El rey al-Muchahid, intitulado Zabalukán, después de que el rey Daw al-Makán le hubo recomendado que tratase bien a sus súbditos, emprendió la marcha. Los príncipes le habían regalado más de cinco mil mamelucos que cabalgaban detrás de él. El gran chambelán, el emir de Daylam, Bahram; el emir de los turcos, Rustem, y el emir de los árabes, Tarkas, salieron a despedirlo acompañándolo durante tres días, después de los cuales regresaron a Bagdad, mientras que el sultán Zabalukán y el visir Dandán proseguían sin parar su viaje hasta llegar a Damasco. Los habitantes de esta ciudad habían recibido noticias, transportadas en alas de pájaros, de que el rey Daw al-Makán había nombrado sultán de Damasco a un rey llamado Zabalukán y apodado al-Muchahid. Al recibir esta noticia habían engalanado la ciudad, y todos los habitantes de la misma habían salido a su encuentro. Entró en la ciudad, se dirigió a la ciudadela y se sentó en el trono del reino.
El visir Dandán se puso a su servicio y le fue presentando los príncipes y magnates a medida que iban entrando; éstos le iban besando la mano y le auguraban toda suerte de prosperidades. El rey Zabalukán les regaló vestidos y otros objetos. Después abrió las arcas del tesoro y lo distribuyó entre todos los soldados, grandes o pequeños; empezó a gobernar con justicia y preparó la partida de la hija del sultán Sarkán, la señora Qúdiya Fa-Kan. Mandó que le dispusiesen una litera recubierta de seda y preparó la marcha del visir, al cual quiso hacer un regalo en dinero. Pero éste le dijo: «Hace poco que eres rey y puedes necesitar el dinero, o bien podemos pedírtelo para gastos de guerra o para otros objetos».
Cuando el visir Dandán estuvo preparado para la marcha, el sultán al-Muchahid montó a caballo para despedirlo, mandó llamar a Qúdiya Fa-Kan, la colocó en su litera y la despachó haciendo que la acompañasen diez jóvenes como criadas. Una vez hubo partido el visir Dandán, el rey al-Muchahid regresó a su palacio para dedicarse a allegar armas en espera del momento en que el rey Daw al-Makán lo llamase. Esto es lo que hace referencia al sultán Zabalukán.
He aquí lo que se refiere al visir Dandán: Quemó las etapas acompañado de Qúdiya Fa-Kan, llegando al cabo de un mes a Rahba; siguió viaje hasta llegar a Bagdad y envió un mensajero a Daw al-Makán para informarlo de su llegada. Éste montó a caballo y salió a recibirlo. El visir Dandán quiso apearse, pero el rey Daw al-Makán lo conminó a que no lo hiciera; siguió andando hasta tenerlo a su lado y le pidió noticias de al-Muchahid; el visir lo informó de que se encontraba bien y de que llegaba acompañado por Qúdiya Fa-Kan, la hija de su hermano Sarkán. Se alegró y le dijo: «Descansa durante tres días de las fatigas del viaje, y después preséntate ante mí». «¡De mil amores!», contestó el visir. Se marchó a su casa, el rey se dirigió a palacio y fue a ver a la hija de su hermano, Qúdiya Fa-Kan. Ésta tenía ocho años. Su presencia lo alegró, al mismo tiempo que lo entristecía el recuerdo de su padre. Le hizo don de joyas y de objetos de gran valor, y mandó que la llevasen al mismo departamento en que estaba su primo Kan Ma Kan.
Aquélla era la más hermosa y la más decidida entre sus contemporáneos, ya que era lista, perspicaz y sabía discernir la consecuencia de las acciones. Kan Ma Kan tenía sentimientos nobles, pero nunca pensaba en lo que podía venir después. Ambos cumplieron juntos los diez años: Qúdiya Fa-Kan aprendió a montar a caballo y acompañaba a su primo en los paseos por el campo, y ambos aprendieron juntos el manejo de la espada y de la lanza hasta que cumplieron los doce años. El rey, por su parte, había terminado los preparativos para la guerra santa, había completado los armamentos y los planes. Mandó llamar al visir Dandán y le dijo: «He decidido hacer algo y te pido que me des tu parecer. Contesta en seguida». «¿De qué se trata, rey del tiempo?» «Estoy resuelto a abdicar en mi hijo Kan Ma Kan en vida, a regocijarme viéndolo reinar y combatir hasta que me alcance la muerte. ¿Qué piensas?»
El visir Dandán besó el suelo delante del rey Daw al-Makán y le contestó: «Sabe, oh rey feliz y bien intencionado, que lo que te ha pasado por la mente es bello, pero que no es propio de esta época. En primer lugar, porque tu hijo Kan Ma Kan es pequeño, y en segundo, porque frecuentemente aquel que coloca en el trono a su hijo, estando él aún sano, no vive mucho tiempo. Ésta es mi respuesta». El rey le replicó: «Sabe, visir, que lo dejaré bajo la tutela del gran chambelán, que es como de mi propia familia, ya que se ha casado con mi hermana y por tanto lo considero como a un hermano». «Haz lo que te parezca bien, pues nosotros somos los ejecutores de tus órdenes.» El rey mandó llamar al gran chambelán e hizo que se presentase acompañado por los magnates de su reino. Les dijo: «Éste es mi hijo Kan Ma Kan. Sabéis que es el mejor caballero de su tiempo y que no hay quien pueda competir con él ni en la guerra ni en las justas. Lo nombró a él vuestro sultán, y al gran chambelán, su tutor». El chambelán exclamó: «¡Rey del tiempo! Tus favores me abruman». Daw al-Makán le dijo: «¡Chambelán! Mi hijo Kan Ma Kan y la hija de mi hermano, Qúdiya Fa-Kan, son primos. Yo la caso con él. Todos los presentes son testimonios de esto».
El sultán dio a su hijo riquezas tales que la lengua no puede describir. Después fue a ver a su hermana Nuzhat al-Zamán y la informó de lo sucedido. Ella dijo: «Ambos son mis hijos. ¡Dios te conserve, para ellos, mucho tiempo!» «¡Hermana! Noto que mi misión en el mundo ha concluido; he puesto en lugar seguro a mi hijo, pero es necesario que cuides tú misma de él así como de su madre.»
Siguió dando consejos al chambelán y a Nuzhat al-Zamán para que cuidasen de su hijo y de su esposa noche y día, pues notaba que estaba próximo su fin. Tuvo que guardar cama y el chambelán se hizo cargo de las riendas del poder para gobernar a sus súbditos. Un año después mandó llamar a su hijo Kan Ma Kan y al visir Dandán y dijo: «Hijo mío: Este visir será tu padre después de mi muerte. Date cuenta de que me voy de este mundo perecedero al eterno, ya que he cumplido mi misión en esta tierra. Pero tengo en el corazón un pesar al que espero que Dios ponga fin por tus manos». «¿Y qué es ese pesar, padre mío?» Él respondió: «¡Hijo mío! Muero sin haber vengado a tu abuelo, el rey Umar al-Numán, ni a tu tío, el rey Sarkán, en la persona de una vieja llamada Dat al-Dawahi. Si Dios te concede la victoria, no dejes de tomar venganza ni de lavar esta infamia. ¡Pero ten cuidado con la vieja! Escucha los consejos del visir Dandán, ya que él es, desde hace mucho tiempo, el sostén de nuestro reino». Su hijo le contestó: «Oír es obedecer», y los ojos se le llenaron de lágrimas.
La enfermedad de Daw al-Makán fue agravándose. El chambelán se había hecho cargo de la administración del Imperio y juzgaba, mandaba y prohibía. Esta situación continuó durante un año entero. Daw al-Makán seguía enfermo, sin que sus achaques disminuyesen durante cuatro años. El gran chambelán seguía administrando el reino, y sus súbditos estaban satisfechos y contentos, por lo que todo el país rezaba por él. Esto es lo que se refiere a Daw al-Makán y al chambelán.
He aquí lo que hace referencia a Kan Ma Kan. Éste sólo se preocupaba de montar a caballo y del manejo de la lanza y de la espada. Lo mismo hacía su prima Qúdiya Fa-Kan. Ambos salían juntos desde la mañana hasta la noche, en que ella volvía al lado de su madre y él al de la suya, a la que encontraba llorando, sentada junto a la cabecera de su padre. El muchacho cuidaba del padre durante la noche, y en cuanto despuntaba el día salía con su prima, como de costumbre. Daw al-Makán, agobiado por el dolor, lloró y recitó estos versos:
Mis fuerzas se han extinguido; mi época ya ha pasado y he llegado a ser lo que ves.
En los días de mi poderío era el más importante de mi pueblo y el primero que conseguía sus deseos.
Ahora, desaparecido mi poder, he abandonado mi reino para entrar en un período de impotencia y de envilecimiento.
¿Alcanzaré a ver, antes de morir, cómo mi hijo es, en mi lugar, rey de los seres humanos
y aniquila al enemigo, en busca de venganza, con la espada o la lanza?
Quedaré burlado en todos los aspectos si mi Señor no cura mi corazón.
Terminados estos versos apoyó la cabeza en la almohada y se durmió. En sueños vio una persona que le decía: «¡Alégrate! Tu hijo gobernará el país y sus súbditos le serán fieles». Se despertó contento por lo que había soñado y al cabo de pocos días la muerte lo alcanzó. Los habitantes de Bagdad sufrieron esta gran desventura, y tanto los humildes como los grandes lo lloraron. Transcurrió el tiempo y nadie volvió a acordarse de él; la situación de Kan Ma Kan cambió: fue separado de las gentes de Bagdad y él y su familia fueron encerrados en una casa apartada. Cuando la madre de Kan Ma Kan vio esto quedó muy humillada y se dijo que debía dirigirse al gran chambelán y confiar en la misericordia del Sutil, del Omnisciente. Dejó su casa y se fue al domicilio del chambelán, que había pasado a ser sultán. Entró en la habitación de su esposa Nuzhat al-Zamán y le dijo: «Quien muere pierde los amigos. ¡Dios no os haga nunca estar en necesidad y gobernéis siempre, entre propios y extraños, con justicia! Tú has sabido por tus oídos y has visto con tus ojos en qué grado de estimación, poder, riquezas y bienestar nos encontrábamos en el pasado. Ahora el destino se ha vuelto contra nosotros y es nuestro enemigo. He venido a pedirte un favor después de haber hecho beneficios en el pasado, ya que, después de la muerte del hombre, la mujer y los hijos quedan humillados». Recitó estos versos:
Bástete saber que la muerte es un prodigio manifiesto y que el misterio de la vida nos es desconocido.
Estos días son simples etapas cuyos hostales están llenos de desventuras.
Lo que duele a mi corazón es la pérdida de hombres generosos que fueron vencidos por las mayores desgracias.
Nuzhat al-Zamán, al oír estas palabras, recordó a su hermano Daw al-Makán y a su hijo Kan Ma Kan. Se acercó a ella, la besó y le dijo: «Ahora yo soy rica y tú eres pobre. ¡Por Dios! Te hemos abandonado en la necesidad por temor de afligir tu corazón, para que no te pasase por la mente que lo que te diéramos era a título de limosna; todo el bienestar de que disfrutamos proviene de ti y de tu esposo. Nuestra casa te pertenece, nuestras riquezas son tuyas y tú debes lo que nosotros debemos». A continuación le regaló un vestido precioso, le destinó un lugar apropiado en el palacio que estaba cerca de sus habitaciones particulares, y la joven y su hijo Kan Ma Kan vivieron a su lado una vida agradable; regaló a éste algunos vestidos regios y asignó a ambos algunas esclavas para que les sirvieran. Al cabo de cierto tiempo, Nuzhat al-Zamán explicó a su esposo lo que le había ocurrido con la esposa de su hermano Daw al-Makán. Se puso a llorar y le dijo: «Si quieres saber cómo se comportará el mundo después de tu muerte, observa lo que pasa con los demás. Trátala con respeto».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento treinta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que, por su parte, Kan Ma Kan y su prima Qúdiya Fa-Kan habían crecido y se habían desarrollado hasta llegar a ser como dos ramas en fruto o dos lunas brillantes; habían cumplido los quince años. Qúdiya Fa-Kan era una muchacha hermosísima, de rostro perfecto, con talle de palmera y caderas opulentas, saliva como el néctar, esbelta, con una boca más dulce que el vino; era tal como la describió el poeta en estos dos versos:
El zumo del vino aparece en su saliva; los brazos del racimo se recogen en su boca de perla.
Cuando se doblega, los racimos se inclinan. ¡Gloria a Aquel que la creó sin haber sido creado!
Dios había reunido en ella toda suerte de belleza: su cuerpo era tan esbelto que avergonzaba a las ramas; las rosas pedían perdón a sus mejillas, y su saliva podía burlarse del mejor vino. El verla alegraba al corazón, tal como dijo el poeta:
Hermosa de aspecto, alcanza en ella la belleza su perfección. Sus párpados sin afeites afrentan a los que se han ennegrecido con colirios.
Sus miradas penetran en el corazón del amante como si fuese una espada en manos del Emir de los creyentes, Alí.
Kan Ma Kan, por su parte, tenía una prodigiosa belleza, unas líneas perfectas que estaban por encima de toda comparación. El valor brillaba en sus ojos y daba testimonio en su favor, no en contra. Los corazones quedaban ligados a él, y cuando el bozo despuntó en su mejilla se le dedicaron muchos versos:
La disculpa de mi pasión no ha sido patente hasta que salió la barba y quedé perplejo al ver avanzar la tiniebla por la mejilla.
Es un cachorro de gacela; cuando los ojos se fijan en su belleza, sus miradas clavan puñales.
Otro ha dicho:
El alma de los enamorados se ha cosido a sus mejillas igual como una procesión de hormigas pone de relieve el color rojo de la sangre.
¡Oh, maravilla! Son mártires de amor y viven en el fuego de la mejilla y visten trajes de seda verde[72].
Ocurrió que, en una fiesta, Qúdiya Fa-Kan salió para pasar el día al lado de sus allegados en el gobierno: las esclavas la rodeaban, resplandeciendo de belleza. La rosa de sus mejillas envidiaba al lunar y un narciso sonreía desde su boca relampagueante. Kan Ma Kan empezó a dar vueltas a su alrededor y a lanzarle miradas, pues parecía ser la luna brillante. Tomando ánimo soltó la lengua y recitó estos dos versos:
¿Cuándo el corazón quedará curado del dolor del alejamiento con la cercanía? ¿Cuándo el amor satisfecho se reirá de la repulsión pasada?
¡Ojalá supiera si pasaré una noche unido a un amado que sienta lo mismo que yo!
Qúdiya Fa-Kan al oír estos versos lo reprendió, le riñó y le amenazó con un castigo doloroso. Kan Ma Kan se enfadó y volvió furioso a Bagdad. Por su parte, Qúdiya Fa-Kan corrió a quejarse a su madre de lo que había dicho su primo. Ésta le replicó: «Hija mía: no te quiere mal. Es un huérfano y no ha dicho nada que pueda ofenderte. ¡Guárdate de contarlo a nadie, pues si llegase lo ocurrido a oídos del sultán, tal vez lo matara y lo aniquilara!» Pero el amor de Kan Ma Kan por Qúdiya Fa-Kan se hizo notorio en todo Bagdad. Las mujeres hablaban de él. Kan Ma Kan cada vez estaba más acongojado, tenía menos paciencia, estaba pensativo y no ocultaba a las gentes su estado, antes bien, daba a conocer lo que sufría su corazón por el alejamiento de la amada. Temiendo que ésta se enfadase recitó estos dos versos:
Si un día llego a temer su castigo —sus buenas costumbres han cambiado—,
tendré paciencia, de la misma manera que la tiene el joven que espera curarse gracias a una cauterización.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento treinta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el gran chambelán se había proclamado sultán, con el nombre de rey Sasán. Se enteró del amor de Kan Ma Kan por Qúdiya Fa-Kan y se arrepintió de haberlos educado juntos en un mismo lugar. Marchó a ver a su esposa Nuzhat al-Zamán y le dijo: «Poner la hierba seca al lado del fuego es muy peligroso, y no se pueden poner juntos a hombres y mujeres hasta que éstas tengan los ojos negros y el cuello débil. Kan Ma Kan, el hijo de tu hermano, ha llegado a la pubertad y hay que prohibirle que entre en las habitaciones de las mujeres; hay que impedir a tu hija que vea a los hombres, ya que personas como ella deben permanecer enclaustradas». Contestó: «Dices lo conveniente, rey justo, valeroso y completo».
La mañana siguiente, cuando Kan Ma Kan entró a ver, conforme era su costumbre, a su tía Nuzhat al-Zamán, la saludó. Ésta le devolvió el saludo y le dijo: «Tengo que decirte unas palabras que preferiría no pronunciar, pero las diré a pesar mío». «¿De qué se trata?» «El rey ha oído hablar de tu amor por Qúdiya Fa-Kan y ha mandado que no la veas. Si tienes algo que decirle, mandaré que se coloque detrás de la puerta para que no la veas.» Al oír estas palabras, el muchacho se fue sin articular ni una sola palabra y explicó a su madre lo que le había dicho su tía. Aquélla le dijo: «Todo viene de lo mucho que hablas. Sé que la historia de tu amor por Qúdiya Fa-Kan se ha divulgado y se ha esparcido por todos los lugares. Cómo, ¿tú comes gracias a su largueza y aun te enamoras de su hija?» «Quiero casarme con ella, ya que es mi prima y tengo derecho a ella.» «¡Calla y que no se entere el rey Sasán! Esto podría ser causa de sumergirte en un mar de penas. Podrían no enviarnos la cena esta noche. Si estuviésemos en otro país habríamos muerto de hambre o hubiésemos tenido que humillarnos a pedir limosna.» Al oír las palabras de su madre aumentaron los pesares del corazón de Kan Ma Kan y recitó estos versos:
¡Deja esa censura incesante, pues mi corazón me ha abandonado en beneficio de quien me ha cautivado!
No me pidas ni una brizna de paciencia, pues, ¡por la casa de Dios!, he repudiado a la paciencia.
Cuando los censores me ponen reparos, no les hago caso. Al proclamar mi amor soy sincero.
Se me ha prohibido por la fuerza que la visitase, pero yo, ¡por el Misericordioso!, no soy un libertino.
Cuando oigo que la mencionan, mis huesos parecen pájaros perseguidos por gavilanes.
Di a quien critique mi amor que yo, ¡lo juro por Dios!, estoy enamorado de mi prima.
Terminados estos versos dijo a su madre: «No puedo permanecer ni junto a mi tía ni junto a esta gente. Me marcharé de palacio y me iré a vivir en las afueras de la ciudad, junto a los indigentes». Salió e hizo lo que había dicho, por lo que su madre frecuentaba la casa del rey Sasán para tomar algo con que alimentarse los dos. Un día, Qúdiya Fa-Kan se quedó a solas con la madre de Kan Ma Kan y le dijo: «¡Tía! ¿Cómo se encuentra tu hijo?» «Llora y está muy apenado, ya que no encuentra quien lo liberte ni de la pasión ni del amor que por ti siente; está cogido en las redes.» Qúdiya Fa-Kan se puso a llorar y dijo: «¡Por Dios! No lo aparté de mí por odio, sino por miedo de los enemigos. Lo quiero aún más que él a mí. Si no hubiese dejado ir la lengua ni hubiese tenido un corazón tan intranquilo, mi padre ni le hubiese retirado sus beneficios ni le hubiese prohibido el verme. Pero los días no son siempre iguales para los humanos, y hay que tener paciencia en todas las cosas. Quien ha dispuesto que nos separemos podrá concedernos la gracia de reunimos». Lloró aún más intensamente y recitó estos dos versos:
¡Primo! Sufro una pasión que sólo admite par en la tuya.
Pero yo he disimulado ante la gente mi pasión. ¿Por qué tú no ocultaste la tuya?
La madre de Kan Ma Kan le dio las gracias y se marchó. Se lo contó todo a su hijo, y el amor de éste por ella creció. Exclamó: «¡No la cambiaría ni por dos mil huríes!» Recitó estos dos versos:
¡Por Dios! No escucho las palabras del censor ni he descubierto el secreto que guardaba.
Aquel con quien esperaba la unión está lejos de mí: mientras mis ojos velan, él duerme.
Los días y las noches se sucedieron, y él siguió sufriendo sobre los brazos de su pasión hasta que alcanzó los diecisiete años y su hermosura llegó a la perfección. Cierta noche en que estaba desvelado, se dijo: «¿Por qué he de contemplar cómo enflaquece mi cuerpo por no poder conseguir lo que deseo? Mi único defecto es que carezco de fuerza y de riqueza. De Dios depende el conseguir las esperanzas. Debo marchar del país en que vive, hasta que ella muera o yo alcance mi propósito». Resuelto a obrar así, recitó estos versos:
Deja que la inquietud haga latir más fuerte a mi corazón. En modo alguno debe humillarse ante los hombres.
Perdónalo si se parece a una página de la cual dan testimonio, sin duda, las lágrimas.
Mi prima es una hurí que, con permiso de Ridwán, ha bajado a vivir junto a nosotros.
Quien gusta de los embates de los ojos y se expone, no escapa de sus ataques.
Para salvarme, me marcharé por la amplia tierra y le concederé todo lo lícito.
Regresaré con el corazón contento por lo que ambiciono y combatiré a los héroes en su campo.
Enviaré por delante el botín y traeré a mi lado a los paladines.
A continuación, Kan Ma Kan salió del palacio, descalzo, vistiendo una camisa de manga corta, llevando encima de la cabeza un gorrillo que tenía más de siete años; como comida llevaba un mendrugo de tres días antes. Cruzó las tinieblas nocturnas hasta llegar a la puerta de Bagdad y permaneció allí hasta que la abrieron, siendo el primero que la cruzó. Aquel día anduvo por valles y estepas. Por la noche su madre fue a buscarlo, pero no lo encontró. Se quedó preocupadísima y lo esperó el primer día y el segundo y el tercero, pero al cabo de diez días, como no tuviese noticias suyas, la pesadumbre la embargó y exclamó sollozando: «¡Oh, mi consuelo! Me has llenado de pena al partir, al dejar mi compañía. ¡Hijo mío! ¿En qué dirección he de llamarte? ¿Qué ciudad te ha acogido?» Suspiró profundamente y recitó estos versos:
Sé que vuestra marcha me somete a pruebas, que el arco de la separación ha disparado sus flechas.
Me habéis dejado, después de vuestra partida, luchando contra la amargura de la muerte cuando ya han cruzado los desiertos.
Una paloma de collar me ha llamado gimiendo y yo he contestado: «¡Alto!
¡Por tu vida! Si estuvieras tan triste como yo, ni te hubieses puesto el collar ni te hubieses teñido las patas.
Mi amigo me ha abandonado, y después de su marcha sólo encuentro motivos de tristeza que no se apartan de mí».
A partir de entonces ella dejó de comer y de beber; su llanto y sus sollozos fueron en aumento, y esto se hizo público, se divulgó su pena entre las gentes y éstas le preguntaron: «¿Dónde han ido a parar tus ojos, Daw al-Makán? Verías lo ocurrido a Kan Ma Kan. Ha abandonado su patria y su puesto, desde el cual su padre había hartado al hambriento y había gobernado con justicia y equidad». Los príncipes y los magnates llevaron la noticia de la marcha de Kan Ma Kan al rey Sasán.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que le dijeron: «Es el hijo de nuestro rey, es un descendiente del rey Umar al-Numán. Nos hemos enterado de que ha desaparecido del país». El rey Sasán, al oír estas palabras, se enfadó mucho. Recordó que el padre del muchacho le había hecho mucho bien y que lo había nombrado su tutor. Se entristeció por la desaparición de Kan Ma Kan y exclamó: «¡Hay que buscarlo en todas partes!» Mandó al emir Tarkas que tomase cien jinetes y que saliese en su búsqueda. Estuvieron ausentes diez días, y al regresar dijo el emir: «No he oído nada que a él se refiera ni he encontrado rastro». El rey Sasán se entristeció mucho; y su madre no encontró consuelo para sus ojos y perdió la esperanza, pues ya habían transcurrido veinte días.
Por su parte, Kan Ma Kan, al salir de Bagdad, se quedo perplejo, sin saber hacia dónde dirigirse. Recorrió la campiña durante tres días completamente solo, sin ver ni viandantes ni caballeros. El sueño lo abandonó y fue presa del insomnio. Empezó a pensar en su familia y en su país mientras se alimentaba con hierbas y bebía el agua de los torrentes, refugiándose en las horas de más calor debajo de los árboles. Más tarde abandonó el camino en que se encontraba y tomó una vía secundaria que recorrió durante otros tres días. El cuarto divisó una tierra llena de pastos, con hermosa vegetación, a la que regaban copiosas lluvias y a la que alegraba el canto de la tórtola y de la paloma; era fértil y rica. Kan Ma Kan, recordando el país de su padre, recitó, muy impresionado, lo siguiente:
Me he marchado con la esperanza de volver, pero no sé cuándo podré.
Me ha exiliado el no haber podido encontrar un medio de evitar lo que me ha alcanzado.
