HISTORIA DEL DURMIENTE Y DEL DESPIERTO

ME he enterado, ¡oh rey del tiempo!, de que bajo el califato de Harún al-Rasid vivía un hombre que era comerciante. Tenía un hijo que se llamaba Abu-l-Hasán el Disoluto. El padre murió y le dejó en herencia grandes riquezas. El muchacho dividió sus bienes en dos partes; guardó la mitad y fue gastando de la otra mitad. Frecuentaba a los ricos y a los hijos de los comerciantes y los fue recibiendo a comer y a beber hasta que acabó con sus bienes y perdió todo lo que tenía. Entonces se dirigió a visitar a sus compañeros, contertulios y comensales y les expuso la situación en la que se encontraba, revelándoles el poco dinero que quedaba en su mano. Pero ninguno lo socorrió. Volvió al lado de su madre de mal humor y le refirió todo lo que le había ocurrido y lo mal que lo habían tratado sus amigos, y que no habían querido reconocerlo. Le replicó: «¡Abu-l-Hasán! ¡Así son los hijos de nuestro tiempo! Si tienes algo se te acercan, pero si nada tienes se apartan de ti». El joven empezó a lamentarse mientras corrían las lágrimas. Recitó:

Si mis bienes disminuyen, no tengo amigo que me ayude; si aumentan mis riquezas, toda la gente es mi amigo.

¡Cuántos amigos sólo lo fueron por el dinero, y cuando éste se agotó, se transformaron en mis enemigos!

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y tres (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que de un brinco fue al lugar en que guardaba la mitad de los bienes que le quedaban, y con ellos vivió feliz, jurando que no volvería a tratar jamás a aquellos que ya conocía; prometió que sólo se relacionaría con los forasteros y que no los frecuentaría más que una única noche, pues en cuanto amaneciera dejaría de reconocerlos. Todas las noches se sentaba sobre el puente y examinaba a todos los que cruzaban por él. Cuando veía un extranjero que se le acercaba, lo llevaba a su casa y le hacía los honores durante toda la noche, hasta que amanecía. Entonces lo despedía, y no volvía ni a saludarlo, ni a aproximarse a él ni a invitarlo.

Hizo esto durante un año entero. Cierto día, mientras, como de costumbre, estaba sentado en el puente mirando a los que pasaban, en busca de recoger a uno para llevarlo a su casa, vio aparecer al Califa y a Masrur, el portador del sable de la venganza. Ambos iban disfrazados como era su costumbre. Abu-l-Hasán los contempló. Se puso de pie, sin saber quiénes eran, y les dijo: «¿Queréis acompañarme a mi casa? Comeréis lo que esté hecho y beberéis lo que haya; habrá pan en forma de torta, carne asada al vapor y vino puro». El Califa se negó. Abu-l-Hasán insistió y le dijo: «¡Señor mío! ¡Por Dios! ¡Ven conmigo y serás mi huésped esta noche! No defraudes la esperanza que he puesto en ti». Insistió sin descanso hasta que el Califa aceptó. Abu-l-Hasán se alegró, echó a andar delante, y no paró de hablar con él hasta que llegó a su domicilio. Entró y dejó sentado en la puerta a su criado.

El Califa se sentó y Abu-l-Hasán le sirvió algo de comer. Cenó en compañía de su huésped hasta saciarse. Después se llevaron la mesa, se lavaron las manos y el Califa se sentó. Abu-l-Hasán acercó el servicio de beber, se colocó a su lado y llenó una copa y la bebió; después llenó la de su huésped, le sirvió y siguió hablando con él. El Califa, admirado de los buenos modos de Abu-l-Hasán, le preguntó: «¡Joven! ¿Quién eres? Date a conocer para que pueda recompensarte por tu hospitalidad». Abu-l-Hasán se sonrió y le contestó: «¡Señor mío! ¡Dejémonos del pasado y de intentar volvernos a reunir otra vez!» «¿Y a causa de qué? ¿Por qué no me explicas lo que te sucede?» «Sabed, señor mío, que mi historia es prodigiosa y que todo esto tiene su causa.» «¿Cuál es?» «La causa tiene su cola.» El Califa rompió a reír de sus palabras.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y cuatro (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Abu-l-Hasán siguió: «Voy a aclararte todo esto con la historia del vagabundo y el cocinero».

Refirió: «Sabe, señor mío, que cierto día un vagabundo se encontró sin nada. El mundo se le hizo estrecho, perdió la paciencia y se durmió. En esta situación siguió hasta que le quemó el sol y apareció la espuma en su boca. Se puso en pie, arruinado, sin tener ni un dirhem. Cruzó delante de la tienda de un cocinero que había colocado en ella cazuelas en las cuales brillaba la grasa y las especias despedían un aroma agradable. El cocinero estaba de pie detrás de todas aquellas cazuelas, limpiando las balanzas, lavando las fuentes, barriendo la tienda y regándola. El vagabundo se acercó, lo saludó, entró en la tienda y le dijo: “Pésame medio dirhem de carne, un cuarto de comida y otro cuarto de pan”. El cocinero así lo hizo y colocó la comida ante el vagabundo, quien comió todo lo que había en el plato y lo rebañó. Tras esto se quedó perplejo, sin saber lo que debía decir al cocinero sobre el importe de la comida.

»Empezó a pasear sus ojos por todos los objetos de la tienda, a volverse de un lado para otro: vio que había un pote cabeza abajo. Lo levantó del suelo y encontró debajo una cola de caballo aún fresca, que aún goteaba sangre. Así se dio cuenta de que el cocinero mezclaba la carne de caballo con la otra. Al descubrir esta falta se alegró. Se lavó las manos, bajó la cabeza y salió. El cocinero, al ver que se marchaba sin pagar el importe de la comida, gritó: “¡Detente, ladrón, bandido!” El vagabundo se detuvo, se volvió hacia él y le dijo: “¿Eres tú quien me chilla y me increpa con semejantes palabras, demonio?” El cocinero se encolerizó, salió de la tienda y dijo: “¿Qué quieres decir con tus palabras, devorador de carne y de alimentos, de pan y de condimentos? ¿Cómo te vas tan tranquilo como si nada hubiese pasado, sin pagar lo que me corresponde?” “¡Mientes, bastardo!” El cocinero chilló, agarró por el cuello al vagabundo y gritó: “¡Musulmanes! ¡Este pícaro ha sido hoy mi primer cliente, ha comido mis guisos, pero no me ha dado nada!”

