—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el criado le contestó:] «Ni lo he oído ni lo conozco, y todas las gentes están durmiendo». Ella insistió: «Aquel a quien encuentres despierto es el que recita los versos». Salió a buscarlo, pero no encontró despierto más que al fogonero, ya que Daw al-Makán aún estaba desmayado. El fogonero, al ver al criado de pie a su lado, se asustó. El criado le preguntó: «¿Eres tú el que ha recitado los versos? Nuestra señora te ha oído». El fogonero creyó que la señora se había molestado al escucharlos. Asustado, contestó: «¡Por Dios! Yo no he sido». «¿Quién ha recitado los versos? ¡Muéstramelo! Debes conocerlo ya que estabas despierto.

»El fogonero temió que ocurriese algo a Daw al-Makán y se dijo: «Tal vez el criado pueda perjudicarlo de alguna manera». Respondió: «No lo conozco.» «¡Por Dios que mientes! Aquí estás tú solo y tú lo conoces.» «Te voy a decir la verdad. Ha recitado, los versos un hombre que ha cruzado el camino; me ha asustado y me ha puesto nervioso. ¡Dios lo castigue!» El criado le dijo: «Si lo reconoces, muéstramelo; lo cogeré y lo llevaré ante la puerta de la tienda en que está nuestra señora, o cógelo tú por tu propia mano». «Vete, que ya te lo llevaré.»

El criado lo dejó, se marchó, entró a ver a su señora y la informó de lo ocurrido diciendo: «Nadie lo conoce, ya que se trataba de un caminante». Ella se calló.

Daw al-Makán, al volver en sí, vio que la luna había llegado a la mitad del cielo y aspiró la brisa matutina. La nostalgia y la pena hicieron presa en su corazón. Su voz se aclaró y quiso recitar. El leñador le dijo: «¿Qué es lo que quieres hacer?» «Recitar algunos versos para apagar la llama de mi corazón.» «¿No sabes lo que me ha ocurrido y que sólo he escapado de la muerte gracias a haber tranquilizado al criado?» Daw al-Makán preguntó: «¿Qué ha ocurrido? Cuéntamelo». «Señor: mientras tú estabas desmayado ha venido el criado armado con un bastón de almendro muy largo; iba mirando la cara de la gente que dormía, en busca de aquel que había recitado los versos; no ha encontrado más persona despierta que a mí. Me ha interrogado y le he dicho que había sido un caminante. Se ha marchado y Dios me ha salvado, pues de lo contrario me hubiera matado. Me ha dicho que si lo volvía a oír otra vez que se lo entregase.»

Al oír Daw al-Makán esto se puso a llorar y dijo: «¿Quién va a impedir que yo recite versos? Los recitaré pase lo que pase; estoy cerca de mi país y no me preocupo por nadie». El fogonero le dijo: «Tú buscas tu propia muerte». «He de recitar.» «Aquí nos separamos a pesar de que mi intención era la de no abandonarte hasta llegar a tu ciudad, reuniéndote con tu padre y con tu madre. Has estado conmigo un año y medio y jamás he hecho nada que pudiera perjudicarte. ¿Por qué te empeñas en recitar versos cuando estamos muertos por la fatiga del camino y del insomnio? La gente está ya echada, descansando del cansancio, y tiene necesidad de dormir.»

Daw al-Makán insistió y conmovido por la nostalgia reveló sus secretos y empezó a recitar estos versos:

Permanece cerca de las casas y saluda las mansiones semiderruidas. Llama, pues tal vez te contesten.

Si te angustia la soledad de la noche, enciende con el deseo un fuego que alumbre las tinieblas.

Si el áspid de su barba pica, no es maravilla que me inflija heridas cuando yo recojo la rosa de sus labios.

¡Oh, paraíso del cual el alma se ha apartado por la fuerza! Si no hubiese sido por el consuelo que da el pensar en la vida eterna, hubiese muerto de dolor.

Recitó además estos dos versos:

Vivimos en un pasado cuyos días eran nuestros servidores; estábamos juntos en el más bello de los lugares.

¿Quién me devolverá a la casa en que estaban mis amigos, en que estaban Daw al-Makán y Nuzhat al-Zamán?

Terminados estos versos dio tres gritos y cayó desmayado. El fogonero se incorporó y lo cubrió con su manto.

Cuando Nuzhat al-Zamán oyó recitar los versos en que aparecía su propio nombre junto al de su hermano, cuando comprendió las alusiones a ambos, se puso a llorar, llamó al criado y le dijo: «¡Ay de ti! El mismo que antes recitó los versos ha vuelto a recitar por segunda vez. Lo he oído muy cerca de mí. ¡Por Dios! Si no me lo traes me quejaré de ti al chambelán, que te apaleará y te despedirá. Toma estos cien dinares y dáselos; pero acompáñalo hasta aquí. Si se niega, entrégale esta bolsa que contiene mil dinares, y si aun así se niega, déjalo, pero entérate de dónde vive, cuál es su oficio y de qué país procede. Vuelve en seguida».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el criado salió y empezó a mirar a las gentes haciendo ruido al cruzar entre ellas. Pero todos dormían y no encontró a nadie despierto. Llegó junto al fogonero y vio que estaba sentado y con la cabeza descubierta. Se acercó a él y lo cogió de la mano. Le dijo: «Tú eres el que recita los versos». Temiendo por su vida, respondió: «¡No, por Dios, almocadén, no soy yo!» «No te soltaré hasta que me muestres quién es el que los ha recitado, ya que sólo puedo volver delante de mi señora en su compañía.»

Al oír el fogonero las palabras del criado temió que pudiese ocurrir una desgracia a Daw al-Makán. Se puso a llorar a lágrima viva y le dijo: «¡Por Dios! Yo no he sido. He oído que un hombre cruzaba el camino recitando versos. No te conviertas en culpable por mi causa, ya que soy extranjero y vengo de Jerusalén». «Bueno; acompáñame a ver a mi señora y cuéntaselo con tu propia boca. Yo no he visto a nadie más despierto.» El fogonero respondió: «¿No has vuelto y me has encontrado en el lugar en que estaba? Tú sabes dónde estoy y nadie puede moverse de su lugar sin que la guardia lo detenga. Regresa a tu puesto, y si de ahora en adelante oyes que alguien recita algún verso, lejos o cerca, puedes estar seguro de que yo seré el único capaz de reconocerlo». Besó la cabeza del criado y lo convenció.

El criado lo dejó, pero temiendo volver ante su señora sin nada positivo, dio un pequeño rodeo y se ocultó en un lugar cercano del que ocupaba el fogonero. Éste se dirigió a Daw al-Makán, lo sacudió y le dijo: «Incorpórate y siéntate: voy a contarte lo ocurrido». Le contó lo sucedido, pero le respondió: «Déjame, pues nadie me importa, ya que estoy cerca de mi país». El fogonero replicó: «¿Por qué quieras seguir tus caprichos sin temer a nadie mientras yo me preocupo por los dos? ¡Por Dios! No recites ni un verso más hasta que hayas llegado a tu ciudad; yo no creía que fueses tan testarudo. ¿No has oído que la mujer del chambelán quiere castigarte, ya que la pones nerviosa? Parece ser que está enferma o cansada del viaje y ha enviado varias veces al criado a buscarte». Daw al-Makán no contestó al leñador, sino que recitó por tercera vez, con todas sus fuerzas, estos versos:

Me he despreocupado de los censores, pues sus quejas me molestan.

Me reprendían sin darse cuenta de que me incitaban aún más.

Los calumniadores han dicho: «Has olvidado». He contestado: «¡Por amor a la patria!»

Han dicho: «¡Cuán grande es!» He contestado: «¡Cuán enamorado estoy!»

Han dicho: «¡Cuán elevado es!» He contestado: «¡A qué extremo he llegado!»

Evito el apartarme del amado a pesar de que he tenido que apurar la copa de la aflicción.

No he hecho caso del censor que me calumnia por mi amor.

El criado, que estaba escondido, lo oía. Apenas hubo terminado los versos, el criado se abalanzó sobre él. El fogonero, al verlo, huyó y se detuvo a lo lejos para ver lo que ocurría. El criado dijo: «La paz sea sobre ti, señor». «Y sean, sobre ti, la paz, la misericordia y la bendición de Dios.» El criado añadió…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el criado dijo: ] «Esta noche he venido a buscarte tres veces, ya que mi señora te manda llamar». «¿Y quién es esa perra que me manda llamar? ¡Dios la confunda, así como a su marido!» Empezó a insultar al criado, mientras que éste no se atrevía a contestarle, ya que su señora le había recomendado que lo llevase de buen grado y que le diese los cien dinares si no quería acompañarlo. El criado lo trató suavemente y le dijo: «¡Hijo! No he cometido contigo ninguna indelicadeza y no intento obligarte. El único propósito que tengo es que vengas, por tus nobles pasos, a ver a nuestra señora y que después te marches contento y satisfecho; además, tenemos una buena noticia para ti». Al oír estas palabras se puso de pie y pasó entre la gente.

El fogonero lo seguía sin perderlo de vista y se decía: «¡Pobre joven! Mañana lo ahorcarán». El fogonero lo siguió hasta llegar cerca del lugar en que ellos estaban. Entonces pensó: «Sería una vileza si dijese que he sido yo quien le ha invitado a recitar los versos». Esto es lo que hace referencia al fogonero.

He aquí lo que se refiere a Daw al-Makán: siguió andando al lado del criado hasta llegar al lugar en que estaba la tienda. El criado se presentó a Nuzhat al-Zamán y le dijo: «Vengo acompañado de aquel que tú querías. Es un joven de buen aspecto sobre el que se notan huellas de un pasado bienestar». Al oír esto su corazón palpitó. Le dijo: «Mándale que recite algunos versos para que lo oiga de cerca. Después, pregúntale cómo se llama y de qué país es». El criado salió y le dijo: «Recita algunos versos para que mi señora te oiga, pues ella está aquí, muy cerca de ti. Dime de qué país eres y en qué situación te encuentras». «De buen grado. Pero ya que has preguntado por mi nombre he de decirte que se ha borrado, que sus trazas han desaparecido y que mi cuerpo está consunto. Mi historia es tal que podría escribirse con agujas en los lagrimales de los ojos. Estoy como el borracho que, habiendo bebido en demasía, ha sido vencido por las desgracias y está fuera de sí, aturdido y sumergido en un mar de preocupaciones.»

Cuando Nuzhat al-Zamán oyó estas palabras, lloró y gimió amargamente. Dijo al criado: «Pregúntale si ha perdido a alguien que amaba, por ejemplo a su madre o a su padre». El criado preguntó lo que Nuzhat al-Zamán le encargaba. Daw al-Makán contestó: «Sí; me he separado de todos, pero aquella que me era más cara, mi hermana, me la arrebató el destino». Al oír estas palabras, Nuzhat al-Zamán exclamó: «¡Dios lo reúna con aquella a quien ama!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que dijo al criado: «Pídele que nos deje oír algunos versos en que haya alusiones a los dolores de la separación». El criado transmitió lo que su señora mandaba. Daw al-Makán suspiró y recitó estos versos:

¡Ojalá supiesen qué corazón señorean!

¡Ojalá supiese mi corazón qué sendero han recorrido!

¿Vivirán aún? ¿Habrán muerto?

Los amantes viven perplejos y confusos de amor.

Recitó también estos versos:

¡Ay, qué cerca estuvimos y hoy qué lejos!

Al tiempo delicioso de las citas la desunión durísima sucede.

Nos separó la Suerte, y no hay rocío que humedezca, resecas de deseo, mis ardientes entrañas; pero, en cambio, de llanto mis pupilas se saturan.

Al vernos escanciar copa de amores, despechados, los émulos hacían votos por nuestro mal, y la Fortuna,

«Así se cumpla», decretó impasible.

Quién decirle podrá que aquellas horas, que me hacían reír alegremente, ahora me hacen llorar porque está lejos.

¡Oh, eterno paraíso cuyo río, cuyo loto dulcísimo he trocado por fruta del infierno y pus hediondo![59]

Lloró copiosamente y siguió con estos versos:

¡Hago voto a Dios de que si regreso a mi patria y en ella encuentro a mi hermana Nuzhat al-Zamán

no he de malgastar mi tiempo en la vida muelle, entre hermosas mujeres,

escuchando el laúd cuyos cantos impresionan y vaciando la copa de la hija de la vida,

sorbiendo los labios rojos de una bella de largas pestañas en la orilla del riachuelo que atraviesa el jardín!

Cuando hubo terminado sus versos y Nuzhat al-Zamán los hubo escuchado, ésta levantó el limbo de la cortina de la litera para verlo. Cuando sus ojos se fijaron en la cara y lo hubo reconocido sin duda ninguna, gritó: «¡Hermano! ¡Daw al-Makán!» Éste levantó sus ojos hacia ella, la reconoció y gritó: «¡Hermana! ¡Nuzhat al-Zamán!» Ella se lanzó a su encuentro, él la recogió en sus brazos y cayeron los dos desmayados. El criado, al verlos en aquella situación, se quedó admirado de lo que les había ocurrido, los tapó con un tapiz y esperó a que volviesen en sí. Al reponerse, Nuzhat al-Zamán se alegró enormemente y desaparecieron sus penas y pesares; se puso muy contenta y recitó estos versos:

El destino había jurado que mis penas no cesarían. ¡Has faltado a tu juramento, oh tiempo! ¡Paga la indemnización!

La felicidad es completa y el amigo está a mi lado. ¡Corre a buscar toda clase de alegría!

Jamás creí que el cuello del amado fuese un paraíso hasta haber encontrado el Kawtar en sus labios rojos.

Al oír esto, Daw al-Makán estrechó a su hermana contra el pecho y dejó correr las lágrimas por los ojos embargado de alegría. Recitó estos versos:

Las lágrimas han inundado mis párpados de tanto como he sentido nuestra separación.

He hecho voto de que si el tiempo volvía a reunimos no volvería a pronunciar con mi lengua la palabra «separación». La alegría me embarga hasta el extremo de que, por lo mucha que es, me hace llorar.

¡Oh, ojos! Las lágrimas ya son para vosotros una costumbre tal que lloráis de alegría y de tristeza.

Se sentaron un rato a la puerta del palanquín. Después ella dijo: «Ven, entra en el palanquín, cuéntame lo que te ha ocurrido y yo te referiré lo que me ha sucedido a mí». Daw al-Makán le dijo: «Refiere lo tuyo primero». Ella le refirió todo lo que le había sucedido desde el momento en que lo había dejado en la fonda; lo que le había ocurrido con el beduino y el comerciante y cómo éste la había comprado, la había llevado a su hermano Sarkán y la había vendido; cómo éste, a su vez, la había libertado inmediatamente después de comprarla, se había casado con ella y la había poseído; después, el rey, su padre, había oído hablar de ella y había pedido a Sarkán que la enviase. Concluyó: «¡Gracias a Dios, que te ha traído a mi lado; juntos abandonamos a nuestro padre y juntos volvemos a su lado! —Añadió—: Mi hermano Sarkán me ha casado con este chambelán para que me acompañe hasta llegar junto a mi padre. Esto es todo lo que me ha ocurrido desde el principio hasta el fin. Cuéntame tú lo que te ha ocurrido desde el momento en que me marché de tu lado».

Le refirió todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin y cómo Dios lo había favorecido al hacerle encontrar al fogonero; cómo éste lo había acompañado y había gastado con él sus ahorros; cómo lo cuidaba noche y día. Ella tuvo algunas palabras de gratitud y él siguió: «Sabe, hermana, que este fogonero me ha hecho toda clase de favores, como nadie los hubiese hecho a un íntimo amigo, ni tan siquiera un padre a su hijo, hasta el punto de tener hambre y privarse de comer para dármelo a mí; de ir él a pie para que yo pudiese ir a caballo: le debo la vida». Nuzhat al-Zamán dijo: «Si Dios (¡ensalzado sea!) quiere, le recompensaremos lo mejor que podamos».

Luego, Nuzhat al-Zamán llamó al criado. Éste se acercó y besó la mano de Daw al-Makán. Nuzhat al-Zamán le dijo: «Toma tu recompensa, rostro de buen agüero, ya que mi deseo de reunirme con mi hermano se ha cumplido gracias a tu intervención. La bolsa que tienes y todo lo que ésta contiene te pertenece. Ve y tráeme en seguida a tu señor». El criado, muy contento, fue a buscar al chambelán, se presentó delante de él y le rogó que pasase a ver a su señora. Regresó a su lado, entró en el departamento de su señora Nuzhat al-Zamán y vio que junto a ésta estaba su hermano. Preguntó quién era y ella le refirió todo lo que les había sucedido desde el principio hasta el fin. Luego añadió: «Sabe, chambelán, que tú me has tomado por una esclava cuando en realidad te has casado con la hija del rey Umar al-Numán, pues yo soy Nuzhat al-Zamán y éste es mi hermano Daw al-Makán».

El chambelán dio crédito a lo que le había referido, se dio cuenta de que era la pura verdad y quedó convencido de que era el yerno del rey Umar al-Numán. Se dijo: «En el futuro seré gobernador de alguna provincia». Acercándose a Daw al-Makán lo felicitó por haberse salvado y haber conseguido reunirse con su hermana; a continuación mandó a los criados que preparasen a Daw al-Makán una tienda y un caballo de los más hermosos. Su esposa le dijo: «Estamos ya cerca de nuestro país y yo preferiría quedar a solas con mi hermano, descansar juntos y saciarnos recíprocamente con nuestra presencia antes de llegar a nuestra patria, ya que hemos estado separados durante tanto tiempo». El chambelán contestó: «Se hará como deseáis».

Mandó que les llevasen velas y toda clase de dulces y los dejó a solas; mandó a Daw al-Makán tres vestidos muy lujosos y regresó al palanquín, en donde se dio cuenta de su propio valor. Nuzhat al-Zamán le dijo: «Llama al criado y mándale que traiga al fogonero, que le prepare un buen caballo en que pueda montar, que le disponga una buena mesa para la comida y la cena; ordénale, además, que no se aparte de nuestro lado». El chambelán despachó al criado ordenándole que hiciese todo esto. El criado contestó: «Oigo y obedezco».

Cogió unos cuantos mozos y empezó a buscar al fogonero; lo encontró en los confines del campamento arreando a su asno para emprender la fuga. El pánico y el dolor de tener que separarse de Daw al-Makán hacían que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Decía: «Yo le he aconsejado desinteresadamente, pero él no ha querido escucharme; ¡quién sabe cómo estará ahora!» Apenas había terminado de decir estas palabras cuando el criado apareció a su lado y los mozos lo rodearon. Palideció de miedo…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [palideció] al ver al criado a su lado; se puso a temblar y a temer. Dijo en voz alta: «Él desconoce los grandes favores que le he hecho; debe de haberme denunciado al criado y a los mozos y debe de haberme culpado de ser su cómplice». El criado le gritó: «¿Quién era el que recitaba los versos, mentiroso? ¿Cómo te atrevías a contestarme que tú no eras el que los recitaba y que desconocías de quién se trataba cuando éste era tu compañero? No me apartaré de tu lado desde aquí hasta Bagdad, y aquello que suceda a tu compañero también te sucederá a ti». Al oír el fogonero estas palabras se dijo: «Lo que temía ha sucedido». Recitó este verso:

Ha ocurrido lo que yo temía que pasase: Todos volvemos a Dios.

El criado mandó a los mozos: «¡Bajadlo del asno!» Bajaron al fogonero del asno y lo obligaron a montar en el corcel, siguiendo la marcha de la caravana y llevando a los mozos a su alrededor. El criado les había dicho que no le tocasen ni un solo cabello, bajo pena de la vida; que, al contrario, debían honrarlo y tratarlo con toda suerte de miramientos. El fogonero, al ver a los mozos a su alrededor, desesperó de la vida y volviéndose al criar do le dijo: «¡Oh, almocadén! Carezco de hermanos y ese joven ni es mi pariente ni yo lo soy suyo. Soy un simple fogonero que cuidaba de un baño: lo encontré enfermo, abandonado en un estercolero». Se puso a llorar pensando en mil cosas distintas. El criado seguía andando a su lado sin contarle nada de lo ocurrido y diciéndole: «Tú y ese joven habéis molestado a mi señora al recitar los versos. Pero no temas por tu vida».