Una vez hubo terminado de recitar estos versos, comió un poco de hierba, hizo las abluciones y rezó la plegaria ritual. Después se sentó a descansar y permaneció el día entero en aquel lugar. Al atardecer quedó amodorrado y durmió sin interrupción hasta la medianoche. Lo despertó la voz de un hombre que recitaba estos versos:
La vida consiste en ver brillar la sonrisa en la boca de quien amas y en contemplar un rostro alegre.
La muerte es más soportable que la separación de la amada, cuyo espectro viene a visitarme por las noches.
¡Qué alegría la de los contertulios cuando están reunidos el amante y el amado!
En especial durante la primavera, con sus flores, cuando el tiempo te da lo que aspiras.
¡Oh, bebedor de vino! Ven a ver una tierra adornada de hierba y agua abundante.
Al oír estos versos, Kan Ma Kan fue presa de sus penas y las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas como si fuesen ríos; se le encendió un fuego en el corazón. Buscó al que había recitado los versos pero, en medio del ala de la tiniebla, no vio a nadie. Empezó a intranquilizarse, abandonó el lugar en que estaba descendiendo hacia el río y siguió la orilla de éste. Oyó entonces que aquel que había hablado exhalaba profundos suspiros y recitaba:
Si tienes escondido por prudencia el amor, derrama lágrimas libremente el día de la separación.
Entre mis amigos y yo existen lazos de afecto, y por eso deseo, constantemente, volver a verlos.
Mi corazón descansa en Taym y cuando sopla el viento que de Taym procede, me emociono.
¡Oh, Saad! ¿Recuerda la dueña de las ajorcas, después de habernos separado, los pactos y promesas?
¿Volverán a reunimos algún día las noches de amor? ¿Nos contaremos lo que ha sucedido?
Ella dice: «Me ha seducido el amor». Respondo: «¡Dios te proteja! ¡A cuántos has seducido!»
¡Dios prive a mis ojos de contemplar sus bellezas si, después de haberme apartado de ella, aquéllos han gozado las dulzuras del sueño!
Tengo una herida en el corazón para la cual no conozco otro remedio que su amor y sus besos.
Al oír Kan Ma Kan por segunda vez versos de la misma voz, sin conseguir descubrir a quien los recitaba, dedujo que era, como él, un amante que no podía reunirse con su amada. Se dijo: «Tal vez pueda reunirme con ése; cada uno de nosotros contará a su compañero sus penas; será mi amigo en el exilio». Tosió y gritó: «¡Oh, tú que viajas en la noche tenebrosa! Acércate a mí y refiéreme tu historia. Tal vez yo pueda serte de utilidad en tus penas». Cuando el que había recitado oyó estas palabras, contestó: «¡Oh, tú que has llamado y has oído! ¿Eres hombre o genio? Apresúrate a hablar antes de que te encuentre. Hace veinte días que cruzo este país desierto sin haber encontrado ni un alma, sin oír más voz que la tuya». Al oír esto, Kan Ma Kan se dijo: «La historia de éste es por el estilo de la mía; yo también he andado veinte días sin haber oído la voz humana». El otro añadió: «Si eres un genio, vete en paz; si eres un hombre, espera hasta que despunte el día y se disipen las tinieblas de la noche».
Por la mañana, Kan Ma Kan miró y vio que se trataba de un árabe beduino. Se acercó a él y lo saludó. El beduino le devolvió el saludo y lo acogió bien, pero, en cuanto se dio cuenta de que se trataba de un joven de aspecto mísero, lo menospreció y le dijo: «¿A qué gentes perteneces, muchacho? ¿De qué tribu eres? ¿Cómo andas solo por la noche al igual como hacen los hombres más valientes? ¿Por qué me has hablado del modo como lo hacen los caballeros y los héroes? Tú estás en mi poder. Pero tengo compasión de ti y te haré mi compañero; estarás a mi servicio». Al oír Kan Ma Kan estas duras palabras en la boca de un hombre que había recitado versos tan bellos, se dio cuenta de que éste lo despreciaba y que quería apoderarse de él. Contestó con dulzura: «¡Respetable beduino! Deja aparte mi edad juvenil y eso de que yo he de entrar a tu servicio e infórmame del motivo que te ha impulsado a recorrer el desierto de noche y recitando versos. ¿Qué te ha movido a hacerlo?» «Oye, muchacho: Yo soy Sabbah b. Rammah b. Humam. Mi tribu vive en Siria, y tengo una prima que se llama Nachima cuya sola mirada hace dichoso a quien la contempla. Muerto mi padre, he sido criado en casa de mi tío, el padre de Nachima. Al ser mayores la han separado de mí porque sabían que yo era pobre, que no tenía riquezas. Entonces, por la influencia de los ancianos y del jefe de la tribu ha consentido concedérmela como esposa, pero me ha puesto como condición que le entregue cincuenta caballos, cincuenta camellos, diez esclavos, diez esclavas, cincuenta cargas de trigo y cincuenta de cebada. Por tanto me ha pedido lo que yo no puedo dar, una dote desmesurada. He abandonado Siria y me he venido al Iraq. Desde hace veinte días no he visto a nadie, excepción hecha de ti. Me dispongo a entrar en el territorio de Bagdad, ver si sale de la ciudad algún comerciante, seguirlo y apoderarme de sus bienes dando muerte a los hombres de la caravana, apropiándome así de los camellos con su carga. ¿Tú quién eres?»
Kan Ma Kan contestó: «Mi historia se parece algo a la tuya, pero mi desgracia es mayor y más profunda, puesto que mi prima es hija de un rey y su padre no se contenta con una dote como esa que tú has mencionado, ni se da por satisfecho con cosas parecidas», «¡Estás loco, o el amor te ha hecho perder la razón! ¿Cómo puede ser tu prima hija de un rey si no llevas ningún signo que demuestre que perteneces a una familia real? Pareces ser un pobre mendigo.» «Noble beduino: No te maravilles si las vicisitudes de la suerte me han puesto en esta situación. Si quieres una explicación, sabe que yo soy Kan Ma Kan, hijo del sultán Daw al-Makán, hijo, a su vez, del gran rey Umar al-Numán, señor de Bagdad y del territorio del Jurasán. La suerte no me ha sido propicia y se ha proclamado sultán al rey Sasán. Por eso he salido de Bagdad en secreto y me he venido a esta región, en la cual, tras veinte días de viaje, sólo te he encontrado a ti. Tu historia es como la mía: lo que tú buscas es parecido a lo que yo busco.»
Cuando Sabbah oyó estas palabras, exclamó: «¡Qué alegría! ¡He obtenido lo que buscaba! Eres el beneficio de mi trabajo. Siendo descendiente de rey, aunque estés vestido de mendigo, los tuyos no te abandonarán, y cuando sepan el lugar en que te encuentras te rescatarán con su dinero. Vuélvete de espaldas, muchacho mío, y anda delante». Kan Ma Kan dijo: «No lo haré, hermano beduino, porque mi familia no me rescatará ni con plata ni con oro. Soy un hombre pobre que no tiene ni poco ni mucho. Abandona estos modales, tómame por compañero y sal conmigo de la tierra del Iraq. Recorreremos el mundo con la esperanza de obtener entre los dos lo que baste para pagar la dote necesaria de cada una de nuestras primas». Sabbah, al oír esto, se enfadó y echando chispas dijo: «¡Ay de ti! ¿Te atreves a contradecirme, perro infame? ¡Vuélvete de espaldas o te castigaré!» Kan Ma Kan sonrió y dijo: «¿Cómo he de volverme de espaldas? ¿Dónde está tu justicia? ¿No temes que los árabes te reprochen el haber capturado a un joven de modo vil e infame sin haberlo probado en la palestra, sin saber si es un valiente o un cobarde?» Sabbah, riéndose, exclamó: «¡Dios mío! ¡Qué maravilla! Eres un adolescente, pero sabes hablar. Este discurso sólo lo haría un héroe experimentado». «La justicia exige que, si quieres cogerme prisionero, como criado, abandones, tus armas, te quites la ropa y te midas conmigo. El que venza a su adversario hará de él lo que quiera y lo tomará como siervo.»
Sabbah, riéndose, exclamó: «Creo que hablas mucho, porque el fin de tu fanfarronería está próximo.»
Arrojó las armas, se remangó y se acercó a Kan Ma Kan. El beduino vio que el joven le superaba como el quintal al dinar: se fijó en la firmeza con que apoyaba los pies en el suelo; parecían dos sólidos minaretes o dos montañas bien plantadas. Se dio cuenta de su inferioridad y se arrepintió de haber aceptado el desafío de igual a igual, ya que con sus armas le hubiese dado muerte. Kan Ma Kan lo agarró y consiguió dominarlo y sujetarlo. El beduino notó que las entrañas le estallaban en el vientre y gritó: «¡Deja en paz la mano, muchacho!», pero no hizo caso a estas palabras y lo arrastró por el suelo en dirección al río. Sabbah chilló: «¡Héroe! ¿Qué quieres hacer conmigo?» «Echarte en el río, que te conducirá hasta el Tigris; el Tigris te llevará hasta el río Isa y éste a su vez te arrastrará al Éufrates, que te transportará hasta tu país. Tus contríbulos te reconocerán y se darán cuenta de tu hombría y de la sinceridad de tu amor.» Sabbah imploró: «¡Caballero! ¡Héroe! ¡No obres como obran los malvados! ¡Por vida de tu prima, la más hermosa de las bellas! ¡Suéltame!» Kan Ma Kan lo abandonó en el suelo.
En cuanto el beduino se vio libre corrió a buscar la espada y el escudo. Los tomó y se preparó a atacarlo. Kan Ma Kan se dio cuenta de lo que se proponía y le dijo: «Sé lo que hay en tu corazón desde el momento en que coges la espada y el escudo. Pienso que careces de mano apropiada para el combate y que si pudieses estar sobre un corcel arremeterías con la espada. Te consiento hacer lo que quieres para que no queden dudas en tu corazón. Dame el escudo y atácame con la espada: o me matas o te mato». Le echó el escudo, desnudó la espada y atacó a Kan Ma Kan. Éste sujetó el escudo con la diestra y empezó a protegerse con él. Sabbah, al dar un golpe, decía: «Éste es el último, el definitivo», pero Kan Ma Kan lo paraba e iba de un lado a otro ya que no tenía con qué atacar.
Sabbah pegó mandobles sin descanso hasta que se le fatigaron las manos. Kan Ma Kan se dio cuenta de que a su rival le faltaban las fuerzas y que sus ataques se debilitaban. Atacó a su vez, lo derribó en el suelo, lo ató con el tahalí de la espada y lo arrastró por los pies hasta la orilla del río. Sabbah preguntó: «¿Qué vas a hacer conmigo, oh caballero único del tiempo, héroe de la palestra?» «Ya te he dicho que voy a enviarte, por el río, a tus contríbulos para que no se preocupen por ti; así llegarás a tiempo para celebrar la boda con tu prima.» Sabbah tembló, lloró, gritó y dijo: «¡No lo hagas, oh caballero único! ¡Tómame a tu servicio!» Sus ojos derramaron abundantes lágrimas y recitó este par de versos:
Me he apartado de mis familiares; ¡cuán largo ha sido el exilio! ¡Ojalá supiera si he de morir en él!
Moriré sin que mi familia sepa en dónde; el que muere en el extranjero no recibe la visita de amigos.
Kan Ma Kan se apiadó de él y yo libertó, después de haberle tomado juramento y haber pactado que lo acompañaría en sus viajes y que sería el mejor de los amigos. A continuación Sabbah intentó besar la mano de Kan Ma Kan, pero éste se lo impidió. El beduino se dirigió hacia su saco de viaje, sacó tres panes de cebada y los colocó delante de Kan Ma Kan. Se sentaron en la orilla del río y comieron algo. Después hicieron las abluciones, se sentaron y se refirieron mutuamente las vicisitudes que les había hecho sufrir el destino. Kan Ma Kan preguntó al beduino: «¿Adonde te diriges?» «A Bagdad, a tu país, en donde me quedaré hasta que Dios me facilite la dote.» «¡Ponte en marcha!», le ordenó el joven. El beduino obedeció y tomó el camino de Bagdad.
Kan Ma Kan se dijo: «El volver pobre y mísero no es modo de regresar. ¡Por Dios! No volveré desastrado: he de volver rico, si Dios (¡ensalzado sea!) quiere». Se acercó al río, hizo las abluciones y rezó. Al hacer la prosternación colocó la frente en el suelo e invocó: «¡Dios mío! A Ti que haces llover, a Ti que concedes el alimento a los gusanos ocultos en la roca, te ruego que me concedas, gracias a tu poder y tu gran misericordia, un beneficio». Una vez terminada la oración quedó sin saber qué camino seguir. Mientras estaba sentado mirando a derecha e izquierda, vio que se acercaba a su encuentro un hombre montado a caballo cuyas riendas había abandonado. Kan Ma Kan siguió sentado y al cabo de un rato, cuando el caballero llegó a su lado, se dio cuenta de que estaba a punto de expirar debido a una grave herida.
Dijo al joven mientras resbalaban por su mejilla las lágrimas, como si fuesen el agua que sale por la boca de un pellejo: «¡Oh, el más excelente de los árabes! Tenme por tu amigo durante lo que me queda de vida. No encontrarás otro como yo. Dame de beber un poco de agua, aunque ya sé que no puede curar las heridas en el momento de expirar. Si vivo te daré lo que pondrá remedio a tu pobreza, y si muero serás feliz por haber hecho una buena acción». Este hombre montaba un corcel cuya hermosura admiraba a los hombres, hasta el punto de ser incapaz la lengua de describirlo: sus patas parecían columnas de mármol y eran apropiadas para los días de guerra y de combate. Kan Ma Kan, al ver ese corcel, quedó admirado y se dijo: «No hay en nuestra época ningún caballo que se pueda comparar con éste».
Ayudó al jinete a descabalgar, le dio un poco de agua y esperó a que descansase. Entonces, acercándose a él, le preguntó: «¿Quién te ha herido?» «Te voy a contar la verdad: soy un ladrón que se ha dedicado a robar caballos noche y día. Me llamo Gassán, y soy la desgracia de todos los caballos y corceles. Oí hablar de este caballo, que se encontraba en el país de los griegos y que pertenecía al rey Afridún, quien le llamaba Qatul y le apellidaba Machnún. Me marché a Constantinopla dispuesto a robarlo, y empecé a vigilarlo. Mientras yo me ocupaba en esto salió, montada en él, una vieja tenida en mucha consideración por los rumies, ya que ella es su mejor enredona; se llama Sawahi Dat al-Dawahi. La acompañaban únicamente diez esclavos, que iban adscritos al servicio del caballo. Se dirigía hacia Bagdad con el fin de visitar al rey Sasán y pedirle la paz y la seguridad.
»Empecé a seguirlos deseoso de apoderarme del caballo, y no paré de ir detrás de ellos, pero sin conseguir acercarme al animal, puesto que los esclavos extremaban la vigilancia. Así llegaron hasta las inmediaciones de la ciudad, y temí que consiguieran entrar en Bagdad. Entretanto seguía pensando en la forma de apoderarme del corcel. En este momento se levantó una columna de polvo en el horizonte, y cuando se disipó aparecieron cincuenta bandidos, de esos que roban a los comerciantes, mandados por un tal Kahardas, parecido al león, que cuando combate derriba a los héroes por el suelo como si fuesen alfombras.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el herido siguió diciendo:] «Los bandidos, y con ellos Kahardas, atacaron y rodearon a la vieja y a sus acompañantes, los desarmaron y al cabo de poco los diez esclavos y la vieja estaban atados. Se apoderaron del caballo y se llevaron a los presos. Kahardas estaba contento. Yo me decía que había perdido todos los esfuerzos hechos sin haber conseguido mi propósito. Esperé un poco para ver cómo se desarrollaría el asunto. La vieja, al verse presa, empezó a llorar y dijo a Kahardas: “¡Valiente caballero! ¡Héroe experimentado! ¿Qué vas a hacer con una vieja y los esclavos? Has conseguido ya el caballo que ambicionabas”. Continuó dirigiéndole palabras amables y le prometió que le facilitaría caballos y botín. Kahardas la libertó junto con los esclavos y reemprendieron el camino. Yo los seguí hasta llegar a este país, sin perder de vista al caballo. Encontré un medio para robarlo, me monté en él y sacando una fusta del bolsillo, lo azucé.
»Al darse cuenta de lo que ocurría corrieron en pos de mí, me rodearon, me lanzaron flechas y me atacaron con las lanzas. Yo me mantuve firme en el lomo, pues el caballo combatía por mí con sus patas, y así me sacó del alcance de mis enemigos, raudo como una estrella fugaz o un dardo rapidísimo. Pero en lo más enconado del combate había recibido una herida. Así he permanecido agarrado a su lomo durante tres días, sin poder comer, debilitándome continuamente y alejándome de esta vida. Tú has obrado bien conmigo y me has tenido compasión. Me doy cuenta de que estás medio desnudo y triste, aunque también distingo las huellas de un pasado bienestar. ¿Cómo te llamas?» «Me llamo Kan Ma Kan, hijo del rey Daw al-Makán, hijo, a su vez, del rey Umar al-Numán. Mi padre murió y yo he crecido huérfano. Ha ocupado el trono un hombre indigno, el cual es el rey de grandes y humildes.» A continuación le refirió toda su historia, desde el principio hasta el fin.
El ladrón, apiadándose de él, le dijo: «Perteneces a una familia noble y tienes una gran dignidad. Se hablará de ti y serás el mejor caballero de esta época. Si puedes colocarme en la silla, montar a la grupa y acompañarme a mí país, serás noble en este mundo y tendrás una recompensa en el día del juicio, ya que yo no tengo fuerzas suficientes para sostenerme. Si muriese en el camino, te quedarías con este corcel, pues lo mereces más que ningún otros hombre». Kan Ma Kan contestó: «¡Por Dios! Si fuese necesario, te llevaría sobre mis espaldas; si mi vida estuviese en mi poder, te cedería la mitad sin aceptar en recompensa el caballo, ya que yo pertenezco a las gentes que hacen el bien y ayudan al desvalido. A aquel que hace el bien por el amor de Dios, se le evitan setenta clases de desgracias». Estaba ya dispuesto a colocarlo encima del caballo y a emprender el camino con el auxilio del Sutil, del Omnisciente, cuando el ladrón le dijo: «¡Aguarda un poco!» Cerró los ojos, abrió la mano y dijo: «Atestiguo que no hay dios sino el Dios; atestiguo que nuestro señor Mahoma (Dios lo bendiga y lo salve) es el mensajero de Dios». Dándose cuenta de que iba a morir recitó estos versos:
He sido injusto con los hombres, he recorrido la tierra y he pasado la vida bebiendo vino.
He afrontado el ímpetu de los torrentes para robar caballos: las malas acciones arruinan las casas.
Muchas son mis acciones, grande es mi culpa: Qatul ha sido mi última hazaña.
Con este corcel esperaba alcanzar mis deseos, pero con él se ha frustrado mi porvenir.
Durante toda mi vida he robado caballos, y mi fin llega al lado de un charco.
Mi historia termina aceptando, fatigado, la hospitalidad de un forastero, huérfano y pobre.
Al terminar de recitar estos versos movió los ojos, abrió la boca, experimentó un estertor y se fue de este mundo. Kan Ma Kan abrió una fosa y lo enterró. Después acarició la cara del caballo y se dio cuenta de que el rey Sasán no tenía ninguno que pudiera compararse con el suyo. Algún tiempo después unos comerciantes lo informaron de lo que había ocurrido, en su ausencia, entre el rey Sasán y el visir Dandán. Éste se había sublevado contra el rey apoyado por la mitad del ejército y había jurado que no reconocería a más sultán que a Kan Ma Kan. Había tomado juramento de fidelidad a las tropas y había ocupado las islas de la India y los países de los bereberes y de los negros. En ellos había reclutado soldados tan numerosos que podían compararse a un mar encrespado sin principio ni fin, y se preparaba para regresar con todas estas tropas a invadir su patria, dando muerte a todos los que se le resistiesen, jurando que no envainaría la espada de la guerra hasta colocar en el trono a Kan Ma Kan.
El rey Sasán, al enterarse de estas noticias, había quedado sumergido en un mar de dudas: se daba cuenta de que en su imperio grandes y pequeños le eran contrarios, y estaba profundamente preocupado. Abrió sus tesoros, distribuyó bienes y beneficios a los grandes y hubiera colocado de grado a Kan Ma Kan, con el fin de atraérselo con buenos tratos y honores, al frente de la parte del ejército que aún le obedecía, con el fin de reforzar así las briznas de su poder.
Cuando Kan Ma Kan se enteró por los mercaderes de todo esto, volvió precipitadamente a Bagdad montado en su corcel, y así el rey Sasán, que seguía perplejo meditando en el asunto, se enteró de que Kan Ma Kan iba a llegar. Dio órdenes de que todo el ejército, de que los notables de Bagdad le saliesen al encuentro, y toda la ciudad salió a recibirlo y a acompañarlo, en cortejo, al palacio. Los eunucos corrieron a llevar la noticia a su madre, y ésta fue a verlo y lo besó en la frente. Él le dijo: «¡Madre! Deja que vaya a ver a mi tío el rey Sasán, el cual me ha colmado de bienes y de favores». Los grandes del reino se quedaban perplejos al ver aquel corcel y al contemplar a su dueño, el mejor de los caballeros. Dijeron al rey Sasán: «¡Rey! Jamás hemos visto a nadie que pueda compararse a este hombre».
El rey Sasán corrió a saludarlo. Kan Ma Kan, al ver que se acercaba, le salió al encuentro, le besó las manos y los pies y le ofreció el caballo como regalo. El rey lo saludó diciendo: «¡Bien venido sea mi hijo Kan Ma Kan! ¡Por Dios! Tu ausencia me ha tenido muy preocupado y doy gracias a Dios porque no te ha ocurrido nada». El sultán clavó la vista en ese corcel llamado Qatul y reconoció que era el que había visto en el año tal, mientras asediaba a los cristianos con el padre del joven, Daw al-Makán, en el momento en que fue matado su tío Sarkán. Dijo: «Si tu padre hubiese podido, lo habría comprado a cambio de mil corceles. Ahora vuelve el poderío a quien le pertenece: lo acepto y te lo agradezco para regalártelo a mi vez, ya que tú eres el hombre que más lo merece, eres el héroe de los caballeros». A continuación mandó que dieran a Kan Ma Kan un precioso vestido de honor, algunos caballos, y que se le destinase la mayor habitación del palacio, concediéndole honores y satisfacciones; le hizo entrega de grandes riquezas y lo honró hasta el límite máximo, ya que temía las consecuencias de la sublevación del visir Dandán.
Kan Ma Kan se sintió satisfecho, ya que habían cesado las humillaciones y desprecios. Marchó a su casa, besó a su madre y le dijo: «¡Madre! ¿Qué hace mi prima?» «¡Por Dios, hijo mío! Estaba tan afligida por tu ausencia, que no me he preocupado de tu amada.» «¡Madre! Ve a ver si me mira con buenos ojos.» «La ambición humilla el cuello de los hombres. Deja de hablar de esta manera para no caer en el desprecio. No iré a verla ni le diré estas palabras.» Al oír esto refirió a su madre lo que le había referido el ladrón acerca de la vieja Dat al-Dawahi, que estaba en el país pronta a entrar en Bagdad. Añadió: «Ésa es la que mató a mi tío y a mi abuelo, y yo he de lavar la afrenta tomando venganza». Dejó a su madre y se marchó a ver a una vieja astuta, taimada y hábil llamada Saadana. Le refirió lo que sufría a causa de su amor por Qúdiya Fa-Kan y le rogó que fuese a verla y le hablase en su favor. La vieja aceptó de buen grado, y cuando él se marchó ella se dirigió al palacio de Qúdiya Fa-Kan y enterneció su corazón. Regresó al lado del joven y lo informó de que Qúdiya Fa-Kan lo saludaba y le prometía que a medianoche lo visitaría.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Kan Ma Kan se alegró mucho con la promesa que le había hecho su prima. Llegada la medianoche, ella se presentó envuelta en una bata de seda, entró en su habitación, lo despertó y le dijo: «¿Cómo puedes asegurar que me amas si estás durmiendo tranquilo en el mejor de los sueños?» «¡Por Dios, esperanza de mi corazón! Me he dormido pues esperaba que tu imagen me visitase en sueños». Ella le riñó con dulces palabras y recitó estos versos:
Si fueses verídico al decir que me amas, no te entregarías al sueño.
¡Oh, tú que te proclamas víctima de la pasión de amor!
¡Por Dios, primo! Los ojos del enamorado nunca duermen.
Kan Ma Kan quedó confundido; después se abrazaron y se quejaron de lo sufrido por la separación, de lo mucho que se querían y de la gran fuerza del amor. Así continuaron hasta que despertó el lucero de la aurora y apareció el alba. Kan Ma Kan lloró muchísimo, exhaló profundos suspiros y recitó estos versos:
¡Oh, tú que me has visitado después de larga separación! En tu boca hay un collar de perlas.
La he besado mil veces, he estrechado su cintura y hemos pasado la noche con las mejillas juntas.
