HISTORIA DE ALÍ B. BAKKAR Y SAMS AL-NAHAR

CUANDO llegó la noche ciento cincuenta y tres, Sahrazad refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en los tiempos pasados, bajo el califato de Harún al-Rasid, vivió un comerciante que tenía un hijo llamado Abu-l-Hasán Alí b. Tahir; era muy rico y prestigioso, y su muy agradable aspecto hacía que lo amasen todos cuantos lo veían; frecuentaba el palacio del Califa sin necesidad de pedir permiso; era contertulio del soberano, al que recitaba versos y explicaba las historias más prodigiosas. Compraba y vendía en el mercado de los comerciantes, y en su tienda acostumbraba tomar asiento un joven que era descendiente de los reyes de Persia. Se llamaba Alí b. Bakkar, y era hermoso, de buena estatura y agradable presencia; tenía las mejillas sonrosadas, y las cejas arqueadas, y su palabra era dulce; de graciosa charla, gustaba de diversiones y regocijos.

En cierta ocasión en que estaban sentados, hablando y riéndose, vieron acercarse a diez esclavas que parecían lunas, muy hermosas, bonitas, de talle esbelto y bien proporcionado. En el centro iba una muchacha, a lomos de una mula, sentada en una silla recamada y apoyada en estribos de oro. Vestía un manto riquísimo, y ceñía en su cadera un cinturón de seda con incrustaciones de oro. Era tal como dijo el poeta:

Su piel parece seda; su voz es amable, ni atrevida ni tímida.

Tiene dos ojos a los cuales dijo Dios: «Sed y mirad», y fueron haciendo en los corazones el mismo efecto que el vino.

Al llegar a la tienda de Abu-l-Hasán se apeó de la mula, se sentó en la tienda, saludó al dueño y éste le devolvió el saludo. Al verla, Alí b. Bakkar sintióse perdidamente enamorado y trató de ponerse de pie. Pero la joven le dijo: «Sigue en tu puesto. ¿Por qué te has de ir cuando nosotras llegamos? Esto no es justo». «¡Por Dios, señora mía! —replicó—. Huyo de lo que he visto. ¡Qué hermosas son las palabras del poeta!:

Ella es como el sol que tiene el cielo por morada. ¡Por eso reconforta tu alma!

Tú no puedes alcanzarla, y ella no puede descender hasta ti.»

Ella sonrió entonces y dijo a Abu-l-Hasán: «¿Cómo se llama este muchacho? ¿De dónde es?» «Es un extranjero, llamado Alí b. Bakkar, y desciende de los reyes de Persia. Hay que honrar a los extranjeros.» «Cuando venga mi esclava, tráemelo.» «Así lo haré», replicó Abu-l-Hasán. Entonces ella se levantó y se marchó. Esto es lo que a ella se refiere.

He aquí lo que concierne a Alí b. Bakkar. Durante una hora estuvo sin saber lo que decía. Al cabo de un rato se le presentó una joven, que le dijo: «Mi señora te manda llamar a ti y a tu amigo». Abu-l-Hasán y Alí b. Bakkar se dirigieron al palacio de Harún al-Rasid. Entraron en una habitación y se sentaron en los cojines. Les acercaron las mesas, comieron y se lavaron las manos; luego les sirvieron los licores, y ellos bebieron. Finalmente, los condujeron a otra habitación, cuyo techo descansaba sobre cuatro columnas y que estaba recubierta por toda clase de hermosos tapices, tanto, que parecía el alcázar de un genio. Quedaron perplejos ante el lujo que veían, y mientras estaban distraídos contemplando aquellos portentos, vieron acercarse a diez esclavas. Se pusieron en fila como huríes del paraíso.

Luego entraron otras diez esclavas, que llevaban laúdes y otros instrumentos musicales. Éstas saludaron a los dos jóvenes y empezaron a tocar los laúdes y a recitar poesías. Más tarde llegaron otras diez, de ojos negros, mejillas sonrosadas, cejas arqueadas y miradas lánguidas; vestían trajes de sedas multicolores. Se colocaron cerca de la puerta, y poco después entraron otras diez mucho más bellas, con vestidos más hermosos, las cuales se colocaron junto a las jambas, dejando paso a veinte más, entre las cuales iba una esclava llamada Sams al-Nahar: ésta era la luna entre las estrellas, y estaba aureolada por la noche de sus cabellos. Llevaba un vestido azul y un manto de seda repujado en oro; el cinturón estaba incrustado en pedrerías de todas clases. Avanzó y se sentó en un diván. Alí b. Bakkar, al verla, recitó estos versos:

Ésta ha sido la causa de mi enfermedad, de la duración de mi amor y de mi pasión.

A su lado me he dado cuenta de que me derretía, de que mis huesos se extenuaban de pasión por ella.

Entonces dijo a Abu-l-Hasán: «Si me quisieras bien, me habrías dicho todas esas cosas antes de entrar aquí, para que yo me hubiese hecho a esta idea y me hubiera preparado a oír lo que me ha herido». Empezó a llorar y a quejarse. Abu-l-Hasán le contestó: «¡Hermano! Sólo te quiero bien, y temía que si te informaba de esto, la pasión, al hacer presa en ti, te impidiese venir a su encuentro e imposibilitase el reunirte con ella. Pero tranquilízate, pues te ha llegado la felicidad, ya que ella está bien dispuesta».

Alí b. Bakkar preguntó: «¿Cómo se llama esta muchacha?» «Sams al-Nahar; es la favorita del Emir de los creyentes, Harún al-Rasid. Ahora estamos en el alcázar del Califa.» Sams al-Nahar se sentó y empezó a admirar las bellezas de Alí b. Bakkar; éste la contemplaba a su vez, y así se enamoraron el uno del otro. Ella dio orden a las esclavas de que cada una se sentase en su sitio, en su diván correspondiente. Cada una ocupó su puesto frente a una ventana. Después les mandó que cantasen, y una de ellas tomó el laúd y empezó a recitar:

Repito por segunda vez el mensaje: oye la respuesta públicamente.

Ante ti, rey de los bellos, he empezado a lamentarme de mi situación.

¡Señor mío! ¡Corazón apreciado! ¡Vida querida! Concédeme un beso como don o como préstamo.

Te lo devolveré —¡ojalá vivas siempre!— tal como me lo hayas dado.

Y si aún quieres más, tómalos, pues los cederé gustosa.

¡Oh, tú que me has hecho poner el vestido de la consunción! ¡Ojalá vistas siempre el traje de la salud!

Alí b. Bakkar quedó impresionado y dijo: «Recita más versos como éstos». Tocó las cuerdas y recitó los siguientes:

A causa de lo lejos que te encuentras, ¡oh amigo!, conocen mis párpados el llanto ininterrumpido.

¡Oh, fortuna y deseo de mis ojos! ¡Oh, mi último deseo y mi última fe!

¡Ten compasión de aquel cuyos ojos están sumergidos en las lágrimas de una triste pasión!

Cuando hubo terminado de recitar estos versos, Sams al-Nahar dijo a otra joven: «¡Recita!» La aludida moduló su voz y recitó estos versos:

Me he emborrachado de miradas y no de vino; el sueño se ha alejado de mis ojos.

No me ha distraído el vino, sino su cuello; no me ha emocionado el licor, sino sus bellas cualidades.

Sus aladares han desviado mi firmeza, y mi entendimiento ha sido raptado por su vestido.

Sams al-Nahar suspiró, pues los versos le habían gustado mucho. Después mandó a otra joven que cantase, la cual recitó estos versos:

Es un rostro que compite en belleza con la lámpara del cielo; la juventud hace aparecer en él la lozanía del agua corriente.

El bozo ha punteado en sus mejillas letras en las cuales está encerrado por entero el sentido del amor.

La belleza chillaba al encontrarlo: «¡Este tejido ha salido de los talleres de Dios!»

Alí b. Bakkar dijo entonces a la joven que estaba a su lado: «¡Recita tú, esclava!» Ella tomó el laúd y recitó estos versos:

La hora de la unión no admite estos desdenes.

¡Cuánta dureza perniciosa! ¡No se portan así las bellas!

¡Aprovechad el momento propicio para gozar de las horas de amor!

Alí b. Bakkar exhaló un profundo suspiro y derramó abundantes lágrimas. Sams al-Nahar, al verlo llorar y quejarse, fue víctima de la pasión y del amor. Se levantó de su reclinatorio y corrió hacia la puerta de la cúpula. Alí b. Bakkar se precipitó en pos de ella: se abrazaron, y cayeron desmayados al pie de la puerta. Entonces las esclavas corrieron hacia ellos, los trasladaron al interior de la habitación y les rociaron el rostro con agua de rosas. Al volver en sí no vieron a Abu-l-Hasán, pues éste se había escondido detrás de un diván. La joven preguntó: «¿Dónde está Abu-l-Hasán?» Éste salió de detrás del mueble, y ella lo saludó y le dijo: «¡Haga Dios que pueda recompensarte, oh, bienhechor!» Luego, acercándose a Alí b. Bakkar, le dijo: «¡Señor mío! Tu amor ha alcanzado ya su mayor intensidad, y a mí me ocurre lo mismo. No tenemos más remedio que soportar con paciencia lo que nos ha ocurrido», «¡Por Dios, señora mía! El unirme a ti no basta para apagar la llama; la pasión que se ha apoderado de mí sólo desaparecerá el día en que pierda mi alma.» Las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas como si fuesen lluvia. Sams al-Nahar lo acompaño en el llanto. Abu-l-Hasán exclamó: «¡Por Dios! Vuestro asunto me maravilla, pues vuestra situación es bien extraña. Si lloráis ahora que estáis juntos, ¿qué haréis cuando estéis separados? Este momento no es para estar tristes ni para llorar, sino para estar alegres y contentos».

Sams al-Nahar hizo señas a una esclava, la cual salió y regresó acompañada por unas sirvientas que traían una mesa puesta; la vajilla era de plata, y contenía toda clase de guisos. La colocaron delante de ellos, y Sams al-Nahar empezó a comer y a servir a Alí b. Bakkar hasta que quedaron hartos. Después retiraron la mesa, se lavaron las manos, fueron acercados los pebeteros, con toda clase de maderas, y llevaron las ánforas repletas de agua de rosas; se incensaron y se perfumaron. Luego les acercaron bandejas de oro repujado, en las que había toda clase de bebidas, frutas, golosinas y todo cuanto se pudiera desear, y cuya contemplación regocijaba a los ojos. Después la sirvienta les sirvió una vasija repleta de vino. Sams al-Nahar escogió diez sirvientas y diez esclavas cantoras, a las cuales ordenó que permanecieran a su lado, y despidió al resto. Mandó que tocaran los laúdes, y así lo hicieron. Una de ellas cantó:

Voy a rescatarme con aquel que saluda riendo y que, cuando yo ya desesperaba, me hace ambicionar de nuevo la unión.

La pasión ha desvelado mis más íntimos secretos, y ha mostrado al censor lo que se esconde en mi corazón.

Las lágrimas se han interpuesto entre los dos. ¡Parece como si las lágrimas se hubiesen enamorado al mismo tiempo que yo!

Sams al-Nahar se puso de pie, llenó la copa y se la bebió; después volvió a llenarla y se la entregó a Alí b. Bakkar.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en seguida mandó a otra esclava que cantase. Recitó estos dos versos:

Mis lágrimas, cuando corren, se parecen al vino, ya que mis ojos derraman un líquido semejante al que está en la jarra.

¡Por Dios! No sé si han sido mis ojos los que han vertido el vino, o si he bebido mis propias lágrimas.

Alí b. Bakkar apuró su copa y se la devolvió a Sams al-Nahar. Ésta la llenó de nuevo y se la entregó a Abu-l-Hasán, quien se la bebió. La joven tomó el laúd y dijo: «Voy a cantar yo misma acerca de mi copa». Afinó las cuerdas y recitó estos versos:

En sus mejillas se agitan, por amor, las más extrañas lágrimas; el fuego de la pasión arde en su pecho.

A pesar de que aquella a quien ama está a su lado, llora pensando en la separación: las lágrimas corren, esté la amada cerca o lejos.

Y luego añadió:

¡Ojalá podamos servirte de rescate, copero! La belleza te ha vestido de pies a cabeza.