El criado se reía de él en su interior y cuando acampaban y les servían el almuerzo, comía en el mismo plato que el fogonero; después, el criado mandaba a los mozos que le acercasen una botella de vino, bebía e invitaba al fogonero. Éste aceptaba, pero no por esto dejaba de llorar de temor por sí mismo y de tristeza por encontrarse separado de Daw al-Makán, y por todo lo que les había ocurrido mientras estaban de viaje. El chambelán estaba unas veces en la puerta del palanquín para servir a Daw al-Makán, el hijo del rey Umar al-Numán, y a Nuzhat al-Zamán, y otras vigilaba al fogonero. Nuzhat al-Zamán y su hermano Daw al-Makán iban hablando y recordando las fatigas transcurridas.

Así continuaron la marcha hasta llegar a las inmediaciones de la ciudad. Un atardecer, al encontrarse a una distancia de tres jornadas, acamparon y descansaron hasta que llegó la aurora. Al despertarse y disponerse a reemprender la marcha, he aquí que vieron una gran polvareda que se acercaba a su encuentro, que la atmósfera se entenebrecía hasta el punto de parecer noche cerrada. El chambelán gritó: «¡Alto! ¡Nadie se mueva!» Montó a caballo y acompañado por sus mamelucos salió al encuentro de la polvareda. Al aproximarse vieron que debajo del polvo aparecía un ejército en marcha que parecía un mar enfurecido; tenía banderas, estandartes, tambores, caballeros y héroes. El chambelán quedó maravillado ante todo esto.

Cuando la tropa los distinguió destacó un grupo de cincuenta caballeros, que se acercaron al chambelán y lo rodearon de modo que cinco soldados envolvían a cada uno de sus mamelucos. El chambelán preguntó: «¿Qué ocurre? ¿De dónde viene un ejército que se atreve a hacer con nosotros una cosa tal?» Le respondieron: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?» «Soy el chambelán del emir de Damasco, del rey Sarkán, hijo del rey Umar al-Numán, señor de Bagdad y de la tierra de Jurasán. Vengo de su corte y traigo el tributo y los regalos que envía a su padre; voy, pues, a Bagdad.» Apenas oyeron estas palabras cogieron sus pañuelos, se los llevaron a la cara, rompieron a llorar y le dijeron: «El rey Umar al-Numán ha muerto, y ha muerto envenenado; avanza sin temor para reunirte con el gran visir, el visir Dandán».

Al oír el chambelán estas palabras rompió a llorar y exclamó: «¡Qué desilusión la de este viaje!» Él y quienes lo acompañaban se mezclaron con aquellas tropas. Pidió permiso para ver al visir Dandán y éste le concedió audiencia y mandó que se levantasen las tiendas. El visir se sentó en un diván del centro de la tienda y mandó al chambelán que se sentase. Una vez éste lo hubo hecho le preguntó por su misión. Le respondió que era el chambelán del emir de Damasco que llevaba los presentes y el tributo de éste. El visir Dandán, al oírlo, se puso a llorar al recordar al rey Umar al-Numán.

Después el visir Dandán explicó: «El rey Umar al-Numán ha muerto envenenado; al morir, las gentes se han dividido acerca de quién debe ‘sucederle, hasta el punto de matarse unos a otros. Los nobles, los grandes y los cuatro cadíes han puesto fin a esta situación y todos se han puesto de acuerdo para aceptar el arbitraje de los cuatro cadíes. El fallo ha consistido en ordenarnos que nos dirigiéramos a Damasco para recoger al rey Sarkán, para regresar con él e investirle de los dominios de su padre. Sin embargo, hay un grupo que preferiría al segundogénito. Dicen que se llama Daw al-Makán y que tiene una hermana llamada Nuzhat al-Zamán; ambos partieron juntos hacia el Hichaz. Pero ya han transcurrido cinco años sin que nadie sepa nada de ellos».

El chambelán al oír esto se cercioró de que era cierto cuanto había sucedido a su mujer. Aunque estaba muy apenado por la muerte del rey, por otra parte estaba muy contento debido a llevar consigo a Daw al-Makán, el cual pasaría a ser sultán de Bagdad en sustitución de su padre.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que dirigiéndose al visir Dandán le dijo: «Tu relato es portentoso; sabe, oh gran visir, que al concederme vuestra amistad Dios os ha evitado toda fatiga y las cosas van a suceder como deseáis, de la manera más sencilla, ya que Dios os devuelve a Daw al-Makán y a su hermana Nuzhat al-Zamán; el problema queda resuelto de manera fácil». El visir se alegró mucho al oír estas palabras y dijo: «¡Chambelán! ¡Cuéntame su historia, lo que les ha sucedido y el porqué han estado ausentes!» Le contó lo que había ocurrido a Nuzhat al-Zamán y cómo ésta había pasado a ser su esposa, después le refirió lo sucedido a Daw al-Makán desde el principio hasta el fin.

Una vez hubo concluido el chambelán su relato, el visir Dandán mandó llamar a los príncipes, a los ministros y a los magnates del reino y los informó de todo. Éstos se alegraron mucho al saberlo y quedaron admirados de esta coincidencia. Todos se reunieron, se acercaron al chambelán, se pusieron a su servicio y besaron el suelo delante de él; el mismo visir, Dandán, se acercó en aquel momento al chambelán y se quedó de pie delante.

El chambelán convocó un gran consejo para aquel mismo día. Se sentó, acompañado por el visir Dandán, en el lugar más honorífico y los príncipes, los grandes y los dignatarios se colocaron según su rango. Disolvieron azúcar en agua de rosas y bebieron. A continuación los príncipes se reunieron en consejo y dieron licencia al resto de los presentes para que montasen a caballo y emprendiesen la marcha, poco a poco, hasta que ellos, una vez terminado el consejo, los alcanzasen. Besaron el suelo delante del chambelán, montaron a caballo y emprendieron el camino precedidos por los estandartes de guerra.

Una vez terminado el consejo, los grandes montaron a caballo y corrieron a reunirse con sus tropas. Después el chambelán mandó decir al visir Dandán: «Creo que es preferible que yo me adelante y os preceda con el fin de preparar un lugar apropiado para el sultán, informarle de vuestra llegada y de que vosotros lo habéis elegido sultán excluyendo a su hermano Sarkán». El visir Dandán contestó: «Ésa es mi misma opinión». El chambelán se puso de pie y lo mismo hizo el visir Dandán como muestra de respeto. Le entregó varios presentes y le rogó que los aceptara. Lo mismo hicieron los príncipes, los grandes y los magnates del reino según su rango: le dieron regalos y le rogaron que los aceptase. Le dijeron: «Tú puedes hablar al sultán Daw al-Makán acerca de nosotros para que nos conserve en nuestros puestos». Contestó que haría lo que le pedían y en seguida dio órdenes a sus servidores para ponerse en marcha.

El visir Dandán envió las tiendas con el chambelán y dio orden a los criados de que las levantasen fuera de la ciudad, a la distancia de una jornada de marcha, y así lo ejecutaron. El chambelán montó a caballo lleno de alegría y se dijo: «¡Qué viaje tan feliz ha sido éste!» El respeto que sentía por su esposa y por Daw al-Makán fue en aumento.

Siguió el camino hasta llegar a un lugar que se encontraba a una jornada de marcha de la ciudad y en él mandó acampar para descansar y para preparar el lugar en el que debía celebrarse la audiencia del sultán Daw al-Makán, hijo del rey Umar al-Numán. Después, quedándose algo alejado en compañía de sus mamelucos, mandó a los criados que le pidiesen permiso para entrar a ver a la señora Nuzhat al-Zamán. Pidieron el permiso que solicitaba y ella lo concedió. Entró. Ella tenía al lado a su hermano.

Los informó de la muerte de su padre y que los grandes habían elegido como rey a Daw al-Makán en sustitución de su padre, Umar al-Numán. Los felicitó por esta proclamación mientras ambos lloraban la pérdida de su padre. Le preguntaron por la causa de la muerte. Contestó: «El visir Dandán la conoce. Mañana llegará a este lugar al frente de todo el ejército; no hay más que hacer lo que indiquen, oh rey, pues todos te han elegido como sultán. Si no aceptas nombrarán otro sultán y tu vida no estará a seguro en las manos del nuevo soberano; tal vez éste te mate, o bien puede ocurrir una desavenencia entre vosotros dos y escapar el Imperio de vuestras manos». Daw al-Makán quedó cabizbajo un momento y luego dijo: «Acepto esto ya que no es posible volver atrás». Se había convencido de que el chambelán le había dado un buen consejo. Dirigiéndose a éste dijo: «¡Oh tío! ¿Qué he de hacer con mi hermano Sarkán?» «¡Hijo! Tu hermano será el sultán de Damasco y tú serás el de Bagdad. ¡Vamos! ¡Ten firmeza y prepárate!»

Daw al-Makán aceptó estos consejos. En seguida el chambelán le dio el vestido real que le había entregado el visir Dandán; le entregó el sable y salió para dar orden a los criados de que eligiesen un altozano y que levantasen en él una tienda espaciosa, para que el sultán pudiese celebrar en ella una audiencia cuando se presentasen los príncipes; mandó a los cocineros que preparasen el banquete y así lo hicieron, y ordenó, además, a los aguadores que aprestasen cisternas de agua. Al cabo de un rato se levantó una gran polvareda que tapó el horizonte y al desvanecerse apareció un ejército en marcha: asemejaba un mar encrespado.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se trataba de las tropas de Bagdad y del Jurasán, a cuyo frente marchaba el visir Dandán. Todos estaban contentos de que Daw al-Makán hubiese ocupado el poder. Éste estaba vestido con vestidos reales y llevaba ceñida la espada de ceremonia. El chambelán le acercó el caballo. Montó y, acompañado por sus mamelucos y todas las personas que había en las tiendas, que se habían puesto a su servicio, se dirigió al interior de la gran tienda. Se sentó y apoyó la espada en sus piernas. El chambelán se colocó delante de él para servirle y los mamelucos se quedaron en el vestíbulo de la tienda, espada en mano. Las tropas y los soldados se aproximaron y pidieron audiencia. El chambelán entró y rogó al sultán Daw al-Makán que la concediese. Éste ordenó que entrasen de diez en diez y el chambelán se lo comunicó así. Respondieron que obedecerían la orden y todos se colocaron en la puerta del vestíbulo mientras entraban los diez primeros acompañados por el chambelán, que los introdujo ante el sultán Daw al-Makán. Apenas lo vieron le prestaron homenaje; él los acogió benévolamente y les prometió toda clase de bienes. Lo felicitaron por haber escapado felizmente a tantos peligros, le desearon toda suerte de prosperidades y le juraron de manera formal que no le desobedecerían en nada; después besaron el suelo delante de él y se retiraron. Entraron otros diez y se procedió de la misma manera, y así fueron entrando, de diez en diez, hasta el momento en que quedó sólo el visir Dandán.

Éste entró y besó el suelo; Daw al-Makán se puso de pie y se acercó a él diciéndole: «¡Bien venido sea el visir, el gran padre! Tus actos son los que convienen a un buen consejero, y tus intenciones son las propias de un hombre honesto y bien informado». El chambelán salió en este preciso momento, dio orden de que se extendiese el mantel y mandó que compareciese todo el ejército. A continuación comieron y bebieron. Después el rey Daw al-Makán dijo al visir Dandán: «Manda a los soldados que acampen diez días para dar tiempo a que tú me expliques la causa de la muerte de mi padre». El visir hizo caso de las palabras del sultán diciendo: «Es absolutamente necesario que se haga así», y, saliendo de la tienda, mandó a las tropas que acampasen durante diez días. Éstas ejecutaron su orden. A continuación el visir les dio permiso para dispersarse y dispuso que ningún cortesano entrase a ver al rey hasta al cabo de tres días. Todas las gentes se dispusieron a cumplirlo e hicieron votos para que Daw al-Makán fuese poderoso durante mucho tiempo. Hecho esto regresó ante el rey para informarle de lo que había hecho.

El rey esperó a que se hiciese de noche. En este momento entró a ver a su hermana Nuzhat al-Zamán y le preguntó: «¿Sabes o no sabes cuál ha sido la causa del asesinato de nuestro padre?» «No lo sé», contestó. Entonces colocó una cortina de seda: ella se quedó detrás y Daw al-Makán se sentó delante y mandó llamar al visir Dandán. Cuando tuvo a éste en su presencia le dijo: «Quiero que me expliques en detalle cuál ha sido la causa del asesinato de mi padre, el rey Umar al-Numán».

El visir Dandán refirió: «Sabe, oh rey, que una vez terminada la cacería el rey Umar al-Numán regresó a la ciudad, os buscó pero no os encontró. Se enteró de que habíais emprendido la peregrinación y esto le causó un profundo pesar; la pena fue en aumento y la congoja hizo presa en su pecho. Así permaneció durante medio año preguntando por vosotros a todos los que llegaban y venían, sin que ninguno supiera informarle.

»Cierto día —ya había transcurrido un año entero a contar desde la fecha de vuestra desaparición— en que estábamos a su lado, se nos presentó una anciana que parecía ser una asceta. Llegaba en compañía de cinco jóvenes bien formadas, vírgenes; parecía que fuesen lunas; eran tan bellas y tan hermosas que la lengua es incapaz de describirlas. Además de poseer una belleza perfecta, sabían leer el Corán, conocían las ciencias y la historia de los pueblos antiguos.

»Esta vieja pidió una audiencia al rey y éste se la concedió. Entró y besó el suelo delante de él; yo estaba sentado al lado del rey. Una vez en su presencia, éste la acogió bien, ya que se veían huellas bien patentes de que estaba dedicada al ascetismo y a la oración. Cuando la vieja estuvo a su lado se le aproximó y le dijo: “Sabe, oh rey, que traigo cinco jóvenes tales como ningún rey las posee, ya que son inteligentes, hermosas y bellas; saben leer el Corán, conocen las tradiciones y dominan todas las ciencias; han estudiado la historia de todos los pueblos pretéritos. Están aquí, dispuestas a entrar a tu servicio, oh rey del tiempo; el hombre es apreciado o despreciado cuando se le examina”.

»El difunto, tu padre, miró a las jóvenes y se regocijó al ver su buen aspecto. Les dijo: “Vamos a ver: una de vosotras va a explicarme algo de la historia de las gentes del pretérito y de los pueblos extinguidos”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche setenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir Dandán prosiguió diciendo:] «Se adelantó una de ellas besó el suelo delante de él y dijo: “Sabe, oh rey, que el hombre culto debe evitar la indiscreción y practicar la virtud, cumplir los deberes que impone la religión y evitar los pecados; debe atenerse a esto, pues si no lo cumple está perdido; las buenas costumbres constituyen el fundamento de la virtud. Sabe que las fatigas de la vida cotidiana son puro entretenimiento pues toda la vida se cifra en servir a Dios. Es necesario que dulcifiques tu trato con las gentes, y nunca debes faltar a esta regla. Las personas más encumbradas son las que más necesitan la ponderación. Los reyes la necesitan más que sus súbditos, pues éstos actúan sin preocuparse de las consecuencias. Debes prodigar tu persona y tus bienes en la senda de Dios.

»”Sabe que debes combatir al enemigo con los medios apropiados y que debes ponerte a cubierto de sus asechanzas. El único juez que existe en las relaciones con tus amigos es el buen carácter; por eso, escoge al amigo después de haberlo puesto a prueba y procura que pueda ser uno de tus compañeros en la última vida y, por tanto, que siga en ésta la ley religiosa externa e internamente. Como, además, ha de ser tu compañero en esta vida, procura que sea libre y sincero; que no sea un ignorante ni un malvado, ya que el ignorante debe ser evitado hasta por sus padres, y el embustero no puede ser amigo, ya que esta palabra deriva de sidq, que implica la sinceridad que nace de lo más hondo del corazón, y ¿cómo ha de serlo el que tiene la mentira en la punta de la lengua? Sabe que quien cumple con las prescripciones legales es el más beneficiado. Ama a tu amigo si reúne estas condiciones y no rompas con él aunque tenga otros detalles que no te gusten, ya que no puedes repudiarlo, como si se tratase de una mujer, y luego volver a recuperarlo. Su corazón es como el vidrio: si se rompe no se arregla. ¡Qué bien lo dice el poeta!:

Procura que la ofensa no hiera al corazón, ya que después de la ruptura es muy difícil la reconciliación.

Los corazones, roto el afecto, son como el vidrio, que una vez roto no tiene arreglo.

»La joven, al final de sus palabras, dijo señalándonos: “Las personas inteligentes dicen: ‘El mejor amigo es el que da los consejos más buenos; el mejor trabajo es el que trae las consecuencias mejores, y la mejor loa es la que está en boca de toda la gente’. Se dice que las criaturas no deben descuidar el dar gracias a Dios en especial por dos cosas: la salud y la inteligencia. Se dice: quien se vanagloria de sí mismo es fácil presa de las pasiones; a quien exagera las pequeñas dificultades Dios lo prueba con otras mayores; quien se deja llevar por la pasión pierde sus derechos; quien escucha las calumnias, pierde al amigo; con aquel que piensa bien de ti, pórtate de modo que no se equivoque; quien se defiende en exceso es culpable; quien no evita las injusticias no está a cubierto de la espada. Ahora voy a referirte algunas cosas con relación a la buena conducta de los jueces.

»”Sabe, oh rey, que una sentencia no es buena como no sea consecuencia de un estudio profundo. El juez debe colocar a todas las personas en el mismo plano, con el fin de que el noble no se encastille en su fuerza y de que el humilde no desespere de la justicia; debe exigir que el demandante aporte la prueba y que jure el demandado. La conciliación es lícita a los musulmanes siempre que no implique el hacer lícito lo que está prohibido o en prohibir lo que es lícito. Fuerza tu entendimiento y emplea tu sentido común para comprender bien las cosas que no ves claras y llegar así a averiguar la verdad. Conseguir la verdad es un deber y el corregirnos para conseguirla es mucho mejor que empeñarnos en persistir en el error.

»”Estudia los proverbios y profundiza en las máximas. Trata por igual a las partes contrarias y preocúpate sólo de averiguar la verdad. Confía tus preocupaciones a Dios (¡loado y ensalzado sea!) y manda que el demandante presente la prueba. Si la presenta, dale lo que le corresponde, y si no la trae basta con que el acusado jure que es inocente; todo esto está de acuerdo con la voluntad de Dios. Acepta los testimonios de los musulmanes dignos de fe aunque sean dispares, ya que Dios (¡ensalzado sea!) manda que los jueces diriman las querellas de acuerdo con lo que ven claro y Dios se reserva el juicio de lo que no se conoce.

»”El juez no debe atender a sus funciones cuando tiene algún dolor o cuando tiene hambre; al juzgar debe procurar, únicamente, satisfacer a Dios (¡ensalzado sea!), ya que Éste es suficiente para aquel que tiene la conciencia tranquila y buenas intenciones. El Zuhurí dice: ‘Hay tres cosas que justifican la destitución de un cadí: que honre a los malvados, que sea vanidoso y que tema ser destituido’. Umar b. Abd al-Aziz destituyó a un cadí. Éste le preguntó el porqué lo había hecho. Umar contestó ‘Me he enterado que hablas más de lo que es conveniente a quien detenta ese cargo’. Se cuenta que Alejandro dijo a su juez: ‘Te he concedido un cargo al cual van anejas mi persona, mi espíritu y mi honor. Cuida de este punto con tu persona y con tu inteligencia’. Dijo a su cocinero: ‘Tú tienes el control de mi cuerpo: trátalo con cuidado’. Dijo a su secretario: ‘Mi inteligencia está bajo tu custodia: ten cuidado en lo que escribes en mi nombre’ ”.

»En este momento la primera muchacha retrocedió y se adelantó la segunda».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir Dandán continuó diciendo:] «Besó el suelo siete veces delante del rey, tu padre, y después dijo: “Luqmán[60] dijo a su hijo: ‘Hay tres cosas que sólo se conocen en tres circunstancias: el hombre afable sólo se conoce en los momentos de enfado; el valiente, en la guerra, y el amigo, cuando lo necesitas’. Se dice: ‘El injusto se arrepiente aunque la gente lo alabe y el que ha sido víctima de una injusticia permanece íntegro aunque la gente lo vitupere’. Dios (¡ensalzado sea!) dice: ‘Aquellos que se regocijan con lo que tienen y que les gusta que los alaben por lo que no han hecho, no crean que escaparán a las penas del tormento. Sufrirán un tormento doloroso’. El Profeta (¡sobre él recaiga la bendición y la salvación eterna!) dice: ‘Las acciones se juzgan de acuerdo con la intención que las ha motivado; cada hombre será responsable de sus intenciones’.