Hasta el momento en que ha aparecido la luz de la aurora, que nos ha asustado como si fuese la hoja de la espada cuando brilla fuera de la vaina.
Cuando terminó estos versos, Qúdiya Fa-Kan se despidió de él y volvió a su habitación, en donde puso al corriente de su secreto a algunas de las criadas. Una de éstas corrió a buscar al rey Sasán e informarle de la noticia. Éste corrió hacia Qúdiya Fa-Kan, desenvainó la espada y quiso cortarle el cuello; en ese momento entró su madre Nuzhat al-Zamán, quien le gritó: «¡No cometas con ella esa barbaridad! ¡Si la cometes, lo sucedido se divulgará entre las gentes y la infamia recaerá sobre el rey del tiempo! Kan Ma Kan es hombre de honor y de carácter recto. No hará nada que pueda levantar murmullos. Espera y no te precipites. En el palacio y en todo Bagdad se ha difundido la noticia de que el visir Dandán manda un ejército de todos los países y se acerca con él para poner en el trono a Kan Ma Kan». Le contestó: «¡He de causarle una aflicción tal que no ha de encontrar ni tierra que lo acoja ni cielo que le dé sombra! Si lo he acogido bien no ha sido por él, sino por los súbditos de mi Imperio, para que no se inclinasen hacia él. ¡Verás lo que sucede!» La dejó y se marchó a disponer las cosas de su reino. Esto es lo que se refiere al rey Sasán.
He aquí lo que hace referencia a Kan Ma Kan: Al día siguiente fue a visitar a su madre y le dijo: «¡Madre! He resuelto dedicarme al bandidaje y al latrocinio para hacerme con caballos, esclavas y mamelucos. Cuando mis riquezas sean muchas, cuando haya mejorado mi situación, pediré a mi tío Sasán que me dé por esposa a Qúdiya Fa-Kan». «¡Hijo mío! Los bienes de las gentes no se obtienen con facilidad: hay que luchar con la espada y con la lanza, con hombres valientes que van a la caza de leones y leopardos.» «No me volveré atrás hasta que haya conseguido mi deseo.» Después mandó a la vieja que fuese a informar a Qúdiya Fa-Kan de que se disponía a partir para obtener una dote que le fuese conveniente y le pidió que volviese a darle su respuesta. La vieja se marchó y regresó con la contestación: «Te visitará a medianoche».
Permaneció desvelado hasta la hora de la cita, intranquilo. Apenas entró ella, le dijo: «¡Qué larga te ha sido la vela!» Él corrió a su lado y replicó: «¡Amor mío! ¡Lejos de ti todos los males!» A continuación le refirió lo que había resuelto. Ella se puso a llorar. Le dijo: «¡No llores, prima! Ruego a Aquel que ha dispuesto que nos separemos, que nos conceda el favor de una pronta reunión». Kan Ma Kan se preparó para el viaje, fue a ver a su madre, se despidió de ella, salió del palacio, ciñó la espada, se puso un turbante, se tapó la cara con un velo y montó en su corcel Qatul. Al avanzar por las calles de la ciudad parecía que fuese la luna llena. Al cruzar la puerta tropezó con su amigo Sabbah b. Rammah, que también salía. El beduino, al verlo, corrió a su encuentro y lo saludó. El príncipe le devolvió el saludo. Sabbah le dijo: «¡Hermano mío! ¿Cómo has conseguido este corcel y estas riquezas? Por ahora yo sólo tengo mi espada». Kan Ma Kan le replicó: «El cazador cobra las piezas según el valor de su esfuerzo. Poco después de que tú me dejases me llegó la fortuna. ¿Quieres venir conmigo? Realizarás tus deseos en mi compañía y recorreremos la campiña». «¡Por el Señor de la Kaaba! Desde ahora te llamaré mi patrón.»
Se puso a andar delante del caballo llevando la espada al cuello y su saca en la espalda. Anduvieron por la campiña durante cuatro días, comiendo las gacelas que cazaban y bebiendo el agua de las fuentes. El quinto día distinguieron la cima de una colina elevada, en cuya falda había prados en los que pastaban camellos, ovejas, vacas y caballos tan numerosos que cubrían los altozanos y los valles. Las crías de estos animales retozaban a su alrededor. Kan Ma Kan se alegró mucho al verlo, se sintió a sus anchas y se dispuso a combatir para apoderarse de las camellas y de los camellos. Dijo a Sabbah: «Ven conmigo a coger esas riquezas que están abandonadas por sus dueños. Combatiremos con los que de cerca o de lejos nos amenacen hasta que nos apoderemos de este botín». Sabbah le contestó: «¡Señor! Sus dueños son gentes muy numerosas que disponen de valientes caballeros e infantes. Si nos lanzamos a esta empresa correremos un gran peligro».
Kan Ma Kan se echó a reír, pues sabía que era un cobarde; lo dejó atrás y bajó por la colina dispuesto a efectuar la algara. Cantaba estos versos:
Los descendientes de al-Numán son valientes; saben dar golpes a las cimas.
Son gentes que, cuando se les presenta el torbellino del combate, saben plantar piernas sobre pies.
El ojo del pobre reposa tranquilo entre ellos sin ver la amenaza del hambre.
Sólo pido el auxilio del Señor omnipotente, del Creador del alma.
Se lanzó contra aquellos bienes como si fuera un camello furioso y azuzó a camellos, vacas, ovejas y caballos. Los esclavos le salieron al encuentro con espadas relucientes y largas lanzas. A su cabeza iba un caballero turco, valiente en el combate, experto en el manejo de la negra lanza y de la blanca espada. Cargó contra Kan Ma Kan diciéndole: «¡Ay de ti! ¡Si hubieras sabido a quién pertenecen estos bienes, no hubieras hecho esto! Sabe que estas riquezas pertenecen a la manada griega, a la agrupación de los circasianos, todos los cuales son héroes valientes. Son ciento veinte hombres que se han negado a obedecer a ningún sultán. Se les ha robado un corcel y han jurado que no se marcharán de aquí hasta que lo hayan recuperado». Al oír estas palabras, Kan Ma Kan dio un grito diciendo: «Éste es el corcel que buscáis y por el cual podéis combatirme. ¡Atacadme todos a la vez! ¡A vosotros corresponde hacer lo que queráis!»
Dio un grito al oído de al-Qatul y éste se lanzó contra ellos como si fuese un demonio. El joven atacó al caballero en cuestión, lo alanceó y lo derribó; cargó al segundo, al tercero, al cuarto, y los privó de la vida. Ante esto los esclavos se asustaron. Los apostrofó: «¡Bastardos! ¡Conducidme los animales y los caballos o teñiré con vuestra sangre mi lanza!» Obedecieron y empezaron a andar. Sabbah reapareció dando gritos de alegría y en este momento se levantó una columna de polvo que cubrió el horizonte: debajo se distinguían cien jinetes que parecían leones feroces. Al verlos Sabbah huyó hacia la colina, abandonando la llanura, disponiéndose a ver el combate. Se decía: «Sólo soy caballero por juego y diversión». Los cien caballeros rodearon a Kan Ma Kan, lo cercaron por todos los lados y uno de ellos se le acercó diciéndole: «¿Dónde vas con estos bienes?» «¡Acércate a combatir!: tienes delante a un león esforzado, a un héroe cuya espada hiere dondequiera que dé.» El caballero, al oír estas palabras, se fijó en él y se convenció de que parecía un gran león pero que su rostro podía compararse con la luna llena. Este caballero era el jefe de los cien y se llamaba Kahardas. Al ver la perfecta hombría de Kan Ma Kan, su extraordinaria hermosura, lo confundió con su amada, que se llamaba Fatín.
Ésta era la más hermosa de las mujeres; Dios le había dado una juventud y una belleza tan excepcionales, que la lengua era incapaz de describirla; enamoraba el corazón de todos los hombres, pero los caballeros de su tribu temían su dureza, los héroes de aquella región estaban asustados de su valentía, pues había jurado que no se casaría más que con aquel que la venciese. Kahardas era uno de sus pretendientes, pero ella había dicho a su padre: «No se me acercará sino aquel que me venza en la palestra, luchando conmigo con la lanza». Al enterarse de esto, Kahardas temió que el dar muerte a una muchacha fuese para él motivo de infamia, pero uno de sus íntimos le había dicho: «Tú eres muy hermoso; si luchas con ella y resulta ser más fuerte que tú, la vencerás igualmente puesto que tu hermosura y tu belleza irán delante de ti hasta apoderarse de ella, ya que las mujeres necesitan a los hombres y tú no lo ignoras». Kahardas, empero, se había negado a luchar con ella obstinadamente, y en esta situación estaba cuando se enfrentó con Kan Ma Kan.
Creyó que éste era su amada Fatín, la cual había oído ponderar su hermosura y su valentía. Acercándose a Kan Ma Kan, dijo: «¡Ay de ti, Fatín! ¿Has venido a mostrarme tu valentía? Apéate del caballo y ven a hablar conmigo. He reunido todos estos bienes y he afrontado como bandolero caballos y héroes únicamente por tu belleza y hermosura, que no tiene igual. Cásate conmigo y te servirán las hijas de los reyes, serás la reina de este país». Kan Ma Kan, al oír estas palabras, estalló de indignación y exclamó: «¡Ay de ti, perro extranjero! Deja a Fatín y lo que a ella se refiere y acércate a combatir con la lanza y con la espada: en seguida caerás derribado por el polvo». A continuación se lanzó al ataque, al combate.
Kahardas al fijarse en él vio que se trataba de un experto caballero, de un héroe experimentado, y comprendió que se había confundido; al descubrir el bozo que apenas despuntaba en su mejilla como un mirto que apareciese entre rosas rojas, dijo a quienes lo acompañaban: «¡Ay de vosotros! Avance uno solo y enséñele la afilada espada y la lanza blandida. Sabed que atacar en banda a uno solo es una infamia, aunque del hierro de su lanza salten chispas». Le cargó un hombre montado en un caballo negro que tenía una estrella como un dirhem en la frente; ante ella quedaban perplejos el entendimiento y la vista, y por ello el poeta había dicho:
Se te acerca el potro que se dirige alegre al combate: mezcla la tierra con el cielo.
Parece que la mañana lo haya herido en la frente y él se haya vengado metiendo los cascos en sus entrañas.
Este caballero cargó contra Kan Ma Kan: ambos combatieron un rato dándose cargas capaces de aturdir el entendimiento y fatigar la vista. El príncipe le dio un golpe maestro, de héroe, con el que le arrancó el turbante y la celada, y su enemigo se curvó sobre el caballo como una camella cuando se acuesta. Después lo atacaron un segundo, un tercero, un cuarto y un quinto, y con todos hizo lo mismo que con el primero. Los restantes cargaron en bloque presos de inquietud y de desasosiego, pero al cabo de poco rato el hierro de la lanza del príncipe los había atravesado. Al darse cuenta Kahardas de la situación, temió morir y vio claramente que aquel joven poseía la firmeza de corazón, se convenció de que había encontrado al héroe de los caballeros. Dijo a Kan Ma Kan: «Te hago don de tu vida y de la vida de mis compañeros. Coge los animales que quieras y sigue tu camino, ya que me he apiadado de la hermosura de tu juventud y más vale que conserves la vida».
Kan Ma Kan contestó: «No careces de la hombría de los generosos, pero déjate de palabras y procura salvarte sin reprochar, sin ambicionar la restitución del botín: utiliza, para conservar la vida, un camino recto». Al oír esto, estalló Kahardas en cólera y, henchido de furor, dijo a Kan Ma Kan: «¡Ay de ti! ¡Si supieses quién soy no hablarías de esta manera en el momento culminante del combate! Pregunta por mí: yo soy el león feroz llamado Kahardas, el que ha combatido a los reyes más poderosos, el que ha atacado en los caminos a todas las gentes robando los bienes de los comerciantes. Ese corcel que cabalgas constituye mi deseo y querría saber qué has hecho para conseguir apoderarte de él». «Una vieja conducía este caballo a mi tío, el rey Sasán. Tengo que vengar en ella a mi abuelo, el rey Umar al-Numán, y a mi tío, el rey Sarkán.» «¡Ay de ti! ¿Quién es tu padre? ¿Quién es tu madre?» «Sabe que yo soy Kan Ma Kan, hijo del rey Daw al-Makán, hijo, a su vez, del rey Umar al-Numán.»
Al oír Kahardas estas palabras, dijo: «No puede negarse que eres perfecto y que reúnes la caballerosidad y la belleza. ¡Vete en paz! Tu padre hizo muchos favores y beneficios». «¡Por Dios! ¡Eres un siervo!» El beduino se encolerizó y cargaron el uno contra el otro, mientras los caballos levantaban las orejas y movían la cola. Se atacaron sin interrupción hasta el punto de que cada uno de los dos llegó a creer que el cielo se había hendido; se atacaban como los machos cabríos con los cuernos y cambiaban lanzazos. Kahardas dio una carga con la que creyó ensartar a Kan Ma Kan, pero éste consiguió escapar y, atacando a su vez, le atravesó el pecho y apareció la punta de su lanza por la espalda de Kahardas.
Kan Ma Kan reunió los caballos y el botín, y llamando a los esclavos los mandó que condujesen las bestias. Sabbah se acercó en este momento y le dijo: «¡Magnífico, caballero de la época! He rogado por ti y mi Señor ha escuchado mi plegaria». A continuación cortó la cabeza de Kahardas. Kan Ma Kan se puso a reír y dijo: «¡Vaya con Sabbah! ¡Creía que eras hombre de guerra y lucha…!» «¡No olvides la parte de tu esclavo en este botín! Gracias a esto tal vez llegue a casarme con mi prima Nachima.» «Tienes tu parte; pero ahora vigila el botín y los esclavos.» Kan Ma Kan se dirigió hacia su país y no dejó de viajar noche y día hasta que divisó la ciudad de Bagdad. Todo el ejército se enteró de su llegada, de que traía botín y riquezas y de que la cabeza de Kahardas iba en la punta de la lanza de Sabbah. Los comerciantes la reconocieron, se alegraron y dijeron: «¡Dios ha librado a los hombres de él! Era un salteador de caminos». Quedaron admirados de que hubiese muerto, y rezaron por su matador.
La gente de Bagdad se reunió en torno de Kan Ma Kan comentando la noticia: todos los hombres lo respetaron y los caballeros y los paladines le temieron. Azuzó todo lo que llevaba consigo hacia el palacio y apoyó en la puerta del mismo la lanza en cuya extremidad iba la cabeza de Kahardas; hizo dones, repartió caballos y camellos, y los habitantes de Bagdad empezaron a quererlo. Hospedó a Sabbah en un buen lugar y se dirigió a ver a su madre y a informarla de lo que le había ocurrido en el viaje. El rey se enteró de su llegada, por lo cual dejó su consejo y se reunió con sus íntimos. Les dijo: «Sabed que quiero descubriros mi secreto y mostraros mi pensamiento más íntimo. Sabed que Kan Ma Kan será la causa de que perdamos este país, ya que él ha matado a Kahardas, al cual seguían las tribus de los kurdos y de los turcos. Por su culpa pereceremos. Nuestro temor es mayor a causa de sus parientes: sabéis que el visir Dandán se niega a reconocerme a pesar de los bienes que le he concedido, y que me ha traicionado. Me he enterado de que ha reunido ejércitos de todos los países y que se propone entronizar a Kan Ma Kan debido a que su padre y su abuelo fueron sultanes. Sin duda me matará».
Al oír esto, sus confidentes le dijeron: «No merece tanto. Si no fuera porque sabíamos que tú lo habías educado, ninguno de nosotros lo habría frecuentado. Sabe que estamos a tu disposición. Si quieres que lo matemos, lo mataremos; si quieres que lo exilemos, lo exilaremos». «Lo mejor es matarlo, pero hay que comprometerse solemnemente a hacerlo.» Juraron que darían muerte a Kan Ma Kan, y así, cuando llegase el visir Dandán y se enterase de su muerte, quedaría debilitado y desorientado. Una vez se hubieron conjurado y comprometido, el rey los honró mucho y marchó a sus habitaciones. Los jefes se habían apartado ya de él y las tropas se negaban a montar o descabalgar, en espera de ver lo que sucedía, debido a que en su mayoría eran partidarias del visir Dandán.
Esta noticia llegó a Qúdiya Fa-Kan, la cual quedó muy apenada y mandó a buscar a la vieja mediante la cual tenía costumbre de comunicarse con su primo. Una vez la tuvo delante le mandó que corriese a su encuentro y lo informase de lo que ocurría. Cuando ésta llegó a su lado lo saludó. Se alegró al verla y ella le dio el encargo. Le contestó: «Presenta mis respetos a mi prima y dile: “La tierra pertenece a Dios (¡loado y ensalzado sea!). Él la concede a aquel que quiere de sus esclavos, ¡Qué bellas son estas palabras del poeta!:
A Dios pertenece el poderío: quien consigue obtener los bienes mundanos tiene que devolverlos a la fuerza y responder de ellos con su vida.
Aunque yo —u otro cualquiera— consiguiésemos dominar un puñado de polvo, sería simplemente en condominio (con Dios)”».
La vieja regresó al lado de la muchacha, le refirió lo que le había dicho y la informó de que Kan Ma Kan vivía en la ciudad. El rey Sasán esperaba que se marchara de Bagdad para mandar en pos de él a los que debían darle muerte. Cierta vez salió de caza acompañado por Sabbah, pues éste no lo abandonaba ni de noche ni de día. Cobró diez gacelas, entre las cuales había una con los ojos negros que los volvía a derecha e izquierda. La dejó en libertad. Sabbah le preguntó: «¿Por qué has dejado escapar a esta gacela?» Kan Ma Kan se echó a reír y soltó el resto diciéndole: «Es cuestión de hombría el poner en libertad a las gacelas que tienen hijos; esta gacela se vuelve de un lado a otro porque tiene retoños». La soltó, y lo mismo hizo con las demás, como rasgo de generosidad. Sabbah le dijo: «Ponme también a mí en libertad para que yo vuelva junto a mi familia». El joven se puso a reír y le dio un golpe en el corazón con el asta de la lanza y cayó al suelo, retorciéndose como si fuese una culebra.
En estas circunstancias apareció una nube de polvo en movimiento y caballos al galope montados por caballeros y héroes. Motivaba su llegada el que el rey Sasán había sido informado por algunos de que Kan Ma Kan había salido de caza, por lo cual había enviado al emir de Daylam, llamado Chami, acompañado de veinte caballeros, a los cuales había pagado para que matasen a Kan Ma Kan. Cuando llegaron a su lado, cargaron contra éste, quien, a su vez, se lanzó contra ellos y los mató hasta el último. El rey Sasán había montado a caballo y había ido a reunirse con los confabulados: los encontró muertos y regresó admirado. Sus propios familiares lo apresaron y lo ataron con cuerdas.
Después de todo esto, Kan Ma Kan abandonó el lugar y se marchó con el beduino Sabbah. Mientras andaba vio a un joven que estaba plantado en la puerta de su casa. El príncipe lo saludó y el joven le contestó. Éste se metió en su domicilio y salió llevando dos escudillas: una de ellas con leche, y la otra con sopa en la cual flotaban manchas de mantequilla. Puso las dos escudillas delante de Kan Ma Kan y le dijo: «Hónranos comiendo de nuestros víveres». El príncipe se negó. El joven preguntó: «¿Qué te ocurre, hombre que no comes?» «Tengo hecho un voto.» «¿Cuál es la causa de tu voto?» «Sabe que el rey Sasán me ha usurpado el reino con injusticia. Este Imperio perteneció, antes que a mí, a mi padre y a mi abuelo. Pero Sasán lo tomó por la fuerza después de la muerte de mi padre, sin preocuparse de mí, que entonces era muy pequeño. Hice voto de que no aceptaría ninguna invitación de comer hasta que mi corazón no quedara satisfecho de la ofensa.» El joven le dijo: «¡Alégrate, pues Dios ha oído tu voto! Sabe que Sasán está preso y creo que pronto morirá». «¿En qué casa está encerrado?» «En aquella cúpula elevada.» Kan Ma Kan miró en la dirección que le indicaban y vio una cúpula alta en que la gente entraba ininterrumpidamente a ver a Sasán y lo abofeteaba; el usurpador estaba ya medio muerto.
Kan Ma Kan se dirigió hacia la cúpula, observó cómo era y volvió al lugar en que estaba el joven; se sentó y comió hasta quedar harto; la carne que sobró la colocó en su saco. Permaneció sentado, sin moverse, hasta que se hizo de noche y se durmió el joven del cual era huésped. Entonces Kan Ma Kan se dirigió hacia la cúpula en la que se encontraba Sasán. Estaba rodeada de perros que la vigilaban. Uno de los canes se lanzó contra él: le echó un pedazo de carne de los que llevaba en su saco, y fue arrojando carne a los animales hasta que llegó a la cúpula. Avanzó hasta llegar al lado del rey Sasán y colocó una mano sobre su cabeza. Preguntó en voz alta: «¿Quién eres tú?» «Soy Kan Ma Kan, aquel a quien te esforzabas en matar. Dios ha hecho recaer en ti el daño que tú mismo ideabas. ¿No te bastaba con haberme arrebatado el reino y el trono de mi padre y de mi abuelo? ¿Aún tenías que intentar darme muerte?» Sasán juró en falso que él no había querido matarlo, y que esto no era conforme a la verdad. Kan Ma Kan lo perdonó y le dijo: «¡Sígueme!» «No puedo dar ni un solo paso, pues estoy agotado.» «Si es así, tomaremos dos caballos, montaremos ambos y nos marcharemos al campo.»
Hicieron lo que había dicho, montaron y viajaron hasta el alba. Rezaron la oración de la aurora y siguieron viajando hasta llegar a un jardín, en donde se sentaron para hablar. Kan Ma Kan se puso de pie ante Sasán y le preguntó: «¿Queda en tu corazón algo que tengas que reprocharme?» «¡No, por Dios!» Se pusieron de acuerdo para regresar a Bagdad, y Sabbah, el beduino, dijo: «Yo os precederé para dar esta buena noticia a las gentes». Se adelantó y dio la noticia a las mujeres y a los hombres. Todas las gentes salieron a recibirlos con tambores y flautas y Qúdiya Fa-Kan se dejó ver como si fuese la luna llena, que disuelve las tinieblas con su luz. Kan Ma Kan le salió al encuentro, los ánimos se excitaron y los espíritus se entusiasmaron. Todo el mundo hablaba del príncipe y los valientes aseguraban que era el héroe del tiempo. Decían: «El único que puede ser nuestro sultán es Kan Ma Kan; volverá a reinstaurar el reino de su abuelo tal como era».
Sasán fue a ver a Nuzhat al-Zamán. Ésta le dijo: «Veo que la gente sólo sabe hablar de Kan Ma Kan y que le atribuye cualidades tales que la lengua es incapaz de describirlas». «Lo que se sabe de oídas no es lo mismo que lo que se ve. Lo he visto obrar y no tiene ni una sola cualidad apreciable. No todo lo que se oye se repite. Las gentes se imitan las unas a las otras al repetir los elogios y gracias de este joven. Dios es quien hace correr por la boca de la gente su loa: por eso se inclinan hacia él el corazón de la gente de Bagdad y el visir Dandán, ese pérfido traidor que ha reunido tropas de todos los países. ¿Qué terrateniente ha de avenirse a obedecer a un huérfano sin poder?» Nuzhat al-Zamán le preguntó: «¿Qué te propones?» «Matarlo, y así frustrar el propósito del visir Dandán, quien tendrá que someterse y obedecer; no le quedaría más remedio que servirme.» «Traicionar a los extraños es una fea acción; ¿cómo no lo ha de ser si se trata de parientes? Lo mejor es que lo cases con tu hija Qúdiya Fa-Kan. Oye lo que se dijo en tiempos pretéritos:
Cuando el tiempo encumbre, por encima de ti, a una persona siendo tú más digna que ella, hazle favores aunque ascienda.
Dale los honores debidos a su rango: la encontrarás dispuesta a ayudarte, estés cerca o lejos.
No digas lo que de ella sabes, pues quedarías entre los privados de sus favores.
¡Cuántas mujeres del harem son más bellas que la esposa! Pero el destino favorece a ésta.»
Sasán escuchó estas palabras y comprendió el significado de la poesía. Se puso de pie, irritado, y exclamó: «Si no supiese que tú hablas en broma, cortaría tu cabeza con la espada y te quitaría la vida». Nuzhat al-Zamán le replicó: «Como te has enfadado conmigo, dices que he bromeado». Se le acercó y lo besó en la cabeza y en las manos, diciéndole: «Lo correcto es lo que tú dices: los dos juntos buscaremos el modo de matarlo». Al oír estas palabras, Sasán se alegró y le dijo: «Apresúrate a buscar la manera, alivia mi aflicción, pues yo no sé qué idear». «Buscaré el medio de darle muerte.» «¿Cómo?» «Utilizaré a nuestra criada Bakún, que es experta en toda clase de artimañas.»