De tus manos sale el sol; de tu boca, las Pléyades; de tu cuello, la luna.

Tus copas, aquellas que me han embriagado, son las que han escanciado tus pupilas.

¿No es raro que, siendo tú la luna llena, el cuarto menguante aparezca en el cuerpo de tu amante?

¿Eres una divinidad, ya que haces vivir o morir a quien quieres, acercándote o separándote de él?

Dios ha creado la belleza inspirándose en ti; ha creado los perfumes inspirándose en tus calidades morales.

Tú no eres un mortal: eres un ángel enviado por el Creador.

Al oír aquellos versos de Sams al-Nahar, los presentes estuvieron a punto de perder la cabeza de emoción, y se pusieron a jugar y a reír. Así estaban cuando entró una criada corriendo, temblando de miedo. «¡Señora! El Emir de los creyentes está en la puerta, acompañado por Afif, Masrur y otros.» Al oír estas palabras, por poco se mueren todos del susto. Sams al-Nahar se echó a reír, les aconsejó que no tuviesen miedo y dijo a la esclava: «Procura entretenerlos para que éstos puedan, alejarse de aquí». Mandó que cerraran la puerta de la habitación y que corriesen las cortinas, y ella misma cerró la puerta de la sala. Hecho esto salió al jardín, se sentó en un estrado, ordenó a una criada que le hiciese masaje en los pies y dijo a los demás que se marchasen, no sin antes recomendar a otra esclava que dejase la puerta abierta para que pudiese entrar el Califa.

Masrur y sus acompañantes —eran veinte en total— penetraron espada en mano y saludaron a Sams al-Nahar. Ésta preguntó: «¿Por qué habéis venido?» «El Príncipe de los creyentes te saluda, desea verte y te informa que hoy ha tenido un día muy agradable, una suerte magnífica, y desea que tú constituyas ahora mismo el término de un día tan afortunado. ¿Quieres ir a sus habitaciones, o prefieres que él venga aquí?» La joven se puso de pie, besó el suelo y dijo: «¡Oigo y obedezco al Emir de los creyentes!» Mandó llamar a las sirvientas y esclavas, y cuando las tuvo delante les dijo que se disponía a cumplir lo que le mandaba el Califa, y que el local debía prepararse para recibir al soberano. Dijo a los criados: «Id junto al Emir de los creyentes e informadle de que lo espero dentro de un momento, en cuanto haya terminado de preparar la habitación con los tapices y los utensilios correspondientes».

Los criados se apresuraron a llevar el recado al Emir de los creyentes. Entretanto, Sams al-Nahar corrió al lado de su amado, Alí b. Bakkar, lo estrechó junto a su pecho y lo despidió. Él lloraba a lágrima viva, y le dijo: «¡Dueña mía! Esto es la despedida. Permite que la saboree, pues tal vez me aniquile y me quite la vida por tu amor. Ruego a Dios que me haga soportar resignadamente esta pasión con la que me ha puesto a prueba». Sams al-Nahar replicó: «¡Por Dios! ¡Soy yo quien va a perder la vida! Tú, sólo con ir al mercado, encontrarás quien te consuele: así quedarás a cubierto, y tu pasión, disimulada. Pero yo me encontraré en la mayor aflicción, ya que he invitado al Califa, y tal vez me encuentre en el mayor de los peligros a causa de mi pasión, de mi amor por ti y de la tristeza que experimento al tener que separarme de ti.

»¿Con qué lengua cantaré? ¿Con qué corazón me voy a presentar delante del Califa? ¿Con qué palabras he de invitar al Emir de los creyentes? ¿Con qué ojos he de mirar el lugar en que tú no te encuentras? ¿Cómo voy a poder soportar una compañía que no es la tuya? ¿Con qué gusto he de beber el vino, si tú no estás presente?»

Abu-l-Hasán intervino: «No te preocupes; ten paciencia, y esta noche no descuides nada en el servicio del Emir de los creyentes». Mientras hablaba así entró una criada, que dijo: «¡Señora! ¡Llegan los garzones del Emir de los creyentes!» Ella se puso de pie y dijo a la criada: «Coge a Abu-l-Hasán y a su compañero y condúcelos a lo alto del balcón que da al jardín. Déjalos allí hasta que se haga de noche, y luego idea cualquier procedimiento para sacarlos». La criada los condujo hasta el balcón, los encerró en él y se marchó a hacer sus cosas. Ambos empezaron a contemplar el jardín: vieron que el Califa se acercaba al frente de cien pajes armados con espadas, y llevando a su alrededor veinte muchachas que parecían lunas, que vestían los trajes más preciosos y se tocaban con diademas de pedrería y jacintos. Cada una llevaba en la mano una antorcha encendida. El Califa iba entre ellas, que lo rodeaban por todos lados; Masrur, Afif y Wasif lo precedían, y él avanzaba cimbreándose.

Sams al-Nahar y todas sus esclavas salieron a recibirlo a la puerta del jardín: besaron el suelo ante él y se pusieron a andar delante hasta que se sentó en el estrado. Los pajes y las criadas que estaban en el huerto siguieron en pie, con las antorchas encendidas y tocando los instrumentos musicales, hasta que el Califa les permitió retirarse y sentarse en los divanes. Sams al-Nahar se colocó al lado del Califa y empezó a hablar con éste. Mientras tanto, Abu-l-Hasán y Alí b. Bakkar miraban al Califa y lo oían sin que él los viese. El soberano empezó a jugar con Sams al-Nahar y mandó que fuese abierta la habitación. Cumplido esto, fueron descorridas las cortinas, y se encendieron velas hasta que aquel lugar, en plena noche, pareció estar iluminado por el día. Los criados acercaron todo lo que era necesario para beber.

Abu-l-Hasán observó: «Jamás he visto objetos ni bebidas de tal valor. Hay gran cantidad de piedras preciosas de las que no he oído hablar. Me parece estar soñando, pues mi entendimiento ha quedado estupefacto, y mi corazón tiene palpitaciones». Por su parte, Alí b. Bakkar se había mantenido cabizbajo, dada la fuerza de su pasión desde que se había separado de Sams al-Nahar. Pero al levantar la cabeza y ver este cuadro incomparable, dijo a Abu-l-Hasán: «¡Hermano mío! Tengo miedo de que el Califa nos vea o de que se entere de nuestra presencia; temo, sobre todo, por ti; en cuanto a mí, ya sé que moriré a consecuencia de mi gran amor y de mi mucha pasión. Esperemos que Dios nos salve de esta prueba».

Alí b. Bakkar y Abu-l-Hasán seguían viendo desde el balcón todo cuanto ocurría. Cuando hubo terminado el convite, el soberano se volvió hacia una esclava y le dijo: «¡Guram! ¡Cántanos esas canciones conmovedoras que sabes!» La esclava empezó a modular y recitó estos versos:

La pasión de una árabe que se ha alejado de su familia, que anhela, nostálgica, el sauce y el mirto del Hichaz;

que cuando ve acercarse una caravana prepara la cena con el calor de su llanto y con sus lágrimas el agua de beber,

no puede ser mayor que la mía: mi amado ve que voy a cometer una falta.

Al oír estos versos, Sams al-Nahar perdió el conocimiento y cayó de la silla en la que estaba sentada. Las esclavas corrieron a sostenerla. Alí b. Bakkar, al ver esto desde el balcón, cayó desmayado a su vez. Abu-l-Hasán exclamó: «¡El destino ha distribuido la pasión, entre vosotros, a partes iguales!» Mientras estaban hablando se presentó la joven que los había conducido hasta allí. Dijo: «¡Abu-l-Hasán! Márchate junto con tu compañero. El tiempo apremia, y temo que se nos descubra. ¡Marchaos ahora mismo o pereceremos!» Abu-l-Hasán replicó: «¿Y cómo he de irme llevándome a este joven, que es incapaz de sostenerse en pie?» La joven le echó unas gotas de agua de rosas en la cara, con lo que el muchacho recuperó el conocimiento. Abu-l-Hasán y la joven lo ayudaron, a ponerse de pie, descendieron del balcón y caminaron un poco Después la muchacha abrió una puerta pequeña, de hierro, y llevó hasta un banco a Abu-l-Hasán y a Alí b. Bakkar. Dio unas palmadas y se acercó una barca, en la que iba un hombre remando. La joven ayudó a los dos a embarcar, y dijo al de la chalupa que los llevase a un sitio determinado. Ya lejos del jardín, Alí b. Bakkar dirigió una última mirada hacia éste y el pabellón, y se despidió con estos dos versos:

He alargado, para despedirme, una mano bien débil; la otra estaba encima del fuego ardiente de mi corazón.

Éste no será nuestro único encuentro, ni será ésta la última comida.

La joven insistió al barquero: «Condúcelos rápidamente». El hombre remó con fuerza, y la joven siguió a su lado…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [siguió a su lado] hasta que hubieron cruzado el río, llegaron a la otra orilla y desembarcaron. Entonces la joven se despidió de ellos, diciendo: «Desearía no tener que separarme de vosotros, pero yo no puedo ir más allá de este lugar». La muchacha se volvió, y Alí b. Bakkar se quedó cabizbajo, y sin poder moverse, delante de su amigo Abu-l-Hasán, el cual le dijo: «Este sitio no es muy seguro. Si seguimos aquí temo por nuestra vida, ya que hay ladrones y bandidos». Alí b. Bakkar intentó andar un poco, aunque apenas podía. Abu-l-Hasán tenía algunos amigos en aquel lugar, por lo cual se dirigió a casa de uno en el que tenía completa confianza. Llamó a la puerta, y el amigo abrió en seguida; al ver a los dos, los saludó, los condujo hacia el interior de la casa y los invitó a sentarse.

Les preguntó de dónde venían. Abu-l-Hasán explicó: «Hace poco hemos tenido que salir forzados por un hombre con el que tengo relaciones comerciales, el cual me debe dinero y del que se me había dicho que se disponía a marcharse. Por eso he salido esta noche, para intentar encontrarlo, en compañía de este amigo mío, Alí b. Bakkar. Pero se ha escondido, no lo hemos visto y regresamos con las manos vacías. Como habría sido enojoso regresar de noche y sólo conocíamos este lugar, hemos venido aquí esperando una buena acogida de acuerdo con tus costumbres». El hombre les volvió a dar la bienvenida, los trató con todos los honores y pasó a su lado el resto de la noche. Al llegar la mañana abandonaron su casa, y no pararon de andar hasta llegar a la ciudad. Entraron y pasaron por delante de la casa de Abu-l-Hasán. Éste conjuró a Alí b. Bakkar a que lo siguiese.

Entraron y se tendieron un rato en la cama. Al despertarse, Abu-l-Hasán mandó a sus pajes que cubriesen la habitación de ricos tapices, y así lo hicieron. Después se dijo: «Debo distraer a este joven y consolarlo de la pena que sufre, ya que yo estoy enterado de lo que le sucede». Al despertarse, Alí b. Bakkar pidió que le sirvieran agua. Así lo hicieron. Después de las abluciones y las plegarias canónicas, que no había hecho el día ni la noche anterior, empezó a darse ánimos hablando consigo mismo.

Abu-l-Hasán, al ver esto, se le acercó y le dijo: «¡Señor mío Alí! Lo que más conviene a tu estado actual es permanecer conmigo durante esta noche, a fin de tranquilizar tu pecho de las penas amorosas que lo abruman; conmigo te distraerás». «Hermano mío, haz lo que quieras, pues yo, haga lo que haga, no conseguiré escapar a la pena que me agobia. Haz lo que tengas que hacer.» Abu-l-Hasán llamó a sus pajes, invitó a sus amigos y mandó a buscar los mejores cantores y músicos, y en compañía de éstos pasaron el resto del día comiendo, bebiendo y divirtiéndose; así llegó el crepúsculo, encendieron las velas, empezaron a pasar las copas de vino, y la velada transcurrió agradablemente. Una cantora tomó el laúd y recitó:

El tiempo, de improviso, me ha disparado una flecha, que me ha herido y me ha obligado a separarme de los seres amados.

La suerte ha sido mi enemigo; mi paciencia ha desaparecido; antes de esto, yo sabía ser previsor.