»”Sabe, oh rey, que lo más admirable que encierra el hombre es el corazón, ya que en él están las riendas de su destino: si la ambición lo excita, la avidez lo pierde; sí el dolor se apodera de él, lo mata de tristeza; si es iracundo, la cólera lo agobia; si tiene la suerte de ser tranquilo, está a cubierto de los arrebatos; si el miedo se apodera de él, la tristeza lo tiene preocupado; si lo alcanza una desgracia, es presa de la desesperación; si consigue riquezas, éstas pueden hacer olvidar a su Señor; si la miseria lo agobia, anda preocupado; si la desesperación lo excita, la debilidad lo refrena; en cualquier situación en que se encuentre, su salvación consiste en rogar a Dios y en consagrarse a aquellas cosas que le permitan obtener los medios de subsistencia y aquellos que le conduzcan por el camino de la salvación. Se preguntó a un sabio cuál era el hombre de peor condición. Contestó: ‘Aquel cuyas virtudes son cegadas por la pasión, que se ha propuesto alcanzar sus fines y que ha ampliado sus conocimientos en la misma medida en que restringía las posibilidades de ser excusado’. Bien lo ha dicho Qays:

Puedo prescindir de aquel que se mete con las gentes; que las ve en el error sin que él ande por el buen camino.

La riqueza y las costumbres son unas envolturas, ya que todos se arropan en lo que oculta el pecho.

Te extraviarás si pretendes resolver algo por caminos indebidos, pero si sigues los procedimientos normales lo conseguirás”.

»La joven añadió: “He aquí algunos detalles sobre el ascetismo: Hisam b. Bisr refiere: ‘Pregunté a Umar b. Ubayd: ‘¿En qué consiste el verdadero ascetismo?’ Me contestó: ‘El Enviado de Dios (¡Dios lo bendiga y lo salve!) lo ha expresado claramente al decir: ‘El asceta nunca olvida la tumba ni las aflicciones; prefiere lo eterno a lo caduco y no cuenta con el mañana —cualquiera que éste sea— sin considerar que puede morir en él’. Se dice que Abu Darr decía: ‘Prefiero más ser pobre que rico; me gusta más la enfermedad que la salud’. Uno de los que lo escuchaban dijo: ‘Dios se apiade de Abu Darr, pero yo opino que aquel que acepta lo que Dios le ha dado se conforma con el destino que Dios le ha fijado’.

»”Una persona digna de crédito refiere: ‘Ibn abi Awfa hizo la oración de la mañana conmigo y leyó el versículo que dice: ‘¡Oh, tú que te arropas…’, y siguió hasta el sitio en que las palabras de Dios (¡ensalzado sea!) son: ‘cuando se sople en el cuerno’. En este preciso momento cayó muerto’. Se refiere que Tabit al-Bannaurri lloró de manera tan copiosa que le faltó poco para perder un ojo. Lo llevaron a un hombre para que lo curase. Le dijo: ‘Te curaré con una sola condición’. ‘¿De qué se trata?’, preguntó Tabit. El médico dijo: ‘Que dejes de llorar’. ‘¿Qué mérito tendrían mis ojos si no llorasen?’ Un hombre dijo a Muhammad b. Abd Allah: ‘¡Dame un buen consejo!’ ”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Muhammad b. Abd Allah le contestó:] «“‘Te aconsejo que en esta vida seas un dueño sin ambiciones y en la última un esclavo ambicioso’. ‘¿Qué es esto?’ ‘El que carece de ambiciones en este mundo se hace acreedor de esta vida y de la última.’ Gawt b. Abd Allah refiere: ‘Entre los judíos había dos hermanos. Uno de ellos preguntó al otro: ‘¿Qué acción, de todas las tuyas, te infunde más temor?’ ‘Pasé al lado de un gallinero, saqué de allí un pollo y lo solté fuera; fue a terminar sus días en un gallinero distinto de aquel en que yo lo había cogido. Ésta es la peor acción que he hecho. ¿Cuán es la peor acción que tú has hecho?’ ‘Hela aquí: Cuando voy a rezar la plegaria tengo la impresión de que lo hago únicamente para recibir la recompensa eterna.’

»” ‘Su padre estaba escuchando lo que decían y exclamó: ‘¡Dios mío! Si es verdad lo que dicen, llévatelos al otro mundo ahora mismo.’ Un sabio dice que estos dos hermanos se encuentran entre las personas más virtuosas. Said b. Chubayr refiere: ‘Acompañaba yo a Tudala b. Ubayd y le dije: ‘¡Dame un buen consejo!’ ‘Observa estas dos reglas: no asociar nada a Dios y no perjudicar nunca a las criaturas de Dios.’ Recitó estos dos versos:

Sé como te apetezca y descarta las preocupaciones, pues Dios es generoso. En todo esto nada hay de malo.

Pero nunca hagas una de estas dos cosas: no incurras jamás en el politeísmo ni perjudiques a los demás.

»”¡Qué bellas son las siguientes palabras del poeta!

Si no vas acompañado de una buena provisión de temor a Dios y encuentras, después de la muerte, a quien la lleva,

te arrepentirás de no ser como él y de no haber sido previsor del mismo modo como el otro lo fue”.

»La tercera joven se adelantó inmediatamente después que se retiró la segunda. Dijo: “El capítulo que trata del ascetismo es muy amplio, pero yo citaré ahora parte de lo que recuerdo y que hace referencia a nuestros píos predecesores. Un místico dice: ‘Me alegro al pensar en la muerte, aunque no tenga la seguridad de que ésta implique el reposo; sabiendo que la muerte se encuentra interpuesta entre el hombre y sus acciones, procuro duplicar las buenas y evitar las malas.’ Atá al-Sulamí, una vez hubo hecho testamento, se ensimismó, tembló y empezó a llorar amargamente. Se le preguntó: ‘¿Qué te ocurre?’ ‘Quiero prepararme para algo muy grande que consiste en presentarme ante Dios (¡ensalzado sea!) y poner en práctica mi testamento.’ Por esta razón Alí Zayd al-Abidín b. al-Husayn temblaba cuando estaba en oración. Si una vez terminada ésta se le preguntaba el porqué, contestaba: ‘¿Es que no sabéis quién es el que está ante uno y a quién dirijo la palabra?’

»”Se refiere que al lado de Sufyán al-Tawrí se encontraba un ciego que, cuando llegaba el mes de Ramadán, salía e iba a rezar con la gente; iba poco a poco y sin hablar. Sufyán decía: ‘Cuando llegue el día de la resurrección llegará acompañado de las gentes que creen en el Corán, quienes le honrarán con los signos de una mayor distinción respecto a los demás ciegos’. Sufyán decía: ‘Aunque el alma estuviese tan aposentada en el corazón como es necesario, éste volaría de alegría al pensar en el paraíso y se compungiría al pensar en el fuego eterno’. Se refiere de Sufyán al-Tawrí que éste dijo: ‘Mirar la cara del malvado ya constituye una falta’ ”.

»La tercera muchacha se retiró y la cuarta se adelantó. Dijo: “Voy a hablar de algunas cosas que se me ocurren y que hacen referencia a la biografía de los hombres píos. Se cuenta que Bisr al-Hafí dijo: ‘He oído decir a Jalid: ‘¡Guardaos de los secretos de la idolatría!’ Le pregunté: ‘¿Qué son los secretos de la idolatría?’ ‘Prolongar las genuflexiones y las prosternaciones hasta que hay que interrumpirlas por necesidad’. Un místico dice: ‘Obrando bien se remedian las malas obras’. Otro místico dice: ‘Pedí a Bisr al-Hafí que me aclarase algunos de los secretos de la verdad. Me contestó: ‘Hijo mío: No se lo podemos explicar a todo el mundo, sino tan sólo a cinco personas de cada ciento, al igual como se hace con las limosnas en dirhemes’.

»”Ibrahim b. Adham refiere: ‘Sus palabras me gustaron y las aprobé. Después, mientras yo estaba rezando, llegó Bisr dispuesto a hacer la oración. Me coloqué detrás de él para hacer las arracas hasta que el almuecín llamase a la plegaria. En el ínterin se levantó un hombre de mísero aspecto y dijo: ‘¡Gentes! Guardaos de la sinceridad que perjudica y no os preocupe el mentir con buen fin; delante de la necesidad no hay escapatoria posible; las palabras no sirven de nada en la indigencia y el silencio no perjudica cuando se trata de la generosidad’. Ibrahim dice: ‘Vi que unas monedas de cobre se caían del bolsillo de Bisr; fui y se las entregué. Me dijo: ‘No las he de coger’. ‘Proceden de algo honesto’. ‘No cambiaría por nada los bienes de la vida futura por los de ésta.’ Se refiere que la hermana de Bisr al-Hafí fue a ver a Ahmad b. Hanbal…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [le dijo:] ‘¡Oh, imán de la religión! Yo soy una de esas gentes que hilan de noche y trabajan en sus quehaceres cotidianos durante el día; pasan por nuestro lado las antorchas de las autoridades de Bagdad, y como nosotros estamos en la azotea podemos hilar a su luz. ¿Constituye esto un pecado?’ ‘¿Quién eres?’ ‘La hermana de Bisr al-Hafí.’ ‘¡Qué familia la de Bisr! Vuestros corazones son los que me han de enseñar a temer a Dios.’ Un místico dice: ‘Cuando Dios quiere favorecer a una criatura le da la oportunidad de obrar bien’. Malik b. dinar, cuando cruzaba el zoco y veía algo que le apetecía, decía: ‘¡Alma! ¡Ten paciencia, porque no he de ayudarte a satisfacer tu deseo!’ Decía también (¡Dios esté satisfecho de él!): ‘El alma se salva cuando se le impide conseguir lo que le apetece y se condena cuando se le da satisfacción’.

»”Mansur b. Ammar refiere: ‘Había emprendido la peregrinación y me dirigí hacia La Meca por el camino de Kufa. Una noche muy oscura, oí a alguien que gritaba en medio de las tinieblas: ‘¡Dios mío! Juro por tu fuerza y por tu poderío que jamás he intentado desobedecerte o contradecirte; no desconozco tu existencia; pero ese pecado me lo tenía destinado desde lo más profundo de tu eternidad. ¡Perdóname la culpa en que he caído por mi negligencia, ya que te he desobedecido por ignorancia!’ Una vez hubo concluido esta invocación recitó esta aleya: ‘Oh, vosotros que creéis: Preservad vuestras almas y las de vuestros familiares de un fuego cuyo combustible son los hombres y las piedras’. Oí después una caída cuya causa no pude adivinar y me dirigí a otros asuntos. Llegada la mañana reemprendimos nuestro camino. En él tropezamos con un entierro que iba seguido por una anciana que ya había perdido sus fuerzas. Le pregunté por el difunto y contestó: ‘Éste es el entierro de un hombre que ayer pasó a nuestro lado. Mi hijo estaba recitando una aleya del libro de Dios (¡ensalzado sea!) en el preciso momento en que se rompió la vejiga de la hiel de este hombre y cayó muerto’ ”.

»La cuarta muchacha se retiró y la quinta se adelantó y dijo: “Voy a referir las noticias que se me ocurran acerca de los piadosos de antaño. Maslama b. dinar decía: ‘Las faltas, pequeñas o grandes, se perdonan a quien las ha cometido con buena intención; cuando el hombre se decide a abandonar los pecados, emprende la senda del bien; las riquezas no aproximan a Dios, antes bien constituyen una prueba; un poco de bienestar en este mundo distrae del mundo que se encuentra en el otro; lo mucho te hace olvidar a lo poco’. Se preguntó a Abu Hazim: ‘¿Quién es el hombre más afortunado?’ ‘Aquel cuya vida transcurre en la obediencia de Dios.’ ‘¿Quién es el hombre más estúpido?’ ‘Aquel que trueca los bienes de la última vida por los de ésta.’

»”Se cuenta que Moisés (¡sobre él sea la paz!) dijo en el momento de llegar a la fuente de Madyán: ‘¡Señor mío! ¡Los mismos bienes que me has concedido me han hecho pobre!’ Moisés rogó a su Señor, pero no rogó a los hombres. Llegaron las dos muchachas y él les dio de beber antes de que llegasen los pastores. Cuando ellas estuvieron de nuevo al lado de su padre, Suayb, éste les preguntó: ‘Ese hombre ¿tiene hambre?’ Dirigiéndose a una de ellas le dijo: ‘Ve a buscarlo e invítalo’. Antes de presentarse a Moisés, la joven se cubrió el rostro; le dijo: ‘Mi padre te invita en recompensa de que nos has dejado beber’. Esto no fue del agrado de Moisés y se resistió a seguirla. La muchacha tenía un trasero prominente y el viento que azotaba sus vestidos, permitía a Moisés ver sus formas; sin embargo él bajaba la vista. Después le dijo: ‘Ponte detrás’. Ella anduvo detrás de él hasta llegar ante Suayb; la cena ya estaba preparada”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Suayb dijo: «“‘Moisés, quiero recompensarte por haber dado de beber a las dos’. ‘Pertenezco a una casa que no vende, ni aun a cambio de todo el oro y la plata que la tierra encierra, las buenas acciones que sirven para alcanzar la vida futura.’ Suayb le contestó: ‘¡Joven! Eres mi huésped y es mi costumbre, como también lo era de mis padres, honrar al huésped y darle de comer’. Moisés se sentó y comió. Después Suayb dio un empleo a Moisés durante ocho peregrinaciones o, lo que es lo mismo, durante ocho años. Como sueldo recibiría en matrimonio a una de sus dos hijas, o sea, que con su trabajo Moisés pagaba las arras a Suayb. Es tal como Dios (¡ensalzado sea!) lo refiere en el Corán: ‘Quiero casarte con una de estas dos muchachas con la condición de que tú me sirvas durante ocho años; si llegas hasta los diez, harás lo que quieras, pues yo no quiero forzarte’.

»”Un hombre dijo a un amigo suyo al que hacía mucho tiempo que no veía: ‘Te has hecho esperar, ya que hace mucho que no te veo’. El otro contestó: ‘He prescindido de ti gracias a Ibn Sihab. ¿Lo conoces?’ ‘Sí; es mi vecino desde hace treinta años, pero yo no le dirijo la palabra.’ ‘Al olvidarte de tu vecino te has olvidado de Dios; si amases a Dios amarías a tu vecino; ¿no sabes que los vecinos tienen entre sí unas relaciones tan estrechas como las que unen al protegido con el protector?’ Hudayfa refiere: ‘Entramos en la Meca con Ibrahim b. Adham; aquel mismo año realizaba la peregrinación Saqiq al-Balji. Nos encontramos mientras se celebraba la ceremonia de la circunvalación. Ibrahim dijo a Saqiq: ‘¿Cómo te encuentras en tu país?’ Saqiq respondió: ‘Cuando Dios nos envía algo de comer, comemos, y si nos hace pasar hambre nos resignamos’. ‘¡Así obran los perros de Nalj! Nosotros, cuando Dios nos envía algo de comer lo alabamos, y cuando nos hace pasar hambre le damos las gracias.’ Entonces Saqiq se sentó delante de Ibrahim y le dijo: ‘¡Tú eres mi maestro!’

»”Muhammad b. Imram refiere: ‘Un hombre preguntó a Hatim al-Asamm: ‘¿Qué es lo que buscas al confiar en Dios (¡ensalzado sea!)?’ Aquel contestó: ‘Dos cosas: Me he enterado que el sustento que a mí me está destinado no lo comerá ninguna otra persona y esto me ha tranquilizado; después he pensado que Dios está al corriente del momento en que fui concebido, y esto me ha llenado de vergüenza’”.

»La quinta joven se retiró al mismo tiempo que la vieja se adelantaba y besaba el suelo nueve veces delante de tu padre. Le dijo: “¡Rey! Has oído cómo han hablado todas sobre el capítulo del ascetismo: ahora yo voy a imitarlas tratando de aquellas cosas que he llegado a saber y que se refieren a las figuras más señeras del pasado. Se dice que el imán al-Safii (¡Dios esté satisfecho de él!) dividía la noche en tres partes: el primer tercio lo pasaba estudiando, en el segundo dormía y el tercero lo consagraba a sus deberes religiosos. El imán Abu Hanifa se pasaba en vela, rezando, la mitad de la noche. Un día, mientras estaba andando, un hombre lo señaló con el dedo y dijo a otro: ‘Ése se pasa toda la noche en oración’. Al oír estas palabras exclamó: ‘Me avergüenzo ante Dios por haber sido descrito de manera distinta a como soy’.

»”Refiere al-Rabi que al-Safii recitaba setenta veces por completo el Corán durante el mes de Ramadán mientras estaba en oración. Al-Safii (¡Dios esté satisfecho de él!) dice: ‘Durante diez años he procurado no hartarme del pan de cebada, ya que la hartura perjudica al corazón, hace disminuir la inteligencia y atrae al sueño; quien está harto es indolente’. Se refiere que Abd Allah b. Muhammad al-Sukkari dice: ‘Estaba hablando con Umar y éste me dijo: ‘Jamás he visto una persona más comedida ni más elocuente que Muhammad b. Idris al-Safii; cierta vez salí con al-Harit b. Labib al-Saffar. Al-Harit era discípulo de al-Mazini, tenía una voz muy hermosa y empezó a salmodiar este versículo del Corán: ‘En ese día ni hablarán ni serán escuchados y ellos se excusarán’. La cara de al-Safii cambió de color, se le puso la carne de gallina, quedó fuertemente impresionado y cayó desmayado. Al volver en sí exclamó: ‘¡Apártame, Dios, del lugar que ocupan los embusteros! ¡Líbrame de estar entre los ignorantes! ¡Dios mío! ¡Delante de ti se humillan los corazones de los místicos! ¡Dios mío! ¡Perdóname mis pecados con tu generosidad! ¡Llévame en tu manto y hazte cargo de cuán pocas son mis fuerzas para honrar tu rostro!’ Después, me levanté y me fui’.

»”Una persona digna de crédito refiere: ‘Al-Safii estaba en Bagdad cuando yo llegué. Me senté en la orilla del río para hacer las abluciones rituales antes de empezar la oración. En este momento pasó por mi lado un hombre: Me dijo: ‘¡Muchacho! Haz bien tus abluciones, pues Dios te lo recompensará en esta vida y en la otra’. Me volví y vi que se trataba de un hombre al que seguía una multitud. Me apresuré a terminar las abluciones y empecé a seguirlo. Volviéndose hacia mí me preguntó: ‘¿Necesitas algo?’ ‘Sí. Que me enseñes lo que Dios (¡ensalzado sea!) te ha enseñado a ti.’ ‘Sabe que quien es sincero con Dios se salva; que quien practica su religión no cae en la perdición y que quien se comporta como un asceta en este mundo, encontrará el día de mañana su consuelo. ¿Quieres aún más?’ ‘¡Sí!’ ‘Vive sin ambición en esta vida, y en la otra sé un pedigüeño; sé sincero en todas tus cosas y te salvarás junto con aquellos que se salven.’ Después se marchó. Yo pregunté quién era y se me contestó: ‘Éste es el insam al-Safii’. El insam al-Safii (¡Dios se apiade de él!) decía: ‘Me gusta que las gentes saquen provecho de esta ciencia siempre que no me lo atribuyan a mí’ ”.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que también decía: «“‘No discuto con nadie sin pedir a Dios que lo conduzca por el camino de la verdad y que lo auxilie a verla clara; nunca he discutido con nadie a menos de que se tratase de poner de manifiesto la verdad, sin preocuparme de si Dios la haría patente gracias a mi lengua o por la lengua de otro’. También dijo (Dios, ¡ensalzado sea!, esté satisfecho de él): ‘Si temes que has de enorgullecerte con tu saber, piensa en la satisfacción que buscas, en la clase de bienes que persigas y en el castigo que temes’. Se dijo a Abu Hanifa que el Emir de los creyentes, Abu Chafar al-Mansur, lo había nombrado cadí y le había asignado un tratamiento de diez mil dirhemes. Llegado el día en que debía pagársele, rezó la oración de la aurora y después se envolvió en sus vestidos y no dijo ni palabra. El mensajero del Emir de los creyentes llegó con el dinero, entró en el lugar en que él estaba y preguntó por él. El mensajero dijo: ‘Éste es dinero lícito’. Abu Hanifa contestó: ‘Sabe que efectivamente me es lícito cogerlo, pero yo no quiero que mi corazón sienta simpatía por los tiranos’. ‘Puedes tener tratos con él sin por ello coaccionar a tu corazón.’ ‘¿Acaso puedo meterme en el mar sin que se me mojen los vestidos?’ Entre las palabras que se atribuyen a al-Safii (Dios, ¡ensalzado sea!, se apiade de él) se encuentran estos versos:

¡Alma! Si quieres hacer caso de lo que digo, te verás honrada y poderosa para siempre.

¡Deja la ambición y el deseo! ¡Cuántos deseos han acarreado la ruina!