Esta criada era una de las viejas más taimadas; todas sus acciones iban impregnadas de maldad, pero era la que había criado a Kan Ma Kan y a Qúdiya Fa-Kan. El primero le tenía un gran afecto, y éste era tan grande que acostumbraba dormirse a sus pies. El rey Sasán, al oír las palabras de su esposa, exclamó: «¡Es una buena idea!» Mandó llamar a la criada Bakún, le refirió lo que ocurría y le mandó que se las ingeniase para darle muerte, prometiéndole toda suerte de favores. Respondió: «Tu orden será obedecida, pero quiero, mi señor, que me des, para apresurar su fin, un puñal que se haya sumergido en el agua de la muerte». Sasán consintió y le entregó un puñal que casi llevaba ligada la muerte.
Esta criada había oído recitar historias y versos, sabía de memoria anécdotas y noticias. Cogió el puñal y salió de la casa meditando planes para el asesinato. Se acercó a Kan Ma Kan, que estaba sentado en espera de la promesa de la señora Qúdiya Fa-Kan. El recuerdo de su prima, el amor que por ella sentía, avivaba el fuego de su corazón. En este momento entró la esclava Bakún y le dijo: «Ha llegado la hora de la unión y han pasado los días de la separación». Al oír estas palabras preguntó: «¿Cómo está Qúdiya Fa-Kan?» «Pensando en ti.» Entonces Kan Ma Kan se acercó a Bakún, le dio sus vestidos y le prometió toda clase de bienes. Ésta dijo: «Pasaré la noche contigo y te referiré las historias que he oído; te consolaré contándote anécdotas de amantes enfermos de amor». «Refiéreme algún hecho que alegre mi corazón y haga cesar mi pena.» «De buen grado.» Bakún se sentó a su lado, guardando oculto entre sus vestidos el puñal.
Le dijo: «Sabe que lo más bello que ha llegado a mi oído es la historia de un hombre al que gustaban las mujeres; gastó en ellas su dinero hasta quedarse pobre, sin tener nada; el mundo se le hizo pequeño y empezó a recorrer los zocos en busca de algo con que alimentarse. Cierto día, mientras deambulaba así, un clavo lo hirió en un dedo: la sangre empezó a brotar. Se sentó, secó la sangre y vendó el dedo. Nuevamente en pie, se fue gimiendo hasta llegar al baño; entró en él y se desnudó. Una vez dentro vio que estaba completamente limpio. Se sentó en la piscina y no paró de echar agua por encima de la cabeza hasta que se cansó».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la criada continuó diciendo:] «Después fue a buscar la alberca de agua fría, y no encontrando a nadie, se instaló en ella, cogió un pedazo de hachís y lo tragó. Le subió en seguida al cerebro y cayó desvanecido encima del mármol. El hachís le hizo creer que un gran personaje le hacía el masaje, mientras dos esclavos se mantenían de pie junto a su cabeza.
»Uno de ellos tenía en la mano un tazón y el otro los instrumentos propios del bañador y todo lo necesario para el mismo. Al verlo se dijo: “Parece que éstos se equivocan conmigo o bien tienen mi mismo vicio, son comedores de hachís”. Extendió sus pies y creyó oír que el bañador le decía: “¡Señor mío! Se aproxima el momento de tu salida: hoy toca servirte”. Se puso a reír y dijo: “¡Eres maravilloso, hachís!” Se sentó y quedó callado.
»El bañador se le acercó, lo tomó por la mano, le puso un cinturón de seda negra y se marcharon, seguidos de los dos esclavos con las tazas y los demás útiles. No se detuvieron hasta entrar en una habitación solitaria, a la que perfumaron. Estaba llena de toda clase de flores y perfumes. Abrieron un melón, le hicieron sentarse en una butaca de ébano y el bañador siguió lavándolo mientras los dos esclavos lo rociaban de agua. Después lo friccionaron bien y le dijeron: “¡Señor nuestro! ¡Ojalá seas siempre feliz!” Se marcharon y cerraron la puerta. Cuando imaginó todo esto, se puso de pie, se quitó el cinturón y se echó a reír hasta caer desmayado. Siguió riendo un rato y después se dijo: “¿Qué ocurrirá para que me hablen como si fuese un visir y me den el tratamiento de ‘Señor nuestro’? Tal vez ellos se hayan confundido un momento, pero pronto me reconocerán y dirán que soy un necio y me molerán a pescozones”.
»A continuación se bañó y abrió la puerta: creyó ver que un joven mameluco y un eunuco se le presentaban. El mameluco llevaba un paquete. Lo abrió y sacó tres toallas de seda. Le echó una a la cabeza, otra a los hombros y le ciñó con la tercera la cintura. El eunuco le calzó unas sandalias; en seguida se acercaron ‘mamelucos y eunucos y le ayudaron. A todo esto él no hacía más que reír. Salió y se dirigió al salón: encontró un gran lecho que era propio de un rey. Los criados corrieron a servirle, le hicieron sentar en el lecho y empezaron a darle masaje hasta que se quedó dormido. En sueños vio a una jovencita descansando en su regazo. La besó, la colocó entre sus dos piernas y se situó de la manera que el hombre adopta con la mujer. Cogió el miembro con la mano, atrajo hacia sí a la muchacha y la estrujó debajo.
»En este momento una voz dijo: “¡Despierta, necio! ¡Es mediodía y aún duermes!” Abrió los ojos y se vio junto al recipiente de agua fría; a su alrededor había una multitud que se reía, mientras su miembro se mantenía erguido y la toalla de la cintura se había abierto por la mitad. Se dio cuenta de que todo había sido un sueño confuso o visiones producidas por el opio. Se quedó triste, miró hacia el que lo había despertado y dijo: “¡Esperaba meterlo!” La gente le dijo: “¿No te avergüenzas, comedor de hachís, de dormir teniendo tu miembro erecto?” Le dieron pescozones hasta que la nuca se le enrojeció. Estaba hambriento, pero había gustado en el sueño de la comida de la felicidad”.
Al oír Kan Ma Kan el relato de la esclava, se echó a reír hasta el punto de caer de espaldas y dijo a Bakún: «¡Nodriza! Es una historia divertida. Jamás he oído otra semejante. ¿Conoces alguna más?» «Sí.» La esclava Bakún no paró de contar a Kan Ma Kan las historias más portentosas y las anécdotas más graciosas hasta que el sueño lo venció. La esclava no se movió de su cabecera durante la mayor parte de la noche. Se dijo: «Ésta es la ocasión». Se puso de pie, desenfundó el puñal y saltó junto a Kan Ma Kan dispuesta a degollarlo. En este preciso momento entró la madre de Kan Ma Kan. Al verla, Bakún se dirigió hacia ella y la recibió, pero, presa de pánico, empezó a temblar como si fuese víctima de la fiebre. La madre de Kan Ma Kan se admiró de verla allí y despertó a su hijo. Éste, al estar desvelado por completo, vio que su madre estaba sentada junto a su cabecera. La llegada de ésta había sido la causa de su salvación.
Había acudido porque Qúdiya Fa-Kan, habiendo oído la conversación y el acuerdo que habían tomado sus padres de asesinar a su primo, había corrido a decirle: «Tía, ve junto a tu hijo antes de que la sinvergüenza de Bakún le dé muerte», y le había referido todo lo sucedido desde el principio hasta el fin. Había salido corriendo, sin reflexionar, y había entrado en su habitación en el preciso instante en que su hijo se había quedado dormido y en que la Bakún se disponía a degollarlo. Cuando estuvo despierto, le dijo a su madre: «¡Madre mía! Llegas en buen momento, pues mi nodriza Bakún pasa conmigo esta noche. —Volviéndose hacia Bakún le preguntó—: ¡Por vida mía! ¿Sabes historias más hermosas que la que me acabas de contar?» «Lo que te he referido antes no puede compararse con lo que te narraré: es mucho más hermoso y más extraordinario. Pero te lo contaré en otro momento.» Bakún se marchó sin saber explicarse cómo escapaba sana y salva. El joven la saludó y ella, con su astucia, se dio cuenta de que su madre estaba al tanto de lo ocurrido.
Se marchó a sus cosas y entonces la madre del joven le dijo: «¡Hijo mío! ¡Ésta es una noche bendita, ya que Dios te ha salvado de esta maldita!» «¿Cómo ha sido eso?» Se lo contó todo desde el principio hasta el fin. Dijo: «No existe nadie que pueda matar a quien está destinado a vivir, y si alguien lo ataca, no muere. Es mejor para nosotros que abandonemos a estos enemigos y Dios hará lo que quiera».
Kan Ma Kan salió al amanecer de la ciudad y corrió a reunirse con el visir Dandán. Después de su marcha ocurrieron cosas entre el rey Sasán y Nuzhat al-Zamán que forzaron a ésta a abandonar la ciudad y a reunirse con aquéllos. Lo mismo hicieron los magnates del Imperio del rey Sasán que sentían inclinación por los rebeldes. Se reunieron para meditar lo que debían hacer y tomaron el acuerdo de emprender una expedición de venganza contra el rey de los griegos. Marcharon contra éstos, pero fueron hechos prisioneros por su rey, Rumzán, después de una serie de acciones que sería largo explicar.
Al día siguiente de este hecho, el rey Rumzán mandó llamar a Kan Ma Kan, al visir Dandán y a todo su séquito. Cuando los tuvo a su lado les ordenó que se sentaran a su lado y que acercasen las mesas. Comieron, bebieron y se tranquilizaron al darse cuenta de que no iban a morir, como temían que ocurriera cuando los había mandado llamar. Entonces se habían dicho unos a otros: «Nos manda a buscar para darnos muerte». Una vez los vio tranquilos, les dijo: «He tenido un sueño que he referido a los monjes, pero éstos han dicho que sólo el visir Dandán podría contármelo». El visir dijo: «Cuenta lo que has visto, rey del tiempo». «Me he visto dentro de una fosa que parecía ser negra. La gente me atormentaba. He querido ponerme de pie y al incorporarme he intentado salir, sin conseguirlo, a pesar de mantenerme erguido en ella. Me he vuelto y he visto un cinturón de oro. He extendido mi mano para cogerlo y, al levantarlo del suelo, me he dado cuenta de que eran dos en vez de uno. Me los he puesto en la cintura y nuevamente se han reducido a uno solo. Esto es, visir, lo que he soñado durante un sueño muy dulce.»
El visir Dandán contestó: «Sepa nuestro señor el sultán que su sueño indica que tiene un hermano o un hijo o un primo o algún familiar de su misma carne y de su misma sangre; en cualquier caso, es un pariente por parte del padre». Al oír el rey estas palabras, miró a Kan Ma Kan, a Nuzhat al-Zamán, a Qúdiya Fa-Kan, al visir Dandán y a los prisioneros que los acompañaban. Se dijo: «Si arrojo las cabezas de éstos a su campo, destrozaré el corazón de sus tropas en cuanto se enteren de la muerte de sus jefes, y yo regresaré inmediatamente a mi país, evitando que el poder se me escape de la mano». Una vez tomada esta resolución, mandó llamar al verdugo y le ordenó que cortase el cuello a Kan Ma Kan inmediatamente. Pero en aquel momento entró la nodriza del rey y le preguntó: «¡Rey feliz! ¿Qué piensas hacer?» «Me propongo matar a estos prisioneros que tengo en mi poder. Después arrojaré las cabezas a sus soldados. Hecho esto cargaré una sola vez al frente de mis tropas, mataremos los que podamos y pondremos en fuga al resto. Esta batalla será decisiva y yo regresaré en breve a mi reino, antes de que ocurran en él cosas nuevas.»
La nodriza, al oír estas palabras, se acercó a él y le dijo en griego: «¿Te parece bien matar a tu primo, a tu hermana y a tu prima?» Al oír estas palabras que le dirigía su nodriza, salió fuera de sí y replicó: «¡Maldita! ¿Es que no sabes que mi madre fue asesinada, que mi padre murió envenenado y que tú misma me has dado un amuleto diciéndome que había pertenecido a mi padre? ¿Por qué no me cuentas la verdad?» «Todo lo que te he contado es la pura verdad, pero tu aventura y la mía es prodigiosa. Me llamo Marchana; tu madre se llamaba Ibriza y era muy bella. Su valentía era tanta, que se hizo proverbial y fue famosa entre los héroes de su tiempo.
»Tu padre era el rey Umar al-Numán, señor de Bagdad y del Jurasán. Esto es completamente verídico e indudable. Había mandado a su hijo Sarkán, acompañado por este visir Dandán, en algazúa. Les ocurrió lo que les ocurrió, pero tu hermano Sarkán, precediendo a las tropas y avanzando solo, se encontró con tu madre, la reina Ibriza, cerca del castillo de ésta, ya que habíamos salido en su compañía para practicar la lucha. Él nos encontró en esta situación, luchó con tu madre y ésta lo venció con su resplandeciente belleza y bravura. Tu madre le concedió hospitalidad en su castillo durante cinco días. El padre de ésta se enteró de todo gracias a la vieja Sawahi, apodada Dat al-Dawahi.
»Sarkán, tu hermano, había convertido a tu madre al Islam y se la llevó con él, en secreto, a la ciudad de Bagdad. Yo, Rayhana y veinte esclavas la acompañamos y todas fuimos convertidas al Islam por el rey Sarkán. Al ser presentadas a tu padre, el rey Umar al-Numán, y al contemplar éste a tu madre Ibriza, quedó prendado de ella y una noche fue a verla, se quedó a solas con ella y la dejó encinta. Tu madre tenía tres talismanes, que entregó a tu padre. Éste dio uno a su hija Nuzhat al-Zamán, otro a tu hermano Daw al-Makán y el tercero a tu hermano Sarkán. Este último lo volvió a recoger la reina Ibriza y lo conservó para ti. Al acercarse el momento de tu nacimiento, tu madre deseó volver a reunirse con su familia; me confió su secreto y busqué a un esclavo negro, llamado Gadbán, al que informé en privado de lo que ‘ocurría, rogándole que nos acompañase. El negro nos tomó consigo, nos sacó de la ciudad y huimos.
»Tu madre estaba a punto de dar a luz al entrar en las comarcas fronterizas de nuestro territorio; en un lugar aislado, tu madre te dio a la vida. El esclavo fue presa de un mal pensamiento: se dirigió hacia tu madre y cuando estuvo próximo a ella le hizo proposiciones deshonestas. Ella dio un alarido y se asustó de tal modo que dio a luz instantáneamente, en el mismo momento en que aparecía una nube de polvo procedente de nuestro país. La polvareda subió por los aires y se extendió hasta ocultarse en el horizonte. El esclavo, temiendo que lo matasen, presa de un arrebato de ira, asesinó de un mandoble a la reina Ibriza, montó en su caballo y se dio a la fuga. Cuando ya había huido el esclavo, la polvareda permitió distinguir a tu abuelo el rey Hardub, rey de los griegos. Al ver a tu madre, su hija, en aquel lugar, muerta y tumbada por el suelo, se entristeció profundamente y me preguntó por la causa de su muerte y el porqué había salido a escondidas de su país. Le conté todo lo ocurrido desde el principio hasta el fin, y ésta es la causa de la enemistad que existe entre los griegos y los habitantes de Bagdad.
»Cogimos a tu madre, ya muerta, y la enterramos en su alcázar. Yo te recogí, te crié y te puse en el cuello el amuleto que había guardado tu madre Ibriza. Cuando fuiste mayor y llegaste a la pubertad no me fue posible contarte la verdad de lo que había pasado, ya que si te lo refería todo hubiese renacido de nuevo la guerra entre vosotros. Tu abuelo también me había mandado guardar el secreto y yo no podía desobedecer su orden, la orden del rey Hardub, rey de los griegos. Ésta es la causa por la que no te he revelado el secreto y por la que no sabías que tu padre era el rey Umar al-Numán. Tampoco he podido informarte después de tu subida al trono, y sólo me ha sido dado el hacerlo ahora, rey del tiempo. Te he revelado el secreto y te he dado pruebas. Esto es lo que yo sé, y tú, con tu razón, dispondrás lo que convenga.»
Los prisioneros habían oído todas las palabras de Marchana, la nodriza del rey. Nuzhat al-Zamán gritó: «¡Este rey Rumzán es mi hermano por parte de mi padre, el rey Umar al-Numán! ¡Su madre, Ibriza, era la hija del rey Hardub, rey de los griegos! ¡Conozco perfectamente a esta esclava, Marchana!» El rey Rumzán, al oír estas palabras, quedó turbado y perplejo, sin saber lo que debía hacer. Mandó que Nuzhat al-Zamán se acercase. Al verla, la sangre llamó a la sangre. La interrogó acerca de su vida, y ella se la contó: sus palabras coincidían con las de su nodriza, Marchana. Al rey se le hizo patente, sin dudas ni vacilaciones, que era un iraquí más, que su padre era el rey Umar al-Numán. Se levantó en el acto y desató las cuerdas que sujetaban a su hermana Nuzhat al-Zamán. Ésta se le acercó y le besó, llorando, las manos. El rey la acompañó en su llanto, conmovido por los lazos de la fraternidad. Su corazón se apiadó del hijo de su hermano, el sultán Kan Ma Kan.
Se dirigió personalmente a coger la espada del verdugo, y los prisioneros, al verle hacer esto, estuvieron ciertos de que había llegado su última hora. Mandó que se los acercasen, cortó las ligaduras y dijo a su nodriza Marchana: «Cuenta a todos éstos lo mismo que me has contado a mí». Marchana dijo: «Sabe, oh rey, que este viejo visir es el visir Dandán, el cual constituye mi mejor testigo, ya que conoce la verdad del asunto». En seguida se acercó a ellos, y a todos los príncipes griegos y cristianos que estaban presentes, y les contó toda la historia. La reina Nuzhat al-Zamán, el visir Dandán y los prisioneros que estaban con ellos iban dando fe de sus palabras. Al fin del relato la sierva Marchana se volvió y descubrió el tercero de los talismanes, compañero de los otros dos de la reina Ibriza, colgado en el cuello del sultán Kan Ma Kan. Lo reconoció, y dando un gran grito que resonó en el aire, dijo al rey: «¡Hijo mío! Sabe que mi convicción está ahora reforzada y convalidada, ya que el amuleto que está en el cuello de ese prisionero es idéntico al que coloqué en el tuyo: este prisionero es el hijo de tu hermano, es Kan Ma Kan». La sierva Marchana se volvió hacia Kan Ma Kan y le dijo: «¡Déjame ver este talismán, rey del tiempo!» Se lo quitó del cuello y lo entregó a la sierva, la nodriza del rey Rumzán. Lo tomó y pidió a Nuzhat al-Zamán el tercer amuleto. También se lo dio. Cuando tuvo la sierva en sus manos los dos amuletos, se los entregó al rey Rumzán, y a éste la verdad y sus pruebas se le hicieron manifiestas. Se convenció de que era el tío del sultán Kan Ma Kan y de que su padre era el rey Umar al-Numán. En aquel mismo instante se dirigió hacia el visir Dandán, lo abrazó y después hizo lo mismo con el rey Kan: Ma Kan.
Los gritos y la alegría se desbordaron en aquel momento, las buenas noticias se difundieron y el redoble del tambor, los pífanos y la música de las flautas se dejaron oír, mientras el alboroto iba en aumento. Los ejércitos del Iraq y de Siria, al oír la alegría desbordada de los griegos, montaron a caballo en bloque y el rey Zabalukán, cabalgando en su corcel, se preguntó cuál podía ser la causa del griterío y de la alegría que había en las filas de los cristianos y de los griegos. Las tropas del Iraq avanzaron en orden de combate, dispuestas a luchar en la palestra. El rey Rumzán, al ver que los ejércitos avanzaban dispuestos al combate, preguntó el porqué. Lo informaron de lo que ocurría y mandó a Qúdiya Fa-Kan, la hija de su hermano Sarkán, que marchase en el acto al campamento de los sirios y de los iraquíes y los informase de lo que se había acordado, y de que el rey Rumzán había resultado ser tío de ella misma y de Kan Ma Kan.
Al llegar junto al jefe de los musulmanes lo encontró llorando, temiendo por la muerte de los príncipes y de los notables hechos prisioneros. Le contó todo lo sucedido desde el principio hasta el fin. Entonces los musulmanes se alegraron y dejaron de estar tristes. El rey Zabalukán y todos los grandes notables montaron a caballo y marcharon, precedidos por la reina Qúdiya Fa-Kan, hasta las tiendas del rey Rumzán. Al entrar encontraron a éste sentado junto a su sobrino, el sultán Kan Ma Kan, que estaba consultando con el visir Dandán acerca del asunto del rey Zabalukán. Estuvieron de acuerdo en entregarle la ciudad de Damasco, en Siria, dejándolo continuar en su puesto de rey como antes. Ellos se dirigían hacia el Iraq, haciendo a Zabalukán gobernador de Damasco, en Siria. Le mandaron que se retirase a ella y se marchó con sus tropas. Lo acompañaron un rato para despedirlo y después regresaron al campamento.
Dieron orden de que las tropas marchasen al Iraq, y los dos ejércitos se mezclaron. Los reyes dijeron: «Nuestro corazón no quedará tranquilo ni nuestro enojo desaparecerá hasta que nos hayamos vengado y hayamos borrado la deshonra con el castigo de la vieja Sawahi, apodada Dat al-Dawahi». El rey Rumzán, seguido por sus cortesanos y los grandes de su Imperio, se puso en camino. El sultán Kan Ma Kan se alegró por haber encontrado a su tío Rumzán y expresó con votos augurales a la sierva Marchana su agradecimiento por haberlos reunido.
Viajaron sin descanso hasta llegar a su tierra. El gran chambelán, Sasán, enterado de su llegada, les salió al encuentro, besó la mano de Rumzán y éste le regaló un traje de honor. El rey Rumzán se sentó e hizo que a su lado se sentase su sobrino, el sultán Kan Ma Kan. Éste le dijo: «¡Tío! Este Imperio te pertenece». «¡Dios me guarde! No he de desposeerte de tu reino.» El visir Dandán les aconsejó que reinasen los dos a la vez y que tuviesen el poder un día cada uno. Aceptaron el consejo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que celebraron banquetes, sacrificaron víctimas expiatorias y vivieron en gran alegría durante cierto tiempo, durante el cual el sultán Kan Ma Kan pasaba las noches con su prima Qúdiya Fa-Kan. Un día, al cabo de algún tiempo, mientras vivían en medio de la alegría y de la paz, vieron aparecer una nube de polvo que cerraba el horizonte; dentro avanzaba un comerciante que pedía-auxilio diciendo: «¡Reyes de la época! ¡Siempre he estado a seguro en tierra de infieles y ahora soy robado en vuestro país, en el país de la justicia y de la paz!» El rey Rumzán se acercó a él y preguntó qué le ocurría. Respondió: «Soy un comerciante que ha estado ausente de estas tierras durante mucho tiempo. He permanecido en países extraños cerca de veinte años, pero tengo una licencia que me escribió en Damasco el difunto rey Sarkán, debido a que le hice regalo de una esclava. He salido de esa región trayendo cien cargas de mercancías de la India y he venido con ellas hacia Bagdad, sede de vuestro reino y lugar en que hay seguridad y justicia. Pero nos han atacado los beduinos, secundados por los kurdos de todos los países. Han matado a mis hombres y me han robado mis bienes. Ésta es mi situación».
El comerciante se puso a llorar, a lamentarse y a quejarse delante del rey Rumzán. Éste y su sobrino, el rey Kan Ma Kan, se apiadaron de él y le prometieron que saldrían en busca de los ladrones. Marcharon con cien caballeros, cada uno de los cuales valía por millares de hombres. El comerciante iba delante enseñándoles el camino. No se detuvieron ni durante el día ni durante la noche: cuando alboreaba distinguieron un valle con numerosos riachuelos y muchos árboles. Encontraron allí a los ladrones, que ya habían distribuido entre ellos las cargas de aquel comerciante. Los cien caballeros los rodearon por todas partes y el rey Rumzán y su sobrino Kan Ma Kan los intimidaron, y en pocos momentos los hicieron a todos prisioneros: eran trescientos caballeros procedentes de varias tribus. Una vez dominados recuperaron los bienes del comerciante, los ataron y regresaron con ellos a Bagdad.
Entonces el rey Rumzán y su sobrino, el rey Kan Ma Kan, se sentaron juntos en el trono. Los prisioneros fueron llevados a su presencia y los interrogaron acerca de su condición y de sus jefes. Respondieron: «Sólo tenemos tres jefes: son aquellos que vinieron a reclutarnos a nuestro país». «¡Mostrádnoslos!» Se los señalaron, los retuvieron y pusieron en libertad a todos los demás, después de haberlos despojado de todo lo que poseían y habérselo entregado al comerciante. Éste inventarió sus telas y sus bienes y vio que un cuarto había desaparecido. Los reyes le prometieron que lo indemnizarían de lo perdido. Entonces el comerciante sacó dos cartas: una del puño y letra de Sarkán y la otra de Nuzhat al-Zamán. Era el comerciante que había comprado y librado a ésta del beduino cuando aún era virgen y luego la había presentado a su hermano Sarkán, ocurriendo entre los dos lo que ya se ha explicado.
El rey Kan Ma Kan se fijó en los dos escritos y reconoció la letra de su tío Sarkán; oyó el relato que hacía referencia a su tía Nuzhat al-Zamán y corrió a llevar a ésta la segunda carta, la misma que ella había escrito en favor del comerciante que había sido robado. Kan Ma Kan le contó la historia de éste desde el principio hasta el fin, y Nuzhat al-Zamán lo identificó, reconoció su letra y el comerciante fue acogido hospitalariamente. Su hermano, el rey Rumzán, y su sobrino, el rey Kan Ma Kan, mandaron que le entregasen riquezas, esclavos y pajes para su servicio, y Nuzhat al-Zamán le envió cien mil dirhemes y cincuenta cargas de mercaderías y lo colmó de regalos. Después lo mandó llamar, y cuando Jo tuvo delante se presentó, le informó de que era la hija del rey Umar al-Numán, que su hermano era el rey Rumzán y que su sobrino era el rey Kan Ma Kan.
El comerciante se alegró mucho al saber todo esto y la felicitó por haberse salvado y haber conseguido reunirse con su hermano y con su sobrino. Le besó las manos y le dio las gracias por lo que había hecho, diciendo: «¡Por Dios! ¡El bien que se te hace no se pierde!» Después Nuzhat al-Zamán se retiró a sus habitaciones. El comerciante se quedó entre ellos durante tres días, al cabo de los cuales se despidió y emprendió el regreso hacia Siria.
Los reyes mandaron entonces que les presentasen los tres individuos, ladrones, que eran jefes de la partida de los bandoleros. Preguntáronles cuál era su historia. Uno de ellos se adelantó y dijo: «Sabed que soy un beduino y acostumbro colocarme en el camino para raptar a los muchachos pequeños y a las chicas vírgenes, y luego los vendo a los comerciantes. Desde hace bastante tiempo venía dedicándome a esto, pero Satanás me ha tentado y me he puesto de acuerdo con estos dos canallas para reunir ladrones de distintas tribus y países, con el fin de dedicarnos al robo y de asaltar a los comerciantes en los caminos». Le dijeron: «Refiérenos lo más maravilloso que hayas visto cuando te dedicabas al rapto de muchachos y muchachas». Refirió:
»¡Oh, reyes del tiempo! He aquí lo más maravilloso que me ha ocurrido: Cierto día, hace veintidós años, rapté en Jerusalén a una muchacha. Era hermosa y perfecta a pesar de ser una criada, a pesar de ir vestida con unos harapos y de llevar encima de la cabeza un pedazo de manto. La vi salir de la fonda y me apoderé de ella en aquel mismo momento, gracias a un engaño: la monté en un camello y huí con ella. Yo pensaba conducirla junto a mi familia, en el desierto, y hacer que apacentase mis camellos y cuidase de los animales en el valle. Lloraba tanto que, acercándome a ella, le pegué de mala manera y la llevé a la ciudad de Damasco. Un comerciante que la vio a mi lado quedó estupefacto al verla y maravillado de su elocuencia. Quiso comprármela, y no paró de pujar el precio hasta que se la vendí por cien mil dirhemes. Una vez la hube vendido me di cuenta de que hablaba muy bien; después me enteré que el comerciante le había dado un vestido precioso y la había ofrecido al señor de Damasco. Éste le dio el doble de la suma que le había costado. Esto es, reyes del tiempo, lo más maravilloso que me ha ocurrido. ¡Por vida mía que el precio por que la vendí era bien poca cosa para semejante muchacha!»
Los reyes quedaron estupefactos de lo que habían oído. Nuzhat al-Zamán, después de escuchar lo que el beduino decía, sintió que perdía de vista el mundo, y gritando dijo a su hermano Rumzán: «¡Éste, sin duda, es el beduino que me raptó en Jerusalén!» La princesa les refirió todo lo que le había ocurrido con él, las penas, los golpes, el hambre y la humillación que le había hecho sufrir, y les dijo: «¡Ahora me es lícito darle muerte!» Sacó una espada y se acercó hacia él para matarlo. El beduino empezó a gritar y a decir: «¡Oh, reyes del tiempo! ¡No dejéis que me mate antes de que os haya contado las maravillas que me han ocurrido!» Su sobrino Kan Ma Kan le dijo: «¡Tía! Deja que nos cuente una historia y después haz lo que quieras con él». Se apartó y los soberanos le dijeron: «¡Cuéntanos una historia!» «¡Reyes del tiempo! Si os cuento una historia maravillosa, ¿me perdonaréis?» «Sí.» El beduino empezó a contarles lo más maravilloso que le había ocurrido, y refirió:
«Hace poco tiempo, una noche, fui presa de un insomnio tal que no podía creer que la aurora iba a llegar. En cuanto despuntó me puse en pie en el acto, ceñí la espada, monté en mi corcel, empuñé la lanza y me marché en busca de caza. En el camino tropecé con un grupo de gente que me preguntó adonde me dirigía. Se lo expliqué y me dijeron que iban a acompañarme. Íbamos andando todos juntos cuando apareció un avestruz. Nos dirigimos hacia él, pero se nos escapó con las alas abiertas. No paró de huir, ni nosotros de perseguirlo, hasta el mediodía, en que nos llevó a un desierto sin plantas y sin agua, en el que sólo se oía el silbido de las serpientes, el barullo de los genios y el grito de los ogros. Una vez llegados a aquel lugar perdimos su pista y no supimos si había volado al cielo o si la tierra lo había engullido. Dimos vuelta a la cabeza de los caballos, dispuestos a regresar, pero en seguida pensamos que volver en hora de tanto calor no era conveniente ni bueno: el calor era muy fuerte y teníamos mucha sed; nuestros caballos eran incapaces de moverse, y nos convencimos de que íbamos a morir.
»Mientras estábamos en esta situación vimos, a lo lejos, una pradera que recorrían las gacelas. Allí había levantada una tienda, al lado de la cual había atado un corcel; se veía relucir el acero de una lanza allí apoyada. Después de haber desesperado, nuestro ánimo renació; volvimos la cabeza de nuestros caballos en dirección de aquella tienda y marchamos en busca del prado y del agua. Todos mis compañeros se dirigieron hacia allí y yo iba entre los primeros. No paramos de andar hasta que llegamos al prado, hasta que llegamos a la fuente y bebimos nosotros y abrevamos a nuestros caballos. La fiebre de la ignorancia se apoderó de mí: me dirigí a la puerta de la tienda y encontré allí a un muchacho imberbe: parecía que fuese el creciente. A su lado una muchacha esbelta que parecía una rama de sauce. Al verla, su amor se apoderó de mi corazón: saludé al muchacho y éste me devolvió el saludo.
»Le dije: “¡Hermano de los árabes! ¿Quién eres? ¿Qué tiene que ver contigo la muchacha que tienes al lado?” El muchacho bajó la cabeza hacia el suelo un instante. Después, levantándola, dijo: “¡Di quién eres tú y quiénes son esos caballeros que están contigo!” “Yo soy Hammad b. al-Fazari, caballero famoso al cual equiparan los beduinos a quinientos caballeros. Hemos salido de nuestro lugar en busca de caza. Sorprendidos por la sed, yo me he dirigido a la puerta de esta tienda con la esperanza de encontrar alguien que me dé de beber.” Al oír mis palabras se volvió hacia la hermosa joven y le dijo: “¡Da agua a este hombre! ¡Dale algo de comer!” La muchacha se movió, su vestido rozó con el suelo y las ajorcas de oro tintinearon en sus tobillos, mientras sus cabellos se enredaban. Estuvo ausente un momento y volvió llevando en la mano derecha un vaso de plata lleno de agua fresca y en la izquierda una copa repleta de dátiles, leche y carne de animales salvajes. Tan fuerte era el amor que sentía por ella, que no pude tomar de sus manos ni la bebida ni la comida.
»Estuve cierto de que me ocurría lo que se dice en estos dos versos que yo recité:
La negra pintura en sus manos parece un cuervo plantado en un campo nevado.
En su rostro ves, uno al lado del otro, al sol y a la luna: aquél oculto y ésta asustada.
»Después de haber comido y bebido dije al joven: “¡Noble árabe! Yo te he dicho quién soy. Me gustaría que me dijeras quién eres y que me explicases tu verdadera situación”. El joven refirió: “Esta joven es mi hermana”. “Quiero que me la des, de grado, en matrimonio; en caso contrario te mataré y la cogeré por la fuerza.” El joven inclinó un momento la cabeza hacia el suelo y luego, dirigiéndome la mirada, me dijo: “Has dicho la verdad al proclamar que eres el caballero conocido, el héroe famoso y el león del desierto. Pero si me atacas a traición y me matas con malas artes para apoderarte de mi hermana, cometes una infamia. Si eres caballero capaz de hacer frente a los héroes, que te prestas al combate y a la lucha, dame tiempo para que pueda ponerme mi armadura, ceñir la espada, tomar la lanza y montar en mi caballo: saldremos a la palestra. Si venzo, os mataré hasta el último; si me vencéis, me mataréis y esta joven, mi hermana, os pertenecerá”. Al oír estas palabras le dije: “Esto es justo. No hay nada que objetar”.
»Hice volver la cabeza de mi corcel hacia atrás, mientras mi pasión por aquella joven hacía constantes progresos, y me volví al lado de mis compañeros. Les describí su belleza y su hermosura, así como la perfección, la valentía y la fuerza del joven que estaba a su lado, el cual afirmaba ser capaz de hacer frente a mil caballeros; informé a mis compañeros de los bienes y objetos preciosos que contenía la tienda y les dije: “Este joven se ha instalado, solo, en este lugar porque tiene confianza en su gran valor. Os dejo como legado que, quien lo mate, se apodere de su hermana”. Respondieron: “Estamos de acuerdo”. Mis compañeros se pusieron las armaduras, montaron a caballo y se acercaron al muchacho. Éste ya se había puesto la armadura y había montado en su corcel.
»La muchacha corrió hacia él, se cogió del estribo y bañó de lágrimas el velo que la cubría. Ella gritaba de dolor por el peligro que iba a correr su hermano. Recitó estos versos:
A Dios me lamento de la prueba y de la calamidad. Tal vez el Señor del Trono llene de terror a los enemigos.
Quieren, expresamente, matarte, hermano mío, cuando tú no tienes ni culpa ni responsabilidad en este combate.
Los héroes reconocen que eres un caballero, el más valiente de cuantos pisan Oriente y Occidente.
Defiendes a una hermana que tiene escasas fuerzas, ya que eres su hermano, y ella reza por ti al Señor.
No dejes que los enemigos se apoderen de mí, que me cojan por la fuerza y que me capturen por la violencia.
¡Juro por Dios que no sabría permanecer en un país en que tú no estuvieses, aunque fuera fertilísimo!
Por el amor que te tengo, me mataría: establecería mi morada en la tumba y mi lecho en el polvo.
»Cuando su hermano oyó sus versos, lloró amargamente y, volviendo la cabeza del corcel hacia su hermana, le contestó con estos versos:
Permanece aquí y mira los altos hechos que realizaré en el combate: los tulliré a golpes.
Aunque el león más atrevido, aquel que tiene el corazón más valiente, el ánimo más firme, destacase entre ellos,
le escanciaría un mandoble digno de Taalaba, dejaría la lanza clavada en su flanco.
Si no pudiera defenderte, hermana mía, ambicionaría estar muerto y que los pájaros de presa me destrozasen.
Mientras pueda te defenderé con todas mis fuerzas, y estos relatos, después de nuestra muerte, llenarán los libros.
»Una vez hubo terminado de recitar estos versos, dijo: “¡Hermana! Escucha lo que voy a decirte y lo que voy a recomendarte”. “De buen grado.” “Si muero, no permitas que ninguno se apodere de ti.” Ella se abofeteó la cara y exclamó: “¡Hermano! ¡Dios no consentirá que te vea derribado ni que los enemigos se apoderen de mí!” El muchacho le alargó la mano, levantó el velo que cubría su rostro y éste nos pareció que era un sol cubierto por las nubes; la besó entre los ojos y se despidió de ella. En seguida, volviéndose, exclamó: “¡Caballeros! ¿Sois huéspedes, o queréis combatir con la lanza y con la espada? Si sois nuestros huéspedes, os anuncio que os será concedida la hospitalidad; si aspiráis a la luna resplandeciente avanzad, uno en pos de otro, al campo, a la palestra, al combate”. Un valiente se dirigió hacia él. El muchacho le preguntó: “¿Cuál es tu nombre y cuál es el nombre de tu padre? Juré que no mataría a aquel cuyo nombre coincidiera con el mío y el de su padre con el del mío. Si estás en esta circunstancia, te entrego sin más a la joven”. “Me llamo Bilal.” El muchacho le contestó:
Mientes al decir que te llamas Bilal; aseguras algo que es falso e imposible.
Si eres valiente, oye mis palabras: yo venzo a los héroes en el campo.
Mi espada está afilada como el creciente de la luna; mi lanza quebranta las montañas.
»Cargaron el uno contra el otro y el muchacho lo alanceó en el pecho y la punta de la lanza brilló por la espalda. Entonces se adelantó otro y el muchacho recitó:
¡Abyecto can impuro y vil! ¿Cómo puede compararse el noble con el despreciable?
El noble león es aquel que, en el combate, no se preocupa de la vida.
»Al cabo de un momento el joven lo derribaba, dejándolo en un charco de sangre. El muchacho gritó: “¿Hay alguien que quiera luchar conmigo?” Otro caballero se dirigió hacia el joven recitando:
Me acerco a ti llevando un corazón en llamas que me hace incitar a mis compañeros al combate.
Hoy has dado muerte a los jefes de los árabes; por eso no encontrarás quien te rescate, hoy, de la mano del vengador.
»El joven, al oír sus palabras, le contestó diciendo:
¡Tú, que eres peor que el demonio, mientes! Dices mentiras y embustes.
Hoy encontrarás fatalmente la punta de la lanza en el campo del combate.
»Lo alanceó en el pecho y la lanza le salió por la espalda. Preguntó: “¿Hay quien quiera combatir conmigo?” Se adelantó el cuarto. El muchacho le preguntó el nombre y el caballero le contestó: “Me llamo Hital”, y a continuación recitó:
Te equivocas si crees que vas a engañarme con mentiras o con cualquier invención.
Yo, aquel cuyos versos escuchas, te arrebataré la vida sin que te des cuenta.
»Cargaron el uno contra el otro, cambiaron algunos golpes, pero uno de los del muchacho fue decisivo y lo mató. Los que se acercaron a luchar con él fueron muertos. Al ver que todos mis compañeros habían muerto, me dije: “Si avanzo a luchar con él, no podré vencerlo; si me doy a la fuga, quedaré infamado ante los árabes”. El joven, sin darme tiempo de pensar, me atacó, me atrajo hacia sí y me hizo caer de la silla; quedé un momento sin sentido. Levantó la espada, e iba ya a cortarme el cuello cuando me agarré de los faldones de su vestido. Me cogió con la mano de un modo tal, que yo parecía un pobre gorrión. La muchacha, al ver esto, se alegró de la hazaña de su hermano, se acercó a éste y lo besó entre los ojos. El muchacho me entregó a su hermana, diciendo: “Trátalo bien, ya que está bajo nuestra protección”. Ella me cogió por las mallas de la cota y me condujo como si yo fuese un perro. Después quitó la armadura a su hermano, y le puso un vestido, le acercó una silla de marfil en la cual se sentó y le dijo: “¡Mantenga Dios bien en alto tu honor y protéjate de toda desventura!” El muchacho le contestó con estos versos:
Después de haber visto en el combate brillar mi rostro como los «rayos del sol, dice mi hermana:
“¡Qué valiente eres! En el combate humillas al león más valiente”.
Respondo: “Pregunta por mí a los paladines, cuando los soldados ya se han dado a la fuga”.
Yo soy célebre por mi suerte, por mi fortuna y por mi resolución, que han alcanzado su máximo límite.
¡Hammad! Has desafiado a un león que te hará ver la muerte arrastrándose como víbora.
»Al oír estos versos me quedé perplejo y consideré mi situación, y en que había pasado a ser su prisionero: me sentía capitidisminuido. Miré a la hermosa muchacha, la hermana del joven, y me dije que ella había sido la causa de todo. Quedé admirado al contemplar su belleza y, llorando, recité estos versos:
¡Amigo mío! Deja de hacerme reproches y censurarme, ya que yo no presto atención al reproche.
Amo a una joven que apenas aparecida me ha despertado el amor.
Su hermano ha pasado a ser el guardián del amor; es hombre animoso y de gran poder.
»La joven acercó, después, la comida a su hermano y éste me invitó a comer con él. Me alegré, pues estuve cierto de que no me mataría. Cuando el muchacho terminó de comer, le acercó un vaso de vino: lo cogió y bebió hasta que se le subió a la cabeza y su cara se enrojeció. Volviéndose hacia mí dijo: “¡Ay de ti, Hammad! Yo soy Abid b. Tamim b. Taalaba. Dios te ha hecho don de la vida y te ha conservado para una boda futura”. Después me invitó a beber una copa y la bebí; me invitó a la segunda, a la tercera y a la cuarta, y las bebí todas. Me hizo su comensal, haciéndome jurar que no lo traicionaría: le hice mil quinientos juramentos de que no lo traicionaría jamás, antes al contrario, le ayudaría. Entonces mandó a su hermana que me diese diez vestidos de seda, uno de los cuales es este que llevo puesto. Le mandó traer una de las camellas más hermosas. La joven me la trajo cargada de regalos y de provisiones; después le mandó que me trajese un caballo bayo, y me lo regaló todo. Permanecí con ellos tres días, comiendo y bebiendo, y aún guardo todo lo que me regaló.
»Al cabo de los tres días me dijo: “Hermano Hammad: quiero dormir un poco para descansar; tú velarás por mi vida. Si ves que vienen en son de guerra algunos caballeros, no te asustes y sabe que son de la tribu de Taalaba que vienen a combatir conmigo”. Colocó su espada debajo de la cabeza y se durmió. Cuando estuvo sumergido en el sueño, el diablo me incitó a que le diese muerte. Me dirigí rápido hacia él, saqué la espada de debajo de su cabeza y le di un mandoble que separó la testa del cuerpo. Su hermana se dio cuenta en seguida de lo que había hecho, corrió desde el extremo de la tienda en que estaba y se arrojó encima de su hermano desgarrándose los vestidos. Recitó estos versos:
Haz llegar a la familia ésta que es la peor noticia: El hombre no puede escapar a lo que el Todopoderoso ha dispuesto.
Yaces derribado en el suelo, hermano mío: la belleza de tu rostro se refleja en el disco de la luna.
Desgraciado fue el día en que lo encontraste: tu lanza se ha roto después de haber estado erguida.
Después de tu muerte, ningún caballero satisfará al caballo, ninguna mujer volverá a dar a luz un varón como tú.
Hammad ha sido hoy tu asesino traicionando los juramentos y los pactos.
Con esto quiere conseguir su deseo, pero el demonio jamás se sale con la suya.
»Apenas hubo terminado de recitar estos versos me dijo: “¡Malditos sean tus abuelos! ¿Por qué has matado a mi hermano? ¿Por qué lo has traicionado cuando él iba a devolverte a tu tierra con provisiones y con dones, cuando él iba a casarte conmigo a principios del próximo mes?” En seguida atrajo hacia sí la espada que estaba a su lado, apoyó el puño en el suelo y la punta en su pecho y se doblegó encima hasta que le salió por la espalda: cayó muerta. Me entristecí por ella y me arrepentí cuando ya de nada podía servirme el arrepentimiento. Lloré y después corrí a la tienda, cogí todo lo que era ligero y de mucho precio y emprendí mi propio camino. Eran tales mi miedo y mi prisa, que no me volví hacia mis compañeros, que no enterré ni a la adolescente ni al joven. Esta historia es mucho más maravillosa que la que he explicado antes, la de la criada a la cual rapté en Jerusalén.»
Cuando Nuzhat al-Zamán oyó decir al beduino estas palabras, vio que sus ojos se cubrían de tinieblas…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nuzhat al-Zamán] desenvainó la espada y dio un golpe en la nuca del beduino Hammad, separando la cabeza del cuerpo. Los que estaban presentes le preguntaron: «¿Por qué lo has matado tan rápidamente?» Contestó: «¡Loado sea Dios, que me ha concedido la vida suficiente para poder vengarme con mi propia mano!» Después mandó a los esclavos que arrastrasen el cadáver cogiéndolo por los pies y que lo arrojasen a los perros.
A continuación se las entendieron con los dos ladrones que quedaban de los tres bandidos. Uno de ellos era un esclavo negro. Le preguntaron: «¿Cómo te llamas? ¡Cuéntanos la verdad!» Contestó que se llamaba Gadbán y les refirió lo que le había sucedido con la reina Ibriza, hija del rey Hardub, rey de los griegos: refirió cómo le había dado muerte y cómo había huido. Apenas pudo terminar el esclavo sus palabras, pues el rey Rumzán se le echó encima y le cortó el cuello con la espada, exclamando: «¡Loado sea Dios, que me ha concedido vida suficiente para vengar a mi madre con mi propia mano!» Añadió que su nodriza Marchana le había explicado la historia de un esclavo negro llamado Gadbán.
Después se dirigieron al tercero, que era el camellero que habían contratado los habitantes de Jerusalén para que transportase a Daw al-Makán y lo condujese al hospital de Damasco, en Siria; se lo había llevado, lo había arrojado en el montón de leña y se había marchado a sus asuntos. Le dijeron: «Cuéntanos tu historia y sé verídico en el relato». Les refirió todo lo que le había acontecido con el sultán Daw al-Makán: cómo lo había recogido en Jerusalén, cuyos habitantes le habían pagado para que lo llevase al hospital de Siria, pues estaba enfermo, y cómo, después de haber cobrado, lo había arrojado en el depósito de leña del baño y había huido. Una vez hubo terminado de hablar, el sultán Kan Ma Kan cogió la espada, le dio un mandoble y le cortó el cuello, exclamando: «¡Loado sea Dios, que me ha concedido vida suficiente para poder castigar a este traidor por lo que hizo con mi padre! Había oído este mismo relato a mi padre, el sultán Daw al-Makán».
Los reyes se dijeron: «No nos falta más que la vieja Sawahi, apodada Dat al-Dawahi. Ella ha sido la causa de estas calamidades y quien nos ha hecho caer en desgracia. ¿Quién puede llevarnos hasta ella para vengarnos y lavar la afrenta?» El rey Rumzán, tío de Kan Ma Kan, dijo: «Es necesario que la traigamos a nuestra presencia». En aquel mismo momento el rey Rumzán le escribió una carta y la envió a su abuela, la vieja Sawahi, apodada Dat al-Dawahi. Le decía que había ocupado Damasco, Mosul y el Iraq, que había derrotado a los ejércitos musulmanes y había hecho prisioneros a sus reyes. Añadía: «Quiero que te vengas a mi lado y que te hagas acompañar por la reina Sofía, hija del rey Afridún, rey de Constantinopla, y aquellos nobles cristianos que quieran venir; no es necesaria la escolta, pues el país está tranquilo, ya que está en nuestro poder».
Cuando recibió la carta, la leyó y reconoció la letra del rey Rumzán, se alegró mucho y preparó en seguida el viaje suyo y el de la reina Sofía, madre de Nuzhat al-Zamán, y el de aquellos que las tenían que acompañar. No dejaron de andar hasta que llegaron a Bagdad. Los mensajeros las precedieron e informaron a los reyes de su llegada. Rumzán dijo: «Es conveniente que nos vistamos a la griega al ir a recibir a la vieja, con el fin de estar a cubierto de sus engaños y enredos». Aceptaron de buen grado y se disfrazaron. Al verlos, Qúdiya Fa-Kan dijo: «¡Alabado sea el Señor! Si no os conociese diría que sois francos». El rey Rumzán se colocó delante de todos y salieron a recibir a la vieja acompañados de mil caballeros.
Al verla, Rumzán descabalgó y se acercó hacia ella a pie. Ella, al verlo y reconocerlo, también se apeó y lo abrazó. Él la estrechó tan fuertemente por las costillas, que casi se las partió. La vieja preguntó: «¿Qué es esto?», pero apenas había terminado sus palabras cuando ya estaban a su lado el rey Kan Ma Kan y el visir Dandán, mientras que sus caballeros atacaban a su séquito de jóvenes y criados: los hicieron prisioneros a todos y regresaron a Bagdad. El rey Rumzán mandó que se engalanase la ciudad por tres días, al cabo de los cuales sacaron a pública vergüenza a Sawahi, apodada Dat al-Dawahi: llevaba en la cabeza un cucurucho rojo cubierto de estiércol de asno. Delante de ella iba un pregonero gritando: «¡Ésta es la recompensa de quienes se propasan con los hijos de los reyes!»
Después la crucificaron en la puerta de Bagdad. Su séquito, al ver lo que le había ocurrido, se convirtió, en bloque, al Islam. Kan Ma Kan, su tío Rumzán, Nuzhat al-Zamán y el visir Dandán se admiraron de todos estos hechos y mandaron a los historiadores que los consignasen por escrito en sus crónicas para que los pudiesen leer sus sucesores. Pasaron el resto de sus días en una vida muelle y feliz, hasta que les llegó la destructora de las dulzuras, la que pone fin a las sociedades.
Así termina todo lo que hemos podido averiguar acerca de las aventuras del rey Umar al-Numán, de sus hijos Sarkán y Daw al-Makán y de sus nietos Kan Ma Kan y de Nuzhat al-Zamán y Qúdiya Fa-Kan.
El rey dijo a Sahrazad:
—Desearía que me refirieses alguna historia de pájaros.
—De buen grado.
Su hermana le dijo:
—Nunca he visto al rey, a lo largo de todo este tiempo, tan satisfecho como en esta noche. Es de esperar que tu asunto con él termine de buen modo.
SAHRAZAD se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en lo más antiguo del tiempo y en las edades más remotas vivía un pavo que, en compañía de su pareja, se había refugiado junto al mar. Había allí muchas bestias y fieras, numerosos árboles y ríos. El pavo y la pava pasaban la noche en uno de aquellos árboles por temor a las fieras, y durante el día buscaban su sustento. Vivieron así hasta que, al cabo de cierto tiempo, el miedo los llevó a buscar un nuevo refugio. Mientras lo buscaban, descubrieron una isla con numerosos árboles y ríos. Se instalaron en ella y comieron de sus frutos y bebieron de sus aguas. Llevaban esta vida cuando se les presentó un pato, lleno de terror, que no cesó de correr hasta llegar al árbol en que estaban el pavo y su esposa; entonces se tranquilizó.
El pavo no dudó de que a aquel pato le había sucedido algo maravilloso. Le preguntó por la causa de su temor, y el pato dijo: «Estoy muerto de tristeza y de miedo por culpa del hombre. ¡Atención! ¡Atención delante del hombre!» El pavo lo tranquilizó: «No debes temer, ya que estás a nuestro lado». «¡Loado sea Dios, que me ha aligerado penas y preocupaciones haciéndome llegar a vuestro lado! ¡Vengo deseoso de obtener vuestra amistad!» Entonces, la mujer del pavo descendió y le dijo: «¡Bien venido seas! ¡Nada malo te sucederá! ¿Por dónde ha de llegar el hombre si nos encontramos en esta isla que está en medio del mar? Desde el continente no puede venir, y a través del mar es imposible. Alégrate de ello y cuéntanos qué es lo que te ha ocurrido y qué males te ha causado el hombre».
El pato refirió: «Sabe, ¡oh pava!, que he vivido muy seguro en esta isla hasta ahora sin que nunca me ocurriese nada. Pero una noche vi en sueños la figura de un hombre; él me hablaba y yo le contestaba. Entonces oí una voz que me decía: “¡Pato, guárdate del hombre! ¡No te dejes seducir por sus palabras ni por lo que quiere inculcarte! Es astuto y taimado, por lo cual hay que estar siempre dispuesto a contrarrestar sus tretas. Es un pérfido, tal como dice el poeta:
Con la punta de la lengua te da dulces, y mientras tanto te engaña como engaña el zorro.
»”Sabe que el hombre extiende las redes y saca a los peces del mar; tira a los pájaros avellanas de arcilla y los abate, y con sus tretas derriba a los elefantes: nadie escapa a la maldad del hombre, y de él no se salvan ni pájaros ni fieras. Esto es lo que he oído con referencia al hombre”. Me desperté sobresaltado, y hasta ahora no he podido tranquilizar mi pecho por el miedo que el hombre me inspira, por el temor de que me envuelva en sus astucias y me cace en sus redes. Antes de terminar el día, mis fuerzas se habían extenuado y carecía de valor. Tenía que comer y beber, y salí triste, apesadumbrado, con el corazón acongojado. Cuando llegué a aquella montaña, me tropecé, en la puerta de una cueva, con un cachorro de león, de color amarillo. Al verme, se alegró mucho; mi color y mi aspecto gracioso le gustaron. Me llamó y me dijo: “¡Acércate!”
»Cuando estuve a su lado, me preguntó: “¿Cuál es tu nombre? ¿A qué especie perteneces?” “Me llamo pato, y pertenezco a las aves.” Le pregunté: “¿Cuál es la causa de que estés sentado a esta hora y en este lugar?” El cachorro contestó: “Hace días que mi padre me está previniendo, y esta noche he visto en sueños la imagen de un hombre”. El cachorro me explicó lo mismo que ya te he explicado. Al oír sus palabras, le dije: “¡León! Acudo a ti con el ruego de que mates al hombre, de que te hagas a la idea de matarlo. Me causa mucho miedo, y mis temores han aumentado al conocer el tuyo, ya que tú eres el rey de las fieras”. Seguí así, hermana mía, poniendo en guardia al león contra el hombre y recomendándole que lo matase. Por fin se levantó, paseó arriba y abajo, se sacudió el dorso con la cola y no dejó de andar y yo de seguirlo, hasta que llegó al cruce de un camino.
»Vimos una gran nube de polvo, y cuando ésta se disipó, vimos un asno desnudo que huía; tan pronto galopaba como se revolcaba por el suelo. El león, al verlo, le dio un grito, y el asno se acercó a él humildemente. Le dijo: “Animal de poco seso, ¿cuál es tu especie? ¿Por qué vienes a este lugar?” “¡Hijo del sultán! Pertenezco a la especie de los asnos, y he llegado hasta aquí huyendo del hombre.” “¿Acaso temes que el hombre te mate?” “¡Hijo del sultán! Mi temor está en que empleando la astucia consiga cabalgarme, ya que tiene una cosa, llamada albarda, para colocarla en mi espalda, y otra, llamada cincha, que ata por debajo de la barriga; otra, que coloca debajo de mi cola, y la cuarta, llamada rienda, que sujeta en mi boca; fabrica unas espuelas con las cuales me pincha, para obligarme a llevar una marcha superior a mis fuerzas. Si tropiezo, me maldice; si rebuzno, me injuria, y después de todo esto, cuando ya soy viejo y no puedo andar, me pone un soporte de madera y me entrega al aguador, quien transporta el agua sobre mis espaldas, con odres u objetos similares, como las jarras. Vivo envilecido, humillado y sin reposo hasta la muerte. Y cuando muero, mi cadáver es abandonado a los perros en los altozanos. ¿Hay alguna pena más grande que ésta, una desgracia mayor?”
»Al oír las palabras del asno, señora pava, se me puso la carne de gallina pensando en el hombre. Dije al cachorro: “¡Señor! El asno es excusable, y sus palabras han aumentado mi terror”. El cachorro preguntó al asno: “¿Hacia dónde te diriges?” “He visto un hombre, desde lejos, antes de la salida del sol, y he huido ante él. Quiero marcharme y no pararé de correr —tal es el miedo que le tengo— hasta que encuentre un sitio en el que pueda estar a cubierto de las astucias del hijo de Adán.” Mientras el asno decía estas palabras al cachorro y se disponía a despedirse y a marcharse, vimos levantarse una polvareda. El asno rebuznó, dirigió la vista hacia aquel punto y soltó un pedo muy fuerte. Al cabo de un rato apareció en medio del polvo un caballo negro con una estrella blanca, como un dirhem, en la frente. Era un animal bien formado, de cuerpo robusto, hermosas patas y sonoros relinchos. No paró de correr hasta encontrarse junto al león. Al verlo, el cachorro le preguntó: “¿A qué especie perteneces, noble animal? ¿Por qué huyes en esta tierra tan vasta?” “¡Señor de los animales! Soy un corcel que pertenece a la especie de los caballos. Corro porque vengo huyendo del hombre.”
»El león quedó admirado de las palabras del caballo y le dijo: “¡No digas esas palabras que te avergüenzan! Eres grande y fuerte, ¿cómo puedes temer al hombre con tu robusto cuerpo y la rapidez de tu carrera? Yo, aun siendo de cuerpo tan pequeño, estoy resuelto a salir al encuentro del hombre, luchar con él y comerme su carne: así tranquilizaré a este pobre pato y lo instalaré en su país. Precisamente en este instante vienes tú a destrozarme el corazón con tus palabras y a hacerme volver atrás de lo que iba a hacer, ya que tú, a pesar de tu tamaño, te asustas ante el hombre, y éste no teme ni tu estatura ni tu fuerza, cuando te bastaría una sola coz para matarlo. Si hicieses esto no te vencería, y tú le escanciarías el cáliz de la muerte”.
»El caballo, al oír las palabras del cachorro, exclamó: ¡Cuán lejos estoy de poderlo vencer, hijo del rey! La comparación de mi estatura y de mi fuerza con las del hombre no deben engañarte, ya que éste es astuto y taimado y ha fabricado una cosa llamada cepo. Coloca en mis cuatro patas dos de esos cepos, hechos con fibra de palmera envuelta en pequeños cojines; me ata la cabeza en un palo elevado, que me obliga a mantenerme de pie, inmóvil, sin poderme sentar ni dormir. Cuando quiere utilizarme para montar, se pone en el pie unos objetos de hierro llamados estribos, me coloca en el dorso una cosa llamada silla, me ciñe con dos correas por debajo del vientre y me pone en la boca un objeto de hierro que se llama bocado, por el cual hace pasar unas tiras de piel denominadas riendas. Monta en mi dorso, encima de la silla, toma las riendas en su mano y me conduce. Luego me aguijonea con las espuelas hasta el punto de hacerme sangrar. No me preguntes, hijo del sultán, por lo mucho que me hace sufrir el hombre: cuando llego a viejo; cuando mi espalda adelgaza y me es imposible ir de prisa, me vende al molinero para que me haga dar vueltas a la muela: doy vueltas noche y día hasta que quedo extenuado; entonces me vende al desollador, el cual me mata, me despelleja, me arranca la cola y me vende a los curtidores y a los fabricantes de cribas”. El enojo del cachorro subió de grado al oír las palabras del caballo. Le preguntó: “¿Cuánto tiempo hace que has dejado al hombre?” “Lo abandoné al mediodía. Viene en pos de mí.”
»Mientras el cachorro y el caballo hablaban así, se levantó otra nube de polvo, la cual, al disiparse, permitió ver un inquieto camello, que bramaba y golpeaba el suelo con sus patas. Y así anduvo hasta llegar ante nosotros. El cachorro, al verlo tan alto y gordo, creyó que se trataba de un hombre. Iba a saltar sobre él cuando le dije: “¡Hijo del sultán! ¡Éste no es un hombre! Es un camello, que, al parecer, viene huyendo también del hombre”. Mientras decía estas palabras al cachorro, hermana mía, el camello se le acercó y lo saludó. Él le devolvió el saludo y le preguntó: “¿Qué motiva tu venida a este lugar?” “Vengo huyendo del hombre.” “¿También tú, con tu fuerte contextura, tu longitud y tu anchura, temes al hombre? Si le dieses una sola coz, lo matarías.” “¡Hijo del sultán! Sabe que el hombre es muy astuto, y que sólo la muerte puede vencerlo. Me coloca en la nariz un hilo que se llama anillo, me pone en la cabeza un arnés y me entrega al menor de sus hijos; y a pesar de mi tamaño y de mi contextura, me cargan con los objetos más pesados, me obligan a hacer los más largos viajes y me utilizan en los trabajos más duros a todas las horas del día y de la noche.
»”Al llegar a viejo y disminuir mis fuerzas, pierde su interés por mi compañía y me vende al carnicero, quien me sacrifica y vende mi piel al curtidor, y mi carne a los cocineros. ¡No me preguntes por lo mucho que el hombre me hace sufrir!” “¿A qué hora has dejado al hombre?” “En el ocaso; creo que debe de haber ido a recogerme, y al no encontrarme habrá empezado a buscarme. ¡Hijo del sultán! Deja que marche a buscar refugio en los campos y en el desierto.” “Espérate un poco, camello; verás cómo lo desgarro y te doy a comer su carne; le trituraré los huesos y beberé su sangre.” “¡Hijo del sultán! Temo que te pueda gastar una mala pasada. Es un estupendo engañador.” A continuación recitó las palabras del poeta:
Cuando una desgracia cae en el país de unos hombres, a los desgraciados no les queda más remedio que emigrar.
»Mientras el camello hablaba con el cachorro, se levantó una nueva nube de polvo, y al aclararse apareció un anciano pequeño y de buen aspecto. Llevaba en sus hombros un capazo, repleto de utensilios de carpintería; en la cabeza, ocho maderos, y cogido de la mano, un chiquillo. Avanzaba con inseguridad, pero no se detuvo hasta llegar al lado del cachorro. Al verlo, hermana mía, el miedo me hizo caer. En cambio, el cachorro se adelantó a hacerle frente. Cuando estuvo a su lado, el carpintero se le rió en la cara. Dijo elocuentemente: “¡Rey, poderoso y de alto linaje! ¡Haga Dios feliz tu tarde y te colme de felicidad! ¡Aumente tu valor y tus fuerzas! ¡Líbrame de mi pena y de mis desgracias, pues no tengo más valedor que tú!” El carpintero permaneció de pie ante el león, llorando y quejándose. El cachorro, al oír el llanto y las quejas, le dijo: “Te protegeré contra lo que temes: ¿quién te oprime? ¿Quién eres? Jamás en mi vida he visto un animal de tu especie, ni ningún otro que tenga un aspecto tan hermoso ni que hable tan bien como tú. ¿Qué te ocurre?”
»El carpintero contestó: “¡Señor de las fieras! Yo soy un carpintero, y quien me maltrata es el hombre. Mañana llegará junto a ti, en este lugar”. El cachorro lo vio todo negro al oír las palabras del carpintero. Rugió, sus ojos echaron chispas, y gritó: “¡Por Dios! Pasaré toda la noche en vela y no volveré al lado de mi padre hasta que haya conseguido mi deseo. —Luego dijo al carpintero—: Me doy cuenta de que tus pasos son cortos, pero no puedo afligirte, ya que soy valeroso. Mas creo que no podrás andar tan rápido como las fieras. ¡Dime adónde te diriges!” “Voy a ver al visir de tu padre, la pantera, ya que ésta, al enterarse de la llegada del hombre a nuestro país, ha temido por su vida y me ha mandado cómo mensajero una fiera para que le construya una casa en la que pueda vivir y refugiarse, para estar a salvo de su enemigo e impedir al hombre que pueda alcanzarla. Al llegar el mensajero, he cogido estos maderos y he salido en su busca.”
»El cachorro sintió entonces envidia de la pantera. Exclamó: “¡Por vida mía! Con esos maderos has de hacer una casa para mí antes de que construyas la de la pantera. Cuando termines mi encargo podrás ver a la pantera y hacer lo que te pide”. El carpintero protestó: “¡Señor de las fieras! No puedo construirte nada hasta que haya hecho lo que quiere la pantera. En cuanto haya construido la de ésta, volveré para ponerme a tu servicio y te construiré una casa en la que podrás encontrar refugio frente a tu enemigo”. “¡Por Dios! ¡No consentiré que te marches de este lugar hasta que me hayas construido una casa con estos maderos!” El cachorro se acercó al carpintero, saltó sobre él, y para asustarlo le dio un zarpazo, con lo que cayó al suelo el capazo que llevaba en la espalda. El carpintero se desmayó. El cachorro se rió y le dijo: “¡Ay de ti, carpintero! Eres débil y no tienes fuerza. Así es disculpable que sientas temor del hombre”.
»Al caer de espaldas, el carpintero se enfadó mucho, pero lo ocultó por el temor que le causaba el cachorro. Se sentó, y, riéndose ante el león, le dijo: “¡Te construiré la casa!” Cogió los maderos que llevaba consigo, los clavó e hizo una casa a la medida del cachorro; dejó la puerta abierta, ya que tenía forma de caja y había dejado sin cerrar un lado, al que se adosaba una tapadera en la que había numerosos agujeros y clavos, cuyas puntas sobresalían. Dijo al cachorro: “Entra en la casa por esta abertura, para que la ajuste a tu tamaño”. El cachorro, contento, se acercó a la puerta y comprobó que era muy justa. El carpintero insistió: “Entra doblando las manos y los pies”. El cachorro lo hizo así y entró en la caja, de la que únicamente le salía la cola. En seguida quiso volver hacia atrás y salir, pero el carpintero le dijo: “Ten un poco de paciencia, para que pueda ver si cabe la cola o no”.
»El león obedeció, y entonces el carpintero le enrolló la cola, la metió dentro y puso rápidamente en la abertura el madero que faltaba, y lo clavó. El cachorro chilló: “¡Carpintero! ¿Qué es esta casa tan angosta que me has hecho? ¡Déjame salir!” “¡Ja, ja, ja! El arrepentimiento no sirve para lo que ha ocurrido. ¡No saldrás jamás de este sitio! Has caído en la trampa igual que las fieras más viles.” “¡Hermano! ¿Qué significan estas palabras que me dices?” “Sabe, perro del desierto, que has caído en lo que te asustaba caer. Te ha metido en ello el destino, y de nada te ha de servir el arrepentimiento.”
»¡Oh, hermana! Cuando el cachorro oyó estas palabras comprendió que trataba con el hombre, aquel ser contra el cual lo había prevenido su padre cuando estaba despierto, y una voz en sueños. Yo me di cuenta, sin duda de ninguna clase, de que me encontraba en su presencia, temí por mi vida y me alejé inmediatamente un poco, para ver lo que hacía con el cachorro. Vi, ¡oh hermana!, que el hombre cavaba una fosa en aquel lugar, cerca de donde estaba la caja con el cachorro, y que echaba a éste en la hoya; luego la recubrió de leña y le prendió fuego. El miedo que experimenté fue terrible, y desde hace dos días no hago más que huir del hombre».
Cuando la pava hubo oído el relato del pato…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que quedó sumamente admirada y dijo: «¡Hermano! Estás protegido contra el hombre, ya que habitamos una de las islas del mar y no puede llegar hasta aquí. Escoge un lugar cerca de nosotros, hasta que Dios solucione nuestro asunto y el tuyo». «Temo que me ocurra cualquier desgracia, ya que es inútil el tratar de escapar al destino.» «Quédate a nuestro lado; serás nuestro igual.» La pava siguió insistiendo, hasta que el pato aceptó y dijo: «¡Hermana! Yo tengo poca paciencia. Si no te hubiese visto aquí, no me habría quedado». La pava hizo notar: «Si hay algo que nos está destinado, lo realizaremos; si nuestra hora está próxima, ¿quién podrá salvamos? Nadie muere hasta haber cumplido lo que le está destinado, y haber llegado a su término».
Mientras así hablaban, se levantó una nube de polvo, y el pato lanzó algunas interjecciones, bajó al mar y dijo: «¡En guardia! ¡En guardia aunque no pueda escaparse al destino!» La polvareda era enorme, y al disiparse apareció una gacela. El pato y la pava se tranquilizaron. Ésta dijo: «¡Hermano! Te ha asustado una gacela que se acerca hacia nosotros. Nada hemos de temer, ya que las gacelas comen la hierba, que crece en el suelo; igual que tú perteneces a las aves, ella pertenece a los cuadrúpedos. Tranquilízate, pues las preocupaciones hacen adelgazar». En esto llegó la gacela a su lado en busca de la sombra del árbol. Al ver a la pava y al pato los saludó y les dijo: «Hoy he llegado a esta isla, y nunca he visto otra más fértil ni más hermosa para morada». Luego mostró sus deseos de ser amiga de los dos.
Cuando el pato y la pava se dieron cuenta del afecto que les tenía, se acercaron y se mostraron dispuestos a tratar con ella. Se pusieron de acuerdo, y su dormitorio fue el mismo, comieron juntos y vivieron en paz comiendo y bebiendo, hasta que pasó por sus inmediaciones un buque que había perdido su rumbo en el mar. Ancló muy cerca del lugar en que ellos estaban, los pasajeros desembarcaron, se dispersaron por la isla y encontraron a la gacela, a la pava y al pato, hacia los cuales se acercaron. La gacela huyó a la campiña, la pava remontó el vuelo, y sólo el pato quedó sin saber qué hacer, y mientras le daban alcance chillaba: «¡De nada me ha servido estar en guardia frente a lo que me estaba predestinado!» Se lo llevaron al barco. La pava, al ver lo ocurrido al pato, abandonó la isla diciendo: «Las desgracias son una advertencia para todos. Si no hubiese sido por esa nave, no me habría separado de ese pato, que era uno de los mejores amigos».
La pava levantó en seguida el vuelo y fue a reunirse con la gacela. Ésta la saludó, la felicitó por haberse salvado y le preguntó por el pato. Le contestó: «Ha caído en poder del enemigo, y yo no he querido permanecer más en aquella isla después de esto». Se puso a llorar por la pérdida del pato, y recitó:
El día de la separación ha destrozado mi corazón. ¡Destruya Dios el corazón del día de la separación!
Y recitó este otro:
Desearía que volviese el día de la reunión, para referirle lo que hacen sufrir las penas de la separación.
La gacela se sintió invadida por una gran pena, pero después hizo desistir a la pava de sus propósitos de marchar. Continuó viviendo con ella en la isla, en la más perfecta seguridad, comiendo y bebiendo, aunque siempre tristes por haber sido forzadas a separarse del pato. La gacela dijo a la pava: «¡Hermana! Sabe que los hombres que desembarcaron de la nave fueron la causa de nuestra separación y de la pérdida del pato. Guárdate de ellos, y vigila las tretas y los engaños del hombre». La pava contestó: «Sé de cierto que lo que ha motivado su ruina ha sido el haberse descuidado de loar a Dios. Yo ya le había dicho: “Temo que te ocurra algo ‘por dejar de rogar a Dios, ya que todo lo que ha sido creado por Éste lo alaba, y si se descuida de ello, es castigado con la muerte”».
La gacela, al oír las palabras de la pava, contestó: «¡Dios te mantenga siempre tan hermosa!», y empezó a glorificar al Señor, sin descuidarse ni un minuto de ello. Se cuenta que la gacela dice al Señor en sus loas: «Gloria al Rey de la recompensa, al Señor Todopoderoso, que está instalado en el trono del señorío».
Se cuenta que un ermitaño vivía adorando al Señor en un monte, en el cual se había refugiado también una pareja de palomas. El ermitaño…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que dividía en dos partes su comida: guardaba la mitad para sí, y la otra mitad para los palomos. El asceta les auguró una numerosa descendencia, y así ocurrió, pues acudieron todas las palomas a refugiarse en el monte en que estaba el ermitaño. La causa de que los palomos corrieran a reunirse con el asceta está en lo mucho que loan aquéllos al Señor. Es creencia de que los palomos dicen en su loor: «¡Gloria al Creador de las criaturas, al Repartidor del alimento, al Constructor de los cielos y a Quien ha extendido la Tierra!» Aquella pareja de palomos y su descendencia siguieron en la más dulce de las vidas hasta que murió el asceta; entonces los palomos se dispersaron y se repartieron por ciudades, pueblos y montes.
Se refiere que en uno de los montes vivía un pastor, religioso, sensato y recto. Apacentaba sus ovejas y se beneficiaba de la leche y la lana. El monte en que se había instalado el pastor tenía muchos árboles, pastos y fieras, pero estas alimañas no podían nada contra él ni contra sus ovejas. Vivió tranquilo en aquel monte, sin necesitar para su felicidad las cosas de este mundo, dedicado a la adoración del Señor. Pero luego fue víctima de una grave enfermedad: se refugió en una de las cuevas del monte, y las ovejas, solas, iban a pacer de día, y por la noche regresaban a la cueva. Dios quiso poner a prueba al pastor y ver hasta dónde llegaba su obediencia y su paciencia. Le envió un ángel, que se acercó a él en forma de una mujer hermosa, y se sentó. El pastor, al ver a aquella mujer sentada a su lado, le dijo: «¡Mujer! ¿Qué te ha movido a venir aquí; si no me necesitas para nada? Entre nosotros dos no existe relación alguna que pueda justificar tu venida».
«¡Hombre! ¿No ves mi belleza y mi hermosura? ¿No notas lo perfumada que estoy? Los hombres necesitan a las mujeres. ¿Qué es lo que te hace abstenerte de mí? Yo misma he escogido tu vecindad, me place unirme a ti y vengo espontáneamente; no puedo aguantarme, y no veo aquí a nadie a quien tú puedas temer. Quiero permanecer a tu lado hasta que vuelvas a trepar por los montes; vengo a ofrecerme, porque necesitas el servicio de una mujer. Si te relacionas frecuentemente conmigo, curarás de tu enfermedad, volverás a tener salud y te arrepentirás de lo que has perdido al no haber frecuentado hasta ahora el trato con las mujeres. Te he dado un consejo: acéptalo y acércate a mí.»
El pastor contestó: «¡Sal de aquí, mujer lisonjera y falsa! No me siento atraído por ti, ni a ti me acercaré; no necesito tu compañía, y mucho menos unirme a ti, ya que quien a ti te desea tendrá que abstenerse en la vida futura, y quien quiere conseguir ésta, debe abstenerse de ti, de ti, que has corrompido a los hombres desde el primero hasta el último. Dios, el Altísimo, ha anunciado a sus fieles desgracias y calamidades si se atreven a estar en tu compañía». Ella le refutó: «¡Oh tú, que has perdido el sentido del justo medio y has extraviado el recto camino! Dirige hacia mí tu cara, mira mi belleza y aprovecha la ocasión de que me encuentro a tu lado, como han hecho quienes te han precedido; eran sabios, más listos y expertos que tú, y a pesar de ello no han renunciado a gozar con las mujeres del modo que tú lo haces; por el contrario, han buscado ese contacto y han procurado tener al lado a las mujeres, de las que tú te abstienes; esto no perjudica ni a la vida religiosa ni a la mundana: desiste de tus razones y quedarás satisfecho». El pastor contestó: «Aborrezco todo lo que dices y todo lo que insinúas; eres traidora, careces de fe y de fidelidad. ¡Cuántas maldades escondes debajo de tu hermosura! ¡A cuántas personas pías has puesto a prueba dejándolas en manos de la tristeza y del arrepentimiento! ¡Vete de mi lado, oh tú, que te alabas a ti misma para pervertir a los demás!»