Al oírlo, Alí b. Bakkar cayó desmayado y no volvió en sí hasta llegar la aurora, cuando ya desesperaba Abu-l-Hasán. Entonces, Alí b. Bakkar quiso marcharse a su casa; su huésped no se opuso a ello, pues estaba asustado de las consecuencias que podía tener el asunto. Los pajes le trajeron una mula, le ayudaron a montar en ella, y Abu-l-Hasán lo acompañó hasta su domicilio. Cuando éste lo vio tranquilo en su casa, dio gracias a Dios por haberlo salvado de aquella situación tan comprometida, y empezó a consolarlo, a pesar de que, dada la vehemencia de la pasión, no conseguía ser dueño de sí mismo. Abu-l-Hasán se despidió…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se despidió] y Alí b. Bakkar le dijo: «¡Hermano mío! ¡No dejes de darme noticias!» «Así lo haré.» Abu-l-Hasán se marchó, dirigióse a su tienda y la abrió. Estuvo a la espera de alguna noticia de la joven, pero nadie se la llevó. Entonces se marchó a su casa, en donde pasó la noche, y a la mañana siguiente fue a visitar a Alí b. Bakkar. Al entrar lo encontró tumbado en el lecho, rodeado de amigos y médicos, cada uno de los cuales le tomaba el pulso y le prescribía alguna cosa. El joven sonrió al ver entrar a Abu-l-Hasán y éste lo saludó, le preguntó por su salud, se sentó a su lado y permaneció junto a él hasta que los otros se marcharon. Entonces lo interrogó acerca del estado en que se encontraba.

Alí b. Bakkar le explicó: «Se ha extendido la noticia de que me encuentro enfermo, y mis amigos se han enterado. Yo no tenía fuerzas suficientes para levantarme y andar; por tanto, no podía desmentir a quienes dicen que estoy enfermo. Por esto me he quedado en la cama, tal como ves, y mis amigos han acudido a visitarme; pero dime, hermano mío, ¿has visto a la muchacha, o tienes alguna noticia de ella?» «No la he vuelto a ver después de habernos dejado a orillas del Tigris.» Luego añadió: «¡Hermano mío! ¡No descubras nada y deja de llorar!» Alí b. Bakkar contestó: «¡Hermano mío! No puedo contenerme». Suspiró profundamente y recitó estos versos:

Ha obtenido con su mano lo que nunca conseguirá la mía: un signo en el pulso, con el cual ha disminuido mi fuerza.

Ella temía que su mano fuese herida por los dardos de su misma pupila: por eso se ha revestido de una cota de mallas.

El médico, ignorando mi verdadero estado, me ha cogido la mano. Pero yo le he dicho: «El mal está en mi corazón; deja en paz la mano».

Ella dice al fantasma que me ha visitado y se ha ido: «¡Por Dios! ¡Descríbemelo sin añadir ni quitar nada!»

Él replica: «Lo he dejado cuando parecía que iba a morirse de sed y que tú le dijeses: “Abstente de beber”, y él se abstenía».

Entonces, ella lloró perlas del lánguido narciso de los ojos, regó la rosa de las mejillas y mordió sus labios de púrpura con dientes que parecían granos de granada.

Cuando hubo terminado de recitar estos versos, dijo: «He sido afligido por una desgracia ante la cual era inmune: no me queda más posibilidad que la del reposo o la muerte». Abu-l-Hasán lo consoló: «Ten paciencia, y tal vez Dios te cure». Abu-l-Hasán se marchó, se dirigió a su tienda y la abrió. Apenas hacía un momento que estaba sentado cuando se le acercó una joven, que lo saludó.

Le devolvió el saludo, la miró atentamente y vio que estaba muy agitada. Le dijo: «¡Bien venida! ¿Cómo se encuentra Sams al-Nahar?» «Después te informaré de su estado. ¿Dónde se encuentra Alí b. Bakkar?»

Abu-l-Hasán le explicó lo ocurrido. La joven se entristeció, suspiró y quedó maravillada de lo que estaba ocurriendo. Dijo: «El estado de mi señora es aún más curioso. Cuando vosotros os marchasteis, yo volví a su lado con el corazón palpitante por lo que pudiera ocurriros, pues no estaba segura de que consiguierais escapar. Una vez al lado de mi señora, vi a ésta tendida en el pabellón, sin hablar ni contestar a nadie. El Emir de los creyentes estaba sentado junto a su cabecera, sin encontrar a nadie que lo informase de lo que ocurría y sin saber qué tenía. Siguió desmayada hasta la medianoche, hora a la cual volvió en sí. El Emir de los creyentes le preguntó: “¿Qué es lo que te ocurre, Sams al-Nahar? ¿Qué te ha sucedido esta noche?”

»Sams al-Nahar besó los pies del Califa y le dijo: “¡Dios haga que yo sea tu rescate! Cierto malestar se ha apoderado de mí, ha encendido fuego en mi cuerpo y he caído desmayada por el gran dolor que experimentaba, sin poder saber lo que me ocurría”. El Califa preguntó: “¿Qué has comido hoy?” “Algo que nunca había probado.” Después sacó fuerzas de la flaqueza, pidió algo de beber, lo tomó y rogó al Califa que continuase la fiesta. Ésta volvió a comenzar, y cuando yo me acerqué a ella me preguntó por vosotros. Le expliqué cómo os había conducido, y los versos que había recitado Alí b. Bakkar. Ella permaneció en silencio. Después, el Emir de los creyentes se sentó y mandó a la esclava que cantase. Recitó estos versos:

Después de vuestra marcha, mi vida nada apetece. ¡Ojalá supiera cómo os encontráis después de haberos ido!

Es justo que mis lágrimas sean de sangre, ya que vosotros habéis llorado al alejaros de mí.

»Al oír estos versos, la joven cayó desmayada de nuevo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven siguió diciendo:] «Entonces cogí su mano, le eché unas gotas de agua de rosas en la cara y volvió en sí. Le dije: “¡Señora mía! No descubras lo que hay en tu seno ni divulgues lo que ocurre. ¡Por vida de tu amado, ten paciencia!” “¿Hay algo más grave que la muerte? Yo la busco, pues en ella está mi reposo.” Mientras hablábamos así, la esclava cantó las palabras del poeta:

Dijeron que la paciencia trae a veces la tranquilidad de espíritu. Respondo: “¿Dónde está la paciencia, si él se ha ido?”

El pacto que entrambos aceptamos disponía que después del abrazo de despedida se cortasen sus lazos.

»Sams al-Nahar volvió a caer desmayada. El Califa, al verlo, corrió hacia ella y mandó que le diesen algo de beber y que cada esclava se fuese a su habitación. Él se quedó a su lado hasta que amaneció. Entonces mandó llamar a los médicos y les ordenó que la visitasen, sin sospechar la pasión y el amor que la joven sentía. Yo he permanecido a su lado hasta que la he visto algo restablecida, y esto es lo que me ha impedido venir antes. He dejado a su lado a unas cuantas mujeres de servicio, pues ella me ha mandado en busca de noticias de Alí b. Bakkar, y me ha dicho que regrese en seguida tan pronto como sepa algo».

Abu-l-Hasán le dijo: «¡Por Dios! He de contarle todo lo que le ha sucedido. Vuelve junto a tu señora, salúdala y ruégale que tenga paciencia. Recomiéndale que calle su secreto y dale a entender que yo he comprendido la situación en que se encuentra, que es grave y digna de reflexión». La joven le dio las gracias, se despidió y se marchó junto a su señora. Esto es lo que a ella se refiere.

Volvamos ahora a Abu-l-Hasán. Éste permaneció en la tienda hasta que se hizo de noche. Entonces, y después de haber cerrado su almacén, se dirigió a casa de Alí b. Bakkar. Llamó a la puerta y salió a abrirle uno de los criados, quien lo hizo entrar. Una vez delante de Alí, éste le sonrió, se alegró por su llegada y le dijo: «¡Abu-l-Hasán! Te has hecho esperar durante todo el día, cuando mi vida depende de ti hasta su fin». Abu-l-Hasán replicó: «¡Déjate de palabras! ¡Si yo pudiera servirte de rescate, aun a costa de mi vida te rescataría! Hoy ha venido la criada de Sams al-Nahar, la cual me ha dicho que lo que le ha impedido venir antes ha sido la constante presencia del Califa junto a su señora. Me ha contado lo que le ha ocurrido a ésta».

Luego le refirió todo lo que le había dicho la criada. Alí b. Bakkar se entristeció mucho y rompió a llorar. Después, volviéndose hacia Abu-l-Hasán, dijo: «Te conjuro, por Dios, a que me ayudes en esta aflicción y a que me indiques el subterfugio de que he de valerme. Dada tu generosidad, te ruego que pases esta noche en mi casa para que pueda distraerme contigo». Abu-l-Hasán accedió a su deseo y se preparó a pasar la noche a su lado. Estuvieron hablando durante toda la velada. Alí b. Bakkar rompió a llorar y recitó estos versos:

Con la espada de su mirada cortó mi celada; con la lanza de su estatura rompió la coraza de mi paciencia.

Debajo de su lunar de almizcle apareció el alcanfor de la mejilla, que clareaba entre la noche ambarina de sus cabellos.

Turbada, mordió los labios de coral con los dientes de perla; éstos reposaban en el estanque azucarado de su boca.

Suspiró desgarradoramente; su mano se posó en el pecho, y así vi lo que no había visto:

Cálamos de coral que escribían con ámbar, en una cuartilla de cristal, cinco líneas.

¡Oh, tú que tienes una espada poderosa! ¡Ay de ti si afrontas sus lánguidas pestañas!

¡Oh, tú que empuñas la lanza! ¡Ay de ti si ella te ataca con la lanza de su estatura!

Luego dio un grito muy fuerte y cayó desmayado. Abu-l-Hasán creyó que el alma había abandonado su cuerpo, pues siguió sin sentido hasta el amanecer. Al volver en sí miró a Abu-l-Hasán, y éste continuó junto a Alí b. Bakkar hasta que fue completamente de día. Entonces se marchó a abrir la tienda. La muchacha apareció en seguida, y le hizo un gesto a modo de saludo; él le devolvió el saludo; ella le dio recuerdos de su señora y le preguntó: «¿Cómo se encuentra Alí b. Bakkar?» «¡No me preguntes por su estado ni por la situación en que se encuentra a causa de su pasión! Durante la noche no duerme, y durante el día no descansa. Tan larga vigilia lo ha extenuado, la languidez lo ha vencido, y se encuentra en un estado que no alegra al amigo».

«Mi señora manda saludos para ti y para él, y le ha escrito una carta. Ella se encuentra en un estado mucho más grave que él. Me ha dado la carta y me ha dicho que no regresase sin la respuesta, recomendándome que siguiese bien sus órdenes. Aquí tengo la carta. ¿Querrías acompañarme hasta Alí b. Bakkar y recoger su contestación?» «De buen grado.» Cerró la tienda, se llevó consigo a la joven y la condujo por una calle distinta a aquella por la que había llegado. No se detuvieron hasta llegar a casa de Alí b. Bakkar. Dejó a la joven en la puerta, y él entró.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Alí b. Bakkar se alegró al verlo, y su amigo le dijo: «La causa de que haya venido es que Fulano me ha enviado a su criada con una hoja de papel, en la que te saluda y te explica que el haber tardado tanto en preocuparse de ti se debe a algo que le ha sucedido. La criada espera en la puerta. ¿Permites que entre?» «¡Hazla entrar!», gritó Alí. Abu-l-Hasán, con un gesto, le dio a entender que se trataba de la esclava de Sams al-Nahar. Alí, al verla, se movió, alegróse y le preguntó con un gesto: «¿Cómo se encuentra la señora? (¡Dios la proteja y la guarde!)» «Bien.» A continuación sacó un papel y se lo alargó. Él lo cogió, lo besó y, después de leerlo, se lo pasó a Abu-l-Hasán. Éste vio que contenía los siguientes versos:

«Este mensajero te dará mis noticias. Conténtate con oírlas en vez de verme.

Has dejado un amante enfermo de amor, y sus párpados no conocen el sueño.

Soporto con paciencia la desgracia, ya que ningún ser puede estar a cubierto del destino.

Permanece tranquilo, pues estás muy cerca de mi corazón, y ningún día has estado ausente de mi pensamiento.