»”Entre los consejos que Sufyán al-Tawrí dio a Alí b. al-Hasán al-Sulami está éste: ‘Sé sincero y evita la mentira, el engaño, la usura y la soberbia, ya que Dios no tiene en cuenta las acciones pías si van acompañadas por una de estas rémoras; no aprendas la religión si no es con quien practica la suya propia; ten por compañero al que te exhorta a que renuncies a las vanidades del mundo; piensa frecuentemente en la muerte, arrepiéntete del mal que hayas hecho y pide a Dios que te conserve la salud durante el resto de la vida; aconseja bien a todos los creyentes que te consulten sobre asuntos religiosos; ¡ay de ti si traicionas a un creyente! Quien traiciona a un creyente, traiciona a Dios y a su Enviado; no discutas ni pleitees; prescinde de lo que te inspira dudas y toma aquello que no te las inspire; haz el bien, mantente alejado de lo que es reprobable y así serás grato a Dios; perfecciona tu interior y Dios aumentará tu fama; admite las excusas de aquel que te las ofrece; no odies a ningún musulmán; atráete al que te ha rechazado y perdona al que te ha ofendido y así llegarás a ser un compañero de los profetas; confía todos tus asuntos a Dios tanto en público como en privado; teme a Dios con el temor de aquel que sabe que ha de morir y ha de resucitar para ir a presentarse delante del Omnipotente; piensa siempre que has de ir a parar a una de estas dos cosas: o al paraíso maravilloso o al fuego ardiente’ Dicho esto, la vieja fue a sentarse al lado de las jóvenes.

»Cuando tu difunto padre hubo oído sus palabras, quedó convencido de que se trataba de las mujeres más virtuosas de nuestra época; al ver su hermosura, su belleza y sus buenos modos decidió acogerlas a su lado. Se acercó a la vieja y la trató con deferencia; a ésta y a sus jóvenes les dio como morada el palacio que había ocupado la reina Ibriza, la hija del rey de los griegos; les remitió todo lo que podían necesitar para vivir confortablemente. Permanecieron a su lado durante diez días. Siempre que el rey iba a visitar a la vieja la encontraba ocupada en sus rezos; pasaba las noches en vela y ayunaba durante el día. El amor hizo mella en su corazón y me dijo: “¡Visir! Esta vieja es una mujer pía y la veneración que por ella siente mi corazón va en aumento”.

»Llegado el undécimo día se reunió con la vieja para pagarle el precio de las jóvenes, pero ella dijo: “¡Oh, rey! Sabe que el precio de estas jóvenes no es el que acostumbran pagar las gentes, pues yo no pido por ellas ni oro, ni plata ni piedras preciosas en pequeña o en gran cantidad”. Tu padre se quedó boquiabierto al oír estas palabras y preguntó: “¡Señora! ¿Cuál es su precio?” “Sólo te las venderé si ayunas durante todos los días de un mes entero, debes ayunar de día y permanecer en vela durante toda la noche para adorar a Dios (¡ensalzado sea!). Si haces esto, pasarán a ser de tu propiedad en este mismo palacio y harás de ellas lo que quieras.”

»El rey quedó admirado de la piedad, de la devoción y del temor de Dios que manifestaba la vieja y ésta adquirió aún mayor prestigio ante sus ojos. Exclamó: “Dios nos ha hecho un favor al enviar a una mujer tan piadosa”. Después se puso de acuerdo con ella acerca de cómo debía ayunar durante el mes de acuerdo con la condición que le había impuesto. Ella le dijo: “Yo te ayudaré con mis rezos; tráeme un jarro de agua”. Lo cogió, recitó y murmuró encima de él algo y estuvo un rato pronunciando unas palabras de las que no entendimos ni reconocimos nada. Después lo tapó con un paño, lo selló, lo entregó a tu padre y le dijo: “Cuando hayas ayunado los diez primeros días y hayas entrado en la undécima noche, rompe el ayuno con lo que contiene este jarro; su contenido hará detestar a tu corazón los bienes de este mundo y lo llenará de luz y de fe; mañana yo me iré a ver a mis amigos, los hombres del mundo de lo desconocido, pues estoy ansiosa de volver a verlos, y regresaré de nuevo a tu lado cuando hayan transcurrido los diez primeros”. Tu padre cogió el jarro y fue a encerrarse a solas en una habitación que quedaba muy aislada del resto del palacio. Colocó el jarro en un estanque y se guardó la llave de la habitación en el bolsillo. Cuando llegó la mañana el sultán empezó el ayuno y la vieja salió en pos de sus asuntos».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el visir continuó su relato de esta manera:] «Terminados los diez primeros días del ayuno, en cuanto llegó el undécimo, el rey abrió el jarro y bebió lo que contenía: le sentó muy bien. La vieja regresó en el transcurso de la segunda decena del mes, llevando consigo un dulce envuelto en unas hojas verdes que se parecían a las de los árboles. Entró a ver y a saludar a tu padre. Éste, cuando la vio, se puso en pie y le dijo: “¡Bien venida, oh pía señora!” Ella le contestó: “¡Rey! Los hombres del mundo de lo invisible te saludan debido a que yo les he hablado de ti. Se han alegrado mucho y me han mandado que te trajese este dulce; está hecho con los ingredientes del más allá. Cuando termine el día, rompe con ellos el ayuno”. Tu padre se alegró mucho y exclamó: “¡Loado sea Dios, que consiente que tenga amigos entre los hombres del más allá!” Dio las gracias a la vieja, besó sus manos, la trató con deferencia y honró a sus jóvenes hasta el máximo.

»Tu padre siguió ayunando hasta el principio del día vigésimo, en que la vieja se acercó a él y le dijo: “¡Rey! Sabe que he explicado a los hombres de lo desconocido la amistad que existe entre nosotros dos; que les he dicho que voy a dejar las jóvenes contigo y que se han alegrado al saber que éstas van a estar con un rey como tú, ya que cuando ellos las veían hacían muchos votos augurales en su favor. Desearía conducirlas ante los hombres de lo desconocido con el fin de que éstos pudieran darles sus dones. Es fácil que ellas regresen a tu lado trayendo uno de los tesoros de la tierra con el cual, cuando hayas terminado el ayuno, podrás proveer a su vestido y podrás emplear las riquezas que te entreguen para tus propios fines”.

»Tu padre, al oír estas palabras, le dio las gracias y dijo: “Si no fuese porque temo contradecirte, no aceptaría ni el tesoro ni ninguna otra cosa. ¿Cuándo te las llevarás?” “La vigésimo séptima noche, y te las devolveré al principio del mes: tú ya habrás concluido el ayuno, las habrás rescatado; te pertenecerán por completo y estarán a tus órdenes. ¡Por Dios! ¡Cada una de esas jóvenes vale mucho más que todo tu Imperio!” “¡Lo sé, oh pía señora!” Ella continuó: “Debes enviar con ellas a alguna persona del palacio que te sea cara para que trate con familiaridad a los hombres de lo desconocido y reciba su bendición”. El rey contestó: “Tengo una esclava griega que se llama Sofía. De ella he tenido dos hijos: una hembra y un varón que se han perdido hace unos años. Llévala con ellas para que reciba su bendición”».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey siguió diciendo:] «“Es posible que los hombres de lo desconocido rueguen a Dios, en su nombre, para que le devuelva sus hijos y así se cumpla nuestro deseo”. La vieja, al ver que obtenía lo que más deseaba, exclamó: “¡Qué bello es lo que dices!” En seguida tu padre continuó el ayuno para llevarlo a término. La vieja le dijo: “¡Hijo mío! Yo voy a ir a ver a los hombres de lo desconocido. Preséntame a Sofía”. La mandó llamar en el acto, la entregó a la vieja y ésta la reunió con sus jóvenes. Después, la vieja entró en su dormitorio y salió para ir a entregar al sultán una copa sellada. Le dijo: “Cuando llegue el día trigésimo vete al baño. Al salir, dirígete a una de las habitaciones solitarias que tienes en él y bébete esta copa. Después échate a dormir y conseguirás lo que deseas. Te deseo la salud”. El rey se alegró mucho, le dio las gracias y le besó la mano. La vieja se despidió y el rey preguntó “¿Cuándo volveré a verte, oh pía señora? ¡Desearía no tener que separarme de ti!”

»La vieja rezó por el rey y se fue llevándose a las jóvenes y a la reina Sofía. El soberano siguió ayunando durante tres días, y una vez empezado el siguiente mes se dirigió al baño. Al salir fue a una habitación solitaria del palacio, dio orden de que nadie entrase y cerró la puerta. Después bebió la copa y se echó a dormir. Nosotros lo esperamos hacia el fin del día, pero no salió de la habitación. Nos dijimos que tal vez el baño lo había cansado y que el haber permanecido en vela durante tantas noches y en ayunas durante tantos días le había fatigado hasta el extremo de haberse quedado dormido. Esperamos el día siguiente y viendo que no salía nos plantamos delante de la puerta de la habitación y fuimos subiendo la voz para que él se diese cuenta y nos preguntase por la causa del alboroto; pero no ocurrió así. Entonces forzamos la puerta, entramos y lo encontramos con la carne deshilachada, con los huesos descoyuntados. Al verlo en esta situación quedamos abatidos. Cogimos la copa y encontramos debajo de la tapadera un pedazo de papel en el que estaba escrito:

»“No hay que compadecer al que obra mal. Ésta es la recompensa de quien engaña y corrompe a las hijas de los reyes. Sepan todos los que vieren esta hoja que cuando Sarkán vino a nuestro país, sedujo a la reina Ibriza y no le bastó con esto, ya que nos la arrebató y os la entregó a vosotros. Después la envió con un esclavo negro, que la asesinó. La encontramos muerta en medio del campo y abandonada en el suelo. Los reyes no obran de esta manera y la recompensa de quienes así lo hacen es la que éste ha recibido. A nadie acuséis de su muerte, ya que lo ha matado la desvergonzada y picara que se llama Dat al-Dawahi; yo soy quien se ha apoderado de la esposa del rey, Sofía, para conducirla al lado de su padre, Afridún, rey de Constantinopla. Os combatiremos, os mataremos, os arrebataremos vuestras casas y os aniquilaremos hasta el último sin perdonar ni vuestros hogares ni vuestras personas: no quedarán más que los adoradores de la cruz y los portadores de distintivos[61].”

»Una vez hubimos leído la hoja, nos dimos cuenta de que la vieja nos había engañado y que para desgracia nuestra había llevado a buen fin su maquinación. Rompimos en alaridos, nos abofeteamos el rostro y lloramos; pero el llanto no nos sirvió de nada y el ejército no se puso de acuerdo sobre quién debía ser elegido sultán. Unos te preferían a ti y otros preferían a tu hermano Sarkán. Permanecimos en esta polémica durante un mes, al cabo del cual nos decidimos todos a ir a buscar a tu hermano Sarkán. Nos pusimos en camino y te encontramos a ti. Ésta es la causa de la muerte del rey Umar al-Numán».

Cuando el ministro terminó de hablar, Daw al-Makán y su hermana Nuzhat al-Zamán se pusieron a llorar y el chambelán los imitó. Después éste dijo a Daw al-Makán: «¡Rey! El llanto no te sirve de nada; en cambio puede favorecerte el endurecer tu corazón, el fortificar tu ánimo y el consolidar tu Imperio, ya que quien deja por sucesor a alguien parecido a ti, no ha muerto». Daw al-Makán dejó de llorar, mandó que colocasen el trono fuera del vestíbulo y dio órdenes para que las tropas desfilasen ante él.

El chambelán se colocó a un lado, su guardia de corps detrás y el visir Dandán delante. Los príncipes y los magnates se situaron según su rango. A continuación el rey Daw al-Makán pidió al visir Dandán que le informase de los tesoros que tenía su padre. Éste lo puso al corriente, en seguida, de los bienes, de los tesoros y de las pedrerías que se guardaban en las cajas fuertes y le mostró las riquezas que había en el tesoro.

Distribuyó grandes dones a las tropas, dio un vestido de honor al visir Dandán y le dijo: «Sigue en tu cargo». El visir besó el suelo ante él y le auguró una larga vida. Dio también vestidos de honor a los príncipes y a continuación mandó al chambelán que le mostrase el tributo de Damasco. Le enseñó las cajas de dinero, regalos y piedras preciosas. El rey las distribuyó entre sus soldados…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [las distribuyó] hasta que no quedó nada. Entonces los príncipes besaron el suelo ante él, le desearon larga vida y dijeron: «Jamás hemos visto un rey que concediese mercedes tan generosamente». Después se retiraron a sus tiendas. Al día siguiente dio la orden de marchar y caminaron durante tres días; al llegar el cuarto divisaron la ciudad de Bagdad. Entraron en ésta, que estaba engalanada, y el sultán Daw al-Makán se dirigió al palacio de su padre, se sentó en el trono, y los jefes del ejército, el visir Dandán y el chambelán de Damasco se quedaron de pie en su presencia. Entonces mandó a su secretario particular que escribiese una carta a su hermano Sarkán. En ella le refería todo lo que había ocurrido desde el principio hasta el fin y concluía: «En cuanto hayas visto esta carta haz tus preparativos y reúne a tu ejército: nos dirigiremos al encuentro de los infieles, tomaremos nuestra venganza y lavaremos así la injuria». Dobló el escrito, lo selló y dijo al visir Dandán: «Tú eres el único que puedes llevar este mensaje; debes hablar amablemente a mi hermano; le dirás: “Si deseas poseer el Imperio de tu padre, tuyo es; tu hermano gobernará Damasco en tu nombre. Esto es lo que me ha dicho”».

El visir Dandán se retiró y se fue a preparar el viaje. El rey Daw al-Makán mandó que diesen al fogonero un gran palacio recubierto con los mejores tapices; pero la historia de este hombre es muy larga. Después, el rey Daw al-Makán salió un día de caza y cuando regresó a Bagdad, uno de los príncipes le regaló magníficos caballos y esclavas tan hermosas que la lengua es incapaz de describirlas. Una de éstas le gustó; se retiró con ella, tuvo relaciones aquella misma noche y la dejó encinta en el acto. Algún tiempo después regresó el visir Dandán de su viaje, le dio noticias de su hermano Sarkán y le contó que se había puesto en camino para reunirse con él. Añadió: «Es necesario que salgas a recibirlo». Daw al-Makán contestó: «De buena gana». Salió a su encuentro con los principales funcionarios del Imperio y a una jornada de marcha de Bagdad plantó las tiendas y aguardó a su hermano.

Al día siguiente llegó el rey Sarkán con el ejército de Siria, compuesto por valerosos caballeros, soldados que parecían leones y avezados guerreros. En cuanto aparecieron sus escuadrones, avanzaron sus jefes y adelantaron las compañías con las banderas tremolando al viento, Daw al-Makán y quienes con él estaban salieron a recibirlos. Daw al-Makán al ver a Sarkán quiso acercarse a pie hasta él; Sarkán le hizo gesto de que no lo hiciese y corrió, a pie, a su encuentro; cuando Daw al-Makán estuvo a su lado, se echó en sus brazos; Sarkán lo estrechó contra su pecho y lloró a lágrima viva y ambos se consolaron mutuamente; después montaron los dos a caballo y se pusieron en camino, seguidos por sus tropas, hasta llegar a Bagdad. Aquí se apearon y Daw al-Makán y su hermano Sarkán se dirigieron al palacio real para pasar la noche. Al día siguiente Daw al-Makán dio órdenes para movilizar las tropas de todas las regiones y proclamar la algazúa y la guerra santa.

Esperaron a que se reuniesen las tropas de todas las provincias; todos los que se presentaban eran tratados generosamente y se les hacía objeto de hermosas promesas. Así transcurrió un mes entero; los hombres acudían en grupos ininterrumpidamente. Después dijo Sarkán a su hermano: «¡Hermano mío! Cuéntame todo lo que te ha ocurrido». Le refirió lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin y los favores que había recibido del fogonero. Sarkán dijo: «Hay que recompensarlo por el bien que te ha hecho». «Hermano mío: hasta ahora no lo he recompensado, pero si Dios quiere lo haré cuando regrese de la algazúa…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [dijo:] «… pues podré ocuparme de él». En este momento Sarkán se dio cuenta de que todo lo que le había dicho su hermana, la reina Nuzhat al-Zamán, era verdad. Calló lo que había ocurrido entre ambos y mandó al chambelán, su esposo, que la saludase en su nombre; ella le devolvió el saludo, le deseó toda suerte de felicidades y le preguntó por su hija Qúdiya Fa-Kan. Le hizo decir que se encontraba en buen estado y con perfecta salud. La madre dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y le quedó muy agradecida. Sarkán regresó al lado de su hermano para darle consejos acerca del orden de marcha. Le dijo: «¡Hermano! El ejército aún no se ha reunido y los beduinos afluyen desde todas las regiones». Después ordenó que se preparasen las provisiones y las reservas. Daw al-Makán fue a saludar a su esposa, con la que había convivido durante cinco meses, puso a sus órdenes secretarios e intendentes y le asignó rentas y beneficios. Tres meses después de la llegada del ejército de Siria, quedaron concentrados los beduinos y las tropas de todas las provincias.

Los ejércitos y los soldados emprendieron la marcha seguidos por las provisiones. El jefe de los soldados de Daylam se llamaba Rustem y el de los turcos, Bahram. Daw al-Makán iba en el centro; el ala derecha la mandaba su hermano, Sarkán, y el ala izquierda su cuñado, el chambelán. Marcharon durante un mes, haciendo un alto de tres días cada semana para descansar, ya que las tropas eran muy numerosas. Siguieron la marcha hasta llegar al país de los griegos. Los habitantes de la región, los mismos animales y los mendigos huyeron y fueron a buscar refugio en Constantinopla.

Cuando el rey Afridún se enteró de lo que pasaba, corrió a ver a Dat al-Dawahi, es decir, a aquella que había urdido las tretas y que había ido a Bagdad para dar muerte al rey Umar al-Numán y raptar a la reina Sofía, y que había conseguido regresar con todas a su país. Cuando estuvo al lado de su hijo, el rey de los griegos, y se consideró segura, le dijo: «Ya puedes vivir tranquilo, pues te he vengado de la deshonra de tu hija Ibriza, he dado muerte al rey Umar al-Numán y me he traído a Sofía. Vamos, disponte a reunirte con el rey de Constantinopla, entrégale su hija Sofía, refiérele todo lo ocurrido y poneos de acuerdo sobre las medidas que debéis adoptar. Yo visitaré también al rey Afridún de Constantinopla, pues creo que los musulmanes intentarán hacernos la guerra». Le dijo: «Espera a que se aproximen a nuestro país y entretanto tomaremos nuestras medidas».

Empezaron a reunir soldados y a prepararse. Cuando les llegó la noticia del avance de los musulmanes ya estaban dispuestos: reunieron sus tropas y emprendieron la marcha, yendo Dat al-Dawahi en las primeras filas. Al llegar a las inmediaciones de Constantinopla, el gran rey de ésta, Hardub, se enteró de la llegada de Afridún, rey de los griegos, y salió a recibirlo. Al entrevistarse éste con aquél le preguntó qué era lo que le ocurría y qué había motivado su viaje. Le contestó refiriéndole las tretas empleadas por Dat al-Dawahi, que ésta había asesinado al rey de los musulmanes y que se había apoderado de la reina Sofía. Añadió: «Los musulmanes han movilizado sus ejércitos y se acercan. Por eso he venido a reunirme contigo, para combatirlos de mutuo acuerdo».

El rey Afridún se alegró mucho de la llegada de su hija y de la muerte del rey Umar al-Numán. Mandó pedir tropas a todas las regiones, haciendo pública la causa por la cual había sido asesinado el rey Umar al-Numán. Los ejércitos cristianos acudieron rápidamente a su lado y antes de que hubiesen transcurrido tres meses ya estaban concentradas todas las tropas. Después llegaron los europeos de todas las regiones, como franceses, austríacos, raguseos, los de Zara, venecianos y genoveses y todos los demás ejércitos de los cristianos. Cuando todas estas tropas estuvieron reunidas, la tierra se vio incapaz de contenerlos, dado su gran número, y el gran rey Afridún mandó que saliesen de Constantinopla y emprendiesen la marcha. Los soldados fueron saliendo ininterrumpidamente durante diez días y avanzaron hasta acampar en un amplio valle situado cerca del mar Salado (el Mediterráneo). Permanecieron en él durante tres días y cuando, llegado el cuarto día, se disponían a reemprender la marcha les llegó la noticia del avance de los ejércitos del Islam y de los defensores de la nación del mejor de los hombres, [Mahoma] (¡Dios lo bendiga y lo salve!).

