HISTORIA DE QAMAR AL-ZAMÁN, HIJO DEL REY SAHRAMÁN

SAHRAZAD refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en lo más antiguo del tiempo vivía un rey que se llamaba Sahramán; poseía ejércitos, criados y servidores, pero había envejecido, y sus fuerzas se habían debilitado sin tener hijos. Triste e inquieto por ello, confió su pesar a un ministro. «Temo que mi muerte cause la ruina del reino, ya que no tengo quien pueda sucederme.» «Tal vez Dios ponga remedio a esto. Confía en Él, rey, haz la ablución, reza dos arracas y después únete a tu mujer. Es posible que así consigas tus deseos.» El rey cohabitó con su esposa y la dejó encinta en aquel momento. Transcurridos los meses del embarazo, la esposa dio a luz un niño, tan hermoso como la luna cuando recorre la noche tenebrosa. El rey le dio el nombre de Qamar al-Zamán y se alegró muchísimo de su nacimiento; la ciudad se engalanó, y se celebró una fiesta que duró siete días, durante los cuales repicaron los tambores para difundir la noticia.

El pequeño fue entregado a las nodrizas y a las amas, y creció con todos los cuidados y comodidades hasta cumplir los quince años. Era de prodigiosa belleza, esbelto y bien formado. Su padre lo quería mucho, y no podía separarse de él ni de día ni de noche. En cierta ocasión, el rey Sahramán comunicó a uno de sus ministros el gran amor que sentía hacia su hijo: «¡Visir! Temo que las vicisitudes del tiempo y los reveses de la fortuna hagan mella en mi hijo. Me gustaría que se casara antes de mi muerte». «Sabe, ¡oh rey!, que el matrimonio es una fuente de bienes, y que no hay inconveniente alguno en que cases a tu hijo antes de tu muerte.» Entonces el rey mandó llamar a su hijo, el cual inclinó tímidamente la cabeza. El rey le dijo: «Qamar al-Zamán: Querría casarte y celebrar tus bodas en vida mía». «Sabe, ¡oh padre!, que no tengo vocación para el matrimonio y que mi alma no apetece a las mujeres, ya que he encontrado en los libros historias que se refieren a su perfidia. El poeta las describe en estos versos:

Si me preguntáis por las mujeres, sabed que soy experto y buen médico.

Cuando la cabeza del hombre encanece o tiene poco dinero, disminuye todo su interés por él.

»Otro poeta dice:

Sublévate contra las mujeres, pues ésta es la mejor obediencia; nunca tendrá éxito el hombre que entregue a la mujer sus propias riendas:

le impedirá que alcance el objeto de sus miras, aunque lo intente durante mil años.»

Luego añadió: «¡Padre! Casarme es algo que no haré nunca». El sultán, al oír aquello, quedó profundamente preocupado por su desobediencia…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que su rostro se ensombreció. Mas por el cariño que le tenía, ni insistió ni le regañó, sino que, por el contrario, lo acercó hacia sí y lo trató con la generosidad y el afecto que salen del corazón. Qamar al-Zamán siguió creciendo en belleza y hermosura, en gracia y amabilidad. El rey esperó que su hijo tuviese un año más, y entonces llegó a ser tan elocuente y bello, que hacía perder la cabeza a los hombres con su hermosura, que constituía el aroma de la brisa nocturna y podía sonrojar con su belleza la faz de la luna llena. Era esbelto, equilibrado, sutil y erguido como una rama de sauce o una caña de la India, y en sus mejillas lucían anémonas; de buen carácter, con todas las cualidades, podía decirse como el poeta:

Cuando aparece, dicen: «¡Bendito sea Dios, ensalzado sea, aquel que lo ha formado y hecho!»

Rey de todos los seres hermosos, pues todos éstos son sus súbditos.

Su saliva es miel líquida, y sus dientes, perlas engarzadas.

Perfecto y único en belleza, todo el género humano se turba ante ella.

La belleza ha escrito en su frente: «Atestiguo que no hay nadie más hermoso que él».

Cuando Qamar al-Zamán hubo cumplido un año más, el rey Sahramán lo mandó llamar y le dijo: «¡Hijo mío! ¿Por qué no quieres escucharme?» Qamar al-Zamán se arrojó al suelo, delante de su padre, lleno de respeto y confuso: «¡Padre mío! ¿Cómo no he de hacer caso de lo que me mandes, cuando Dios me ordena que te obedezca y que no te contraríe?» «Sabe, hijo mío, que quiero casarte para celebrar tu boda en vida mía y para entregarte el gobierno del reino antes de mi muerte.» Qamar al-Zamán inclinó la cabeza por un momento; después, levantándola, replicó: «¡Padre! Eso no lo haré jamás, aunque tenga que apurar el vaso de la muerte. Sé que Dios me ha puesto por obligación el obedecerte, pero tú, ¡por Dios!, no has de imponerme el matrimonio ni pensar en que yo tengo que casarme un día u otro. He leído los libros antiguos y modernos y sé todas las desgracias y desventuras que ocurren por causa del amor de las mujeres, de sus inacabables tretas; sé las calamidades que en ellas tienen su origen. ¡Qué bellas son las palabras del poeta!:

Aquel al que las malas mujeres tienden una trampa, no consigue salvarse

aunque construya mil fortalezas reforzadas con plomo. De nada le servirá el haberlas construido. En estos casos, las fortalezas no sirven de nada.

Las mujeres engañan al hombre tanto si está cerca como si está lejos.

Se tiñen los dedos, trenzan el cabello, colorean las cejas y hacen tragar amargos bocados.

»¡Y qué expresivas son también éstas!:

Las mujeres, aunque las invites a ser virtuosas, son carroña sobre la que revolotean las águilas.

Por la noche te pertenecen sus confidencias y secretos, pero, al día siguiente, otro posee el cuerpo.

Son como una fonda: estás en ella como huésped hasta que marchas por la mañana, y después la ocupa un desconocido».

Al oír esto y comprender el sentido de la composición, el rey no contestó porque quería mucho a su hijo; aumentó sus dones y favores, y se separaron en seguida. En cuanto hubo terminado la conversación, el rey Sahramán mandó llamar al visir, se quedó a solas con él y le dijo: «Dime, visir, qué debo hacer en el caso de mi hijo Qamar al-Zamán».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey siguió diciendo al visir:] «Te pedí consejo acerca de si era conveniente casarlo antes de cederle el poder, y tú me lo recomendaste y me señalaste que debía hablarle también de su matrimonio. Ya lo he hecho así, pero no quiere escucharme. ¿Qué debo hacer ahora?» El ministro contestó: «Te aconsejo, ¡oh rey!, que tengas paciencia un año más. Si entonces quieres hablarle nuevamente sobre el matrimonio, no lo hagas a solas, sino en un día de audiencia, cuando estén presentes todos los príncipes, ministros y soldados. Entonces ordenas que vayan en busca de tu hijo, y al tenerlo delante le hablas de ello en presencia de los ministros, chambelanes, funcionarios, grandes del reino, soldados y fuerzas armadas. Él se encontrará cohibido y no osará contradecirte ante tanta gente». El rey Sahramán se alegró mucho al oír las palabras del ministro, aceptó su consejo y le regaló un precioso vestido de honor.

El soberano esperó a que su hijo tuviese un año más. Cada día que pasaba, aumentaba en hermosura, belleza y lozanía, hasta que estuvo a punto de cumplir los veinte años; entonces, Dios lo vistió con el traje de la belleza y le ciñó la diadema de la perfección: sus miradas eran más encantadoras que las de Harut y Marut; su malicia tenía más fascinación que Tagut; sus mejillas se tiñeron de rojo; sus pestañas eran tan delgadas como el filo de la espada; la blancura de sus dientes competía con la del plenilunio, y el negro de sus cabellos se parecía a la noche tenebrosa. Tenía la cintura más delgada que el cuello de una bolsa, y sus nalgas, más pesadas que una duna; sus muslos causaban impresión y su cintura se quejaba del peso de las nalgas.

Su belleza dejaba boquiabiertos a los hombres, tal como dijo un poeta:

Juro por sus mejillas, por su boca sonriente; por las flechas que ha embrujado con su seducción;

por sus suaves formas, por su mirada penetrante, por lo blanco de su frente y por lo negro de su cabello;

por unas cejas que impiden el sueño a quien lo tiene, y que lo asaltan con deseos y órdenes;

por los aladares, que, como escorpiones, bajan por sus sienes e intentan matar a los amantes con su forma;

por la rosa de sus mejillas y el mirto de su bozo; por el coral de sus labios y las perlas de su boca;

por el perfume de su aliento y el líquido que fluye en su boca, más agradable que el vino añejo;

por sus nalgas bamboleantes, tanto si se mueve como si no; por su esbeltez;

por la generosidad de su mano, por lo sincero de sus palabras, por la bondad de su temperamento y por su gran valor.

El almizcle es el exudado de su lunar, y el perfume atestigua el olor de su cuerpo.

Por esto el sol reluciente está por debajo de él, y la luna en creciente es un recorte de sus uñas.

El rey Sahramán hizo caso de las palabras del visir y tuvo paciencia por un año más, hasta que llegó un día de fiesta…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey esperó hasta que llegó un día de fiesta] y de recepción. La sala de audiencias estaba repleta de príncipes, ministros, chambelanes, grandes del reino y fuerzas armadas. El rey mandó llamar a su hijo. Éste, al llegar delante del soberano, besó el suelo por tres veces y se quedó de pie, con las manos detrás de la espalda. El padre le habló: «¡Hijo mío! Te he hecho llamar ahora, delante de todo el consejo y de los soldados, para mandarte, de manera irrevocable, que te cases. Quiero hacerte contraer matrimonio con la hija de un rey, y regocijarme así antes de mi muerte». Al oír Qamar al-Zamán las palabras de su padre, inclinó por un momento la cabeza hacia el suelo; luego dirigió la vista a su padre y, presa de locura juvenil, dada su falta de experiencia, respondió: «¡No me casaré jamás, aunque me cueste la vida! Tú eres un hombre viejo, de poco seso. Con anterioridad me has hablado dos veces acerca del matrimonio y te he contestado lo mismo».

Luego separó las manos, que había cruzado en señal de respeto, se remangó y se puso hecho un ascua. Su padre quedó cohibido al ver que adoptaba esta actitud delante de los grandes del reino y de los soldados allí reunidos.

El soberano, presa de la ira propia de los reyes, gritó a su hijo para atemorizarlo, llamó a sus mamelucos y les mandó que lo detuviesen. Así lo hicieron. Les ordenó que lo esposaran. El príncipe sudaba, y permanecía con la cabeza baja, por el miedo y la vergüenza. Su padre lo insultó e injurió: «¡Ay de ti, hijo adulterino y bastardo! ¿Cómo te atreves a contestarme así delante de mis oficiales y de mis tropas? ¿Nadie te ha enseñado hasta ahora la educación?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey siguió diciendo:] «¿No sabes qué es lo que acabas de hacer? Si lo hubiese hecho uno cualquiera de mis súbditos, habría incurrido en una falta infamante». Dijo a los mamelucos que lo desatasen y lo encerrasen en una torre de la alcazaba. Los criados cubrieron de tapices la sala de la torre, la barrieron y limpiaron, pusieron un lecho para Qamar al-Zamán y lo cubrieron con un colchón, un tapiz y cojines; pusieron una linterna y una candela, ya que el lugar era muy oscuro, incluso durante el día. Los mamelucos metieron allí a Qamar al-Zamán y colocaron en la puerta de la habitación un criado. El príncipe se tendió en el lecho, lleno de preocupaciones y con el corazón dolorido. Se reprendía a sí mismo y se arrepentía de lo que había hecho a su padre, cuando ya era inútil el arrepentimiento. Decíase: «¡Maldiga Dios el matrimonio, a las muchachas y a las mujeres traidoras! ¡Ojalá hubiese escuchado a mi padre y me hubiera casado! ¡Era preferible a esta prisión!» Esto es lo que hace referencia a Qamar al-Zamán.

Sigamos ahora con su padre. Éste continuó sentado en el trono durante el resto del día, hasta la hora del ocaso. Entonces se quedó a solas con el ministro y le dijo: «Tú, visir, tienes la culpa de todo lo que me ha ocurrido con mi hijo, ya que me has aconsejado así. ¿Qué me sugieres ahora?» «¡Rey! Deja a tu hijo en la prisión durante quince días. Después manda que se presente ante ti y ordénale que se case: no te contradecirá más.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e Interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey aceptó el consejo de su visir y pasó aquella noche muy preocupado por la suerte de su hijo, ya que k) quería mucho. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, pues estaba acostumbrado a que su brazo fuese la almohada de Qamar al-Zamán, que se dormía en él. Debido a esto, pasó aquella noche inquieto y dando vueltas de un lado para otro, como si estuviese durmiendo sobre brasas; presa de gran inquietud, sus ojos derramaron abundantes lágrimas, y recitó los versos del poeta:

Mi noche es larga, mientras los censores duermen. Bástete saber que el corazón está desgarrado por la separación.

Pregunto —y mi noche parece más larga a causa de la pena—: «¿Es que no volverás, luz de la aurora?»

Y éstos, de otro poeta:

Cuando he visto a las Pléyades marchar, a la Polar cubrirse con un velo,

y vestir de luto a la Osa Mayor, me he dado cuenta de que la mañana desaparecía.

Aquí termina, por ahora, lo referente al rey Sahramán.

Volvamos a Qamar al-Zamán. Cuando llegó la noche, el criado le acercó el farol, encendió la vela y la colocó en la palmatoria. Le llevó la cena, y el príncipe comió un poco y siguió reprochándose el haber contrariado a su padre. Se dijo: «¿Es que no sabes que el hombre es esclavo de su lengua, y que la lengua humana es la que causa mayores males?» Siguió censurándose, hasta que las lágrimas se le escaparon, hasta que el corazón se llenó de congojas y se arrepintió completamente de lo que su lengua había dicho al rey. Recitó estos versos:

El hombre muere a consecuencia de tropezones de su lengua, y no a causa de los de su pie.

Un resbalón de la lengua le puede costar la vida, mientras que uno del pie pronto se cura.

Qamar al-Zamán, cuando terminó de comer, pidió lavarse las manos, hizo las abluciones, rezó las oraciones canónicas y se sentó…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se sentó] en el lecho para leer el Corán. Leyó las azoras de la Vaca, de la familia de Imrán, la de Ya Sin, la del Misericordioso, la de «Bendito sea el Señor» y las dos últimas azoras, llamadas «Las Presentadoras». Terminó el rezo con la invocación «Busco refugio en Dios» y se durmió en el lecho, encima del colchón, engarzado de piedras preciosas, que tenía dos caras y estaba relleno de plumas de avestruz. Ya a punto de dormirse, se quitó lo vestidos, se desnudó y dejóse sólo una tenue camisa y un gorro azul de Merw. Qamar al-Zamán podía compararse aquella noche con la luna en su decimocuarto día. Se cubrió con una sábana de seda, y se durmió dejando el farol encendido junto a sus pies, mientras la vela, también encendida, estaba junto a su cabeza. Durmió de un tirón el primer tercio de la noche, sin saber lo que le iba a ocurrir durante su inconsciencia ni lo que le destinaba el oculto porvenir.

La torre y la habitación eran muy antiguas y habían estado deshabitadas. Torre y habitación tenían debajo un pozo romano, junto al cual se había instalado una efrita que pertenecía a la descendencia de Iblis (¡maldito sea!).

Ella se llamaba Maymuna, y era hija de Dimiryat, que, a su vez, era uno de los reyes más conocidos de los genios.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando Qamar al-Zamán había dormido el primer tercio de la noche, la efrita salió del pozo romano y subió para ver lo que ocurría. Ya fuera del pozo, vio luz encendida en la torre y comprendió que aquello era algo inusitado, ya que ella llevaba muchos años residiendo en el pozo. Se dijo: «Nunca he visto nada parecido». Se admiró mucho de lo que ocurría, y adivinó en seguida que aquello debía de tener una causa. Se acercó hacia la luz y vio que salía de la habitación; entró en ella y descubrió a un criado que dormía junto a la puerta; una vez ya en el interior, tropezó con el lecho, en el cual había una figura de hombre dormido, con una vela encendida junto a la cabeza y un farol colocado a los pies. La efrita Maymuna se quedó perpleja ante tanta luz, se acercó a él poco a poco, bajó sus alas, se colocó junto al lecho y quitó el lienzo que le tapaba la cara. Contempló el rostro del joven, y durante una hora temporal estuvo admirando tanta hermosura y belleza. Vio que la luz de su rostro eclipsaba a la de la candela. La cara del joven brillaba de luces; sus ojos eran hermosísimos, con pupilas negras; sus mejillas, sonrosadas; los párpados estaban entornados suavemente; sus cejas, arqueadas, y su aliento parecía almizcle perfumado. Era tal como dijo el poeta:

Lo besé, y se ennegrecieron las pupilas que me habían cautivado; se sonrojaron las mejillas.

¡Oh, corazón! Si los censores aseguraran que existe otro tan bello como él, di: «¡Traedlo!»

Cuando la efrita Maymuna b. Dimiryat lo hubo visto, loó a Dios y exclamó: «¡Bendito sea Dios, el más glorioso de los creadores!», ya que esta efrita pertenecía al grupo de los genios creyentes. Continuó mirándolo durante un buen rato, fijándose en el rostro de Qamar al-Zamán, alabando al Señor y quedándose absorta ante tal prodigio de belleza. Se dijo: «¡Por Dios! No he de hacerle ningún daño, ni he de permitir que nadie se lo haga; lo he de librar de todas las desgracias. Un rostro han hermoso sólo puede ser contemplado y alabado. Pero, ¿cómo ha podido olvidarlo su familia en este lugar en ruinas, donde en cualquier momento puede presentarse un marid y hacerle perecer en la flor de la edad?» La efrita se inclinó sobre él, lo besó en la frente, le extendió la sábana por encima del rostro y lo tapó. Después abrió las alas y remontó el vuelo hacia el cielo. Subió sin parar hasta que alcanzó la bóveda del mundo.

En este momento oyó aletear a alguien, que cruzaba el aire en aquella zona. Al acercarse a él, vio que se trataba de un efrit llamado Dahnas; se lanzó sobre él como si fuese un gavilán. Dahnas, al darse cuenta de lo que ocurría y reconocer a Maymuna, la hija del rey de los genios, temió que le gastase alguna broma pesada. Se puso a temblar y pidió que se apiadase de él. «Te conjuro, por el nombre sagrado que figura en el talismán más excelso, el que está grabado en el anillo de Salomón, a que tengas compasión de mí y a que no me causes daño.» Maymuna, al oír estas palabras, se compadeció de él y le dijo: «Me has detenido gracias a un conjuro solemne, pero no te soltaré hasta que me cuentes de dónde vienes a estas horas». «¡Señora! Sabe que regreso de los confines de la China y de la región de las islas. Te voy a referir el prodigio que he contemplado esta noche. Si mis palabras te complacen, dejarás que continúe mi camino y me escribirás de tu puño y letra un certificado conforme soy libre, para que ninguno de los de esa pléyade de genios volantes, los que vuelan por lo alto, por lo bajo o que recorren las entrañas de la tierra, me corte el camino.»

Maymuna preguntó: «¿Qué has visto esta noche, Dahnas? Cuéntamelo y no me mientas con intención de escapar de mis manos, pues juro por la inscripción grabada en la piedra del anillo de Salomón, hijo de David (¡sobre ambos sea la paz!), que si tus palabras no son verdad, te he de arrancar las plumas con mis propias manos, he de desgarrar tu piel y he de romper tus huesos». El efrit, Dahnas b. Samhuris, el volador, contestó: «Si lo que voy a decir no es verdad, puedes hacer de mí lo que quieras».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Dahnas refirió: «Esta noche he salido de las islas internas del país de China, el país que gobierna Gayur, señor de islas y mares y de los siete castillos. He visto que este rey tiene una hija de tal belleza, que Dios, en nuestra época, no ha creado ninguna mujer que se pueda comparar con ella. No sé cómo he de poder describírtela, ya que mi lengua es incapaz de hacerlo como debiera. Pero te apuntaré alguna de sus cualidades a modo de aproximación: sus cabellos son negros como la noche del exilio; su rostro es como el día de la unión. ¡Cuán bien le cuadran las palabras del que dijo!:

Desligó tres bucles de su cabello en medio de las tinieblas, y las noches fueron cuatro.

Puso su rostro enfrente de la luna del cielo, y me hizo ver dos lunas al mismo tiempo.

»Tiene una nariz parecida al filo de una espada; dos mejillas como vino empurpurado: son dos rojas anémonas; sus labios son coral y cornalinas; su saliva es preferible al vino añejo, ya que al probarla apaga el tormento del fuego; su lengua, movida por la inteligencia, siempre tiene una respuesta a punto; tiene un pecho que seduce a quien lo ve (¡loado sea quien lo ha creado y lo ha modelado!).

»Unidos al pecho hay dos brazos redondeados, sobre los cuales ha dicho el poeta enamorado:

¡Dos brazos que si no estuviesen sujetos por las pulseras, resbalarían por las mangas como riachuelos!

»Tiene dos senos que parecen de marfil: cuando se muestran, deslumbran al sol y a la luna; su vientre, plegado como si fuese una pieza de tela copta, va a terminar en una cintura tan delgada, que parece un fantasma sostenido sobre unas nalgas comparables a dunas de arena; la obligan a sentarse cuando está de pie, y la despiertan cuando duerme, tal como dijo uno de los poetas que la ha descrito:

Tiene una grupa que cuelga de un hilo; la grupa es injusta con ella, y conmigo.

Me obliga a estar de pie si pienso en ella y a ella la fuerza a estar sentada cuando quiere estar de pie.

»Su grupa está sostenida por dos muslos que parecen columnas de perlas, y cuya fuerza, para sostenerla, procede de la bendición del jeque que está entre ellas. Sus demás dotes físicas son tantas, que ningún descriptor sabría enumerarlas. Todo eso anda sostenido por dos pies graciosos, de magnífica factura divina. Yo he quedado maravillado de cómo pueden soportar todo lo que tienen encima».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el efrit continuó:] «Todo lo restante he dejado de enumerarlo, pues las palabras son pocas y no bastan para describirlo. El padre de esta muchacha es un rey poderoso, hábil caballero que recorre noche y día los mares de todas las regiones, que no teme la muerte ni se asusta en los encuentros, pues es un tirano fiero y orgulloso. Posee numerosos ejércitos, y señorea regiones, islas, ciudades y distritos. Se llama Gayur, señor de las islas, de los mares y de los siete alcázares. Ama muchísimo a la hija que acabo de describirte, y a causa del profundo amor, ha impuesto contribuciones a los otros reyes y le ha construido siete alcázares, cada uno de los cuales es de una materia distinta: el primero, de cristal; el segundo, de mármol; el tercero, de hierro chino; el cuarto, de piedras preciosas; el quinto, de plata; el sexto, de oro, y el séptimo, de joyas. Ha llenado los siete castillos de tapices preciosos, de utensilios de oro y de plata y de todos los instrumentos que pueden necesitar los reyes. Ha mandado a su hija que viva en cada uno de ellos durante un cierto período del año, y que, una vez concluido, se traslade a otro.