»Las gentes se reunieron alrededor de los dos, censuraron al vagabundo y le dijeron: “¡Paga lo que has comido!” “¡Le he dado un dirhem antes de entrar en la tienda!” “Si él me ha dado algo, ¡haga Dios que todo lo que yo venda hoy sea ilícito! No me ha dado nada, ¡quia!; ha comido mis guisos, ha salido y se ha marchado sin pagarme.” “Te he dado un dirhem.” Insultó al cocinero y éste le replicó. El vagabundo se abalanzó sobre él, se cogieron, se agarraron y se pelearon. La gente, al verlos, se acercó y les dijo: “¿Qué significan estos golpes que os propináis? ¿Cuál es la causa?” El vagabundo explicó: “¡Sí, por Dios! ¡Tienen una causa, y la causa es la cola!” El cocinero dijo: “¡Cierto, por Dios! Ahora acabas de recordarme que me has dado un dirhem. Sí, por Dios, me has dado un dirhem. Vuelve a recoger el cambio de tu dirhem”. El cocinero había comprendido lo que quería decir al citar la cola.

»Por tanto, hermano mío, mi historia tiene una causa, tal como te he dicho». El Califa se rió de él y dijo: «¡Por Dios que ésta ya es una buena historia! Cuéntame ahora tu historia y explícame la causa». «¡De mil amores!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y cinco (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu-l-Hasán continuó:] «Sabe, huésped mío, que me llamo Abu-l-Hasán el Pícaro. Mi padre, al morir, me legó grandes riquezas y yo hice de ellas dos mitades; guardé una y la otra la gasté con los amigos, invitando a mi mesa a comensales, conocidos e hijos de comerciantes: no quedó nadie sin que yo le invitara y él me correspondiera: gasté todos mis bienes con los compañeros y en la vida de relación, hasta el punto de que ya no me quedó nada.

»Entonces me dirigí a los amigos y comensales con los cuales me había gastado mis bienes, esperando que tal vez se compadeciesen de mi situación. Fui a visitar a todos, pero no encontré ni uno tan siquiera que me ayudase o compartiese conmigo una rebanada de pan. Lloré por mí, corrí al lado de mi madre y me quejé a ella de mi situación. Me replicó: “Así es el trato con la gente: si tienes algo, se te acerca y se lo come; si no tienes nada, se aleja de ti y te rechaza”. Entonces saqué la otra mitad de mis bienes y me juré que no volvería a convidar a nadie más de una noche; después me despediría de mi huésped y no volvería a saludarlo ni a dirigirme a él. Esto es lo que quería decir al exclamar: “Evitemos que vuelva a ocurrir lo que ya pasó”, puesto que no he de volver a reunirme contigo después de esta noche».

El Califa se rió estrepitosamente al oír esto y dijo: «¡Por Dios, hermano mío! Tienes disculpa en todo este asunto. Pero yo, si Dios lo quiere, no me separaré de ti». «¿No te he dicho, huésped mío: “Evitemos que vuelva a ocurrir lo que ya pasó”? Yo no prolongo la compañía de los amigos ni invito a nadie por más de una noche.»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y seis (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se colocó la mesa delante del Califa, le sirvieron un plato de ganso asado y una rebanada de pan de buena calidad. Abu-l-Hasán se sentó y cortó y preparó los bocados al Califa. Ambos comieron hasta hartarse. Después les acercaron la jofaina, el aguamanil y la potasa y se lavaron las manos. Encendieron tres velas y tres candiles y prepararon la mesa del vino: pusieron un vino puro, añejo, cuyo aroma recordaba al del mejor almizcle. Llenó el primer vaso y dijo: «Ahora, huésped mío, vamos a dejarnos, con tu permiso, de la etiqueta. Tu criado está a tu lado; no sabría separarse de ti»; Bebió la copa, llenó otra y la entregó a su huésped. El Califa estaba admirado de sus actos y de sus bellas palabras. Se dijo: «¡Por Dios que he de recompensarlo por esto!» Una vez Abu-l-Hasán hubo llenado y entregado la copa al Califa, empezó a recitar estos versos:

Si hubiésemos sabido que llegabais, hubiésemos sorbido la sangre del corazón o el negro de los ojos.

Hubiésemos alfombrado nuestro pecho para acogeros y recubierto el camino con nuestros párpados.

El Califa, al oír estos versos, aceptó la copa que le ofrecía, la bebió y se la devolvió. Abu-l-Hasán la tomó, la llenó y bebió; después la llenó y la entregó al Califa recitando estos versos:

Tu presencia nos honra y nos damos perfecta cuenta.

Si os vais no hay quien os pueda sustituir a nuestro lado.

Bebieron y conversaron hasta mediada la noche. El Califa le preguntó: «¡Amigo mío! ¿Te pasa algo por la cabeza que deseas que se realice o tienes algún pesar que quieres que desaparezca?» Le contestó: «¡Por Dios! En mi corazón hay una pena. ¿Por qué no he de poder mandar y prohibir para realizar lo que tengo en la mente?» «¡Por fin! ¡Por Dios, hermano mío! ¡Dime qué es lo que te pasa por la mente!» «Desearía que Dios me vengase de mis vecinos. Hay una mezquita en la que residen cuatro jeques. En cuanto recibo a un huésped me amargan la vida, me dirigen palabras gruesas y me amenazan con ir a quejarse al Emir de los creyentes; sí, me molestan demasiado. Desearía que Dios (¡ensalzado sea!) me concediese el poder por un solo día para hacer administrar a cada uno de ellos cuatrocientos latigazos; y lo mismo haría con el imán de la mezquita. Después los enviaría, acompañados por un pregonero, a recorrer la ciudad de Bagdad: éste gritaría: “Ésta es la recompensa —¡y qué pequeña es!— de aquellos que odian y aguan las fiestas de la gente”. Esto es todo lo que deseo. Nada más.»

El Califa le contestó: «¡Que Dios te conceda lo que deseas! Permítenos que bebamos y nos marchemos, pues se aproxima la aurora. La próxima noche cenaremos contigo». «¡Quia!» El Califa llenó la copa, colocó en ella una pastilla de narcótico de Creba y la ofreció a Abu-l-Hasán diciendo: «¡Por vida mía, hermano! ¡Bebe esta copa en mi propia mano!» «¡Sí, por tu vida! Beberé la copa de tu mano.» Pero en cuanto la hubo cogido y bebido cayó por el suelo como si estuviese muerto. El Califa salió y dijo a su criado Masrur: «Entra a buscar a ese joven, al dueño de la casa, y cógelo. Cierra la puerta al salir, y tráemelo a palacio». Masrur entró, cargó a Abu-l-Hasán, cerró la puerta y siguió a su señor. No paró de andar hasta llegar con él a palacio: la noche se estaba terminando y los gallos empezaban a cantar.

Entró en el alcázar llevando a Abu-l-Hasán encima de sus hombros. Lo depositó delante del Emir de los creyentes, que se estaba riendo. Éste mandó llamar a Chafar el barmekí. Cuando llegó le dijo: «¡Fíjate en este joven! Mañana lo verás sentado, en mi lugar, sobre el trono de mi califato, vestido con mis trajes. Ponte a sus órdenes y recomienda a los emires, a los grandes, a los súbditos de mi Imperio y a mis cortesanos que se pongan a su disposición y ejecuten lo que les ordene. Si te manda algo, ejecútalo, y escúchalo sin rechistar durante todo el día que nace». Chafar aceptó la orden diciendo que oír era obedecer, y se marchó. El Califa se dirigió a ver a las esclavas del alcázar y éstas salieron a recibirlo. Les dijo: «Mañana, cuando ese chico dormido se despierte de su sueño, besad el suelo delante de él, poneos a su servicio, corred a su alrededor, vestidlo con los trajes regios y tratadlo como si fuese el Califa, sin negarle ninguno de los requisitos debidos a su cargo, y decidle: “Tú eres el Califa”». Les explicó lo que debían decir y hacer con él. Después se metió en una celda disimulada, se echó una colcha encima y se durmió. Esto es lo que hace referencia al Califa.