Ante esto continuaron acampados durante otros tres días; en el transcurso del cuarto vieron aparecer una polvareda que cubría el horizonte; una hora después el polvo desaparecía, la atmósfera quedaba diáfana y miríadas de lanzas, espadas y armas blancas rompieron la calígine: debajo se distinguían las banderas de los musulmanes y la enseña de los mahometanos; los caballeros avanzaban como si fuesen la marea en el mar y tú habrías dicho que sus corazas parecían nubes colgadas de la luna: los dos ejércitos se enfrentaron como si fuesen dos mares, cara a cara. El primero en lanzarse a la liza fue el visir Dandán acompañado por las tropas de Siria, que sumaban treinta mil hombres; al lado del visir se encontraban el almocadén de los turcos y el jefe de los daylamíes: Rustem y Bahram, con veinte mil caballeros. Detrás seguían los soldados de la región del mar Salado, protegidos por sus cotas de malla con las cuales parecían astros refulgentes en la noche sombría.

El ejército cristiano avanzaba invocando a Jesús, a María y a la odiada cruz. Se lanzaron contra el visir Dandán y las tropas sirias que lo flanqueaban. Todo esto era un plan de la vieja Dat al-Dawahi, ya que el rey, antes de ponerse en marcha, la había ido a visitar y le había preguntado: «¿Qué debemos hacer e intentar? Tú has provocado esta difícil situación». Ella había contestado: «Sabe, oh gran rey y sumo sacerdote, que voy a darte un consejo que ni el mismo demonio podría imaginar aunque pidiera auxilio a todos sus desgraciados secuaces».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ochenta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [continuó:] «Consiste en que mandes que cincuenta mil hombres embarquen y se dirijan por mar hasta la Montaña del Humo. Aquí permanecerán, sin alejarse de este lugar, hasta que os hayan atacado los guerreros del Islam. En este momento las tropas transportadas por mar marcharán contra aquéllos por la espalda, mientras nosotros les hacemos frente desde el interior. Así no se salvará ninguno de ellos, terminarán nuestras desgracias y nos quedaremos tranquilos». Las palabras de la vieja gustaron al rey Afridún, quien contestó: «Tu opinión es la certera, ¡oh la más astuta de las viejas, consejera de los brujos en los asuntos complicados!»

Apenas los ejércitos del Islam emprendieron el ataque en aquel valle cuando el fuego y las llamas hicieron presa en las tiendas y las espadas hicieron su obra en los cuerpos. Después llegaron los ejércitos de Bagdad y del Jurasán, compuestos por ciento veinte mil caballeros, a cuyo frente iba Daw al-Makán. Cuando los ejércitos infieles que estaban al lado del mar los vieron se lanzaron al ataque siguiendo sus pasos. Daw al-Makán, al verlos, gritó: «¡Media vuelta y a los infieles, seguidores del Profeta elegido! ¡Combatid a los incrédulos y a los enemigos obedeciendo así al Misericordioso, al Clemente!» Sarkán avanzaba con otro ejército musulmán fuerte de unos ciento veinte mil hombres. Por su parte las tropas infieles contaban con cerca de un millón seiscientos mil.

El corazón de los musulmanes se revestía de valor al mezclarse con los enemigos y sus soldados gritaban: «¡Dios nos ha prometido la victoria y ha destinado la derrota para los infieles!»; y a continuación entraban en la pelea con la espada y con la lanza. Sarkán atravesó las filas, atacó a millares y luchó de tal manera que al verlo hubiesen encanecido los niños; corría de un lado a otro entre los infieles y les daba terribles mandobles con su afilada espada al tiempo que gritaba: «¡Dios es grande!» El enemigo fue rechazado hasta la orilla del mar, sus fuerzas estaban agotadas y la religión del Islam alcanzó la victoria, mientras que las tropas combatían como si estuviesen compuestas por borrachos, a pesar de no haber bebido vino.

En esta batalla murieron cuarenta y cinco mil enemigos y tres mil quinientos musulmanes. El león de la religión, el rey Sarkán, y su hermano Daw al-Makán no pegaron ojo aquella noche; la pasaron dando buenas noticias a los soldados, preocupándose de los heridos, felicitándolos por la victoria alcanzada, por haber escapado con vida y por la recompensa que recibirían el día de la Resurrección. Esto es lo que hace referencia a los musulmanes.

He aquí lo que ocurrió al rey Afridún, señor de Constantinopla, al rey de los griegos y a su madre, la vieja Dat al-Dawahi: reunieron a los jefes de su ejército y se dijeron unos a otros: «Hubiéramos conseguido nuestro propósito y hubiéramos curado nuestro corazón; ha sido nuestra confianza en el número la que nos ha derrotado». La vieja Dat al-Dawahi les dijo: «Nada os puede ser útil sino es el aproximaros al Mesías y el reafirmaros en la verdadera fe. Juro, por el Mesías, que quien ha dado fuerzas al ejército de los musulmanes ha sido ese demonio del rey Sarkán». El rey Afridún intervino: «Mañana desplegaremos de nuevo nuestras filas y haremos que se adelante el célebre caballero Luqa b. Samlut; espero que en cuanto ataque el rey Sarkán le dé muerte y que mate a muchos otros paladines hasta que no quede ninguno. Esta noche os santificaré con el gran incienso». Al oír estas palabras los que estaban presentes besaron el suelo.

El incienso a que se refería estaba formado con las defecaciones del gran Patriarca de los descreídos. Ellos rivalizaban entre sí para conseguirlo y lo apreciaban mucho, hasta el punto de que los grandes patriarcas de los griegos las enviaban a todas las regiones de su país envueltas en pedazos de seda y mezcladas con almizcle y ámbar. Cuando los reyes se enteraban de que habían llegado las defecaciones, las compraban a mil dinares la dracma y llegaban hasta el punto de enviar mensajeros a por ellas, con el fin de poder disponer de incienso con que santificar las bodas. Los otros patriarcas mezclaban sus excrementos a los del Patriarca mayor, ya que los de éste no eran suficientes para las diez regiones. Los familiares de los reyes introducían una pequeña cantidad en el colirio para los ojos y curaban con él al enfermo y al que tenía dolores de vientre.

Al llegar la mañana y empezar a clarear la luz, los caballeros corrieron a coger las…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [corrieron a coger las] lanzas y el rey Afridún volvió junto a sus patricios y sus grandes, les regaló vestidos de honor, les hizo en la cara el signo de la cruz y los santificó con el incienso que se ha mencionado y que estaba hecho con los excrementos del gran Patriarca, del sacerdote más astuto. Una vez los hubo incensado llamó a Luqa b. Samlut, al que llamaban «Espada del Mesías», lo incensó con los excrementos, se los pasó por la cara y con el resto le impregnó el bigote. Este maldito Luqa era la persona más corpulenta del país de los griegos y el más hábil de todos éstos en tirar los venablos, en luchar con la espada, en el manejo de la lanza y en el combate singular; su aspecto era horroroso: su cara se asemejaba a la del asno, su físico recordaba al mono; tenía la figura de un espía; permanecer a su lado constituía un sacrificio mayor que el de alejarse del lado del amado; llevaba en sí la oscuridad de la noche; su aliento era desagradable; andaba achaparrado y podía llevar bien el nombre de infiel.

Se acercó al rey Afridún, le besó los pies y después se incorporó. El rey Afridún le dijo: «Quiero que desafíes a Sarkán, rey de Damasco e hijo de Umar al-Numán; así nos librarás de esta calamidad». Contestó: «Oír es obedecer». En seguida el rey le hizo la señal de la cruz y se creyó seguro de que en breve alcanzaría la victoria. El maldito Luqa abandonó al rey Afridún y fue a montar en un caballo alazán; iba vestido de rojo y llevaba una cota de oro cuajada de piedras preciosas; empuñaba una lanza de tres garfios, como si fuese el mismísimo diablo en la víspera del juicio final. Acompañado de sus tropas, que parecían marchar al encuentro del fuego eterno, avanzó mientras uno de ellos gritaba en árabe: «¡Conciudadanos de Mahoma! (¡Dios lo bendiga y lo salve!) ¡Adelántese vuestro paladín, la espada del Islam, Sarkán, señor de Damasco de Siria!» No había concluido aún sus palabras cuando un estruendo que todos oyeron conmovió el aire y el galope de un corcel hendió las dos filas recordando la victoria de Hunayn. Los miedosos se asustaron y volvieron la cara hacia aquella dirección: era el rey Sarkán, hijo del rey Umar al-Numán.

Cuando el rey Daw al-Makán había visto a aquel malvado en el campo y había oído al pregonero, se había dirigido a su hermano y le había dicho: «Es a ti a quien buscan». «Tanto mejor para mí», le había contestado. Al convencerse de que era así y al oír al pregonero que decía en el campo: «¡No combatirá más que con Sarkán!», se dieron cuenta de que aquel maldito era el campeador de los griegos, el que había jurado que barrería de la tierra a todos los musulmanes o que, de lo contrario, sería él el más desgraciado de todos los perdidos, puesto que era él quien encendía la animosidad en los corazones y quien atemorizaba con su aspecto a todos los soldados: turcos, daylamíes y kurdos. Sarkán se precipitó a su encuentro como si se tratase de un león furioso, a caballo de un corcel que corría como una gacela en el momento de la huida, y que le llevaba al encuentro de Luqa. Al estar delante de éste movió la lanza que empuñaba como si fuese una víbora y recitó estos versos:

Tengo un caballo alazán ágil y dócil a la rienda que te dejará satisfecho de su valor.

Una lanza bien recta en la cual cabalga la muerte.

Y una espada afilada que desde el momento en que la desenvaino suelta relámpagos.

Luqa no comprendió estas palabras ni el valor guerrero que encerraba la composición. Llevó la mano a la cara para palpar la cruz que le habían trazado; después besó la mano, empuñó la lanza y, dirigiéndola hacia Sarkán, cargó; cogió, luego, la lanza con una mano y la lanzó hacia arriba: los espectadores llegaron a perderla de vista, pero él la recogió con la otra mano como si fuese un prestidigitador; en seguida la tiró a Sarkán y salió disparada de su mano como si se tratara de una estrella fugaz.

Los musulmanes dieron un alarido y temieron por la vida de su paladín, pero éste, cuando llegó a su lado, la cogió en el aire y el entendimiento de los presentes quedó en suspenso. Sarkán la blandió con la misma mano con que la había cogido, con tal fuerza que parecía que la iba a partir, y la lanzó tan alto que se perdió de vista. La recogió con la otra mano en un abrir y cerrar de ojos y dando un grito que le salía del fondo del alma gritó: «¡Juro por Quien ha creado los siete cielos que haré en este maldito un escarmiento tal que se hablará de él en todos los países!» Le arrojó la lanza y Luqa quiso recogerla de la misma manera como Sarkán lo había hecho: levantó el brazo para agarrarla en el aire y Sarkán aprovechó este momento para arrojarle la segunda: ésta hizo blanco en el centro de la cruz que llevaba trazada en el rostro y Dios se apresuró a despachar su alma hacia el infierno (¡qué pésima morada!). Los infieles, al ver que Luqa b. Samlut había caído muerto, se abofetearon la cara, se lamentaron, se plañeron y pidieron auxilio a los patriarcas de los conventos…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [pidieron auxilio] diciendo: «¿Dónde están las cruces? ¿Adónde han ido a parar los sacrificios de los monjes?» Después, reuniéndose todos, empuñaron las espadas y las lanzas y se lanzaron a la lucha y al combate: los soldados cargaron contra los soldados y los pechos sirvieron de suelo a los cascos de los caballos; las lanzas y las espadas tuvieron la palabra: los brazos y el pulso se debilitaron, mientras los caballos parecía que habían sido creados sin piernas[62]. El tambor de la guerra no cesó de redoblar al combate hasta que todos los brazos quedaron extenuados, el día se extinguió y llegó la noche con sus tinieblas: los dos ejércitos se separaron.

Todos los valientes estaban ebrios del ardor con que habían manejado la espada y la lanza, y la tierra quedaba llena de muertos; los heridos eran tantos que apenas se los podía distinguir de los muertos. Sarkán corrió a reunirse con su hermano Daw al-Makán, con el chambelán y con el visir Dandán. Sarkán dijo a su hermano Daw al-Makán y al chambelán: «¡Dios ha abierto una puerta para la ruina de los infieles! ¡Loado sea el Señor de los Mundos!» Daw al-Makán le dijo: «¡No dejemos de dar gracias a Dios por haber alejado la guerra de los árabes y de los no árabes! Las gentes hablarán generación tras generación de lo que has hecho con el maldito Luqa, el falsificador del Evangelio; referirán cómo cogiste la lanza en el aire y cómo heriste, entre los hombros, al enemigo de Dios; quedará constancia de tu valentía hasta el fin de los siglos».

Sarkán dijo: «¡Oh, gran chambelán y almocadén valeroso!» Añadió: «Reúnete con el visir Dandán: coged veinte mil caballeros y marchad siete parasangas en dirección al mar. Id a marchas forzadas hasta llegar cerca de la costa y colocaos a dos parasangas de distancia del enemigo. Permaneced escondidos aprovechando las anfractuosidades del terreno hasta que oigáis el ruido que hacen los infieles al desembarcar de sus buques, hasta que oigáis gritos por todas partes, pues ya habrá empezado la batalla entre nosotros y ellos. Cuando veáis que nuestro ejército emprende la retirada, como si hubiese sido vencido, y que los infieles avanzan en su persecución por todas partes, incluso desde la playa, apostaos para la emboscada. Cuando veas una bandera con la inscripción “No hay Dios sino el Dios y Mahoma es el mensajero de Dios (¡Dios lo bendiga y lo salve!)”, iza la bandera verde, grita: “¡Dios es grande!” y cargando a retaguardia de los enemigos esfuérzate en impedir que los infieles puedan pasar entre los derrotados y el mar». Contestó: «Oír es obedecer».

Se pusieron en seguida de acuerdo sobre los detalles del asunto. Después se prepararon y emprendieron la marcha. El chambelán iba acompañado por el visir Dandán y veinte mil hombres, de acuerdo con lo que había ordenado el rey Sarkán. Al amanecer los cristianos montaron a caballo con las espadas desenvainadas, empuñando las lanzas, y llevando el armamento completo se desparramaron por las colinas y los valles. Los sacerdotes gritaron, las cabezas se descubrieron y las cruces se enarbolaron encima de las velas de los buques que afluyeron de todas partes hacia la costa: desembarcaron los caballos y se dispusieron al ataque. Brillaron las espadas, los ejércitos se pusieron en movimiento y las llamaradas de las lanzas se reflejaron en las corazas. La volandera molió los hombres y los caballeros, las cabezas saltaron de los cuerpos, las lenguas enmudecieron, los ojos se cerraron, las vesículas de la hiel reventaron; los golpes hicieron volar los cráneos, cortaron las muñecas, los caballos nadaron en sangre y los hombres se mesaron las barbas. Los soldados del Islam invocaban la bendición y la salud para nuestro señor, Mahoma, el mejor de los hombres, y alababan al Misericordioso por los beneficios que concede. Los soldados infieles loaban a la cruz, el ángulo, el vino y a quien lo exprime, a los sacerdotes, a los monjes, a la Palma y al Metropolitano.

Daw al-Makán y Sarkán se replegaron seguidos por su ejército, aparentado ante el enemigo que habían sido vencidos. Las tropas infieles aumentaron su presión, creyéndolos vencidos, y se dispusieron a rematar la victoria. Los musulmanes recitaron el principio de la azora de la Vaca[63] y los muertos desaparecieron debajo de los cascos de los caballos. Un pregonero de los griegos gritó: «¡Adoradores del Mesías! ¡Vosotros! ¡Los que estáis en posesión de la religión verdadera! ¡Servidores del Metropolitano! El auxilio divino se muestra bien patente: los ejércitos del Islam emprenden la fuga. ¡No os separéis de su zaga! ¡Heridlos en la nuca con las espadas! ¡No os despeguéis de sus talones! De otro modo no seríais dignos del Mesías, hijo de María, que habló desde la cuna». Afridún, rey de Constantinopla, creyó que el ejército de los infieles había conseguido la victoria, sin sospechar que todo era una estratagema de los musulmanes. Despachó un mensajero al rey de los griegos para que le augurase la victoria y dijese en su nombre: «Las defecaciones del gran Metropolitano nos han sido muy útiles, ya que su olor ha emanado de la barba y del bigote de los adoradores de la cruz, presentes o ausentes. Juro por los milagros cristianos de María y por las aguas bautismales que no he de dejar con vida a un solo soldado musulmán, y estoy decidido a cumplir mi propósito». El mensajero se fue con esta comisión. Después los cristianos se dieron ánimos unos a otros diciéndose: «¡Venguemos a Luqa!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que por su lado el rey de los griegos incitaba a vengar a Ibriza. En este momento el rey Daw al-Makán gritó y dijo: «¡Adoradores del Sumo remunerador! ¡Atacad a los infieles y a los descreídos con la espada y con la lanza!» Los musulmanes volvieron a la carga contra los infieles, dando trabajo a las afiladas espadas. Un pregonero de los musulmanes decía: «¡Adelante contra los enemigos de la religión, oh fieles del Profeta elegido! ¡Ahora es el momento de satisfacer al Generoso, al Indulgente! ¡Los que esperáis salvaros en el día del juicio final! ¡Recordad que el paraíso está en la sombra de vuestras espadas!» Sarkán cargó al frente de los suyos contra los infieles, les cerró el camino y corrió entre las filas. En este momento apareció un caballero muy hermoso que había dado un rodeo y había hendido las filas de los infieles, combatiendo contra ellos y dando tales golpes que iba sembrando la tierra de cabezas y de troncos; atemorizando al enemigo y haciéndole inclinar el cuello ante sus golpes. Empuñaba dos espadas: una era su propia mirada y la otra su tizona; sujetaba dos lanzas: la de acero y la formada por su propio talle; sus cabellos eran tan numerosos como los enemigos, tal como dijo el poeta:

La cabellera no es hermosa si, en el día de la batalla, no se extiende por los dos lados.

de la cerviz de un joven que empuña la lanza con la que abreva al enemigo de grandes bigotes.

O como dijo otro poeta:

Cuando ciñó la espada le dijo: «Te basta con la espada de tu mirada y puedes prescindir de la de acero».

Pero contestó: «La espada de mi mirar la reservo para el enamorado y la otra es para aquel que nunca ha conocido la alegría del amor».

Sarkán al verlo exclamó: «¡El Corán y las aleyas del Misericordioso te protejan! ¿Quién eres, oh caballero de los caballeros? Tus actos satisfacen al Sumo remunerador al que nada está oculto. ¿Cómo has caído entre los infieles y los rebeldes a Dios?» El caballero le gritó: «¡Ayer celebraste un pacto conmigo! ¡Qué pronto lo has olvidado!» Levantó el yelmo que cubría su cara lo suficiente como para que apareciese la belleza que ocultaba: era Daw al-Makán. Sarkán se alegró al verlo, pero, al mismo tiempo, temió que le ocurriese un percance en los choques entre paladines y en el cuerpo a cuerpo de los valientes; lo temía por dos razones: primero porque aún era muy joven y había que reservarlo del mal de ojo, y la segunda porque su vida era esencial para la continuidad del reino. Le dijo: «¡Rey! Te has expuesto demasiado al peligro. Acerca tu caballo al mío, que no te veo a seguro de la furia de los enemigos. Lo más conveniente es que no salgas de las líneas para lanzar tus certeras flechas». Daw al-Makán le contestó: «He querido parangonarme contigo en la lucha y exponerme al enemigo bajo tu mirada».

El ejército del Islam se pegó al de los infieles, lo rodeó por todas partes y lo combatió con ardor, rompiendo la espina dorsal de la impiedad, de la terquedad y de la corrupción. El rey Afridún se llenó de pesar al ver cómo se desarrollaba la lucha y cómo los griegos volvían la espalda y emprendían la huida en busca de los navíos. En este preciso momento salió, desde la orilla del mar, un ejército a cuyo frente iba el visir Dandán, campeón de campeones, arremetiendo con la espada y con la lanza. Lo mismo hacía el príncipe Bahram, jefe de los distritos de Siria, acompañado por veinte mil valientes. Los ejércitos del Islam los rodearon por todos los lados, por delante y por detrás, y una división de musulmanes se lanzó contra los que estaban en las naves, sembrando la muerte entre ellos.