Le tiró el manto a la cara para no verla más, y empezó a pensar en el Señor. El ángel, al ver lo fiel que era, se remontó al cielo. Cerca de aquel lugar había un hombre pío que ignoraba la existencia del pastor. En sueños vio a alguien que le decía: «Cerca de ti, en el lugar tal y tal, hay un hombre pío. Ve a su lado y ponte a su servicio». Al día siguiente se marchó en su búsqueda. Al llegar las horas de más calor se dirigió hacia un árbol, junto al cual brotaba una fuente. Se sentó a su sombra para descansar. Mientras estaba sentado acudieron a beber allí fieras y pájaros, que al ver al asceta sentado a su lado se asustaron y huyeron. El asceta se dijo: «Me he sentado a descansar aquí, sin más objeto que el de causar miedo a estas fieras y a estos pájaros». Se puso de pie diciéndose como reproche: «El haberme sentado en este lugar ha causado daño a estos animales: no tengo excusa ni ante mi Creador, El mismo que ha creado a estas fieras. Yo he sido la causa que los ha hecho huir de su abrevadero y de sus pastos. ¡Cómo me avergonzaré ante mi Señor el día en que Éste haga justicia entre la oveja desastada y la astada!» Después derramó abundantes lágrimas, y recitó estos versos:
¡Por Dios! Si los hombres supieran para qué fueron creados, no se abandonarían a la distracción ni al sueño.
Les espera primero la muerte y luego la resurrección, el juicio, castigos y tormentos terribles.
Nosotros, aunque seamos poderosos, somos como las gentes de la caverna: nuestra mayor parte duerme.
Después lloró por haberse sentado debajo de aquel árbol, junto a la fuente, y haber impedido beber a los pájaros y a los animales; se marchó entristecido hasta llegar junto al pastor. Entró y lo saludó; el pastor le devolvió el saludo, lo abrazó y se puso a llorar. Luego le preguntó: «¿Qué es lo que te ha traído hasta este lugar, al que jamás ha llegado ningún hombre?» El asceta contestó: «He visto en sueños a alguien que me ha descrito el lugar en que te encuentras, y que me ha mandado venir aquí a saludarte. Y así lo he hecho para obedecer la orden recibida». El pastor lo acogió bien y se sintió inclinado a vivir en su compañía. Los dos se quedaron juntos en el monte, adorando a Dios (¡ensalzado sea!) en aquella caverna, en hermosa abstinencia. Se alimentaban con la carne y la leche de las ovejas, y no necesitaban bienes mundanos ni hijos. Así siguieron hasta que les llegó la única cosa cierta: la muerte. Aquí termina el relato.
El rey dijo:
—¡Sahrazad! Me incitas a abandonar mi reino y a arrepentirme de lo mucho que me he excedido matando a mujeres y muchachas; pero, ¿sabes alguna historia de pájaros?
—Sí.
Aseguran, ¡oh rey!, que un pájaro remontó el vuelo hasta lo más alto de la atmósfera, y luego se precipitó sobre una roca que se levantaba en medio de un curso de agua corriente. Mientras el pájaro estaba parado en la roca, apareció, arrastrado por el agua, el cadáver de un hombre, que fue a parar a la roca y se detuvo en una concavidad de ésta; flotaba algo, por estar hinchado. El pájaro se acercó, lo contempló y vio que en el cadáver había huellas manifiestas de golpes de espada y de lanzazos.
Se dijo: «Este muerto debía de ser un hombre malvado, frente al cual se debe de haber reunido un grupo de personas, que le habrán dado muerte para librarse de él y de sus maldades». Siguió contemplando el cadáver hasta que vio que águilas y cuervos se abatían sobre él desde todos los puntos. Lleno de terror, el pájaro se dijo: «No he de permanecer en este lugar». Levantó el vuelo y fue en busca de un sitio en el que refugiarse hasta que el cadáver hubiera desaparecido y las aves rapaces hubiesen abandonado sus restos.
No paró de volar hasta que llegó a un río, en cuyo centro había un árbol. Se posó en éste, cabizbajo y entristecido por haber tenido que alejarse de su hogar. Se dijo: «Las tristezas me siguen a todas horas; me había tranquilizado al ver el cadáver, y me alegré mucho diciéndome que era el alimento que Dios me concedía; pero mi alegría se ha convertido en preocupación, y mi regocijo en tristeza, ya que los pájaros de presa lo han devorado en mi lugar, impidiendo que me hiciese con él. ¿Cómo puedo creer que estoy a salvo en este mundo, y cómo puedo confiar en él? Ya se dice en el refrán que el mundo es la casa de aquel que no la tiene; que el tonto se deja ofuscar por él, por sus riquezas, sus hijos, familiares, allegados. De este modo el insensato vive la vida, se aficiona al mundo y piensa con orgullo que está sobre la faz de la tierra, hasta que llega el momento de encontrarse debajo, y sus parientes y las personas más allegadas lo recubren de polvo. Lo mejor es resignarse ante las adversidades. Yo he abandonado mis lares y mi patria en el momento en que menos quería separarme de mis amigos y allegados».
Mientras él reflexionaba de este modo apareció una tortuga macho, que salió del agua y se acercó al pájaro acuático, lo saludó y le preguntó: «¿Qué te ha obligado a dejar tu domicilio?» «La llegada de los enemigos. El inteligente no debe permanecer a la vera del enemigo, ¡Qué bellas son las palabras del poeta!:
Cuando cae una calamidad sobre una tierra, sus habitantes no tienen más remedio que marchar.»
La tortuga le dijo: «Siendo la cosa tal como la describes y ocurriendo los hechos tal como los mencionas, no me apartaré de tu lado ni me separaré de ti, para cuidarte en tus necesidades, para estar a tu servicio. Se dice: “No hay pena mayor que la del extranjero separado de su familia y de su patria”. Y también: “Ninguna calamidad es comparable a la de estar separado de las personas pías, y entre las cosas que consuelan al inteligente que vive en el exilio, se hallan el encontrar nuevos amigos y el tener paciencia en las desgracias y desventuras”. Espero que mi compañía te sea grata y que te pueda prestar buenos servicios y ayuda». «Dices la verdad, ¡por vida mía! Desde que me he alejado de mi patria, desde que me he separado de mis conocidos y de mis amigos, sólo encuentro penas y sufrimientos, pues la separación es una experiencia de la que saca provecho quien reflexiona; si el hombre no encuentra un amigo que lo consuele, queda apartado para siempre del camino del bien, y es presa del mal; el juicioso busca en sus amigos el consuelo para sus penas en cualquier circunstancia, y se carga de paciencia y resignación: dos cualidades muy loables, que ayudan en las adversidades de la fortuna y evitan el desespero y la aflicción en cualquier caso.»
La tortuga le dijo: «¡Evita la aflicción! Te amargaría la vida y te quitaría la energía». Siguieron hablando, y de pronto el pájaro acuático dijo a la tortuga: «A pesar de todo sigo temiendo las vicisitudes de la vida y la sucesión de los acontecimientos». La tortuga se acercó entonces a él, lo besó en la frente y le dijo: «La comunidad de los pájaros ha encontrado siempre el bien gracias a tus consejos: ¿cómo puedes soportar la pena y el daño?» No dejó de hablar al pájaro hasta que éste se tranquilizó, remontó el vuelo y se dirigió hacia el lugar en que había quedado el cadáver.
Las aves rapaces habían desaparecido, y sólo quedaban los huesos del cadáver. Regresó a informar a la tortuga de que sus enemigos se habían marchado de sus lares. Le dijo: «Quiero volver a mi patria y tratar con mis amigos, ya que el inteligente vive en la impaciencia por regresar a su patria». La tortuga lo acompañó a su lugar, en donde no encontraron nada que pudiera inquietarlos. El pájaro acuático, más tranquilo ya, recitó estos versos:
¡Cuántas cosas angustian al hombre! Pero Dios tiene su solución.
Cuando más fuerte parece el pro de la desgracia, éste desaparece, contra todo lo que el hombre piensa.
Ambos animales se instalaron en la isla. Cuando el pájaro acuático vivía tranquilo, feliz y contento, el destino se cebó en él en forma de un halcón hambriento, que le dio un zarpazo y lo mató en el acto, sin que de nada le sirviesen las precauciones en el momento en que llegó el término de su plazo. Causa de su muerte fue el haber descuidado loar a Dios. Se dice que él lo alababa con las siguientes palabras: «¡Gloria a nuestro Señor por lo que hace y lo que dispone, por lo que enriquece y empobrece!» Ésta es la historia de ese pájaro.
El rey dijo:
—¡Sahrazad! Este relato ha sido para mí una exhortación y una advertencia. ¿Sabes alguna historia de fieras?
Ella refirió:
—Sabe, ¡oh rey!, que una zorra y un lobo habitaban en la misma madriguera; ambos se refugiaban en ella, y así vivieron durante cierto tiempo. El lobo se mostraba prepotente con la zorra. Ocurrió que ésta propuso al lobo el ser amigos y el abandonar las peleas, diciéndole: «Si continúas con tu altivez, Dios te hará esclavo del hombre, ya que éste es astuto, taimado y pérfido: caza al pájaro en el aire y al pez en el mar; corta y traslada las montañas, y todo lo hace con su ingenio. Sé justo, deja de ser malo y prepotente y esto te facilitará el encontrar el alimento». El lobo no hizo caso de estas palabras, y contestó de mala manera: «No es de tu incumbencia hablar de asuntos tan importantes y graves», y abofeteó a la zorra hasta que ésta cayó desmayada. Cuando volvió en sí sonrió al lobo, le pidió disculpa por las palabras indignas que había dicho, y recitó estos versos:
Si en lo pasado he cometido alguna falta haciendo algo reprochable por amor hacia ti,
estoy arrepentida de lo que hice, y tu perdón puede acoger al malvado que llega en tu busca.
El lobo aceptó su disculpa, dejó de maltratarla y le dijo: «No hables de lo que no te incumbe, pues oirás cosas que no te gustan».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cuarenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la zorra contestó:] «Así lo haré, y evitaré decir aquello que no te gusta. Ya ha dicho el sabio: “No hables de lo que no te preguntan; no contestes a lo que no se te pregunta; no te metas en lo que no te importa y preocúpate de lo que te interesa; no des consejos a los malvados, pues éstos te harán daño a cambio”». El lobo sonrió, pero en su interior pensó ingeniárselas para darle muerte. Por su parte, la zorra soportó el daño que le había hecho el lobo, pensando que la impiedad y la injusticia conducen a la muerte y atraen la desdicha; se dice que el impío se pierde; que el ignorante se arrepiente; que el temeroso se salva; que la equidad es signo de nobleza, y que la educación es la mejor adquisición que puede hacerse; lo mejor era estar a bien con aquel tirano, ya que era lo más seguro para ella.
Dijo al lobo: «El señor perdonará a su esclavo si éste comete culpas. Soy un débil siervo que ha faltado al aconsejarte. Si hubiese sabido el dolor que me iba a causar tu bofetada, habría comprendido que el elefante no puede ser levantado en vilo ni vencido. Pero no me quejo del dolor de la bofetada, ya que también me ha proporcionado cierta alegría; si me ha causado un gran pesar, luego me ha traído el regocijo. El sabio dice: “El golpe que da el educador es duro de soportar al principio, pero al fin es más dulce que la pura miel”». El lobo replicó: «Te perdono la falta, a pesar de que estoy convencido de que has faltado. Pero ten cuidado de mi fuerza y acepta el estar a mi servicio: ya has experimentado lo violento que soy con quien es mi enemigo». La zorra se prosternó ante él y le dijo: «¡Dios te prolongue la vida y te haga triunfar de tus enemigos!» La zorra, temerosa aún, procuró atraérselo.
Un día, ésta se dirigió hacia una viña y vio en la valla una brecha, que no cruzó, pues se dijo: «Esta brecha debe de tener algún objeto. Se dice que quien ve un agujero en el suelo y no lo evita, se engaña a sí mismo y se expone a morir. Es notorio que algunas personas pintan una zorra en la viña y ponen delante un cesto de uvas para que lo vea una zorra de verdad, se acerque a él y encuentre la muerte. Me parece que esta brecha debe de ser una trampa. Se dice que el estar alerta es ya la mitad de una astucia; pues bien, veremos qué objeto tiene esta brecha; tal vez haya en ella algo que pueda producirme la muerte. La avaricia no ha de ser causa de que yo labre mi propia ruina». Se acercó a la brecha, dio vueltas alrededor con mucho cuidado y descubrió que era una fosa cavada por el dueño del campo para cazar a las bestias que se lo estropeaban. Vio que la trampa estaba recubierta por una capa de tierra muy delgada. Echándose hacia atrás exclamó: «¡Dios sea loado! Puesto que yo he sido prudente, espero que caiga en ella mi enemigo, el lobo, que me amarga la vida. Tendré para mí sola la viña y viviré tranquila». Movió la cabeza y, riéndose a carcajada limpia, moduló la voz y recitó estos versos:
¡Ojalá vea al lobo dentro del pozo!
Largo tiempo me ha hecho daño en el corazón y me ha hecho tragar, a la fuerza, amarguras.
¡Ojalá siga viviendo después de que el lobo haya muerto!
Quedaré sola en la viña, y toda ella será mi botín.
Se marchó corriendo hasta llegar junto al lobo. Le dijo: «Dios ha facilitado tus negocios en la viña sin necesidad de fatigas, y esto es debido a tu buena suerte. ¡Te felicito por el camino que Dios te ha abierto para la obtención de botín y de gran cantidad de alimento!» El lobo preguntó: «¿Dónde está la prueba de lo que dices?» «He ido a la viña y he visto que su dueño ha muerto. He entrado en el jardín y he contemplado los frutos relucientes en los árboles.» El lobo no dudó de las palabras de la zorra, la codicia lo cegó, y se puso en marcha hasta llegar a la brecha, loco de ambición. La zorra permaneció inmóvil como un muerto, meditando este verso:
Quieres unirte con Layla, pero la ambición es fatal para los hombres.
Una vez el lobo estuvo junto a la brecha, le dijo la zorra: «Entra en la viña, pues te basta el auxilio que representa la rotura de la pared del jardín. Dios completará el bien». El lobo avanzó para entrar en la viña, pero en cuanto hubo llegado al centro de la cubierta de la trampa, cayó en ella. La zorra, presa de gran emoción por la alegría que experimentaba al ver cesar sus penas y aflicciones, moduló la voz y recitó estos versos:
La suerte se ha compadecido de mi situación, se ha apiadado de mis largas penas.
Me ha hecho conseguir lo que deseaba, poniendo fin a lo que temía.
Perdonaré todas las culpas cometidas en lo pasado.
Incluso aquellas que han poblado de canas mi cabeza.
El lobo no puede escapar de la muerte.
Y la viña, desde ahora, me pertenece a mí sola, sin que tenga que soportar un socio imbécil.
Se asomó a la fosa y vio que el lobo lloraba triste y arrepentido. La zorra lo acompañó con sus lágrimas. El lobo levantó la cabeza hacia la zorra y le dijo: «¿Lloras por compasión hacia mí, oh corazón afligido?» «¡No, por el que te ha metido en esta fosa! Lloro por lo mucho que has llegado a vivir, y estoy afligida porque no has caído más pronto en esta trampa. Si hubieses caído antes de reunirte conmigo, me habrías dejado en paz y hubiese vivido tranquila; pero has vivido hasta llegar el plazo que te había sido señalado, hasta la hora que había sido prefijada.» «¡Oh, zorra! ¡Ve, maldita en las acciones, a ver a mi madre, e infórmala de lo que me ha ocurrido! Tal vez ella sepa ingeniárselas para salvarme.» La zorra replicó: «Tu mucha ambición y tu gran avidez te han hecho precipitarte en brazos de la muerte: has caído en una fosa de la cual no saldrás vivo. ¿Es que no sabes, lobo ignorante, que el autor del proverbio dice que “Quien no piensa en las consecuencias no está a cubierto de los peligros”?» «Zorra virtuosa que me mostrabas afecto, buscabas mi amistad y temías mi fuerza. No me guardes rencor por el mal que te he hecho, pues quien puede perdonar y lo hace, es recompensado por Dios. El poeta dice:
Siembra el bien, aunque no sea en el sitio en que corresponda; dondequiera que se siembre, nunca se pierde.
El bien, por más tiempo que transcurra, no lo recoge sino aquel que lo ha sembrado.»
La zorra replicó: «¡Oh, la más ignorante de las fieras y el más estúpido de los animales del país! ¿Has olvidado tu tiranía, tu altivez y tu soberbia? ¿Olvidas que nunca has tenido en cuenta las leyes de la convivencia ni aceptado el consejo del poeta?:
Cuando seas poderoso no cometas injusticias. El tirano se expone a la venganza.
Cuando tus ojos descansan, los del oprimido velan; ruega contra ti, y Dios no duerme».
El lobo añadió: «¡Zorra virtuosa! No me reprendas por mis culpas de lo pasado. El perdón es patrimonio de los generosos, y el hacer el bien constituye el mejor tesoro. ¡Cuán bellas son las palabras del poeta!:
Apresúrate a hacer el bien mientras puedas, pues no podrás hacerlo siempre».
El lobo siguió humillándose de este modo ante la zorra: «Quizá tú puedas hacer algo para salvarme de la muerte». «¡Lobo insidioso, pérfido y sin fe! No esperes salvación; éste es el castigo de los malvados: diente por diente.» Después, riéndose, recitó estos versos:
No te esfuerces en engañarme, pues nada has de obtener.
Lo que me pides es algo imposible: has sembrado viento y recoges tempestades.
El lobo insistió: «¡Oh, la más clemente de las fieras! ¡Te considero muy amiga mía para que puedas abandonarme en esta fosa!» Sus ojos derramaron abundantes lágrimas, y recitó estos versos:
¡Oh, aquel que me ha hecho más de un favor, cuyos dones no tienen fin!
Jamás me ha ocurrido una desventura sin que me hayas tendido la mano.
La zorra se cebó: «Estúpido enemigo, ¿cómo has podido llegar a ser humilde, vil y dócil, después de haber sido arrogante, soberbio, despótico y tirano? Era tu amiga por el temor que me inspiraba tu enemistad; si te adulaba no era de buen grado; ahora has caído en daño y desgracia». En seguida recitó estos versos:
¡Tú, que siempre has intentado engañar, has caído en tu propia trampa!
Prueba ahora el horror de la desgracia y permanece lejos del resto de los lobos.
El lobo redobló sus súplicas: «¡Oh, sabia! No me digas estas palabras ni me mires con esos ojos: sé fiel al pacto de amistad que tienes conmigo, antes de que pase el tiempo en que se puedan arreglar las cosas. Ve a buscar una cuerda: atas un cabo a un árbol, y el otro me lo echas para que pueda trepar por él y escapar de esta situación. En cambio, te daré todos mis tesoros». «Has hablado ya excesivamente de todo aquello que de nada te aprovecha. No esperes escapar; acuérdate de los malos tratos que me has dado, del engaño y de la perfidia que has usado conmigo, y que bastarían para hacerte lapidar. Comprende que tu alma está abandonando este mundo, que va a marcharse y que se aleja hacia la perdición y hacia la morada del mal.» El lobo insistió: «¡Buena zorra! ¡Disponte a volver a nuestra amistad, y no me guardes rencor! Sabe que aquel que salva un alma de la perdición, la devuelve a la vida, y quien la devuelve a la vida es como si hubiese hecho revivir a toda la gente. No utilices la opresión, la cual no es admitida por los sabios; y, ¡qué opresión más evidente que la de encontrarme en una fosa con el bocado de la muerte en la garganta, a punto de engullirlo, con la sima ante los ojos, mientras tú puedes salvarme de esta grave situación!» La zorra replicó: «¡Oh, malvado e injusto! Comparo la bondad de tus palabras y la maldad de tus actos, con el modo de comportarse el halcón con la perdiz». El lobo preguntó: «¿Qué le ocurrió al halcón con la perdiz?» La zorra explicó:
«Un día entré en una viña para comer unos racimos. Mientras estaba allí, observé que un halcón se abatía sobre una perdiz, pero ésta logró escapar y refugiarse en su nido, en donde se escondió. El halcón la siguió gritando: “¡Ignorante! Te he visto recorrer, hambrienta, el campo, y habiendo sentido compasión por ti, he recogido algunos granos a fin de dártelos para comer. Pero tú has huido de mí sin que yo sepa el porqué, tal vez porque no tienes hambre. Sal, coge el grano que te traigo y cómetelo a gusto”. La perdiz, al oír las palabras del halcón, las creyó y salió; el halcón la sujetó entonces con sus garras. La perdiz se quejó: “¿Es esto lo que has dicho que me traías del campo y lo que invitabas a comer a gusto? Has mentido: ¡haga Dios que la carne que de mí comas se transforme en veneno mortal en tu vientre!” Cuando el halcón se la hubo comido, perdió las plumas y la fuerza y murió.»
La zorra prosiguió: «Sabe, ¡oh lobo!, que aquel que cava una fosa para el propio hermano, cae pronto en ella. Tú has sido el primero en engañarme». «Deja ya de decir esas cosas, de citar proverbios y de recordarme las malas acciones que he hecho en lo pasado. Me basta considerar la mala situación en que me encuentro al haber caído en un abismo tal que conmovería al enemigo, y con más razón al amigo. Busca un medio con el que pueda salvarme, y sé mi socorro, aunque éste haya de fatigarte. El amigo debe estar dispuesto a soportar por el amigo las mayores fatigas y a correr los riesgos que sean necesarios para salvarlo. Se dice que el amigo que se compadece es mejor que un hermano uterino. Si te las ingenias para salvarme, te daré tantos instrumentos que tendrás un equipo completo; además te enseñaré los procedimientos más extraordinarios para penetrar en los viñedos más fértiles y para recoger los frutos de los árboles. ¡Tranquilízate y no tengas cuidado!» La zorra se echó a reír. «¡Qué bien han definido los sabios a aquellos que como tú son ignorantes!» «¿Qué han dicho los sabios?»
«Que aquel que tiene el cuerpo gordo, y fuerte contextura, está lejos de ser inteligente y muy cerca de la ignorancia. Pero tus palabras, malvado estúpido, de que un amigo soporta las fatigas para salvar a un amigo, son justas tal como las has dicho, pero con ellas has demostrado tu ignorancia y lo corto de tu entendimiento. ¿Cómo he de ser tu amigo, si tú eres un traidor? Tú me tienes por amigo, mientras yo te considero enemigo acérrimo. Estas palabras son peores que un flechazo, si es que tienes un poco de inteligencia. Respecto a eso de que me darás instrumentos en número tal que me obsequiarás con todo un equipo y de que me enseñarás tretas que me permitirán llegar a los más fértiles viñedos y cosechar los frutos en los árboles, ¿cómo lo has de poder hacer, pérfido burlador, si eres incapaz de encontrar un procedimiento que te salve de la muerte? Distas mucho de poderte ser útil, y yo estoy muy lejos de aceptar tu consejo. Si sabes alguna estratagema, ponía en práctica, en beneficio propio, para escapar de esta situación, de la cual yo ruego a Dios que no te saque. Fíjate bien, ignorante; si tienes algún medio, sálvate a ti mismo de la muerte antes de prodigar tus enseñanzas a los demás. Tú te pareces a aquel hombre que estando enfermo recibió la visita de otro que padecía la misma enfermedad y que le preguntó: “¿Quieres que te cure?” Le replicó: “¿Y por qué no te curas a ti primero?”, y, dejándolo de lado, se marchó. Tú, lobo, te hallas en la misma situación. Permanece donde estás y resígnate con lo que te ha ocurrido.»
Entonces comprendió el lobo que no podía esperar nada de la zorra. Se puso a llorar y exclamó: «¡Desconocía mi verdadera situación! Si Dios me salva de esta aflicción, me arrepentiré de haber oprimido a quien era más débil que yo; vestiré el hábito de asceta y me retiraré a una montaña para consagrarme a meditar en Dios (¡ensalzado sea!), a temer sus castigos y a vivir separado del resto de las fieras; daré de comer a los que se han consagrado a Dios y a los pobres». Siguió llorando y suspirando. El corazón de la zorra se compadeció al ver su humildad y oír sus palabras, pues denotaban arrepentimiento de su anterior orgullo e iniquidad. Llena de compasión, dio un salto de alegría y fue a colocarse al borde de la hoya. Después se sentó encima de sus pies, y su cola cayó en el interior de la fosa.