Vigila tu cuerpo enflaquecido y fíjate en lo que le ha sucedido. Así tendrás idea de lo que ha sido de mí.

»Te he escrito una carta sin utilizar los dedos, y te he dirigido la palabra sin emplear la lengua; para explicar mi estado he de decir que mis ojos no abandonan el insomnio, que la preocupación no se aparta jamás de mi corazón; parece como si nunca hubiese conocido la salud ni la alegría; como si jamás hubiese visto un bello espectáculo; como si nunca hubiera llevado una vida tranquila y como si hubiese sido creada de pasión y sufrimiento, de amor y de tristeza. Las penas me llegan en pos de las desgracias, la pasión se multiplica, y el deseo crece de tal modo que soy igual como aquel de quien dijo el poeta:

El corazón, oprimido, y el pensamiento, divagando; los ojos, en vela, y el cuerpo, extenuado.

Impaciente y agobiado por la separación; el pensamiento, extraviado, y el corazón, encadenado.

»Sabe que el quejarse no apaga la llama de la aflicción, y que sólo es un alivio para quien está enfermo de deseo e intranquilo por la separación. Me consuelo con las palabras del amor. ¡Qué acertado estuvo el poeta que dijo!:

Si en el amor no existiese amistad y desdén, ¿de dónde vendría el consuelo de las cartas y escritos?»

Abu-l-Hasán refiere: «Las palabras de esta carta habían ido despertando mis penas; sus frases me hirieron profundamente en lo más íntimo. Después la entregué a la muchacha. Una vez la hubo cogido ésta, Alí b. Bakkar le dijo: “Transmite a tu señora mi saludo, y dile lo grande que es mi amor y mi pasión; que el amor se ha metido entre mi carne y mis huesos; que necesito a alguien que me libre de este mar de la muerte y me salve de esta situación tan complicada”». Se puso a llorar, y la esclava lo acompañó con sus lágrimas. Luego se despidió y se marchó de su casa, acompañada por Abu-l-Hasán. Éste, a su vez, se despidió y se marchó a su tienda.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cincuenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que apenas se sentó en ella, se dio cuenta de que tenía el corazón angustiado y el pecho oprimido. Quedóse perplejo pensando en el asunto, y estuvo meditando en él durante todo aquel día y la noche siguiente. Al amanecer fue a visitar a Alí b. Bakkar y esperó a que lo dejaran a solas con él. Le preguntó cómo se encontraba, y Alí empezó a quejarse de su pasión y de lo muy enamorado que estaba. Recitó las palabras del poeta:

Las gentes que me han precedido se han quejado de las penas de amor. Muertos y vivos se han asustado ante el temor de la separación.

Pero nunca he oído hablar ni visto nada que pueda compararse con lo que ocurre entre mis costillas.

Y añadió esto de otro poeta:

El amor que te tengo me ha hecho sufrir más que lo que sufrió Qays al-Machnún por Layla.

Pero no he perseguido a las fieras del desierto como hizo Qays. La locura es de muy distintos tipos.

Abu-l-Hasán le dijo: «Nunca he visto ni he oído hablar de un amor comparable al tuyo. ¿Cómo puedes experimentar tal desvarío y tal debilidad en los movimientos cuando has encontrado a un amigo que te ayuda? Si te hubieses confiado a un cualquiera, tu asunto ya se habría descubierto». Refiere Abu-l-Hasán: «Alí b. Bakkar escuchó mis palabras y me dio las gracias. Yo tenía un amigo que estaba al corriente de lo que nos ocurría a mí y a Alí b. Bakkar; conocía nuestros acuerdos, cosa que no sabía nadie más que él. Éste venía a preguntarme por la salud de Alí b. Bakkar, y al cabo de poco tiempo me interrogó acerca de la joven. Le contesté: “Ella lo invitó, y entre ambos ha ocurrido lo inexplicable: las cosas han llegado a su límite extremo. Sin embargo, a mí se me ha ocurrido algo que te voy a explicar”». «¿Qué es ello?», le preguntó el amigo.

«Ya sabes que soy muy conocido, por mis relaciones con hombres y mujeres. Tengo miedo de que su asunto se descubra y que sea la causa de mi muerte, de la confiscación de mis bienes y de la deshonra de mi familia. Por esto he pensado reunir mis riquezas y marcharme a la ciudad de Basora, en donde residiré hasta que vea en qué acaba este lío, con lo cual nadie pensará en mí. Todo esto es debido a que el amor se ha apoderado de ambos, han empezado a cruzarse cartas, y lo raro es que el mensajero entre ambos es una esclava que custodia su secreto; pero temo que ésta, vencida de enojos, pueda revelarlo a alguien y que el caso se haga público; esto motivaría mi pérdida y sería la causa de mi ruina, pues no tendría excusa entre las gentes.» El amigo replicó: «Me has comunicado una noticia tan peligrosa, que infunde miedo a cualquier persona inteligente y lista. ¡Dios te preserve del mal que temes y te salve de aquello cuyas consecuencias te asustan! Ésta es la mejor opinión».

Abu-l-Hasán se marchó a su casa y se dispuso a arreglar sus asuntos y a preparar sus cosas para partir hacia Basora. Tres días después, arreglados sus negocios, emprendió el viaje hacia aquella ciudad. Su amigo acudió a visitarlo algo más tarde, pero no lo encontró. Preguntó por él a los vecinos, quienes le contestaron: «Hace tres días que se marchó a Basora, pues tiene negocios allí. Ha ido a perseguir a los deudores, y dentro de poco volverá». El hombre se quedó perplejo, sin saber hacia dónde dirigirse, y exclamó: «¡Ojalá no me hubiese separado de Abu-l-Hasán!»

Se le ocurrió una idea para entrar en relación con Alí b. Bakkar. Se dirigió a la casa de éste y dijo a uno de los pajes: «Pide permiso a tu señor para que pueda entrar a saludarlo». El paje se marchó, informó a su dueño, y regresó con la orden de hacerlo pasar. Al llegar ante él le encontró tumbado en el lecho. Lo saludó, y él le devolvió el saludo y le dio la bienvenida. El hombre se disculpó por no haber acudido antes y añadió: «¡Señor mío! Entre Abu-l-Hasán y tú existe una amistad sincera. Yo acostumbraba depositar en él mis secretos, y no me separaba nunca de su lado. He estado ausente tres días, con un grupo de amigos, a causa de mis negocios. Al volver he visto que su tienda está cerrada. He preguntado a los vecinos, y éstos me han contestado que se ha ido a Basora. Como sé que tú eres su amigo más fiel, te ruego, por Dios, que me des sus noticias». Alí b. Bakkar cambió de color y se impresionó al oír estas palabras. Contestó: «Nunca hasta ahora había oído hablar de su viaje. Si las cosas han ocurrido como tú dices, saldré perjudicado». Se puso a llorar y recitó estos versos:

Antes lloraba recordando las alegrías de lo pasado, cuando aún permanecían a mi lado todos los amigos.

Hoy, cuando la suerte me ha separado de ellos, lloro por las personas queridas.

Alí b. Bakkar inclinó la cabeza, meditó un rato, levantó la frente y dijo a un criado: «Ve a casa de Abu-l-Hasán y pregunta si está en ella o si ha salido de viaje. Si te contestan que se ha ido de viaje, pregunta adonde ha ido». El muchacho se marchó, y al cabo de un rato regresó junto a su señor y le dijo: «Al preguntar por Abu-l-Hasán me han contestado que se ha ido de viaje a Basora. En su puerta he encontrado a una muchacha, que, al verme, me ha reconocido sin que yo supiese quién era. Me ha preguntado: “¿Eres criado de Alí b. Bakkar?” “Sí”, he contestado. Y ella me ha dicho entonces: “Traigo una carta de la persona que él más aprecia”. Ha venido conmigo y está esperando en la puerta».

Alí b. Bakkar exclamó: «Hazla entrar». El muchacho fue a buscarla. El hombre que estaba con Alí b. Bakkar miró a la joven y vio que era bonita. La muchacha se acercó a Alí b. Bakkar y lo saludó.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que habló con él en secreto, y él juraba que no había hablado con nadie del asunto. Ella se despidió y se marchó. Aquel hombre, el amigo de Abu-l-Hasán, era joyero. Cuando se hubo marchado la muchacha, el joyero encontró el medio de entablar conversación y dijo a Alí b. Bakkar: «No cabe duda ni hay modo de equivocarme: te mandan a llamar de casa del Califa, o bien tienes con ella algún asunto entre manos». «¿Quién te ha dicho eso?» «Conozco a esa muchacha. Es esclava de Sams al-Nahar. Vino a verme hace tiempo con un billete en el que se me pedía un collar de piedras, y yo le mandé uno de gran valor.» Alí b. Bakkar quedó impresionado de tal modo al oír estas palabras, que se descompuso. Una vez repuesto, le dijo: «¡Por Dios, hermano mío! ¿De dónde la conoces?» «No insistas en la pregunta.» «No desistiré hasta que me hayas informado de la verdad.»

El joyero dijo: «Te lo explicaré para que no sospeches de mí y para que mis palabras no te inquieten; no te ocultaré ningún secreto, y te diré toda la verdad del asunto; pero con una condición: que, a tu vez, me explicarás por qué te encuentras así y la causa de tu enfermedad». Después le refirió todo lo que sabía y añadió: «¡Por Dios, hermano mío! Lo que me ha hecho guardar en secreto mi historia antes las demás personas, ha sido el miedo de que las gentes pudieran hacerla correr». El joyero replicó: «Si yo me he esforzado en acercarme a ti, ha sido debido al mucho afecto que te tengo, al cariño que siento por ti y a la piedad que me inspira tu corazón, que sufre las penas de la separación. Es posible que yo pueda ser tu confidente en vez de mi amigo Abu-l-Hasán mientras dure su ausencia. Tranquilízate y alégrate». Alí b. Bakkar le dio las gracias por todo y recitó estos versos:

Si dijese: «Estoy resignado a estar separado de él», las lágrimas y los sollozos me desmentirían.

¿Cómo puedo evitar que las lágrimas corran por mis mejillas, a causa de la separación del amado?

Alí b. Bakkar calló un rato, y después dijo al joyero: «¿Sabes tú lo que ha dicho esta joven?» «¡No, señor!» «Asegura que he sido yo quien ha aconsejado a Abu-l-Hasán que se marchase a Basora. Que he hecho esto para no verme obligado a sostener correspondencia ni relaciones. Le he jurado que no había sido así, pero no me ha creído, y ha regresado junto a su señora completamente convencida de la realidad de sus sospechas, ya que ella sólo escuchaba a Abu-l-Hasán.»

El joyero le contestó: «¡Hermano mío! Comprendo la posición de la joven en este asunto, pero si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, nos servirá de ayuda para conseguir tu fin». Alí b. Bakkar preguntó: «¿Qué harás con ella, si es huidiza como uno de los animales salvajes que habitan en la selva?» «Quiero ponerme resueltamente a tu favor. Tengo que ingeniármelas para que consigas unirte a ella sin que nadie se entere y sin que te ocurra ningún percance.» Pidió permiso para retirarse. Alí b. Bakkar le dijo: «¡Hermano mío! ¡Guarda el secreto!» Lo miró y se puso a llorar. El joyero se despidió y se marchó…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y una, refirió.

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [se marchó] sin saber lo que había de hacer para ayudar a Alí b. Bakkar. Mientras andaba iba pensando en el asunto. Encontró una hoja de papel en el suelo, la recogió, miró la dirección y leyó: «Del amante despreciado, al amigo engreído». Desdobló la hoja y leyó estos versos:

«El mensajero ha venido a anunciarme tu llegada, y lo más que he pensado es que era pura imaginación.

Por eso no me he alegrado, sino que la tristeza ha aumentado. Me daba la impresión de que el mensajero no había entendido bien tus palabras.

»Sabe, señor mío, que no sé explicarme cuál ha sido la causa de la interrupción de nuestra correspondencia; si eres tú quien me rehúyes, yo me mantengo, en cambio, fiel; si tu afecto ha disminuido yo mantengo el mío a pesar de la distancia. Me ocurre contigo lo que dice el poeta:

Sé orgulloso, lo sufro; pon demora, tengo paciencia; sé altivo, me humillo; aléjate, te sigo; habla, te escucho; manda, obedezco.»