He aquí lo que hace referencia a Abu-l-Hasán: Siguió sumergido en el sueño hasta que, llegada la aurora, fue inminente la salida del sol. Entonces se acercó a él un criado y le dijo: «¡Señor nuestro! ¡Es la hora de la oración de la mañana!» Al oír estas palabras se rió, abrió los ojos y los paseó por el alcázar. Se fijó en los detalles del palacio, cuyas paredes estaban cubiertas de oro y lapislázuli y cuyo techo estaba moteado con oro rojo; a su alrededor tenía habitaciones cuyas puertas estaban tapadas por cortinas de seda con incrustaciones de oro; por todas partes había vasos de oro, de porcelana china y de cristal; tapices y alfombras extendidas. Esclavas y criados; mamelucos y eunucos; pajes, esclavos y muchachos lo rodeaban. La razón de Abu-l-Hasán quedó en suspenso. Dijo: «¿Estoy despierto o sueño? ¿Es éste el paraíso eterno?» Cerró los ojos y volvió a dormirse. El criado le dijo: «¡Señor mío! Ésta no es la costumbre del Emir de los creyentes».

A continuación todas las servidoras del alcázar se acercaron a él y lo pusieron sentado. Entonces se dio cuenta de que se encontraba en un lecho situado a un codo de altura sobre el suelo y que todo él estaba repleto de seda. Lo obligaron a mantenerse sentado y lo apoyaron en una almohada. Abu-l-Hasán se fijó en el tamaño del palacio, vio a los criados y criadas que, dispuestos a servirle, estaban a su cabecera. Burlándose de sí mismo dijo: «¡Por Dios! ¡Me parece estar despierto, cuando en realidad duermo!»

Se puso de pie y volvió a sentarse mientras las criadas, que se reían de él, intentaban disimularlo. Perplejo, se mordió un dedo: se hizo daño, dio un grito y se lamentó. El Califa, que lo estaba observando desde donde no podía ser visto, se rió. Abu-l-Hasán se volvió hacia una criada y le ordenó que se acercase. Le preguntó: «¡Por la protección de Dios, criada! ¿Soy el Emir de los creyentes?» «¡Cierto, sí, por la protección de Dios! ¡Tú eres ahora el Emir de los creyentes!» «¡Mientes!» Se volvió hacia un criado alto y lo llamó. Éste se acercó, besó el suelo ante él y dijo: «¡A tu servicio, Emir de los creyentes!» «¿Quién es el Emir de los creyentes?» «¡Tú!» «¡Mientes!»

Sahrazad se dio cuenta de qué amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y siete (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se acercó otro eunuco y le preguntó: «¡Maestro! ¡Por la protección de Dios! ¿Soy el Emir de los creyentes?» «¡Sí, señor mío! Tú eres en este tiempo el Emir de los creyentes y el sultán de los mundos.» Abu-l-Hasán se burló de sí mismo, se quedó confuso y perplejo ante lo que veía. Dijo: «Si ayer era Abu-l-Hasán, ¿cómo he pasado a ser hoy el Emir de los creyentes?» El jefe de los eunucos se acercó a él y le dijo: «¡Emir de los creyentes! ¡Por el nombre de Dios a todo tu alrededor! ¡Tú eres el Emir de los creyentes y el sultán de los sultanes!» Las esclavas y los criados desfilaron a su alrededor mientras él seguía boquiabierto ante lo que ocurría.

Le ofreció unas zapatillas de seda cruda y verde que tenían incrustaciones de oro rojo. Abu-l-Hasán las cogió y se las guardó en la manga. El mameluco gritó y dijo: «¡Por Dios! ¡Por Dios, señor mío! Esto son las babuchas para los pies, para que vayas al retrete». Abu-l-Hasán se avergonzó, las sacó de la manga y se las puso en los pies. Por su parte, el Califa estaba muriéndose de risa. El mameluco le precedió hasta el retrete. Abu-l-Hasán entró, hizo sus necesidades y salió dirigiéndose hacia palacio. Los criados le ofrecieron una jofaina de oro y un aguamanil de plata y vertieron el agua encima de sus manos. Él hizo las abluciones. Extendieron la alfombra para orar y empezó a hacer arracas[73] y prosternaciones. Hizo veinte arracas mientras pensaba y se decía: «¡Por Dios! ¡Yo soy realmente el Emir de los creyentes! De lo contrario esto sería un sueño, y en los sueños no ocurren todas estas cosas».

Convencido y cierto ya en su interior de que era el Emir de los creyentes, terminó la oración.

Los mamelucos y los criados corrieron hacia él llevándole vestidos de seda y lino. Después le pusieron el manto distintivo del Califa y le colocaron en la mano un puñal. Salió: los criados mayores le precedían y los menores iban detrás de él. Levantaron el velo y se sentó en el alcázar, en la sala de audiencias, en el trono del califato. Desde aquí vio cortinas y cuarenta puertas: allí estaban al-Ichli, al-Raqasi, Abdán, Chadín y Abu Ishaq el Contertulio; vio también yelmos, cimitarras, cascos, espadas doradas y arcos; persas y árabes; turcos y daylamíes; príncipes y ministros; soldados y magnates; grandes del reino y autoridades: allí estaba todo el imperio abbasí y todo el respeto debido a la familia del Profeta. Se sentó en el trono del califato y guardó el puñal en el pecho. Todos se acercaron a besar el suelo ante él y hacer votos por su larga vida.

Chafar el barmekí se aproximó, besó el suelo y dijo: «¡Dios te conceda el paraíso como refugio y haga del fuego lugar de reunión para tus enemigos! ¡Que ningún vecino te perjudique! ¡Ojalá vivas siempre en medio de los rayos de luz, califa de las ciudades, gobernador de las regiones!» Abu-l-Hasán, en cambio, le replicó: «¡Perro de los hijos de Barmak! Tú y el gobernador de la ciudad dirigíos ahora mismo al lugar tal, situado en tal barrio, y dad cien dinares a la madre de Abu-l-Hasán el Disoluto y saludadla en mi nombre. Detened a los cuatro jeques, dad a cada uno de ellos cuatrocientos latigazos, hacedlos montar en un asno y paseadlos por toda la ciudad, desterrándolos luego de esta capital. Debes hacer que un pregonero grite delante de ellos: “Ésta es la recompensa —¡y qué pequeña es!— de aquellos que hablan más de la cuenta, molestan a sus vecinos y les aguan sus fiestas, sus comidas y sus bebidas”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y ocho (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Chafar besó el suelo ante él y aceptó la orden con sumisión. Abandonó a Abu-l-Hasán el Disoluto y se dirigió a la ciudad a ejecutar lo que le había mandado. Abu-l-Hasán siguió en sus funciones de Califa: cogió y dio, mandó y prohibió y pronunció sus órdenes hasta el fin del día. Después levantó la sesión y los emires y los magnates del reino se fueron a sus quehaceres. Los criados se acercaron a él, le desearon larga vida y poder, se pusieron a su servicio, levantaron la cortina y se dirigió al alcázar. Las velas estaban encendidas, los candiles daban su luz y las cantoras tocaban.