Los cristianos se arrojaron al mar y fueron matados en gran número más de cien mil cerdos. No escapó con vida ninguno de sus héroes, fuese pequeño o grande. Los musulmanes se apoderaron de sus naves con todo lo que transportaban: riquezas, tesoros y mercancías, a excepción de veinte navíos que consiguieron escapar. Aquel día los musulmanes obtuvieron un botín tal como nadie lo había conseguido en los tiempos pretéritos, como tampoco nadie había oído un relato semejante al de aquella guerra y al de aquellos combates. Entre otras cosas se apoderaron de cincuenta mil caballos, sin contar los tesoros y las presas, que no se podían evaluar ni calcular. Se alegraron mucho por ello y por el favor que Dios les había dispensado al auxiliarlos y concederles la victoria. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a los vencidos: Llegaron a Constantinopla, cuyos habitantes habían recibido noticias de que el rey Afridún había vencido a los musulmanes. La vieja Dat al-Dawahi había dicho: «Yo sé que mi hijo, el rey de los griegos, es invencible, que no teme a los ejércitos musulmanes y que hará que todos los habitantes de la tierra vuelvan a profesar la religión cristiana». Después, la vieja había mandado al rey Afridún que engalanase la ciudad; en seguida empezaron las manifestaciones de alegría y se dedicaron a beber vino sin saber lo que el destino había decidido.

Mientras estaban en plena orgía, graznó el cuervo de la aflicción y de las penas, pues llegaron los veinte buques que habían conseguido huir y en los cuales regresaba el rey de los griegos. El rey Afridún, señor de Constantinopla, corrió a la playa para recibirlos y ellos le refirieron todo lo que les había ocurrido con los musulmanes. Empezaron los llantos y los gemidos y la algazara se transformó en pena y aflicción. Le contaron que Luqa b. Samlut había sido víctima de la desgracia y blanco de la certera flecha de la muerte. El rey Afridún se desesperó y comprendió que el árbol torcido río se puede enderezar. Se pusieron de luto, hicieron el elogio de los muertos, y los sollozos y los llantos se oyeron por doquier. Cuando el rey de los griegos se presentó ante Afridún le refirió lo que había sido mera estratagema y astucia. Terminó: «No esperes que vengan más soldados de los que aquí están». Al oír el rey Afridún estas palabras cayó desmayado y su nariz, de despecho, se le alargó hasta los pies.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al volver en sí el miedo le revolvió el estómago y fue a quejarse a la vieja Dat al-Dawahi. Esta maldita, la más bruja de las brujas, experta en la magia negra y en la calumnia; astuta, libertina y traidora, tenía un hálito que hedía, parpados encarnados, mejillas amarillas, faz oscura, mirada atravesada, cuerpo sarnoso, cabellos grises, torso encorvado, color incierto y mocos que fluían de continuo; pero sabía leer los libros musulmanes y había ido a visitar la Meca, la casa sagrada de Dios, para poder estudiar la religión musulmana y conocer las aleyas del Corán; había vivido dos años en Jerusalén para sorprender los secretos de los hombres y de los genios: y era en suma la mayor calamidad y desgracia entonces existente: carecía de fe y de religión y vivía por lo general en la corte de su hijo, el rey de los griegos, Hardub, debido a las jóvenes vírgenes que había en su palacio, ya que amaba los tactos impuros y si esto le faltaba se sentía deshecha.

Enseñaba la ciencia a las jóvenes que le gustaban y las frotaba con azafrán hasta que el gran placer les hacía perder el sentido durante un rato; beneficiaba a aquellas que le satisfacían e interesaba a su hijo en su favor; en cambio, imaginaba toda suerte de medios para perder a aquellas que no le hacían caso. Por esto había enseñado a Marchana, Rayhana y Utrucha, servidoras de Ibriza. Ésta siempre había odiado a la vieja y nunca había querido dormir con ella, ya que sus sobacos hedían, el olor de sus flatulencias era peor que el de una carroña y su cuerpo era más rugoso que el de la palma; ella regalaba piedras preciosas e instruía a quienes se pegaban a ella, pero Ibriza siempre la había rehuido buscando refugio en el Sabio y Omnisciente. ¡Qué bien lo dice el poeta!:

Ese que delante del rico se humilla y ante el pobre se crece

y que disimula sus torpezas con dinero, debe saber que el perfumar lo corrupto no quita la hediondez.

Pero volvamos al relato de sus añagazas y al de las calamidades por ella causadas: se puso en camino acompañada por los magnates y los soldados cristianos y se dirigió al encuentro del ejército musulmán. Después de haber hablado con ella, el rey Afridún fue a ver al rey de los griegos y le dijo: «¡Oh, rey! No necesitamos para nada ni al Patriarca ni sus rezos. Ahora obraremos según el consejo de mi madre, Dat al-Dawahi, y veremos qué es lo que hará, con su ilimitada astucia, a los ejércitos musulmanes que llegarán en breve, con toda su fuerza, ante nosotros y nos sitiarán». Cuando el rey Afridún oyó estas palabras se quedó patidifuso de terror y escribió en seguida a todos los países cristianos de este tenor: «Ni un solo cristiano, ni uno solo de los secuaces de la Cruz debe excusarse, y muy en especial aquellos que viven en castillos y fortalezas. Infantes y caballeros, mujeres y niños deben venir a reunirse con nosotros, pues los ejércitos musulmanes han invadido nuestro territorio. ¡Corred! ¡Corred antes de que acaezca lo que se teme!» Esto es lo que a ellos hace referencia.

He aquí lo que se refiere a la vieja Dat al-Dawahi: Salió de la ciudad con sus acompañantes y disfrazó a éstos de mercaderes musulmanes; llevaba consigo cien mulos cargados con telas de Antioquía, raso brillante, brocados y otras cosas. El rey Afridún le había dado un salvoconducto en que se decía; «Éstos son comerciantes sirios que han residido en nuestro territorio. Nadie debe causarles molestias exigiéndoles tributos u otras cosas hasta que lleguen a su país. Se les concede seguridad, ya que los comerciantes hacen prosperar la nación y son gentes pacíficas y correctas». Después la maldita Dat al-Dawahi dijo a quienes la acompañaban: «Voy a urdir una treta para aniquilar a los musulmanes». «¿En qué consiste, reina? Manda lo que quieras y obedeceremos, ya que estamos a tus órdenes. ¡Ojalá el Mesías no frustre tu obra!», le respondieron.

Se puso un vestido de lana blanca muy tersa, se frotó la frente hasta dejar una señal en ella y la embadurnó con una pomada que ella misma había preparado y que la hacía brillar. La maldita era delgada, tenía los ojos hundidos; se ató las piernas por encima de los tobillos y así anduvo hasta llegar cerca del ejército musulmán; entonces se quitó la cuerda que oprimía sus piernas y que había dejado una huella profunda; se puso una pomada especial y mandó a sus acompañantes que la apaleasen con toda su fuerza y que después la encerrasen en una caja. Le dijeron: «¿Cómo hemos de pegarte si tú eres nuestra señora, Dat al-Dawahi, la madre del gran rey?». Contestó: «No se injuria ni se molesta a quien corre a satisfacer sus necesidades; la necesidad hace lícitas las cosas que no lo son; en cuanto me hayáis encerrado en la caja, ponedla con los demás bultos, colocadla a lomos de un mulo y llevadla hacia donde está el ejército del Islam.

»No temáis ningún reproche. Si os encontráis con algún musulmán, entregadle los mulos con las riquezas que transportan y marchad a ver a su rey, Daw al-Makán; pedidle ayuda y decid: “Hemos estado en país de infieles y nadie nos ha molestado, sino todo lo contrario: su rey nos ha dado un salvoconducto firmado por él para que nadie nos incomodase y ¿cómo, pues, habéis de quitamos vosotros nuestros bienes? Aquí está el salvoconducto que nos han dado prohibiendo que nadie nos moleste”. Si os preguntan por las ganancias que habéis realizado en el país de los cristianos, responded: “Hemos conseguido redimir a un asceta que se encontraba encerrado en una mazmorra subterránea, en la que ha pasado más de quince años pidiendo siempre socorro sin recibir más que el tormento que los infieles le infligían día y noche. Nosotros no sabíamos nada de todo esto y estuvimos en Constantinopla vendiendo nuestras mercancías y comprando otras durante algún tiempo.

»“Una noche en que hablábamos de la inminencia de nuestro regreso a la patria y en la que no pegamos el ojo vimos que en la pared había el retrato de un hombre; nos acercamos para contemplarla: se movía y nos dijo: ‘¡Musulmanes! ¿Hay alguno de vosotros que esté dispuesto a tener relaciones con el Señor de los Mundos?’ Preguntamos: ‘¿Y qué hemos de hacer?’ Contestó: ‘Dios me ha permitido dirigiros la palabra para así aumentar vuestra fe y reafirmar vuestra religión. Abandonad el país de los infieles y marchad al encuentro del ejército de los musulmanes en el cual se encuentra la Espada del Misericordioso, el héroe de todas las épocas, el rey Sarkán: él es quien ha de conquistar Constantinopla y ha de aniquilar la religión de los cristianos. Cuando hayáis andado tres días encontraréis un convento que se llama Matruhina, en el cual hay una celda: buscadla con pureza de intención, emplead la astucia y hacedlo con ánimo decidido, pues en ella está encerrado un asceta jerosolimitano que se llama Abd Allah: es una de las personas más religiosas que existen y tiene toda clase de carismas; hacen desaparecer todas las dudas y las vacilaciones. Un monje lo engañó y lo encerró en dicha mazmorra, en la que lleva ya largo tiempo. Quien lo rescate hará una de las acciones más meritorias de la guerra santa’ ”». Una vez la vieja se hubo puesto de acuerdo con los que la acompañaban acerca de este extremo, siguió: «Cuando el rey Sarkán os haya prestado su atención seguid: “Al ver que la imagen hablaba de esta manera, nos dimos cuenta de que era…”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja siguió exhortándolos a que dijeran:] «“…era uno de los mayores santos y uno de los más puros adoradores de Dios. Viajamos durante tres días, al cabo de los cuales encontramos el convento y nos dirigimos hacia él. Empleamos aquel día en comprar y vender, según es uso cíe los comerciantes, y cuando el día se marchó y llegó la noche con sus tinieblas nos dirigimos hacia el minarete en el que estaba la mazmorra. Oímos recitar las aleyas del Corán y después estos versos:

Sufro una injusticia y mi pecho está lleno de angustia que ha invadido, cual un mar, mi corazón.

Si no ha de llegar pronto la liberación, venga presto la muerte, que es más amable que las desgracias.

¡Oh, relámpago! ¡Ojalá vinieses a casa trayendo en tu luz albricias!

¿Cuál debe ser el camino para llegar al lugar de la cita si para llegar hasta nos hay que afrontar guerras y una fortísima puerta cerrada?

Lleva a nuestros amigos un saludo y diles que estoy prisionero en un remoto convento de cristianos”».

Después la vieja añadió: «Una vez me hayáis introducido entre los soldados musulmanes, yo sabré idear una treta que los ha de confundir hasta el punto de que podremos matarlos a todos, hasta el último». Cuando los cristianos hubieron oído las palabras de la vieja, le besaron las manos, la metieron en la caja después de haberle dado una tanda de palos muy dolorosos, siguiendo así su voluntad, ya que ellos tenían la obligación de obedecerla. Después se dirigieron al encuentro del ejército de los musulmanes conforme hemos dicho. Esto es lo que se refiere a la maldita Dat al-Dawahi y sus acompañantes.

He aquí lo que hace referencia al ejército de los musulmanes: Cuando Dios les hubo concedido la victoria sobre sus enemigos y hubieron cogido como botín todos los tesoros y riquezas que contenían las naves, se reunieron en consejo. Daw al-Makán dijo a su hermano: «Dios (¡alabado y ensalzado sea!) nos ha concedido la victoria a causa de nuestra equidad y de nuestra mutua condescendencia. ¡Sarkán! Procura obedecer en todo a Dios». «De buen grado lo haré —respondió alargando la mano a su hermano. Añadió—: Si tienes un hijo varón, le concederé la mano de mi hija Qúdiya Fa-Kan.» Daw al-Makán se alegró mucho al oír esto y se felicitaron mutuamente por la victoria conseguida sobre los enemigos.

El visir Dandán, felicitando a Sarkán y a su hermano, les dijo: «Sabed, reyes, que Dios (¡loado y ensalzado sea!) nos ha concedido la victoria porque nos hemos ofrecido a él abandonando la familia y la patria. Soy de la opinión de perseguirlos, sitiarlos y combatirlos. ¡Tal vez Dios nos permita alcanzar nuestro deseo! Sólo consiste en aniquilar a nuestros enemigos. Si os parece bien, embarcad en estos navíos y navegad hasta llegar a Constantinopla; nosotros iremos por tierra y estaremos dispuestos a luchar, combatir y pelear». El visir Dandán siguió incitándolos a la lucha y recitó estas palabras del poeta:

El bien mejor consiste en combatir a los enemigos y ser llevado a lomos del corcel.

¡Cuántos mensajeros y cuántos amantes se presentan sin haber sido citados!

Otro poeta ha dicho:

Si viviese largo tiempo tendría por madre a la guerra, por hermano a la espada y por padre a la lanza,

como todo valiente que, sonriendo, espera a la muerte como si él, a través de ésta, alcanzase el mejor de los fines.

Una vez hubo terminado el visir Dandán de recitar estos versos dijo: «¡Gloria a Aquel que nos ha auxiliado a conseguir la victoria, al Poderoso que nos ha concedido un botín de oro y de plata!» Daw al-Makán dio orden al ejército de ponerse en camino y éste se dirigió hacia Constantinopla. Avanzaron a marchas forzadas hasta que llegaron a una amplia y hermosa pradera en la que los animales corrían de un lado a otro y en la que las gacelas correteaban. Habían cruzado grandes estepas y habían estado privados de agua durante seis días, y por esto, cuando divisaron aquella pradera, cuando contemplaron el agua corriente de las fuentes y los frutos tan apetitosos que daba aquella tierra que parecía ser un paraíso con sus mejores galas y adornos, entonces sus miembros se sintieron embriagados de las dulzuras de aquellas sombras y se plegaron y se relajaron al sentir la caricia del céfiro. El entendimiento y la vista quedaron estupefactos, conforme dice el poeta:

Observa el jardín sonriente: da la impresión de haberse cubierto con un manto verde.

Míralo con tus propios ojos: no verás más que una alberca por la que corre el agua.

Te consideras todopoderoso a la sombra de sus árboles, pues, dondequiera que vas, tienes encima de la cabeza un toldo.

¡Qué hermoso es lo que ha dicho otro poeta!

El río es una mejilla que se sonroja con los rayos del sol y a la que la sombra del sauce hace el oficio del bozo.

El agua que cruza al pie de las ramas parece que les ponga ajorcas de plata, y las flores, la diadema.

Daw al-Makán contempló aquella pradera llena de árboles y de flores brillantes; al oír el gorjeo de los pájaros se dirigió a su hermano Sarkán y le dijo: «Damasco no tiene un lugar que pueda compararse con éste. Permanezcamos en él durante tres días y descansemos para que los soldados del Islam recobren sus fuerzas y se pongan en condiciones de arremeter a los malditos infieles». Después de acampar oyeron unas voces a lo lejos. Daw al-Makán preguntó de qué se trataba y se le respondió: «Una caravana de comerciantes sirios estaba acampada, descansando, en este lugar. Los soldados los han encontrado y se han apoderado de parte de sus mercancías, puesto que están en tierra de infieles». Al cabo de un rato los comerciantes se presentaron gritando e invocando el auxilio del rey.

Daw al-Makán; al ver el cariz que tomaba el asunto, mandó que los llevasen a su presencia. Una vez delante del rey, dijeron: «¡Oh, rey! Hemos estado en país de infieles y no se nos ha quitado nada; ¿cómo, pues, han de robarnos los bienes nuestros compatriotas, los musulmanes? Al ver a vuestro ejército nos hemos acercado, pero nos han arrebatado todo lo que teníamos. Ya te hemos explicado todo lo que nos ha ocurrido». A continuación le mostraron el salvoconducto del rey de Constantinopla. Sarkán lo cogió, lo leyó y contestó: «Os devolveremos lo que os hemos quitado, a pesar de que no debíais haber llevado ninguna mercancía al país de los infieles». Respondieron: «¡Señor nuestro! Dios ha sido quien nos ha conducido a su país para conseguir lo que ningún conquistador ha conseguido, ni tan siquiera vosotros en esta algazúa».

Sarkán preguntó: «¿Qué es lo que habéis obtenido?» «Te lo revelaremos a solas, ya que si este asunto se divulgase entre las gentes y alguien llegase a saberlo, sería la causa de vuestra perdición y de la ruina de cuantos musulmanes se dirigiesen al país de los griegos». Ellos habían escondido la caja en la que se encontraba la maldita Dat al-Dawahi. Daw al-Makán y su hermano se quedaron a solas con los comerciantes y éstos les contaron la historia del asceta, con tales lágrimas que contagiaron el llanto a sus oyentes.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y cinco, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que todo se lo refirieron de acuerdo con lo que les había dicho la bruja de Dat al-Dawahi. El corazón de Sarkán se enterneció y se apiadó de lo ocurrido al asceta. Se puso de pie, dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y les preguntó: «¿Habéis libertado al asceta o bien está aún en el convento?» «Lo hemos libertado y hemos matado al superior del convento por temor de que nos ocurriese algo; hemos huido rápidamente para escapar a una muerte prematura. Una persona digna de crédito nos ha dicho que en ese convento hay grandes cantidades de oro, de plata y de piedras preciosas.» Dicho esto fueron a buscar la caja, la abrieron y sacaron a aquella malvada, que parecía ser una cañafistula de tan negra y delgada como era; estaba cargada de grillos y cadenas. Cuando Daw al-Makán y quienes estaban presentes la contemplaron, creyeron que se trataba de uno de esos hombres consagrados a la devoción, de uno de los ascetas más virtuosos, muy en especial porque su frente relucía con la pomada que se había puesto en toda la cara. Daw al-Makán y su hermano lloraron mucho; se dirigieron hacia ella sollozando, le besaron las manos y los pies. Les hizo un gesto y les dijo: «Dejad de llorar y prestad atención a lo que os voy a decir».

Obedeciendo a su deseo, dejaron de llorar. Dijo: «Sabed que estoy contento con lo que mi Señor me ha destinado, pues acepto las desgracias como una prueba que Él (¡loado y ensalzado sea!) me envía. Aquel que no tiene paciencia para soportar las contrariedades y las pruebas no entrará en el jardín de las delicias. Deseaba regresar a mi país, no para poner fin a las penas que me afligían, sino para poder morir bajo los cascos de los caballos de aquellos que luchan en la guerra santa, de aquellos que al expirar empiezan una nueva vida y mueren». A continuación recitó estos versos:

La fortaleza es el monte Sinaí y se ha encendido la guerra. Tú eres Moisés y ésta era la época fijada.

Arroja el bastón que engulle todo lo que hacen; y no temas, ya que los lazos de las gentes no son serpientes.

En el día de la batalla, lee las filas de los enemigos como si se tratase de azoras, pues tu espada, al caer en las nucas del enemigo, forma las aleyas.

Una vez la vieja hubo terminado con estos versos, las lágrimas empezaron a correr por sus ojos; su frente, gracias a la pomada, brillaba intensamente. Sarkán se acercó a ella, le besó la mano y la invitó a comer. La vieja rehusó y dijo: «Desde hace quince años no he roto el ayuno diurno: ¿cómo he de romperlo ahora en que el Señor me ha librado de la prisión de los infieles salvándome de aquello que era más doloroso que el mismo tormento del fuego? Esperaré hasta la puesta del sol». Al atardecer, Sarkán y Daw al-Makán le llevaron la cena y le dijeron: «¡Come, asceta!» Respondió: «Ahora no es el momento de comer, sino el momento de adorar al Rey que da la recompensa». Se orientó hacia el mihrab y rezó durante toda la noche. Siguió en esta situación durante tres días con sus noches, sin sentarse más que en el momento de la fórmula final. Cuando Daw al-Makán vio esto, quedó convencido de su gran fe y dijo a Sarkán: «Levanta una tienda de cuero para ese asceta y pon un criado a su servicio».

Al cuarto día pidió que le sirviesen de comer. Le llevaron todos los platos que podía desear y que regocijaban la vista; Sólo comió un panecillo con sal y en seguida volvió a ayunar. Al llegar la noche se puso a orar. Sarkán dijo a Daw al-Makán: «De este hombre sólo sé decir que es un asceta con todas las de la ley. Si no estuviésemos en la guerra santa no me apartaría de su lado y me pondría a su servicio para adorar a Dios hasta la muerte. Me gustaría entrar en su tienda para hablar con él un rato». Daw al-Makán contestó: «Tengo el mismo deseo, y como mañana debemos reemprender la algazúa contra Constantinopla, no hay momento más apropiado que éste». Dandán intervino: «También a mí me gustaría ver a este asceta; tal vez él me consiga la gracia de morir en la guerra santa y en breve pueda dirigirme al encuentro de mi Señor, pues ya he renunciado al mundo».

Cuando la noche desplegó sus tinieblas entraron en la tienda de la bruja Dat al-Dawahi y la encontraron de pie, rezando. Se acercaron llorando de compasión. Ella no les hizo caso hasta mediada la noche, en que terminó la oración. Volviéndose hacia ellos los saludó y les dijo: «¿Por qué habéis venido?» «¡Oh, asceta! ¿Has oído cómo llorábamos a tu alrededor?» «Quien vive en presencia de Dios está ajeno a las realidades de este mundo y no puede oír a nadie, ni tan siquiera verlo.» Le dijeron: «Desearíamos saber cómo te cautivaron y además que rezases por nosotros esta noche; esto último nos es más agradable que el propio reino de Constantinopla».

Al oír estas palabras exclamó: «¡Por Dios! Si no fuerais los jefes de los musulmanes, jamás os lo contaría, ya que sólo pido auxilio a Dios; os contaré, sólo en atención a vuestro rango, cómo fui hecho prisionero. Sabed que vivía en Jerusalén con algunos santones y derviches. Yo no me las daba de ser superior a ellos, pues Dios (¡gloriado y ensalzado sea!) me ha hecho modesto y asceta. Una noche me dirigí al mar y empecé a andar por encima de las aguas. No sé cómo me enorgullecí y me dije: “¿Quién puede andar como yo por encima de las aguas?” Desde entonces mi corazón se endureció y Dios me puso a prueba inspirándome el deseo de viajar. Me dirigí al país de los griegos y recorrí todas sus comarcas durante un año entero y adoré a Dios en todos los lugares por los que pasé.

»Al llegar a esta región subí a ese monte en el cual se encuentra el convento de un fraile llamado Matruhina. Éste, al verme, salió a mi encuentro, me besó la mano y el pie y dijo: “Te he visto desde el momento en que llegaste al país de los griegos y me has hecho entrar ganas de conocer las tierras del Islam”. Luego me cogió de la mano y entró conmigo en el convento; después me acompañó a una habitación lóbrega. Una vez dentro, cuando me vio distraído, salió de imprevisto, cerró la puerta y me dejó en ella, sin comida ni bebida durante cuarenta días, pues quería matarme de inanición. Al cabo de algún tiempo llegó a aquel convento un patricio llamado Deciano acompañado por diez jóvenes y por una muchacha llamada Tamatil, que era de una hermosura singular. Una vez dentro del convento, el monje Matruhina les contó mi caso. El patricio le dijo: “Sácalo, pues ya no debe de haber más carne que la que puede comer un pájaro”.

»Abrieron la puerta de aquella lóbrega habitación y me hallaron postrado en la dirección del mihrab, rezando, recitando textos coránicos, alabando a Dios y humillándome ante Él (¡ensalzado sea!). Al verme en esta situación Matruhina exclamó: “¡Éste es un brujo!” Al oír los otros estas palabras, vinieron todos corriendo y entraron en mi habitación. Deciano y sus compañeros me apalearon de mala manera. Yo sólo quería morir y me decía: “Éste es el castigo de aquel que se enorgullece y se ensoberbece de los bienes que estando fuera de su propio alcance le concede su Señor. Tú, alma mía, has sido presa del orgullo y de la soberbia. ¿No sabías que la soberbia enoja al Señor, endurece el corazón y conduce al hombre al infierno?” Después de haberme apaleado me dejaron en mi lugar: una mazmorra subterránea de aquella casa, en la que cada día me echaban un pan de cebada y un poco de agua potable.

»Cada mes o dos venía el patricio a visitar el convento. Su hija Tamatil se había hecho mayor. Cuando la vi por primera vez tenía nueve años, y, como yo he pasado quince en prisión, tiene ahora veinticuatro. Ni en nuestro país, ni en el país de los griegos, hay otra más hermosa que ella. Su padre teme que el rey se la arrebate, ya que ella se ha consagrado al Mesías. A pesar de esto monta a caballo con su padre, vestida de hombre como un verdadero caballero, y no tiene rival que la venza en hermosura; quienes la ven no se enteran de que se trata de una mujer. Su padre ha donado todos sus bienes a ese convento, ya que quienes poseen tesoros los depositan en él. Allí he visto toda clase de oro, de plata, de pedrerías y de vasos como sólo Dios puede enumerar. Vosotros sois más dignos de ellos que esos infieles. ¡Apoderaos de lo que ese convento encierra y distribuidlo entre los musulmanes, en especial entre aquellos que hacen la guerra santa!

»Cuando aquellos comerciantes llegaron a Constantinopla y hubieron vendido todas sus mercancías, la imagen pintada en la pared les dirigió la palabra gracias a un carisma que Dios me ha querido conceder. Fueron al convento, mataron al patriarca Matruhina después de haberle arrancado la barba, después de haberle infligido los peores tormentos y de haberle hecho indicar el lugar en que yo me encontraba; me libertaron y no les quedó más remedio que emprender la huida ante el peligro de perder prematuramente la vida. Mañana por la noche, según su costumbre, Tamatil irá al convento; en él se le reunirá su padre con los pajes, ya que teme por ella. Si queréis comprobar todo esto, llevadme con vosotros y yo os entregaré los tesoros y los bienes del patriarca Deciano, que se encuentran en la cima de aquel monte. Yo lo he visto sacar vasos de oro y de plata y beber en ellos; he visto a su lado una joven que les cantaba en árabe. ¡Qué lástima que aquella voz tan hermosa no recite el Corán! Si queréis, entrad en el convento, ocultaos hasta que lleguen Deciano y Tamatil y apoderaos de ésta, pues ella sólo es digna del rey del tiempo, Sarkán, o del rey Daw al-Makán».

Todos se alegraron al oír estas palabras excepto el visir Dandán, al cual no le entraban en la mollera. Sólo había ido a hablar con ella para agradar a los reyes; estaba perplejo de lo que había oído y en su rostro se reflejaba la incredulidad. La vieja Dat al-Dawahi prosiguió: «Temo que llegue el patricio y al ver todas estas tropas en la pradera no se atreva a entrar en el convento». Entonces el sultán mandó que el ejército emprendiese la marcha hacia Constantinopla. Daw al-Makán dijo: «Voy a tomar conmigo cien caballeros, muchos mulos y voy a ir al monte para cargar las riquezas que hay en el convento».

Mandó llamar al gran chambelán y a los almocadenes de los turcos y de los daylamíes y les dijo: «Cuando despunte la aurora, emprended la marcha hacia Constantinopla. Tú, chambelán, me sustituirás en el mando y en el consejo; tú, Rustem, sustituirás a mi hermano en el combate. Nadie debe sospechar que no estamos con vosotros, pues dentro de tres días os alcanzaremos». Después escogió cien caballeros de entre los más valientes, y él, acompañado por su hermano Sarkán, el visir Dandán y los cien caballeros, llevando mulos y cajas, se dirigió en busca del botín.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y seis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que al amanecer el chambelán dio la orden de marcha al ejército y éste emprendió el camino en la creencia de que Sarkán, Daw al-Makán y el visir Dandán marchaban entre ellos, sin saber que éstos se dirigían al convento. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a Sarkán, a su hermano Daw al-Makán y al visir Dandán. Éstos esperaron la caída de la tarde y mientras tanto los infieles, los amigos de Dat al-Dawahi, habían emprendido el camino a hurtadillas después de haber ido a visitar a la vieja y de haberle besado los pies y las manos. Ésta les había dado permiso y les había dado las órdenes que su treta exigía. Al desplegarse la noche la vieja dijo a Daw al-Makán y a sus compañeros: «¡Venid conmigo al monte! ¡Coged pocos soldados!» La obedecieron y abandonaron, al pie del monte, delante de Dat al-Dawahi, cinco caballeros. Ésta había recobrado todas sus fuerzas de la gran alegría que tenía. Daw al-Makán decía: «¡Gloria a Aquel que ha devuelto las fuerzas a este asceta sin par!»

La bruja había enviado con una paloma mensajera una nota al rey de Constantinopla, en la que se refería todo lo ocurrido y en la que decía, hacia el final: «Deseo que me envíes diez mil hombres de los más valientes entre los griegos; deben ir a emboscarse al pie del monte de tal modo que el ejército de los musulmanes no los vea; llegarán ocultos hasta el convento y así permanecerán hasta que yo, acompañada por el rey de los musulmanes y por su hermano, a quienes he engañado, me presente ante ellos. En compañía de éstos, del visir y de cien caballeros me dirijo al convento. Les entregaré las cruces que hay en él. Estoy dispuesta a matar al monje Matruhina, ya que la estratagema sólo puede tener buen fin con su muerte. Si ésta tiene éxito, ninguno de los musulmanes regresará ni a su país ni a su patria, ni quedará quien pueda seguir atizando el fuego de la guerra. Matruhina constituirá la víctima expiatoria de la religión cristiana y de los seguidores de la Cruz. Gracias sean dadas al Mesías al principio y al fin». Cuando llegó esta carta a Constantinopla, el torrero de las palomas la llevó al rey Afridún. Éste la leyó y en seguida despachó un ejército en que cada soldado llevaba un caballo, un dromedario, un mulo y provisiones para el viaje, mandándoles que se dirigiesen al convento. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia al rey Daw al-Makán, a su hermano Sarkán, al visir Dandán y al ejército. Llegaron al convento, entraron en él, vieron al monje Matruhina que se acercaba a ver lo que ocurría. El asceta gritó: «¡Matad a ese maldito!» Lo golpearon con las espadas y le escanciaron el vaso de la muerte. La malvada los acompañó al lugar en que estaban los votos y ellos sacaron regalos y tesoros muy superiores a los que les había descrito. Después de haberlos amontonado, los colocaron en las cajas y los cargaron sobre los mulos. Tamatil y su padre no comparecieron, ya que temían a los musulmanes. Daw al-Makán los esperó durante el primero, segundo y tercer día. Entonces Sarkán dijo: «¡Por Dios! Estoy preocupado por el ejército del Islam, pues no sé lo que le ha podido ocurrir». Su hermano le contestó: «Ya nos hemos apoderado de estas grandes riquezas y no creo que venga Tamatil u otra persona cualquiera a este convento después de haber sucedido al ejército de los griegos lo que le ha sucedido. Debemos contentarnos con lo que Dios nos ha dado y emprender la marcha con la esperanza de que Él nos ayude a conquistar Constantinopla».

Descendieron del monte sin que Dat al-Dawahi les hiciese ninguna objeción, pues temía que se descubriese su treta. Avanzaron sin dificultad hasta que llegaron a la salida del valle, en la cual la vieja había hecho ocultar los diez mil hombres. En cuanto éstos los vieron, los rodearon por todas partes, empezaron a sucederse rápidamente las lanzadas, se desnudaron los sables y los infieles lanzaron los gritos de guerra de su incredulidad acompañados por las flechas de su maldad. Daw al-Makán, su hermano Sarkán y el visir Dandán examinaron aquellas tropas y se dieron cuenta de que se trataba de un gran ejército. Dijeron: «¿Quién puede haber informado a estos soldados de nuestro paso?» Sarkán contestó: «¡Hermano! ¡Ahora no es el momento de hablar, sino el de luchar con la espada y de lanzar las flechas! Ten ánimo y mantente firme. Este valle es un corredor con dos puertas. ¡Juro por el Señor de los árabes y de los cristianos que si este lugar no fuese tan angosto había de aniquilarlos a todos, aunque se tratase de cien mil caballeros!» Daw al-Makán comentó: «De haber sabido esto hubiésemos tomado con nosotros cinco mil hombres».

El visir Dandán objetó: «En este lugar tan angosto de nada nos serviría tener diez mil caballeros. ¡Dios nos ayudará contra nuestros enemigos! Yo conozco la estrechez de este valle y todas las vías de escape que tiene, puesto que hice una algazúa por él en vida del rey Umar al-Numán, cuando sitiamos Constantinopla. Estuvimos aquí y hallamos un agua más fría que el hielo. Apresurémonos a escapar del desfiladero antes de que aumente el número de los soldados infieles y de que éstos alcancen la cima del monte, ya que entonces nos arrojarán piedras y no tendremos posibilidad de vencer».

Corrían ya hacia la salida del valle cuando el asceta les dirigió la mirada y les imprecó: «¿Qué es este miedo? ¿Vosotros sois los que habéis hecho venta de vuestras almas a Dios (¡ensalzado sea!) en el camino de la guerra santa? ¡Por Dios! Yo he permanecido encarcelado en un subterráneo durante quince años y jamás me he resistido a lo que Dios ha querido hacer conmigo. ¡Combatid en la senda de Dios! ¡Aquel que muera tendrá por morada el paraíso! ¡Aquel que mate habrá luchado por su honor!» Al oír las palabras que les dirigía el asceta, cesó en ellos la preocupación y la angustia y aguantaron a pie firme el embate de los infieles que llegaban de todas partes. Las espadas jugaban con los cuellos y el vaso de la muerte se servía en ruedo.

Los musulmanes, obedeciendo a Dios, lucharon con furor y emplearon la lanza y la espada contra sus enemigos. Daw al-Makán daba golpes a los hombres, derribaba a los mejores paladines y arrojaba sus cabezas de cinco en cinco y de diez en diez hasta que hubo dado muerte a un número incalculable de hombres, a una cantidad imposible de evaluar. Mientras así luchaba vio que la maldita señalaba con la espada hacia ellos; que daba ánimos a los enemigos; a aquellos que, presa del pavor, huían, les hacía signos para que corriesen a matar a Sarkán; todos, grupo tras grupo, se lanzaban contra éste, cada pelotón que le cargaba era rechazado y puesto en fuga; al llegar un nuevo grupo, lo rechazaba con la espada y lo ponía en fuga.

Daw al-Makán creyó que el triunfo de Sarkán se debía a la bendición del asceta y se dijo: «Dios mira a este asceta con buen ojo; con su fe me da nuevas fuerzas para cargar contra los infieles, ya que veo que éstos me temen y no se atreven a avanzar contra mí, ya que cuando llegan a mi lado vuelven la espalda y emprenden la fuga». Continuaron combatiendo durante el resto del día y al caer la noche los musulmanes fueron a refugiarse en una caverna de aquel valle, ya que estaban maltrechos por la dureza del combate y por las piedras que les habían tirado: habían perdido en aquel día cuarenta y cinco hombres. Al reagruparse buscaron al asceta, pero no encontraron ni rastro. Esto les supo muy mal y se dijeron que debía de haber encontrado la muerte en el combate. Sarkán dijo: «Lo he visto hacer gestos a los caballeros para darles ánimos y protegerlos con la recitación de las aleyas del Corán».

Mientras decía esto entró la maldita Dat al-Dawahi llevando en la mano la cabeza del jefe de los patricios, que mandaba veinte mil hombres; había sido un energúmeno, un demonio rebelde al cual había dado muerte un arquero turco. Dios había enviado su espíritu al fuego. Al ver aquellos infieles lo que un musulmán había hecho con su jefe, se lanzaron todos a la vez contra éste, habían arremetido contra él y lo habían hecho pedazos con la espada. Dios se había apresurado a llevar su alma al paraíso. Después, la maldita había cortado la cabeza del patricio y la había recogido para echarla delante de Sarkán, del rey Daw al-Makán y del visir Dandán. Cuando Sarkán la vio, se puso de pie de un salto y le dijo: «¡Loado sea Dios por permitir que volvamos a verte, asceta y guerrero musulmán!» Ella contestó: «Hijo mío: He procurado morir mártir en este día y me he metido entre las filas de los infieles, pero éstos me han respetado. Cuando os habéis separado, la preocupación que por vosotros sentía me ha llevado a atacar al gran patricio, que vale tanto como mil caballeros, y lo he golpeado hasta separarle la cabeza del cuerpo sin que ni uno solo de los infieles se atreviese a acercárseme. Aquí os traigo la cabeza…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la vieja siguió diciendo: «… os traigo la cabeza] para incitaros a la guerra santa y para que dejéis satisfecho al Señor de las criaturas con vuestras espadas. Ahora me propongo dejaros ocupados en la guerra santa y marchar en busca de vuestro ejército, aunque ya está a las puertas de Constantinopla, y regresar con veinte mil de sus caballeros para que aniquilen a estos infieles». Sarkán le preguntó: «¿Cómo vas a llegar hasta ellos, asceta, si todos los rincones del desfiladero están tomados por los infieles?» La maldita contestó: «Dios me ocultará a sus ojos y no me verán; si alguien me descubre, no se atreverá a acercarse, pues en aquel mismo momento Dios me desvanecerá y combatirá, en lugar mío, contra sus enemigos».

Sarkán observó: «Dices la verdad, asceta; yo mismo lo he visto. Cuanto antes te marches será mejor para nosotros». «Me voy ahora mismo. Si quieres venir conmigo, puedes hacerlo, ya que nadie te verá; si tu hermano quiere acompañarnos, puede hacerlo, pero nadie más puede venir con nosotros, ya que la sombra del santón no protege a más de dos.» Sarkán contestó: «Yo no he de abandonar a mis compañeros, pero si a mi hermano le place ir contigo, no tengo el menor inconveniente de que escape de este mal momento, ya que él es el baluarte de los musulmanes y la espada del Señor de los mundos. Si él acepta, llévatelo en compañía del visir Dandán o de cualquier otro que él escoja, y después puede mandarnos diez mil caballeros que nos auxilien contra esos malditos».

Se pusieron de acuerdo sobre lo que iban a hacer y en seguida la vieja dijo: «Permitid que vaya delante y que observe qué es lo que hacen los infieles, si duermen o si velan.» «¡No! Saldremos contigo y Dios nos salvará.» «Si os ocurre algo no me censuréis y reprendeos a vosotros mismos. Mi opinión es que debéis permitir que vaya en descubierta para ver lo que hacen.» Sarkán intervino: «Ve y no tardes en regresar, pues te esperamos». Dat al-Dawahi se fue y Sarkán, tomando la palabra después de que hubo salido, dijo a su hermano: «Si este asceta no poseyera numerosos carismas, no habría podido matar a ese patricio tan robusto; esto solo basta para probar el estado de gracia de este asceta, pues ha destrozado la fuerza de los infieles al dar muerte al patricio, que era robusto, soberbio y un demonio en rebeldía».

Mientras hablaban de los carismas del asceta, la malvada Dat al-Dawahi regresó a su lado y les prometió el triunfo sobre los infieles. Dieron gracias al asceta por este augurio, sin sospechar que se trataba de un engaño y una treta. La maldita dijo a continuación: «¿Dónde está el rey de la época: Daw al-Makán?» «Aquí», contestó; ella explicó: «Toma contigo a tu visir y sígueme hasta que lleguemos a Constantinopla». Dat al-Dawahi había explicado a los infieles el engaño que iba a emplear, por lo cual éstos se alegraron mucho; habían dicho: «Nada puede satisfacernos más que el dar muerte a su rey, cuya vida vale tanto como la de nuestro patricio, pues es tan valiente como lo era éste».

Dat al-Dawahi, la vieja de mal agüero, después de haberlos informado de que les iba a entregar al rey de los musulmanes, les dijo: «Cuando lo haya traído lo llevaremos delante del rey Afridún». La vieja Dat al-Dawahi, seguida por el rey Daw al-Makán y el visir Dandán, emprendió el camino precediendo a estos dos y diciéndoles: «¡Andad con la bendición de Dios (¡ensalzado sea!)!» Así llegó a cumplirse su destino, pues no dejaron de seguirla hasta llegar al centro de las tropas de los griegos: estaban, además, en el corazón del desfiladero. Los soldados infieles los contemplaban pero no los atacaban, ya que la maldita les había recomendado que obrasen así. Daw al-Makán y el visir Dandán se daban cuenta de que los enemigos los veían pero no los atacaban, por lo que el visir Dandán exclamó: «¡Esto es debido, por Dios, a uno de los carismas del asceta; no cabe duda de que es uno de los allegados a Dios!» Daw al-Makán contestó: «¡Por Dios! Creo que los infieles deben de estar ciegos, ya que nosotros los vemos y ellos no nos ven».

