un castillo. Inmediatamente apareció una joven tocada con el velo. Le preguntó: «¿Has traído el talismán y su dueño?» «Los dos.» «¡Dame el talismán!» El capitán se lo entregó y regresó al puerto, en el cual se dispararon las salvas de ordenanza y así supo el rey de la ciudad que había llegado aquel capitán. Acudió a recibir a éste y le preguntó: «¿Cómo ha ido tu viaje?» «Perfectamente. Además, he cobrado una nave en que viajaban cuarenta y un comerciantes musulmanes.» «Llévalos encadenados a la ciudad.» Entre ellos estaba Alá al-Din.

El rey y el capitán montaron a caballo e hicieron que los prisioneros los precedieran a pie. Así llegaron a la audiencia y mandaron que se adelantase el primer prisionero. Él le preguntó: «¿De dónde eres, musulmán?» «De Alejandría.» «¡Verdugo! ¡Córtale el cuello!», mandó el rey. Aquél le dio un mandoble y separó la cabeza del tronco. Lo mismo ocurrió con el segundo, con el tercero y así sucesivamente hasta terminar con los cuarenta.

Alá al-Din era el último, bebía sus suspiros y se decía: «¡Dios tenga misericordia de ti, Alá al-Din! Tu vida se ha terminado». El rey le preguntó: «¿Y tú de qué país eres?» «De Alejandría.» «¡Verdugo! ¡Córtale el cuello!» El verdugo levantó la espada con la mano y estaba a punto de dejarla caer sobre el cuello de Alá al-Din, cuando apareció una vieja de aspecto respetable.

Se acercó al rey y éste se puso de pie en su honor. Ella le dijo: «¡Rey! ¿No te tenía dicho que cuando llegase el capitán con los prisioneros te acordases del convento concediéndole uno o dos para el servicio de la Iglesia?» Le contestó: «¡Madre mía! ¡Qué lástima que no hayas llegado una hora antes! Toma el único prisionero que queda». La vieja se volvió hacia Alá al-Din y le dijo: «¿Servirás en la iglesia, o bien es más dulce para ti que el rey te dé muerte?» Él contestó: «Serviré en la iglesia».

Lo tomó consigo, salió con él de la audiencia y se dirigió a la iglesia. Alá al-Din le preguntó: «¿Qué trabajo debo hacer?» «Te levantarás al amanecer —le contestó—, tomarás cinco mulos y te marcharás al bosque. Cortarás leña seca y la harás pedazos, llevándola a la cocina del convento. Después quitarás las alfombras, barrerás y fregarás las naves y los mármoles; los recubrirás con las alfombras tal y como estaban. Después tomarás medio ardabb de trigo, lo tamizarás, lo molerás, lo amasarás y harás bizcochos para el convento; tomarás una waba[87] de lentejas, las limpiarás, las molerás y las cocerás. Además llenarás de agua los cuatro surtidores llevándola con cubas; llenarás trescientas sesenta escudillas con bizcochos y puré de lentejas, y llevarás a cada monje o patriarca la suya.»

Alá al-Din le replicó: «¡Devuélveme al rey y deja que me mate! Prefiero esto a semejante servicio». La vieja le dijo: «Si trabajas y haces todo lo que te mando, te libraré de la muerte; si no eres diligente, dejaré que el rey te mate». Alá al-Din, lleno de pena, se sentó. En aquella iglesia había diez ciegos impedidos. Uno de ellos le dijo: «¡Acércame el bacín!» Se lo dio, el ciego hizo sus necesidades y le dijo: «¡Tira los excrementos!» Los tiró y el otro le dijo: «¡Que el Mesías te bendiga, oh siervo de la Iglesia!»