El entendimiento de Abu-l-Hasán estaba perplejo. Dijo: «¡Realmente, por Dios! ¡Soy el Emir de los creyentes!» Al llegar, las esclavas se levantaron ante él, lo condujeron a un estrado y le presentaron una gran mesa con los guisos más exquisitos. Comió con apetito y satisfacción hasta quedar harto. Llamó a una de ellas y le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» «Me llamo Miska.» Preguntó a otra: «¿Cuál es tu nombre?» «Me llamo Tarfa.» Preguntó a una tercera: «¿Cuál es tu nombre?» «Me llamo Tuhfa.» Y así, una tras otra, fue preguntando los nombres de todas.

Salió de aquel lugar y se dirigió a la sala de las bebidas: estaba magníficamente dispuesta; había en ella diez grandes bandejas repletas con toda suerte de frutas y todas las variedades posibles de dulces. Se sentó y comió lo que le apeteció. Después distinguió tres coros de muchachas cantantes. Se sentó, y lo mismo hicieron éstas, mientras que los criados, los mamelucos, los pajes y los servidores seguían inmóviles. Unas esclavas cantaron en todas las voces y otras les respondieron. Las flautas y los laúdes resonaron por todas partes, y Abu-l-Hasán creyó entonces que se encontraba en el Paraíso; se distendió y se encontró completamente satisfecho, jugueteó y se alegró colmando de trajes de corte y de regalos a aquellas esclavas.

Mientras ocurría todo esto, el Califa no lo perdía de vista y se reía. Al mediar la noche, el soberano mandó a una de aquellas criadas que colocase una pastilla de narcótico en la copa de Abu-l-Hasán y que le sirviese de beber. La esclava hizo lo que el Califa le mandaba y ofreció la copa a Abu-l-Hasán. En cuanto la bebió, la cabeza de éste fue a reunirse con sus pies. El Califa salió de detrás de la cortina riéndose, llamó al muchacho que lo acompañaba y le dijo: «¡Devuelve a éste a su hogar!» El criado lo trasladó a su habitación, lo depositó en ella, lo dejó solo, cerró la puerta y regresó al lado del Califa. Éste durmió hasta la mañana.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y nueve (a), refirió:

—He aquí, ¡oh rey feliz!, lo que hace referencia a Abu-l-Hasán: Siguió durmiendo hasta que Dios (¡ensalzado sea!) hizo brillar la mañana. Entonces volvió en sí gritando: «¡Tuffaha! ¡Rahat al-Qulub! ¡Miska! ¡Tuhfa!» Siguió llamando a las esclavas hasta que su madre, oyéndolo gritar, acudió a su lado y le dijo: «¡El nombre de Dios te proteja por todas partes! ¡Levántate, hijo mío, Abu-l-Hasán! ¡Estás soñando!» Abrió los ojos y vio una vieja a su cabecera. Se incorporó y preguntó: «¿Quién eres?» «¡Soy tu madre!» «¡Mientes, vieja de mal agüero! ¡Yo soy el Emir de los creyentes!» Su madre le replicó chillando: «¡Que Dios te conserve el entendimiento, hijo mío! ¡Calla y evita el que perdamos la vida y el que se incauten de tus bienes si alguien oye estas palabras y se las transmite al Califa!»

Se desveló completamente y se encontró a solas con su madre en la habitación. Su razón no se daba cuenta de lo que ocurría. Dijo: «¡Madre mía! En sueños he visto un palacio y esclavas y mamelucos a mi alrededor, dispuestos a servirme. Me he sentado en el solio del califato y he gobernado. Tal ha sido —¡por Dios, madre mía!— lo que he visto. Realmente no ha sido un sueño». Meditó un rato y añadió: «¡Es cierto! Yo soy Abu-l-Hasán el Disoluto, y lo que he visto ha sido un sueño. Pero he sido Califa, he gobernado, he mandado y he prohibido». Reflexionó y añadió: «Es seguro que estaba soñando y que no era el Califa, a pesar de que daba y regalaba». La madre le dijo: «¡Hijo mío! ¡Guárdate de perder tu entendimiento, pues te detendrían y te llevarían al manicomio, en el cual permanecerías un mes! Lo que has visto procedía de Satanás y ha ocurrido en medio de una pesadilla. ¡Hay ocasiones en las que Satanás gasta toda suerte de malas pasadas a la mente del hombre!»

La madre le preguntó: «¡Hijo mío! ¿Ha estado alguien contigo la noche pasada?» «Sí; he tenido un huésped al cual he explicado mi situación y expuesto mi historia. No cabe duda de que él era el mismo Satanás. ¡Madre mía! ¡Estoy convencido de que soy Abu-l-Hasán el Disoluto!» La madre le replicó: «¡Hijo mío! Tengo una buena noticia que darte: Ayer vino el visir Chafar el barmekí y dio quinientos latigazos a cada uno de los jeques; los expulsó de la ciudad haciendo pregonar: “¡Ésta es la recompensa —¡y qué pequeña es!— de todo aquel que molesta a su vecino y le agua sus fiestas!” A mí me mandó saludar y me dio cien dinares». Abu-l-Hasán el Disoluto exclamó: «¡Vieja de mal agüero! ¿Te atreverás a sostener que no soy el Emir de los creyentes? Yo soy quien ha ordenado a Chafar el barmekí que golpease, castigase y expusiese a la vergüenza pública a los jeques. Yo soy quien ha mandado saludarte y quien te ha enviado los cien dinares. Yo soy, bien cierto, el Emir de los creyentes, vieja de mal agüero, mientras que tú eres una embustera que me estás volviendo loco».

Se acercó a su madre y la apaleó con un bastón de almendro. Ella empezó a chillar: «¡Ay, musulmanes!», mientras él redoblaba en los golpes. La gente oyó al fin sus gritos y acudió. Abu-l-Hasán la apaleaba y le decía: «¡Vieja de mal agüero! ¡Yo soy el Emir de los creyentes, y tú me has embrujado!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la gente, al oír estas palabras, exclamó: «¡Éste es un loco y no cabe duda acerca de su enfermedad!» Se lanzaron sobre él, lo sujetaron, le ataron las manos a la espalda y lo condujeron al manicomio. El experto preguntó: «¿Quién es este joven?» Le respondieron: «Éste es un loco». Abu-l-Hasán terció: «¡Por Dios que miente! ¡Yo no estoy loco! ¡Yo soy el Emir de los creyentes!» «El único que aquí miente —intervino el experto— eres tú, el más nefasto de los locos.» Lo desnudó, le colocó en el cuello una pesada cadena y la ató a una ventana muy alta, empezando a apalearlo de noche y de día.