Apenas la acabó de leer, vio que la joven regresaba mirando a derecha e izquierda. Al ver que él tenía la carta en la mano, le dijo: «¡Señor mío! Esta carta se me ha caído». Él no contestó, y siguió andando. La joven empezó a andar detrás, y así llegaron a su casa. Él entró, y la joven lo siguió. Le dijo: «¡Señor mío! ¡Devuélveme esa hoja! Se me ha caído». El joyero, volviéndose hacia ella, le dijo: «¡Muchacha! No temas ni te entristezcas. Pero dime la verdad de lo que ocurre, pues yo sé guardar los secretos. Te conjuro a que no me ocultes nada de lo que ocurre a tu dueña. Tal vez Dios me ayude a hacer realidad sus deseos y haga fáciles, por mi intercesión, las cosas más difíciles». La muchacha contestó, al oír estas palabras: «¡Señor mío! ¡Ojalá nunca se extravíe un secreto del que tú seas custodio, y que nunca fracase un asunto en el que pongas interés! Sabe que mi corazón se inclina hacia ti. Te contaré toda la verdad, con el fin de que me devuelvas la hoja».

Le explicó todo lo sucedido, y añadió que Dios era testimonio de lo que había dicho. El joyero replicó: «Has dicho la verdad, pues yo conozco los hechos tal como han ocurrido». Después le refirió el relato de Alí b. Bakkar y cómo se había enterado del secreto de éste. Se lo contó todo, desde el principio hasta el fin. La muchacha se alegró y se puso de acuerdo con él: ella cogería la hoja y se la entregaría a Alí b. Bakkar. Luego volvería a informar al joyero de todo lo que ocurriese. Éste le dio la carta, y ella la cogió y la selló tal como estaba. Dijo: «Mi señora, Sams al-Nahar, me la ha dado sellada. Cuando él la haya leído y me haya entregado la contestación, te la traeré». La muchacha se despidió y se dirigió a casa de Alí b. Bakkar. Éste la estaba esperando. Le entregó la carta, y él la leyó, escribió la contestación y se la dio a la muchacha, la cual volvió al lado del joyero, quien rompió el sello y vio escrito:

«El mensajero que transportaba nuestra oculta correspondencia ha montado en cólera, y aquélla se ha roto.

Buscad un mensajero digno de confianza al que le guste ser fiel y al que disguste la mentira.

»Yo no he hablado en falso ni he dejado de ser fiel; no he traicionado ningún pacto ni he roto ningún vínculo; después de la separación sólo he hallado penas. Ignoro lo que motiva vuestras palabras, pues sólo amo lo que vos amáis. ¡Juro por Quien conoce los secretos y los misterios, que sólo ambiciono reunirme con quien amo; que mi única preocupación consiste en ocultar el secreto, a pesar de que es la pasión la que me ha hecho enfermar! Esto constituye la explicación de mi estado. Y la paz.»

El joyero, al leer la carta, lloró amargamente. La joven le dijo: «No salgas de aquí hasta que haya vuelto, pues él me acusa de algo que puede justificarse. Por ello, quiero ponerte en relación con mi señora, Sams al-Nahar, pues he dejado a ésta decaída, en espera de noticias». La muchacha se marchó a ver a su señora. El joyero pasó aquella noche muy intranquilo. En cuanto despuntó el día, se sentó a esperar el regreso de la muchacha. Ésta llegó, en efecto, contenta. Apenas hubo entrado, le preguntó qué noticias traía. Ella dijo: «En cuanto te abandoné, me dirigí a ver a mi señora y le entregué la carta de Alí b. Bakkar; cuando la hubo leído y comprendió lo que quería decir, quedó perpleja. Yo le dije: “¡Señora! No temas que tu asunto haya de ir mal por la ausencia de Abu-l-Hasán. He encontrado a alguien que puede sustituirlo y que es mejor que él, de más valor y capaz de guardar los secretos”. Le he hablado de tu amistad con Abu-l-Hasán, de cómo te has relacionado con él y con Alí b. Bakkar; le he dicho que el billete se me había caído, y que tú lo encontraste; asimismo, la he informado del acuerdo que existe entre nosotros dos». El joyero se admiró mucho de todo esto. Ella prosiguió: «Mi señora quiere hablarte personalmente para que le expliques el acuerdo que te liga a Alí b. Bakkar; prepárate a venir ahora mismo conmigo».

El joyero pensó que el dirigirse al pabellón de Sams al-Nahar constituía un asunto serio y un grave peligro, al que no debía exponerse. Dijo a la muchacha: «¡Hermana mía! Yo soy un hombre del vulgo y no puedo compararme con Abu-l-Hasán, que tiene una posición elevada, es muy conocido, y todo el mundo sabe que frecuenta el palacio del Califa, en donde se gastan sus mercancías. Cuando Abu-l-Hasán me habló del palacio, yo temblé de miedo. Si tu dueña quiere verme, tendrá que ser fuera del palacio y lejos del lugar en que reside el Califa, ya que yo soy incapaz de hacer lo que tú dices». Se negó a acompañarla, a pesar de que ella le garantizaba que no le ocurriría nada de malo y lo animaba para que no tuviera miedo. Pero al darse cuenta de que sólo por hablar de ello le temblaban las piernas y las manos, terminó por decirle: «Ya que a ti te cuesta tanto venir al palacio del Califa o acompañarme, trataré de convencerla de que venga conmigo; pero no te marches de aquí hasta que haya regresado con ella». Dicho esto, se alejó.

Al cabo de poco regresaba al lado del joyero y le decía: «Procura que no haya contigo ningún paje ni ninguna muchacha». «Sólo tengo a mi servicio una esclava negra, de avanzada edad.» Entonces la joven cerró todas las puertas por las cuales pudiera acercarse la esclava, y despachó a los criados. Después salió ella y volvió con una joven que al entrar inundó de aroma la casa del joyero. Éste, al verla, se puso de pie, le ofreció un cojín y se sentó enfrente de ella. Permaneció un rato sin hablar, hasta que hubo reposado. Luego se quitó el velo, y el joyero creyó que era el sol que había entrado en su domicilio. La joven preguntó: «¿Es éste el hombre del cual me has hablado?» «Sí.» Se volvió hacia el joyero y le preguntó: «¿Cómo éstas?» «Bien.», y le expresó sus mejores augurios. Ella dijo: «Tú me has forzado a venir aquí, a revelarte lo que constituye nuestro secreto».

Le preguntó por sus parientes y amigos. Él se lo contó todo, y añadió: «Además de ésta, tengo otra casa en la cual acostumbro reunir a mis familiares y contertulios. Todo es tal como le he contado a tu criada». Ella preguntó: «¿Cómo conseguiste tener conocimiento de este asunto?» Él le explicó todo desde el principio hasta el fin. Ella se lamentó de la partida de Abu-l-Hasán y añadió: «Has de saber que el corazón de la gente se siente dominado por las pasiones; que las personas se ayudan unas a otras; que las acciones no llegan a realizarse si antes no las preceden las palabras; que nada se obtiene sin fatiga; que el reposo es una consecuencia del cansancio…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la joven siguió diciendo:] «… que el éxito no se consigue sin amarguras. Ahora te he puesto al corriente de mi asunto; en tus manos he confiado todo nuestro secreto, y tú puedes guardarlo o divulgarlo, pero tienes hombría. Tú sabes que esta criada mía guarda perfectamente el secreto: por eso la tengo en gran aprecio y la he puesto al cuidado de mis asuntos más delicados: no encontrarás a tu lado persona más apreciable. Infórmala de tus cosas y permanece tranquilo. Tú estás a seguro del daño que temes que te causemos, y no se te cerrarán puertas que ella no te abra. Te traerá noticias mías para Alí b. Bakkar y tú serás el intermediario entre éste y yo». Sams al-Nahar se puso de pie; apenas podía sostenerse ni andar. El joyero la acompañó hasta la puerta de la casa, y luego regresó y se sentó en su lugar acostumbrado: había visto una belleza resplandeciente, había oído palabras capaces de dejar aturdido el entendimiento, y había conocido sus modales, que bastaban para dejar admirado.

Estuvo pensando en sus virtudes hasta que se tranquilizó y pidió de comer. Comió muy poco, y después abandonó su casa y se dirigió a la de Alí b. Bakkar. Los pajes de éste salieron a su encuentro y lo acompañaron hasta donde se hallaba su señor, al que encontraron tumbado en el lecho. En cuanto vio al joyero le dijo: «Has tardado en venir, con lo que has añadido una pena más a las que ya pesan sobre mí». Después mandó a los pajes que se marchasen y que cerrasen la puerta. Entonces le dijo: «¡Por Dios! No he pegado un ojo desde el día en que me dejaste. La criada me trajo ayer una carta de Sams al-Nahar». Alí le explicó todo lo que le había sucedido con ella, y añadió: «Este asunto me tiene perplejo, y mi paciencia es muy poca. Abu-l-Hasán era antes mi confidente, y además conocía a la joven». El joyero se echó a reír. Alí le preguntó: «¿Por qué te ríes de mis palabras cuando yo te he acogido con alegría y te he considerado como un auxilio en las vicisitudes de la suerte?» Se puso a llorar y recitó estos versos:

Aquel que se ríe de mi llanto al verme, lloraría si hubiese sufrido lo mismo que yo.

No compadece a aquel que sufre una pena, sino quien ha sufrido una larga desventura.

Mi pasión, mis sollozos, mis quejas, mis pensamientos y mis desvaríos van en pos de un amado que encuentra su refugio entre los pliegues de mi corazón.

Habita siempre en mi corazón; jamás se aparta de él ni un instante, pero, ¡qué difícil es encontrarlo!

No tengo ningún amigo que pueda sustituirlo: él es el único amigo que yo he elegido.

Al comprender el sentido de los versos, rompió a llorar y le explicó lo que le había sucedido con la joven desde el momento en que lo había dejado. Alí lo escuchaba con atención, y a cada palabra el color de su semblante cambiaba de tono; su cuerpo recobraba fuerzas con una y las perdía con otra. Cuando llegó al fin de su relato, Alí b. Bakkar se puso a llorar y le dijo: «Hermano mío: en cualquier caso, soy hombre muerto. Tal vez mi hora ya esté próxima. Ya que eres generoso, te pido que me ayudes en todos mis asuntos hasta que Dios disponga lo que quiera. Yo no te contradeciré ni en una sola palabra». «Este fuego sólo te lo puede extinguir la unión con la que reside en lo más íntimo de tu corazón. Pero esto ha de ser en un lugar que no sea tan peligroso como éste; tal vez en una casa vecina de la mía, a la cual ya han llegado señora y criada. Ése es el lugar que ella misma ha escogido, y espero reuniros en él para que podáis comunicaros vuestras penas de amor.» «Haz lo que quieras, pues lo que tú hagas, bien hecho estará.»

El joyero refiere: «Permanecí conversando con él toda aquella noche, hasta que despuntó el día».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el relato del joyero continúa:] «Después recé la oración de la mañana, me marché y me dirigí a mi domicilio. A poco de haber llegado vino la criada, me saludó, le devolví el saludo y le expliqué lo que me había ocurrido con Alí b. Bakkar. La joven me dijo: “El Califa se ha marchado de nuestro departamento, no queda nadie en él, y es el mejor sitio y el más hermoso para nosotros”. “Dices la verdad, pero no puede compararse con mi casa, que es más discreta y más segura.” “Tienes razón. Voy a ver a mi señora para informarla y exponerle lo que has dicho.” La joven se fue a ver a su señora, la informó de lo que había dicho y regresó a mi casa. Me dijo: “Mi señora está conforme con lo que has dicho”. Sacó de su bolsillo una bolsa llena de dinares y añadió: “Mi señora te saluda y te dice: ‘Acepta esta bolsa, y prepara con su contenido lo que podamos necesitar’ ”.