»Esta princesa se llama la reina Budur. Cuando la fama de su belleza se divulgó por los países, los reyes despacharon mensajeros para pedirla por esposa a su padre. Éste, a su vez, le insinuó el asunto del matrimonio, pero ella lo rechazó, diciendo: “¡Padre! No me apetecerá jamás casarme. Yo soy señora y reina, gobierno a las gentes y no quiero que un hombre me gobierne a mí”. Cuanto más se negaba a contraer matrimonio, mayor era el número de peticiones. Más tarde, numerosos reyes de la islas de la China interior enviaron presentes y regalos a su padre y le escribieron acerca del posible matrimonio. El padre ha vuelto a insistir, pero ella se ha negado siempre, y, enfadándose con él, le ha dicho: “¡Padre mío! Si me vuelves a hablar otra vez de matrimonio, cogeré una espada, pondré en el suelo la empuñadura, colocaré la punta en mi vientre y me apoyaré en ella hasta que salga por la espalda; así me suicidaré”.

»Cuando su progenitor oyó estas palabras, se entenebreció su rostro, y su corazón ardió en llamas, pues temió que se suicidase. Quedó perplejo acerca de lo que debía hacer y cómo debía comportarse con los reyes que se la habían pedido. Le dijo: “Si no quieres casarte, no puedes entrar ni salir”. La encerró en una habitación y encargó de su vigilancia a diez nodrizas; le prohibió que se dirigiese a cualquiera de los siete castillos. Después, aparentando estar enfadado con ella, escribió a todos los reyes, comunicándoles que había perdido la razón. Ahora hace un año que está encerrada. Y ahora me dirigía a su lado, conforme hago todas las noches: la contemplo, miro su rostro y la beso en la frente mientras duerme.

»A pesar de lo que la amo, no la perjudico ni cohabito con ella, porque su belleza es prodigiosa, y todo aquel que la ve, llega a estar celoso de sí mismo. Te conjuro, señora, a que me acompañes a contemplar su hermosura, su belleza, su talle, la armonía de sus rasgos. Si después de verla insistes aún en castigarme o aprisionarme, puedes hacerlo: a ti te incumbe mandar y decidir». El efrit Dahnas bajó la cabeza y replegó sus alas.

La efrita Maymuna se rió de sus palabras, le escupió en el rostro y le dijo: «¡Esa muchacha de la que hablas sólo es un vaso de noche! ¿Qué dirías si vieses a mi amado? ¡Por Dios! Había creído que te ocurría algo sensacional o que sabías algo prodigioso, ¡maldito seas! Esta noche he visto a un hombre al que, si lo hubieras llegado a ver en sueños, te habrías quedado paralizado y se te habría caído la baba». «¿Y cuál es la historia de ese muchacho?» «Sabe, Dahnas, que a ese muchacho le ha ocurrido lo mismo que a tu amada. Su padre le ha mandado repetidas veces que se case, pero él ha rehusado. Su padre, al ver que lo contradecía, se ha dejado arrastrar por la ira y lo ha hecho encerrar en la torre en que yo habito. Esta noche, al salir, lo he visto.» «¡Señora mía! Enséñame a ese muchacho para que vea si es o no más hermoso que mi amada, la reina Budur; no creo que en esta época se pueda encontrar persona comparable con ella.» «¡Mientes, maldito! ¡Eres el peor nacido de los genios, y el más vil de los demonios! Estoy segura de que no se encuentra quien pueda compararse con mi amado en todo este país.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la efrita siguió diciendo:] «¿Estás loco para querer comparar a mi amado con tu amada?» «¡Por Dios, señora! Acompáñame y verás a mi amada; yo regresaré contigo y veré a tu amado.» «Es necesario hacerlo así, maldito, ya que tú eres un demonio astuto. Pero no te acompañaré ni tú vendrás conmigo sin antes hacer una apuesta. Si tu querida, esa que tú amas y elogias, es más hermosa que aquel a quien yo amo y elogio, ganarás y te quedarás con la prenda. Pero si mi amado es más hermoso, te cogeré la prenda.» «Acepto la condición que me impones, y estoy conforme. Acompáñame a las islas.» «Mi amado está más cerca que tu amada: se halla debajo de nosotros. Ven a verlo, y después iremos a contemplar a tu amada.» «Conforme.»

Bajaron y se metieron en la habitación que estaba en la torre. Maymuna detuvo a Dahnas junto al lecho, extendió su mano y levantó la sábana que cubría el rostro de Qamar al-Zamán, el hijo del rey Sahramán. Su rostro apareció brillante, resplandeciente. Maymuna lo contempló un momento, y, volviéndose hacia Dahnas, le dijo: «¡Mira, maldito! ¡No seas el peor de los locos! Nosotras las mujeres estamos apasionadas por él». Dahnas se volvió hacia él y lo estuvo contemplando un rato; después sacudió la cabeza y dijo a Maymuna: «¡Señora mía! Tienes disculpa; pero hay una cosa, y es que la condición de la mujer no es la misma que la del hombre. ¡Por Dios! Tu amado es el ser que más se parece a mi amada en belleza, hermosura y perfección. Ambos parecen haber sido confeccionados en el mismo molde».

Maymuna, al oír las palabras de Dahnas, perdió el mundo de vista, y con el ala le dio tal golpe en la cabeza que por poco lo mata. Le replicó: «¡Juro por el rostro y la majestad de Dios, que tú debes partir ahora mismo y traer a tu amada, ésa a la que quieres, lo más rápidamente posible, a este lugar, para que podamos reunir a los dos, para que los podamos contemplar mientras duermen el uno al lado del otro! Así podremos comprobar cuál es el más bello. Si no haces ahora mismo lo que te he mandado, maldito, te abrasaré con mi luz, te descuartizaré y echaré tu cuerpo en un lugar cualquiera para que sirvas de ejemplo al que allí resida y al que por allí pase». Dahnas replicó: «¡Señora mía! Tienes derecho a esta satisfacción, pues sé que mi amada es más bella y más dulce».

El efrit Dahnas remontó el vuelo, y Maymuna lo acompañó para vigilarlo. Permanecieron ausentes una hora, al cabo de la cual regresaron ambos trayendo consigo a la adolescente, que sólo vestía una camisa ligerísima de tela veneciana, con dos bordados en oro y riquísimos adornos. En la parte alta de la manga estaban escritos los siguientes versos:

Tres cosas le han impedido visitamos, por temor al espía del envidioso enfadado:

La luz de la frente, el tintineo de las joyas y el perfume de ámbar que despide su cuerpo.

Puede ocultar la frente con el brazo y quitarse las joyas; pero, ¿qué hará del sudor?

Los dos efrit descendieron con la adolescente, la colocaron al lado del joven…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la colocaron al lado del joven] y destaparon los dos rostros: eran completamente idénticos y parecían hermanos gemelos o, cuando menos, hermanos. Eran dos auténticas seducciones para los temerosos de Dios. Sobre ellos dijo el poeta:

¡Oh, corazón! No ames a una sola belleza, pues podrías sufrir una desilusión o quedar humillado.

Ama a todas las bellezas: si una se te aparta, otra se te acercará.

Dahnas y Maymuna los contemplaron. Dahnas dijo: «¡Mi amada es más hermosa!» Maymuna replicó: «¡Quia! ¡Ay de ti, Dahnas! Mi amado es más hermoso, o ¿es que estás ciego? ¿No ves su belleza, su hermosura, su cintura y su perfección? Oye lo que voy a decir de mi amado, y si estás verdaderamente enamorado de la que amas, di otro tanto». Maymuna besó repetidamente a Qamar al-Zamán y recitó esta casida:

¿Qué he de hacer con quien me maltrata hablando mal de mi amor por ti? ¿Cómo he de poder consolarme si eres una esbelta rama?

Tienes una pupila negra, de la que emana la seducción y de la cual no puede escapar el amor platónico.

Con miradas de turco, destroza las entrañas mucho mejor de lo que lo haría una espada afilada.

Me ha cargado con el peso de la pasión, a pesar de que soy incapaz de cargar con la camisa más leve.

Mi amor, mis inquietudes por ti, son, como sabes, naturales, mientras que mi amor por otros es artificioso.

Si mi corazón fuese como el tuyo, mi cuerpo no hubiese adelgazado hasta quedar del ancho de tu cintura.

¡Ay de él! ¡Todo por culpa de una bella que circula entre los hombres y que es hermosa sin par!

Los censores han dicho: «¿Quién es ése por el cual estás afligido?» Respondo: «¡Describidlo si podéis!»

¡Oh, corazón cruel! Aprende a ser tierno en la delgadez de su cintura: tal vez así llegues a ser delicado y suave.

Tú, príncipe de la belleza, tienes un inspector que me tiraniza, y un chambelán injusto.

Mintió quien dijo que toda la belleza se encontraba reunida en José. ¡Cuántos Josés se necesitarían para alcanzar tu hermosura!

Los genios me temen cuando les hago frente, pero yo, cuando te encuentro, me pongo a temblar. Procuro apartarme de ti por respeto, y cuanto más me esfuerzo, más me acerco hacia ti.

Tus cabellos son negros; tu frente, luminosa; los ojos, rasgados, y tu cuerpo, esbelto.

Mientras Dahnas oía los versos que Maymuna dedicaba a su amado, se iba entusiasmando y se llenaba de admiración.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que le dijo: «Me has recitado esta magnífica poesía dedicada al que amas, porque él te tiene seducida. Pero yo he de esforzarme en recitar los versos mejores que pueda». Dahnas se acercó a su amada Budur, la besó en la frente y, dirigiendo una mirada hacia Maymuna y otra hacia la princesa, empezó a recitar, fuera de sí, esta casida:

Pasé junto a su morada, a la orilla del río: estaba medio muerto, pero el reo del crimen se hallaba lejos.

Me he embriagado con el vino de la pasión, y mis ojos han hecho danzar las lágrimas al compás del camellero.

Me esfuerzo en obtener la felicidad del amor, y estoy convencido de que ésta reside en una unión con Budur.

No sé de cuál de las tres cosas he de quejarme. Las voy a enumerar, presta atención:

Si de sus miradas que son espadas, si de su cintura delgada como una lanza, o de sus aladares, que son casi una cota de mallas.

Después de haberle pedido una cita, en el campo o en la ciudad, ha dicho:

«Estoy en tu corazón; míralo y me verás». Pero yo he contestado: «¿Y dónde está mi corazón?»

Una vez hubo terminado sus versos, la efrita dijo: «¡Magnífico, Dahnas! Pero dime, ¿cuál de los dos es más bello?» Contestó él: «Mi amada, Budur, es más hermosa que tu amado». «¡Mientes, maldito! Mi amado es más hermoso que tu amada.» Siguieron discutiendo, hasta que Maymuna dio un chillido a Dahnas y se dispuso a atacarlo. Éste se humilló, bajó la voz y dijo: «No te va a ser difícil saber la verdad. Dejemos de lado lo que hemos dicho, ya que cada uno de nosotros sólo ha alabado a su amado. Busquemos a alguien que pueda juzgar con ecuanimidad, y atengámonos a su decisión». Maymuna se mostró conforme, dio una patada en el suelo y salió un efrit tuerto y roñoso. Tenía los ojos empotrados en la cara, y a lo largo de su cabeza se alineaban siete cuernos; sus cabellos eran cuatro trenzas, que se arrastraban por el suelo, y tenía manos de duende, uñas como las del león, y pies como los del elefante, terminados en cascos parecidos a los del asno.

Al ver a Maymuna, besó el suelo delante de ella, cruzó los brazos y le preguntó: «¿Qué necesitas, señora e hija del rey?» «¡Qasqas! Quiero que dirimas la cuestión que tengo con este maldito Dahnas.» Lo informó de todo lo ocurrido, desde el principio hasta el fin. Después, el efrit Qasqas miró los rostros del muchacho y de la muchacha. Se dio cuenta de que dormían abrazados, y que el brazo de cada uno de ellos estaba debajo del cuello del otro. Ambos eran absolutamente iguales en belleza y hermosura. El efrit Qasqas no hacía más que mirar y quedarse absorto entre tanta beldad. Después de haber contemplado largo rato a los adolescentes, se volvió hacia Maymuna y Dahnas y recitó estos versos:

Visita a quien amas, y no te preocupes de las palabras de los envidiosos; el envidioso no sirve de auxilio en el amor.

El Misericordioso no ha creado nada más digno de verse que los amantes juntos en el mismo lecho.

Abrazados, vistiendo el traje de la armonía y teniendo por almohada el brazo y la muñeca.

Si la suerte te depara quien te ame, vive con él en armonía.

Cuando los corazones concuerdan en el amor, los envidiosos golpean en hierro frío.

¡Oh, tú, que censuras el amor de los amantes! ¿Es posible devolver la salud a un corazón corrupto?

¡Oh, Señor! ¡Oh, Misericordioso! Haz feliz el fin de nuestro amor, aunque sólo sea en el día que precede a la muerte.

El efrit Qasqas se volvió luego hacia Maymuna y Dahnas y les dijo: «¡Por Dios! No sé cuál de los dos es más bello. Ambos se parecen por completo en hermosura, en belleza, en perfección y en la elegancia de sus líneas. Sólo se diferencian en que el uno es varón, y el otro, hembra. Tengo un medio para resolver vuestra diferencia. Despertemos a cada uno de ellos mientras el otro duerme, y el que se inflame más por el otro, será menos bello». Maymuna aprobó: «Sí, es una buena idea. Yo la acepto». Dahnas añadió: «Y yo también». Dahnas se transformó en seguida en una pulga y picó a Qamar al-Zamán…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [le picó] en el cuello, en un punto delicado. Qamar al-Zamán alargó la mano y se rascó en el punto en que le había picado, pues le quemaba. Al moverse se dio cuenta de que a su lado había alguien que dormía, cuyo aliento era más perfumado que el almizcle y cuyo cuerpo era más suave que la manteca. Qamar al-Zamán se quedó admirado; se sentó en seguida y contempló a la persona dormida a su lado: era una adolescente, que parecía una perla magnífica o una cúpula maravillosa. Su cuerpo era precioso; los senos, turgentes; las mejillas, sonrosadas. Era tal como había dicho uno de sus descriptores:

Resplandece como la luna, y se curva como la rama de sauce; exhala el perfume del ámbar y mira como las gacelas.

Parece como si la tristeza hubiese hecho mella en mi corazón, y en el momento en que se alejaba, hubiese conseguido la unión.

Qamar al-Zamán, al contemplar la hermosura y la belleza que dormían a su lado, observó que su cuerpo sólo estaba cubierto por una camisa veneciana, que no llevaba zaragüelles, y que en la cabeza tenía un gorro bordado en oro e incrustado de pedrería; en el cuello llevaba un collar de piedras muy valiosas, cual no podría poseerlas ningún rey. Su cabeza quedó aturdida ante todo esto. Después, al fijarse más en ella, se le despertó el instinto, y Dios consintió que se apoderase de él el deseo de la unión.

Se dijo: «Suceda lo que Dios quiere, pues lo que Él no quiere, no ocurre». Le dio la vuelta, le abrió la camisa y dejó el vientre al descubierto. La contempló con más atención, se fijó en sus senos y aumentó su pasión y su deseo.

Intentó despertarla, pero no pudo, porque Dahnas le había infundido un sueño muy pesado. Qamar al-Zamán empezó entonces a moverla y a sacudirla, diciéndole: «¡Amada mía, despierta! ¡Mírame! Soy Qamar al-Zamán». Pero ella siguió durmiendo sin despertarse y sin mover la cabeza. Entonces el joven reflexionó un momento y se dijo: «Si mi juicio no falla, ésta es la joven con la que mi padre quiere casarme y a la que yo rechazo desde hace tres años. Si Dios quiere, en cuanto llegue la mañana diré a mi padre que me caso con ella…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven siguió diciendo:] «… y antes de que llegue el mediodía la habré poseído y habré disfrutado de su hermosura y de su belleza». Qamar al-Zamán se inclinó sobre ella y la besó. La efrita Maymuna tembló y se avergonzó, mientras Dahnas revoloteaba de alegría; Qamar al-Zamán, cuando ya estaba a punto de besarla en la boca, se contuvo pensando en Dios, y mirando hacia otro lado se dijo: «Tengo que esperar, porque mi padre, después de haberse enfadado conmigo y haberme encerrado en este lugar, puede haberme traído aquí a la novia, dándole instrucciones para que finja dormir a mi lado con el fin de ponerme a prueba con ella, y quizá le haya advertido que no debe despertarse aunque yo intente conseguirla. Le habrá recomendado que le cuente lo que yo haga con ella, y quién sabe si él mismo estará escondido en cualquier sitio, observando sin que yo pueda verlo, lo que estoy haciendo con esta muchacha.

»En este caso, cuando llegue la mañana me reprenderá y me dirá: “¿Cómo me has dicho que no quieres casarte cuando has besado y abrazado a la adolescente?” Lo mejor es que me abstenga de ella para que mi padre no descubra cuál es mi intención. Desde ahora no debo tocarla, ni tan siquiera mirarla. Pero he de quitarle algo como recuerdo, algo que constituya una señal entre ambos». Qamar al-Zamán levantó la mano de la joven y le quitó el anillo que llevaba en el dedo anular; era de gran valor, pues tenía incrustada una magnífica piedra preciosa. En el interior del anillo había grabados estos versos:

No creáis que olvido los pactos que nos ligan, por más que dure el tiempo de la separación.

¡Señores! Tratadme con benevolencia: tal vez algún día bese vuestros labios y vuestras mejillas. ¡Por Dios! No me separaría de vosotros aunque tuviera que traspasar todos los límites del amor.

Qamar al-Zamán sacó el anillo del dedo de la reina Budur, se lo puso en su meñique y después le volvió la espalda. Maymuna, al ver esto, se alegró y dijo a Dahnas y a Qasqas: «¿Habéis visto lo que ha hecho mi amado Qamar al-Zamán y cómo ha sabido abstenerse de esa adolescente? Esto es un signo de la perfección de su belleza. Fijaos que ha contemplado la hermosura de esa joven y que no la ha abrazado ni le ha tocado con la mano; al contrario: le ha vuelto la espalda y se ha dormido». Le contestaron: «Hemos visto lo bien que ha obrado». Entonces Maymuna se transformó en una pulga, se metió entre las ropas de Budur, la amada de Dahnas, se dirigió, por encima del muslo, hasta cuatro dedos más abajo del ombligo y le picó. La joven abrió los ojos, se sentó y vio a su lado a un joven que dormía y roncaba; sus mejillas parecían anémonas; sus ojos eran propios de las huríes; su boca parecía el sello de Salomón; su saliva era más dulce que un jarabe y más saludable que la triaca. Como dijo uno de sus descriptores:

Mi corazón se ha consolado de Zaynab y de Nawar, gracias a la rosa de una mejilla encima de la cual florece el mirto del bozo.

Me he enamorado de una gacela perfumada, y no me importa ya el amor de una mujer que lleve pulseras.

Es mi amigo en público y en privado, a diferencia de aquella que sólo lo era en la intimidad de la casa.

¡Oh, tú, que me censuras por haber abandonado a Hind y a Zaynab! Mi justificación es tan clara como la mañana cuando aparece ante el que viaja de noche.

¿Te hubiese gustado que fuese prisionero de una prisionera bien vigilada y encerrada entre cuatro paredes?

Cuando la reina Budur vio a Qamar al-Zamán, se volvió loca de amor, de pasión y de deseo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se dijo: «Este muchacho es extranjero, y yo no lo he visto jamás. ¿Cómo puede estar durmiendo a mi lado en la misma cama?» Se fijó aún más en él y se dio cuenta de que era un prodigio de belleza y de hermosura. Añadió: «¡Dios verdadero! Es un muchacho precioso y comparable a la luna. Mi corazón está a punto de estallar, ¡tal es la pasión que siento por él! Me avergüenzo delante de él. Si hubiese sabido que éste es el joven que me ha pedido en matrimonio a mi padre, no lo habría rechazado: me habría casado con él y gozaría de su belleza». A continuación, la reina Budur se acercó al rostro de Qamar al-Zamán y le dijo: «¡Señor mío! ¡Amigo de mi corazón y luz de mis ojos! ¡Despierta de tu sueño y disfruta de mi belleza!» Lo movió, pero Maymuna le infundió un sueño profundo y le cubrió la cabeza con las alas, por lo que no pudo despertarse, a pesar de que la reina Budur seguía agitándolo.

Le decía: «¡Por vida mía! ¡Obedéceme! ¡Despierta del sueño y contempla el narciso y la juventud! ¡Disfruta con mi vientre y sus secretos! ¡Acariciante y conversa conmigo hasta que llegue la mañana! ¡Levántate, señor! ¡Apóyate en el cojín y no duermas!» Pero Qamar al-Zamán seguía callado; es más, se puso a roncar. La reina Budur continuó diciéndole: «¿Por qué estás tan orgulloso de tu belleza, de tu amabilidad y de tus buenos modos? Si tú eres bello, también lo soy yo. ¿Qué estás haciendo? ¿Es que te han aconsejado que seas esquivo, o que mi padre, ese viejo de mal agüero, te ha mandado que no me contestes esta noche?» Qamar al-Zamán abrió los ojos, y al punto aumentó el amor que sentía la muchacha por él, pues Dios había consentido que el deseo hiciese mella en su corazón. Le dirigió una mirada que le iba a causar mil tormentos: su corazón palpitó, sus entrañas se inflamaron, y sus miembros temblaron.

Dijo a Qamar al-Zamán: «¡Señor mío, háblame! ¡Amado mío, dime algo! ¡Querido, contéstame y dime cómo te llamas! ¡Me has robado el entendimiento!» Pero Qamar al-Zamán seguía sumergido en el sueño, y no le contestaba ni una palabra. La reina Budur suspiró y añadió: «¿Por qué eres tan orgulloso?» Lo volvió a agitar, le besó la mano y vio que en el meñique llevaba su anillo. Exhaló un sollozo, al que siguió un gemido, y dijo: «¡Ah, ah! ¡Por Dios! Tú, amado mío, me amas, pero quieres rehuirme por coquetería, a pesar de que te has aprovechado mientras yo dormía y no sé lo que has hecho conmigo; pero no recuperaré el anillo que tienes en el meñique». Le abrió la camisa, se inclinó sobre él, lo besó en el cuello y empezó a buscar algo que quitarle: no encontró nada, pero vio que no llevaba zaragüelles.

Alargó la mano por debajo del faldón de la camisa, le acarició el muslo y, haciéndola resbalar por la piel tersa de su cuerpo, fue a tocar el miembro. El corazón se le sobresaltó y le palpitó violentamente, ya que las mujeres son más concupiscentes que los hombres. Le quitó el anillo que llevaba en un dedo y se lo puso en el suyo; en seguida lo besó en la boca y en todo el cuerpo, sin dejar nada por besar; lo estrechó contra su seno, lo abrazó y, colocando uno de sus brazos debajo del cuello de Qamar al-Zamán y el otro debajo de su axila, se durmió a su lado.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Maymuna, al ver todo esto, se alegró muchísimo y dijo a Dahnas: «¿Has visto, maldito, lo que ha hecho tu amada con aquel a quien yo amo, mientras éste se ha mostrado orgulloso y casto? No cabe duda de que él es más bello que ella, pero yo te perdono. —A continuación escribió en un papel que lo declaraba libre, y, volviéndose hacia Qasqas, dijo—: Acompaña a Dahnas y ayúdalo a llevar a su amada hasta su tierra, que la noche está terminando y ya no puedo hacer lo que querría». Dahnas y Qasqas se acercaron a la reina Budur, se colocaron debajo de ella, se la cargaron encima y emprendieron el vuelo con ella: la dejaron en su domicilio y la colocaron en su lecho. Maymuna se quedó sola contemplando a Qamar al-Zamán, que seguía durmiendo, y cuando ya faltaba poco para que se terminase la noche, se marchó a sus asuntos.

Al aparecer la aurora, Qamar al-Zamán se despertó de su sueño y se volvió a derecha y a izquierda, pero no encontró a la adolescente. Se dijo: «¿Qué significa esto? Tal vez mi padre quiere incitarme a que me case con la adolescente que estaba a mi lado, y ahora se la ha llevado para acrecentar así mi deseo». Llamó a gritos al criado, que estaba durmiendo junto a la puerta, y le dijo: «¡Ay de ti, maldito! ¡Levántate!» El criado se levantó, y, medio atontado por el sueño, le llevó la palangana y el jarro. Qamar al-Zamán entró en el lavabo, hizo sus necesidades, salió, hizo las abluciones y rezó la oración de la mañana; se sentó y empezó a loar a Dios.

Después se volvió hacia el criado y vio que estaba de pie delante de él, presto a servirle. Le dijo: «¡Ay de ti, Sawab! ¿Quién ha venido aquí mientras yo dormía, a llevarse la adolescente que estaba a mi lado?» El criado contestó: «¡Señor! ¿Qué muchacha?» «La que ha dormido a mi lado toda la noche.» El criado se azoró al oír las palabras de Qamar al-Zamán y le contestó: «No has tenido al lado ninguna muchacha ni a nadie. ¿Por dónde iba a entrar si yo estaba durmiendo detrás de la puerta, y ésta estaba cerrada? ¡Por Dios, señor! No ha entrado ni varón ni hembra». «¡Mientes, esclavo de mal agüero! ¿Es que has de llegar a engañarme, a no decirme adonde ha ido esa joven que ha pasado la noche a mi lado, y a no decirme quién me la ha arrebatado?» El eunuco, asustado, exclamó: «¡Por Dios, señor! No he visto ni muchacha ni muchacho».

Qamar al-Zamán se puso furioso y le replicó: «¡Te han enseñado a disimular, maldito! ¡Acércate!» El criado se aproximó a Qamar al-Zamán, y éste, cogiéndolo por el cuello, lo arrojó al suelo; el criado dejó escapar unos cuantos pedos. El príncipe se inclinó a su lado, lo pateó y le apretó el cuello hasta que se desmayó. Después lo ató a la cuerda del pozo, lo bajó hasta el agua y lo remojó. Estaban en invierno, y hacía frío. Qamar al-Zamán lo sacó y lo volvió a sumergir de nuevo, y así lo hizo varias veces, mientras el criado pedía auxilio a gritos. El príncipe le decía: «¡Por Dios, maldito! No te sacaré del pozo hasta que me hayas contado lo que sepas de esa muchacha y de su vida, y me digas quién me la ha arrebatado mientras yo dormía».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía a interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el criado contestó: «¡Señor! ¡Te contaré la verdad! ¡Sácame del pozo!» Lo sacó medio muerto, debido a lo mucho que había sufrido con los remojones, el frío, los golpes y el miedo de morir ahogado. Temblaba como caña sacudida por el viento huracanado; sus dientes castañeteaban, y sus ropas estaban mojadas por completo. El criado, al verse de nuevo en tierra firme, dijo: «Permite, señor, que vaya a quitarme los vestidos, los escurra, los tienda al sol y me ponga otra ropa. En seguida volveré, te informaré de lo ocurrido con la joven y te referiré su historia». «¡Por Dios, esclavo de mal agüero! Si no hubieses visto la muerte cara a cara, no habrías confesado la verdad. Haz lo que necesitas y vuelve en seguida a referirme lo ocurrido con la adolescente, así como su historia.»

El criado, que casi no podía creer que se encontraba a salvo, salió corriendo, y sin parar, se metió en el salón en que se encontraba el rey Sahramán, padre de Qamar al-Zamán. Tenía al visir a su lado, y estaba hablando del caso del príncipe. Oyó que el rey decía al visir: «Esta noche no he conseguido dormir, pues mi corazón está muy preocupado por lo que pueda pasar a mi hijo Qamar al-Zamán. Temo que le haya ocurrido cualquier desgracia en esa vieja torre, y que el tenerlo encerrado no sirva para nada». El ministro contestó: «No te preocupes por él. ¡Por Dios, que nada le ha de suceder! Déjalo encerrado durante un mes, hasta que su carácter se modere». Mientras así hablaba, entró el criado en estado deplorable, y dijo: «¡Nuestro señor el sultán! Tu hijo se ha vuelto loco: ha hecho conmigo lo que ves, al tiempo que me decía: “Una adolescente ha pasado la noche conmigo y se ha ido a hurtadillas. Cuéntame de qué se trata, pues nada sé de esa joven”».

El sultán, al oír que su hijo había pronunciado aquellas palabras, gritó: «¡Hijo mío! —y se enojó con el visir, que era la causa de estos males. Le dijo—: ¡Vamos! ¡Ve a ver qué le ocurre a mi hijo Qamar al-Zamán!» El visir, tembloroso ante el enfado del rey, salió tropezando con los faldones de su propio traje, y, acompañado por el criado, se dirigió a la torre cuando el sol ya estaba alto. El visir se presentó ante Qamar al-Zamán y lo encontró sentado en el lecho, recitando el Corán. Lo saludó, se sentó a su lado y le dijo: «¡Señor mío! Este esclavo de mal agüero nos ha traído una noticia que nos ha turbado y descompuesto; tu padre se ha enfadado mucho».

Qamar al-Zamán preguntó: «¿Qué es lo que os ha dicho de mí hasta el punto de turbar a mi padre? En realidad, el único preocupado soy yo». «Se nos ha presentado en un estado lamentable, y nos ha dicho cosas que Dios no quiera que te ocurran; y nos ha contado una sarta de mentiras, que no es necesario repetir, acerca de tu salud, de tu juventud, de tu buena razón y de tu lengua elocuente. ¡Dios aparte de ti cualquier calamidad!» El príncipe preguntó: «¿Y qué cosa ha dicho este esclavo de mal agüero?» «Nos ha dicho que te habías vuelto loco y que tú le habías asegurado que la noche pasada dormiste con una adolescente. ¿Has dicho esto al criado?»

Qamar al-Zamán se encolerizó y dijo al visir: «No me neguéis que le habéis mandado que haga lo que ha hecho…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven siguió diciendo:] «… prohibiéndole que me explique quién es la adolescente que ha pasado la noche a mi lado. Tú, visir, sé más inteligente que él e infórmame ahora mismo del sitio en que se encuentra la hermosa adolescente que ha dormido esta noche entre mis brazos. Vosotros sois quienes la habéis enviado para que pase la noche conmigo. He dormido con ella hasta la mañana, pero al despertarme no la he encontrado. ¿Dónde está ahora?» El visir replicó: «¡Señor mío Qamar al-Zamán! ¡Que el nombre de Dios te proteja! La noche pasada no hemos enviado a nadie para que durmiese contigo. Has dormido solo, con la puerta cerrada, con el criado tendido detrás, a lo largo de ella, y no has recibido visitas: ni de una adolescente, ni de ninguna otra persona. ¡Vuelve a la razón, señor mío! ¡No fatigues tu mente!»

Qamar al-Zamán dijo fuera de sí: «¡Esa adolescente, mi amada, es preciosa: de ojos negros y mejillas sonrosadas, que he besado esta noche!» El ministro, sorprendido ante estas palabras de Qamar al-Zamán, le dijo: «¿Has visto a la adolescente de esta noche con los ojos con que miras cuando estás despierto, o en sueños?» «¡Viejo de mal agüero! ¿Qué crees? ¿Que la he visto con los oídos? La he visto con mis propios ojos, despierto; le he besado la mano y he pasado con ella, despierto, la mitad de la noche, disfrutando de su belleza, de su hermosura, de su gracia y de su coquetería. Pero vosotros le habéis recomendado que no me dirigiese la palabra y que se hiciese la dormida, mientras permanecía a mi lado, hasta la mañana. Al despertarme no la he encontrado.»

El visir le insinuó: «¡Señor mío Qamar al-Zamán! Tal vez has visto todo esto en un sueño confuso, o quizá los distintos guisos de la cena te hayan hecho imaginar lo que no era, y ¡quién sabe si se trata de una añagaza del demonio, lapidado sea!» «¡Viejo de mal agüero! ¿Cómo te atreves a burlarte de mí, hablándome de sueño confuso cuando el criado ha confesado que sabía algo de la adolescente y me ha dicho que iba a regresar para informarme de su historia?» Se acercó al visir, lo cogió de la luenga barba, la arrolló en su brazo y lo arrastró tirando de ella, hasta hacerlo caer del lecho al suelo. El visir estuvo a punto de exhalar el alma por aquella violencia; por su parte, Qamar al-Zamán lo llenó de puntapiés y pescozones hasta dejarlo medio muerto. El visir se dijo: «Si el criado se ha salvado de este joven, que está loco, con una mentira, yo debo hacer lo mismo y salvarme con otra mentira, pues de lo contrario me matará. Mentiré y me salvaré, pues no cabe la menor duda de que está loco». Se volvió hacia Qamar al-Zamán y le dijo: «¡Señor mío! No me reprendas, pues tu padre me ha mandado que te oculte lo que se refiere a esa joven; pero ahora estoy agotado por los golpes, ya que soy viejo y no tengo fuerza para soportarlos. Detente, y te contaré la historia de la adolescente».

El príncipe dejó de golpearlo y le preguntó: «¿Por qué no me contabas la historia de la adolescente antes de que te diese la paliza? Ponte en pie, viejo de mal agüero, y dame tus noticias». «¿Tú preguntas por la joven de hermoso rostro y de soberbia cintura?» «Sí, visir. Dime, ¿quién la ha mandado que durmiese a mi lado? ¿Dónde se encuentra ahora? Quiero ir a buscarla. Si mi padre, el rey Sahramán, ha obrado así y me ha puesto a prueba con esa muchacha tan hermosa con vistas a mi matrimonio, yo acepto el casarme con ella. Él no hubiese hecho todo esto, entusiasmarme por esa muchacha y después quitármela, de no haber sido por mi reiterada negativa al matrimonio. Pero ahora yo la acepto. Comunícaselo a mi padre, visir, y aconséjale que me case precisamente con esa joven, ya que no quiero a ninguna otra, pues mi corazón sólo está enamorado de ella. Ve corriendo y recomiéndole que me case inmediatamente. ¡Y vuelve aquí en seguida!» El visir no se consideró libre de Qamar al-Zamán hasta verse fuera de la torre. Corrió a presentarse ante el rey Sahramán.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que éste le preguntó: «¡Visir! ¿En qué estado te veo? ¿Quién te ha puesto así?» «Te traigo una bonita noticia.» «¿De qué se trata?» «Tu hijo Qamar al-Zamán se ha vuelto loco.» Oscurecióse el semblante del rey al oír las palabras del visir, y preguntó: «¡Aclárame qué clase de locura es la de mi hijo!» «De buen grado», y le refirió todo lo que le había ocurrido con él. El rey le dijo: «¡Alégrate, visir! ¡A cambio de la buena noticia que me traes, haré que te corten el cuello y que pongan fin a tu bienestar! ¡Oh, el más nefasto de los visires! ¡Oh, el peor de los emires! Sé que tú eres el causante de la locura de mi hijo por haberme dado tu consejo y tu desacertada opinión desde el principio hasta el fin. ¡Juro por Dios que si mi hijo ha recibido algún daño o se ha vuelto loco, te he de clavar en la cúpula del palacio y darte a gustar la muerte!»

El rey se levantó, y, llevándose al visir, entró en la torre en que se encontraba Qamar al-Zamán. Cuando llegaron, éste saltó rápidamente del lecho sobre el que estaba sentado y besó las manos de su padre. Después se retiró un paso, bajó la cabeza, cruzó los brazos y se quedó inmóvil un rato, al cabo del cual lo miró, se puso a llorar y, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro, recitó estos versos del poeta:

Si en lo pasado cometí una mala acción contra vos, si hice algo reprobable,

me arrepiento de lo hecho, y vuestro perdón acogerá al culpable si llega arrepentido.

El rey se acercó, abrazó a su hijo, lo besó en la frente y lo sentó a su lado, encima del estrado. Después, mirando al visir con aspecto airado, le dijo: «¡Perro de los visires! ¿Cómo dices cosas tales de mi hijo Qamar al-Zamán, llenando de angustia mi corazón? —Volviéndose hacia su hijo, le preguntó—: ¡Hijo mío! ¿Qué día es hoy?» «Sábado; mañana será domingo; pasado mañana, lunes, y después seguirán el martes, miércoles, jueves y viernes.» «¡Hijo mío! ¡Qamar al-Zamán! ¡Loado sea Dios que te conserva sano! ¿En qué mes árabe nos encontramos?» «En Du-l-Qaada, y después seguirán Du-l-Hicha, Muharram, Safar, Rabi I, Rabi II, Chumada I, Chumada II, Rachab, Sabán, Ramadán y Suwal.»

El rey se alegró mucho al oír esta contestación, y escupió al visir en la cara: «¡Viejo maligno! ¿Cómo puedes asegurar que mi hijo Qamar al-Zamán se ha vuelto loco? ¡Tú eres el loco!» El visir movió la cabeza y trató de contestar, pero, pensándolo mejor, decidió esperar un poco y ver lo que pasaba. El rey preguntó a su hijo: «¿Qué es eso que has dicho al criado y al visir? ¿Que has pasado la noche con una hermosa adolescente? ¿Quién es esa joven de la cual hablas?» Al oír estas palabras, Qamar al-Zamán se puso a reír y respondió: «¡Padre mío! No tengo fuerzas para aguantar más la broma: no añadáis ni una palabra, nada; estoy exasperado por lo que habéis hecho conmigo. Sabe, padre, que estoy dispuesto a casarme, pero con la condición de que sea con la adolescente que ha pasado esta noche conmigo. Estoy convencido de que tú me la has mandado para que me tentara, y que le has ordenado que se retirase antes de llegar la mañana». El rey exclamó: «¡El nombre de Dios te rodee por todas partes, hijo mío, y salve tu razón de la locura!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey continuó:] «¿Quién es esa adolescente que aseguras que yo te he enviado la noche pasada, y que después te he arrebatado antes de que llegase la mañana? ¡Por Dios, hijo mío! Yo no sé nada de este asunto. Dime si se trata de una pesadilla, o es fruto de una digestión fatigosa. Tú has tenido tentaciones. ¡Maldiga Dios al que me aconsejó hacerlo así! No cabe duda de que tus humores se encontraban alterados en el sentido del matrimonio, y has visto en sueños una hermosa adolescente que te abrazaba; has creído que la veías estando despierto, y todo eso no ha sido más que una pesadilla». Qamar al-Zamán contestó: «Déjate de tantas palabras y júrame por el Creador, por el Omnisciente, por el que castiga a los tiranos y destruye a los soberanos, que no sabes nada de la muchacha, que no sabes dónde está». «¡Por el Dios de Moisés y de Abrahán! Nada sé de eso. Tal vez sea un sueño que has tenido mientras dormías.» «Te voy a demostrar que estaba despierto.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y uno, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joven siguió diciendo:] «Te pregunto: ¿Ha ocurrido a alguien que, habiéndose visto en sueños combatir y tomar parte en un combate terrible, se haya encontrado en la mano, al despertar, la espada chorreando sangre?» «No, por Dios, hijo mío; nunca ha ocurrido eso.» Qamar al-Zamán continuó: «Te contaré lo que me ha sucedido. Me ha parecido que me despertaba a eso de la medianoche, y he encontrado junto a mí, dormida, una joven: su cintura era igual a la mía, de idéntica forma. La he abrazado, la he acariciado con mis manos, he cogido su anillo y me lo he puesto en uno de mis dedos, al mismo tiempo que me quitaba el mío y lo ponía en uno de los suyos. Pero me he abstenido de poseerla, pensando que tú la habías hecho venir y te habías escondido para ver lo que hacía. Por eso me he avergonzado de besarla en la boca, y me ha pasado por la mente que tú querrías ponerme a prueba con ella para incitarme al matrimonio. Después, al despertar de mi sueño, por la mañana, no he encontrado rastro alguno de la adolescente ni he podido saber nada de ella, y por eso me he portado así con el criado y el visir. ¿Cómo puede haber sido falso todo esto, si el anillo existe? Si creyera que lo del anillo había sido una ilusión del sueño, ¿qué significaría éste que tengo puesto en el meñique? Contempla el anillo, rey: ¿cuánto vale?»

Qamar al-Zamán entregó el anillo a su padre. Éste lo cogió y le dio vueltas; después, volviéndose hacia su hijo, contestó: «Este anillo aporta una prueba extraordinaria, una comprobación de peso; lo que te ha ocurrido esta noche con la adolescente tiene gran importancia, pues yo no sé por dónde pudo entrar la intrusa. La responsabilidad de todo esto le incumbe al visir. ¡Dios te proteja, hijo mío! Ten paciencia, y tal vez Él te libre de esta desgracia y te dé una gran recompensa, tal como dice el poeta:

¿Quién sabe si el destino alterará su curso trayendo algo bueno? El tiempo es inestable.

Tal vez se cumplan mis esperanzas y se realicen mis deseos; tras los viejos asuntos surgen otros nuevos.

»¡Hijo mío! Me he convencido de que no estás loco, pero únicamente Dios puede solucionar tu caso». Qamar al-Zamán replicó: «¡Por Dios, padre! Has de encontrar a esa adolescente y traérmela en seguida; de lo contrario, moriré de pena». Luego el príncipe manifestó su pasión, se volvió hacia su padre y recitó estos versos:

Si en vuestra promesa de venir a visitarme había engaño, venid cuando menos en sueños a ver al amante apasionado.

Responden: «¿Cómo podría aparecer el espectro de la amada ante un joven cuyos párpados desconocen el sueño?»

Después de recitar estos versos, Qamar al-Zamán miró a su padre, humilde, deprimido, llorando, y recitó estos otros:

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Qamar al-Zamán recitó:]

Precaveos contra sus miradas, pues es un brujo al que no puede escapar aquel que lo contempla.

No os engañéis con la dulzura de sus palabras, pues embriagan el entendimiento a la par que el vino.

Es tan delicada, que si la rosa tocase sus mejillas lloraría, y de sus pupilas brotarían las lágrimas.

Si en sueños pasase el céfiro por su patria, quedaría impregnado de su perfume.

Su collar se queja del tintineo de la cintura, mientras callan los brazaletes que ciñen sus brazos.

Cuando sus ajorcas intentan besar sus pendientes, sus gracias ocultas se presentan a los ojos del amor.

Aquel que reprende mi amor no tiene excusa alguna: los ojos no disfrutan si falta la percepción de la muerte.

¡Dios confunda a quien me difama! No eres justo: todas las miradas se inclinan ante tal belleza.

Cuando el príncipe hubo terminado de recitar estos versos, el visir dijo al rey: «¿Cuánto tiempo permanecerás junto a tu hijo, alejado del ejército? Tal vez la organización del Estado se resienta en perjuicio tuyo, dada tu separación de los grandes del reino. El ser racional, cuando su cuerpo sufre distintas enfermedades, tiene el deber de empezar la cura por lo más grave. Mi opinión consiste en que traslades a tu hijo al pabellón que da al mar; enciérrate en él junto con tu hijo, pero dedica dos días a la semana, el jueves y el lunes, al consejo y a la administración.

»Esos días recibirás la visita de los emires, visires, chambelanes, funcionarios, grandes del reino, cortesanos, policía, soldados y súbditos. Ellos te expondrán su situación, y tú juzgarás acerca de sus necesidades, decidirás entre ellos, tomarás y darás, mandarás y prohibirás. El resto de la semana podrás pasarlo al lado de tu hijo Qamar al-Zamán. Podrás seguir así hasta que Dios os libre a ambos de la preocupación. Tú, ¡oh rey!, no estás a seguro de las calamidades del tiempo ni de las vicisitudes de la fortuna. El hombre inteligente siempre está prevenido. ¡Qué hermosas son las palabras del poeta!:

Cuando los días te eran propicios, pensabas bien; no temías lo que el destino pudiera traerte.

Las noches transcurrían sin novedad, y tú te dejabas engañar; pero en la tranquilidad de la noche se engendran las desgracias.

¡Oh, comunidad de los hombres! ¡Póngase en guardia aquel a quien favorece el tiempo!»

El sultán, al oír las palabras del visir, consideró que tenía razón y que su consejo era acertado; lo impresionó y temió que el orden del Estado se alterase en su perjuicio. Por tanto, mandó que su hijo fuese trasladado al pabellón que daba al mar. Para llegar a éste había que recorrer una escollera de veinte codos de ancho. El pabellón estaba completamente rodeado por ventanas que daban al mar, el suelo lo formaban mármoles policromos, y el techo estaba cubierto de pinturas multicolores e incrustado de oro y lapislázuli. Para recibir a Qamar al-Zamán pusieron tapices de seda, recubrieron sus paredes de brocado, y colgaron cortinas que tenían joyas engarzadas.

Qamar al-Zamán llegó loco de amor, insomne; su pensamiento sólo tenía una idea, y había palidecido y adelgazado. El rey Sahramán, su padre, se sentó a su cabecera, muy triste por el estado en que se encontraba. Los lunes y jueves, el rey concedía audiencias y recibía en aquel pabellón a los emires, visires, chambelanes, funcionarios, grandes del reino, soldados y súbditos que querían verlo. Entraban, prestaban sus distintos servicios y permanecían a su lado hasta el fin del día, hora a la cual se marchaban a sus quehaceres. Entonces, el rey volvía junto a su hijo Qamar al-Zamán y no se apartaba de él ni de noche ni de día. Este estado de cosas duró muchos días y muchas noches. Esto es lo que hace referencia a Qamar al-Zamán, hijo del rey Sahramán.

Veamos ahora qué fue de la reina Budur, hija del rey al-Gayur, señor de las islas y de los siete castillos. Los genios la transportaron hasta su lecho, donde la dejaron durmiendo cuando sólo quedaban tres horas de noche. Al llegar la aurora se despertó, se sentó y miró a derecha e izquierda, sin encontrar a su amado, aquel que había estado en sus brazos. Su corazón empezó a palpitar, perdió la razón y dio un grito que despertó a todas sus doncellas, nodrizas y camareras. Éstas acudieron a su lado, y la más anciana le preguntó: «¡Señora! ¿Qué te ha sucedido?» «¡Vieja de mal agüero! ¿Dónde está mi amado, ese joven que ha pasado la noche entre mis brazos? ¡Dime dónde se ha ido!»

Se oscureció el semblante de la camarera al oír estas palabras, y, temiendo su cólera, contestó: «¡Mi señora Budur! ¿Qué significan estas palabras detestables?» «¡Ay de ti, vieja de mal agüero! ¿Dónde está mi amado, ese hermoso joven de cara graciosa, de ojos negros, cejijunto, que ha estado conmigo desde que anocheció hasta poco antes de la aurora?» «¡Por Dios! No he visto a ese joven ni a nadie. ¡Por Dios, señora! No nos gastes estas bromas, que están fuera de lugar y nos pueden costar la vida. Si tu padre se entera de esto, ¿quién nos salvará de sus manos?»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la reina Budur le dijo: «El que ha dormido a mi lado esta noche, era un joven. Su rostro era el más hermoso del mundo». La camarera replicó: «¡Dios cure tu mente! Nadie ha pasado la noche contigo». Entonces, la señora Budur miró su mano y vio en el dedo el anillo de Qamar al-Zamán, sin encontrar el suyo Dijo a la camarera: «¡Ay de ti, traidora, que me mientes, que aseguras que nadie ha estado conmigo, y que me juras por Dios en falso!» «¡Ni te miento ni te juro en falso!» La señora Budur se indignó con ella, desenvainó una espada que tenía al lado y, cayendo sobre la camarera, la mató.

Los criados, las doncellas y las criadas gritaron y corrieron a buscar al soberano para informarle del estado en que se encontraba su hija. El rey acudió en seguida junto a la señora Budur y le dijo: «¡Hija mía! ¿Qué te ocurre?» «¡Padre! ¿Dónde está el joven que ha dormido esta noche a mi lado?» La razón había abandonado a la princesa, y sus ojos giraban de un lado para otro; después se desgarró el vestido hasta el faldón. Su padre, al ver lo que hacía, mandó a las doncellas y a los criados que la sujetaran y la aherrojasen, que le atasen el cuello con una cadena de hierro y la fijasen a la ventana que había en el castillo. Y aquí termina, por ahora, lo concerniente a la reina Budur.

Veamos lo que ocurrió al rey al-Gayur. Al ver lo sucedido a su hija, la señora Budur, a la que amaba muchísimo, sintió que el mundo se hacía pequeño, pues el caso era difícil. Mandó llamar a los astrólogos, a los médicos y a los letrados y les dijo: «Casaré con mi hija a aquel que la saque del estado en que se encuentra, y además le daré la mitad de mi reino; pero mataré a aquellos que no la curen, y sus cabezas colgarán de la puerta del alcázar».

En efecto, a todos aquellos que visitaban a la princesa y no la curaban, les cortaban la cabeza y la colgaban en la puerta del palacio; así cayeron cuarenta víctimas; el rey invitó a otros médicos a que la visitasen, pero se abstuvieron de intentar su curación, y su caso fue considerado como muy difícil por los sabios y letrados.

La pasión, el extravío y el amor iban creciendo en la señora Budur, por lo que derramó lágrimas y recitó estos versos:

Mi amor por ti, luna mía, está siempre a mi lado, y tu recuerdo es mi invitado en las tinieblas de la noche.

Paso la noche teniendo entre mis costillas una llama comparable a la brasa del infierno.

Vivo atormentada por el exceso de amor y de ardor: mi castigo lo constituye el dolor.

Recitó además estos otros:

Saludo a todos los amantes, cualquiera que sea su morada. Yo me extingo en el deseo hacia el amado.

Os envío mi saludo, que no es un adiós: es un augurio de paz siempre mayor. Te amo, amo a tu patria, pero ahora me encuentro lejos del que quiero.

Cuando hubo terminado de recitar estos versos, se puso a llorar hasta que los párpados se le inflamaron y sus mejillas se marchitaron. En esta situación permaneció tres años.

La princesa tenía un hermano de leche llamado Marzawán que había viajado hasta los países más remotos y permaneció ausente durante dicho tiempo; la quería como un hermano. Cuando regresó fue a visitar a su madre y le preguntó por su hermana, la señora Budur. Su madre lo informó: «¡Hijo mío! Tu hermana se ha vuelto loca, y así está desde hace tres años; tiene el cuello sujeto con una cadena de hierro, y los médicos no han sido capaces de curarla». «He de visitarla. Tal vez averigüe qué es lo que le ocurre y pueda curarla.»

Su madre replicó: «Sí, debes entrar; mas espera a mañana, para que yo prepare tu visita». La madre de Marzawán fue al palacio de la señora Budur, saludó al eunuco encargado de la custodia de la puerta y le hizo un regalo, diciéndole: «Tengo una hija casada, que se crió con la señora Budur. Cuando ocurrió a tu señora la desgracia, su corazón quedó pendiente de ella. Te ruego, por favor, que dejes a mi hija que la visite un rato. Después se marchará, y nadie se enterará de nada». «Esto —contestó el criado— sólo es posible por la noche. Cuando el sultán haya salido de ver a su hija, podréis entrar.» La anciana le besó la mano y se fue a su casa.

Por la noche, salió acompañada de su hijo Marzawán, que iba disfrazado de mujer; iban cogidos de la mano, entraron en el alcázar y, sin detenerse, se presentaron al criado, una vez el sultán se hubo despedido de su hija. El portero, al verla, le dijo: «Entra, pero no estés demasiado tiempo». Una vez dentro la anciana, su hijo Marzawán contempló el estado en que se hallaba la señora Budur. La saludaron, y una vez su madre le hubo quitado el vestido de mujer, Marzawán sacó los libros que llevaba consigo, encendió la vela [y empezó a leer unas fórmulas mágicas][74].

La señora Budur lo miró y lo reconoció. Le dijo: «¡Hermano! Has estado de viaje y no hemos tenido noticias tuyas». «Es cierto; pero Dios me ha devuelto sano y salvo. Iba a emprender otro viaje, pero me han disuadido las noticias que de ti me han llegado. Mi corazón se ha inflamado por ti y he venido a verte. Tal vez yo encuentre la medicina que te conviene y pueda curarte.» «¡Hermano mío! ¿Tú también crees que estoy loca?», y, señalándolo con un dedo, recitó estos dos versos:

Dijeron: «Estás loca por aquel al que amas». Les contesté: «Las dulzuras de la vida sólo pertenecen a los locos.

Estoy loca; pues traedme a aquel por el que he enloquecido. Si él me cura la locura, no me censuréis».

Marzawán se dio cuenta de que estaba enamorada. Le dijo: «Explícame lo que te ha sucedido. Tal vez Dios me inspire el modo de salvarte».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [ella le contestó:] «Escucha mi historia. Una noche, en su último tercio, me desvelé y me senté. Vi a mi lado al joven más hermoso que imaginarse pueda, y al que la lengua no puede describir: era un ramo de sauce o una caña de junco. Pensé que era mi padre quien me lo había mandado para ponerme a prueba, ya que él me había insinuado que me casase (los reyes pedían mi mano), y yo me negaba. Este pensamiento fue lo que me impidió despertarlo, pues temía que si lo abrazaba me delataría ante mi padre. Al despertarme por la mañana vi en mi dedo un anillo que no era el mío. Ésta es mi historia, hermano: mi corazón quedó prendado de él desde el instante en que lo vi, y mi pasión y mi amor son tan grandes que no gusto ni de la comida ni del sueño, y todo mi trabajo lo constituyen el llanto, las lágrimas y el recitar versos noche y día». Se puso a llorar y recitó:

Después de haberme enamorado, ¿puedo gustar de los placeres? Esa gacela pace siempre en los corazones.

La sangre de los enamorados no tiene importancia para ella; la vida del que arde de amor se disipa.

Por él estoy celosa de mi vista y de mi pensamiento. Una parte de mí vigila a la otra.

Sus ojos disparan saetas mortales, que tienen por blanco nuestros corazones.

¿Volveré a verlo antes de la muerte, cuando aún esté, en parte, en este mundo?

Intento ocultar mi secreto, pero las lágrimas denuncian lo que siento, y el espía se entera.

Nuestra reciente unión me parece lejana, y su primer recuerdo, próximo.

Luego dijo a Marzawán: «¡Hermano mío! ¿Qué harás por mí en la desgracia en que me encuentro?» Marzawán bajó la cabeza un momento; estaba admirado, y no sabía qué hacer. Luego, levantando la cabeza, contestó: «Todo lo que te ha ocurrido es verdad, pero la historia de ese joven escapa a mi comprensión. Recorreré todos los países y buscaré tu remedio. ¡Tal vez Dios lo ponga al alcance de mi mano! Ten paciencia y no te preocupes». Marzawán se despidió, le aconsejó que fuese constante y se marchó.

Mientras salía, ella recitó estos versos:

Tu imagen, con paso de peregrino, se presenta constantemente en mi pensamiento, a pesar de la lejanía.

El deseo te aproxima a mi corazón: ¿qué cosa es la mirada en comparación con la ley del entendimiento?

No permanezcas lejos, porque eres la luz de mis ojos: cuando estás lejos, falta el color de la luz.

Marzawán pasó aquella noche en casa de su madre, y al amanecer hizo los preparativos para el viaje y se puso en camino. No paró de andar de ciudad en ciudad y de isla en isla durante un mes entero, al cabo del cual entró en una ciudad, llamada Tairab, y empezó a buscar noticias entre las gentes con la esperanza de encontrar una medicina para la reina Budur; cada vez que entraba en una ciudad o pasaba cerca de ella, oía decir que la reina Budur, hija del rey al-Gayur, se había vuelto loca; pero él no dejaba de buscar noticias, y al llegar a la ciudad de Tairab oyó decir que Qamar al-Zamán, hijo del rey Sahramán, se había puesto enfermo de melancolía y de locura. Al oír Marzawán esta noticia, preguntó a las gentes de la ciudad acerca del país y del lugar en que estaba el príncipe. Le contestaron: «En las islas de Jalidán. Distan de nosotros un mes por mar; por tierra hay seis meses de camino».

Marzawán embarcó en una nave que se dirigía hacia las islas de Jalidán y que estaba a punto de partir. Durante un mes, el viento les fue favorable, pero cuando ya distinguían la ciudad y faltaba poco para que llegasen a tierra, se levantó un viento contrario, huracanado, que arrancó el palo mayor, lanzó las velas al mar e hizo zozobrar la embarcación.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que todos procuraron salvarse, y Marzawán fue arrastrado por la fuerza de las olas hasta el pie del palacio real en que se encontraba Qamar al-Zamán. Así lo había querido el destino.

Los emires y visires estaban reunidos en torno al rey Sahramán, y su hijo Qamar al-Zamán tenía la cabeza reclinada en su seno. Un criado recitaba versos. Hacía ya dos días que Qamar al-Zamán no comía, ni bebía, ni hablaba. El visir estaba junto a sus pies, cerca de la ventana que daba al mar. Al levantar la vista vio a Marzawán, que estaba a punto de morir entre las olas, ya en el límite de sus fuerzas. El corazón del visir se apiadó de él, se acercó al sultán y le dijo: «Permite que baje al pie del alcázar y abra la puerta para salvar a un hombre que está a punto de perecer ahogado en el mar. Lo sacaré del apuro y le devolveré la alegría. ¡Tal vez Dios, por su mediación, salve a tu hijo del estado en que se encuentra!» «¡Tú eres el culpable de la situación en que se halla mi hijo! Si ese extranjero ve nuestra situación, contempla a mi hijo y, al marcharse, habla con alguien de nuestro secreto, te cortaré el cuello antes que a él, ya que tú, visir, eres el causante de todo lo que nos ocurre desde el principio hasta el fin. Haz lo que mejor te parezca.»

El visir se levantó, abrió la puerta del palacio, dio veinte pasos sobre la escollera e, inclinándose sobre el mar, vio a Marzawán, que estaba a punto de morir. El visir alargó la mano hacia él, lo cogió por los cabellos y lo sacó del mar. Estaba medio muerto, con el vientre lleno de agua y los ojos desorbitados. El visir esperó a que Marzawán se repusiera; lo desnudó, lo vistió con otro traje y le puso el turbante de uno de sus pajes.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego le dijo: «Yo he evitado que murieras ahogado; no seas la causa de mi muerte y de la tuya». «¿Cómo podría serlo?» «Porque ahora vas a comparecer entre los emires y los visires; todos están cabizbajos, sin hablar, debido a Qamar al-Zamán, hijo del sultán.» Marzawán, al oír el nombre de Qamar al-Zamán, lo reconoció, puesto que había oído contar su historia en otro país. Preguntó: «¿Quién es Qamar al-Zamán?» «El hijo del sultán Sahramán; está extenuado, tendido en el lecho, sin encontrar repaso y sin distinguir la noche del día. Se halla tan débil, que está a punto de morir, de pasar a contarse entre los muertos. Transcurre sus días entre llamas, y las noches, entre tormentos. Desesperamos de que se salve, y estamos convencidos de que morirá. ¡Ay de ti si lo miras más de la cuenta! Sólo debes poner la vista donde pongas el pie, pues de lo contrario nos costará la vida a ti y a mí.»

Marzawán dijo: «¡Por Dios! ¡Cuéntame la historia de ese joven al que describes! ¿Cuál es la causa de que se encuentre así?» «Lo único que sé es que su padre, hace tres años, lo incitaba a que contrajese matrimonio, y él se negaba. De repente empezó a asegurar que había dormido una noche junto a una bellísima adolescente, tan hermosa, que el entendimiento se quedaba perplejo ante ella y era incapaz de describirla. Aseguró que le había quitado el anillo y le había dado el suyo propio. Nosotros no sabemos el secreto de este asunto, ¡Por Dios, hijo mío! ¡Acompáñame al alcázar y no mires al hijo del rey! Después sigue tu camino, pues el sultán tiene el corazón lleno de rabia contra mí.» Marzawán se dijo: «¡Por Dios! ¡Esto es lo que busco!» Siguió al visir y entró en el alcázar detrás de él. El visir se sentó a los pies de Qamar al-Zamán, y Marzawán no pudo hacer más que acercarse al príncipe, detenerse a sus pies y mirarlo. Al visir no le llegaba la ropa a la piel. Miró a Marzawán y le hizo señas de que se marchase, pero el joven no hizo caso, contempló al príncipe y, dándose cuenta de que era el que buscaba…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Marzawán] exclamó: «¡Gracias a Dios, que ha hecho su figura igual a la de ella, e iguales su color y su mejilla!» Qamar al-Zamán abrió los ojos y prestó atención. Marzawán, al ver que atendía, recitó estos versos:

¿Te ha alcanzado por la pasión, o herido por los dardos? Sólo el que ha sido herido está de este modo.

Te veo excitado, preocupado, lleno de quejas, pero tu oído presta atención al relato de las bellezas.

Escánciame copas de vino y cántame las gracias de Sulayma, Rabab y Tanam.

Estoy celoso de los faldones de su vestido cuando revisten su cuerpo floreciente.

Y envidio los vasos que besa su boca, cuando ella la posa allí donde el beso se pone en la boca.

No creáis que me haya matado con la espada: fueron las miradas las que me hirieron como flechas.

Cuando nos encontramos, vi que sus dedos estaban teñidos por el jugo de la sangre del dragón.

Dijo, encendiendo en mis entrañas la llama de la pasión y hablando como quien no sabe esconder el amor:

«¡Quédate tranquilo! Éste no es el color de la pintura. ¡No me acuses falsa y equivocadamente!»

Cuando te vi dormido, habiendo yo desnudado las manos, las muñecas y los brazos,

lloré lágrimas de sangre el día de la despedida, y las sequé con mis manos: así se tiñeron mis dedos de sangre.

Si antes hubiese llorado de amor, me habría curado antes de arrepentirme.

Pero lloró antes que yo, y su llanto despertó el mío. Dije: «El mérito corresponde al primero».

No me censuréis porque la amo, ya que ese amor me cuesta muchos sufrimientos.

Lloro por aquella cuyo hermoso rostro no tiene igual entre las árabes ni entre las extranjeras.

Tiene la sabiduría de Luqman, la belleza de José, el canto de David y la pureza de María.

Yo poseo la tristeza de Jacob, la pena de Jonás, los sufrimientos de Job y la historia de Adán.

No la matéis si muero de amor por ella. Preguntadle: «¿Cómo te ha sido lícito derramar su sangre?»

Mientras Marzawán recitaba estos versos, el corazón de Qamar al-Zamán se tranquilizaba…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se tranquilizaba] e hizo señas con la mano al sultán, diciéndole: «Deja que este joven se siente a mi lado». Al oír las palabras de su hijo, el rey se alegró mucho, a pesar de que antes se había indignado con el intruso y había pensado, en su fuero interno, que le iba a hacer cortar la cabeza. El sultán se acercó a Marzawán, lo hizo sentar al lado de su hijo y lo acercó hacia éste. Preguntó: «¿De qué país eres?» «De las islas internas, del territorio del rey al-Gayur, señor de islas y mares y de los siete castillos.» El rey Sahramán dijo: «Es posible que la cura de mi hijo venga por tus manos». Marzawán se acercó a Qamar al-Zamán y le dijo al oído: «Ten valor, tranquilízate y alégrate. No preguntes por aquella que te ha hecho llegar a esta situación. Tú has ocultado tu secreto y te has ido debilitando, pero ella dio a conocer lo que ocurría, y ahora se encuentra encerrada en el peor de los estados, con el cuello sujeto por una argolla de hierro. Si Dios (¡ensalzado sea!) lo quiere, vuestro remedio os llegará por mis manos».

Qamar al-Zamán, al oírlo, creyó que renacía a la vida, volvió en sí e hizo señas a su padre de que lo sentase. El rey, muy contento, lo ayudó a sentarse y despidió a todos los visires y emires. Recostó a Qamar al-Zamán en dos cojines y mandó que perfumasen el palacio con azafrán y que engalanasen la ciudad. Dijo a Marzawán: «¡Por Dios, hijo mío! ¡Esto es un suceso bendito!» Luego lo honró muchísimo y mandó que le diesen de cenar, y Qamar al-Zamán lo acompañó. El sultán Sahramán estaba tan contento por la mejoría de su hijo, que pasó la noche en compañía de ambos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, al amanecer, Marzawán contó a Qamar al-Zamán la historia. Le dijo: «Sabe que yo conozco a aquella que estuvo contigo. Se llama la señora Budur, y es hija del rey al-Gayur». Le explicó todo lo que había ocurrido a la señora Budur, desde el principio hasta el fin, y lo informó de lo mucho que lo quería: «Todo lo que te ha ocurrido a ti con tu padre, le ha ocurrido a ella con el suyo. Tú eres, sin lugar a dudas, su amado, y ella es tu amada. Tranquiliza tu corazón, repón tus fuerzas, pues yo te llevaré junto a ella y os uniré a ambos. Haré con vosotros lo mismo que dice un poeta:

Cuando un amante se aparta de su compañero, y la separación va en aumento,

consigo reunir a las dos personas como si fuese el perno de las tijeras».

Marzawán siguió alentando a Qamar al-Zamán, hasta que éste comió y bebió y fue teniendo mayor confianza en salir del estado en que se encontraba. Marzawán no dejó de hablarle, invitarlo, tranquilizarlo y recitarle versos, hasta que fue capaz de dirigirse al baño. Su padre, lleno de alegría, mandó engalanar la ciudad…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que distribuyó vestidos de honor y puso en libertad a los que se encontraban en las cárceles. Después, Marzawán dijo a Qamar al-Zamán: «Sabe que si yo me he separado de la señora Budur ha sido para esto; el intentar salvarla del estado en que se encuentra es el único motivo de mi viaje. Ahora sólo nos hace falta encontrar un medio que nos permita ir junto a ella, ya que tu padre no puede separarse de ti. Mañana pide permiso a tu padre para salir de caza a la campiña, toma contigo un saco lleno de dinero, monta en uno de tus caballos y lleva además otro. Yo haré lo mismo. Di a tu padre: «Quiero distraerme en el campo, cazar, contemplar el paisaje y pasar fuera un sola noche. No te preocupes por mí».

Qamar al-Zamán se alegró de la proposición de Marzawán, se presentó ante su progenitor y le pidió permiso para salir de caza, diciéndole lo que le había recomendado su amigo. El rey le concedió permiso para ir de caza, y le dijo: «No estés fuera más de una noche, y vuelve mañana. Ya sabes que lo único bueno que para mí existe en esta vida eres tú, y que apenas puedo creer que te hayas repuesto del estado en que te encontrabas». A continuación, el rey Sahramán recitó estos versos:

Aunque me encontrase en el mayor bienestar y me perteneciese el mundo y el imperio de los sasánidas,

todo ello, si no pudiera verte, pesaría para mí menos que el ala de un mosquito.

Luego equipó a Qamar al-Zamán y a Marzawán y mandó que les diesen media docena de caballos, un dromedario cargado de dinero y un camello para transportar el agua y los víveres. Qamar al-Zamán prohibió a los criados que lo acompañasen; su padre se despidió de él, lo estrechó contra su pecho y le dijo: «Te ruego, por Dios, que no estés ausente más de una noche, durante la cual no podré conciliar el sueño». Luego recitó los siguientes versos:

Estar a tu lado es mi mayor felicidad. Encontrarme lejos de ti, mi peor tormento.

¡Rescataría tu vida con la mía! Si mi culpa consiste en amarte, soy un gran culpable.

El fuego de tu pasión, ¿es igual que el de la mía, por la cual me quemo en las llamas del infierno?

Qamar al-Zamán y Marzawán se marcharon montados a caballo, seguidos por el dromedario y el camello que llevaba el agua y las provisiones, y llegaron al cabo a la estepa.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que anduvieron el primer día hasta la caída de la tarde. Entonces se apearon, comieron y bebieron, dieron el pienso a las bestias y descansaron un rato. Después reanudaron el viaje, y no se detuvieron durante tres días; al cuarto divisaron una amplia planicie llena de maleza. Se apearon, y Marzawán cogió el camello y un caballo y los sacrificó, desgarró su carne, limpió los huesos y, tomando la camisa y el vestido de Qamar al-Zamán, los desgarró y los empapó en la sangre del corcel; lo mismo hizo con la capa del príncipe, y todo lo abandonó en una bifurcación del camino. Después comieron, bebieron y reanudaron el viaje.

Qamar al-Zamán preguntó a Marzawán por lo que había hecho, y éste respondió: «Sabe que tu padre, el rey Sahramán, al ver que has estado ausente una noche y que en la segunda no te has presentado, habrá montado a caballo y seguirá nuestras huellas hasta que llegue junto a esta sangre que he derramado. Verá, sin duda, las ropas desgarradas, tintas de sangre, y creerá que los bandoleros te han atacado o que alguna alimaña te ha agredido, con lo que perderá la esperanza de volverte a ver y regresará a la ciudad. Nosotros, con esta treta, conseguiremos nuestro intento». Qamar al-Zamán se mostró conforme y siguieron viajando de día y de noche. Durante todo el trayecto, el príncipe iba llorando hasta que, por fin, le anunció la llegada a una ciudad. Entonces recitó estos versos:

¿Maltratarás a un amante cuyo pensamiento nunca se aparta de ti? ¿Prescindirás de él después de haberlo deseado?

¡Prohíbaseme toda alegría si te he traicionado en el amor! ¡Abandóneseme si he mentido!

No he cometido falta alguna que merezca castigo. Y si la he cometido, estoy arrepentido.

Que tú me rehúyas es una maravilla del tiempo. Pero el tiempo nunca deja de mostrarnos sus prodigios.

Cuando Qamar al-Zamán terminaba de recitar estos versos, aparecieron las islas del rey al-Gayur. El príncipe se alegró mucho y dio las gracias a Marzawán por lo que había hecho.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entraron en la ciudad y se instalaron en una posada, en la que ambos descansaron del viaje durante tres días, al cabo de los cuales Marzawán acompañó a Qamar al-Zamán al baño, lo vistió de comerciante y le hizo una mesilla de arena de oro, le entregó un equipo completo de instrumental y un astrolabio de oro. Le dijo: «¡Señor mío! Ponte al pie del alcázar del rey y grita: “Soy matemático, escriba y astrólogo. ¿Quién me necesita?” El rey, al oírte, mandará a por ti y te conducirá ante su amada hija; ésta, en cuanto te vea, quedará curada de la locura. Su padre, contento con su salvación, te casará con ella y compartirá contigo el reino, ya que él se ha impuesto esta condición».

Qamar al-Zamán aceptó el consejo y salió de la posada vestido con un manto y llevando consigo el equipo que hemos mencionado. No paró de andar hasta llegar al pie del palacio del rey al-Gayur. Gritó: «¡Soy matemático, escriba y astrólogo! ¡Escribo cartas, revelo lo oculto, hago cuentas y escribo con pluma la solución de los problemas! ¿Quién me necesita?» Las gentes de la ciudad, que hacía ya mucho tiempo no veían a ningún matemático ni astrólogo, se alegraron, corrieron a situarse a su alrededor y a contemplarlo y quedaron maravillados de su juventud y de su hermosa figura. Exclamaron: «¡Dios te proteja, señor nuestro! No hagas esto pensando en casarte con la hija del rey al-Gayur. ¡Mira con tus propios ojos todas esas cabezas que están colgadas! Sus dueños fueron matados por eso: la ambición los condujo a la ruina». Qamar al-Zamán no hizo caso a estas palabras, levantó más la voz y gritó: «¡Soy escriba y matemático! ¡Entrego, a quien lo desea, aquello que apetece!» La gente empezó a meterse con él…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, llena de rabia, le decía: «Eres un joven orgulloso y estúpido. Ten compasión de tu juventud, de tu belleza y de tu hermosura». Pero Qamar al-Zamán siguió gritando: «¡Soy astrólogo y matemático! ¿Hay alguien que me necesite?» Mientras la gente intentaba disuadirlo de la empresa, el rey al-Gayur, que oyó el pregón y el alboroto de sus súbditos, dijo al visir: «¡Ve y tráeme a ese astrólogo!» El visir bajó, y dijo a Qamar al-Zamán que lo siguiera. Cuando éste se presentó ante el rey, besó el suelo y recitó estos versos:

Has reunido ocho buenas cualidades: ¡ojalá el destino te las conserve siempre!

Fe sólida, temor de Dios, gloria, generosidad, don de palabra, claridad de conceptos, poder y victoria.

Al verlo, el rey al-Gayur lo hizo sentar a su lado, lo atrajo hacia sí y le dijo: «¡Hijo mío! No te las des de astrólogo ni te entremetas en mis condiciones. Me he prometido que he de cortar el cuello a todo aquel que vea a mi hija y no la cure del mal que la aqueja; pero, en cambio, casaré con ella a quien la cure. No pierdas tu hermosura, ni tu belleza, ni tu buena presencia, ni tus perfecciones. ¡Por Dios, por Dios! Si no la curas te haré cortar el cuello». Qamar al-Zamán contestó: «Acepto esta condición».

El rey al-Gayur mandó que los jueces diesen fe de sus palabras, y lo entregó al criado, diciéndole: «¡Conduce a éste ante la señora Budur!» El criado lo cogió de la mano y lo acompañó a lo largo de un corredor. Qamar al-Zamán lo precedía, y el criado iba diciendo: «¡Ay de ti! ¡No apresures el momento de tu muerte! ¡Por Dios! No he visto jamás a un astrólogo que corriese tan rápido hacia la muerte como tú. ¡No sabes las desgracias que te esperan!» Qamar al-Zamán apartó la vista del criado…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Qamar al-Zamán] recitó estos versos:

Soy un sabio que no sabe describir tu belleza; perplejo, no sé qué decir.

Si digo que tu belleza es un sol, éste nunca tiene ocaso para mí; en cambio, los soles que conozco se ponen.

Todos los oradores son incapaces de describir la perfección de tu hermosura. Quien de ella hablase, se quedaría corto.

El criado dijo a Qamar al-Zamán que permaneciese detrás de la cortina que había en la puerta. El príncipe le preguntó: «¿Cuál de estas dos cosas prefieres: que cure y vuelva a la salud a tu señora sin moverme de aquí, o bien que entre a verla y la cure desde el otro lado de la cortina?» El criado se quedó admirado de estas palabras y contestó: «Si la curases desde aquí, tendría mucho más mérito».

Qamar al-Zamán se sentó detrás de la cortina, sacó tintero y pluma y escribió en una hoja las siguientes palabras: «Escribe aquel que está afligido por la dureza de la amada, cuya medicina está constituida por la fidelidad y la pena; aquel que desespera de la vida y está cierto de su próxima muerte; aquel que, teniendo el corazón afligido, no encuentra quien le preste auxilio, y cuyos ojos, insomnes, no encuentran quien los alivie en la noche de sus preocupaciones; pasa el día entre llamas, y la noche, en tormentos; su cuerpo ha llegado al límite de la extenuación, ya que no ha recibido ningún mensajero de su amada». A continuación escribió estos versos:

Te he escrito mientras el corazón te recuerda apasionado, mientras los ojos derraman lágrimas de sangre.

Con el cuerpo al que la tristeza y el deseo han revestido con una camisa de delgadez, dentro de la cual se desvanece.

Me lamento de la pasión, ya que ha hecho mella en mí y no sé cómo soportar mi suerte.

A ti te incumbe el demostrarme generosidad, bondad y afecto, pues mi corazón está destrozado por el amor.

Debajo de los versos escribió, en prosa rimada: «La cura del corazón reside en el encuentro de los amantes; Dios es el médico de aquel que es víctima de su amado. ¡No obtenga jamás lo que desea aquel de nosotros que traicione! Del enamorado fiel, a la amada cruel». Debajo escribió como firma: «Del enamorado afligido, del apasionado perplejo, del que está intranquilo por el amor y la pasión, del que es prisionero del afecto y del cariño, Qamar al-Zamán, hijo del rey Sahramán, a la perla única del tiempo, a la mejor y más hermosa de las huríes, la señora Budur, hija del rey al-Gayur. Sabe que paso las noches insomne, y el día, perplejo; que adelgazo progresivamente, y la enfermedad, la pasión y el deseo me hacen suspirar y llorar; soy prisionero del amor, víctima del ardor y compañero de la enfermedad. Soy un insomne cuyos ojos siempre velan, un enamorado cuyas lágrimas nunca cesan. El fuego de mi corazón no se apaga, y la llama del deseo no se extingue». Escribió al margen este hermoso verso:

Saludos, de los tesoros de gracia de mi señor, a aquella que posee mi alma y mi corazón.

Y añadió estos otros:

Dime alguna palabra; tal vez tenga piedad y se consuele mi corazón.

Mi pasión por ti y el deseo me han llevado a despreciar el desprecio que encuentro.

Guarde Dios a unas gentes cuyas moradas están lejos de mí. He guardado su secreto en buen sitio.

El tiempo ha sido generoso conmigo y me ha puesto en la pista de aquella a la que amo.

He visto a Budur en el lecho, a mi lado: mi luna resplandecía[75].

¿Quién ha tenido, en mi época, la suerte de aspirar el perfume?

Después de haber sellado la carta, Qamar al-Zamán escribió esta dirección:

Pregunta a mi carta qué es lo que ha trazado mi pluma: lo escrito te informará de mi pasión y de mi pena.

La mano escribe mientras fluyen las lágrimas de los ojos. El deseo se queja de mi enfermedad en la carta.

Mis lágrimas no paran de caer en el papel: si dejase de llorar, la escribiría con sangre.

Además, añadió este verso:

Te mando el anillo que cambiamos el día de la unión; mándame el mío.

Colocó el anillo de la señora Budur dentro de la carta y entregó ésta al criado…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la entregó al criado,] el cual la cogió y se la llevó a la señora Budur. Ésta la tomó de manos del criado, la abrió y encontró su propio anillo. Leyó la hoja, y cuando comprendió lo que quería decir, se dio cuenta de que era su amado Qamar al-Zamán el que se encontraba detrás de la cortina. Perdió la cabeza de alegría, el pecho se le dilató, y la gran satisfacción la llevó a recitar estos versos:

Las lágrimas resbalaban de mis ojos durante el tiempo que viví pensando en la ruptura de la unión.

Hice votos de que si el tiempo nos reunía, mi lengua no volvería a pronunciar la palabra separación.

La alegría se ha adueñado de mí, hasta el punto de ser tanta que me hace llorar.

¡Ojos! Las lágrimas os son tan habituales, que lloráis de alegría y de tristeza.

La señora Budur se incorporó tan pronto como terminó de recitar estos versos, afirmó los pies contra el muro y, apoyándose con fuerza en la argolla de hierro, la arrancó de su cuello, rompió las cadenas, corrió al otro lado de la cortina y se echó en los brazos de Qamar al-Zamán, besándolo en la boca, tal como hace el palomo con el pico; lo abrazó con toda la fuerza de su amor y le dijo: «¡Señor mío! ¿Estamos despiertos, o soñamos? ¡Dios nos ha concedido todos nuestros deseos!», y dio gracias al Señor por haberlos reunido, cuando ya desesperaban de ello.

El criado, al ver esta situación, salió corriendo y se presentó ante el rey al-Gayur. Besó el suelo delante de él y dijo: «¡Señor mío! Sabe que ese astrólogo es el más sabio de todos. Ha curado a tu hija sin moverse de detrás de la cortina y sin entrar a verla». «¿Es verdad esa noticia?», preguntó el rey. El criado contestó: «¡Señor mío! Ven, verás cómo ha arrancado sus cadenas de hierro y ha corrido a abrazar y besar al astrólogo». El rey al-Gayur corrió al lado de su hija. Ésta, apenas lo vio, se cubrió la cabeza y recitó estos versos:

No me gusta, siwak, el palillo, pues cuando lo cito digo «sin ti».

Prefiero, en cambio, al arak, la espina, pues cuando la cito digo «te veo»[76].

Su padre se alegró al verla curada y la besó en la frente, ya que la quería mucho. Después, el rey al-Gayur se acercó a Qamar al-Zamán, le preguntó por su estado y añadió: «¿De qué país eres?» El príncipe le contó quién era y lo informó de que su padre era el rey Sahramán; después le refirió toda la historia desde el principio hasta el fin, especificándole todo lo ocurrido con la señora Budur y cómo se había quedado el anillo de ésta y le puso, en cambio, el suyo propio. El rey al-Gayur se maravilló de todo y exclamó: «¡Vuestro relato debe escribirse en los libros, y más adelante se leerá generación tras generación!» El rey mandó llamar a los jueces y a los testigos, y ordenó que se escribiera el contrato matrimonial de la señora Budur con Qamar al-Zamán, y que se engalanase la ciudad durante siete días. Luego extendieron los manteles, prepararon el banquete, la ciudad se vistió de gala, las tropas se reunieron y se anunció la buena noticia.

Qamar al-Zamán contrajo matrimonio con la señora Budur. Su padre se alegró de su curación y de su matrimonio; dio gracias a Dios por haber hecho que se enamorara de un muchacho tan hermoso e hijo de reyes. Después se la mostraron sin velo. Ambos se parecían en hermosura, belleza, simpatía y atractivo. Qamar al-Zamán se acostó con ella aquella noche, y consiguió su deseo gozando de su belleza y juventud y durmiendo, entrelazados, hasta la mañana. Al día siguiente, el rey dio un banquete en el que reunió a todos los habitantes de las islas interiores y exteriores, les acercaron las mesas, pusieron los manteles, y el festín duró un mes entero. Después de esto, Qamar al-Zamán se acordó de su padre y lo vio en sueños. Le decía: «¡Hijo mío! ¿Así me tratas?» Y le recitó estos versos:

La luna que brilla en las tinieblas me ha rechazado y me ha impuesto la observación de las estrellas.

¡Ten paciencia, corazón! Tal vez vuelva a mi lado. ¡Ten paciencia, alma mía! Soporta el dolor que te causa.

Qamar al-Zamán, al ver las admoniciones que su padre le hacía en sueños, se despertó triste y se lo refirió a su esposa…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se lo refirió a su esposa,] la señora Budur. Ambos fueron a visitar al padre de ella y se lo contaron, pidiéndole permiso para marcharse. La señora Budur dijo: «¡Padre mío! ¡Yo no puedo separarme de él!» El rey contestó: «¡Acompáñalo!», y le concedió permiso para que se marchara con su esposo, siempre y cuando se comprometiese a visitarlo una vez al año. La princesa le besó la mano, y lo mismo hizo Qamar al-Zamán. El rey al-Gayur empezó inmediatamente los preparativos para el viaje de su hija y del esposo de ésta, dispuso todo lo que podían necesitar, como caballos, camellos, muías, una litera para su hija y todo cuanto pudieran necesitar durante el viaje.

El día de la marcha, el rey al-Gayur se despidió de Qamar al-Zamán y le regaló un vestido tejido en oro e incrustado de pedrerías; además, le entregó un cofre lleno de dinero y le recomendó a su hija, Budur. Los acompañó hasta los confines de la isla y se despidió de Qamar al-Zamán, tras de lo cual entró en la litera, abrazó a su hija Budur y recitó estos versos:

¡Espera, tú, que te dispones a partir! ¡El abrazo es el precio del amor!

¡Ten paciencia, pues el tiempo es traidor por naturaleza, y el término de toda convivencia es la separación!

Luego se despidió de Qamar al-Zamán, lo besó y regresó a las islas con su escolta. Qamar al-Zamán y la señora Budur continuaron viajando con su séquito el primero, el segundo, el tercero y el cuarto días; no pararon de andar durante un mes, al cabo del cual acamparon en una amplia pradera, llena de hierba. Levantaron sus tiendas, comieron, bebieron y descansaron. La señora Budur estaba dormida cuando Qamar al-Zamán llegó a su lado; su vientre estaba cubierto por una fina camisa de seda color albaricoque, a través de la cual se transparentaban sus formas. Debajo de la cabeza tenía un cojín de seda engarzado en pedrerías. El aire levantó su camisa, que quedó por encima del ombligo, junto a sus senos, dejando al descubierto un vientre blanco como la nieve. Cada uno de sus pliegues tenía una onza de nuez y cierta cantidad de grasa de sauce. El amor y el deseo despertáronse al punto en Qamar al-Zamán, quien recitó estos versos:

Si se me dijese, mientras crece el amor, y el fuego alumbra en el corazón y las entrañas:

«¿Qué prefieres: verla, o un sorbo de agua pura?», respondería: «Verla».

Qamar al-Zamán extendió la mano hacia el cordón del vestido y lo desató, ya que en aquel momento la deseaba. Entonces vio una piedra roja, semejante a la sangre del dragón, que estaba sujeta por el cordón. Tenía grabadas dos líneas, que no sabía leer. Qamar al-Zamán se admiró de la gema y se dijo: «Esta piedra debe de ser muy importante para ella, ya que la ha atado al cordón de su vestido. ¿Por qué la habrá escondido en el lugar más apreciado de su cuerpo, a fin de no separarse de ella? ¿Para qué servirá? ¿Qué secreto encierra?» La cogió, y salió de la tienda para verla con mejor luz.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que estaba contemplándola cuando un pájaro se abatió sobre él, se la arrebató de las manos, remontó el vuelo y fue a posarse en el suelo. Qamar al-Zamán, temiendo que ocurriese algo a la gema, corrió en pos del pájaro, mientras éste se iba alejando con la misma rapidez con que corría el príncipe. Éste lo siguió de valle en valle y de colina en colina, hasta que cayeron las tinieblas de la noche. El pájaro durmió en la copa de un árbol muy elevado, y Qamar al-Zamán, a su pie. Se encontraba débil y cansado, dada la mucha hambre y fatiga que sentía; creía que iba a morir e intentó volver atrás, pero no sabía el camino que había recorrido y, además, las tinieblas lo rodeaban. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!»

Durmió al pie del árbol, en cuya copa se encontraba el pájaro, hasta la mañana siguiente. Al despertarse se dio cuenta de que el pájaro ya se había desvelado y emprendía el vuelo. El príncipe se lanzó de nuevo en su persecución: volaba a la misma velocidad a la que andaba Qamar al-Zamán. Éste se sonrió y exclamó: «¡Qué maravilla, Dios mío! Este pájaro volaba ayer a la misma velocidad a la que yo corría; hoy, al ver que estoy cansado, que no puedo correr, adapta su vuelo a mi marcha. Esto es algo maravilloso, y he de seguir a este pájaro, pues me salvará la vida o me la hará perder. Lo seguiré dondequiera que vaya, pues en cualquier caso sólo puedo vivir en un país poblado». Así, Qamar al-Zamán fue andando debajo del pájaro, que pasaba todas las noches en la copa de un árbol. Lo siguió sin interrupción durante diez días, alimentándose de los frutos silvestres y bebiendo el agua de los ríos. Al cabo de este tiempo distinguió una ciudad populosa, y el pájaro se metió por ella en un abrir y cerrar de ojos y desapareció de su vista.

Qamar al-Zamán, admirado, no sabía hacia dónde ir. Exclamó: «¡Loado sea Dios, que me ha salvado conduciéndome a esta ciudad!» Se sentó junto a un curso de agua, se lavó las manos, los pies y la cara, descansó un rato, pensó en lo feliz que había vivido y meditó en el hambre y la fatiga que experimentaba, así como en su situación de extranjero. Recitó:

Escondo lo que sufro por su causa, aunque es bien patente: mis ojos trocaron el sueño por la vela.

Cuando el ánimo me flaqueó, grité: «¡Oh, destino! ¿No quieres respetarme y dejarme en paz?»

Mi espíritu se encuentra entre tormento y peligro.

Si el sultán del amor fuese equitativo, no habría huido de mis párpados el sueño.

¡Señores! Tened piedad de un enfermo de amor que sufre las leyes de la pasión; de un rico que se ha vuelto pobre.

Según la ley del amor, el rico se vuelve pobre.

Los censores insisten sobre ti, pero yo no les hago caso. Me tapo los oídos y desobedezco.

Dicen: «Amas a una esbelta». Contesto: «La he escogido entre muchas y he abandonado el resto».

Cuando la suerte está echada, la vista se ciega.

Después de haber recitado estos versos y haber descansado, Qamar al-Zamán cruzó la puerta de la ciudad…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [cruzó la puerta de la ciudad] sin saber hacia dónde dirigirse. Recorrió todas las calles, pues había entrado por la puerta de tierra, y no se detuvo hasta que salió por la puerta del mar. Ninguno de sus habitantes le había salido al encuentro. La ciudad estaba situada a la orilla del mar. Después de haber salido por la puerta del mar, anduvo sin parar hasta que llegó a los jardines de la ciudad, cruzó entre sus árboles y llegó a un jardín, en cuya puerta se paró. El hortelano salió y le dijo: «¡Loado sea Dios, que te ha traído sano hasta esta ciudad! Entra en este jardín antes de que nadie te vea». Qamar al-Zamán entró, estupefacto, y preguntó al hortelano: «¿Cuál es la historia de esta ciudad? ¿Qué noticias me das?» «Sabe que toda esta ciudad está poblada por magos. Mas, ¡por Dios! ¡Cuéntame cómo has llegado hasta este lugar y cómo has venido a nuestro país!»

El príncipe le contó todo lo que le había ocurrido, y el hortelano se maravilló en extremo. «Sabe, hijo mío, que las tierras del Islam están muy lejos de aquí. Distan cuatro meses por mar, y seis, completos, por tierra. Tenemos un barco que una vez al año se da a la vela, repleto de mercancías, y se dirige al país musulmán más próximo, y desde éste, a las Islas del Ébano, y luego a las Islas de Jalidán, cuyo rey es el sultán Sahramán.» Qamar al-Zamán meditó una hora y se dio cuenta de que lo mejor que podía hacer era quedarse con el hortelano como aparcero. Le preguntó: «¿Me aceptas como aparcero de este huerto por un cuarto de la cosecha?» «Naturalmente.»

Le enseñó a regar los árboles, y el príncipe regaba y segaba la yerba, vestido con una bata azul que le llegaba hasta la rodilla. Al regar, lloraba apenado y recitaba versos de noche y de día, dedicados a su amada Budur. Entre otros muchos, recitó los siguientes:

Teníamos vuestra promesa, ¿por qué no la habéis sostenido? Habíais dado una palabra, ¿por qué no la cumplisteis?

Velamos conforme es la ley del amor, y vos dormisteis. Quien duerme y quien vela no tienen el mismo mérito.

Nos habíamos propuesto ocultar la pasión, pero el calumniador os excitó, habló y hablasteis.

¡Amantes desdeñados y amantes satisfechos! En cualquier circunstancia, a vosotros me dirijo.

Tengo el corazón atormentado de amor. ¡Ojalá el amado se compadeciese y apiadase!

No todos los ojos, como los míos, están afligidos, ni todos los corazones igual que el mío están enamorados.

Habéis cometido una iniquidad, y decís que el amor es inicuo. ¡Dijisteis la verdad! Así están las cosas. ¡Dijisteis la verdad!

Preguntadme a mí, esclavo del amor, que nunca viola los pactos, aunque mis entrañas ardan de fuego.

Si mi adversario en el amor es el juez, ¿a quién he de quejarme de mi adversario si éste me veja?

Si no fuese por la necesidad del amor y de la pasión, mi corazón no se habría enamorado.

Esto es lo que hace referencia a Qamar al-Zamán.

He aquí lo concerniente a su esposa, la señora Budur, hija del rey al-Gayur. Al despertar buscó a su esposo, Qamar al-Zamán, y no lo encontró. Se dio cuenta de que tenía los zaragüelles desatados; buscó el cordón y vio que faltaba la gema. Se dijo: «¡Qué maravilla, Dios mío! ¿Dónde está mi amado? Es posible que haya cogido la gema y se la haya llevado sin saber los secretos que encierra. ¡Quién sabe dónde habrá ido! Debe de haber sido algo extraordinario lo que lo ha obligado a marcharse, ya que él no puede vivir separado de mí. ¡Maldiga Dios esa gema! ¡Maldiga la hora en que la encontró!» La señora Budur siguió meditando, y se dijo: «Si me presento ante el séquito y lo informo de que he perdido a mi esposo, alguien me apetecerá. Hay que buscar una argucia». Vistió los trajes de Qamar al-Zamán, se puso el turbante del mismo modo que éste, se quitó el velo, colocó en la litera a una criada y, saliendo de la tienda, gritó a los pajes que preparasen los caballos, que cuidasen los camellos y que los cargasen. Luego emprendieron la marcha, y ella calló lo ocurrido, ya que era idéntica a Qamar al-Zamán. Por eso nadie dudó de que no fuese el príncipe en persona.

Budur y su séquito siguieron viajando días y noches hasta que llegaron a una ciudad situada a orillas del mar Salado. Acampó en sus cercanías y levantó las tiendas en aquel lugar para descansar. Luego preguntó de qué ciudad se trataba, y le contestaron: «Ésta es la Ciudad del Ébano, y su rey es el rey Armanus, que tiene una hija llamada Hayat al-Nufus».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el rey Armanus envió un mensajero para saber quién era el rey que acampaba en las afueras de la ciudad. El mensajero, al llegar, les preguntó y lo informaron: «Nuestro señor es el hijo de un rey. Ha perdido el camino y se dirige hacia las Islas de Jalidán. El rey en cuestión es Sahramán». El mensajero regresó junto al rey Armanus y lo informó de lo que ocurría. Éste salió, en compañía de los principales magnates de su imperio, a recibirlo. Al llegar cerca de las tiendas, la señora Budur se apeó, y lo mismo hizo el rey Armanus; se aproximaron el uno al otro, y el rey, tomándola consigo, entró en la ciudad y se dirigió con ella al palacio. Mandó que extendiesen los manteles, que acercasen las mesas y los platos y que la señora Budur fuese acompañada a las habitaciones destinadas a los huéspedes. Permaneció en éstas durante tres días, después de los cuales el rey Armanus acudió a visitarla.

Aquel día Budur había ido al baño, y su rostro resplandecía como si se tratase de la luna radiante en el momento en que llega a su plenitud. Seducía al universo y encantaba a todas las criaturas que la contemplaban. El rey Armanus la encontró vestida con una chupa de seda bordada en oro e incrustada de pedrerías. Le dijo: «¡Hijo mío! Sabe que yo ya soy un viejo caduco y que sólo he tenido una hija. Se parece a ti en forma, estatura, hermosura y belleza. Ella no puede heredar el reino. ¿Querrías, hijo mío, establecerte en este país y habitar esta tierra? Te casaría con mi hija y te cedería mi reino».

La señora Budur bajó la cabeza, y su frente empezó a sudar de vergüenza. Se dijo: «¿Qué he de hacer si soy una mujer? Pero si desobedezco su orden y me voy, es posible que envíe tropas en pos de mí para matarme. Si obedezco, me veré cubierta de oprobio. He perdido a mi amado Qamar al-Zamán, nada sé de él y no tengo más recurso que el de aceptar su oferta. Permaneceré con él hasta que Dios resuelva». La señora Budur levantó la cabeza y declaró al rey que aceptaba su proposición. El soberano se alegró mucho, y mandó al pregonero anunciar a las Islas del Ébano que era un momento de alegría y de fiestas; reunió a los chambelanes, funcionarios, emires, grandes del reino y jueces de la ciudad; abdicó la corona e invistió a la señora Budur, a la que puso las insignias de la realeza. Todos los emires se presentaron ante ella sin tener la menor duda de que no era un muchacho. Todos los que la veían mojaban sus pantalones al ver su gran belleza y hermosura.

Cuando la reina Budur se hubo hecho cargo del poder, y esta buena noticia se divulgó al son de los tambores, el rey Armanus empezó a preparar el equipo de su hija Hayat al-Nufus. Al cabo de unos días condujeron a la señora Budur ante Hayat al-Nufus. Ambas parecían dos lunas reunidas o dos soles que apareciesen por el mismo horizonte: encendieron las candelas, corrieron las cortinas, prepararon el lecho y cerraron las puertas. La señora Budur se sentó al lado de Hayat al-Nufus, y, acordándose de su amado Qamar al-Zamán, se entristeció, derramó lágrimas y recitó estos versos:

¡Oh, los que os vais! Mi corazón se intranquiliza, y vuestra marcha no me ha dejado en el cuerpo ni aliento.

Tenía unas pupilas que, acompañadas por las lágrimas, se quejaban de insomnio. ¡Ojalá tuviese aún ese insomnio!

Cuando os marchasteis, el enamorado quedó lejos: ¡Preguntadle qué dolores le hace experimentar la lejanía!

Si no fuese por las lágrimas que mis ojos derraman, mi fuego incendiaría todas las regiones del mundo.

Me lamento a Dios de los amantes que he perdido, que no tienen compasión ni de mi amor ni de mi pena.

Mi única culpa, respecto a ellos, consiste en que los amo; pero los amantes se dividen en felices y desgraciados.

Al terminar de recitar estos versos, la señora Budur se sentó al lado de la señora Hayat al-Nufus, la besó en la boca, y después, en el momento oportuno, se levantó, hizo las abluciones rituales y no cesó de rezar hasta que la señora Hayat al-Nufus se quedó dormida. Entonces, Budur se metió en la cama a su lado y le volvió la espalda hasta que amaneció. Por la mañana, el rey y su esposa corrieron a ver a su hija y le preguntaron cómo se encontraba. Les contó lo que había pasado y los versos que había oído. Esto es lo que hace referencia a Hayat al-Nufus y a su padre.

La reina Budur salió, se sentó en su trono, recibió a los emires, magnates y jefes del ejército. Todos felicitaron al rey, besaron el suelo ante sus manos e hicieron votos por su prosperidad. Ella se sonrió, les dio vestidos de honor, aumentó los feudos de los emires y, tanto el ejército como los súbditos, estuvieron satisfechos de ella y le desearon un largo reinado, ya que estaban convencidos de que se trataba de un hombre. A continuación mandó, prohibió, concedió una amnistía, abolió impuestos y siguió sentada en el trono del reino hasta la llegada de la noche. Entonces se dirigió a su habitación, en la cual encontró sentada a la señora Hayat al-Nufus. Se colocó a su lado, tamborileó en su espalda con los dedos, la trató con cariño y la besó en la frente. Recitó estos versos:

Las lágrimas descubren mi secreto, y la delgadez de mi cuerpo hace patente mi pasión.

Escondo la pasión, pero el dolor de la separación la proclama; mi situación es bien conocida por los censores.

¡Oh, los que abandonáis el campamento de la tribu! Dejáis mi cuerpo extenuado, mi vida agotada.

Vivís en mis entrañas, y mis ojos van derramando lágrimas de sangre.

Rescataré a los ausentes con mi propia vida. Mi pasión por ellos es bien manifiesta.

Mis pupilas están heridas por su amor; han rechazado al sueño y siempre lloran.

Mis enemigos creen que voy a mentir: ¡ojalá no preste nunca atención a tales consejos!

Sus suposiciones no existen para mí, y yo conseguiré mis deseos sólo con Qamar al-Zamán.

Ha reunido en sí virtudes como nadie, en los siglos pasados, había conseguido.

Con su generosidad y su clemencia ha hecho olvidar a los hombres la generosidad de Ibn Zaida y la clemencia de Muawiya.

Si no fuese porque sería muy extensa y el verso no es capaz de retratar tu belleza, no dejaría rima alguna.

Luego se puso de pie, secó sus lágrimas, hizo las abluciones y no dejó de rezar hasta que el sueño venció a Hayat al-Nufus y se quedó dormida. Entonces, la reina Budur se colocó a su lado hasta que amaneció; en este momento se levantó, rezó la oración de la aurora y fue a sentarse en el trono del reino, desde el que mandó, prohibió, legisló e hizo justicia. Esto es lo que a ella se refiere.

Por su parte, el rey Armanus fue a ver a su hija, le preguntó cómo se encontraba y ésta lo informó de todo lo que le había ocurrido y de los versos que había recitado la reina Budur. Añadió: «¡Padre mío! Jamás he visto a nadie tan inteligente y timorato como mi marido, pues llora y suspira». Su padre le contestó: «¡Hija mía! Ten paciencia. Sólo le queda esta tercera noche. Si no consuma el matrimonio y no te arrebata la virginidad, le diremos nuestra opinión, pondremos las cosas en su punto, lo destituiremos de su cargo y lo expulsaremos de nuestro país». La muchacha estuvo conforme con ello.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas diez, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, llegada la noche, la reina Budur dejó el trono, volvió al alcázar y entró en sus habitaciones. Vio las velas encendidas, y a la señora Hayat al-Nufus sentada. Se acordó de lo que le había ocurrido a su esposo y de todo lo que les había sucedido en tan poco tiempo. Lloró, suspiró y recitó estos versos:

¡Lo juro! Mis noticias llegarán a todos los países, como el sol cuando aparece sobre Dat al-Gina.

Su gesto habla, pero es difícil entenderlo. Por eso mi pena aumenta y no cesa.

Detesto la belleza de la paciencia, ya que amo. ¿Has visto detestar la paciencia por amor?

Una persona me ha atacado con sus lánguidas miradas, y la mirada mata más cuanto más lánguida.

Se soltó las trenzas y se quitó el velo: vi su belleza blanca y negra.

Mi enfermedad y su cura están en sus manos. Quien me ha puesto enfermo de amor, me curará.

El cinturón que le ciñe el talle es tan delgado, que parece un enfermo de amor, mientras que sus caderas, por envidia, se niegan a ponerse de pie.

Sus trenzas negras y la luz de su frente son la noche tenebrosa, a la que argentea el despuntar de la aurora.

Luego quiso empezar a rezar, pero Hayat al-Nufus la cogió y le dijo: «¡Señor mío! ¿No te avergüenzas ante mi padre, que te ha hecho tantos favores? ¿Por qué me abandonas así?» Al oír estas palabras se sentó y le preguntó: «Amada mía, ¿qué es lo que dices?» «Digo que nunca he visto a nadie tan prendado de sí mismo como tú, ¿o tal vez todos los hermosos sienten esta misma admiración? No digo estas palabras para hacerme desear por ti, sino que hablo por temor al daño que puede hacerte el rey Armanus. Si tú no consumas conmigo esta noche el matrimonio, y no me arrebatas la virginidad, ha decidido desposeerte del reino y expulsarte de sus tierras. E incluso, si su ira se desborda, puede hasta matarte. Yo, señor mío, he tenido piedad de ti y te he dado un consejo. A ti te toca decidir.»

Al oír la reina Budur estas palabras, bajó la cabeza, se quedó perpleja y se dijo: «Si le desobedezco, moriré, y si le obedezco, quedaré deshonrada. Pero aún soy reina de todas las Islas del Ébano y las gobierno, y sólo en este lugar puedo reunirme con Qamar al-Zamán, ya que este país, las Islas del Ébano, son paso obligado hacia el suyo. Me pondré en manos de Dios, que es Quien mejor gobierna». Dijo a Hayat al-Nufus: «Amiga mía, si te he abandonado y me he abstenido de ti, no ha sido contra mi voluntad». Le refirió todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin, y se desnudó delante de ella, añadiendo: «¡Por Dios! ¡Oculta mi situación y guarda mi secreto hasta que Dios me reúna con mi amado Qamar al-Zamán! Después, suceda lo que Él quiera».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas once, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Hayat al-Nufus se maravilló muchísimo, le auguró que se reuniría con su amado Qamar al-Zamán y le dijo: «¡Hermana mía! No temas ni te asustes. Ten paciencia, que Dios hará que se cumpla lo decretado». A continuación, Hayat al-Nufus recitó estos versos:

El secreto en mí está como en una casa que tiene una cerradura cuya llave se ha perdido y cuya puerta se ha sellado.

Sólo conservan el secreto las personas de confianza, y el secreto se guarda entre los hombres mejores.

Luego dijo: «Hermana mía: el pecho de los buenos constituye la tumba de los secretos. Yo no divulgaré tu secreto». A continuación, las dos amigas jugaron, se abrazaron y se durmieron hasta que, poco antes de la plegaria del alba, Hayat al-Nufus se levantó, tomó una gallina y la degolló. Se embadurnó con su sangre, se desató los zaragüelles y llamó. Su familia entró, las criadas se alborozaron, y su madre, acercándose, le preguntó cómo se encontraba y se quedó a su lado hasta la tarde. La reina Budur se levantó, se dirigió al baño y rezó la plegaria del alba. Después fue al salón de audiencias, se sentó en la silla del reino y gobernó a las gentes. El rey Armanus, al oír la algazara, preguntó qué motivaba aquello y le contestaron que era debido a que su hija había perdido la virginidad. Se alegró mucho, su pecho se dilató, se tranquilizó, preparó una serie de banquetes, y los festejos duraron cierto tiempo. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo concerniente al rey Sahramán. Después de haber salido su hijo de caza acompañado por Marzawán, se quedó esperándolo hasta la noche, pero no regresó. Su entendimiento se quedó perplejo, y no consiguió dormir por estar sumamente inquieto. Su pasión crecía, estaba sobre brasas, y apenas apuntó el alba esperó de nuevo a su hijo hasta el mediodía, sin verlo aparecer. Su corazón se deshacía y se inflamaba por la ausencia de su hijo. Se puso a llorar de tal modo, que empapó los vestidos de lágrimas, y, con el corazón desgarrado, recitó estos versos:

Imito constantemente a los enamorados, hasta el punto de experimentar sus alegrías y sus penas.

He bebido de la copa de la amargura y me he humillado ante el libre y el esclavo.

El destino había hecho voto de destruir nuestra unión, y ahora el tiempo ha cumplido su voto.

Se secó las lágrimas, y dio orden a las tropas de ponerse en marcha; todas se pusieron en movimiento. El sultán, con el corazón en llamas y entristecido por la pérdida de su hijo Qamar al-Zamán, se puso al frente de las tropas. Dividió el ejército en dos alas, vanguardia y retaguardia, y dos cuerpos de flanco: seis grupos en total. Les dijo: «Mañana nos encontraremos en la bifurcación del camino». Las tropas que formaban cada cuerpo se separaron en una dirección distinta, y la caballería se puso en marcha. Anduvieron durante todo el resto de la jornada hasta que se hizo de noche; continuaron avanzando a pesar de todo, y al mediodía siguiente llegaron a la encrucijada de los cuatro caminos, en donde ya no supieron cuál era el que debían seguir.

Al fin vieron una camisa desgarrada, trozos de carne, huellas de sangre y, a un lado, un montón de carne y de vestidos. El rey Sahramán, al verlo, dio un grito que le salía del fondo del corazón, y exclamó: «¡Pobre hijo mío!» Se abofeteó el rostro, se mesó la barba, desgarró su vestido y creyó que su hijo había muerto. Lloró y sollozó; todos los soldados lo acompañaron en su pena y se cubrieron la cabeza de polvo, pues estaban convencidos de que Qamar al-Zamán había muerto. La noche los sorprendió llorando y sollozando de tal modo que parecía que iban a morir.

El corazón del rey, encendido por la llama de los suspiros, recitó estos versos:

No censuréis al que triste llora sus penas, pues éstas ya bastan como tormento.

La mucha pena y el dolor lo hacen llorar: su pasión te informa del fuego que sufre.

¿Quién ayudará al enamorado, al que la pasión juró que las lágrimas nunca abandonarían sus párpados?

Manifiesta el dolor por la pérdida de una luna resplandeciente que con su luz brillaba sobre sus émulos.

Pero la muerte le ha escanciado su copa el día de la partida, y él ha abandonado su patria.

Dejó sus lares y se alejó de nosotros hacia la consunción de la muerte, sin poder despedirse de sus hermanos.

Me ha herido con la lejanía, con la indiferencia, con la separación y la pena de su marcha.

Se ha marchado de nuestro lado cuando su Señor le ha concedido el Paraíso.

Una vez hubo recitado estos versos, regresó con sus tropas a la capital…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas doce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [regresó] completamente convencido de que su hijo había muerto, bien en las garras de las fieras, bien a manos de los bandoleros. Por todas las Islas de Jalidán se pregonó: «¡Vestid de negro en señal de luto por la muerte de Qamar al-Zamán, hijo del rey!» Se le construyó un mausoleo, al que llamó «Casa del Dolor», y todos los lunes y jueves administraba su Estado, permanecía entre su ejército y su pueblo, y el resto de la semana se encerraba en la «Casa del Dolor», lloraba a su hijo y le dedicaba trenos:

El día de los deseos era el día en que estabas a mi lado, y el de la muerte, aquel en que te alejabas de mí.

Paso las noches en angustias, amenazado por la muerte. Vuestra cercanía me es más dulce que el vivir seguro.

¡Sirva mi vida de rescate a los parientes cuya marcha ha atormentado y destrozado los corazones!

¡Termine pronto la alegría su viudedad, ya que yo, cuando partieron, repudié por tres veces el bienestar!

Y aquí dejamos por ahora al rey Sahramán.

Por su parte, la reina Budur, hija del rey al-Gayur, se había convertido en señora de las tierras del Ébano, y las gentes la señalaban con el dedo y decían: «¡Ése es el yerno del rey Armanus!» Todas las noches dormía con la señora Hayat al-Nufus y se lamentaba de la ausencia de su esposo, Qamar al-Zamán, describiendo a su amiga la hermosura y la gracia de su marido y sus deseos de encontrarse con él aunque fuera en sueños. Esto es lo que hace referencia a la reina Budur.

He aquí lo que se refiere a Qamar al-Zamán: Permaneció con el hortelano en el jardín durante cierto tiempo, llorando noche y día, suspirando y recitando versos de su época feliz. El hortelano le decía que al final del año partiría la nave hacia los países musulmanes. Así continuó Qamar al-Zamán hasta que un día vio que las gentes se reunían, y se maravilló. El hortelano se le acercó y le dijo: «¡Hijo mío! Hoy puedes abandonar tus preocupaciones. No riegues los árboles, pues es un día de fiesta en el que las gentes hacen visitas. Descansa y vigila el jardín mientras voy a ver si te encuentro una nave; dentro de poco te enviaré a los países musulmanes».

El hortelano salió del jardín, y Qamar al-Zamán se quedó solo. Sus pensamientos lo desbordaron, y estuvo llorando hasta que cayó desvanecido. Al volver en sí paseó por el jardín, pensando en lo que el tiempo le había deparado, lo lejos que se hallaba de su país y lo abandonado que estaba. Lleno de melancolía, tropezó y cayó de bruces. Su frente dio en el tronco de un árbol, y la sangre corrió a borbotones y se mezcló con sus lágrimas. Secó la sangre y las lágrimas, ciñó la frente con una venda y, poniéndose de pie, siguió paseando por el jardín, distraído.

Sus ojos se fijaron en un árbol, en cuya copa estaban luchando dos pájaros. Uno de ellos derribó al otro, lo picoteó en el cuello y le separó la cabeza del tronco. Luego cogió la cabeza y emprendió el vuelo. El muerto cayó al suelo delante de Qamar al-Zamán. Mientras éste estaba perplejo, aparecieron dos grandes pájaros: uno de ellos se posó junto a la cola del muerto, y el otro al lado de la cabeza; extendieron sus alas sobre él y, alargando el cuello sobre su cuerpo, empezaron a llorar. Qamar al-Zamán los acompañó en el llanto, puesto que se encontraba separado de su esposa, y ambos pájaros se la recordaban al llorar sobre su compañero.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas trece, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego los pájaros cavaron una fosa, enterraron en ella al muerto, se echaron a volar y, al cabo de un rato, regresaron trayendo consigo al asesino. Descendieron hasta la tumba del muerto, se arrodillaron sobre ella y lo mataron: le desgarraron el vientre, le sacaron las entrañas y regaron con su sangre la tumba del difunto. Después rasgaron su carne, hicieron trizas su piel, sacaron lo que había en su interior y lo pusieron en distintos lugares. Qamar al-Zamán, que vio todo esto, estaba admirado. Cuando se marcharon ambos pájaros, se acercó al lugar en que habían castigado al asesino y vio entre sus restos algo que brillaba. Se aproximó a las entrañas, cogió la parte que le llamaba la atención, la abrió y encontró la gema que había sido causa de la separación de su esposa. Al reconocerla, cayó desmayado al suelo de alegría.

Cuando volvió en sí se dijo: «Esto es una buena señal; es indicio de bien, de alegría y de pronta reunión con mi amada». La contempló detenidamente y la ató a su brazo, diciéndose que sólo le podían suceder cosas buenas. Paseando, fue a buscar al hortelano y no cejó en su empeño, aunque sin éxito, hasta la noche. Qamar al-Zamán durmió en el lugar en que se encontraba hasta la mañana siguiente. Al levantarse para seguir su trabajo, se ciñó la cintura con un hato de palmas. Tomó el hacha y la alcofa, limpió el jardín y llegó al pie de un algarrobo, que intentó cortar con el hacha. El golpe resonó. Quitó la tierra que había en aquel lugar, encontró una tapadera…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas catorce, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [encontró una tapadera] y la abrió. Tropezó con una puerta, la cruzó, descendió y llegó a una antigua habitación, que debía de ser de la época de Tamud y de Ad; era muy grande, y estaba repleta de oro rojo. Se dijo: «Han terminado mis fatigas, y ha llegado el regocijo y la alegría». Qamar al-Zamán abandonó este lugar, salió a la superficie del jardín y puso la tapadera como estaba. Regresó al huerto y siguió regando los árboles hasta el fin del día. El hortelano, al llegar, le dijo: «¡Alégrate, hijo mío, por tu pronto regreso a la patria! Los comerciantes se preparan para el viaje, y dentro de tres días el barco zarpará rumbo a las ciudades musulmanas. Cuando hayas llegado a éstas, seguirás viaje por tierra durante seis meses hasta llegar a las Islas de Jalidán, del rey Sahramán».

Qamar al-Zamán se regocijó al recibir esta nueva, besó la mano del hortelano y le dijo: «¡Padre mío! De la misma manera que tú me has dado una buena noticia, yo voy a darte otra», y le refirió todo lo del subterráneo. El hortelano se alegró y le dijo: «Hijo mío, he permanecido en este jardín durante ochenta años, y nunca he encontrado nada. Y tú, que aún no hace un año que estás aquí, encuentras tal cosa. Este tesoro es un don que Dios te hace para poner fin a tus necesidades y para que te ayude a llegar hasta tus familiares y reunirte con quien amas». Qamar al-Zamán replicó: «¡No! Hemos de repartirlo entre los dos». El hortelano entró en la habitación y contempló el oro, reunido en veinte sacos. El príncipe cogió diez, y dio otros diez al hortelano. Éste dijo: «¡Hijo mío! Llena los sacos con aceitunas del huerto, pues sólo se encuentran iguales en este país, y desde aquí las exportan los comerciantes a todas las regiones. Coloca el oro en los sacos, y pon las aceitunas por encima. Después, ciérralos y embárcalos».

Qamar al-Zamán se levantó, llenó de oro cincuenta sacos, colocó las aceitunas encima y los cerró, después de haber puesto la gema en uno de ellos. Hecho esto, se sentó a conversar con el hortelano, seguro de que conseguirá su deseo y de que se reuniría con su familia. Se dijo: «Cuando llegue a las Islas del Ébano, me dirigiré desde éstas al país de mi padre y preguntaré por mi amada Budur. ¿Quién sabe si habrá vuelto junto a su padre, o habrá seguido viaje hasta reunirse con el mío? ¿Le habrá ocurrido alguna desgracia en el camino?» Qamar al-Zamán siguió allí en espera de que transcurriesen los días que faltaban para la partida, y explicó al hortelano lo acaecido entre los pájaros. Aquél se maravilló de todo, y después se acostaron hasta la llegada de la mañana.

El hortelano se despertó enfermo, y empeoró en los días siguientes, hasta que al tercero se agravó tanto que desesperaron de salvarlo. Qamar al-Zamán estaba muy triste por el estado del hortelano. En esta situación se presentó el capitán del barco con los marineros, se acercaron y preguntaron por el dueño. Les dijeron que estaba enfermo. Entonces preguntaron: «¿Dónde está el muchacho que quiere venir con nosotros a las Islas del Ébano?» Qamar al-Zamán contestó: «Es el esclavo que tenéis delante de vosotros». El capitán mandó a los marineros que transportaran los sacos a la nave, y ellos lo hicieron así. Después dijeron a Qamar al-Zamán: «Date prisa, pues el viento nos es favorable». «Voy en seguida.»

Transportó su equipaje al buque y regresó a despedirse del anciano, al que encontró en la agonía. Se sentó a su cabecera y así permaneció hasta que expiró. Entonces le cerró los ojos, dispuso su entierro y lo acompañó a la tumba. En seguida corrió hacia la nave, pero ésta ya había desplegado sus velas y fue adentrándose en el mar hasta desaparecer de la vista. Qamar al-Zamán se quedó sorprendido y estupefacto. Regresó al huerto, preocupado, afligido y cubriéndose de polvo la cabeza.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas quince, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después alquiló el jardín a su dueño, contrató un bracero para que le ayudase a regar los árboles y, dirigiéndose hacia la trampa, descendió a la sala, escondió en cincuenta sacos el oro que quedaba, y los recubrió de aceitunas. Más tarde preguntó por la nave y le respondieron: «Sale una vez al año». Lo que le había ocurrido aumentó su perplejidad y aflicción, sobre todo por haber perdido de nuevo la gema de la señora Budur. Se pasó las noches y los días llorando y recitando versos.

Dejemos por ahora a Qamar al-Zamán y veamos lo que pasó con la nave. Tuvo viento favorable y llegó a las Islas del Ébano. Por un hado del destino, la reina Budur, con el corazón palpitante, estaba sentada junto a una ventana contemplando la llegada y viendo cómo anclaba junto a la costa. Montó a caballo, acompañada de los emires y chambelanes, se dirigió al puerto y se detuvo delante del buque. Estaban transportando las mercancías a los tinglados. Mandó llamar al capitán y le preguntó qué transportaba. Respondió: «¡Oh, rey! Traigo en este buque drogas, medicamentos, alcoholes, grasas, toda clase de bienes, telas preciosas y mercancías magníficas en mayor cantidad que las que puedan transportar los camellos y los mulos. Entre ellas hay toda clase de perfumes, incienso, maderas de cardamomo y tamarindo y aceitunas de gorrión, que raras veces se encuentran en este país».