En esta situación permaneció durante diez días, al cabo de los cuales su madre fue a visitarlo y le dijo: «¡Hijo mío! ¡Abu-l-Hasán! ¡Recupera el conocimiento! Todo ha sido obra de Satanás». Abu-l-Hasán le contestó: «¡Dices la verdad, madre mía! Doy fe de que me he arrepentido de esas palabras y que me he curado de mi locura. ¡Ponme en libertad, pues estoy a punto de morir!» Su madre fue a ver al experto, lo hizo poner en libertad y regresó a su domicilio.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y una (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, al cabo de un mes, Abu-l-Hasán el Disoluto ansió volver a beber vino y se dirigió al puente, sentándose a esperar a que pasase alguien para convidarlo, tal como tenía por costumbre. El Califa cruzó por delante de él, pero Abu-l-Hasán no lo saludó, puesto que dijo: «¡Ni saludos ni confianzas con los enemigos! ¡Vosotros sois demonios!» El Califa se acercó y le dijo: «¡Amigo mío! ¿Es que no te dije que deseaba volver a ser invitado por ti?» «¡No te necesito para nada! El proverbio dice: “¡Cuanto más lejos estés, mejor y más hermoso será para mí! ¡Ojos que no ven, corazón que no sufre!” ¡Amigo mío! La noche en que viniste y en que yo te invité, parece ser que fui presa de Satanás y que éste me tentó.» El Califa le preguntó: «¿Y quién era Satanás?» «¡Tú!»

El soberano se sonrió, se sentó a su lado, le habló afablemente y le dijo: «¡Amigo mío! Al separarme de ti dejé, descuidadamente, abierta la puerta. Es posible que Satanás entrase». «Pues no me preguntes por lo que me ha ocurrido, pero ¿qué es lo que te pasó por la mente para dejar la puerta abierta, permitiendo así que entrase Satanás y que con él me sucediese esto y aquello?», y Abu-l-Hasán refirió al Califa todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin, pero no hay utilidad en volverlo a repetir.

El Califa tuvo que contener la risa. Éste dijo a Abu-l-Hasán: «¡Loado sea Dios, que ha puesto fin a lo que te molestaba y que me permite verte sano!» «¡No he de volver a aceptarte por comensal ni por contertulio! El refrán dice: “Quien tropieza con la piedra más de una vez, merece que lo reprendan y lo castiguen”. Hermano mío, no volveré a ser tu comensal ni a soportar tu compañía, pues, por lo que he visto, tu visita no me ha reportado ningún bien.» El Califa le rogó afablemente: «¡Soy tu huésped y no debes rechazarme!» Abu-l-Hasán lo llevó consigo, le ofreció la mesa y le dio conversación, refiriendo al Califa todo lo que le había sucedido, mientras éste se esforzaba en contener la risa. Después se llevó la mesa de comer y le acercó la de beber. Llenó la copa y la bebió en tres tragos; la llenó de nuevo y la ofreció al Califa diciendo: «¡Huésped mío! Soy tu esclavo, estoy ante ti y no quiero disgustarte; no me perjudiques y no te perjudicaré». Recitó estos versos:

No paro de beber, mientras es noche cerrada, hasta que la modorra pasa de mi cabeza a la copa.

El zumo de uva en la copa parece compuesto de rayos de sol que sustituyen la preocupación por toda clase de alegrías.

El Califa, al oír sus versos y la composición que recitaba, se impresionó. Cogió la copa y la vació, y así siguieron bebiendo y conversando hasta que el vino se les subió a la cabeza. Abu-l-Hasán dijo al Califa: «¡Huésped mío! Estoy perplejo en lo que respecta a lo sucedido, pues me parece haber sido el Emir de los creyentes y haber gobernado, dado y regalado. Es cierto; no es ningún sueño». «¡Va! Eso fue una pesadilla.» El Califa deslizó una pastilla de narcótico en la copa y le dijo: «¡Por vida mía! ¡Bebe esta copa!» «¡La beberé en tu propia mano!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y dos (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa estaba admirado de la manera de obrar, de las cualidades, del buen natural y de la sinceridad de Abu-l-Hasán. Se dijo: «Realmente he de hacerle mi comensal y mi contertulio». Abu-l-Hasán tomó la copa que le ofrecía el Califa y se la bebió. En cuanto la hubo ingerido y su contenido le hubo llegado al vientre, la cabeza fue a reunirse con los pies. El Califa se levantó al momento y dijo al criado: «Cógelo y llévalo al alcázar del califato». El criado lo trasladó y lo depositó delante del soberano. Éste mandó a las esclavas y a los mamelucos que se colocasen a su alrededor mientras él se ocultaba en un lugar en el que Abu-l-Hasán no podía verlo.

El Califa mandó a una esclava que cogiese su laúd y que tocase junto a la cabeza de Abu-l-Hasán. Lo mismo hicieron las restantes esclavas con sus respectivos instrumentos. Tocaron a la vez y Abu-l-Hasán se desveló hacia el fin de la noche al oír la música de los laúdes y de las trompetas y el canto de las jóvenes.

Abrió los ojos y se encontró en el alcázar: las esclavas y los criados formaban un círculo a su alrededor. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¡Temo que voy a terminar en el manicomio y a sufrir lo de la primera vez! No cabe duda de que Satanás ha venido otra vez. ¡Dios mío! ¡Haz fracasar al demonio!»

Abu-l-Hasán cerró los ojos, se tapó la cabeza y se rió. Sacó la cabeza entre las sábanas y vio que el palacio estaba iluminado y que las esclavas seguían cantando. Uno de los criados se sentó a su cabecera y le dijo: «¡Siéntate, Emir de los creyentes, y contempla a tu palacio y a tus esclavas!» «¡Por la protección de Dios! Realmente ¿soy el Emir de los creyentes, o vosotros mentís? Ayer ni salí ni goberné; al contrario, comí, dormí y ahora este criado viene para hacerme levantar.» Abu-l-Hasán se incorporó y se sentó. Pensó en todo lo que le había ocurrido con su madre, cómo la había apaleado y cómo estuvo metido en el manicomio. Contempló las cicatrices que le habían dejado los palos propinados por el experto, por el dueño del manicomio, se quedó perplejo y meditabundo y dijo: «¡Por Dios! No sé en qué situación me encuentro, ni qué es lo que me ha ocurrido, ni quién me ha traído a este lugar».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y tres (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que volviéndose hacia una joven le preguntó: «¿Quién soy yo?» «¡El Emir de los creyentes!» «¡Mientes, infeliz! Si es que soy el Emir de los creyentes, ¡muérdeme el dedo!» La joven, acercándose, le dio un mordisco muy fuerte. Él exclamó: «¡Basta!» Preguntó al criado principal: «¿Quién soy?» «Tú eres el Emir de los creyentes.» Abu-l-Hasán se apartó de él con las ideas confusas y quedó perplejo ante lo que le sucedía. Se acercó a un pequeño mameluco y le dijo: «¡Muérdeme en la oreja!» Bajó la cabeza y metió la oreja en la boca del chico. Éste, como era pequeño y apenas tenía uso de razón, clavó los dientes en Abu-l-Hasán y poco faltó para que se la cortase; además no sabía el árabe, y, cada vez que la víctima decía «¡basta!», se creía que tenía que morder más fuerte y clavaba los dientes aún más. El Califa, por su parte, estaba ciego de tanto reír. Cuando pudo rehacerse, salió y le dijo: «¡Ay de ti, Abu-l-Hasán! ¡Me has matado de risa!» Éste se volvió y al reconocerlo le replicó: «¡Tú eres quien me ha matado, quien ha matado a mi madre y ha exterminado a los jeques que eran mis vecinos!» El Califa lo acercó hacia sí, lo colmó de favores, lo casó, y lo instaló en su palacio, haciendo de él uno de sus contertulios y poniéndolo al frente de diez de éstos: al-Ichli, al-Raqasi, Abdán, Hasán, al-Farazdaq, Lawz, al-Askar, Umar al-Tartis, Abu Nuwas, Abu Ishaq el Contertulio y Abu-l-Hasán el Disoluto. Cada uno de ellos tiene su historia, que se cuenta en otro libro.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y cuatro (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Abu-l-Hasán se quedó al lado del Califa, gozando de su confianza y favor más que nadie, hasta el punto de que llegó a sentarse con el Califa y la señora Zubayda, hija de Qasim, y a casarse con su tesorera, que se llamaba Nuzhat al-Fuad. Abu-l-Hasán el Disoluto vivió con ésta sin preocuparse más que de comer, de beber y llevar una buena vida hasta el momento en que se terminaron todos los bienes que poseía. Abu-l-Hasán le dijo: «¡Nuzhat al-Fuad!» «¡Heme aquí!» «Quiero gastar una broma al Califa y tú gastarás otra a la señora Zubayda: así conseguiremos en un momento doscientos dinares y dos piezas de tela.» Le contestó: «¡Haz lo que quieras!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y cinco (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nuzhat al-Fuad preguntó a Abu-l-Hasán el Disoluto: «¿Qué harás?» «Los dos nos fingiremos muertos: tal es la treta. Yo me moriré antes que tú, me tumbaré tendido y tú me cubrirás con un paño de seda, me quitarás el turbante, me atarás los dedos del pie y depositarás encima de mi corazón un cuchillo y un poco de sal. A continuación te soltarás el cabello y correrás al lado de tu señora Zubayda: Desgarra tus vestidos, abofetéate en la cara y grita. Te preguntará: “¿Qué te ocurre?” Respóndele: “¡Ojalá tu cabeza sobreviva a Abu-l-Hasán el Disoluto: acaba de morir!” Ella se apenará por mi muerte, llorará y mandará a la tesorería que te dé cien dinares y una pieza de seda, y te dirá: “¡Ve, amortájalo y entiérralo!” Toma los cien dinares y la tela y ven. En cuanto hayas llegado me levantaré y tú te tenderás en mi lugar. Correré a ver al Califa y le diré: “¡Ojalá tu cabeza sobreviva a Nuzhat al-Fuad!” Rasgaré mis vestidos y me mesaré la barba. Él se entristecerá por tu muerte y dirá a su tesorero: “Da cien dinares y una pieza de seda a Abu-l-Hasán”. Me dirá: “Ve, prepárala y entiérrala”. Yo vendré a reunirme contigo.» Nuzhat al-Fuad se puso contenta y replicó: «Realmente, esta broma es buena».

En seguida le vendó los ojos, le ató los pies, lo cubrió con un paño e hizo lo que le había dicho su señor. A continuación se rasgó el vestido, descubrió su cabeza y soltó su pelo y se presentó ante la señora Zubayda gritando y llorando. Ésta, al verla en tal situación, le preguntó: «¿Qué es esto? ¿Qué te ocurre? ¿Qué te hace llorar?» Nuzhat al-Fuad, sin dejar de gritar y de llorar, replicó: «¡Señora mía! ¡Que tu cabeza sobreviva a la de Abu-l-Hasán el Disoluto! ¡Acaba de morir!» La señora Zubayda se entristeció y dijo: «¡Pobre Abu-l-Hasán el Disoluto!» Lloró un rato por él. Después mandó a la tesorera que diese a Nuzhat al-Fuad cien dinares y una pieza de seda. Le dijo: «Ve, amortájalo y entiérralo». La joven tomó los cien dinares y la pieza de seda y se dirigió a su domicilio llena de alegría. Corrió al lado de Abu-l-Hasán y le explicó lo que le había sucedido. Éste se levantó, se alegró, se puso el cinturón, bailó y cogió los cien dinares y la pieza de tela.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y seis (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que a continuación se tendió Nuzhat al-Fuad y él hizo con ella lo mismo que ella había hecho con él. Cogió sus vestidos, los rasgó, se arrancó la barba, deshizo su turbante y corrió sin parar hasta encontrarse ante el Califa, quien estaba sentado en la sala de audiencias. Él se presentó tal como estaba. El Califa le preguntó: «¿Qué te pasa, Abu-l-Hasán?» Llorando contestó: «¡Ojalá no hubiese sido tu comensal ni hubiese llegado la hora!» «¡Explícamelo!» «¡Que tu cabeza sobreviva a la de Nuzhat al-Fuad!» El Califa exclamó: «¡No hay dios sino el Dios! —y dio unas palmadas consolando a Abu-l-Hasán. Le dijo—: ¡No te entristezcas! ¡Te daré otra concubina en su lugar!» Mandó al tesorero que le diese cien dinares y una pieza de seda. El tesorero le entregó lo que el Califa le había ordenado. Éste le dijo: «¡Ve, amortájala y entiérrala de la mejor manera!» Tomó lo que le daba y corrió a su domicilio lleno de alegría. Se presentó a Nuzhat al-Fuad y le dijo: «¡Levántate, pues ya hemos conseguido nuestro deseo!» Se puso de pie y él le entregó los cien dinares y la pieza de tela, con lo cual ella se alegró. Después empezaron a hablar y a reírse.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y siete (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, por su parte, el Califa se quedó muy triste al marcharse Abu-l-Hasán a amortajar a Nuzhat al-Fuad. Levantó la audiencia y apoyándose en Masrur, el portador del sable de la venganza, fue a dar el pésame a la señora Zubayda por la pérdida de su esclava. La encontró sentada, llorando, pues esperaba la llegada del Califa para darle el pésame por Abu-l-Hasán el Disoluto. El Califa le dijo: «¡Que tu cabeza sobreviva a la de tu esclava Nuzhat al-Fuad!» «¡Señor mío! ¡Mi esclava está sana! ¡Ojalá vivas más que tu comensal Abu-l-Hasán el Disoluto, pues es éste el que ha muerto!» El Califa sonrió y dijo a su criado: «¡Masrur! ¡Las mujeres son cortas de entendimiento! ¡Te conjuro por Dios! ¿No me ha visitado hace un momento Abu-l-Hasán?» La señora Zubayda cortó, riéndose de tanta rabia como tenía en el corazón: «¿No vas a dejar las bromas? ¿No te basta con que haya muerto Abu-l-Hasán? ¿Aún has de querer que muera mi esclava, que nos quedemos privados de ambos, y además me tachas de tonta?»