»Juré que no tocaría ni un solo céntimo, y la joven la recogió y regresó junto a su señora. Le dijo: “No ha aceptado ni un céntimo y me ha devuelto la bolsa”. Tan pronto como se hubo marchado la esclava, me dirigí a mi segunda casa. Coloqué en ella todos los tapices y utensilios que podían ser necesarios; trasladé a ella cubiertos de plata y vajilla de porcelana y preparé las comidas y bebidas que podían apetecer. Cuando llegó la criada y vio lo que yo había preparado, se quedó maravillada y me mandó que fuese a buscar a Alí b. Bakkar. Le repliqué: “No seré yo quien lo traiga, sino tú”. Se marchó a buscarlo y volvió con él; estaba perfectamente y con el mejor de sus aspectos. En cuanto estuvo cerca, salí a su encuentro, le di la bienvenida y lo hice sentarse en un estrado. Le puse delante algunos jarros de porcelana china y de cristal, que contenían perfumes, y hablé con él cerca de una hora.

»Después se marchó la criada, y a la hora de la plegaria del Magrib regresó acompañada por Sams al-Nahar, que venía seguida por dos criados. Cuando vio a Alí b. Bakkar y éste la vio a ella, ambos cayeron desmayados en el suelo; así permanecieron un rato. Al volver en sí, se acercaron el uno al otro y se sentaron para hablar y dirigirse palabras tiernas. Después se pusieron un poco de perfume y ambos me dieron las gracias por mis favores para con ellos. Les pregunté: “¿Queréis comer algo?” Contestaron afirmativamente, y yo les acerqué unas cuantas cosas. Comieron hasta hartarse. Después se lavaron las manos y se trasladaron a otra habitación, en la que les serví las bebidas. Bebieron, se embriagaron y se inclinaron el uno en el otro. Sams al-Nahar me dijo: “¡Señor mío! Completa tus favores y tráenos un laúd u otro instrumento de música, con el fin de que en este momento sea completa nuestra felicidad”. “En seguida.” Me marché, y volví con el laúd. La joven lo cogió, lo afinó, lo apoyó sobre su seno, tocó una sonata maravillosa y recitó estos versos:

He estado velando como si fuese un enamorado de la vigilia; he palidecido hasta el punto de que este color parece ser el mío.

Mis lágrimas resbalan por las mejillas y las abrasan. ¡Ojalá supiera si después de la separación habrá otra reunión!»

Siguió cantando versos ante los cuales el entendimiento quedaba absorto, por los muchos tonos y gestos elegantes, de forma que los presentes estaban fuera de sí, dada la intensa emoción que les causaba todo lo que oían. El joyero prosigue su relato: «Así pasamos mucho rato, los vasos siguieron girando, y la joven moduló y recitó estos versos:

El amigo me había prometido venir, y ha cumplido su promesa en una noche cuya felicidad contará entre mis noches.

¡Qué noche nos ha concedido el destino sin que lo supiesen los maldicientes y censores!

El amigo me estrechaba con su diestra, y yo, loca de alegría, lo estrechaba con la izquierda.

Lo he abrazado, he sorbido el vino de su saliva, y he probado al apicultor y su miel».

El joyero los dejó en aquella casa y se marchó a su domicilio. Durmió hasta la mañana, hora en la cual recitó la plegaria, bebió café y se sentó, pensando en dirigirse a la otra casa. Mientras estaba sentado entró su vecino, aterrorizado, y le dijo: «¡Hermano mío! ¡Cuánto me entristece lo que te ha ocurrido esta noche en tu otra casa!» «¿Qué ha ocurrido?» Le explicó lo sucedido en su finca: «Los ladrones que ayer atacaron a nuestro vecino, mataron a Fulano y robaron sus bienes, te vieron ayer transportar las cosas a tu otra casa. Por la noche se han dirigido a ella, han robado lo que tenías y han matado a tus huéspedes».

El joyero refiere: «Mi vecino y yo nos dirigimos a la casa y la encontramos vacía; nada quedaba en ella. Quedé perplejo ante lo ocurrido y me dije: “No me preocupa el haber perdido los objetos, a pesar de que algunos me los han dejado los amigos, pues éstos comprenderán que también he perdido mis bienes, y que mi casa ha sido saqueada. Pero en cuanto a Alí b. Bakkar y a la concubina del Emir de los creyentes… temo que se descubran sus relaciones y que esto me cueste la vida”». El joyero, volviéndose hacia su vecino, le dijo: «Hermano y vecino: ¿Estás dispuesto a evitar un escándalo? ¿Qué me aconsejas que haga?» El hombre sugirió: «Mi consejo es que tengas paciencia. Quienes han asaltado tu casa y han robado tus bienes, han dado muerte también a los más íntimos de la casa del Califa y han asesinado a muchas personas de la policía. Por eso sus esbirros los están buscando por todas partes. Es posible que los encuentren, y si así ocurre, tú obtendrás lo que deseas sin necesidad de esfuerzo». El joyero, al oír estas palabras, regresó a su domicilio…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero se marchó,] diciéndose: «Lo que me ha sucedido es lo que temía Abu-l-Hasán, quien se fue a Basora para evitarlo, pero yo he caído en ello». Entretanto, la noticia de que su casa había sido saqueada se fue divulgando entre la gente, que fue acudiendo a visitarlo desde todos los lugares: unos, para alegrarse de su desgracia; otros, para ayudarlo en su pena. Él se lamentaba ante todos y se negaba a comer y a beber. Mientras estaba sentado y dolorido, entró uno de sus criados y le dijo: «En la puerta hay un hombre que te llama. Yo no lo conozco». El joyero salió y lo saludó: era un hombre al que no conocía. Le dijo: «Tengo que hablar contigo».

Lo hizo entrar en la casa y le preguntó: «¿Qué tienes que decirme?» «Ven conmigo a tu otra casa.» «¿Sabes tú algo de mi otra casa?» «Sé todo lo que te ocurre, y también algo con lo que Dios te ha de distraer de tu pena.» Prosigue el joyero: «Me dije: “Iré con él adonde quiera”. Nos pusimos en marcha, pero cuando el hombre la vio dijo: “No tiene portero, y por tanto no podremos permanecer en ella. Ven conmigo a otra”. Estuvimos dando vueltas de un lugar a otro hasta que se hizo de noche. Yo no le preguntaba nada. No paró de andar ni yo de seguirle, hasta que salimos al campo. Él me decía que lo siguiera, y al mismo tiempo aceleraba el paso y yo corría en pos de él. Así llegamos al río. Se acercó una barca, y el hombre, a fuerza de remos, nos llevó a la otra orilla. Desembarcó y yo le seguí. Me cogió de la mano y me llevó por un camino que nunca en mi vida había recorrido, y cuya situación ignoraba. Por fin, el hombre se paró delante de la puerta de una casa, la abrió, entró y me dijo que lo siguiera.

»Cerró la puerta con cerrojo y, siguiendo un corredor, desembocamos en una habitación en la que había diez hombres que parecían una sola persona: eran hermanos. Mi acompañante los saludó, y ellos le devolvieron el saludo. Me invitaron a sentarme y así lo hice. Me encontraba muy débil por la fatiga. Acercaron agua, me rociaron el rostro, me dieron de beber y me invitaron a comer. Me dije: “Si en la comida hubiese cualquier cosa dañina, no comerían ellos conmigo”. Cuando nos hubimos lavado las manos, cada uno de nosotros se volvió a su sitio y ellos me preguntaron si los conocía: “¡No! ¡Y por vida mía que tampoco sé dónde para vuestra casa ni quien es el que me ha traído hasta aquí!” Dijeron: “Cuéntanos todos tus asuntos, sin mentir en nada”. “Mi situación es fantástica, y mi historia, portentosa. ¿Sabéis alguna cosa?” “Sí. Nosotros somos los que te hemos robado la noche pasada y los que hemos raptado a tu amigo y a la que cantaba.” “¡Dios os cubra con su velo! ¿Dónde está mi amigo y aquella que cantaba?” Señalaron hacia un punto y dijeron: “¡Allí! Pero te juramos, hermano, que ninguno de nosotros ha hecho que revelen su secreto. Desde que los dejamos aquí, no los hemos molestado ni les hemos hecho preguntas: hemos visto que eran personas dignas de consideración, y esto nos ha impedido que los matásemos. Cuéntanos su historia, ya que te garantizamos tu seguridad y la de ellos”.

»Cuando hube oído estas palabras —prosigue el joyero— estuve a punto de morir de miedo y terror. Les dije: “Sabed que si la hombría se hubiese perdido, sólo se encontraría en vuestra casa, y que si hay algún secreto cuya divulgación me asusta, sólo a vosotros puedo revelároslo”. Seguí halagándolos de este modo, y comprendí que era mucho mejor explicarles el asunto que callarlo. Les referí todo lo que me había ocurrido hasta el último momento. Cuando hubieron oído mi relato, preguntaron: “¿Ese joven es Alí b. Bakkar, y ésa es Sams al-Nahar?” “Sí.” Se dirigieron hacia ellos, se disculparon y dijeron: “Hemos perdido parte de lo que hemos robado en tu casa: esto es lo que queda”. Devolvieron la mayor parte de los objetos, y se empeñaron en ser ellos mismos quienes los colocaran en su sitio. Quisieron devolverme el importe de lo que faltaba, pero acerca de esto se dividieron en dos grupos: uno, a favor mío, y otro en contra. Esto es lo que a mi asunto se refiere.

»He aquí lo referente a Alí b. Bakkar y Sams al-Nahar. Los saludé y les dije: “¿Qué ha sucedido a la criada y a las dos esclavas? ¿Adónde han ido?” “No sabemos nada.” Seguimos andando hasta el lugar en que se hallaba el esquife y embarcamos; era el mismo en que habíamos cruzado el día anterior. El hombre remó hasta dejarnos en la otra orilla. Desembarcamos. Apenas habíamos puesto el pie en la orilla cuando un grupo de hombres a caballo nos rodeó por todas partes. Nuestros acompañantes se dieron a la fuga como aves de presa, reembarcaron y se metieron en el río. Sólo quedamos Alí b. Bakkar, Sams al-Nahar y yo, clavados en la orilla, incapaces de movernos o de estarnos quietos, sin saber qué hacer. Los jinetes nos preguntaron: “¿De dónde venís?” Quedamos perplejos, sin saber qué contestar. Yo respondí que no conocíamos a los que habían escapado, pues los habíamos encontrado allí. “Nosotros —añadí— somos cantores, y ellos querían llevarnos consigo para hacernos cantar; sólo con astucia y buenas palabras hemos conseguido escapar, pues ya habéis visto lo que ha sido de ellos.”

»Los hombres miraron a Sams al-Nahar y a Alí b. Bakkar e inquirieron: “No dices la verdad: dinos quiénes sois y de dónde venís, cuál es vuestro domicilio y en qué barrio residís”. Yo no sabía lo que iba a decir, pero Sams al-Nahar corrió hacia el jefe de los jinetes y habló con él en secreto. Éste se apeó del caballo, la hizo montar en él, y llevó las riendas. Lo mismo hicieron con Alí b. Bakkar y conmigo. El jefe de los caballeros no se detuvo hasta que llegamos a otro lugar de la orilla del río, en dónde dio algunos gritos; inmediatamente se acercaron a él un grupo de hombres. El jefe nos hizo embarcar en un esquife, mientras sus hombres lo hacían en otra embarcación. Remaron hasta llegar al palacio del Califa, mientras el terror se apoderaba de nosotros.

»Sams al-Nahar entró, y nosotros regresamos. No paramos de andar hasta llegar a un sitio desde el cual podíamos trasladarnos a nuestro domicilio. Desembarcamos y nos dirigimos a él, escoltados por el grupo de caballeros. Entramos, nos despedimos de los caballeros, y éstos se marcharon a sus quehaceres. Apenas podíamos movemos, y no distinguíamos nada. Permanecimos en este estado hasta que llegó la aurora, y al llegar la tarde, Alí b. Bakkar cayó desmayado. Las mujeres y los hombres se pusieron a llorar por él, pues había caído como fulminado. Algunos de sus familiares se acercaron a mí y me dijeron: “¡Cuéntanos qué es lo que ha ocurrido a nuestro hijo! ¡Infórmanos de la causa que lo hace estar así!” “Gentes, oíd mis palabras.”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero prosiguió:] «“No me maltratéis, y esperad que él vuelva en sí y os informe de su aventura”. Después los asusté y amenacé con las consecuencias que podía tener una discusión entre nosotros. Mientras estábamos en esto, Alí b. Bakkar se movió en el lecho. Sus familiares se pusieron contentos, y sus servidores se alejaron; los parientes impidieron que yo me marchase. Le rociaron la cara con agua de rosas, y cuando volvió en sí y respiró de nuevo a pleno pulmón, le preguntaron por lo que le ocurría. Él empezó a informarlos poco a poco, pues su lengua apenas podía moverse. Les mandó que me dejasen en libertad para que pudiera marcharme a mi casa, y así lo hicieron. Salí de allí sin apenas creer que hubiese podido escapar de aquella aventura y me dirigí a mi domicilio. Me acompañaron dos hombres. Cuando los míos me vieron llegar en tal estado, se abofetearon la cara en señal de duelo, pero yo les hice un signo con la mano para que se estuviesen quietos, y me obedecieron. Los dos hombres que me habían acompañado se marcharon en seguida, y yo me tendí, completamente agotado, en el lecho, y quedé inmóvil durante toda la noche.