La vieja se le acercó y le preguntó: «¿Por qué no has terminado con tu trabajo en la iglesia?» «¿Cuántas manos tengo para poder terminar tal servicio?» «¡Loco! Yo te he traído aquí sólo para trabajar. Coge, hijo mío, esta barra —era una barra de cobre en cuyo extremo había una cruz— y sal a la calle. Cuando se te acerque el gobernador del país, dile: “Te ruego, en nombre del señor Mesías, que peches para la Iglesia”. Él no te contradecirá; imponle que recoja el grano, que lo tamice, lo muela, lo cierna, lo amase y haga los bizcochos. Apalea a todo aquel que se niegue y no temas a nadie.» «Así lo haré», replicó Alá al-Din. Hizo lo que le había dicho, y durante diecisiete años exigió sin cesar prestaciones personales a grandes y humildes.

Cierto día que estaba sentado en la iglesia, se presentó la vieja y le dijo: «¡Vete fuera del convento!» «¿Adonde he de ir?» «Pasa la noche en una taberna o en casa de uno de tus amigos.» «¿Por qué me sacas de la iglesia?» «Porque Husn Maryam, la hija del rey Juan, rey de esta ciudad, desea entrar en la iglesia para visitarla y no es conveniente que te quedes sentado en medio de su camino.»

El criado fingió obedecer sus palabra: se levantó y aparentó, ante ella, que se marchaba de la iglesia, pero se dijo: «¡Quién supiera si la hija del rey es igual a nuestras mujeres o más hermosa que ellas! No me iré hasta que la haya visto». Se ocultó en una celda que daba a la iglesia.

Mientras miraba al interior de ésta llegó la hija del rey, a la que clavó una mirada que le había de causar mil pesares. Creyó que se trataba de la luna llena cuando aparece detrás de un velo de nubes. La acompañaba una muchacha.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la hija del rey decía a la muchacha:] «Me animas, Zubayda». Alá al-Din fijó la vista en ésta y se dio cuenta de que era su esposa Zubayda la del laúd, muerta tiempo atrás. La hija del rey siguió diciendo a Zubayda: «¡Vamos! Toca una sonata con el laúd». «No te tocaré la pieza hasta que tú me hagas obtener lo que deseo y cumplas lo que me has prometido.» «¿Qué es lo que te he prometido?» «Me has asegurado que me reunirías con el objeto de mis deseos, con mi esposo Alá al-Din Abu al-Samat, el fiel custodio.» «¡Zubayda! Tente bien y alégrate. Toca una música dulce para celebrar la reunión con tu querido esposo, con Alá al-Din.» «Pero ¿dónde está?» «Ahí, en esa celda, escuchando nuestra conversación.»

Tocó, entonces, una sonata capaz de hacer bailar a las piedras más duras. Alá al-Din, al oírla, sintió que sus recuerdos lo desbordaban, salió de la celda, se precipitó sobre las dos y estrechando a su esposa, Zubayda la del laúd, ésta lo reconoció. Los dos se abrazaron y cayeron desmayados en el suelo. La reina Husn Maryam se les acercó, los roció con agua de rosas y los hizo volver en sí diciendo: «¡Dios os ha reunido!» Alá al-Din le dijo: «¡Gracias a tu bondad, señora!»

Después, volviéndose hacia su esposa Zubayda la del laúd, le preguntó: «Tú falleciste, Zubayda, y te enterramos en la tumba: ¿cómo puedes estar viva y haber llegado a este lugar?» «¡Señor mío! —le contestó—, yo no me morí. Un genio maligno me raptó y me trajo, volando, a este lugar. Aquella que enterrasteis era un genio hembra que tenía mi misma forma y se fingió muerta. Después de haberla sepultado hendió la tumba, salió de ella y volvió a ponerse al servicio de su señora, Husn Maryam, la hija del rey. Yo, por mi parte, estaba desvanecida.