El Califa contestó: «¡Nuzhat al Fuad es la que ha muerto!» «¡Él no ha podido estar contigo y tú no lo has visto! En cambio, conmigo ha estado hace un momento Nuzhat al-Fuad; venía triste, llorando, con el traje hecho pedazos. La he consolado y le he regalado cien dinares y una pieza de tela. Te estaba esperando para darte el pésame por la muerte de tu comensal, Abu-l-Hasán el Disoluto.» El Califa se rió y dijo: «¡La única que ha muerto ha sido Nuzhat al-Fuad!» «¡No, señor mío! ¡El muerto es Abu-l-Hasán!» El Califa se enfadó, la vena Hasimi se le hinchó entre ambos ojos y gritó a Masrur, el verdugo: «¡Sal! ¡Corre a la casa de Abu-l-Hasán el Disoluto y averigua quién es el muerto!» Masrur salió corriendo mientras el Califa decía a la señora Zubayda: «¿Qué te apuestas?» «¡Sí! Voy a apostar contigo. Yo digo que el muerto es Abu-l-Hasán.» «Y yo apuesto y digo que el muerto es Nuzhat al-Fuad. Yo me juego mi jardín de recreo contra tu salón de pinturas.» Ambos se sentaron a esperar que Masrur regresase con la verdad. Éste no paró de correr hasta entrar en el callejón de Abu-l-Hasán…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y ocho (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Abu-l-Hasán] estaba sentado, apoyado en la ventana. Al volver la vista vio que Masrur llegaba corriendo. Dijo a Nuzhat al-Fuad: «Parece ser que el Califa, al marcharme, ha levantado la audiencia y ha ido a dar el pésame a la señora Zubayda. Ésta le habrá salido al encuentro diciendo: “¡Que Dios te recompense con creces por la pérdida de Abu-l-Hasán el Disoluto!” El Califa le habrá contestado: “¡Quien ha muerto es Nuzhat al-Fuad! ¡Ojalá la sobrevivas!” Ella habrá insistido: “El muerto es Abu-l-Hasán el Disoluto, tu comensal”. Él habrá remachado: “El muerto es Nuzhat al-Fuad”. Se habrán ido creciendo, el Califa se habrá enfadado, habrán apostado y ahora envía a Masrur, el verdugo, para que averigüe quién es el muerto. En primer lugar tú te tiendes para que te vea y regrese a informar a su señor de que está en lo cierto».

Nuzhat al-Fuad se tendió, Abu-l-Hasán la tapó con el sudario y se sentó, llorando, junto a su cabeza. Masrur, el criado, subió a la habitación de Abu-l-Hasán, lo saludó y contempló a Nuzhat al-Fuad, que estaba tendida. Levantó el sudario, miró la cara y exclamó: «¡No hay dios sino el Dios! ¡Ha muerto nuestra hermana Nuzhat al-Fuad! ¡Qué pronto ha llegado su plazo! ¡Que Dios le tenga misericordia y le perdone todas sus culpas!» Regresó junto al Califa, y ante éste y la señora Zubayda explicó todo lo ocurrido riéndose. El Califa le dijo: «¡Maldito! ¿Es éste el momento de reírse?» Masrur se disculpó: «¡Señor mío! Abu-l-Hasán se encuentra bien y el muerto es Nuzhat al-Fuad». El Califa dijo, riéndose, a Zubayda: «¡Has perdido en el juego tu salón de pinturas! —Dirigiéndose a Masrur siguió—: ¡Cuéntale lo que has visto!» Masrur le dijo: «Es cierto, señora mía: corrí sin parar hasta llegar a la habitación de Abu-l-Hasán. Encontré a Nuzhat al-Fuad dormida, muerta, y a Abu-l-Hasán, sentado junto a su cabecera, llorando. Lo saludé, le di el pésame, me senté a su lado, descubrí el rostro de Nuzhat al-Fuad y vi que estaba muerta y que tenía la cara hinchada. Le dije: “Entiérrala para que podamos rezar por ella”. Me contestó: “Sí”. He venido a informaros y lo he dejado amortajándola».

El Califa se rió y dijo: «¡Repíteselo a tu señora, pues es corta de entendederas!» La señora Zubayda, al oír las palabras de Masrur, se encolerizó y exclamó: «¡El corto de entendederas es quien da crédito a un esclavo!», e injurió a éste mientras el Califa se reía.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y nueve (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Masrur dijo al soberano: «¡Razón tenía quien dijo que las mujeres son cortas de entendimiento y de religión!» La señora Zubayda cortó: «¡Emir de los creyentes! Tú estás jugando y te burlas de mí, y este esclavo se entretiene conmigo para serte agradable. Voy a enviar un mensajero que verá cuál de los dos es el muerto. Zubayda llamó a una vieja nodriza y le dijo: «Ve a casa de Nuzhat al-Fuad, mira quién es el muerto y regresa inmediatamente, sin entretenerte». La vieja salió corriendo en medio de las risas del Califa y de Masrur. No se detuvo hasta llegar al callejón. Abu-l-Hasán la vio y la reconoció. Dijo a su esposa: «Parece ser que la señora Zubayda envía un mensajero para averiguar quién se ha muerto, pues no ha dado crédito a la afirmación de Masrur de que tú eras la difunta. Por esto envía a la vieja nodriza, para que vea qué es lo que ocurre. Ha llegado el momento de que yo sea el muerto para que la señora Zubayda te dé crédito».

Abu-l-Hasán se tumbó y se extendió. Nuzhat al-Fuad lo cubrió, le vendó los ojos, le ató los pies y se sentó, llorando, a su cabecera. La vieja entró y encontró a Nuzhat al-Fuad sentada junto a la cabecera de Abu-l-Hasán, llorando y enumerando sus virtudes. Nuzhat al-Fuad, al ver a la vieja, dio un alarido y le dijo: «¡Mira qué es lo que me ha ocurrido! ¡Ha muerto Abu-l-Hasán y me ha dejado sola, abandonada! —Chilló, rasgó sus vestiduras y añadió—: ¡Madre mía! ¡Qué bueno era!» «¡Tienes razón y disculpa, puesto que tú te habías acostumbrado a él y él se había acostumbrado a ti! —La vieja le explicó lo que había ocurrido a Masrur con el Califa y la señora Zubayda y añadió—: ¡Masrur ha estado a punto de causar una ruptura entre el Califa y la señora Zubayda!» Nuzhat al-Fuad le replicó: «¿Qué ruptura, madre mía?» «¡Hija mía! Masrur se ha presentado ante el Califa y la señora Zubayda afirmando que tú eras la muerta y que Abu-l-Hasán se encontraba bien.»