»Me desperté cuando ya era de día. Mis familiares estaban reunidos en torno mío y me preguntaban: “¿Qué te ha ocurrido que haya podido causarte tanto mal?” Pedí que me diesen algo de beber, me lo acercaron y bebí hasta quedar harto. Luego dije: “Ha sucedido lo que tenía que suceder”. Entonces se alejaron y pude excusarme con mis amigos. Les pregunté si les habían restituido parte de lo que había sido robado en mi casa. Me contestaron: “Una parte ha sido devuelta: un hombre la ha dejado en la puerta de la casa, pero no me ha sido posible verlo”. Esto me consoló, y permanecí durante dos días en mi lecho sin poder moverme; después, sacando fuerzas de flaquera, me dirigí al baño con el corazón lleno de pena pensando en Alí y en Sams al-Nahar, de los cuales no había sabido nada durante aquellos días. No había podido visitar la casa de Alí b. Bakkar, y apenas estaba tranquilo en la mía, pues temía por mí.

»Pedí perdón a Dios por lo que había hecho, y le di gracias por haberme permitido escapar sano y salvo. Al cabo de algún tiempo, el corazón me incitó a ir de nuevo por aquellos lugares, pero en seguida volví hacia atrás. Cuando estaba a punto de regresar, vi a una mujer de pie: al fijarme en ella, reconocí a la criada de Sams al-Nahar. Me alejé rápidamente, pero ella empezó a seguirme. Mi terror iba en aumento a cada mirada que le dirigía. Ella me iba diciendo: “Párate, que tengo algo que decirte”. Pero yo no le hacía caso, y seguía caminando hacia la mezquita, que estaba situada en un lugar poco frecuentado. Me dijo: “Entra en la mezquita, que tengo que hablarte. Nada tienes que temer”. Me conjuró a que entrase, y así lo hice. Ella entró detrás de mí. Recé dos arracas y después me dirigí hacia ella a desgana.

»Le pregunté: “¿Qué quieres?” Me preguntó por mi situación y se la expliqué, así como lo que le había pasado a Alí b. Bakkar. Le pregunté: “¿Qué te sucedió a ti?” “Al ver que los hombres forzaban la puerta de tu casa y penetraban en ella, me asusté y temí que fuesen servidores del Califa que iban a detenernos, a mí y a mi señora; creí que íbamos a morir en el acto. Huí por las azoteas acompañada por los dos esclavos, y fuimos a parar a un lugar elevado; nos metimos en una casa, en la que estuvimos refugiados, hasta que pudimos llegar al palacio del Califa en el peor de los estados. Ocultamos lo que nos había ocurrido, y permanecimos sobre ascuas hasta la llegada de la noche. Entonces abrí la puerta que da al río, llamé al barquero —el cual nos condujo— y le dije:

»” ‘No tenemos noticias de nuestra señora. Llévame en tu barca para que pueda buscarla a lo largo del río; tal vez encuentre algún rastro’. Me hizo subir a su barca y me transportó. Estuvimos navegando hasta mediada la noche, hora a la cual vi que una barca se acercaba hacia la puerta. En ella iban un barquero, un hombre y una mujer, tendida entre ambos. Remaron hasta llegar a la orilla. La mujer desembarcó, y al verla comprendí que se trataba de Sams al-Nahar. Me acerqué a ella loca de alegría, pues había perdido toda esperanza de encontrarla con vida.”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la criada siguió explicando al joyero:] «“Al llegar a su lado me mandó que entregase mil dinares al hombre que la acompañaba. Después, yo y las dos criadas la llevamos en brazos hasta dejarla en el lecho, en el cual permaneció toda la noche en estado lastimoso. A la mañana siguiente prohibió a esclavos y criadas que la fuesen a visitar durante aquel día. Al otro día se repuso, aunque a mí me daba la impresión de que había salido de la tumba. Le salpiqué el rostro con agua de rosas, cambió de vestidos, le lavé manos y pies, y no paré hasta conseguir que tomara alguna comida y bebida, pues ella no podía atender por sí sola ni a estas necesidades vitales. Una vez hubo aspirado el aire puro y recuperado algo la salud, le dije: ‘¡Señora! ¡Ten piedad de ti misma, pues has sufrido ya bastante y has estado a punto de ir a la tumba!’ Me contestó: ‘¡Por Dios! ¡Mi buena muchacha! La muerte hubiese sido más soportable que lo que me ha ocurrido. Ojalá me hubiesen matado los ladrones; cuando salieron de casa del joyero, me preguntaron: ‘¿Quién eres y qué profesión tienes?’ Respondí: ‘Soy cantora.’ Me creyeron, y luego le preguntaron lo mismo a Alí b. Bakkar, quien contestó: ‘Soy un hombre del vulgo’. Nos raptaron y nos llevaron con ellos hasta su guarida.

»” ‘Corríamos a su mismo paso, llenos de terror. Una vez en su guarida, me contemplaron, se fijaron en los vestidos, collares y joyas que llevaba, y se dieron cuenta de que les había mentido. Dijeron: ‘¡Estos collares no son propios de una cantora! ¡Sé sincera y dinos toda la verdad!’ Yo callé y me dije: ‘Ahora me matarán para apoderarse de los vestidos y las joyas que llevo encima’. No articulé ni una sola palabra. Volviéndose hacia Alí b. Bakkar, le dijeron: ‘¿De dónde vienes? Tu aspecto no es propio de un plebeyo’. Calló también él, y ambos escondimos nuestro secreto; nos pusimos a llorar, y Dios hizo que el corazón de los ladrones se compadeciese de nosotros. Nos preguntaron: ‘¿Quién es el dueño de la casa en la cual estabais?’ ‘Fulano, el joyero’, contestamos. Uno de ellos dijo: ‘Yo lo conozco perfectamente y sé que vive en otra casa. Yo me encargo de traéroslo ahora mismo’. Se pusieron de acuerdo en que me encerrarían a mí en un lugar, y a Alí b. Bakkar en otro. Nos dijeron: ‘¡Descansad y no temáis que se descubra vuestro asunto!’

»” ‘Después, uno de ellos fue a buscar al joyero, regresó con él, y éste les reveló nuestro secreto, y así nos reunimos los tres. Uno de los ladrones preparó la barca, subimos en ella y pasamos a la otra orilla; aquí nos dejaron, y se fueron al tiempo que llegaba un grupo de caballeros del servicio de ronda. Nos preguntaron quiénes éramos; yo le hablé a su jefe y le dije: ‘Soy Sams al-Nahar, favorita del Califa. Después de haberme emborrachado, salí a visitar a la mujer de un visir. Pero los ladrones me han raptado y me han conducido hacia este lugar. Al veros han emprendido la fuga. Yo te recompensaré’. El jefe de los jinetes en servicio de ronda me reconoció, se apeó de su caballo y me hizo montar en él. Lo mismo hicieron con Alí b. Bakkar y el joyero. Ahora estoy intranquila sin saber lo que les ha ocurrido. Ve, saluda al joyero y pídele nuevas de Alí b. Bakkar’. Yo la reprendí por lo que había hecho: ‘¡Señora! ¡Preocúpate de ti misma!’ Mis palabras la enfadaron, y me gritó. Me marché de su lado, fui a buscarte y no te encontré. Como temía ir al encuentro de Alí b. Bakkar, esperé a que regresaras para preguntarte por él y saber lo que le había ocurrido. Te ruego que aceptes algo de dinero, ya que probablemente habrás tomado prestados algunos objetos de tus amigos, y te los habrán robado. Es necesario que indemnices a las personas cuyos objetos fueron robados en tu casa”. Yo repliqué: “De buen grado”. La acompañé hasta llegar a las inmediaciones de mi casa. Me dijo que la esperase allí».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero continuó diciendo:] «Se marchó, y al cabo de poco volvió trayendo cierta suma, que me entregó. Me dijo: “Señor mío, ¿dónde volveremos a vernos?” “Me voy a mi casa ahora mismo, y procuraré salvar todas las dificultades por amor a ti, para que consigas llegar hasta Alí. Mas, por ahora, esto es imposible.” Se despidió de mí y se marchó; yo cogí el dinero y me lo llevé a casa. Lo conté y vi que ascendía a cinco mil dinares. Di parte de la suma a mis parientes, indemnicé a los que me habían prestado cosas, cogí a mis criados y me marché a la casa en que me habían sido robados los objetos. Mandé llamar a carpinteros y albañiles, que la dejaron igual que estaba antes; llevé a ella mis esclavos, y olvidé lo que me había ocurrido. Después me dirigí a la casa de Alí.

»En cuanto llegué, salieron a recibirme sus pajes, y uno de ellos me dijo: “Todos nosotros andamos en tu busca noche y día, pues nuestro señor ha prometido que pondría en libertad a aquel que te encontrase. Te hemos buscado, pero no te hemos encontrado en ningún sitio. Mi señor se encuentra mal, y a veces desvaría. Cuando tiene plena conciencia, te recuerda y dice: ‘Traédmelo para que lo vea una vez más. Después podrá marcharse a sus asuntos’ ”.

»Entré, acompañado por el muchacho, a ver a su señor. Lo encontré sin habla. Me senté junto a su cabecera. Abrió los ojos, y al verme, dijo: “¡Bien venido!” Lo ayudé, lo hice sentarse y lo estreché contra mi pecho. Él me dijo: “Sabe, hermano mío, que desde que me he metido en el lecho, ésta es la primera vez que me siento. ¡Loado sea Dios, que me permite volver a verte!” Lo ayudé para que se pusiera de pie y diese algunos pasos; le cambié los vestidos, le di algo de beber, y cuando comprobé que estaba más animado, le referí todo lo que había oído decir a la criada, sin que nadie me oyese. Lo exhorté a animarse, ya que conocía su mal. Sonrió, y yo añadí: “Ya tendrás quien te contente y venga a curarte”. Después, Alí b. Bakkar ordenó que le diesen de comer y así lo hicieron. Al terminar hizo un gesto a sus servidores, los cuales se alejaron, y me dijo: “¡Has visto lo ocurrido, hermano mío!” Me preguntó cómo había pasado aquel período. Le conté todo lo que me había sucedido, desde el principio hasta el fin. Se maravilló de ello, y después ordenó a sus criados que le acercasen ropas. Éstos le entregaron un rico tapete y bastantes monedas de oro y de plata, muchas más de las que yo había perdido, y me regaló todas estas cosas, que yo mandé a mi casa.

»Pasé con él toda la noche, y, llegada la mañana, me dijo: “Sabe que toda cosa tiene un fin, y que el fin del amor es la muerte o la unión. Yo estoy mucho más cerca de la muerte. ¡Ojalá hubiese muerto antes de que hubiese ocurrido esto! Sin el favor de Dios habríamos sido descubiertos; no sé qué podrá salvarme de esta situación en que me encuentro. Si no fuese por el temor de Dios, me mataría. Sabe, hermano mío, que soy igual que el pájaro que está metido en la jaula: mi espíritu está agobiado por la desesperación, pero el momento de la muerte está determinado a plazo fijo”. Derramó abundantes lágrimas y recitó estos versos:

Otros hombres antes que yo se han quejado del dolor de la separación, y el temor que el alejamiento impone a vivos y muertos.

Pero no he oído hablar ni he visto a quienes soportasen penas semejantes a la que encierra mi pecho.