»Cuando abrí los ojos me vi al lado de Husn Maryam, la hija del rey, aquí presente. Le pregunté: “¿Por qué se me ha traído aquí?” Me contestó: “Estoy prometida en matrimonio con tu esposo, Alá al-Din Abu al-Samat. ¿Me aceptas, Zubayda? Seré tu compañera y él será una noche mío y otra tuyo”. Respondí: “De buen grado, señora. Pero ¿dónde está mi esposo?” Me contestó: “Lleva escrito en la frente lo que Dios le ha destinado. Cuando haya realizado lo que lleva escrito en la frente vendrá, forzosamente, a este lugar. Consolémonos del dolor de la separación con cantos y música instrumental hasta que Dios nos reúna con él”. He permanecido a su lado todo este plazo, hasta que Dios me ha reunido contigo en esta iglesia.»

Husn Maryam, volviéndose hacia él, le dijo: «¡Señor mío, Alá al-Din! ¿Me aceptas en tu familia y quieres ser mi esposo?» «¡Señora! Yo soy musulmán y tú cristiana. ¿Cómo he de casarme contigo?» «¡Dios no quiera que sea infiel! ¡Quia! Soy musulmana. Hace dieciocho años que he aceptado la religión del Islam y no admito ninguna creencia contraria a las del Islam.» «¡Señora! Deseo marchar a mi país.» «Sabe que he visto escrito en tu frente muchas cosas que te han de ocurrir y te han de llevar a la consecución de tu objetivo y de tus fines, Alá al-Din. Te ha nacido un hijo llamado Aslán que ahora ocupa tu puesto junto al Califa; ya ha cumplido los dieciocho años. Sabe que se ha descubierto la verdad y ha desaparecido el error: nuestro Señor ha descorrido el velo que ocultaba al que había robado los objetos del Califa: era Ahmad Qamaqim, el ladrón, el traidor. Ahora está en la cárcel encerrado y encadenado.

»Sabe que yo soy quien te envió el talismán y que lo hice colocar en el interior de un saco que había en tu tienda; soy quien envió al capitán que te ha traído a ti y al talismán. Sabe que ese capitán está enamorado de mí y quería tener relaciones conmigo, pero yo no consentí que me poseyese; al contrario, le dije: “No te permitiré que me poseas, a menos que me traigas el talismán y su dueño”. Le di cien bolsas de dinero y lo envié disfrazado de comerciante, a pesar de que él era un capitán. Cuando te impulsaban hacia la muerte, después de haber matado a los cuarenta prisioneros que estaban contigo, te envié esta vieja.» Alá al-Din exclamó: «¡Dios te recompense por todo el bien que me has hecho!»

A continuación Husn Maryam renovó, ante él, su profesión de fe islámica, y cuando Alá al-Din se hubo convencido de la sinceridad de sus palabras le dijo: «Infórmame de las virtudes de este talismán. ¿De dónde viene?» «Procede de un tesoro encantado y tiene cinco propiedades que nos serán útiles cuando las necesitemos. Mi abuela, la madre de mi padre, era una bruja que resolvía enigmas y encontraba los tesoros. En uno de éstos encontró este talismán.

»Cuando yo fui mayor y cumplí los catorce años, aprendí a leer el Evangelio y los demás libros y tropecé con el nombre de Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!) en los cuatro libros de la Torá, en el Evangelio, en los Salmos y el Corán. Creí en Mahoma, me convertí al Islam y mi entendimiento quedó convencido de que, en buena ley, Solo había que adorar a un Dios (¡ensalzado sea!). El Señor de las criaturas sólo se encuentra satisfecho de la religión del Islam.

»Mi abuela, al enfermar, me regaló este talismán y me explicó sus cinco virtudes. Antes de morir, mi padre le dijo: “Interroga por mí la arena e infórmame adonde me llevarán los sucesos y qué me ocurrirá”. Le contestó: “Morirás a manos de un prisionero llegado de Alejandría”. Mi padre juró que mataría a todos los prisioneros de esta ciudad, y lo contó al capitán diciéndole: “Debes atacar a todas las naves musulmanas, y matarás a todo aquel que veas que es de Alejandría o, en caso contrario, me lo traerás”.

»Siguió sus órdenes y llegó a matar tantos como cabellos tenía en la cabeza. Mi abuela murió y yo consulté a la arena y me dispuse a saber lo que me iba a ocurrir. Dije: “¡Ojalá supiera con quién me casaré!” Se me reveló que me casaría con uno llamado Alá al-Din Abu al-Samat, el fiel custodio. Me quedé admirada y esperé a que transcurriera el tiempo predeterminado, y así me reuní contigo.»

Alá al-Din se casó con ella. Le dijo: «Quiero volver a mi país». «Si es así, ven conmigo.» Lo tomó consigo y lo escondió en una habitación de su palacio. Fue a ver a su padre. Éste le dijo: «Hija mía. Hoy me encuentro muy deprimido. Siéntate: beberé en tu compañía». Se sentó, pidió la mesa y el vino y la muchacha fue llenando el vaso y dándole de beber hasta que perdió el conocimiento. Entonces colocó un narcótico en la copa y se la hizo beber: el rey cayó de espaldas.

La princesa fue a buscar a Alá al-Din, lo sacó de la habitación y le dijo: «Tu enemigo está tumbado de espaldas: haz de él lo que quieras, pues lo he emborrachado y lo he narcotizado». Alá al-Din entró, vio que estaba inconsciente, le ató las manos a la espalda y le dio un contraveneno que le hizo volver en sí.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey se dio cuenta de que Alá al-Din y su hija estaban sentados encima de su pecho. Exclamó: «¡Hija mía! ¿Tú me haces esto?» «Si es verdad que soy tu hija, conviértete al Islam, pues yo soy musulmana y se me ha hecho patente la verdad. La he seguido, he descubierto dónde estaba el error, y lo he abandonado. Me he sometido a Dios, el Señor de los Mundos, y no aceptaré religión alguna contraria a la creencia del Islam, ni en esta vida ni en la última. Si te conviertes al Islam tendrás amor y respeto, y en caso contrario prefiero tu muerte a tu vida.»

Alá al-Din le aconsejó que se convirtiese, pero él rechazó su propuesta y se insolentó. Alá al-Din desenvainó el puñal, y lo degolló de una yugular a la otra. Después escribió una hoja de papel en la que refirió lo sucedido y la colocó en la frente del muerto; recogió todo lo que era fácil de transportar y tenía mucho valor, y ambos, él y la princesa, salieron del palacio y se dirigieron a la iglesia. La joven sacó el talismán, colocó la mano en la cara en que estaba esculpido un diván y la frotó: inmediatamente apareció delante de ellos un diván. Ella, Alá al-Din y la esposa de éste, Zubayda la del laúd, se colocaron encima, y la princesa dijo: «Por la virtud de los nombres, de los talismanes y signos cabalísticos incisos en este talismán: ¡Diván! ¡Elévate con nosotros por los aires!»

El catre se elevó y los condujo a un valle sin plantas. Entonces la princesa volvió las otras cuatro caras del talismán hacia el cielo, y puso hacia el suelo la que llevaba grabado el diván: éste descendió a tierra. Volvió hacia sí la cara en que estaba incisa una tienda y la frotó diciendo: «¡Plántese una tienda en este valle!», y en el acto apareció una tienda. Se sentaron en ella. El valle era estéril, no había en él ni plantas ni agua. Volvió las cuatro caras hacia el cielo, diciendo: «Por la virtud de los nombres de Dios, ¡que broten ahora mismo los árboles y corra el agua a su pie!» Al momento aparecieron, los árboles y a su lado empezó a correr un río tumultuoso cuyas ondas se entrechocaban.

Hicieron las abluciones, rezaron, bebieron y después volvió las tres restantes caras del talismán, hasta llegar a la que llevaba incisa una mesa de comer. Dijo: «¡Por la virtud de los nombres de Dios! ¡Extiéndase un mantel!» El mantel fue extendido: contenía los guisos más exquisitos. Comieron, bebieron, disfrutaron y se divirtieron. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que al hijo del rey se refiere: Al entrar a despertar a su padre, lo encontró muerto y vio la hoja que había escrito Alá al-Din. La leyó, se dio cuenta de lo que quería decir y buscó a su hermana. Al no encontrarla fue a la vieja que vivía en la iglesia y la interrogó. Le contestó: «No la he visto desde ayer». El joven convocó al ejército gritando: «¡A caballo los caballeros!», y los informó de lo que había ocurrido. Montaron a caballo y galoparon hasta llegar cerca de la tienda. Husn Maryam se volvió, contempló la nube de polvo que cerraba el horizonte, y cuando se hubo levantado y disipado descubrió a su hermano y los soldados que gritaban: «¡Dondequiera que vayáis, nosotros os seguiremos!»

La joven preguntó a Alá al-Din: «¿Qué tal es tu firmeza en la guerra y en el combate?» «Como la del palo envuelto en la corteza: no sé nada de guerra ni de combate, ni de espadas ni de lanzas.» Sacó el talismán, frotó la cara en que estaba dibujada la figura de un caballo y su jinete, y en el acto apareció un guerrero en el desierto que combatió con la espada hasta que los derrotó y los puso en fuga. A continuación la princesa preguntó a Alá al-Din: «¿Quieres ir a El Cairo o a Alejandría?» «A Alejandría.»

Subieron al diván, pronunció el sortilegio, y en menos de un abrir y cerrar de ojos se encontraron en Alejandría. Alá al-Din condujo a las mujeres a una caverna, y él se dirigió a la ciudad, tomó trajes para ellas, las vistió y todos juntos se dirigieron a la tienda, en donde les dio de comer. En este momento compareció el almocadén Ahmad al-Danif, que llegaba de Bagdad. Alá al-Din lo vio en la calle, le salió al encuentro, lo abrazó, lo saludó y le dio la bienvenida.

El almocadén Ahmad al-Danif le dio buenas nuevas de su hijo Aslán, que ya había cumplido los veinte años. Alá al-Din le contó todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin, le hizo entrar en la tienda y en la vivienda, y Ahmad al-Danif quedó asombrado de todo. Transcurrida aquella noche, a la mañana siguiente, Alá al-Din vendió la tienda y juntó su importe al dinero que ya tenía.

Ahmad al-Danif informó a Alá al-Din de que el Califa deseaba tenerlo a su lado. Le contestó: «Iré a El Cairo a saludar a mi padre, a mi madre y a mis familiares». Montaron todos en el diván y se dirigieron a El Cairo, la ciudad feliz, aterrizando en el Darb al-Asfar, porque su casa estaba en aquel barrio. Llamó a la puerta. Su madre preguntó: «¿Quién está en la puerta después de la pérdida de mi amado?» Contestó: «Yo soy Alá al-Din». Sus padres bajaron y lo abrazaron.

Descansaron allí durante tres días, después de los cuales quisieron marcharse a Bagdad. El padre hijo: «¡Hijo mío! ¡Quédate conmigo!» «No puedo vivir separado de mi hijo Aslán», le respondió Alá al-Din. Por consiguiente, tomó consigo al padre y a la madre y viajaron hasta Bagdad.

Ahmad al-Danif se presentó ante el Califa, le dio la buena nueva de la llegada de Alá al-Din y le contó toda su historia. El Califa le salió al encuentro llevando al lado a su hijo Aslán. Se abrazaron, y el Califa mandó comparecer a Ahmad Qamaqim el ladrón. Cuando lo tuvieron delante, el Califa dijo: «¡Alá al-Din! Véngate de tu enemigo». Alá al-Din desenvainó la espada y de un golpe le separé la cabeza del tronco. A continuación el Califa dispuso un gran festín en honor de Alá al-Din. Después comparecieron los jueces y los testigos y formalizaron el contrato matrimonial de Husn Maryam.

Alá al-Din, al cohabitar con ella, vio que se trataba de una perla no perforada. El Califa nombró a Aslán jefe de los Sesenta y le regaló un precioso traje de honor.

Todos vivieron en la vida más dulce y cómoda hasta que llegó el destructor de la felicidad y el disgregador de las sociedades.