La joven dijo: «¡Tía! ¡Si yo acabo de visitar a mi señora, quien me ha dado cien dinares y una pieza de seda! Fíjate en el estado en que me encuentro y en lo que me ha ocurrido. Estoy perpleja, pues no sé lo que haré, ya que me encuentro sola y abandonada. ¡Ojalá hubiese sido yo la muerta y él el vivo!» Rompió a llorar y la vieja la acompañó con sus lágrimas; después se acercó, destapó la cara de Abu-l-Hasán y vio que tenía los ojos atados e hinchados por el vendaje. Volvió a cubrirlo; dio el pésame a Nuzhat al-Fuad y salió corriendo de su casa hasta llegar junto a la señora Zubayda, a la que refirió toda la historia. Ésta le dijo riéndose: «¡Díselo al Califa, que me cree corta de entendederas y deficiente en la religión!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Masrur intervino: «¡Esta vieja miente, pues yo he visto a Abu-l-Hasán sano y a Nuzhat al-Fuad tendida y muerta!» «¡Tú eres el que miente —clamó la vieja—, y quieres que estalle la discordia entre el Califa y la señora Zubayda!» «¡La única que miente eres tú, vieja de mal agüero! ¡Tu señora te da crédito porque está mal de la cabeza!» La señora Zubayda le chilló, se enfadó con él por sus palabras y rompió a llorar. El Califa intervino: «Yo miento; mi criado miente; tú mientes, y tu esclava miente. Tengo una buena idea: Vamos a ir los cuatro juntos para ver quién de nosotros tiene razón». Masrur terció: «¡Venid con nosotros para que yo pueda maltratar a esta vieja de mal agüero y apalearla por sus mentiras!» La vieja le replicó: «¡Necio! ¿Es que tu inteligencia puede compararse con la mía? ¡Tienes un cerebro de gallina!»

Masrur se enfureció al oír estas palabras y quiso agredir a la anciana, pero la señora Zubayda lo rechazó de un empujón y dijo: «Ahora mismo vamos a distinguir entre su veracidad y la tuya, entre su mentira y la tuya». Los cuatro salieron haciendo apuestas unos con otros. Pasaron juntos por la puerta del palacio y entraron juntos por la de Abu-l-Hasán. Éste los vio llegar y dijo a su esposa Nuzhat al-Fuad: «¡Es verdad! ¡No siempre queda indemne la jarra! Parece ser que la vieja ha regresado y ha referido e informado a su señora de cuál era nuestra situación; habrá discutido con Masrur, el criado, y habrán cruzado apuestas. Ahora vienen los cuatro: el Califa y el criado; la señora Zubayda y la vieja». Nuzhat al-Fuad se incorporó y dijo: «¿Qué haremos ahora?» Abu-l-Hasán le contestó: «Nos fingiremos muertos los dos a la vez: nos tenderemos y contendremos la respiración». Ella le hizo caso y se tendieron; se ataron los pies, se vendaron los ojos y contuvieron el aliento, quedándose tiesos y cubiertos por el sudario.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta y una (a), refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el Califa, Zubayda, Masrur y la vieja entraron en el domicilio de Abu-l-Hasán el Disoluto y encontraron a éste y a su esposa, tendidos, muertos. Zubayda dijo: «Me han insistido tanto acerca de mi esclava, que al fin ha muerto. Yo creo que debe de haber sido por lo mucho que le ha dolido la muerte de Abu-l-Hasán. Ella habrá muerto después que él». El Califa opinó: «¡No me salgas al paso con tu charla y tus palabras! Ella premurió a Abu-l-Hasán. Éste vino a verme con el traje hecho trizas, mesándose la barba y golpeándose el pecho con dos ladrillos. Le di cien dinares y una pieza de seda, diciéndole: “Ve, entiérrala y yo te daré otra concubina más hermosa que ocupará su lugar”. Pero parece ser que no ha podido consolarse y ha muerto después de ella. Yo soy quien ha ganado la apuesta y me quedo con la prenda».

La señora Zubayda dijo muchas cosas al Califa y la discusión entre ambos se agrió. El soberano se sentó a la cabecera de ambos y exclamó: «¡Por la tumba del Enviado de Dios (Él lo bendiga y lo salve) y la de mis padres y abuelos! ¡Si alguien me dijese cuál de los dos murió antes, le regalaría mil dinares!» Abu-l-Hasán, al oír las palabras del Califa, se apresuró a ponerse en pie de un salto. Dijo: «¡Yo soy el que ha muerto antes, Emir de los creyentes! ¡Dame los mil dinares y cumple el juramento hecho!» Inmediatamente, Nuzhat al-Fuad se puso de pie delante del Califa y de la señora Zubayda. Se alegraron mucho de que ambos se encontrasen bien La señora Zubayda riñó a la joven al tiempo que la felicitaba por estar viva.

El Califa y la señora Zubayda les dieron la enhorabuena por haberse salvado de la muerte y se enteraron de que ésta había sido una treta para procurarse dinero. La señora Zubayda dijo a Nuzhat al-Fuad: «¡Podías haberme pedido lo que necesitabas sin necesidad de toda esta comedia y no me hubieses abrasado el corazón!» «Me avergonzaba, señora, tener que pedírtelo.»

El Califa, muerto de risa, dijo: «¡Abu-l-Hasán! ¡Sigues siendo un disoluto y haciendo cosas portentosas y extraordinarias!» «¡Emir de los creyentes! He empleado esta treta porque se me había terminado el dinero que me diste y me avergüenza el tener que pedirte otra vez. Cuando vivía solo no necesitaba dinero, pero desde que me casaste con esta joven que está conmigo, sería capaz de dar fin a todos tus bienes, si los poseyera. Al agotarse todos mis recursos ideé esta estratagema para sacarte cien dinares y una pieza de seda. Todo esto es una limosna de nuestro señor. Ahora apresúrate a darme los mil dinares y cumple tu juramento.» El Califa y la señora Zubayda regresaron a palacio riéndose. El primero dio mil dinares a Abu-l-Hasán y le dijo: «¡Recíbelos como recompensa por haberte librado de la muerte!» La señora Zubayda dio también mil dinares a Nuzhat al-Fuad y le dijo: «¡Recíbelos como recompensa por haberte librado de la muerte!»

El Califa, después, asignó a Abu-l-Hasán tierras y rentas. Éste siguió viviendo con su mujer, en medio de fiestas y alegrías, hasta que se presentó el destructor de las dulzuras, el separador de las sociedades, el que arruina castillos y casas y construye las tumbas.