»Al terminar la poesía le dije: “¡Señor mío! He resuelto volver a mi casa, pues la criada puede regresar con algunas noticias”. Alí b. Bakkar me contestó: “No hay inconveniente, pero apresúrate a volver a mi lado tan pronto como sepas algo”. Me despedí de él, y me marché a mi casa. Apenas había tenido tiempo de sentarme, cuando vi que la criada se acercaba. Venía llorando y sollozando. Le pregunté: “¿A qué viene esto?” “¡Señor mío! Sabe que ha ocurrido lo que temíamos que ocurriera. Ayer, al separarme de tu lado, encontré a mi señora encolerizada con una de las esclavas que estuvieron con nosotros la noche de marras; había mandado que la apaleasen. La mujer huyó a causa del miedo que mi señora le infundía. En la puerta tropezó con uno de los funcionarios de palacio. Éste quiso hacerla volver junto a su señora, y ella hizo algunas alusiones sobre ésta; él la agasajó y la hizo hablar acerca de su condición, y así consiguió que le refiriese todo lo ocurrido. La denuncia ha llegado al Califa, quien ha mandado trasladar a palacio a mi señora, Sams al-Nahar, junto con todos sus bienes, encargando de su cuidado a veinte criados. Desde entonces no he podido acercarme a ella ni informarla de lo ocurrido. Temo que me suceda alguna desgracia. ¡Señor! ¡No sé qué hacer por mí o por ella! ¡Ella no tiene a su lado nadie mejor que yo para guardar sus secretos!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la criada siguió diciendo al joyero:] «“Ve en seguida, señor mío, a ver a Alí b. Bakkar, y cuéntaselo todo para que pueda tomar sus medidas, y para que sepa qué hacer en el caso de que se descubra todo”». Prosigue el joyero: «Estas noticias me preocuparon muchísimo, y lo vi todo negro delante de mis ojos. La muchacha se disponía a marcharse, pero yo le pregunté: “¿Cuál es tu opinión?” “Que corras a casa de Alí b. Bakkar, si es que es tu amigo y quieres salvarlo, y lo informes de todo lo más pronto posible. Yo iré a buscar más noticias.” Se despidió de mí y se marchó. Cuando hubo salido, me dirigí, pisando sus talones, a casa de Alí b. Bakkar, y lo encontré hablando consigo mismo de la unión de los amantes y consolándose con lo que era imposible. Al verme, me preguntó: “¿Cómo es que has vuelto tan pronto?” “¡Déjate de comentarios inútiles y no te obsesiones más en lo que te preocupa! Ha ocurrido algo que puede costarte la vida y los bienes.”

»Al oír estas palabras, se asustó y dijo: “¡Hermano mío! ¡Cuéntame lo ocurrido!” “¡Señor mío! Sabe que ha sucedido esto y esto. Si continúas en esta casa hasta el fin del día, estás perdido sin remedio.” Alí b. Bakkar se quedó perplejo, y poco faltó para que el alma se le escapase del cuerpo. Después se rehízo un tanto y preguntó: “¿Qué hemos de hacer, hermano mío? ¿Cuál es tu opinión?” “Coge la mayor cantidad de dinero que puedas, toma contigo un criado en el que tengas absoluta confianza, y vente conmigo a otro país antes de que termine el día.” “¡De buen grado!” Se puso de pie de un salto, pero como estaba muy turbado, unas veces andaba, y otras se caía. Cogió todo lo que pudo, se excusó ante sus familiares, a los que dio algunos consejos, y tomando consigo tres camellos cargados, montó en una bestia.

»Yo hice lo mismo que él, salimos de la ciudad con el mayor sigilo y marchamos sin parar durante todo el día y la noche siguiente. Al fin de ésta, descargamos nuestras mercancías, dimos de comer a los camellos y nos fuimos a dormir, pues la fatiga nos hizo descuidar nuestra seguridad. Los ladrones nos rodearon, nos robaron todo lo que teníamos, mataron a los criados y nos abandonaron en el peor de los estados, en aquel mismo lugar. Se marcharon con los bienes robados. Cuando nos pusimos en pie, reemprendimos el camino hasta la mañana, hora a la cual llegamos a una ciudad, en la que entramos y nos dirigimos a la mezquita. Íbamos medio desnudos y nos sentamos en un rincón, en donde estuvimos llorando todo el resto del día. Llegada la noche, nos metimos en la mezquita sin haber comido ni bebido nada. Al día siguiente rezamos la oración de la aurora y nos sentamos. Entró un hombre, nos saludó y rezó dos arracas. Después, volviéndose hacia nosotros, nos preguntó: “¿Sois forasteros?” “Sí; los ladrones nos han robado en el camino y no nos han dejado nada. Hemos entrado en esta ciudad, en la que no conocemos a nadie que pueda concedernos asilo.” “¿Queréis venir conmigo a mi casa?”

»Yo dije a Alí b. Bakkar: “Vayamos con él y nos salvaremos de dos peligros: el primero, del temor que sentimos a ser descubiertos si entra en esta mezquita alguien que nos conozca; el segundo, el de no saber dónde refugiarnos, ya que somos forasteros”. Alí b. Bakkar replicó: “¡Haz lo que quieras!” El hombre nos dijo por segunda vez: “¡Oh, pobres! Hacedme caso y venid conmigo a casa”. Yo le contesté que iríamos de buen grado; él nos dio parte de su vestido para que nos tapásemos, y nos trató amablemente. Nos dirigimos a su casa, llamó a la puerta y salió a abrirnos un criado pequeño. El dueño de la casa entró, y nosotros lo seguimos. El hombre mandó que nos trajesen un fardo con trajes y ropas, y nos pudimos vestir. Luego nos dio dos bandas de tela, con las que nos hicimos un turbante. Nos sentamos, y en seguida compareció una criada, que nos colocó delante una mesa. Comimos un poco, y después la retiraron.

»Permanecimos allí hasta que llegó la noche. Entonces, Alí b. Bakkar empezó a lamentarse y me dijo: “¡Hermano mío! Sabe que voy a morir sin remedio, y deseo hacerte mi albacea. Una vez haya muerto, irás a ver a mi madre y le rogarás que venga aquí para asistir a mi funeral y al lavado de mi cuerpo. Le recomendarás que se resigne”. Luego cayó desmayado. Al volver en sí oyó a una esclava que cantaba a lo lejos y recitaba versos. Prestó atención y distinguió su voz. Unas veces se quedaba pensativo; otras se reía o lloraba, por la pena que lo afligía. La joven moduló y recitó estos versos:

La separación y el alejamiento han llegado pronto después de haber estado cerca, de acuerdo y en la intimidad.

Las vicisitudes de las noches nos han alejado: ¡ojalá supiese cuándo volveremos a reunimos!

¡Cuán amarga es la separación después de haber estado unidos! ¡Ojalá nunca afligiese a los amantes!

El trago de la muerte dura un instante, y después cesa, pero la separación del amado aflige eternamente al corazón.

Si encontrásemos un camino que nos permitiese llegar a la separación, haríamos gustar a ésta el dolor de la separación.

»Al oír estos versos, Alí b. Bakkar fue víctima de un estertor, y el alma abandonó su cuerpo.

»Al verlo muerto, lo recomendé al dueño de la casa y le dije: “Voy a Bagdad para informar a su madre y a sus parientes, y pedirles que vengan a encargarse de su sepultura”. Me dirigí a Bagdad, entré en mi casa y me cambié los vestidos; luego fui al domicilio de Alí b. Bakkar. Sus criados, al verme, se acercaron y me preguntaron por él. Les respondí que pidiesen permiso a su madre para que yo pudiese visitarla. Me concedió el permiso, entré, la saludé y dije: “Cuando Dios dispone que ocurra una cosa, no hay modo de evitarla. Todas las personas deben morir, pero tienen fijado su plazo con el permiso de Dios”. La madre de Alí b. Bakkar se imaginó, al oír estas palabras, que su hijo había muerto, y se puso a llorar desconsoladamente. Después dijo: “¡Te conjuro, en el nombre de Dios, a que me digas si mi hijo ha muerto!”

»El dolor que sentía me impidió contestarle. Al verme en esta situación, sus lágrimas aumentaron y cayó desmayada en el suelo. Cuando volvió en sí preguntó: “¿Qué le ha ocurrido a mi hijo?” Le contesté: “¡Dios te recompense ampliamente por su pérdida!” Después le expliqué todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. Ella me preguntó: “¿Te ha hecho algún legado?” “Sí.” Le expliqué lo que quería y añadí: “Apresúrate a hacer los preparativos para acudir junto a su cuerpo”. La madre de Alí b. Bakkar cayó desmayada al oír estas palabras. Al volver en sí decidió cumplir lo que yo le había recomendado. Regresé a mi casa, y por el camino fui pensando en su belleza. Mientras así andaba, se me acercó una mujer, que me cogió por la mano».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento sesenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el joyero prosiguió su relato:] «La contemplé y reconocí a la criada que acostumbraba venir de parte de Sams al-Nahar. Estaba deshecha. Ambos nos pusimos a llorar y seguimos andando hasta llegar a la casa. Le dije: “¿Sabes lo que ha ocurrido a Alí b. Bakkar?” “No, por Dios.” Le expliqué todo lo que le había sucedido y terminé preguntándole por la situación de su señora. Ella me contó: “El Emir de los creyentes, dado su gran amor por ella, no ha hecho caso de nada de lo que se le ha referido, y ha interpretado todos sus actos del modo más benévolo posible. Le ha dicho: ‘Sams al-Nahar: te tengo en gran estima y te soporto a pesar de tus enemigos’ Después ha mandado que tapizasen una habitación dorada y un hermoso salón. La joven siguió conservando todo su ascendiente. Pero un día, el Califa se sentó para beber, según su costumbre, ordenó que llamaran a las favoritas, las hizo sentar en sus sitios y retuvo a su lado a Sams al-Nahar. Ésta no tenía bastante paciencia, y estaba preocupada por sus cosas. Él mandó que cantase una de las esclavas. La muchacha tomó el laúd, empezó a tocarlo y recitó:

Un huésped me ha invitado al amor y he aceptado. A causa de la pasión, las lágrimas trazan líneas en mis mejillas.

Parece que las lágrimas denuncian nuestro estado: revelan lo que escondo, y esconden lo que yo aparento.

¿Cómo puedo ambicionar guardar en secreto la pasión, si mi gran amor por ti descubre lo que encierro?

Después de la pérdida de las personas queridas, la muerte es lo mejor que puede ocurrirme. ¡Ojalá supiera qué es lo que les va a gustar después de mi muerte!

»”Sams al-Nahar, al oír aquello, no pudo continuar sentada y cayó desmayada. El Califa tiró la copa, la atrajo hacia sí y dio un grito, que fue seguido por el de las muchachas. El Emir de los creyentes dio la vuelta al cuerpo de la muchacha y vio que había muerto. Esto lo entristeció de tal modo, que mandó destruir todos los instrumentos musicales que había en el salón. Pasó a su lado el resto de la noche, y al hacerse de día la amortajó y ordenó que la lavasen y la enterrasen. Ha quedado muy triste, y no ha preguntado ni por su condición, ni por el asunto en que se había enredado”».

La muchacha preguntó al joyero: «¡Te conjuro, por Dios, a que me digas la hora a la que saldrá el entierro de Alí b. Bakkar, y a que me lleves a su sepultura!» «Yo puedo encontrarme en el lugar que quiera —contestó el joyero—; pero, ¿quién puede llegar hasta ti, dado el lugar en que te encuentras?» «El mismo día de la muerte de Sams al-Nahar, el Emir de los creyentes dio la libertad a todas sus criadas; yo soy una de ellas. Nos encontraremos junto a su tumba a tal hora.» El joyero concluye: «La acompañé al cementerio a visitar la tumba de Sams al-Nahar, y después me marché a mis asuntos y a esperar la llegada del entierro de Alí b. Bakkar. Las gentes de Bagdad, y yo entre ellas, salieron a recibirlo, y encontré a la muchacha mezclada entre las mujeres, que, entre todas, era la más triste. Jamás he visto en Bagdad un entierro al que haya acudido más gente. La multitud lo siguió hasta la tumba, en donde fue enterrado. Desde entonces visito con cierta frecuencia su tumba o la de Sams al-Nahar».

—Ésta es su historia, pero no es más hermosa que la del rey Sahramán.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento setenta, refirió: