El rey se separó de los amigos y compañeros y se encerró en la «Casa del Dolor». Y siguió llorando a sus hijos, y se apartó de sus mujeres, compañeros y amigos. Esto es lo que a él se refiere.

Entretanto, al-Amchad y al-Asad anduvieron por la campiña sin detenerse, comiendo las plantas de la tierra y bebiendo el agua de la lluvia; un mes llevaban ya andando cuando llegaron junto a un monte de sílice negra, cuyo fin no se veía. El camino cruzaba entre aquellas rocas dividiéndose en dos: uno marchaba a media altura, y otro remontaba hacia lo más alto. Escogieron este último y lo siguieron durante cinco días sin llegar al fin; se cansaron mucho, pues no estaban acostumbrados a andar por la montaña ni por el llano. Desesperando de llegar a su fin, volvieron atrás y tomaron el camino que seguía a media altura.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintiséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que lo siguieron todo el día hasta que llegó la noche. Al-Asad, muy fatigado ya por lo largo del trayecto, dijo a su hermano: «¡Hermano mío! No puedo andar más; estoy muy débil». Al-Amchad lo animó: «¡Hermano! ¡Reúne tus fuerzas! ¡Tal vez Dios nos ayude!» Siguieron andando una parte de la noche, mientras al-Asad se fatigaba más y más. Dijo: «¡Hermano! ¡Estoy agotado y no puedo seguir!» Y cayó al suelo llorando. Al-Amchad lo levantó, se lo cargó sobre sus hombros y emprendió la marcha, descansando a ratos. En uno de estos altos llegó la aurora, y al ser claro se puso de pie y vio que había llegado a la cima del monte.

Cerca de allí había una fuente, de la que brotaba agua, y al lado de ella, un granado y un oratorio. Apenas daban crédito a lo que veían. Se sentaron junto a la fuente, bebieron agua, comieron granadas y se quedaron dormidos hasta que el sol estuvo ya alto. Se sentaron, se lavaron, comieron granadas y volvieron a dormirse hasta la caída de la tarde. Entonces se dispusieron a reanudar la marcha, pero al-Asad no pudo, pues tenía los pies llagados. Permanecieron allí tres días, hasta que hubieron reposado, y luego reemprendieron el camino a través del monte: anduvieron por su cima unos cuantos días, y sufrieron sed. Al fin distinguieron a lo lejos una ciudad. Alegres, siguieron el camino hasta llegar a ella.

Al llegar a sus inmediaciones, dieron gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y al-Amchad dijo a al-Asad: «Hermano, quédate aquí; yo entraré en la ciudad, observaré lo que hay, preguntaré por sus condiciones y sabremos en qué parte de la amplia tierra de Dios nos encontramos; sabremos qué países hemos atravesado al cruzar ese monte; si lo hubiéramos bordeado, no habríamos llegado a esta ciudad ni en un año. ¡Loado sea Dios, que nos ha salvado!» Al-Asad replicó: «¡Por Dios, hermano mío! He de ser yo quien vaya a la ciudad. Daría mi vida por ti. Si me dejas aquí y te vas, me hundirás en un mar de cavilaciones, pues no sé estar lejos de ti». «Ve y no tardes», replicó al-Amchad.

Al-Asad bajó por las estribaciones del monte, llevando consigo el dinero, y dejó solo a su hermano. Entró en la ciudad, cruzó las callejas y topó en su camino con un hombre muy anciano viejísimo, cuya barba le llegaba hasta el pecho, en donde se dividía en dos. Llevaba un bastón, iba ricamente vestido y tocaba su cabeza con un gran turbante rojo. Al-Asad, al verlo, se admiró del traje y del aspecto; se acercó a él, lo saludó y le dijo: «¡Señor mío! ¿Cuál es el camino del zoco?» El viejo sonrió y le contestó: «¡Hijo mío! ¿Eres extranjero?» «Sí, soy extranjero, tío.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el anciano dijo:] «Haces feliz a nuestro país, al tiempo que dejas triste al tuyo. Pero, ¿qué quieres del mercado?» «¡Tío! Tengo un hermano, al que he dejado en el monte; ambos venimos de nuestro país y hemos invertido en el trayecto tres meses. Hemos llegado a esta ciudad, y yo he venido aquí a fin de comprar alimentos y regresar con ellos al lado de mi hermano para que pueda comer.» «Hijo mío, te voy a dar una buena noticia. Sabe que tengo preparado un banquete, al que acudirán numerosos invitados; en él hay los mejores y más exquisitos guisos que puedan desearse. ¿Quieres acompañarme a casa? Te daré lo que quieras, no te lo cobraré, y te informaré de las costumbres de esta ciudad. ¡Loado sea Dios, hijo mío, que ha hecho que me encontrases a mí y no a otro!»

Al-Asad le replicó: «Haz por mí lo que estimes pertinente, pero rápido, pues mi hermano me está esperando». El viejo, sonriendo, lo cogió por la mano y lo condujo a un azucaque, diciéndole: «¡Gloria a Dios, que te ha salvado de la gente de esta ciudad!» Siguieron andando hasta entrar en una amplia casa, en uno de cuyos salones estaban sentados cuarenta ancianos, muy viejos, formando un círculo alrededor de un fuego encendido, que adoraban prosternándose. Al-Asad, al ver esto, sintió cómo se le crispaba la piel, aunque no sabía de quiénes se trataba. El jeque dijo a los allí reunidos: «¡Jeques del fuego! ¡Qué día más feliz para nosotros!» Luego llamó: «¡Gadabán!» y apareció un esclavo negro, de rostro ominoso, chato, robusto y de aspecto repulsivo. Hizo un signo al esclavo, y éste ató a al-Asad. Después, el jeque le dijo: «Condúcelo a la habitación subterránea, y déjalo allí. Di a la esclava Fulana que lo atormente noche y día».

El esclavo lo bajó a la habitación y lo entregó a la esclava, que se dedicó a atormentarlo: le daba un mendrugo al principio del día y otro al iniciarse la noche, y un vaso de agua salobre para el desayuno, y otro para la cena. Por su parte, los viejos se reunieron para decirse: «Cuando llegue la fiesta del fuego, lo degollaremos en la cima del monte como sacrificio ofrecido al fuego».

Entretanto, la esclava lo azotó hasta hacerle brotar sangre y conseguir que se desvaneciera. Después colocó al lado de su cabeza el mendrugo y la vasija de agua salobre, y se marchó. Al volver en sí mediada la noche, se encontró atado y dolorido por los golpes. Lloró amargamente, y, acordándose de la gloria, de la felicidad, de la realeza y del señorío en que había vivido…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintiocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que suspiró y recitó estos versos:

Deteneos junto a los restos de la casa y preguntad por nosotros; no creáis que seguimos viviendo en nuestra patria como antes.

El destino, que todo lo separa, también nos ha desunido, y el corazón del envidioso disfruta con nuestra desgracia.

Una malvada, con el corazón lleno de odio hacia mí, me atormenta con azotes.

Tal vez Dios nos reúna de nuevo y depare a nuestros enemigos un castigo ejemplar.

Después de recitar estos versos, al-Asad alargó la mano y encontró el mendrugo y la vasija de agua salobre. Comió un poco para recuperar sus fuerzas, y bebió agua; después se quedó desvelado hasta que amaneció, pues no podía dormir por la gran cantidad de chinches y piojos que allí había. Por la mañana volvió a bajar la esclava y le quitó los vestidos, que estaban empapados de sangre y pegados a su piel; ésta saltó junto con la camisa. Él chillaba, gemía y gritaba: «¡Dios mío! ¡Compadécete de mi tormento! ¡Oh, Señor! Tú no olvidarás a quien es mi opresor. ¡Venga en él la injusticia que comete!» Después, suspirando, recitó estos versos:

No tengas apego a tus cosas, pues todas tienen su fin.

¡Cuántas cosas que parecen tristes tienen consecuencias agradables!

La angustia puede encontrar consuelo, y el consuelo, transformarse en angustia.

Dios hace lo que quiere, y no hay quien lo contraríe.

Espera un próximo bienestar que te haga olvidar lo pasado.

La esclava empezó a golpearlo hasta que se desmayó. Entonces dejó a un lado el mendrugo y la vasija de agua salobre, y se marchó, dejándolo solo, abandonado, afligido, con los miembros sangrando, atado a una cadena de hierro y lejos de los seres amados.

Recordando a su hermano y el poderío de que había gozado, suspiraba, lloraba, gemía, se quejaba, derramaba lágrimas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que recitaba estos versos:

¡Oh, destino, detente! ¿Hasta cuándo serás inicuo y adverso? ¿Cuánto tiempo mantendrás alejados, noche y día, a los seres queridos?

¿No ha llegado el momento de que te apiades del duro tormento que me infliges y tengas compasión? ¡Tienes el corazón de piedra!

Has maltratado a mis amigos al decidir que todos los enemigos gozasen del mal que me hacían.

El corazón del enemigo encontró su cura en lo que vio: mi desconocimiento del país, mi candor, mi aislamiento.

No le bastaron las penas que habían caído sobre mí: la separación de los seres queridos, los ojos inflamados,

y tuvo que ponerme a prueba en una angosta prisión, en la que no tengo más contertulios que las manos para morder,

los lagrimales que lloran cual nubes cargadas de agua, el hálito ardiente cuyo fuego no se extingue,

la aflicción, la pasión, el recuerdo, los suspiros, los sollozos y los gemidos.

Sufro un gran deseo y una pena grande; he caído en una pasión que no da reposo.

No he encontrado quien tenga misericordia de mí, quien me visite con frecuencia.

¿No hay ningún amigo con afecto sincero que se apiade de mis males y de mis largas vigilias?

¿A quién me quejaré de lo que sufro, mientras mi mirada, sin sueño, no descansa?

Mi noche es un eterno tormento, porque me tuesto en el fuego que alimentan las preocupaciones.

Chinches y pulgas chupan mi sangre lo mismo que quien bebe el vino que alarga el garzón de labios rojos.

Mi cuerpo, entre los piojos, semeja el patrimonio del huérfano en manos del juez injusto.

Vivo en una prisión de tres codos, donde paso el tiempo con cadenas y ataduras.

Las lágrimas son mi vino; las cadenas, mi música; et pensamiento, mis dulces, y mis preocupaciones, la cama.

Suspiró, lloró, se quejó y volvió a recordar el estado en que se encontraba y cómo se había separado de su hermano. Esto es lo que se refiere a él.

Su hermano, al-Amchad, lo estuvo esperando hasta el mediodía, y al ver que no regresaba, el corazón le palpitó, sintió el dolor de la separación, derramó abundantes lágrimas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que gritó: «¡Qué pena me causa la separación!» Bajó del monte, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y entró en la ciudad, por la que anduvo sin parar hasta llegar al zoco. Preguntó a la gente cómo se llamaba la ciudad y quiénes eran sus habitantes. Le contestaron: «Esta ciudad se llama la ciudad de los mazdeos, y sus habitantes adoran al fuego, y no al Rey Todopoderoso». Preguntó por la Ciudad del Ébano y le contestaron: «Dista de aquí, por tierra, un año, y por mar, seis meses. Su rey se llamaba Armanus, pero ha tomado por yerno a otro rey y lo ha puesto en su lugar, por lo que éste es el rey; se llama Quamar al-Zamán, y es justo, generoso, benefactor y fiel».

Al oír el nombre de su padre, al-Amchad gimió, lloró y se lamentó sin saber adónde dirigirse. Compró algunos comestibles y se marchó hacia un lugar en que quedaba medio oculto. Se sentó y se dispuso a comer; pero al acordarse de su hermano rompió a llorar y sólo consiguió tragar lo necesario para no morirse de hambre. De nuevo en pie, recorrió la ciudad en busca de noticias de su hermano, y encontró a un musulmán, que era sastre y estaba sentado en la tienda. Se sentó a su lado y le refirió lo que le había ocurrido. El sastre le replicó: «Si ha caído en manos de algún mazdeo, difícilmente volverás a verlo. ¡Tal vez Dios os reúna! —Y añadió—: ¡Hermano! ¿Quieres quedarte en mi casa?» «Sí.» El sastre se alegró, y estuvo con él algunos días, consolándolo, aconsejándole que tuviese paciencia y enseñándole el oficio, hasta que lo aprendió perfectamente.

Cierto día al-Amchad fue a orillas del mar para lavar sus vestidos; entró en el baño, se puso el traje limpio y se dedicó a pasear por la ciudad. En el camino encontró a una mujer hermosa y esbelta, cuya belleza no tenía par. Al verlo, ella se levantó el velo que cubría su cara, le hizo señas con las cejas y con los ojos, le dirigió una mirada lánguida y recitó estos versos:

Te he visto venir y he bajado la vista, como si tú, esbelto joven, fueses el ojo del sol.

Eres el más bello de todos los hombres, y hoy eres más hermoso que ayer.

Si la belleza fuese divisible en cinco partes, a José sólo le tocaría una, o parte de un quinto.

Todo el resto te pertenecería a ti. ¡Cualquier persona está dispuesta a sacrificarse con tal de salvarte! Al-Amchad se alegró al oír sus palabras, y todos sus miembros se inflamaron de deseo por ella; era ya un juguete entre sus manos. Hizo un signo a la mujer, y recitó estos versos:

En la rosa de las mejillas están los puntos de las lanzas: ¿quién puede aspirar a cosecharlas?

¡No alargues la mano hacia ella! Están preparadas para la guerra desde que les hemos dirigido las miradas.

Di a quien te tiraniza y te tienta (si fuese justa la tentación sería mayor):

«Tu rostro, velado, sería más seductor. Para una belleza como la tuya, es más seguro ir desvelada.»

Es igual que el sol, al cual no puedes contemplar directamente, pero sí si lo recubre una tenue nube.

El panal está protegido por sus abejas; preguntad a la guarda de la tribu qué es lo que protege.

Si se proponen darme muerte, pongan fin a estos odios y déjennos en paz.

Su fuerza, cuando aparecen armados en el campo, no equivale a la de una sola mirada de la mujer del lunar cuando se nos muestra.

La muchacha suspiró profundamente al oírlo, le hizo un gesto y recitó:

Tú eres quien ha andado el camino de las negativas, no yo. Consiento en la unión, pues el tiempo de mantener la promesa ha llegado.

¡Oh, tú, que haces aparecer la aurora con la luz de tu frente y que haces llegar la noche al extender los aladares sobre tus sienes!

Con tu aspecto de ídolo me has reducido a la esclavitud; con él me has tentado igual que me tentaste anteriormente.

No es maravilloso que el fuego queme mi corazón, ya que el fuego es necesario para los que adoran los ídolos.

Podrías adquirir una igual a mí gratis, pero si ha de efectuarse una venta, acepta el precio.

Al-Amchad le dijo: «¿Vienes tú conmigo, o voy yo contigo?» Ella bajó la cabeza, avergonzada, y recitó este versículo del Corán: «Los hombres son superiores a las mujeres, dada la virtud que ha dado a unos sobre otros»[78]. Al-Amchad comprendió la alusión…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [comprendió la alusión,] o sea, que ella quería seguirlo doquiera que él fuese. Se vio obligado a ofrecerle un alojamiento, y se avergonzó de que éste fuera el domicilio del sastre, con el cual vivía. Echóse a andar, y ella lo siguió. Fueron de callejón en callejón, hasta que la joven se cansó y le dijo: «¡Señor mío! ¿Dónde está tu casa?» «Ahí delante. Ya falta poco para llegar.» Se metió con ella en una hermosa calle, y no se cansó de andar ni ella de seguirlo, hasta que llegaron al fin. Era un callejón sin salida. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!»

Volviéndose vio en el centro del callejón una gran puerta cerrada, con dos bancos. Al-Amchad se sentó en uno, y la mujer, en el otro. Ésta le dijo: «¡Señor mío! ¿A qué esperas?» El joven bajó la cabeza, y después, levantándola, dijo: «Espero a mi esclavo: él tiene la llave. Le mandé que preparase de comer y de beber, así como el vino, para cuando yo volviese del baño». Se dijo: «Tal vez la espera sea larga y se marche, dejándome solo en este lugar». Pasó bastante tiempo, y ella le dijo: «¡Señor mío! El mameluco se retrasa demasiado, y nosotros seguimos sentados en la calle». La joven se dirigió hacia la aldaba con una piedra.

Al-Amchad le dijo: «¡No te precipites, y ten paciencia hasta que venga el esclavo!» Ella no escuchó sus palabras, golpeó con la piedra en la aldaba, la partió en dos mitades y la puerta se abrió. El príncipe le dijo: «¿Por qué has hecho eso?» «¡Señor mío! ¿Qué ha de ocurrir, si ésta es tu casa?» «Cierto, pero no hacía falta haber roto la aldaba.» La joven entró en la casa, y al-Amchad se quedó perplejo, por temor a sus dueños y sin saber qué hacer. La joven le dijo: «¿Por qué no entras, señor mío, luz de mis ojos, alimento de mi corazón?» «Ahora mismo; pero el esclavo se retrasa, y no sé si habrá hecho o no lo que le he mandado.»

Entró en la casa lleno de preocupación, temiendo lo que pudiera ocurrir con los dueños; se encontró en un hermoso salón de cuatro cabeceras, unas enfrente de otras; en ellas se encontraban alacenas adornadas con cortinas de seda y de brocado. En el centro del mismo había un valioso surtidor, en el que se apoyaban vasos incrustados, de pedrería y de aljófares; estaba repleto de frutas y de flores aromáticas, a cuyo lado se encontraban jarros llenos de bebida; había un candelabro con sus velas, y por doquier había hermosas telas, cofres y sillas bien dispuestos. Encima de cada silla había un fardo, y sobre éste, una bolsa repleta de dinero. La casa pregonaba el desahogo en que vivía su dueño, ya que tenía el suelo de mármol.

Al-Amchad, al ver esto, se quedó perplejo y se dijo: «¡En buen lío me he metido! Nosotros somos de Dios, y a Él volvemos». La adolescente, al contemplar aquello, se alegró mucho y exclamó: «¡Señor mío! Tu esclavo no ha descuidado nada: ha puesto en orden la casa, ha preparado la comida, ha colocado la fruta; yo misma he llegado en el momento oportuno». Al-Amchad, preocupado como estaba por el temor que le inspiraba el dueño de la casa, no le hizo caso. Ella siguió: «¡Señor mío! ¿Qué te ocurre, que sigues de pie? —Exhaló un suspiro y dio a al-Amchad un beso que resonó como una nuez cuando se parte—. ¡Señor mío! Si has dado cita a otra mujer, yo me humillaré y le serviré». Al-Amchad se puso a reír, con el corazón lleno de rabia. Se sentó de mala gana y se dijo: «¡Beso de mal agüero! Cuando llegue el dueño de la casa…»

La mujer se sentó a su lado y empezó a reír y a jugar, mientras al-Amchad, triste, preocupado y meditabundo, haciendo mil suposiciones, pensaba: «El dueño de la casa tiene que llegar. ¿Qué le diré? No tengo la menor duda de que me matará a golpes». Entretanto, la joven se había preparado: había extendido el mantel encima de una mesa, y había empezado a comer, diciendo a al-Amchad: «¡Come, señor!» Él se sentó a la mesa, pero no comía a gusto y tenía la vista fija en la puerta.

La joven, después de haber comido hasta hartarse, quitó la mesa, colocó las cestas de fruta y empezó a comer las mejores; abrió un ánfora de vino, llenó la copa y se la ofreció a al-Amchad. Éste, al cogerla, pensó: «¡Ah! ¿Quién será el dueño de esta casa? ¡Cuando venga y me vea…!» Con la mirada fija en el vestíbulo, sostenía la copa en la mano.

Mientras estaba así apareció repentinamente el dueño. Era uno de los principales mamelucos de la ciudad: nada menos que el caballerizo del rey; tenía preparado aquel salón para desahogarse con quien le viniera en gana, y precisamente aquel día había mandado llamar a un efebo y había preparado el salón. El mameluco se llamaba Bahadur. Era hombre liberal, generoso, benefactor, hacía limosnas y regalos. Al llegar a las inmediaciones del salón…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que vio que la puerta estaba abierta. Entró con cuidado y asomó la cabeza. Vio a al-Amchad, a la adolescente, la bandeja de fruta y la jarra de vino. En aquel preciso momento, al-Amchad había empuñado la copa, clavando sus ojos en la puerta. Al cruzar su mirada con la del dueño de la casa, palideció y experimentó un sobresalto. Bahadur, al ver que se demudaba su semblante y se intranquilizaba, le hizo un guiño y colocó un dedo sobre su boca, diciéndole: «¡Calla y ven!» Al-Amchad dejó el vaso que tenía en la mano, y se disponía a ir cuando la adolescente le preguntó: «¿Dónde vas?» Movió la cabeza, dando a entender que iba a soltar agua.

Salió descalzo al vestíbulo, y al ver a Bahadur se dio cuenta de que se trataba del dueño de la casa. Corrió hacia él y le besó las manos. Le dijo: «¡Te conjuro por Dios, señor mío, a que antes de que me castigues oigas mis palabras!» Le explicó todo: cómo había huido de su tierra y de su reino; cómo no había entrado por voluntad propia en su casa, sino que era la joven la que había roto la aldaba, había abierto la puerta y lo había organizado todo.

Bahadur, una vez hubo oído las palabras de al-Amchad, y al enterarse de que era hijo de un rey, se apiadó de él y tuvo compasión: «¡Al-Amchad! Oye mis palabras, obedéceme y te garantizaré tu seguridad. Pero si me contradices, te mataré». «Mándame lo que quieras y no te contradeciré jamás, ya que mi salvación está en tu hombría.» «Entra en el salón, siéntate en el lugar en que estabas y espera. Yo entraré. Me llamo Bahadur. Una vez esté ante ti, injúriame, regáñame y dime: “¿Por qué te has retrasado tanto?” No aceptarás excusas; por el contrario, te levantarás y me pegarás. ¡Si tienes piedad de mí, te quitaré la vida! Entra, diviértete, y cualquier cosa que desees me la pides, y en seguida la tendrás. Pasa esta noche como quieras, y mañana sigue tu camino. Lo hago por la hospitalidad, pues amo a los extraños y me siento obligado a honrarlos.»

Al-Amchad le besó la mano y entró. Su rostro había recuperado el tinte blanco y rosado normal. En cuanto estuvo en su sitio, dijo a la joven: «¡Señora mía! Haces feliz esta tu casa. Ésta es una noche bendita». La joven le replicó: «¡Estoy maravillada! ¡Hablas como si me hubieses hecho una compañía agradable!» «¡Por Dios, señora! Sospechaba que mi esclavo, Bahadur, me hubiese robado un collar de piedras, cada una de las cuales cuesta diez mil dinares. He salido, preocupado, a buscarlo, y lo he encontrado en su sitio. Pero no sé por qué puede tardar tanto. He de castigarlo.» Las palabras de al-Amchad tranquilizaron a la joven, y jugaron, bebieron y se divirtieron hasta cerca de la hora de la puesta del sol.

Entonces entró Bahadur, que había cambiado de vestido, se había puesto un cinturón y se había calzado los zapatos característicos de los esclavos. Saludó, besó el suelo y permaneció con los brazos cruzados y la cabeza gacha, como si confesase su culpa. Al-Amchad lo miró, enfadado, y le preguntó: «¿Cuál es la causa de tu retraso, oh el peor de los esclavos?» «¡Señor mío! Me he entretenido lavando mis vestidos sin sospechar que tú estuvieses aquí, ya que nuestras citas son por la noche, no durante el día.» Al-Amchad le chilló y le dijo: «¡Mientes, esclavo nefasto! ¡Por Dios que he de apalearte!»

El príncipe se puso de pie, tumbó a Bahadur en el suelo y, cogiendo un bastón, lo apaleó con cuidado. Pero la joven se levantó a su vez, le arrancó el bastón de la mano y empezó a golpear a Bahadur de manera tan dolorosa que le brotaron las lágrimas; pedía auxilio y apretaba los dientes, mientras al-Amchad gritaba a la mujer: «¡No hagas eso!» «¡Deja que desahogue en él mi rabia!» Finalmente, al-Amchad consiguió arrancar el bastón de su mano y la rechazó. Bahadur se levantó, secó las lágrimas que corrían por su cara y los sirvió durante un rato. Después recorrió la sala y encendió las candelas.

La joven, cada vez que Bahadur entraba o salía, lo injuriaba y lo maldecía, mientras al-Amchad, enfadado con ella, le decía: «¡Por Dios! (¡ensalzado sea!) Deja en paz a mi esclavo, que no está acostumbrado a estos modales». Siguieron comiendo y bebiendo, servidos por Bahadur, hasta que, llegada la medianoche, Bahadur, harto del servicio y dolorido de los golpes, se durmió en medio de la sala y empezó a roncar y a resoplar. La joven, que estaba borracha, dijo a al-Amchad: «¡Ponte en pie, coge aquella espada y corta el cuello de ese esclavo! Si tú no lo haces, lo haré yo». Al-Amchad replicó: «¿Por qué hemos de matar a mi esclavo?» «La felicidad no será completa si no muere. Si tú no vas, voy yo y lo mato.» «¡Por Dios que no he de hacerlo!» «Pues no hay más remedio», clamó la muchacha; cogió la espada, la desenvainó y se dispuso a matarlo.

Al-Amchad se dijo: «Este hombre nos ha tratado bien, nos ha puesto bajo su protección, ha sido generoso con nosotros y ha pasado por mi esclavo. ¿Cómo lo hemos de recompensar dándole muerte? ¡Eso jamás!» Dijo a la joven: «Si no hay más remedio que dar muerte a mi esclavo, yo tengo más derecho que tú a matarlo». Cogió la espada que ella tenía en la mano, levantó el brazo y cortó el cuello de la muchacha, cuya cabeza rodó, separada del cuerpo, y fue a caer junto al dueño de la casa. Éste se despertó, se sentó, abrió los ojos y vio a al-Amchad de pie, con la espada teñida de sangre en la mano. Dirigió la vista hacia la muchacha y la encontró muerta. Pidió que le explicara lo que había pasado, y él se lo refirió. Y concluyó así: «Ella no renunciaba a matarte, y ésta ha sido su recompensa».

Bahadur besó la cabeza de al-Amchad y le dijo: «¡Señor mío! ¡Ojalá Dios te perdone su muerte! Lo que hemos de hacer ahora es deshacernos de ella antes de que llegue la mañana». Bahadur se puso el cinturón, cogió a la muchacha, la envolvió en su manto, la colocó en un cesto, que se cargó a la espalda, y dijo a al-Amchad: «Tú eres un extranjero y no conoces a nadie. Quédate aquí y espérame hasta que salga el sol. Si vuelvo, te haré muchos favores y me esforzaré en descubrir la suerte sufrida por tu hermano. Si sale el sol sin que yo haya vuelto, sabe que se habrá cumplido el destino. Entonces, esta casa te pertenecerá, con todas las riquezas y las ropas que contiene».

Cargóse el bulto y salió del salón; cruzando los mercados, tomó el camino del mar salado para arrojarla en él. Cuando estaba cerca de la orilla, se volvió y vio que el valí y la guardia lo rodeaban. Al reconocerlo se admiraron, abrieron el bulto y encontraron en él a la muerta. Lo detuvieron y lo encadenaron hasta que llegó la mañana. Entonces, junto con el bulto, lo condujeron ante el rey y le contaron lo sucedido. El soberano, furioso, le dijo: «¡Ay de ti! ¿Siempre haces estas cosas? ¿Matas a la gente, los echas al mar y te apoderas de sus riquezas? ¿Cuántas veces has hecho esto con anterioridad?» Bahadur bajó la cabeza delante del rey.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey insistió: «¡Ay de ti! ¿Quién ha matado a esta muchacha?» Respondió: «¡Señor! Yo la he matado. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» El rey se indignó y mandó que fuese ahorcado. El verdugo se hizo cargo de él, conforme ordenaba el rey, y el gobernador mandó pregonar por las calles de la ciudad la ejecución de Bahadur, el jefe de las caballerizas reales, y lo exhibió por las calles y los mercados. Aquí termina, por ahora, lo referente a Bahadur.

He aquí lo que hace referencia a al-Amchad: Cuando amaneció y se levantó el sol sin que hubiese vuelto Bahadur, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¿Qué le habrá ocurrido?» Mientras pensaba esto oyó que el pregonero anunciaba la ejecución de Bahadur, al que iban a ahorcar al mediodía. Al-Amchad, al oírlo, se puso a llorar y dijo: «¡Somos de Dios y a Él volvemos! Él mismo se ha buscado la muerte por mi causa; pero yo he sido quien la ha matado. ¡Por Dios! Esto no ocurrirá nunca».

Salió del salón, lo cerró y corrió al centro de la ciudad hasta llegar adonde estaba Bahadur. Se encaró con el gobernador y le dijo: «¡Señor mío! No mates a Bahadur, pues es inocente. ¡Por Dios! ¡Yo he sido quien la ha matado!» El gobernador lo hizo detener, y, junto con Bahadur, lo llevó ante el rey y lo informó de lo que había oído decir a al-Amchad. El rey miró a al-Amchad y le preguntó: «¿Tú mataste a la joven?» «Sí.» «Explícame por qué y dime la verdad.» «¡Oh, rey! Me ha ocurrido un suceso portentoso, un hecho extraordinario, que si se escribiese con agujas en los lagrimales» constituiría una admonición para los que reflexionan.» Le explicó al rey su historia y lo informó de lo que le había ocurrido con su hermano, desde el principio hasta el fin.

El rey se admiró profundamente de todo ello, y le dijo: «Me doy cuenta de que tienes disculpa. Pero dime, joven, ¿quieres ser mi visir?» «De buen grado.» El soberano regaló a al-Amchad y a Bahadur magníficos vestidos, y dio al primero una casa hermosa, criados y esclavos; le concedió todo lo que podía necesitar, le asignó rentas y beneficios y le dijo que se dedicara a buscar a su hermano al-Asad. Al-Amchad se sentó en su puesto de visir y gobernó, juzgó, nombró, destituyó, tomó y dio. Despachó pregoneros por las calles de la ciudad para que anunciasen que buscaba a su hermano al-Asad; pero transcurrieron los días sin que nadie diese noticia ni se encontrase huella del desaparecido.

Y ahora, sigamos a al-Asad. Los mazdeos lo atormentaban noche y día, al atardecer y al amanecer, y así estuvieron por espacio de un año, hasta que se aproximó su fiesta más solemne, y Bahram, el mazdeo, se preparó para el viaje y aparejó una nave.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que colocó a al-Asad en una caja, que cerró y mandó transportar a bordo. En el preciso instante en que Bahram embarcaba la caja que contenía a al-Asad, su hermano, por decreto divino, estaba paseando por la orilla del mar. Al ver los bultos que conducían a bordo, le palpitaba el corazón. Mandó a sus esclavos que le trajesen un caballo, y, con un grupo de sus seguidores, se acercó a la nave de los mazdeos y ordenó que subiesen a bordo y la registrasen. Los hombres recorrieron la nave de punta a cabo sin encontrar nada, y así lo comunicaron a al-Amchad. Éste montó de nuevo a caballo, volvió a su domicilio, y al entrar en el palacio con el corazón acongojado, vio estos dos versos incisos en el muro:

¡Amigos! Si estáis lejos de mis ojos, no lo estáis, empero, de mi corazón.

Me habéis abandonado muerto de pasión, impidiéndome el sueño, y vosotros os habéis dormido.

Al leerlos, el recuerdo de su hermano se avivó en al-Amchad, que se puso a llorar. Esto es lo que a él se refiere.

Sigamos ahora a Bahram el mazdeo. Éste se embarcó y dio orden a los marineros de desplegar las velas. Estuvieron navegando varios días y noches. Cada dos días sacaban a al-Asad y le daban de comer y beber algo, con lo que se fueron acercando al Monte del Fuego. Entonces sopló un viento contrario, y el mar se encrespó hasta el punto de desviar la nave de su rumbo.

Llegaron a una ciudad construida a orillas del mar, con una ciudadela cuyas ventanas daban al océano. Gobernaba dicha ciudad una reina llamada Marchana. El capitán del buque dijo a Bahram: «¡Señor mío! Hemos perdido el rumbo y no tenemos más remedio que entrar en esta ciudad, dados los vientos que reinan. Luego Dios dispondrá». Bahram replicó: «Sí, haz lo que creas mejor». «Cuando la reina nos interrogue, ¿qué contestaremos?» «Al musulmán lo vestiremos de esclavo y desembarcaremos con él. Cuando la reina lo vea, creerá que es un cautivo, y yo le diré que soy un mercader de esclavos, que he vendido todos los que tenía y sólo me queda éste.» «¡Buena contestación!», concluyó el capitán.

Llegados a la ciudad, arriaron velas, echaron las anclas, y la nave se detuvo. La reina Marchana salió a su encuentro acompañada de sus soldados, se detuvo ante la nave y llamó al capitán. Éste desembarcó y besó el suelo delante de ella. La reina le preguntó: «¿Qué llevas en la nave? ¿Quién te acompaña?» «¡Reina del tiempo! Me acompaña un hombre que es comerciante de esclavos.» «¡Traédmelo!» Bahram desembarcó en seguida, seguido por al-Asad, que iba vestido de esclavo. Al llegar Bahram ante la reina, besó el suelo, y ésta le preguntó: «¿A qué te dedicas?» «Soy comerciante de esclavos.» Ella miró a al-Asad, al que creía esclavo, y le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» Sofocado por las lágrimas, contestó: «Mi nombre es al-Asad». El corazón de la reina enternecióse y preguntó: «¿Sabes escribir?» «Sí.» Ella le dio pluma y tinta, y le dijo: «Escribe algo para que lo vea». Él escribió estos versos:

¿Qué puede hacer un esclavo contra el destino que siempre le ha sido adverso, oh tú que me ves?

Lo ha lanzado, atado, al océano, diciéndole: «¡Ten cuidado, ten cuidado! ¡No vayas a mojarte!»

La reina, al leer la hoja, se apiadó y dijo a Bahram: «¡Véndeme este esclavo!» «¡Señora! No me es posible complacerte, ya que he vendido a todos los que tenía y sólo me queda éste.» La reina insistió: «¡No discutamos! O me lo vendes o me lo regalas». «¡Ni lo vendo ni lo regalo!» La reina cogió a al-Asad, lo condujo a la ciudadela y mandó decir a Bahram: «Si esta misma noche no abandonas nuestro país, te arrebataré todo lo que posees y destrozaré tu nave». Cuando recibió el mensaje, se afligió profundamente y exclamó: «¡Este viaje no ha sido feliz!» Inmediatamente hizo los preparativos, adquirió todo lo necesario, esperó que llegara la noche para hacerse a la mar y dijo a los marineros: «¡Coged vuestras provisiones, llenad los odres de agua y aparejad al fin de la noche!» Los marineros se dedicaron de lleno a estos trabajos.

La reina Marchana tomó consigo a al-Asad, entró con él en la ciudadela, abrió las ventanas que miraban al mar y ordenó a sus criados que les sirviesen de comer. Comieron juntos. Después mandó que les escanciasen el vino.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que bebió en compañía de al-Asad, y Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) puso en su corazón el amor hacia al-Asad. Ella llenaba las copas y se las hacía beber. Así llegó él a perder la razón. Se puso de pie para ir a satisfacer una necesidad, y salió de la habitación. Vio una puerta abierta, la cruzó y salió a un jardín en el que había toda clase de flores y frutos. Se puso en cuclillas debajo de un árbol, hizo sus necesidades e, incorporándose, se dirigió al surtidor que estaba en el centro del jardín, se tendió de espaldas, con el vestido en desorden, y el fresco del viento lo ayudó a dormirse. Así llegó la noche.

Veamos ahora lo que hizo Bahram. Llegada la noche, llamó a los marineros de la nave y les mandó: «¡Soltad las velas! ¡Marchémonos!» «Oír es obedecer —le contestaron—, pero danos tiempo para llenar los odres, y aparejaremos.» Los marineros desembarcaron, recorrieron las cercanías, circundaron la ciudadela y llegaron a las paredes del jardín; treparon por ellas, descendieron al otro lado y siguieron unas huellas de pisadas que conducían al surtidor. Una vez junto a éste, encontraron a al-Asad tumbado de espaldas. Al reconocerlo se alegraron y, después de haber llenado los odres, cargaron con al-Asad, saltaron la tapia y corrieron a entregarlo a Bahram el mazdeo.

Le dijeron: «¡Alégrate de haber conseguido tu deseo, y tranquiliza tu corazón; haz repicar tus tambores y sonar tus flautas! Hemos encontrado y traído con nosotros al prisionero que te arrebató por la fuerza la reina Marchana». Y esto diciendo, lo arrojaron a sus pies. El corazón de Bahram, al verlo, se dilató de alegría. Hizo regalos a los marineros y les mandó que se apresurasen a zarpar. Aparejaron, reemprendieron el viaje en dirección al Monte del Fuego, y estuvieron navegando hasta la mañana. Esto es lo referente a ellos.

He aquí lo que hace referencia a la reina Marchana: Después que al-Asad se hubo alejado esperó un rato, pero él no regresó a su lado. Entonces se levantó y lo buscó inútilmente. Encendió las velas y dijo a las criadas que indagasen. Ella en persona bajó a inspeccionar el jardín, vio que la puerta estaba abierta y creyó que quizás había entrado en el jardín. Entró a su vez y encontró una sandalia al lado del surtidor; siguió buscándolo por todo el jardín, sin encontrar rastro. Insistió en la búsqueda en las inmediaciones del jardín hasta que amaneció; luego preguntó por la nave. Le contestaron: «Ha zarpado durante el primer tercio de la noche». Entonces comprendió que lo habían raptado.

Indignadísima, mandó que se aprestasen en seguida diez grandes buques dispuestos al combate. Ella misma embarcó en una de las naves, acompañada por sus soldados, bien equipados y provistos de armas. Se dieron a la vela, y la reina dijo a los capitanes: «Si alcanzáis la nave del mazdeo, os cubriré de trajes de corte y de riquezas, pero si no la alcanzáis, os mataré a todos». Los capitanes temblaron de miedo. Navegaron durante todo aquel día, con su noche, y un segundo y tercer días; al cuarto divisaron la nave de Bahram, y antes de que terminase el día, los buques de la reina habían rodeado al del mazdeo. En aquel momento, Bahram había sacado a al-Asad y lo estaba atormentando, mientras el príncipe pedía ayuda y protección sin que nadie acudiese en su auxilio, y los golpes le causaban terribles dolores.

El mazdeo levantó los ojos y vio unas naves que rodeaban a la suya y la ceñían del mismo modo que el blanco del ojo rodea a la pupila. Comprendió que estaba perdido sin remedio. Suspiró y exclamó: «¡Ay de ti, Asad! ¡Todo esto me ocurre por tu culpa! —Lo cogió de la mano y ordenó a los marineros que lo arrojasen al mar, diciendo—: ¡Por Dios! ¡He de matarte antes de que me maten a mí!» Los marineros cogieron a al-Asad y lo arrojaron al mar. Pero Dios (¡loado y ensalzado sea!) quiso que se salvara, y, así, después de hundirse salió a flote y empezó a nadar: las olas lo fueron empujando lejos de la nave del mazdeo hasta conducirlo a tierra firme, sin que él pudiese creer que se había salvado. Una vez en tierra se quitó los vestidos, los escurrió, los extendió y se sentó, desnudo, a llorar todas las desgracias que le habían ocurrido y el cautiverio. Recitó estos versos:

¡Dios mío! Mi paciencia y mi astucia son poca cosa. El pecho me oprime, no puedo soportar más.

¿A quién sino a su Señor ha de lamentarse el mezquino? ¡Oh, Señor de los señores!

Luego se incorporó y vistió, sin saber adónde ir ni adonde había llegado. Comió las hierbas de la tierra y los frutos de los árboles, bebió el agua de los ríos y anduvo de noche y de día hasta divisar una ciudad. Esto lo alegró, y apresuró su marcha. Al llegar a ella…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que ya había caído la tarde y se habían cerrado las puertas. La ciudad era la misma en que había estado prisionero y en la cual su hermano al-Amchad era visir del rey. Al ver al-Asad que estaba cerrada, retrocedió en dirección al cementerio, y una vez en él encontró un mausoleo sin puerta, se metió en él y se durmió con la cara apoyada en el brazo.

Cuando las naves de la reina Marchana alcanzaron a la de Bahram el mazdeo, éste las destrozó con su astucia y su magia y regresó en seguida, salvo y contento, a su ciudad. Por voluntad de Dios, desembarcó cuando la nave estaba junto al cementerio, y se paseó entre las tumbas. Vio abierta aquella en la cual estaba al-Asad, y se quedó admirado. Dijo: «He de ver lo que hay dentro». Al inspeccionarla descubrió a al-Asad, que estaba durmiendo con la cabeza apoyada en el brazo. Al reconocerlo, le dijo: «¿Vives aún?» Lo cogió y lo condujo a su casa. En ésta había una mazmorra subterránea, preparada para atormentar a los musulmanes.

Bahram tenía una hija llamada Bustán. Ató los pies de al-Asad con una pesada cadena, lo bajó a la mazmorra y ordenó a su hija que lo atormentase noche y día hasta que muriera. Después, él, personalmente, lo golpeó de un modo terrible, cerró la mazmorra y entregó las llaves a su hija. Más tarde, ésta bajó para apalearlo y descubrió que se trataba de un joven agradable, de buen aspecto, con las cejas arqueadas y las pupilas negras. Se prendó de él y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Mi nombre es al-Asad.» «¡Sé feliz y sea feliz tu vida! Tú no mereces ningún castigo, y sé que te tratan injustamente.»

Le habló con dulzura, le quitó las cadenas y le preguntó cosas acerca de la religión del Islam. Él le dijo que era la religión verdadera, recta, y que nuestro señor, Mahoma, había hecho grandes milagros y prodigios patentes; que el fuego daña y de nada sirve. La instruyó en los fundamentos del Islam, y ella fue dócil, la verdadera fe entró en su corazón, y Dios infundió en sus entrañas el amor por al-Asad: emitió las dos profesiones de la fe musulmana y se convirtió en una de las destinadas a la felicidad eterna. Le daba de comer y de beber, hablaba con él, rezaban juntos y le preparaba caldo de gallina.

Al-Asad recuperó sus fuerzas, curó sus enfermedades y volvió a su estado de salud anterior. La hija de Bahram dejó a al-Asad, salió a la puerta y oyó que el pregonero voceaba: «¡Aquel que tenga un joven hermoso de este aspecto y lo revele, recibirá todo el dinero que quiera! ¡Aquel que lo retenga y lo niegue, será ahorcado en la puerta de su casa; sus bienes serán confiscados, y su sangre será vertida!» Al-Asad había contado a la hija de Bahram todo lo que le había ocurrido. Al oír el pregón, ella comprendió en seguida que buscaban a al-Asad. Entró, le contó lo que sucedía y él se dirigió a la casa del visir. Al ver a éste dijo: «¡Por Dios! ¡Este visir es mi hermano al-Amchad!»

Seguido por la joven, entró en el alcázar, miró a su hermano al-Amchad y se arrojó en sus brazos. Al-Amchad, al reconocerlo, salió a su encuentro, se abrazaron, y los esclavos corrieron a formar un círculo alrededor de ambos, que habían caído desmayados. Al volver en sí, al-Amchad corrió a presentar a su hermano al sultán y refirió a éste toda la historia. El soberano mandó saquear la casa de Bahram.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el visir despachó a un grupo de nombres, que se dirigieron al domicilio de aquél, lo saquearon y condujeron a su hija delante del visir, el cual la recibió con honor, pues al-Asad había contado a su hermano todos los tormentos sufridos y los favores que le había hecho la hija de Bahram. Al-Amchad la honró en grado sumo, y después refirió a su hermano al-Asad su aventura con la joven y cómo se había salvado de la horca y había llegado a ser visir. Ambos se quejaron mutuamente de lo que les había hecho sufrir la separación.

Más tarde, el sultán mandó comparecer al mazdeo y ordenó que fuera decapitado. Bahram preguntó: «¡Gran rey! ¿Estás decidido a darme muerte?» «Sí.» «¡Concédeme un instante, oh rey!» Inclinó la cabeza y, al levantarla, emitió la profesión de fe musulmana delante del sultán. Todos se alegraron de su conversión. Al-Amchad y al-Asad le refirieron todo lo que les había ocurrido, pero él replicó: «¡Señores míos! ¡Preparaos para el viaje, y yo os acompañaré!» Ambos se alegraron de esto y de su conversión al Islam, y lloraron a lágrima viva. Bahram les dijo: «¡Señores míos! ¡No lloréis! Vuestro destino consiste en reuniros como se reunieron Nima y Num». Ellos le preguntaron: «¿Y qué les ocurrió a Nima y Num?»

HISTORIA DE NIMA Y NUM

Bahram narró: «Refieren (pero Dios es más sabio) que en la ciudad de Kufa vivía un hombre, el cual se contaba entre los notables de la ciudad, llamado Rabí b. Hatim; era muy rico y opulento. Dios le había concedido un hijo, al que dio el nombre de Nima l-Allah. Cierto día en que se encontraba en el mercado de esclavos, vio cómo exhibían a una joven para venderla; ésta llevaba en brazos una niña pequeña, de prodigiosa hermosura y belleza. Al-Rabí se dirigió al corredor y le preguntó por el precio de la madre y de la hija. Le pidió cincuenta dinares, y al Rabí replicó: “Escribe el contrato de venta, toma el dinero y entrégalo a su dueño”.

»Pagó la suma al corredor, le dio su comisión y, tomando consigo a la madre y a la hija, las llevó a su casa Cuando su esposa vio a la esclava, le preguntó: “¡Primo! ¿Qué significa esta esclava?” “La he comprado por la pequeña que lleva en brazos. Date cuenta de que cuan do crezca no habrá en los países árabes ni extranjero quien se pueda comparar con ella en belleza.”. La mujer preguntó: “¿Cómo te llamas, esclava?” “Señora, me llamo Tawfiq.” “¿Y tu hija?” “Saad.” “Dices la verdad ¡Ojalá sean felices ella y quien te ha comprado! —y añadió, dirigiéndose al marido—: ¿Qué nombre le vas a dar?” “Escógelo tú misma, mujer.” Su esposa sugirió el nombre de Num, y el marido lo aceptó.

»La pequeña Num fue creciendo al lado de Nima, hija de al-Rabí, en la misma cuna, hasta que ambos cumplieron los diez años. Cada uno de ellos era más bello que el otro. El muchacho la llamaba hermana, y ella a él, hermano. Cuando Nima hubo llegado a la edad de la razón, al-Rabí se acercó a él y le dijo: “¡Hijo mío! Num no es tu hermana, sino tu esclava. La compré en tu nombre cuando tú aún estabas en la cuna. Desde hoy ya no puedes llamarla hermana”. Nima replicó a su padre: “Si es así, me casaré con ella”. Luego fue a ver a su madre, y ésta le dijo: “¡Hijo mío! Ella es tu esclava”.

»Nima b. al-Rabí cohabitó con la esclava y la amó. En estas circunstancias transcurrieron nueve años sin que en Kufa hubiese una mujer más bonita, más dulce y más fina que Num. Había crecido en el estudio del Corán y de las ciencias, conocía toda clase de piezas e instrumentos musicales, cantaba maravillosamente y tocaba a la perfección, hasta el punto de que sobresalía por encima de todos sus contemporáneos. Cierto día, mientras su esposo Nima b. al-Rabí estaba bebiendo, cogió el laúd, afinó las cuerdas y cantó estos versos:

Mientras tú seas el dueño de cuyo favor gozo, serás la espada con la que corto el cuello de las desgracias.

No necesito el auxilio de Zaid ni de Amru[79]: me basta contigo cuando me encuentro en necesidad.

»Nima se emocionó mucho y le dijo: “¡Por vida mía, Num! ¡Cántame algo acompañándote del adufe y de los instrumentos de música!” Ella moduló y cantó estos versos:

¡Por vida de quien empuña en su mano mis riendas! He de contrariar en el amor a los envidiosos.

Haré rabiar a quienes me reprendan, y os obedeceré y huiré de toda dulzura y reposo.

Por vos haré de mis entrañas una tumba, sin que se entere de ello mi corazón.

»El joven exclamó: “¡Eres maravillosa, Num!”

»Mientras llevaban esta vida feliz, al-Hachchach, que vivía en el palacio del gobierno, decíase: “No tengo más remedio: he de ingeniármelas para conseguir a esa esclava que se llama Num y mandársela al Emir de los creyentes, Abd al-Malik b, Marwán, ya que en su palacio no se encuentra quien pueda compararse con ella en el canto”. Mandó llamar a una vieja nodriza y le dijo: “Ve a casa de al-Rabí, procura ver a la esclava Num y busca el medio de apoderarte de ella, ya que en toda la faz de la tierra no se encuentra otra igual”. La vieja aceptó el encargo de al-Hachchach, y al amanecer vistió un hábito, colgóse del cuello un rosario de mil cuentas…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram continuó su relato:] «… y empuñando un cayado y una bota de monje mendicante yemení, empezó a pasear recitando las jaculatorias: “¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea Dios! ¡No hay dios sino el Dios! ¡Dios es el más grande! ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” Y así fue desgranando el rosario y repitiendo las invocaciones con el corazón lleno de malos propósitos y argucias, hasta llegar a casa de Nima b. al-Rabí, en el momento de la oración del mediodía.

»Llamó, y el portero acudió a abrir y le preguntó: “¿Qué deseas?” “Soy una pobre asceta a la que ha sorprendido la hora de la oración del mediodía. Desearía rezar en este lugar bendito.” “¡Vieja! Ésta es la casa de Nima b. al-Rabí, y no un oratorio o una mezquita.” “Sé perfectamente que no hay oratorio o mezquita que pueda compararse con la casa de Nima b. al-Rabí. Soy una nodriza del palacio del Emir de los creyentes, y estoy llevando a cabo una romería.” “No puedo dejarte entrar”, replicó el portero. La discusión fue subiendo de grado, y la vieja insistía: “¿Cómo te atreves a no dejar entrar en la casa de Nima b. al-Rabí a una persona como yo, que frecuenta las casas de los emires y de los grandes?”

»Nima apareció en aquel momento, y al oír sus palabras se echó a reír y mandó que la dejasen entrar. La vieja siguió a Nima hasta que llegó junto a Num. Aquélla saludó a ésta con buenas palabras, y quedó estupefacta al ver la prodigiosa belleza de la joven. Le dijo: “¡Señora mía! Invoco sobre ti la protección de Dios”. Luego se puso delante del mihrab y empezó a inclinarse, prosternarse y orar durante todo el resto del día, hasta que llegó la noche con sus tinieblas. La joven le dijo: “¡Madre mía! ¡Descansa un momento en pie!” La vieja replicó: “¡Señora! Quien busca la vida futura se fatiga en este mundo; quien no se fatiga en esta vida, no obtiene la morada de los virtuosos en la otra”. Más tarde, Num dio de cenar a la vieja diciéndole: “¡Toma estos alimentos, y reza para que Dios me perdone y tenga misericordia de mí!” “¡Señora! Practico el ayuno. A ti, que eres joven, te conviene comer, beber y disfrutar. Dios te perdonará. Dice (¡ensalzado sea!) en el Corán: ‘…excepto aquellos que se arrepientan, crean y hagan buenas obras[80]’ ”

»La joven siguió en compañía de la vieja, hablando con ella durante un rato. Luego dijo a su señor: “¡Señor mío! Conjura a esta vieja a que permanezca con nosotros durante algún tiempo; en su cara se ven las huellas de la devoción”. Él aceptó: “Asígnale una celda para sus rezos, en la que nadie pueda entrar a molestarla. Tal vez Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) nos conceda algún favor y nunca nos separe gracias a su intercesión”.

»La vieja pasó aquella noche rezando y recitando el Corán hasta la mañana. Al ser de día, se acercó a Nima y a Num, los saludó y les dijo: “¡Os recomiendo a Dios!” Num le preguntó: “¿Adónde vas, madre mía? Mi dueño me ha mandado que te asigne una habitación aislada en la que puedas consagrarte a tus devociones”. “¡Dios os conceda larga vida y felicidad duradera! Lo único que deseo es que digáis al portero que no me niegue la entrada. Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, haré una visita a los lugares de culto y rezaré por vosotros dos, día y noche, después de las plegarias canónicas y de las preces habituales.” La vieja salió de la casa de Num, mientras ésta lloraba por ello, pues no sabía cuál era la causa de su visita. La vieja se presentó a al-Hachchach, quien le preguntó: “¿Qué traes?” “He visto a la joven, y puedo asegurar que en nuestra época no hay mujer más hermosa que ella.” “Si haces lo que te he mandado, recibirás una gran recompensa.” “Dame un mes de plazo.” “Te lo concedo.”

»La vieja empezó a frecuentar la casa de Nima y de su sierva Num…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas treinta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram continuó diciendo:] «… y ambos la acogían cada vez mejor; iba por la mañana y por la tarde, y todos los moradores de la misma la recibían bien, hasta que un día, hablando a solas con la joven, le dijo: “¡Señora mía! ¡Por Dios! He visitado los santuarios y he rogado por ti. Desearía que me acompañases para que te vieran los hombres santos; éstos rezarán por ti y pedirán lo que desees”. La joven Num replicó: “¡Por Dios, madre! ¡Llévame contigo!” “Pide permiso a tus tutores y nos iremos.” Num rogó a su tutora, la madre de Nima: “¡Señora mía! Pide permiso a mi señor para que un día me deje salir contigo y con la vieja a fin de rezar con los que han hecho voto de pobreza en los lugares santos”. Cuando llegó Nima, la vieja le besó las manos mientras él trataba de impedirlo, lo bendijo y se marchó de la casa.

»Al día siguiente, cuando no estaba Nima, volvió a presentarse y fue recibida por la joven Num. Le dijo: “Ayer rezamos por vosotros. ¡Vamos! ¡Ven ahora misino, asiste a la procesión y vuelve antes de que regrese tu señor!” La joven dijo a su suegra: “¡Te ruego, en nombre de Dios, que me permitas salir con esta mujer piadosa para que pueda contemplar a los amigos de Dios en los lugares santos; regresaré en seguida, antes de que vuelva mi señor!” La madre de Nima replicó: “Temo que se entere”. La vieja insistió: “¡Por Dios! No dejaré que se siente en el suelo; observará de pie y no se retrasará”. Cogió a la joven con engaño y la condujo al palacio de al-Hachchach, al que informó de su llegada después de haber dejado a la joven encerrada en una habitación, a la que acudió aquél para contemplarla. Comprobó que era la mujer más hermosa de su tiempo, y que nunca había visto otra igual. Al verlo, Num se cubrió la cara con el velo.

»Él mandó llamar a su chambelán, dijo que montaran a caballo cincuenta jinetes, les mandó que colocasen a la joven en un dromedario corredor, que la condujesen a Damasco y la entregasen al Emir de los creyentes, Abd al-Malik b. Marwán, al cual escribió una carta, que dio al chambelán, diciéndole: “Entrega este escrito, tráeme la contestación y apresúrate a volver”.

»El chambelán se hizo cargo de la joven y viajó con ella. Durante todo el camino, hasta que llegaron a Damasco, fue llorando la separación de su señor. El chambelán pidió audiencia al Príncipe de los creyentes, y éste se la concedió. El chambelán entró, lo informó de la joven que le llevaba, y el Califa le asignó una habitación.

»Más tarde, el soberano entró en el harén y habló con su esposa: “Al-Hachchach me ha comprado una joven, hija de los reyes de Kufa, que le ha costado diez mil dinares, y me ha mandado al mismo tiempo esta carta”. Su mujer replicó:»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram prosiguió: «la mujer del Califa replicó:] “¡Dios te conceda mayores beneficios!” La hermana del Califa entró en la habitación de la joven, y, al verla, exclamó: “¡Por Dios! Quien te tiene en su casa no quedará defraudado aunque hubieses costado cien mil dinares”. Num le dijo: “¡Oh, mujer de rostro agradable! Este palacio, ¿a qué rey pertenece? ¿Qué ciudad es ésta?” “Es la ciudad de Damasco, y este palacio es de mi hermano, el Emir de los creyentes Abd Allah b. Marwán. Pero, ¿no lo sabías?” “¡Por Dios, señora! Lo ignoraba.” “Quien te vendió y cobró tu precio, ¿no te dijo que te compraba para el Califa?” La joven, al oír aquello, derramó abundantes lágrimas, lloró y se dijo: “He sido engañada. Si hablase, nadie me creería. Callaré y tendré paciencia, pues sé que Dios me dará alguna solución”. Bajó la cabeza, avergonzada; sus mejillas se habían sonrojado a consecuencia del viaje y del sol.

»La hermana del Califa la dejó tranquila aquel día, y al siguiente se presentó con un vestido y collares de piedras preciosas, y la vistió. El Príncipe de los creyentes entró y se sentó a su lado. Su hermana le dijo: “¡Fíjate en esta joven, a la que Dios ha colmado de belleza y hermosura!” El Califa dijo a Num: “¡Quítate el velo de la cara!” Ella no se lo quitó, y sólo pudo verle las muñecas. El amor hizo presa en el corazón del Califa, que dijo a su hermana: “No volveré a visitarla hasta dentro de tres días para dar tiempo a que se familiarice contigo”. Después se puso de pie y se marchó.

»La joven quedó pensativa ante lo que le sucedía, y muy triste por encontrarse separada de su señor Nima. Al llegar la noche cayó enferma, con fiebre, y no comió ni bebió; su color y su belleza se degradaron. Lo comunicaron al Califa, quien se entristeció y fue a visitarla, acompañado por los médicos y los especialistas, pero ninguno de ellos acertó a curarla. Esto es lo que a ella se refiere.

»He aquí lo que hace referencia a su señor Nima: Al llegar a su casa se sentó en el lecho y llamó a Num, pero ésta no contestó. Se incorporó rápidamente y volvió a llamar, pero nadie acudió a su lado, pues todas las esclavas se habían escondido por el miedo que tenían. Nima fue a buscar a su madre y la encontró sentada, con las mejillas apoyadas en las manos. Le dijo: “¡Madre mía! ¿Dónde está Num?” “¡Hijo mío! Está con una persona de toda mi confianza, con la vieja devota. Ha salido, acompañado por ella, a visitar a los que han hecho voto de pobreza. En seguida volverá.” “¿Desde cuándo tiene esta costumbre? ¿A qué hora ha salido?” “Se fue a primeras horas de la mañana.” “¿Cómo se lo has permitido?” “¡Hijo mío! Ella misma me lo ha propuesto.” “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!”, exclamó Nima.

»Salió de su casa fuera de sí, fue a buscar al jefe de la policía y le dijo: “¿Eres tú quien te las has ingeniado para raptar en mi casa a mi esclava? ¡Emprenderé el viaje para quejarme ante el Emir de los creyentes!” El jefe de policía preguntó: “¿Quién te la ha quitado?” “Una vieja de tales y tales señas, vestida con un hábito, que llevaba en la mano un rosario de miles de cuentas.” “Dime dónde se encuentra la vieja, y yo pondré en libertad a tu esclava.” “¿Y quién conoce a la vieja?” El jefe de policía concluyó: “¡Sólo Dios (¡loado y ensalzado sea!) conoce lo desconocido!” Había comprendido que se trataba de la engañada por al-Hachchach.

»Nima insistió: “Tú eres el único que puede ayudarme en estas circunstancias. Al-Hachchach dirá cuál de nosotros dos tiene razón”. “Ve a ver a quien quieras.” Nima corrió al palacio de al-Hachchach, ya que su padre era uno de los principales personajes de Kufa. Una vez en palacio, el chambelán corrió a anunciarlo a al-Hachchach, el cual dijo: “¡Hazlo entrar!” Cuando lo tuvo delante le preguntó: “¿Qué ocurre?” “Pues esto y esto.” “¡Traedme al jefe de policía! Lo mandaremos que busque a la vieja. —En cuanto llegó, le dijo—: Quiero que busques a la esclava de Nima b. al-Rabí.” “¡Dios (¡ensalzado sea!) es el único que conoce lo desconocido!” “Es necesario que montes a caballo y busques la esclava por los caminos, que investigues en los suburbios.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram continuó su relato:] «Volviéndose hacia Nima, añadió: “Si no recuperas a la esclava, te daré diez de las mías, y otras tantas de las que pertenecen al jefe de policía. —E insistió a éste—: ¡Ve a buscar a la esclava!” Marchóse el jefe de policía, y Nima se quedó desesperado, a pesar de que sólo tenía catorce años y no había brotado aún el bozo en sus aladares. Llorando y sollozando pasó toda la noche, y no regresó a su casa. Su padre se le acercó y le dijo: “¡Hijo mío! Al-Hachchach se ha apoderado de la joven con engaño, pero Dios puede acudir en auxilio del que se afana”. La pesadumbre fue agobiando a Nima, que ya no supo lo que decía ni llegó a reconocer a quienes entraban a visitarlo. Estuvo enfermo durante tres meses, cambió por completo de aspecto, y su padre desesperó de salvarlo. Los médicos diagnosticaron que su único remedio era recuperar a la esclava.

»Cierto día, mientras su padre estaba sentado, oyó hablar de un médico extranjero del que la gente decía que era muy experto en medicina, astrología y geomancia. Al-Rabí lo mandó llamar. Cuando llegó, lo hizo sentar y lo honró. Le dijo: “Mira qué es lo que tiene mi hijo”. El médico pidió a Nima que le diese la mano, y él lo hizo así. Le tomó el pulso y lo miró. Se echó a reír y, volviéndose hacia su padre, le dijo: “Sólo está enfermo del corazón”. “Dices la verdad, sabio. Examina el caso de mi hijo con tu entendimiento, infórmame de todos los detalles y no me ocultes nada de lo que a él se refiera.” “Está enamorado de una joven, que se halla en Basora o en Damasco, y tu hijo sólo se curará si se reúne con ella.” “Si tú consigues reunirlos te daré lo que te hará feliz, y pasarás toda tu vida en la riqueza y el bienestar.” “La solución está próxima y es fácil.”

»El médico dijo a Nima: “No te preocupes. Cúrate y tranquilízate. —Luego, dirigiéndose a al-Rabí, añadió—: Dame cuatro mil dinares”. El comerciante se los dio, y el extranjero dijo entonces: “Deseo que tu hijo venga conmigo a Damasco, y si Dios, el Altísimo, lo quiere, no regresaremos sin la joven. —Volviéndose hacia el joven, le preguntó—: ¿Cómo te llamas?” “Nima.” “Nima: está tranquilo y ten la seguridad de que Dios (¡ensalzado sea!) te reunirá con tu esclava.” Mejoró, y entonces le dijo: “Tranquiliza tu corazón: saldremos de viaje un día de éstos. Come, bebe, descansa y toma ánimos para el viaje”.

»A continuación, el extranjero se dedicó a disponer todas las cosas necesarias. Del padre de Nima recibió, en total, diez mil dinares; consiguió caballos, camellos y otras bestias de carga para trasladar los equipajes, y Nima se despidió de su padre y de su madre y emprendió el viaje en compañía del sabio. Llegaron a Alepo sin encontrar rastro de la muchacha. Entraron en Damasco, y a los tres días el extranjero alquiló una tienda, extendió por los estantes potes de preciosa porcelana china y valiosas materias, los cubrió con bordados de oro y telas preciosas, los llenó de frascos de vidrio repletos de toda clase de ungüentos y bebidas, y alrededor de los frascos puso copas de cristal, y delante de todo, el astrolabio. Se puso el traje que correspondía a los sabios y médicos, y a Nima lo vistió con una camisa y una chaqueta de seda, ceñidas por un cinturón de la misma materia bordado en oro. Después le dijo: “Nima, desde hoy eres mi hijo. Me llamarás ‘padre’ y yo te llamaré únicamente ‘hijo’ ”. “Oír es obedecer.”

»Las gentes de Damasco se congregaron ante la tienda del extranjero y contemplaron la hermosura de Nima, lo bien montada que estaba la tienda, y las preciosas mercaderías que encerraba. El médico hablaba a Nima en persa, y éste le contestaba en el mismo idioma, ya que él lo conocía, pues los hijos de las familias pudientes tenían por costumbre estudiar este idioma. El extranjero cobró fama entre las gentes de Damasco, que empezaron a consultarle sobre sus enfermedades, y él les prescribía las medicinas: le llevaban botellas con la orina de los enfermos, y él la examinaba y decía: “El dueño de esta orina padece tal enfermedad”. Y el enfermo confirmaba su diagnóstico. Curaba a mucha gente, y los damascenos acudían cada vez en mayor número, y su fama se extendía por la ciudad y por las casas de los grandes.

»Cierto día en que estaba sentado, acercóse a él una vieja montada en un asno cuya albarda era de brocado repujado de perlas. Se detuvo ante la tienda del extranjero, tiró de las riendas del animal y, haciendo un gesto al persa, le dijo: “¡Dame la mano!” Él se la alargó y la ayudó a apearse. Luego le preguntó: “¿Eres tú el médico extranjero que ha venido del Iraq?” “Sí.” “Tengo una hija que está enferma.” Y diciendo esto, sacó una botella. Cuando el persa hubo examinado su contenido, le dijo: “¡Señora! ¿Cómo se llama esa joven? Con el nombre podré calcular su astro y determinar la hora en que debe tomar la medicina”. “¡Hermano persa! Se llama Num.”

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el relato de Bahram continuó así: «El médico,] al oír el nombre de Num, empezó a calcular, escribió algo en la mano y le respondió: “¡Señora! No podré prescribirle medicina alguna hasta que sepa de qué país es, ya que el clima aquí es distinto. Dime en qué lugar se ha criado y qué edad tiene”. “Tiene catorce años, y su patria chica es Kufa, ciudad del Iraq.” “¿Cuánto tiempo hace que vive en este país?” “Poco.”

»El corazón de Nima empezó a palpitar violentamente al oír las palabras de la vieja y reconocer el nombre de su esclava. El extranjero dijo: “Le conviene tomar tal y tal medicina”. “¡Dame lo que has recetado, con la bendición de Dios!”, y echó diez dinares encima de la mesa de la tienda. El sabio, volviéndose hacia Nima, le ordenó que preparase los medicamentos simples de la farmacología. La vieja se fijó en Nima y dijo: “¡Dios guarde, hijo mío, a quien tiene un aspecto semejante al tuyo! —Luego le preguntó al extranjero—: ¡Hermano persa! ¿Éste es un esclavo o es tu hijo?” “Es mi hijo.” Nima le entregó la medicina metida en una caja, y, tomando una hoja de papel, escribió estos versos:

Num me ha favorecido con una sola mirada, y ya no puedo encontrar la felicidad con Sad ni la belleza con Chamal.

Dijeron: “¡Olvídala! ¡Te daremos veinte como ella!” Pero ella no tiene igual, y yo no la olvido.

»Escondió la hoja en el interior de la caja, la selló, y en la tapadera de la misma escribió, con letra cúfica: “Yo soy Nima b. al-Rabí, de Kufa”. Colocó el paquete delante de la vieja. Ésta lo cogió, se despidió de ambos, se dirigió al palacio del Califa y corrió junto a la joven. Colocó la caja delante de ella y le dijo: “¡Señora! Sabe que ha venido a nuestra ciudad un médico extranjero tan experto en las cosas de las enfermedades como nunca he visto a otro. Después de haber examinado la botella, le he dicho tu nombre y él ha descrito tu enfermedad. A continuación ha mandado a su hijo que te preparase esta medicina. ¡No hay muchacho en Damasco que pueda compararse con su hijo en hermosura ni en elegancia en el vestir! No hay nadie que tenga una tienda como la suya”.

»La joven cogió la caja, y vio que en la tapadera estaba escrito el nombre de su señor y el de su padre. Al apercibirse de ello, cambió de color y pensó: “No cabe duda de que el dueño de la tienda ha venido a Damasco por mi causa”. Dirigiéndose a la vieja le dijo: “¡Descríbeme a ese muchacho!” “Se llama Nima, tiene una señal en la ceja derecha y viste trajes preciosos. Es hermoso hasta la perfección.” “Dame la medicina con el auxilio y la bendición de Dios (¡ensalzado sea!).” Cogió la medicina y se la bebió riendo. Luego dijo: “¡Ciertamente, es un medicamento portentoso!” Después registró la caja y vio la hoja de papel. La abrió, la leyó, y al comprender su sentido, estuvo cierta de que se trataba de su dueño. Se tranquilizó y se alegró.

»La vieja, al ver que ya se reía, le dijo: “¡Hoy es un día bendito!” “¡Nodriza! Quiero comer y beber.” La vieja ordenó a las esclavas: “¡Acercad las mesas y las mejores comidas a vuestra señora!” Se sentó a comer en el mismo instante en que entraba Abd al-Malik b. Marwán. Éste vio que la joven estaba sentada comiendo y se alegró. La nodriza dijo: “¡Emir de los creyentes! ¡Alégrate de que tu esclava Num haya recuperado la salud! Todo ello es debido a la llegada a esta ciudad de un hombre que es médico; nunca he visto a otro más experto que él en el conocimiento de las enfermedades y de sus remedios. Le he traído una de sus medicinas: la ha tomado de una vez, y ha recuperado la salud, ¡oh Emir de los creyentes!” El Califa dijo: “Toma mil dinares y preocúpate de su curación”. Y se marchó, contento por la curación de la esclava.

»La vieja se dirigió a la tienda del extranjero con los mil dinares, se los entregó, lo informó de que se trataba de la esclava del Califa y le dio una cuartilla escrita por Num. El extranjero la cogió y se la pasó a Nima. Éste, al verla y reconocer su letra, cayó desmayado. Al volver en sí la abrió y leyó: “De la esclava qué ya no conoce la felicidad, aquella que fue engañada, cuyo corazón fue separado del amado. —Y después—: Sabed que hemos recibido vuestra carta, que ha dilatado nuestro pecho y ha alegrado nuestros pensamientos. Ha ocurrido como dice el poeta:

Ha llegado la carta. ¡Ojalá la yema de los dedos que escriben y perfuman permanezcan siempre igual!

Ha ocurrido como si Moisés hubiese sido devuelto a su madre, o el vestido de José llevado a su padre”.

»Los ojos de Nima se llenaron de lágrimas al leer estos versos. La nodriza le preguntó: “¿Qué te hace llorar, hijo mío? ¡Ojalá Dios no permita nunca que lloren tus ojos!” El extranjero dijo: “¡Señora mía! ¿Cómo no ha de llorar mi hijo, si ésa es su esclava, y él, Nima b. al-Rabí, de Kufa, es su dueño? La salud de esa muchacha depende de que lo pueda ver, ya que él es la causa de su enfermedad”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram continuó: «El médico siguió diciendo:] “Tú, señora, quédate con estos mil dinares, y yo te daré muchos más. Míranos con ojos compasivos, pues no sabemos quién puede solucionarnos nuestro problema si no eres tú”. La vieja preguntó a Nima: “¿Eres su verdadero dueño?” “Sí.” “Dices la verdad, pues ella no deja de recordarte.” Nima le refirió todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin. La vieja declaró entonces: “¡Joven! No te podrás reunir con ella a no ser por mi mediación”. Se despidió y fue a ver a la muchacha. La miró en la cara, riendo, y dijo: “Tenías razón, hija mía, al llorar y ponerte enferma por causa de tu señor, Nima b. al-Rabí de Kufa”. “¿Lo has descubierto y has hecho que te lo revelen mediante un ardid?” “Tranquilízate y dilata tu pecho, pues yo, por mediación de Dios, os reuniré al uno con el otro, aunque para ello tuviera que perder la vida.”

»Luego volvió junto a Nima y le dijo: “He estado con tu esclava, he hablado con ella y he podido comprobar que está más enamorada de ti que tú de ella. Pero el Príncipe de los creyentes la desea, y ella lo rehúye. Si eres resuelto y animoso os reuniré, arriesgaré mi vida por vosotros: idearé un medio para que puedas entrar en el palacio del Califa y ver a la esclava, ya que ésta no puede salir”. Nima exclamó: “¡Dios te pague tanto bien!” La vieja se despidió, regresó al lado de la joven y le dijo: “Tu señor no reposa un instante a causa de la gran pasión que siente por ti. Quiere reunirse contigo. ¿Qué dices a esto?” “También yo estoy fuera de mí y ansío reunirme con él.”

»La vieja hizo un paquete con joyas, aderezos y ropas de mujer, y fue a reunirse de nuevo con Nima. Le dijo: “Sígueme hasta un lugar donde nadie nos vea”. Metiéronse en la trastienda, y ella le tiñó de alheña las manos, colocó pulseras en sus muñecas, le trenzó los cabellos, le puso los trajes propios de las esclavas y lo adornó con las joyas más preciosas con que se tocan las mujeres. Parecía una hurí del paraíso. La nodriza, al verlo disfrazado, exclamó: “¡Bendito sea Dios, el mejor de los creadores! Eres más hermoso que tu esclava. Has de andar adelantando el lado izquierdo, retrasando el derecho y balanceando las nalgas”.

»Se paseó delante de ella, conforme le había mandado, y cuando hubo aprendido a andar como las mujeres, la vieja le dijo: “Espera a que llegue la noche de mañana. Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, vendré a recogerte para entrar en el palacio. Cuando veas a los chambelanes y a los criados, ten valor y baja la cabeza. No hables con nadie, pues bastará con mis palabras, ¡Dios es quien concede el auxilio!”

»Al día siguiente por la mañana fue a buscarlo la nodriza y se dirigió con él a palacio. La vieja entró la primera, y él la siguió pisándole los talones. El chambelán quiso impedirle la entrada, pero la vieja lo increpó: “¡Oh, el más nefasto de los esclavos! Ésta es la esclava Num, favorita del Emir de los creyentes. ¿Cómo te atreves a impedirle el paso? ¡Esclava, entra!” De este modo pudo pasar. Se detuvieron al llegar a una puerta que comunicaba con el patio del palacio. La vieja le dijo: “¡Nima! Ten valor y tranquiliza tu corazón. Entra en el palacio, toma tu izquierda, cuenta cinco puertas y entra en la sexta, que es la habitación preparada para ti. No temas, y si alguien te dirige la palabra, no contestes”. Siguieron andando, y al llegar a la puerta le preguntó el chambelán de la misma: “¿Quién es esta esclava?”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram continuó su relato:] «La vieja replicó: “Nuestro señor quiere comprarla.” “Aquí no entra nadie sin permiso del Emir de los creyentes. ¡Llévatela! No la dejo entrar, pues así se me ha mandado.” “¡Gran chambelán! ¿Adónde ha ido a parar tu seso? Sabe que Num, la esclava que posee el corazón del Califa, ha recuperado la salud. El Califa apenas da crédito a la noticia de su curación. Ella quiere comprar esta esclava: no le impidas que entre, pues si se enterase de que tú le has negado el paso, se enfadaría contigo y encontraría medio de hacerte decapitar. —Dirigiéndose hacia su acompañante dijo—: ¡Entra, esclava! No hagas caso de sus palabras y no digas a tu señora que el chambelán no quería dejarte entrar.”

»Nima bajó la cabeza y se metió en el palacio con la intención de dirigirse a la izquierda; pero se equivocó y torció a la derecha. Quería contar cinco puertas y entrar en la sexta, pero contó seis y entró en la séptima. Una vez dentro de la habitación, vio que era un lugar recubierto de brocados, con las paredes ocultas por cortinas de seda recamadas de oro; había además braseros, en los que se quemaba áloe, ámbar y almizcle de penetrante olor. En la testera del salón vio un lecho cubierto de brocado. Nima se sentó encima sin saber lo que se le había prescrito en los arcanos de lo desconocido.

»Mientras estaba sentado pensando en sus cosas, entró la hermana del Emir de los creyentes acompañada por su esclava. Al ver al joven sentado, y creyendo que se trataba de una esclava, le dijo: “¿Quién eres, esclava? ¿Qué te ocurre? ¿Por qué has entrado en este lugar? —Nima no contestó. La princesa insistió—: ¡Esclava! Si eres una de las favoritas de mi hermano y éste se ha enfadado contigo, te reconciliaré con él”. Nima siguió sin contestar, y entonces la princesa, dirigiéndose a su esclava, le dijo: “Ponte en la puerta de la habitación y no dejes que entre nadie. —Después se acercó a él, y al contemplar su hermosura, insistió—: ¡Joven! Dime quién eres, cómo te llamas y por qué has entrado aquí. Nunca te he visto en palacio”.

»Nima continuó encerrado en su mutismo, por lo que la hermana del rey se enojó, puso la mano en el pecho de Nima y no encontró los senos. Entonces quiso desnudarlo, para ver de qué se trataba, pero Nima le dijo: “¡Señora mía! Soy un esclavo, ¡cómprame! Invoco tu ayuda, ¡protégeme!” “¡Nada de malo te ha de ocurrir! ¿Quién eres? ¿Quién te ha introducido en esta habitación, que es mía?” “Yo, ¡oh reina!, me llamo Nima b. al-Rabí, de Kufa. He estado a punto de perder la vida a causa de mi esclava Num, quien me fue arrebatada, mediante engaño, por al-Hachchach, el cual la ha enviado aquí.” “Nada malo te ocurrirá —repitió la princesa. Después llamó a su esclava y le dijo—: Ve a la habitación de Num.”

»La nodriza se había dirigido a la habitación de Num y le había preguntado: “¿Ha llegado tu señor?” “¡No, por Dios!” “Tal vez se haya extraviado y haya entrado en otra habitación.” “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Nuestro plazo ha llegado, y pereceremos”, concluyó Num. Meditabundas, ambas se sentaron a esperar. En esto llegó la esclava de la hermana del Califa, saludó a Num y le dijo: “Mi señora te invita a que seas su huésped”. “¡Oír es obedecer!”

»La nodriza insinuó: “Quizá tu señor esté con la hermana del Califa y se haya descubierto el lío”. Num se levantó en seguida y corrió a presentarse ante la hermana del Califa, la cual le dijo: “Éste es tu señor, que se encuentra aquí por haberse equivocado de puerta. Ni tú ni él tenéis por qué asustaros, si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere así”. Num se tranquilizó al oír estas palabras de la hermana del Califa, y se acercó a su señor, Nima. Éste, al verla, salió a su encuentro…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Bahram siguió diciendo:] «… cada uno de ellos ciñó con sus brazos el pecho del otro. Después, ambos cayeron desmayados al suelo. Cuando volvieron en sí, la hermana del Califa les dijo: “Sentaos y estudiemos la forma de salir del aprieto en que nos encontramos”. “¡De buen grado! Tú debes resolver.” “¡Por Dios! Jamás os hemos de causar daño alguno. —La princesa, dirigiéndose a su esclava, le dijo—: Trata de comer y de beber.” La esclava lo hizo así y comieron hasta hartarse; después se sentaron para beber. A medida que las copas giraban en ruedo, las tristezas se iban disipando.

»Nima dijo: “¡Cuánto me gustaría saber qué es lo que va a ocurrir después!” La hermana del Califa le replicó: “Nima, ¿amas a tu esclava?” “¡Señora! Ha sido el amor por ella lo que me ha movido a exponer mi vida al peligro en que ahora se encuentra.” Volviéndose hacia Num, la princesa preguntó: “¡Num! ¿Amas a tu señor?” “¡Señora! Él ha sido la causa de mi debilidad y de que haya estado enferma.” La princesa exclamó: “¡Os amáis, y nadie conseguirá separaros! ¡Consolaos! ¡Animaos! ¡Alegraos!” Se alegraron al oír esto, y Num pidió el laúd. Se lo dieron, y ella lo afinó, tocó unas melodías y recitó estos versos:

Cuando los calumniadores intentaron separarnos no tenían que vengar, ni en mí ni en ti, ningún crimen.

Atacaron nuestros oídos con toda clase de algaras, y mis auxiliares y defensores flaquearon.

Los ataqué con tus pupilas, con mis lágrimas y con mi aliento como si fuesen, respectivamente, espadas, torrentes y fuego.

»Num entregó luego el laúd a su señor, Nima, diciéndole: “¡Canta una poesía!” Nima lo tomó, lo afinó, tocó algunas melodías y después recitó estos versos:

La luna sería tu igual si no tuviese manchas; el sol sería tu imagen si no se eclipsara.

Estoy maravillada; mas, ¡cuántas maravillas se ven en amor! ¡Preocupaciones, pasión y penas!

El camino me parece corto cuando voy al encuentro del amado, y largo cuando me separo.

»Al terminar los versos, Num llenó una copa de vino y la entregó a Nima. Éste la cogió y se la bebió. Llenó otra copa y la alargó a la hermana del Califa, quien también la vació. Después cogió el laúd, lo afinó, tensó las cuerdas y recitó estos versos:

Las preocupaciones y la pena residen siempre en el corazón; la gran pasión recorre todas mis entrañas.

La consunción de mi cuerpo es manifiesta, pues mi cuerpo está enfermo de pasión.

»Devolvió el laúd a Nima b. al-Rabí. Éste lo cogió, afinó las cuerdas y recitó estos versos:

¡Oh, tú, a quien he entregado mi alma por ti atormentada y que, a pesar de mi empeño en rescatarla, no he podido recuperar!

Socorre a un amante y sálvalo de la ruina antes de que muera, pues éste es mi último aliento.

»Siguieron recitando versos y bebiendo, acompañados por la música de los instrumentos de cuerda, en medio de la alegría y del regocijo. Así los sorprendió el Emir de los creyentes. Al verlo, se pusieron de pie y besaron el suelo delante de él. Él dirigió la mirada a Num y al laúd que ésta tenía en las manos y le dijo: “¡Num! ¡Gracias sean dadas a Dios, que ha alejado de ti el dolor y el sufrimiento! —Volviéndose hacia Nima, que seguía disfrazado de mujer, preguntó—: ¡Hermana! ¿Quién es la esclava que está al lado de Num?” “¡Emir de los creyentes! Es una de las esclavas del harén, sin cuya compañía no puede comer ni beber Num.” A continuación recitó las palabras del poeta:

Son dos cosas opuestas de distinta belleza. Pero la belleza de una cosa es más patente al comparar con la contraria.

»El Califa exclamó: “¡Por Dios, el Grande! Es tan hermosa como Num. Mañana le asignaré una habitación al lado de la de Num, le daré tapices, ropas, todo aquello que le siente mejor a ella que a Num”. La hermana del Califa pidió de comer: sirvieron a su hermano, y éste se sentó con ellos y permaneció a su lado. Llenó una copa e hizo una seña a Num para que recitase versos. Ella tomó el laúd, después de haber bebido dos copas, y recitó estos versos:

Cuando mi contertulio me ha llenado tres copas, una tras otra, de vino espumeante,

arrastro rozagante la cola como si fuese por encima de ti, Príncipe de los creyentes, el Príncipe.

»El Emir de los creyentes se emocionó; llenó otra copa, se la entregó a Num y le ordenó que cantase; y ella, después de haber vaciado la copa, tensó las cuerdas y recitó estos versos:

¡Oh, el más noble de los hombres de esta época! Nadie puede vanagloriarse de ser tu igual en esto.

¡Nadie es tan importante como tú! La generosidad constituye tu trono, ¡oh, señor, oh, rey famoso en todas partes!

¡Oh, rey de los reyes de la tierra entera! Concedes inmensos favores, sin fatiga ni reproche.

¡Dios te conserve el despecho del enemigo, y tu horóscopo quede adornado con la fortuna y la victoria!

»El Califa exclamó: “¡Magnífico, Num! Tu lengua es elocuente, y tus expresiones, magníficas”. Siguieron disfrutando con alegría y alborozo hasta mediada la noche. Entonces dijo la hermana del Califa: “Oye, Emir de los creyentes. En los libros he visto la historia de unos personajes de alto rango”. El Califa preguntó: “¿Qué historia es ésa?”

»Su hermana refirió: “Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que en la ciudad de Kufa vivía un joven llamado Nima b. al-Rabí, quien tenía una esclava, a la que amaba, y ella le correspondía, pues había sido criada con él en el mismo lecho. Cuando llegaron a la edad de la pubertad, cuando su amor se había consolidado, las vicisitudes del destino y el tiempo, con sus calamidades, dispusieron su separación. Los calumniadores urdieron tretas hasta sacar a la joven de su casa: la raptaron y se la llevaron lejos de su hogar. El raptor la vendió a un rey por diez mil dinares. La esclava amaba a su dueño del mismo modo que éste la amaba a ella, por lo que el joven abandonó a su familia y su casa y salió de viaje tratando de reunirse con ella por cualquier medio…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el relato de Bahram continuaba: «La princesa siguió diciendo:] “…y arriesgando su vida en el cometido. Ella se llamaba Num. Cuando hubo conseguido reunirse con ésta, no tuvo ni un momento de reposo, pues entró el rey que la había comprado a su raptor y ordenó que dieran muerte a los dos amantes, sin comportarse justamente ni concederles un aplazamiento de la sentencia. ¿Qué opinas tú, oh Emir de los creyentes, de ese rey injusto?” El Califa replicó: “Esto es algo maravilloso. Aquel rey debía haberlos perdonado, puesto que era poderoso; además, tenía que haber considerado tres cosas. Primera: que ambos se amaban; segunda: que se encontraban en su casa y en su poder; y tercera: que el soberano debe andar muy cauto al juzgar, y mucho más si la causa le interesa a él personalmente. Tal rey hizo algo impropio de los reyes”.

»La princesa le dijo: “¡Hermano mío! ¡Por el Rey de los cielos y de la tierra te conjuro a que mandes cantar a Num y escuches lo que va a decir!” El Califa ordenó: “¡Num! Cántame algo”. La muchacha tocó algunas melodías y recitó estos versos:

El tiempo me ha traicionado y no ceja en sus maldades: malhiere a los corazones y hace malpensar.

Separa a los amantes después de haberse reunido éstos: puedes ver cómo las lágrimas corren a mares por sus mejillas.

Él vivía, y yo también; mi vida era feliz. Pero el destino segó de pronto nuestro gozo.

y desde entonces lloro lágrimas de sangre y me quejo por ti de noche y de día.

»El Emir de los creyentes se emocionó mucho al oír estos versos. La princesa le dijo: “¡Hermano mío! Quien ha pronunciado una sentencia contra sí mismo, debe aplicarla. Te has juzgado a ti mismo. —Volviéndose hacia el joven, dijo—: Nima, ponte de pie; y tú también, Num”. Ambos se incorporaron, y la hermana del Califa continuó: “¡Emir de los creyentes! La que está de pie es Num, la raptada. El raptor es al-Hachchach b. Yusuf al-Taqafi, quien te la ha enviado, mintiendo al escribirte que la había comprado por diez mil dinares. Éste, el que está de pie, es Nima b. al-Rabí, su señor. Por el honor de tus puros antepasados, te conjuro a que los perdones y entregues el uno al otro para que así reciban el premio que les corresponde: ambos están en tu poder, han comido en tu mesa y han bebido contigo; yo intercedo por ambos y te pido el don de su vida”.

»El Califa replicó: “Has dicho la verdad. Ya he juzgado el asunto y yo no juzgo para después retractarme. ¡Num! ¿Es éste tu señor?” “Sí, Emir de los creyentes.” “Nada malo os ha de suceder: os entrego el uno al otro. —Luego preguntó—: ¡Nima! ¿Cómo has podido averiguar el sitio en que se encontraba? ¿Quién te lo ha descrito?” “¡Emir de los creyentes! Oye mi relato y presta atención a mis palabras: juro por tus padres y tus puros abuelos, que no te ocultaré nada.” Le refirió todo lo que le había sucedido, y cómo se habían comportado el médico persa y la nodriza; cómo había entrado ésta en palacio, y su equivocación de puerta. El Califa quedó sumamente admirado y exclamó: “¡Que me traigan al persa!” Se lo llevaron e hizo de él uno de sus íntimos, le regaló un traje de honor y ordenó que le diesen una hermosa recompensa, diciendo: “Es necesario que coloquemos entre nuestros familiares a un hombre tan experto”.

»El Califa abrumó de regalos a Nima, a Num y a la nodriza. Éstos permanecieron con él siete días, en medio de la alegría y del alborozo, en la vida más regalada. Después, Nima le pidió permiso para emprender el viaje con su esclava, y el Califa le permitió que regresase a Kufa. Hizo el viaje, se reunió con su padre y su madre y vivieron todos juntos en la más dulce de las vidas hasta que llegó la destructora de las alegrías y la que separa a todas las personas».

Al-Amchad y al-Asad se admiraron mucho del relato del persa Bahram, y exclamaron: «¡Es una historia maravillosa!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que pasaron la noche juntos, y, al día siguiente, al-Amchad y al-Asad montaron a caballo y pidieron audiencia al rey. Éste se la concedió, y, una vez en su presencia, los honró y se sentaron a hablar. Mientras estaban así, la gente de la ciudad empezó a chillar y a gritar pidiendo auxilio. El chambelán se presentó ante el soberano y le dijo: «Un rey, con su ejército, ha llegado ante la ciudad. Avanzan espada en mano, y no sabemos qué es lo que se proponen». El rey informó a su visir al-Amchad y a su hermano al-Asad. Al-Amchad dijo: «Saldré a su encuentro y veré de qué se trata».

Al-Amchad salió de la ciudad y encontró al rey en sus afueras. Iba acompañado por un gran ejército de mamelucos a caballo. Al ver a al-Amchad, lo reconocieron como mensajero del rey de la ciudad y lo llevaron ante el sultán. Al-Amchad besó el suelo delante de él, y al levantar la cabeza vio que se trataba de una mujer con velo. La reina dijo: «Sabe que el único motivo de mi venida a esta ciudad lo constituye un mameluco imberbe. Si lo encuentro entre vosotros nada ha de ocurriros, pero si no lo encuentro habrá guerra encarnizada, pues he venido exclusivamente a esto». «¡Oh, reina! ¿Cómo es ese esclavo? ¿Cómo se llama?» «Se llama al-Asad, y yo me llamo Marchana. Ese mameluco llegó ante mí en compañía de Bahram el mazdeo, el cual no quiso vendérmelo. Yo se lo arrebaté por la fuerza. Bahram lo ha agredido por sorpresa y lo ha raptado de noche. Sus rasgos son así y así.»

Al-Amchad, al oír esto, comprendió que se trataba de su hermano al-Asad. Replicó: «¡Reina del tiempo! Alabado sea Dios, que te devuelve la alegría. Ese mameluco es mi hermano». Le explicó todo lo que les había ocurrido en los países extranjeros, y por qué se habían marchado de las Islas del Ébano. La reina Marchana quedó admirada, se alegró de haber dado con Al-Asad y regaló a su hermano un traje de honor. Al-Amchad regresó al lado del rey y lo informó de lo que ocurría. Se alegraron por todo, y el rey, al-Amchad y al-Asad salieron al encuentro de la reina. Reuniéronse con ésta, y mientras estaban sentados hablando, se levantó una nube de polvo, que cubrió el horizonte. Al disiparse vieron aparecer un ejército, que avanzaba como si fuese el mar enfurecido. Iba bien pertrechado de armas y artefactos, y se dirigía contra la ciudad, a la que rodeó del mismo modo que el anillo ciñe el dedo meñique; sus soldados empuñaban las espadas.

Al-Amchad y al-Asad dijeron: «¡Somos de Dios, y a Él volvemos! ¿Qué significa este gran ejército? Sin duda son enemigos. Si no nos ponemos de acuerdo con esta reina para combatirlos, tomarán nuestra ciudad y nos matarán. Lo único que podemos hacer es salir a su encuentro y averiguar qué pretenden». Al-Amchad salió por la puerta de la ciudad, cruzó entre el ejército de la reina Marchana y, al llegar frente al otro, vio que pertenecía a su abuelo, el rey al-Gayur, padre de su madre, la reina Budur…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [vio a su abuelo,] señor de las islas, de los mares y de los siete castillos. Al llegar ante éste, besó el suelo entre sus manos y le expuso su mensaje. Preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Soy el rey al-Gayur, y vengo como simple caminante, ya que el tiempo me ha herido en la persona de mi hija Budur. Se ha marchado de mi lado, y no tengo noticias suyas ni de su esposo, Qamar al-Zamán. ¿Sabéis algo de ellos?» Al oír esto, al-Amchad inclinó un momento la cabeza, meditó, hasta estar convencido de que se trataba de su abuelo, el padre de su madre, y después le dirigió la mirada, besó el suelo delante de él y le comunicó que él era el hijo de su hija Budur. El rey cayó entonces en sus brazos, y ambos rompieron a llorar.

Después, el rey al-Gayur dijo: «¡Loado sea Dios, hijo mío, que nos ha reunido sanos y salvos!» Al-Amchad le dijo que su hija Budur y el esposo de ésta, Qamar al-Zamán, estaban bien de salud; que vivían en una ciudad llamada la Isla del Ébano; que Qamar al-Zamán, su padre, se había enfadado con él y su hermano, y había mandado a su tesorero que diese muerte a los dos, pero que éste sintió piedad por ambos y los dejó con vida. El rey al-Gayur le dijo: «Os llevaré junto a vuestro padre, os reconciliaré con él y me quedaré a vivir con vosotros». El príncipe besó el suelo delante del soberano, y éste regaló a su nieto un traje de honor.

Al-Amchad regresó, sonriendo, al lado de su rey, y le contó la historia del rey al-Gayur. El soberano la escuchó con profunda admiración. Después, y como muestra de amistad, envió caballos, camellos, ovejas, piensos y otras cosas y lo mismo hizo con la reina Marchana, a la que informó de lo que ocurría. Ésta dijo: «Os acompañaré con mi ejército y aceptaré inmediatamente un tratado de paz». Mientras así hablaban, se levantó otra nube de polvo, que cubrió el horizonte y oscureció el día. Dentro de ella se oyeron gritos, chillidos y relinchos, mientras relucían las espadas y se entreveían las lanzas. Al aproximarse a la ciudad los recién llegados y distinguir a los dos ejércitos, redoblaron tos tambores.

El rey, al ver esto, exclamó: «¡Hoy es un día bendito! Loado sea Dios, que nos ha permitido consolidar la paz con los dos ejércitos anteriores. Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, también nos entenderemos con este ejército. —Y añadió—: ¡Al-Amchad! Sal acompañado por tu hermano al-Asad y averiguad cuál es el motivo de la llegada de estas tropas. Constituyen el ejército más poderoso que hasta ahora he visto». Así lo hicieron los dos hermanos, mientras el rey, atemorizado, ordenó que cerraran la puerta de la ciudad. Los hermanos comprobaron que se trataba de las tropas del rey de las Islas del Ébano, con las cuales se encontraba su padre, el rey Qamar al-Zamán. Al ver a éste, besaron el suelo delante de él y rompieron a llorar.

Qamar al-Zamán, al contemplarlos, se echó en sus brazos y lloró amargamente, pidiéndoles perdón y estrechándolos contra el pecho. Después les explicó lo mucho que había sufrido a causa de su separación, y la gran soledad en que se había encontrado a consecuencia de su alejamiento. Al-Amchad y al-Asad le informaron de la llegada del rey al-Gayur. Qamar al-Zamán montó a caballo rodeado por su séquito, y, tomando consigo a sus hijos, se acercó al ejército del rey al-Gayur. Uno de los hombres de éste se acercó a su soberano y lo informó de la llegada de Qamar al-Zamán. El rey al-Gayur salió a recibirlo, y todos se admiraron de aquellos sucesos y de cómo se habían reunido en aquel lugar. Los habitantes de la ciudad prepararon banquetes, y su rey les ofreció caballos, camellos, varios presentes, piensos y todo lo que podían necesitar los ejércitos.

Mientras esto ocurría, levantóse otra nube de polvo, que cubrió el horizonte, y la tierra tembló bajo el galope de los caballos; los tambores redoblaban como el viento huracanado, y los soldados aparecieron con sus armas y cotas de malla. Vestían de negro, y rodeaban a un anciano, vestido también de negro, cuya barba le llegaba hasta el pecho. Los habitantes de la ciudad contemplaron este nuevo ejército, y el soberano de la misma dijo a los reyes: «¡Loado sea Dios, el cual ha permitido que os reunieseis en un mismo día y fuerais todos conocidos!; pero, ¿qué significa este ejército en armas que ha ocupado toda la región?» Los reyes le contestaron: «No tienes por qué temerle. Nosotros somos tres reyes, y cada uno cuenta con un numeroso ejército. Si son enemigos, los combatiremos a tu lado, y lo mismo haríamos si contasen con fuerzas tres veces superiores».

Mientras así discurrían, se dirigió a la ciudad un mensajero del recién llegado ejército. Lo condujeron ante Qamar al-Zamán, el rey al-Gayur, la reina Marchana y el dueño de la ciudad. El mensajero besó el suelo y dijo: «Mi rey viene de la tierra de los persas. Hace muchos años que ha perdido a su hijo, y desde entonces recorre la tierra buscándolo por todos los países. Si está entre vosotros, ningún daño os ocurrirá, pero si no lo encuentra, iniciará las hostilidades y destruirá vuestra ciudad». Qamar al-Zamán replicó: «¡No se ha de llegar a esto! ¿Cuál es su nombre en el país de los persas?» «Se llama el rey Sahramán, y el señor de las Islas de Jalidán. Ha reunido este ejército en los países que ha cruzado en busca de su hijo.»

Qamar al-Zamán, al oír las palabras del mensajero, dio un grito muy fuerte y cayó desmayado. Permaneció un rato sin conocimiento, y al volver en sí rompió a llorar y dijo a al-Amchad, al-Asad y a sus séquitos: «Acompañad al mensajero, hijos míos, y saludad a vuestro abuelo, mi padre el rey Sahramán; dadle la buena noticia de mi hallazgo, ya que él está entristecido por mi pérdida, y viste de luto por mi causa». Luego explicó a los reyes lo que le había ocurrido desde los días de su adolescencia, y todos quedaron admirados de ello. Después salieron juntos, con Qamar al-Zamán, y se dirigieron al encuentro del padre de éste. Qamar al-Zamán saludó a su progenitor, se abrazaron y cayeron desmayados por la gran alegría. Al volver en sí, Sahramán contó a su hijo todo lo que le había sucedido, y luego saludó a los restantes soberanos.

Marchana regresó a su país después de haberse casado con al-Asad. Los soberanos le rogaron que no dejase de escribirles. Más tarde se casaron al-Amchad y Bustán, la hija del persa Bahram, y se marcharon todos a la ciudad del Ébano. Qamar al-Zamán se quedó a solas con su suegro y lo informó de todo lo que les había ocurrido y cómo se había vuelto a reunir con sus hijos; él se alegró y lo felicitó porque todo había terminado bien. El rey al-Gayur, padre de la reina Budur, entró a saludar a su hija y satisfizo así las ansias que tenía de verla. Permanecieron en la ciudad del Ébano durante un mes, y luego el rey al-Gayur y su hija regresaron a su patria…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuarenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [regresaron a su patria] en compañía de al-Amchad. Una vez asentado en su reino, colocó a al-Amchad en el trono para que reinase en su lugar. Por su parte, Qamar al-Zamán colocó en su puesto a al-Asad en la ciudad de su abuelo, Armanus, y éste quedó complacido. Después, Qamar al-Zamán y su padre, el rey Sahramán, se dirigieron a las Islas de Jalidán. La ciudad se engalanó en su honor y las fiestas duraron un mes. Qamar al-Zamán tomó el poder en sustitución de su padre, y reinó hasta que llegó la destructora de las felicidades y la disgregadora de los amigos. Pero Dios es más sabio.

El rey dijo:

—¡Oh, Sahrazad! Éste es un relato portentoso.

La joven replicó:

—¡Oh, rey! No es más maravilloso que la historia de Alá al-Din Abu al-Samat.