La reina sintió ganas de comer aceitunas y dijo al capitán: «¿Qué cantidad de aceitunas traes?» «Cincuenta sacos llenos; pero su dueño no se encuentra entre nosotros. Tome el rey los que quiera. —Gritó a los marineros—: ¡Desembarcad esos sacos para que los vea!» Desembarcaron los cincuenta sacos. La princesa abrió uno y dijo: «Compro los cincuenta al precio que quieras». «Esto no tiene precio en nuestro país —replicó el capitán—, y además su dueño se quedó en tierra y es un hombre pobre.» «¿Qué precio tienen?» «¡Mil dirhemes!» «Las compro por mil dinares.» Mandó que las transportasen al alcázar.

Llegada la noche, Budur ordenó que le acercasen un saco y lo abrió. No había nadie más en la casa, a excepción de Hayat al-Nufus. Colocó delante una jofaina y vació en ella una parte del saco. Cayó una montaña de oro rojo. La señora Hayat al-Nufus preguntó: «¿Qué es este oro?» Vaciaron todos los sacos y los encontraron llenos de oro, mientras las aceitunas apenas llenaban uno solo. Budur tomó el oro a manos llenas y encontró la gema. La cogió, la contempló y la reconoció como aquella que llevaba en el cordón de su vestido, aquella que Qamar al-Zamán había cogido. Al comprobar esto, gritó de alegría y cayó desmayada.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando volvió en sí se dijo: «Esta gema fue la causa de la separación de mi amado Qamar al-Zamán. Ahora debe de ser un buen indicio». Luego explicó a la señora Hayat al-Nufus que lo que había hallado era clara señal de una pronta reunión. Al llegar la mañana, se sentó en el trono y mandó llamar al capitán del buque. Éste, al llegar, besó el suelo delante de ella, quien le preguntó: «¿Dónde habéis dejado al dueño de estas aceitunas?» «¡Rey del tiempo! Lo hemos dejado en el país de los magos, en el cual cultiva un huerto.» «Si no me lo traes, no sé las calamidades que te ocurrirán a ti y a tu nave.»

Mandó que sellaran todos los tinglados de los comerciantes y les dijo: «El dueño de esas aceitunas es mi deudor, y yo soy su acreedor. Si no me lo traéis, os mataré a todos y dejaré qué saqueen vuestras tiendas». Los mercaderes se dirigieron al capitán y le prometieron que le pagarían el alquiler de la nave con tal de que volviese a buscar al demandado y los salvase del tirano. El capitán embarcó, desplegó velas y Dios le concedió un viaje feliz hasta que, una noche, llegó a la isla y se dirigió al huerto.

A Qamar al-Zamán le parecía muy larga aquella noche, pues tenía presente el recuerdo de su amada. Estaba sentado en el jardín, llorando por lo que le había ocurrido, cuando el capitán llamó a la puerta. Al abrir él, los marineros se le echaron encima, lo transportaron al buque y se hicieron a la mar. Navegaron sin interrupción días y noches, sin que Qamar al-Zamán supiese lo que había motivado el rapto, pues cuando les preguntaba por la causa, le contestaban: «Tú eres deudor del rey, dueño de las Islas del Ébano, hijo político del rey Armanus: tú, miserable, lo has robado». Él replicaba: «¡Por Dios! Jamás en mi vida he estado en esos países; no los conozco».

Siguieron navegando hasta llegar a las Islas del Ébano. Lo condujeron ante la señora Budur. Ésta, al verlo, lo reconoció y dijo: «¡Entregadlo a los criados para que lo lleven al baño!» Luego puso en libertad a los comerciantes, regaló al capitán un vestido de honor, que costaba diez mil dinares, y se dirigió a ver a Hayat al-Nufus para informarla de todo, rogándole: «Guarda el secreto hasta que haya conseguido lo que deseo y realizado un acto que se inscribirá en las crónicas y se leerá, después de nuestra muerte, a reyes y súbditos».

Mientras tanto, los criados habían llevado a Qamar al-Zamán al baño, y después lo vistieron con magníficos vestidos; al salir, el príncipe parecía una rama de sauce o un astro nuevo cuya aparición sonrojara a la Luna y al Sol. Regresó a palacio, y Budur, al verlo, obligó a su corazón a tener paciencia hasta conseguir la realización de sus planes. Le hizo don de esclavos, criados, camellos y mulos; le entregó un cofre con dinero, y lo fue nombrando de un cargo a otro hasta que llegó a tesorero; le entregó las riquezas, lo convirtió en uno de sus íntimos y comunicó a los emires su rango. Todos lo querían, y la reina Budur le iba confiriendo cada día nuevos cargos, sin que Qamar al-Zamán sospechase cuál era la causa de su engrandecimiento.

Empezó a mostrarse generoso y a hacer donativos de los bienes de que disponía, sirviendo al rey Armanus hasta que consiguió el afecto de éste; también lo apreciaban los emires, los cortesanos y el vulgo, y todos juraban por su vida. Qamar al-Zamán se maravillaba de los beneficios que recibía de la reina Budur, y se decía: «¡Por Dios! Este extremado afecto debe de tener una causa. Tal vez este rey me honra en tan alto grado con un propósito perverso. Es necesario que le pida permiso y me marche de su país». Se dirigió a la reina Budur y le dijo: «¡Oh, rey! Has sido tan generoso conmigo, que para rematar tu benevolencia sólo te falta que me concedas permiso para emprender un viaje, con lo que podrías recuperar lo que me has dado».

La reina Budur se sonrió y le dijo: «¿Qué te induce a querer marcharte, a exponerte a los peligros, cuando vives con todo desahogo y recibiendo siempre nuevos beneficios?» «¡Oh, rey! Todos estos beneficios, si es que no tienen una causa, constituyen el mayor de los prodigios, muy principalmente porque me has concedido cargos que en derecho corresponden a los ancianos, mientras que yo soy un pobre muchacho.» «La causa de todo estriba en que te amo por tu extraordinaria belleza y tu radiante hermosura. Si me concedes lo que te pido, aumentaré aún más mis dones, te haré mayores regalos y te nombraré visir, a pesar de lo joven que eres, del mismo modo que la gente me ha proclamado sultán a pesar de la edad que tengo. Hoy no hay que extrañarse de que los jóvenes ocupen los puestos de mando. ¡Qué apropiado viene este verso!:

Con esta afición a preferir a los jóvenes, nuestro tiempo parece ser el de Lot.»

Qamar al-Zamán, al oír estas palabras, se avergonzó, y las mejillas se le sonrojaron hasta parecer llamas. Contestó: «No necesito unos honores que llevan a cometer actos prohibidos. Prefiero vivir pobre, y ser rico en hombría y virtud». La reina Budur explicó: «No me dejo engañar por tus escrúpulos, que nacen del orgullo y de la esquivez. ¡Qué bien cuadran estos versos!:

Le hablé del momento de la unión, y me contestó: “¡Cuánto has de insistir con palabras que me lastiman!”

Pero cuando le mostré un dinar, empezó a decir: “¿Es que hay escapatoria ante lo que el destino dispone?”»

Qamar al-Zamán, al comprender el sentido de aquellos versos, replicó: «¡Oh, rey! No tengo costumbre de hacer esas cosas, y no podría soportar ciertas cargas que otros, mayores que yo, no han aguantado. ¿Cómo he de poder yo, que soy tan joven?» La reina Budur sonrió y dijo: «¡Caso extraño! ¡Cómo aparece el error entre la verdad! ¿Cómo siendo tan joven temes cometer pecados y actos prohibidos? Aún no has alcanzado la edad de la responsabilidad legal, y los pecados de los jóvenes no merecen reproches ni castigos. Has empezado a discutir cuando debes entregar, sin resistencia, todos tus favores. No vuelvas a negarte más, pues no hay escapatoria a lo que Dios tiene destinado. A mí me incumbe, más que a ti, el temor de caer en el extravío. ¡Qué bien habló quien dijo!:

Mi dardo es grande, y el pequeño me dijo: “¡Alancea las vísceras y sé vigoroso!”

Contesté: “Esto no es lícito”. Me replicó: “¡Para mí lo es!»” Lo complací ateniéndome a su magisterio».

El semblante de Qamar al-Zamán se oscureció al oír estas palabras. Dijo: «¡Oh, rey! Tienes mujeres y esclavas tan hermosas como no pueden encontrarse en nuestra época. ¿No te bastan para prescindir de mí? Toma de ellas la que quieras, y déjame en paz». «Dices la verdad, pero aquel que está enamorado de ti, no curará con ellas su dolor y su pena. Cuando el temperamento y la naturaleza están corrompidos, no valen las razones. Déjate de hablar y oye estos versos:

¿No has visto cómo en el zoco se presentan en hilera las frutas? Unos prefieren los higos, y otros, el sicómoro.

»Y otro poeta ha dicho:

El tintineo de las ajorcas calla, pero resuena su cintura. Éste es un hombre rico, y aquél padece la miseria.

Quieres que me consuele de tu pérdida con su hermosura, pero después de haber profesado la verdadera fe no se es infiel.

¡Juro por tu barba que ninguna mujer virgen, ni tan siquiera con malas artes, puede distraerme de ti!

»Otro ha dicho:

¡Oh, ser único en cuanto a belleza! Tu amor constituye mi religión, aquella que prefiero por encima de todas las creencias.

Por tu causa he plantado a las mujeres de tal modo que las gentes, hoy en día, me creen un monje.

»Y otro escribió:

Mi memoria no se acuerda ni de Zaynab ni de Nawar a causa de una mejilla sonrosada que sobresale por encima del mirto de su bozo.

Me he enamorado de una gacela que viste una túnica, y ya no me interesa el amor de las que llevan brazaletes.

Es mi compañero en público y en privado, a diferencia de aquella que sólo es mi compañera en la intimidad del hogar.

¡Oh, tú, que me reprendes por apartarme de Hind y Zaynab! Mi disculpa es tan clara como la mañana más pura:

¿Querrías que yo fuera prisionero de una prisionera que vive encerrada o se oculta detrás de un muro?

»Otro poeta ha dicho:

No hay que poner al galante imberbe en el mismo plano que una mujer, ni hay que dar beligerancia al detractor que dice que eso es pecado.

Hay una gran diferencia entre una mujer cuyo rostro besa los pies, y un macho cabrío que, en cambio, besa el suelo.

»Y otro:

¡Vida mía! Te he escogido porque no tienes menstruación ni hijos.

Si sintiese inclinación por las mujeres, el mundo sería pequeño para contener a mis descendientes.

»Y otro:

Ella me dice, encastillándose en su coquetería, después de haberme invitado a algo que no se ha realizado:

“Si no haces conmigo lo que el hombre debe hacer con su mujer, no me reproches si te pongo cuernos.”

Tu miembro está tan tieso que parece de cera, y a pesar de que lo froto con las manos, sigue flojo.

»Otro ha escrito:

Ella me ofreció una vulva suave. Le dije: “No me interesa”.

Se marchó diciendo: “Se abstiene quien se abstiene”. En este tiempo ya no se trabaja por delante.

Ella dio la vuelta y me mostró un ano que parecía plata fundida.

¡Magnífico, señora, magnífico! ¡No lo alcance ningún daño!

¡Magnífico! Eres más generosa que nuestro señor el rey.

»Y otro:

La gente pide perdón a Dios levantando las manos, pero las mujeres lo hacen levantando los pies.

¡Oh, acto meritorio, que Dios recompensa según la profundidad!»

Qamar al-Zamán, al oír estos versos, comprendió que era imposible escapar a sus deseos. Dijo: «¡Rey del tiempo! Si ha de ser como quieres, prométeme que harás esto conmigo una sola vez, aunque con ello no se corrija la naturaleza depravada. Después no vuelvas a solicitarme nunca más. ¡Tal vez Dios me perdone mi mala acción!» «Te lo concedo, y espero que Dios nos perdone, con su benevolencia, nuestros grandes pecados. Su misericordia es tan grande, que también nos alcanzará, y borrará nuestras grandes maldades conduciéndonos desde las tinieblas del extravío hasta la luz de la buena dirección. ¡Qué bien dijo el poeta!:

Los hombres han imaginado algo respecto de nosotros, e insisten con todas sus fuerzas en la acusación.

¡Corre! ¡Hagamos realidad sus sospechas para salvarlos del pecado de la calumnia! Pequemos una vez, y después arrepintámonos.»

Budur le hizo promesas y juramentos, asegurándole, por Aquel que existe por sí mismo, que harían tal cosa una sola vez, pues la pasión la tenía medio muerta y la llevaba a la perdición. Con estas condiciones lo llevó a su habitación para apagar el fuego de su concupiscencia. Él decía: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Esto es un decreto del Todopoderoso, del Omnisciente!» Se quitó los zaragüelles lleno de vergüenza, mientras de sus ojos brotaban lágrimas de temor. Ella sonrió y lo arrastró al lecho. Le dijo: «Después de esta noche no habrá nada que rehúse». Se inclinó sobre él, lo besó y abrazó y entrelazó sus piernas. Le dijo: «Mete tu mano entre mis piernas y coge lo que está indicado, pues tal vez se levante de su postración». El príncipe se puso a llorar y dijo: «Yo no sirvo para esto». «¡Por vida mía! ¡Haz lo que te mando!»

Él alargó la mano con el corazón inquieto: acarició el muslo, que era más suave que la manteca, más resbaladizo que la seda, y sintió placer al tocarlo. Movió la mano en todas direcciones hasta que llegó a una cúpula, rica en bendiciones y capaz de todos los movimientos. Se dijo: «Tal vez este rey sea hermafrodita, y no sea ni macho ni hembra». Dijo: «¡Rey! No encuentro en ti el instrumento propio de los hombres. ¿Qué te ha inducido a hacer esto?» La reina Budur estalló en carcajadas y le contestó: «¡Amado mío! ¡Qué pronto has olvidado las noches que hemos pasado juntos!» El príncipe reconoció que se trataba de su esposa, la reina Budur, hija del rey al-Gayur, señor de islas y mares. Se abrazaron, se besaron, se extendieron en el lecho de la unión y recitaron:

Cuando un brazo, cual ramo de vid, lo invitó a unirse conmigo,

y con dulzura abrevó la dureza de su corazón, terminó por acceder después de haberse negado.

Temió que lo viesen los censores al mostrarse, y se presentó pertrechado como aquel que quiere estar a cubierto de toda ofensa.

Sus costados se quejan de sus nalgas, que cargan sobre los pies, cuando anda, un peso propio de camellos.

Viene con el cinturón de sus miradas y envuelto, a modo de coraza, por las tinieblas nocturnas.

El aroma me anuncia la inminencia de su llegada, y ya escapo como un pájaro fuera de la jaula.

Tapizo con mis mejillas el camino para que puedan pisarlo sus sandalias, y curo mis oftalmías con el polvo que levantan sus pies.

Abrazándolo, levanté, victorioso, el estandarte del amor y desaté el nudo de mi placer rebelde.

Ahora celebro una fiesta a cuyo llamamiento ha contestado una alegría pura, limpia de toda mancha.

La luna punteó de estrellas la boca, con burbujas que danzaban sobre la superficie del vino.

Yo me abstuve de la celda del placer en acto del cual el pecador termina por arrepentirse.

Juro por los prodigios de la aurora que resplandecen en su rostro, que no olvidaré la azora «del culto sincero».

Después, la reina Budur refirió a Qamar al-Zamán todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. Él también contó sus aventuras, y la reprendió, diciendo: «¿Qué te ha movido a gastarme la broma pesada de esta noche?» La princesa replicó: «No me censures. Mi propósito, con tal burla, era obtener una mayor alegría».

Al llegar la mañana, la reina Budur mandó llamar al rey Armanus, padre de la reina Hayat al-Nufus, y le contó toda la verdad, diciéndole que era la esposa de Qamar al-Zamán e informándolo de todo lo que les había ocurrido y de la causa que los había hecho separarse, añadiendo que su hija, Hayat al-Nufus, aún era virgen. El rey Armanus, señor de las Islas del Ébano, al oír el relato de la reina Budur, hija del rey al-Gayur, se quedó maravillado en extremo y mandó que se pusiese por escrito con letras de oro. Luego, dirigiéndose hacia Qamar al-Zamán, le dijo: «¡Príncipe! ¿Quieres casarte con mi hija Hayat al-Nufus?» «Permite que pida consejo a la reina Budur, pues ella goza de mi confianza ilimitada.» Le pidió consejo, y ella aceptó: «¡Es una magnífica idea! Cásate con ella y yo seré su esclava, pues se ha portado muy bien conmigo; además, nos encontramos en su país, y su padre nos ha abrumado de beneficios». Qamar al-Zamán, al comprobar que la reina Budur se sentía inclinada a que se casase con otra mujer y que no tenía celos de Hayat al-Nufus, se dispuso a aceptar la oferta.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que informó al rey Armanus de lo que su esposa había dicho, o sea, que quería a Hayat al-Nufus y que sería su esclava. El rey se puso muy contento y corrió a sentarse en el trono. Mandó llamar a los visires, a los emires, a los chambelanes y a los grandes del reino y les refirió la historia de Qamar al-Zamán, y de su esposa la reina Budur, así como que quería dar a su hija en matrimonio a Qamar al-Zamán, y nombraba a éste sultán en sustitución de su esposa, la reina Budur. Le respondieron: «Qamar al-Zamán es el esposo de la reina Budur, a la cual hemos reconocido como nuestro sultán cuando creíamos que era un hombre y la teníamos por hijo político de nuestro rey Armanus. Aceptamos, pues, a Qamar al-Zamán como nuestro sultán, seremos sus siervos y no le desobedeceremos».

El rey Armanus se alegró mucho de estas manifestaciones, mandó llamar a los cadíes, a los testigos y a los grandes del reino, y casó al príncipe con su hija Hayat al-Nufus. A continuación se dedicó a festejar la boda, organizó suculentos banquetes, donó lujosos vestidos a todos los emires y a los jefes del ejército, dio limosnas a los pobres y desvalidos, puso en libertad a los encarcelados y anunció al mundo la feliz subida de Qamar al-Zamán al trono. Todos le desearon mucho poder, felicidad y largo reinado.

Al hacerse cargo del gobierno, Qamar al-Zamán suprimió los impuestos, puso en libertad a los encarcelados y se comportó de manera loable con sus súbditos. Vivió feliz y contento con sus esposas, repartiendo equitativamente sus noches entre ambas. Transcurrió así cierto lapso de tiempo, en que vivió sin acordarse de sus penas ni de su padre, el rey Sahramán, sin pensar en lo respetado y temido que había sido a su lado. Dios, por fin, le concedió dos hijos varones: uno de cada esposa; ambos se parecían a su padre, Qamar al-Zamán. El mayor era hijo de la reina Budur, y se llamó al-Malik al-Amchad; el menor era hijo de la reina Hayat al-Nufus, y se llamó al-Malik al-Asad. Éste era más bello que su hermano al-Amchad.

Ambos crecieron tratados con el máximo cuidado, cortesía y educación. Aprendieron la ciencia, la política y la equitación hasta dominarlas perfectamente, y alcanzaron tan gran hermosura y perfección, que hombres y mujeres se quedaron absortos al verlos. Cumplidos los diecisiete años, permanecían unidos y comían y bebían juntos, sin separarse ni un instante, razón por la cual los envidiaba toda la gente. Su padre, cuando hubieron llegado a la pubertad y alcanzado todas las virtudes, al emprender algún viaje entregaba el gobierno a sus hijos, cada uno de los cuales lo ejercía a días alternos.

Pero el destino inapelable y el hado implacable hicieron que la reina Budur, esposa del rey, se enamorase de al-Asad, hijo de Hayat al-Nufus; por su parte, ésta se enamoró de al-Amchad, hijo de aquélla. Cada una de estas dos mujeres jugaba con el hijo de la otra, lo besaba y lo estrechaba contra su seno. Las respectivas madres, cuando veían esto, lo atribuían al cariño maternal. La pasión se apoderó por completo de las dos mujeres, cada una de las cuales se volvía loca por el hijo de la otra. Cuando los hijastros entraban a ver a sus respectivas madrastras, éstas los estrechaban contra el pecho, ansiaban que no se apartasen jamás de ellas, pero no encontraban el medio de satisfacer su pasión: así perdieron las dos el apetito y la sed y dejaron de gustar las dulzuras del sueño.

Un día, el rey salió de caza y mandó a sus hijos que ocupasen su sitio en el gobierno, como de costumbre.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el primer día le tocó a al-Amchad, hijo de la reina Budur. Dispuso y prohibió, invistió y destituyó, concedió y quitó. La reina Hayat al-Nufus, madre de al-Asad, le envió una carta en la cual le imploraba su amor y le declaraba su pasión y su sentir, poniéndose por completo al descubierto y diciéndole que quería unirse a él. En una hoja había escrito, en prosa rimada:

«Escribe la pobre enamorada, la triste, la lejana, la que ha perdido, amándote, toda su juventud, viviendo en continuo tormento por tu causa. Si yo te describiese las penas, los sufrimientos que he soportado, la pasión que mi alma encierra, los llantos y gemidos, cómo tengo el corazón hecho pedazos, triste, lleno de preocupaciones e inquietudes, y las muchas penas, tormentos y ardores que he sufrido, me extendería demasiado en la carta, y ningún contable sería capaz de inventariarlo. El cielo y la tierra me parecen pequeños, ya que no tengo más esperanza ni consuelo que tú. Estoy a punto de morir, pero soporto los terrores de la agonía. La pasión, el desvío y la separación me atormentan. Si quisiera describir mi situación, no encontraría papel suficiente para hacerlo.»

Después escribió estos versos:

Si quisiera explicar el ardor que experimento, la enfermedad y la inquietud en que me encuentro,

no quedarían en la tierra ni papel, ni pluma, ni tinta, ni ningún útil de escribir.

La reina Hayat al-Nufus envolvió esta misiva en un pedazo de seda de mucho valor, y lo empapó de almizcle y de ámbar; unió los cordones que ligaban sus cabellos, y que valían más que cualquier tesoro, y todo ello, encerrado en un lienzo, se lo entregó a un criado con el encargo de que se lo entregara al rey al-Amchad.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas diecinueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el servidor se marchó sin saber lo que le reservaba el destino —el Conocedor de lo desconocido dispone las cosas como quiere— y se presentó al rey al-Amchad, besó el suelo delante de él y le entregó el envoltorio. El rey al-Amchad tomó el paquete, vio la hoja de papel, la abrió y la leyó. Entonces comprendió que la esposa de su padre tenía metida en la mente la idea de la traición y que, en su interior, ya había traicionado a su progenitor, Qamar al-Zamán. Lleno de ira, chilló: «¡Maldiga Dios a las mujeres traidoras que carecen de inteligencia y razón!» Desenvainó la espada y dijo al criado: «¡Ay de ti, esclavo de mal agüero! ¿Cómo te atreves a traerme mensajes que contienen ideas de traición por parte de las esposas de tu señor? ¡Por Dios que no guardas en ti nada de bueno, oh negro de color y negro de acciones! ¡Tu aspecto es horripilante, y tu naturaleza, asquerosa!»