El lobo extendió en seguida sus manos, cogió la cola de la zorra y tiró de ella, haciéndole caer a su lado en la trampa. El lobo le dijo: «¡Zorra despiadada! ¿Cómo te has atrevido a injuriarme, siendo mi amiga y estando sometida a mi autoridad? Ahora has caído en la trampa, a mi lado, y voy a castigarte en seguida, Los sabios dicen: “Cuando uno de vosotros acusa a su hermano de haber sido amamantado por una perra, es que él también ha mamado de la misma”. ¡Cuán bellas son las palabras del poeta!:
Cuando el destino maltrata largo tiempo a unas gentes, cambia después de víctimas.
Di a aquellos que se alegran de nuestro mal: “¡Despertad! ¡Vais a correr la misma suerte!”»
Y prosiguió: «Debo apresurarme a matarte antes de que veas cómo muero». La zorra se dijo: «He caído junto a este tirano, y mi situación exige intrigas y engaños. Se dice que la mujer prepara sus joyas para el día de fiesta, y el proverbio aconseja: “Te guardo con cuidado, lágrima, para cuando me encuentre en un apuro”. Si no ideo una treta que me sirva ante esta fiera injusta, moriré sin remedio». Bien dice el poeta:
Vive con engaños, pues te encuentras en un siglo en el cual los hombres parecen leones de Bisa.
Haz girar en ruedo los canales de la astucia para que la muela de la vida vaya en tu favor.
Cosecha los frutos, y si éstos escapan de ti, conténtate con hierba seca.
Dijo al lobo: «No te des prisa en matarme, pues te arrepentirás, ¡oh noble fiera, fuerte y valiente! Si tienes paciencia y reflexionas en lo que te voy a narrar, sabrás qué es lo que me propongo. Pero si te apresuras a matarme, no obtendrás ninguna ventaja y moriremos juntos aquí». El lobo le respondió: «¡Embustera, falsa! ¿Qué es lo que esperas que sea nuestra salvación, para rogarme que aplace tu muerte? ¡Cuéntame qué es lo que te propones!» «He aquí mi propósito, por el cual no tienes que darme ninguna recompensa, pues he oído las promesas que has hecho espontáneamente, y cómo has reconocido el daño hecho en lo pasado y por el cual estás triste, arrepentido y dispuesto a hacer el bien. He oído que si te salvas deseas no volver a dañar a los amigos ni a nadie; que dejarás de comer uva y frutas; que te consagrarás a la humildad; que te cortarás las uñas, te arrancarás los caninos y vestirás la túnica de lana propia de los ascetas; que frecuentarás la amistad de los amigos de Dios (¡ensalzado sea!).
»Me he compadecido de ti a pesar de que deseaba tu muerte. En cuanto he oído tu arrepentimiento y he visto los votos que hacías suponiendo que Dios te salvara, he decidido librarte de la situación en que te encuentras; por eso he alargado mi cola para que te colgases de ella y te salvases, pero tú no has abandonado la violencia y la tiranía que te son habituales, y, prescindiendo de buscar tu salvación y tu salud gracias a la bondad, me has dado una sacudida tal, que yo he creído que el alma me iba a abandonar. Ahora estamos los dos en poder de la destrucción y de la muerte: sólo nos puede salvar una cosa: si la aceptas, nos salvaremos los dos, pero después de esto será necesario que tú te ajustes a los votos hechos, y yo seré tu compañera.»
El lobo preguntó: «¿Qué es lo que he de aceptar?» «Ponte de pie: yo me subiré encima de tu cabeza y llegaré cerca de la superficie del suelo. Una vez esté fuera, iré a buscar algo de lo que te puedas colgar, para salvarte.» El lobo replicó: «No tengo confianza en lo que dices. Los sabios aseguran: “Quien emplea la confianza en vez de la hostilidad, comete una falta; quien confía en quien no es digno, es un iluso; quien pone a prueba lo que ha sido probado, se arrepiente; quien no sabe distinguir entre las distintas situaciones sin valorar cada una según se debe, equiparándolas todas, tiene poca suerte y muchas desgracias”. ¡Qué bellas son las palabras del poeta!:
Piensa siempre mal; el pensar mal es la mejor prudencia.
El pensar bien y el hacer el bien han conducido al hombre a la ruina.
»Otro poeta escribió:
Piensa siempre en el mal y te salvarás: quien vive con los ojos abiertos sufre pocas desgracias.
Acoge al enemigo con la faz sonriente, pero ten siempre en tu interior un ejército preparado para combatirlo.
»Y otro afirma:
Aquel en que más confías es tu peor enemigo. Ten cuidado con los hombres: son hipócritas con sus amigos.
El pensar bien de las cosas es estúpido: piensa mal y témelas».
La zorra replicó: «El pensar mal no siempre es loable, pero el pensar bien constituye un signo de perfección y trae como consecuencia la salvación de los peligros. ¡Lobo! Es necesario que te ingenies para conseguir escapar de la situación en que estamos los dos: es mejor que ambos nos salvemos, a que encontremos nuestra muerte. Deja de pensar mal y de odiarme. Si me haces un favor, podré hacer dos cosas: o traerte algo por donde puedas encaramarte y salvarte de la situación en que estás, o bien traicionarte, escapando sola, y abandonarte; pero esto último no podré hacerlo, pues yo no estoy segura de que no me vaya a ocurrir algo semejante a lo que te ocurre, lo cual sería el justo castigo a mí traición. Se dice en el refrán: “¡Cuán buena es la fidelidad, y cuán mala es la traición!” Debes confiar en mí, y yo no desconoceré las vicisitudes de la época. No retrases el poner en práctica nuestro modo de escapar, pues tenemos poco tiempo para hablar en demasía».
El lobo replicó: «Confío muy poco en tu fidelidad. He comprendido lo que hay en tu interior, o sea, que querías salvarme al darte cuenta de mi arrepentimiento. Por eso me he dicho: “Realmente, si es cierto lo que asegura reparará el daño hecho; si es falso, Dios la castigará”. Acepto lo que me propones: si me traicionas, esa misma traición será la causa de tu muerte». El lobo se irguió en la hoya, y la zorra trepó por su espalda hasta llegar casi a la superficie del suelo. Entonces brincó desde la espalda del lobo, puso los pies fuera y cayó desmayada. El lobo le dijo: «¡Amiga! No te descuides de mí y no tardes en liberarme». La zorra estalló en una carcajada y respondió: «¡Iluso! Me ha hecho caer en tus manos el haberme burlado de ti y el haberte tomado a broma, ya que al oír cómo te arrepentías me ha invadido la alegría, me he emocionado y me he puesto a bailar, dejando que mi cola colgase en el interior de la hoya; tú has aprovechado esto para darme un tirón y hacerme caer a tu lado. Dios (¡ensalzado sea!) me ha permitido escapar, y ahora, ¿por qué no he de ayudar a tu muerte, ya que perteneces al bando del demonio?
»Sabe que ayer soñé que estaba bailando en una boda. Referí un sueño al oniromántico, quien me dijo: “Caerás en un precipicio, pero te salvarás”. Ahora he comprendido que el haber caído en tu poder y el haber escapado constituye la interpretación correcta de mi sueño. Date cuenta, iluso, de que soy tu enemigo: ¿cómo puedes esperar, con tu juicio y tu ignorancia, que yo te salve después de haberte hecho oír mis palabras? ¿Cómo he de afanarme en tu salvación cuando los sabios han dicho: “La muerte del libertino es un descanso para la gente, y constituye la purificación de la tierra”? Si no temiese que el ser fiel me iba a hacer más daño que el ser traidor, me las ingeniaría para salvarte». El lobo se mordió las manos de arrepentimiento.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cincuenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego le habló con palabras amables, ya que no podía hacer menos, mientras decía en voz baja: «Vosotras, la comunidad de las zorras, sois las gentes de más dulces palabras y las que mejores enredos hacéis. Pero no todos los momentos son apropiados para el juego y la broma». La zorra le dijo: «¡Ignorante! La broma tiene unos límites, que su autor no traspasa. No creas que Dios va a hacer posible que vuelvas a apoderarte de mí después de haberme salvado de tus manos». El lobo replicó: «Tú eres la más fuerte. Te ruego que me saques, en nombre de la antigua hermandad y amistad que existe entre los dos. Si me libertas, no me quedará más remedio que darte una gran recompensa». «Los sabios dicen: “No hay que hermanarse con el ignorante inicuo, pues éste te dañará sin hacer nada que te favorezca; tampoco hay que hermanarse con el embustero, pues éste, si tú obras bien, calla, y si obras mal, lo divulga”. Y añaden: “Se puede escapar de todo menos de la muerte; todo se puede arreglar menos los malos instintos; todo puede evitarse menos el destino”.
»En cuanto a la recompensa que estimas es tu deber concederme, yo te comparo con la serpiente que huía del encantador. Un hombre, al verla asustada, le preguntó: “¿Qué te ocurre, serpiente?” “Huyo del encantador que me persigue. Si tú me salvas y me ocultas, no me quedará más remedio que darte una recompensa y tratarte bien.” El hombre la cogió, esperando obtener el pago y recibir la recompensa, y se la metió en el bolsillo. Mas tan pronto como hubo pasado el encantador, desaparecieron las causas que la asustaban. El hombre le preguntó: “¿Dónde está la recompensa? Yo te he salvado de lo que tú temías y de lo que te asustabas”. “Dime en cuál de tus miembros he de picarte. Ya sabes que nosotras nunca negamos esta recompensa.” En seguida le mordió, y a consecuencia de ello falleció el hombre. Tú, ignorante, estás en la misma situación que aquella serpiente respecto al hombre. ¿No conoces acaso las palabras del poeta?:
No te fíes del hombre cuyo corazón has encendido de ira, aunque te parezca que ya ha pasado.
Las serpientes, que al tacto te parecen agradables, esconden en sí veneno mortal.»
El lobo replicó: «¡Oh, animal elocuente! ¡Oh, rostro hermoso! No pretendas ignorar mi situación ni el temor que inspiro a los hombres. Sabes que asalto las fortalezas y que arranco los viñedos. Haz lo que te mando y pórtate conmigo como el siervo delante de su amo». «¡Tonto, ignorante! ¡Hablas en vano! Me maravillo de tu estulticia y de la dureza de tu rostro. ¿Te atreves a mandarme que te sirva y que me ponga a tu disposición como si fuese un siervo? Vas a ver en seguida cómo te rompen la cabeza a pedradas y cómo caen tus dientes traidores.»
La zorra corrió a situarse sobre una colina que dominaba la viña, y empezó a ulular para llamar la atención de sus dueños. Éstos corrieron hacia ella. La zorra aguardó a que estuvieran cerca de ella y de la hoya en que estaba el lobo, y en seguida se dio a la fuga. Los dueños de la viña miraron la trampa, y en cuanto vieron al lobo empezaron a tirarle grandes piedras. Con maderas y lanzas lo remataron, y luego se fueron. La zorra volvió al lado de la fosa y vio que el lobo había expirado. Entonces, de alegría, movió la cabeza y recitó estos versos:
El destino ha recogido el alma del lobo. ¡Lejos, muy lejos está esa alma que ha llegado a su fin!
¡Cuánto te esforzaste, lobo, en conseguir mi ruina! Ésta te ha alcanzado hoy a ti.
Has caído en una fosa que nadie había previsto. En ella, el viento de la muerte constituía un vendaval.
Después la zorra abandonó la viña, tranquila y sin temer ningún daño. Ésta es la historia del lobo y de la zorra.
Se dice que un ratón y una comadreja vivían en la habitación de un hombre muy pobre. Uno de sus amigos se puso enfermo, y el médico le recetó sésamo descortezado. El enfermo dio al pobre una cierta cantidad de sésamo para que lo pelase. Éste, a su vez, lo entregó a su mujer para que lo descortezara, y así lo hizo y lo preparó. La comadreja, al ver el sésamo, se acercó a él, y durante todo el día lo fue transportando, poco a poco, a su guarida, en la cual metió una gran parte. La mujer se dio cuenta de que faltaba mucho sésamo. Entonces se sentó para observar quién se lo llevaba y averiguar así la causa de su disminución. La comadreja salió como tenía por costumbre para llevarse un poco. Vio a la mujer, que estaba sentada, y se dijo: “Este asunto va a tener malas consecuencias. Me temo que esa mujer me está observando. La suerte no acompaña a quien no prevé las consecuencias. Tengo que hacer algo bueno para demostrar que soy inocente de todo el mal que he hecho». Entonces empezó a transportar hacia la habitación el sésamo que tenía escondido en su covacha.
La mujer, al ver lo que hacía, se dijo: «Este bicho no puede ser el causante de la desaparición, ya que lo está sacando del lugar en que lo han escondido y lo pone junto al que aún quedaba. Nos está haciendo un favor al devolvernos el sésamo; quien hace el bien, merece ser recompensado con el bien. Éste no es quien hace desaparecer el sésamo. Seguiré vigilándolo para ver qué es lo que pasa y quién es el ladrón». La comadreja se dio cuenta de lo que pensaba la mujer. Fue en busca del ratón y le dijo: «¡Hermano! Quien no cultiva la buena vecindad y la amistad, no consigue ningún bien». El ratón contestó: «Cierto es lo que dices, buen amigo; yo me honro con tu vecindad; mas ¿por qué dices esto?» «Porque el dueño de la casa ha traído sésamo, del que han comido él y su familia hasta hartarse, y han dejado las sobras. Todos los animales están cogiendo de él. Coge tú también, pues tienes más derecho que los demás.»
El ratón se alegró de ello y empezó a bailar y a jugar con la cola, pues sentía pasión por el sésamo. Se levantó, salió de su morada y vio el sésamo descortezado, que brillaba de blanco, mientras la mujer lo contemplaba. El ratón, sin pensar en las consecuencias de este acto —la mujer tenía un palo en la mano—, sin poderse dominar, se lanzó corriendo sobre el sésamo, lo separó y empezó a comer. La mujer le dio un golpe con el bastón y le rompió la cabeza: la glotonería y el no haber tenido en cuenta sus consecuencias habían sido causa de su muerte.
El rey dijo:
—¡Por Dios, Sahrazad! Esta historia es muy buena. ¿Sabes alguna que haga referencia a lo hermosa que es la amistad, al modo de conservarla en los momentos difíciles y cómo evitar que se extinga?
Contestó ella:
—Sí. Me he enterado de que un cuervo y un gato montés eran muy amigos. Un día, mientras estaban juntos al pie de un árbol, según su costumbre, vieron que un tigre se dirigía hacia el sitio en que ellos estaban. Cuando lo distinguieron estaba ya muy cerca. El cuervo voló a la copa, mientras el gato se quedó perplejo. Dijo al cuervo: «¡Amigo! ¿Tienes algún medio de salvarme, de acuerdo con lo que se puede esperar de ti?» El cuervo contestó: «Por lo pronto, en los momentos de necesidad se recurre a los amigos. ¡Cuán bellas son las palabras del poeta!:
El verdadero amigo es el que está a tu lado, que se perjudica a sí mismo con tal de ayudarte.
Aquel que sacrifica su tranquilidad con tal de auxiliarte, cuando las vicisitudes del tiempo te afligen».
Cerca del árbol había unos pastores con sus perros. El cuervo se dirigió volando —casi golpeaba el suelo con sus alas— en aquella dirección: graznaba y gritaba. Se acercaba a ellos, golpeaba con sus alas la faz de los perros y remontaba un poco el vuelo. Los cuadrúpedos se lanzaron en su persecución. El pastor, al levantar la cabeza y ver un pájaro que volaba a ras del suelo, a punto de caer, lanzóse también en pos de él. Entretanto, el cuervo sólo se remontaba para escapar de los perros, pero luego volvía a descender, incitándolos a que se apoderasen de él; obró de esta manera hasta llegar al pie del árbol bajo el cual estaba el tigre. Los perros, al ver a éste, lo atacaron y lo pusieron en fuga, cuando ya estaba seguro de que iba a apoderarse del gato montés. Este, pues, se salvó gracias a la astucia de su amigo el cuervo. Te he referido este hecho, ¡oh rey!, para que sepas que la amistad de los amigos sinceros puede salvar de los peligros.
Se refiere que una zorra tenía su guarida en un monte. Cada vez que daba a luz un hijo y éste crecía, lo devoraba, pues sufría mucha hambre; si no se comía a su cachorro, no se le aplacaba el hambre. Un cuervo tenía por costumbre refugiarse en la cima de aquella montaña. La zorra se dijo: «He de trabar amistad con este cuervo para que sea mi compañero en esta soledad, con lo cual me ayudará a buscar el alimento, ya que él puede hacer cosas que para mí son imposibles». La zorra se fue acercando al ave hasta llegar a un punto desde el cual pudiese hacer oír su voz. Lo saludó y le dijo: «¡Vecino mío! El musulmán que tiene por vecino a otro musulmán, posee sobre él dos derechos: el de vecindad y el de tener la misma fe. Tú eres mi vecino, y por tanto tienes sobre mí un derecho que ha de ser respetado, y muy especialmente si consideramos el mucho tiempo que dura nuestra compañía; mi pecho se siente atraído hacia ti, y esto me lleva a tratarte con cortesía y me impulsa a buscar tu amistad. ¿Qué me contestas?»
Replicó el cuervo: «Sabe que las mejores palabras son las más sinceras. Muchas veces dices con la lengua lo que no tienes en el corazón. Sospecho que tu amistad sólo se refleja en las palabras, mientras que tu corazón está lleno de, odio, ya que tú eres quien come, y yo soy el comido. Por tanto, hemos de diferenciarnos en el cariño, y nuestras relaciones no pueden ser recíprocas. ¿Qué te mueve a pedir lo que no puedes alcanzar, y a buscar lo que no has de conseguir? Tú perteneces a las fieras, y yo a las aves. Por consiguiente, esta amistad no puede ser verdadera». La zorra replicó: «Quien sabe el lugar en el que puede encontrar a los amigos, se preocupa de elegir bien entre ellos, con la esperanza de alcanzar las ventajas de la amistad. Me place tu vecindad, y he resuelto ser tu amiga para que nos ayudemos mutuamente en la consecución de nuestros fines y hacer que nuestra amistad sea útil. Sé varias historias acerca de la verdadera amistad. Si quieres, te las contaré». «Te permito que me las cuentes. Refiéremelas para que pueda darme cuenta de la moraleja que encierran.» La zorra refirió:
«Oye, amigo mío, lo que te voy a explicar acerca de una pulga y de un ratón, y que viene en apoyo de lo que te he dicho.» «Empieza, pues.» «Aseguran que un ratón vivía en la casa de un comerciante muy rico. Una noche, la pulga se refugió en la cama del comerciante. Como estaba sedienta, al ver aquel cuerpo bebió su sangre. El comerciante, al sentir el picor de la pulga, se despertó, se sentó y llamó a sus servidores. Éstos corrieron a su lado, se remangaron y empezaron a buscar al insecto. La pulga, al darse cuenta de que la buscaban, emprendió la fuga, y al encontrar la guarida del ratón se metió en ella. El ratón, al verla, preguntó: “¿Qué te hace entrar en mi casa, no siendo ni de mi naturaleza ni de mi misma especie, con lo que te expones a que te maltrate y te castigue?” La pulga replicó: “He llegado a tu casa huyendo de la muerte. Vengo a pedirte refugio. No hay nada en tu casa que yo ambicione; no te causaré ningún perjuicio que te obligue a salir. Sólo espero poder recompensarte por tus favores, y no te arrepentirás por hacerme caso”. El ratón, al oír las palabras de la pulga…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cincuenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la zorra continuó diciendo: «… el ratón] contestó: “Si las cosas son tal como dices, tranquilízate, pues aquí no te ocurrirá nada desagradable; todo lo que encuentres te alegrará, y no te pasará nada que a mí no me suceda, pues yo te concedo mi amistad. No te arrepientas de haber bebido la sangre del comerciante ni te entristezcas por haberte alimentado con ella. Conténtate con lo que la vida te da de comer, pues esto te aprovechará más. Oí recitar a un predicador los siguientes versos:
He seguido la vía de la temperancia y del ascetismo; he vivido la vida tal como venía:
Con un pedazo de pan, un sorbo de agua, sal de grano y con un harapo como vestido.
Estoy contento si Dios me permite vivir con desahogo, y si no, me contento con lo que me da”.
»La pulga dijo entonces: “¡Hermano mío! He oído tus consejos y me siento inclinada a obedecerte; no puedo contradecirte, pues mi vida depende de esta buena intención”. “Para una buena amistad, basta con la sinceridad de intención.” Ambos concluyeron un pacto de amistad, después del cual la pulga acudía al lecho del comerciante, sin excederse nunca en la consecución de su subsistencia, y de día se refugiaba en la guarida del ratón.
»Cierta noche el comerciante llegó a su casa con mucho dinero y empezó a manosearlo. El ratón, al oír el ruido, asomó un poco la cabeza y lo estuvo contemplando hasta el momento en que el hombre lo colocó debajo de su almohada y se durmió. El ratón dijo a la pulga: “¡Fíjate qué ocasión y qué suerte más grande! ¿Serías capaz de encontrar un medio que me permitiera alcanzar mi deseo, o sea, apoderarme de esos dinares?” “Quien se propone algo, debe ser capaz de alcanzarlo, pues si no lo alcanza se expone a caer en peligro; si es débil, no logrará su objeto aunque tenga una gran astucia. Es lo mismo que ocurre con el pájaro que, cuando trata de coger los granos, cae en la red del cazador; tú no tienes fuerza suficiente para coger los dinares, y yo menos, pues soy incapaz de arrastrar uno solo. No pienses en ello.” El ratón insistió: “He abierto en mi covacha setenta caminos, por los cuales puedo salir cuando me place, y tengo mis reservas en lugar seguro. Por esto, si tú haces salir al comerciante, por cualquier medio, de la habitación, yo estoy seguro del éxito, siempre que me asista la fortuna”
»La pulga se comprometió a expulsar al comerciante, para lo cual se dirigió al lecho, picó al hombre de un modo más fuerte que nunca, y luego corrió a refugiarse en un lugar en el que quedaba a salvo de las iras del comerciante. Éste, que nunca había sido picado con tanta fuerza, se despertó y empezó a buscar inútilmente a la pulga. Se puso a dormir del otro costado, pero la pulga volvió a picarle de un modo más fuerte que la vez anterior. El hombre, intranquilo, abandonó el lecho y se fue a acostar sobre un banco que había cerca de la puerta de su casa; en él durmió, sin despertarse, hasta la mañana. Entretanto, el ratón se había ido llevando todos los dinares. A la mañana siguiente, el comerciante acusó a los criados e hizo mil conjeturas».
La zorra habló así al cuervo: «Si te digo estas palabras, cuervo perspicaz, sabio e inteligente, es para que alcances la recompensa de tus favores, del mismo modo que el ratón fue recompensado por los que había hecho a la pulga. Fíjate cómo ésta le pagó y lo recompensó espléndidamente». El cuervo replicó: «El hacer el bien depende de la voluntad del benefactor; el hacer un favor al que lo pide con segunda intención no es obligatorio. Si te tratase bien a ti, a ti, que eres mi enemigo, obraría contra mis propios intereses. Tú, zorra, eres astuta y hábil, y quien es astuto y malintencionado no es fiel a los pactos; y quien no es fiel a los pactos, no es digno de confianza. Hace poco me enteré de que traicionaste a tu amigo el lobo, y de que, mediante tretas y astucias, lograste que lo mataran. Obraste con él de este modo, no obstante ser de tu misma especie; y a pesar de que era tu compañero desde hacía mucho, no tuviste compasión de él. ¿Cómo he de tener confianza en tu consejo? Si has hecho una cosa tal con tu semejante, ¿qué no harás con tu enemigo, que es de distinta especie? Tus relaciones conmigo son semejantes a las del sacre con los pájaros». La zorra preguntó: «¿Qué le ocurrió al sacre con los pájaros?»
El cuervo refirió: «Aseguran que un sacre era siránico e injusto».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche ciento cincuenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el cuervo continuó diciendo:] «En los tiempos de su juventud le temían todas las fieras de la tierra y del aire, pues nadie escapaba a sus exacciones. Hay muchas historias que hacen referencia a su injusticia y a su maldad. Lo que más le interesaba era causar daño a los restantes pájaros. Transcurrieron los años, se debilitó, padeció hambre, tuvo que esforzarse cada vez más en conseguir su sustento y decidió reunirse con la comunidad de los pájaros para comer sus sobras. Después de haber abusado de su fuerza y poder, se alimentó gracias a la astucia. Tú, zorra, haces lo mismo: has perdido tus fuerzas, pero no así tu astucia. No me cabe la menor duda de que buscas mi amistad como una artimaña con la que compensar la fuerza que ya no tienes; pero yo no soy de los que ponen su mano junto a la tuya, ya que Dios me ha dado unas alas fuertes, ha hecho prudente mi alma y penetrantes mis ojos; sabe que aquel que intenta parecerse al que es más fuerte que él, se cansa inútilmente, y en ocasiones perece. Temo que si pretendes parecerte a aquel que es más fuerte que tú, te ocurra lo mismo que sucedió al pájaro». «¿Qué le sucedió? Te conjuro a que me lo cuentes.»