Le cortó el cuello con la espada. La cabeza cayó al lado del tronco. El rey, doblando el pañuelo encima de lo que contenía y colocándolo en su seno, corrió a ver a su madre y a informarla de todo lo que había ocurrido. La injurió, la insultó y dijo: «¡Vosotras, las mujeres, sois las unas más infames que las otras! ¡Por Dios, el Grande! Si no fuera porque temo perder el concepto en que me tienen mi padre, Qamar al-Zamán, y mi hermano, el rey al-Asad, iría a buscarla y le cortaría el cuello, del mismo modo que he hecho con su criado». Lleno de ira, dejó a la reina Budur. Cuando la reina Hayat al-Nufus, esposa de su padre, se enteró de lo que había hecho con su criado, lo maldijo y le preparó tretas. El rey al-Amchad pasó aquella noche muy débil a causa de la ira, de sus preocupaciones y cavilaciones. No pudo comer, ni beber, ni dormir.

Al llegar la aurora, su hermano, el rey al-Asad, se dirigió a ocupar el trono que pertenecía a su padre, Qamar al-Zamán, para gobernar a las gentes. Su madre, Hayat al-Nufus, se había levantado extenuada porque le habían explicado la forma en que el rey al-Amchad había dado muerte al criado. El rey al-Asad se sentó para gobernar, y administró, juzgó, nombró, destituyó, mandó, prohibió, concedió y regaló sin moverse de su puesto, hasta que llegó la noche. Por su parte, la reina Budur, madre del rey al-Amchad, había mandado buscar a una vieja taimada para revelarle lo que su corazón encerraba. Tomando una hoja, había escrito al rey al-Asad, hijo de su esposo, quejándose de lo mucho que le hacía sufrir su amor y la gran pasión que por él sentía, diciéndole en prosa rimada:

«De aquella que perece de pena y de deseo, a la más hermosa de las criaturas, la que enamora por su perfección, la que vive engreída de su profunda gracia, la que rehúye la unión con aquella que la ambiciona a pesar de que ésta se humilla y se degrada ante quien es severo y desdeñoso; al rey al-Asad, hermoso sin par, de belleza resplandeciente, con rostro brillante y frente llena de luz y de claridad. Ésta es la carta que dirijo a quien ha derretido mi cuerpo con su amor, a quien ha desgarrado mi piel y mis huesos. Sabe que ya no puedo tener más paciencia, que estoy perpleja ante lo que me sucede; el deseo y la lejanía perturban mi sueño, y la resignación me ha abandonado al tiempo en que me alcanzaban las penas y el insomnio; el amor y la pasión me atormentan; la consunción y la languidez se han apoderado de mí. Daría mi vida si hubiese de servir de rescate a la tuya, mientras que tú te recreas haciendo morir a la que te ama. ¡Dios te guarde de todo mal!» Luego compuso estos versos:

El destino ha decretado que me enamorase de ti, ¡oh tú, que eres tan bello como la luna cuando sale!

Encierras toda la elocuencia y la simpatía; eres la más resplandeciente de las criaturas.

Estoy contenta de que seas tú quien me atormenta; así es posible que me concedas, como limosna, una mirada.

Quien muere de amor por ti es afortunado; quien no conoce el amor ni ama, no sabe lo que es la felicidad.

Y añadió:

Ante ti, Asad, me quejo de la llama de la pasión: ¡ten piedad de la esclava de amor que arde en el deseo!

¿Hasta cuándo van a jugar conmigo las manos de la pasión, el amor, las preocupaciones, el insomnio y la fatiga?

Unas veces me quejo de ahogarme en el mar; otras, de que las llamas han prendido en mi corazón. ¡Qué extraño es todo esto, oh mi deseo!

Tú, que me censuras, deja de hacerme reproches y procura escapar del amor, pues las lágrimas brotan de los ojos.

¡Cuántas veces, lleno de pasión al ver que te alejabas, he gritado!: «¡Ay de mí!» Pero de nada me han servido los ayes ni los gritos.

Me has hecho enfermar con ese desvío que soy incapaz de soportar; tú eres el médico: cúrame con lo que sea necesario.

¡Tú que me injurias! No me critiques por precaución, no ocurra que el mal de amor te alcance y te haga perecer antes que a mí.

A continuación, la reina Budur perfumó el papel con almizcle de perfume muy intenso, y lo ató con las cintas de sus propios cabellos: eran de seda iraquí, con borlas de esmeraldas verdes incrustadas con perlas y aljófares. Entregó la carta a la vieja y le ordenó que se la llevase al rey al-Asad, hijo de su esposo, el rey Qamar al-Zamán. La vieja, para complacerla, corrió en seguida a presentarse al rey al-Asad, que se hallaba solo. Le entregó el papel y esperó un rato para recibir la contestación. El rey al-Asad leyó la carta y comprendió lo que quería decir. La volvió a enrollar, la sujetó con los cordones y se la guardó en el bolsillo. Luego, lleno de ira, maldijo de las pérfidas mujeres. Cogió la espada, la desenvainó y, de un golpe, separó del tronco la cabeza de la vieja.

Inmediatamente después se dirigió a ver a su madre, Hayat al-Nufus. La encontró reclinada en el lecho, débil a causa de lo que le había ocurrido con el rey al-Amchad. El rey al-Asad la injurió y la maldijo, y luego fue a reunirse con su hermano, el rey al-Amchad. Refirió a éste todo lo que le había ocurrido con su madre, la reina Budur, y le dijo que había matado a la vieja que le llevó la carta. Y añadió: «¡Hermano mío! Si no fuese por el respeto que te tengo, le habría separado la cabeza de los hombros». Su hermano, el rey al-Amchad, le contestó: «¡Hermano mío! Ayer, cuando estaba sentado en el trono, me ocurrió lo mismo que a ti hoy. Tu madre me envió una carta por el estilo».

Le refirió todo lo que le había ocurrido con su madre, la reina Hayat al-Nufus, y añadió: «Si no fuese por el respeto que te tengo, habría hecho con ella lo mismo que con el criado». Estuvieron conversando toda la noche, maldiciendo de las pérfidas mujeres. Se pusieron de acuerdo en que callarían lo ocurrido para que no se enterase su padre y no matara a las dos mujeres. Así pasaron aquella penosa noche.

Al amanecer, el rey y su séquito regresaron de la cacería. El soberano entró en el alcázar y despidió a los emires, que se marcharon a sus quehaceres. Se dirigió a sus habitaciones particulares y encontró a sus dos esposas en cama. Estaban muy débiles, y habían urdido una trama, puestas de acuerdo, para perder a sus hijos, ya que se habían deshonrado ante sus ojos y temían ser despreciadas por ellos. El rey, al verlas en esta situación, les preguntó: «¿Qué os sucede?» Se pusieron en pie, besaron sus manos y le dijeron: «Sabe, ¡oh rey!, que tus dos hijos, esos que han crecido gracias a tus beneficios, te han traicionado con tus mujeres y te han llenado de oprobio».

Qamar al-Zamán quedó fuera de sí al oír aquello. Exclamó: «¡Explicadme esto!» La reina Budur contestó: «Sabe, ¡oh rey del tiempo!, que tu hijo al-Asad, hijo de Hayat al-Nufus, lleva ya varios días escribiéndome, dirigiéndome mensajes e incitándome al adulterio. Yo me negué, pero él no se dio por satisfecho, y cuando tú te marchaste me acometió, borracho y espada en mano. Temí que me diese muerte si no lo complacía, lo mismo que había hecho con mi criado, y así obtuvo su propósito por la fuerza. Si tú, ¡oh rey!, no me vengas de él, me mataré con mis propias manos, ya que después de esta abominable acción no tengo el menor interés por el mundo».

Hayat al-Nufus le contó algo parecido a lo de su compañera Budur…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Hayat al-Nufus] añadió: «También a mí me ha ocurrido lo mismo con tu hijo al-Amchad. —Rompió a llorar y a sollozar y dijo—: Si no me vengas, se lo diré a mi padre el rey Armanus». Las dos mujeres siguieron llorando a lágrima viva delante de su esposo, el rey Qamar al-Zamán. Éste las creyó, y, lleno de ira, corrió en busca de sus dos hijos para darles muerte. Pero en el camino tropezó con su suegro, el rey Armanus, quien, enterado de su regreso, iba a saludarlo. Al verlo con la espada en la mano y la nariz goteando sangre por la ira, le preguntó qué le ocurría.

Él le refirió lo ocurrido con sus dos hijos, al-Amchad y al-Asad, y añadió: «Los busco para matarlos de la manera más vil, para hacer en ambos un terrible escarmiento». Su suegro, el rey Armanus, indignado también, le contestó: «¡Haces bien, hijo mío! Dios no bendecirá ni a ellos ni a los jóvenes que se comporten de este modo con sus padres. Pero, hijo mío, hay un refrán que dice: “Quien no se preocupa de lo que puede suceder, no tendrá por compañera a la fortuna”. En cualquier caso, ambos son tus hijos, y no es aconsejable que pases el mal trago de matarlos con tus propias manos, ya que puedes arrepentirte de ello cuando ya no te sirva de nada el arrepentimiento. Que los lleven al campo unos cuantos mamelucos y les den muerte allí, donde tú no los veas».

El rey Qamar al-Zamán comprendió que su suegro tenía razón. Envainó la espada, se sentó en el sillón del trono y mandó llamar al tesorero, hombre viejo, conocedor de los asuntos y de las vicisitudes del tiempo. Le dijo: «Ve a buscar a mis hijos al-Amchad y al-Asad, átalos bien, colócalos en sendas cajas y cárgalas en un mulo. Luego montas a caballo, los llevas al medio de la campiña, los degüellas y me traes lo antes posible dos botellas llenas de su sangre». El tesorero respondió: «Oír es obedecer».

Salió inmediatamente y fue a buscar a al-Amchad y al-Asad. Los encontró en su camino, pues salían en aquel momento del vestíbulo del alcázar. Ambos llevaban hermosos trajes y se dirigían a visitar a su padre, Qamar al-Zamán, para saludarlo y felicitarlo por haber llegado sano y salvo de la cacería. El tesorero, al verlos, los cogió y les dijo: «¡Hijos míos! Tened por seguro que soy un esclavo mandado. Vuestro padre me ha dado una orden. ¿Estáis dispuestos a acatarla?» «Sí.» Entonces el tesorero se acercó a ellos, los ató, los colocó en dos cajas y las cargó en el lomo de un mulo. Salió con ellos de la ciudad y no paró de andar por la campiña hasta cerca del mediodía. Entonces los condujo hacia un lugar desierto, salvaje, y, descabalgando, bajó las cajas del lomo del mulo, las abrió y sacó a al-Amchad y al-Asad.

Al contemplar su belleza y hermosura, se puso a llorar amargamente. Desenvainando su espada les dijo: «¡Por Dios, mis señores! Se me ha mandado que realice con vosotros una acción infame; no se me puede culpar de lo que voy a hacer, ya que soy un esclavo que ha recibido órdenes. Vuestro padre, el rey Qamar al-Zamán, me ha mandado que os corte el cuello». Ellos dijeron: «¡Emir! ¡Haz lo que te ha mandado el rey! Sabremos soportar lo que Dios (¡loado y ensalzado sea!) nos ha destinado. Tú no eres responsable de nuestra sangre». Ambos se abrazaron y se despidieron.

Al-Asad dijo al tesorero: «¡Por Dios sobre ti! ¡Evita que tenga que sufrir el ver la muerte de mi hermano! ¡No me agobies con su fin! ¡Mátame antes, pues así me será más soportable!» Al-Amchad dijo lo mismo que al-Asad, procurando cada uno conmover al tesorero para que le diese muerte antes que al otro. Al-Amchad decía: «Mi hermano es más pequeño que yo. ¡No permitas que vea su fin!» Los dos se pusieron a llorar amargamente, y el tesorero los acompañó con sus lágrimas.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los dos hermanos se abrazaron y se despidieron de nuevo. Uno de ellos dijo al otro: «Todo esto es una consecuencia de las pérfidas intrigas de mi madre y de la tuya; ésta es la recompensa de mi conducta con tu madre y de tu comportamiento con la mía. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Somos de Dios, y a Él volvemos!» Al-Asad abrazó de nuevo a su hermano, exhaló profundos suspiros y recitó estos versos:

¡Oh, Tú, que acoges a quien sufre y a quien parte! Tú dispones todo lo que ocurre.

No tengo más remedio que llamar a tu puerta: si me rechazas, ¿a qué puerta llamaré?

¡Oh, Tú, cuyos tesoros de virtud residen en la palabra «se»! Favoréceme, ya que todo lo bueno está junto a Tí.

Al-Amchad, al oír el llanto de su hermano, lloró a su vez, lo estrechó contra su pecho y recitó estos versos:

¡Oh, Tú, que me has ayudado más de una vez y cuyos beneficios son innumerables!

Jamás en la vida me ha sorprendido una desgracia sin que te encontrase presto a darme la mano.

Al-Amchad dijo al tesorero: «¡Te conjuro, en nombre del Único, del Todopoderoso, del Rey, del Protector, a que me mates antes que a mi hermano al-Asad! Tal vez se calme el fuego de mi corazón; no dejes que siga ardiendo». Al-Asad lloraba y decía: «¡Mátame a mí antes!» Al-Amchad dijo: «Lo mejor es que nos abracemos de tal modo que la espada caiga a la vez sobre ambos y nos mate al mismo tiempo».

Los dos se abrazaron, rostro contra rostro. Se volvieron hacia el tesorero, que los ató con una cuerda mientras lloraba. Desenvainando la espada dijo: «¡Señores, por Dios! ¡Me cuesta mataros! ¿No deseáis nada? Os lo daré. ¿Queréis hacer testamento? Lo ejecutaré. ¿Escribir una carta? La haré llegar a su destino». Al-Amchad le replicó: «Nada deseamos, pero te recomiendo que coloques a mi hermano al-Asad debajo, y a mí encima, para que yo sea el primero en recibir el golpe. Cuando nos hayas dado muerte, ve al rey. Éste te preguntará cuáles fueron nuestras palabras antes de morir. Responde: “Tus dos hijos te saludan y te dicen que no sabes si eran inocentes o culpables; que los has hecho morir sin cerciorarte de su falta ni intentar ver claro el asunto”». Luego recitó estos versos:

Las mujeres son demonios creados para nuestro daño. ¡Refugiémonos en Dios contra las tretas de las mujeres!

Ellas son la causa de todas las calamidades que aparecen entre las criaturas, tanto si se trata de cosas terrenas o divinas.

Al-Amchad continuó: «Sólo te pedimos que transmitas los dos versos…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [al-Amchad siguió diciendo: «… los dos versos] que acabas de oír. Té ruego, por Dios, que me des tiempo para recitar a mi hermano otros dos». Se puso a llorar y empezó:

En las antiguas generaciones de los reyes tenemos pruebas:

¡Cuántos, grandes y pequeños, han recorrido el camino!

El tesorero, al oír estas palabras de al-Amchad, rompió a llorar hasta que empapó por completo su barba. Los ojos de al-Asad rebosaban de lágrimas, y recitó estos versos:

El destino, después de la vista, asusta las huellas. ¿Por qué llorar por fantasmas y figuras?

¡Qué turbias son muchas noches! ¡Perdónenos Dios los tropezones que damos por su causa, y traiciónelas la mano del destino!

Guardaron oculta una insidia contra Ibn Zubayr, quien no se salvó a pesar de refugiarse junto al Templo y a la Piedra.

¡Ojalá cuando salvó a Amr a cambio de Jaricha, hubiese salvado la vida de Alí a cambio de la de cualquier otro hombre![77]

Después, mientras las lágrimas regaban incesantes sus mejillas, recitó estos otros versos:

Las noches y los días llevan un sello de traición, están repletos de engaño y perfidia.

Cualquier espejismo forma el esmalte de sus dientes; el negro de las sombras constituye sus afeites.

Mi culpa para con el destino de mala laya es la misma que la del sable cuando quien lo empuña flojea.

Exhaló varios suspiros y recitó estos versos:

¡Oh, tú, que prefieres este bajo mundo! No es más que red de perdición o sede de desgracias.

Es una casa que, si hoy te hace reír, mañana te hará llorar. ¡Maldita sea tal casa!

Sus añagazas nunca terminan, su prisionero nunca se rescata, ni aun al precio de grandes riesgos.

¡Cuántos, siguiendo sus destellos, llegaron a hacerse insolentes más allá de todo límite!

Pero, volviéndoles la espalda, les clavó un cuchillo y se vengó.

Sabe que sus desventuras llegan de improviso, por más que el plazo sea lejano, y el destino marche poco a poco.

Procura no perder la vida en vanos quehaceres sin tomar precauciones.

Rompe los vínculos de cariño y deseo con este mundo, y encontrarás la vía recta y la tranquilidad.

Al-Asad, al terminar los versos, estrechó fuertemente a su hermano al-Amchad, de tal modo que parecían ser una sola persona. El tesorero, desenvainando la espada, se dispuso a darles el golpe de gracia, en el preciso momento en que su caballo emprendía la huida a través del campo. El corcel costaba mil dinares, y llevaba una silla magnífica que valía una gran cantidad de dinero. El tesorero tiró la espada y corrió en pos de él…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [corrió en pos de él] con el corazón en llamas, para cogerlo; el caballo se metió en una algaba, y el tesorero detrás de él; galopaba el animal por medio del bosque, levantando polvo; se encabritaba, resoplaba y relinchaba. Vivía en aquel bosque un gran león, peligroso, de fiero mirar, cuyos ojos echaban chispas; su faz asustaba, y su aspecto aterrorizaba a todos los seres. El tesorero, al volverse, vio que el león se precipitaba hacia él y que no podía huir, ya que no llevaba la espada. Se dijo: «No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande. Me encuentro en este aprieto a causa de al-Amchad y de al-Asad. Este viaje ha sido desgraciado desde un principio».

Entretanto, al-Amchad y al-Asad, agobiados por el calor y una gran sed, pedían socorro a gritos sin que nadie acudiese. Decían: «¡Ojalá nos hubiese dado muerte, y nos habríamos librado de esto! No sabemos hacia dónde ha huido el caballo, ni la dirección que ha tomado el tesorero al perseguirlo, dejándonos aquí atados. Sería preferible que regresara y nos matase, a tener que sufrir este tormento».

Al-Asad dijo: «Ten paciencia, hermano mío. Tal vez Dios (¡glorificado y ensalzado sea!) nos envíe algo que nos regocije. El corcel ha emprendido la fuga, porque Dios lo ha permitido así. Nada nos molesta tanto como la sed».

Empezó a moverse a derecha e izquierda hasta que consiguió desatarse; luego libertó a su hermano, cogió la espada del emir y dijo: «¡Por Dios! No nos marcharemos de aquí hasta saber lo que le ha sucedido».

Siguieron las huellas del tesorero, y fueron a parar al bosque. Se dijeron que tanto el corcel como su dueño podían haber atravesado aquel bosque. Al-Asad dijo: «Quédate aquí. Yo entraré en el bosque y lo recorreré». Al-Amchad replicó: «No te dejaré solo. Iremos juntos. Nos salvaremos los dos o moriremos juntos».

Se adentraron entre los árboles y tropezaron con el león en el preciso momento en que arremetía contra el tesorero, el cual se encontraba a merced de sus garras como si fuese un gorrión; rogaba a Dios mirando al cielo. Al-Amchad, al verlo, empuñó la espada, dio un mandoble al león entre los ojos y lo mató; el animal cayó como un fardo. El emir, admirado de lo ocurrido, se puso de pie y vio a al-Amchad y al-Asad, los hijos de su señor. Echándose a sus pies, les dijo: «¡Señores míos! Yo no puedo mataros; nadie os matará, pues os serviré de rescate con mi vida».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se incorporó, los abrazó y les preguntó cómo se habían soltado y cómo habían llegado hasta él. Le dijeron que, al haber tenido sed, uno de ellos se había soltado las ligaduras, y éste había libertado al otro; después, se pusieron a seguir sus huellas hasta encontrarlo. El tesorero les dio las gracias por lo que habían hecho, y luego se dirigieron a un calvero. Una vez en el centro de éste, le dijeron: «¡Tío! ¡Haz con nosotros lo que te ha mandado nuestro padre!» «¡Dios me libre de acercarme a vosotros con mal fin! Sabed que debéis desnudaros y poneros mis vestidos; yo llenaré dos botellas con la sangre del león, se las llevaré al rey y le diré: “Los he matado”. Vosotros marchad a otros países, pues la tierra de Dios es amplia; pero sabed, mis señores, que me cuesta separarme de vosotros.»

El tesorero y los dos jóvenes rompieron a llorar a la vez. Los jóvenes se quitaron los vestidos y se pusieron los del tesorero, el cual se presentó al rey llevando a lomos del caballo las ropas de cada uno en sendos fardos, y dos botellas llenas de la sangre del león. Besó el suelo delante del soberano. El tesorero tenía el semblante demudado a causa de lo que le había ocurrido con el león, y el rey, al advertirlo, lo atribuyó a que le habría impresionado la ejecución de sus hijos. Se alegró y le preguntó: «¿Has terminado el trabajo?» «Sí, señor nuestro.»

Le entregó los dos fardos con las ropas, y las dos botellas llenas de sangre. El rey le preguntó: «¿Cómo se han portado? ¿Te han dado algún encargo?» «Han sabido resignarse con su suerte, y me han dicho: “Nuestro padre merece el perdón. Salúdalo en nuestro nombre y dile: ‘Tú no eres responsable de nuestra muerte ni de haber derramado nuestra sangre’. Te recomendamos que le recites estos versos:

Las mujeres son demonios creados para nuestro daño. ¡Refugiémonos en Dios contra las tretas de las mujeres!

Ellas son la causa de todas las calamidades que suceden a las criaturas, tanto si se trata de cosas terrenas como divinas”.»

El rey bajó la cabeza, y comprendió que estas palabras de sus hijos indicaban que habían sido matados injustamente. Meditó en la perfidia de las mujeres y en sus tretas, cogió los dos fardos y empezó a examinar, llorando, los vestidos de sus hijos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche doscientas veinticinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, al desenvolver los vestidos de su hijo al-Asad, encontró en el bolsillo una hoja, escrita con la letra de su esposa Budur y atada con trenzas de sus cabellos. La abrió, la leyó, comprendió lo que quería decir y se dio cuenta de que su hijo al-Asad había sido víctima de una injusticia. Al registrar los vestidos de al-Amchad encontró otra carta, de puño y letra de su esposa Hayat al-Nufus y que contenía trenzas de sus cabellos. Abrió la hoja y comprobó que también había sido víctima de una injusticia.

Dando palmetazos, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡He matado a mis hijos injustamente!» Se abofeteó el rostro y chilló: «¡Ay de mis hijos!» Los lloró amargamente, y mandó construir dos tumbas en un edificio, que llamó «Casa del Dolor». Sobre ella inscribió el nombre de sus hijos, y, arrojándose sobre la de al-Amchad, lloró, se lamentó y recitó estos versos:

¡Oh, luna, que te has escondido debajo del polvo y sobre la que lloran las estrellas brillantes!

¡Oh, rama! Después que te quebraste, los ojos no se han inclinado ante ningún cuello.

Los celos me han separado de ti, y ya no te veré sino en el otro mundo.

El insomnio me ahoga en las lágrimas, y por eso me encuentro en el infierno.

Después se arrojó sobre la tumba de al-Asad, lloró, gimió y recitó estos versos:

Hubiese querido compartir contigo la desgracia, pero la voluntad de Dios fue distinta de la mía.

Se ha vuelto negro todo lo que está entre mis ojos y el infinito, mientras mis pupilas han perdido su color negro.

Las lágrimas con que lloro no tienen fin: el corazón las sustituye con otras nuevas.

Me es doloroso verte en un lugar en el que son iguales los viles y los generosos.