Mientras ellos hacían el elogio del asceta, enumeraban sus virtudes, sus privaciones y sus oraciones, los infieles se lanzaron al ataque, los rodearon y se apoderaron de ellos. Preguntaron: «¿Os acompaña alguien más? Si así es lo capturaremos». El visir Dandán dijo: «¿No veis ese otro hombre que va delante?» «¡Por el Mesías, por los monjes, el Primado y los metropolitanos! Sólo os vemos a vosotros.» Daw al-Makán exclamó: «Lo que nos ha ocurrido es un castigo que Dios (¡ensalzado sea!) nos envía».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los infieles les pusieron grillos en los pies y encargaron a unos cuantos hombres que los escoltasen hasta el campamento. Los dos prisioneros se quejaban y se decían: «El no escuchar el consejo de los hombres píos causa estos males y otros mayores; nosotros hemos sido castigados al caer en la mala situación en que nos encontramos». Esto es lo que hace referencia a Daw al-Makán y al visir Dandán.

He aquí lo que hace referencia al rey Sarkán: Una vez hubo transcurrido la noche y hubo aparecido la mañana, rezó la oración de la aurora y acompañado por sus soldados se preparó para reanudar la lucha contra los infieles; Sarkán les infundió ánimos, les prometió toda clase de bienes y salieron al encuentro de los enemigos. Cuando éstos los vieron a lo lejos les gritaron: «¡Musulmanes! Hemos cogido prisionero a vuestro sultán y a su visir, aquel que da las órdenes. Si no renunciáis a atacarnos os combatiremos hasta que no quede vivo ni uno solo de vosotros. Si os rendís os llevaremos delante de nuestro rey, éste os concederá un tratado de paz que os permitirá abandonar nuestro país y dirigiros al vuestro sin que nos molestéis ni os molestemos. Si aceptáis haréis un buen negocio, pero si rehusáis os mataremos hasta el último. Ya os hemos informado y ésta es nuestra última oferta».

Sarkán, al oír estas palabras, quedó convencido de que su hermano y el visir Dandán habían sido hechos prisioneros. Se puso a llorar, sus fuerzas le menguaron y estuvo cierto de que iban a perder. Se dijo: «¿Quién puede saber cómo los han hecho prisioneros? Tal vez hayan faltado al asceta o lo hayan desobedecido. ¡Quién sabe cómo deben de estar ahora!» Los musulmanes se lanzaron al ataque de los infieles y los mataron en gran número, y en este día se demostró patentemente quiénes eran los valientes y quiénes los cobardes; salieron a la luz las espadas y las lanzas y los infieles se lanzaron al encuentro como las moscas caen, de todas partes, encima de la bebida. Sarkán y sus compañeros no dejaron de luchar, despreciando a la muerte, sin dejar escapar ninguna oportunidad hasta que la sangre fluyó por el fondo del valle y el suelo quedó cubierto de muertos.

Cuando llegó la noche se separaron los dos ejércitos y cada bando se retiró por su lado, regresando los musulmanes a la cueva; quedaban ya muy pocos, sin confiar ya más que en Dios y en la espada, pues aquel día habían muerto treinta y cinco caballeros, príncipes y paladines, a pesar de que por su parte habían matado miles de infantes y caballeros infieles. Al darse cuenta de la situación, Sarkán se entristeció y preguntó a sus compañeros: «¿Qué hemos de hacer?» «No ocurrirá sino aquello que Dios (¡ensalzado sea!) tenga dispuesto.»

Al día siguiente Sarkán dijo a los soldados que aún tenía consigo: «Si salimos a luchar no se va a salvar ni uno solo de nosotros, ya que nos falta el agua y los víveres; el mejor plan me parece que consiste en que desnudéis las espadas, salgáis y permanezcáis junto a la puerta de esta cueva, de tal modo qué os podáis defender de aquellos que quieran entrar. Tal vez el asceta haya conseguido alcanzar el ejército de los musulmanes y venga en nuestro auxilio con diez mil caballeros que nos ayuden a combatir a estos infieles; tal vez éstos no lleguen a verlo ni a él ni a sus acompañantes». Sus compañeros le dijeron: «Tu opinión es la justa y no hay duda de que es la buena». Los soldados salieron, se colocaron junto a la boca de la caverna y esperaron. Mataban al infiel que intentaba entrar y hacían lo posible por evitar que los infieles llegasen a la boca. Así pasaron el día combatiendo contra los enemigos hasta que llegó la noche con sus tinieblas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche noventa y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que junto al rey Sarkán sólo quedaban veinticinco hombres. Los infieles se dijeron unos a otros: «Cuando hayan concluido estos días, ¡qué hartos estaremos de combatir a los musulmanes!» Uno de ellos exclamó: «¡Vamos! ¡Ataquémoslos! Sólo tienen veinticinco hombres: si no podemos vencerlos en la lucha, cuando menos podemos encender un buen fuego: si se deciden a entregarse los haremos prisioneros, y si no quieren rendirse, dejaremos que sirvan al fuego y esto servirá de escarmiento a las personas inteligentes. ¡Jamás se apiade el Mesías de ellos! ¡Ojalá nunca les conceda como morada la morada de los cristianos!»

Se apresuraron a colocar leña delante de la entrada de la cueva y encendieron el fuego. Sarkán y quienes con él estaban se vieron perdidos. Salieron y fueron hechos prisioneros. El jefe de los cristianos se volvió hacia quienes querían que se les diese muerte y les dijo: «Sólo el rey Afridún puede matarlos, para así ejecutar su venganza. Nosotros debemos guardarlos como prisioneros. Mañana emprenderemos el regreso a Constantinopla y los entregaremos al rey Afridún para que éste haga de ellos lo que le plazca». Los soldados clamaron: «¡Es un buen consejo!» Pusieron en cadenas a los prisioneros y colocaron junto a éstos un cuerpo de guardia. Cuando cayeron las tinieblas, los infieles se entregaron a una orgía desenfrenada: comieron y bebieron hasta perder la razón y caer de espaldas desvanecidos.

Sarkán, Daw al-Makán y los héroes sus compañeros seguían encadenados. Sarkán dirigió la vista hacia su hermano y le dijo: «¡Hermano mío! ¿Cómo podríamos escapar?» Daw al-Makán contestó: «¡Por Dios, que no lo sé! Parece que seamos pájaros encerrados en las jaulas». Sarkán, furioso, exhaló un profundo suspiro que hizo saltar las ligaduras que lo sujetaban. En cuanto quedó libre se lanzó de un salto sobre el jefe de la guardia, cogió las llaves de los grillos que guardaba en su bolsillo y puso en libertad a Daw al-Makán, al visir Dandán y a todos los demás. En seguida, volviéndose hacia su hermano Daw al-Makán y al visir Dandán les dijo: «Voy a matar a tres de estos esbirros; les quitaremos la ropa, nos la pondremos nosotros tres y así, disfrazados de griegos, pasaremos entre ellos sin que nadie nos reconozca e iremos a incorporarnos a nuestro ejército». Daw al-Makán objetó: «Tu idea no es buena, pues si los matamos nos exponemos a que alguien oiga su estertor y dé la alarma a los infieles. Lo mejor es que salgamos del valle cuanto antes».

Puesta en práctica su sugerencia, salieron del desfiladero; cerca de él encontraron caballos atados, mientras sus dueños dormían. Sarkán dijo a su hermano: «Cada uno de nosotros puede coger uno de estos corceles». Eran veinticinco hombres y cogieron veinticinco caballos mientras que Dios mantenía sumergidos en el sueño, por uno de sus designios que sólo Él conoce, a los infieles. Sarkán les arrebató con sigilo armas, espadas y lanzas hasta que tuvieron suficientes. Montaron a caballo y emprendieron la marcha. Los infieles estaban convencidos de que nadie podría libertar de las cadenas a Daw al-Makán, a su hermano y a los soldados que tenían consigo y por tanto no podían prever una fuga.

Cuando todos hubieron escapado Sarkán se volvió hacia ellos y les dijo: «No temáis, ya que Dios nos oculta. Tengo una idea que puede ser buena». «¿En qué consiste?» «En subir a la cima del monte y allí gritar todos a la vez: “¡Dios es grande!” Los soldados enemigos quedarán confusos y no sabrán reaccionar en ese breve espacio de tiempo creyendo que los ejércitos musulmanes los rodean por todas partes, que los tienen ya en su mismo campamento, y lucharán entre ellos, puesto que la embriaguez y el sueño les impedirán darse cuenta de lo que ocurre, y nosotros los haremos pedazos con sus propias armas hasta que llegue la mañana.»

Daw al-Makán objetó: «Este consejo no es bueno. Lo mejor es marchar a reunimos con nuestro ejército, sin decir ni una palabra. Si decimos “Dios es grande”, van a ver que somos nosotros, nos atacarán y no se salvará ni uno solo». Sarkán insistió: «¡Por Dios! Aunque nos descubran no nos ha de ir mal. Quiero que me secundéis en la ejecución de esta idea, pues nos va a salir bien». Accedieron, subieron a la cima del monte y gritaron: «¡Dios es grande!» La frase fue repetida por los montes, los árboles y las rocas por el temor de Dios (¡ensalzado sea!). Cuando los infieles oyeron gritar «¡Dios es grande!», empezaron a chillar sin ton ni son…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cien, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que corrieron a coger las armas diciendo: «¡Por el Mesías! ¡El enemigo ha caído sobre nosotros!» Se mataron unos a otros en número tan crecido, que sólo Dios (¡ensalzado sea!) puede conocerlo. Al llegar la mañana fueron a buscar a sus prisioneros, pero no encontraron ni rastro. Sus jefes dijeron: «Los mismos prisioneros que estaban en nuestro poder son los que nos han causado este enredo. ¡Corred de prisa tras ellos y no os detengáis hasta alcanzarlos y hacerles beber la copa de la amargura! ¡No os dejéis vencer por el miedo o por el atolondramiento!» Montaron a caballo y se lanzaron en su persecución; en un abrir y cerrar de ojos los alcanzaron y los rodearon. Daw al-Makán al ver esto se asustó mucho y dijo a su hermano: «Lo que temía que ocurriese ha ocurrido y ahora no tenemos más salida que el combate». Sarkán guardó silencio.

Daw al-Makán echó a correr cuesta abajo, desde lo alto del monte, gritando «¡Dios es grande!» Lo mismo hicieron los hombres que estaban a su alrededor: se lanzaron a la suerte de la batalla dispuestos a vender caras sus vidas en obediencia al Señor de las criaturas. Mientras luchaban se oyeron voces que gritaban: «¡No hay más dios que el Dios! ¡Dios es grande! ¡Dios bendiga y salve al Profeta!» Miraron hacia el lugar de donde procedía el alboroto y vieron que los ejércitos de los musulmanes, los ejércitos de los monoteístas, avanzaban. Al contemplarlos cobraron ánimo y Sarkán cargó contra los infieles gritando: «¡No hay más dios que el Dios! ¡Dios es grande!» Sus compañeros, los monoteístas, lo siguieron y la tierra tembló por sus pasos como si la agitase un terremoto; el ejército de los infieles se desperdigó por las montañas y los musulmanes lo persiguieron con la espada y con la lanza, cortando las cabezas de los troncos. Daw al-Makán y los musulmanes que lo acompañaban no pararon de cortar el cuello a los infieles hasta que el día se desvaneció y llegó la noche con sus tinieblas. En este momento los musulmanes se reunieron y pasaron la noche muy alegres.

Al llegar la mañana, al aclarar por oriente y al hacerse de día observaron que Bahram, jefe de los daylamíes, y Rustem, jefe de los turcos, se acercaban al frente de veinte mil hombres que parecían fieros leones. Al ver a Daw al-Makán y a sus caballeros, descabalgaron, lo saludaron y besaron el suelo ante él. Daw al-Makán les dijo: «Alegraos de que sean los musulmanes los vencedores y los infieles los vencidos». Se felicitaron mutuamente por haber escapado con vida y por la hermosa recompensa de la que se habían hecho acreedores para el día del juicio.

La causa que motivaba su llegada a aquel lugar era la siguiente: El emir Bahram el emir Rustem y el gran chambelán habían llevado a los ejércitos musulmanes, con las banderas desplegadas sobre sus cabezas, hasta Constantinopla. Allí vieron que los infieles habían subido a las murallas, se habían situado en las torres y en las ciudadelas y habían preparado toda suerte de defensas para el combate desde el momento en que se enteraron del avance de los ejércitos musulmanes y de las enseñas mahometanas.

Habían oído el ruido de las armas, el barullo de los gritos y habían mirado y visto a los musulmanes; habían oído los cascos de los caballos debajo de la nube de polvo que se levantaba a su marcha; habían podido apreciar que eran tan numerosos como la langosta o como las nubes cargadas de lluvia; habían oído cómo los musulmanes recitaban el Corán, cómo loaban al Misericordioso. Los infieles estaban enterados de esto debido a las añagazas, a la astucia, a la perfidia, a la mentira y a los engaños de la vieja Dat al-Dawahi, y pudieron movilizar así un ejército que se parecía a las olas encrespadas del mar por los muchos hombres, caballeros, mujeres y niños que en él formaban.

El emir de los turcos dijo al de los daylamíes: «¡Emir! Estamos expuestos ante el enemigo que ocupa las murallas: mira esas torres y toda esa multitud que parece un mar tempestuoso con el entrechocar de las olas; esos infieles están en número cien veces mayor que nosotros y estamos expuestos a que cualquier malvado espía les informe de nuestra inferioridad frente a un enemigo innumerable, que recibe refuerzos constantemente, y más faltándonos el rey Daw al-Makán, su hermano y el excelso visir Dandán; en estas circunstancias podrían presentarnos batalla aprovechando de su ausencia y nos exterminarían, con la espada, hasta el último; no se salvaría nadie. Opino que debemos coger diez mil caballeros entre turcos y mosulíes y marchar con ellos al convento de Matruhina y a los prados de Malujona para recoger a nuestros hermanos y amigos. Si me obedecéis, seréis la causa de su salvación en el caso de que los infieles los hayan puesto en un aprieto; si no me hacéis caso, no se me podrá dirigir ningún reproche. Si marcháis, es necesario que estéis de vuelta cuanto antes, ya que el pensar mal es propio de los resueltos». El Emir citado aceptó sus consejos, eligió veinte mil caballeros y corrieron rápidamente por los caminos en busca de la pradera citada y del célebre convento. Ésta era la causa por la que habían llegado tan oportunamente.

He aquí lo que hace referencia a la vieja Dat al-Dawahi. Cuando el rey Daw al-Makán, su hermano Sarkán y el visir Dandán hubieron caído en poder de los infieles, la malvada cogió un corcel, montó y dijo a sus secuaces: «Voy a reunirme al ejército de los musulmanes para preparar su aniquilación, ya que están frente a Constantinopla. Voy a decir que sus compañeros han muerto. Cuando oigan mis palabras quedarán desorientados, desunidos y dispersos; entonces iré a ver al rey Afridún, señor de Constantinopla, y a mi hijo el rey Hardub, señor de los griegos. Les contaré todo lo sucedido y saldrán a presentar batalla a los musulmanes, a los que aniquilarán y no dejarán ni uno con vida». Se puso en camino, montada en el corcel; corrió sin parar durante toda la noche y cuando llegó la mañana vio a lo lejos el ejército de Bahram y de Rustem.

Se metió entre la algaba, y allí escondió su caballo. En seguida salió al camino y anduvo un poco diciéndose: «Es posible que el ejército de los musulmanes haya sido derrotado frente a Constantinopla». Cuando lo tuvo más cerca vio que sus banderas no iban inclinadas, por lo cual se dio cuenta de que los musulmanes ni habían sido vencidos ni temían por su rey y sus compañeros. Al estar segura de esto salió a su encuentro corriendo lo más rápidamente que pudo, pareciendo un verdadero demonio, hasta llegar junto a ellos. Les dijo: «¡Ejército del Misericordioso! ¡Corre de prisa a combatir a las tropas de Satanás!» Al verla, Bahram se acercó a pie hacia ella, besó el suelo ante sus pies y le preguntó: «¡Amigo de Dios! ¿Qué ocurre a tus espaldas?» «No me interrogues acerca de la mala suerte y por las grandes desgracias. Nuestros compañeros se habían apoderado de las riquezas del convento de Matruhina y después, cuando ya se dirigían hacia Constantinopla, les han salido al encuentro las aguerridas tropas de mal agüero de los infieles.»

La maldita les contó lo ocurrido para alarmarlos y atemorizarlos y añadió: «La mayoría ya han muerto y sólo quedan veinticinco hombres». Bahram preguntó: «¡Asceta! ¿Cuándo los has dejado?» «Esta misma noche.» «¡Loado sea Aquel que ha encogido la extensa tierra para ti, pues has venido a pie, apoyándote en tu bastón de palma! ¡Eres uno de los santones que vuelan gracias al favor de Dios!» Montó de nuevo en su corcel, aturdido y perplejo de lo que había oído decir a aquella vieja falsa y embustera. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! El fruto de nuestros trabajos se ha perdido, nuestro pecho está acongojado, nuestro sultán y sus compañeros han sido hechos prisioneros».

Corrieron a todo lo largo y ancho de la tierra noche y día hasta llegar, al alborear la aurora, a la entrada del valle. Desde aquí vieron a Daw al-Makán y a su hermano Sarkán que gritaban: «¡No hay más dios que el Dios! ¡Dios es grande! ¡Dios bendiga y salve al Profeta!» Entonces, él y sus compañeros cargaron a los infieles y los rodearon por todos lados como si fuesen un torrente que se introduce en el desierto. Daban gritos capaces de estremecer a los héroes y de romper las rocas de las montañas. Al llegar la aurora y al extenderse su luz aspiraron un perfume que emanaba de Daw al-Makán y se reconocieron unos a otros, conforme se ha explicado más arriba. Besaron el suelo delante de Daw al-Makán y de su hermano Sarkán y éste les informó de todo lo que les había ocurrido en la cueva. Quedaron admirados de todo y dijeron: «Regresemos rápidamente a Constantinopla, ya que hemos dejado allí nuestros amigos y nuestro corazón». Se pusieron en camino velozmente poniendo su confianza en el Sutil, en el Omnisciente. Daw al-Makán exhortaba a los musulmanes a permanecer firmes y recitaba estos versos:

A Ti te pertenecen los loores y Tú eres digno de recibir las gracias, ya que siempre, Señor, me has ayudado.

He crecido en un país extraño y Tú has sido mi Apoyo y me has dado el éxito.

Me has dado riquezas, reino y bienestar; me has ceñido la espada del valor y de la victoria.

Me has concedido la augusta sombra de rey; me has dado larga vida y he quedado agobiado por tus favores.

Me has salvado de todos los peligros favoreciéndome con el consejo del visir, único en el siglo.

Gracias a tu favor hemos atacado a los griegos, que se repliegan envueltos en harapos.

He fingido estar vencido para después volver a la carga como un león furioso.

Los he dejado tumbados en el campo después de haber escanciado el vaso de la muerte, ya que no la copa del vino.

Todas las naves han quedado en nuestro poder y a nosotros nos pertenece el señorío de la tierra y del mar.

Se nos ha unido un devoto asceta cuyos carismas son bien conocidos en el campo y la ciudad.

Hemos venido a vengarnos de todos los infieles: las gentes saben perfectamente de qué asunto se trata.

Han matado a algunos de los nuestros, pero éstos tienen unas magníficas moradas por toda la eternidad situadas encima de un río.

Cuando Daw al-Makán hubo terminado de recitar sus versos, su hermano Sarkán lo felicitó por haber escapado con vida y le dio las gracias por lo que había hecho. Después continuaron rápidamente la marcha…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [continuaron la marcha] para ir a reunirse con sus soldados. Esto es lo que a ellos se refiere.

He aquí lo que hace referencia a la vieja Dat al-Dawahi: Después de haber encontrado a las tropas de Bahram y de Rustem, volvió a la algaba, sacó el corcel, montó en éste y reemprendió la carrera más veloz hasta que divisó a los soldados musulmanes que estaban sitiando Constantinopla. Entonces se apeó y se dirigió a la tienda en la cual estaba el chambelán, llevando su caballo cogido por las riendas. Aquél, al verla, se puso de pie al tiempo que ponía un rostro muy significativo y le dijo: «¡Bien venido seas, oh piadoso asceta!» Después le preguntó por lo ocurrido y ella le refirió noticias alarmantes y estupendas mentiras, añadiendo: «Siento inquietud por los emires Rustem y Bahram, pues al cruzarme en el camino con ellos y con sus soldados los he enviado junto al rey y quienes con él están. Cuentan con veinte mil caballeros, pero los infieles son muchos más. Me complacería el que ahora mismo despachases una parte de tu ejército para que fuera a reunirse con ellos lo más rápidamente posible y evitar así el que sean aniquilados hasta el último hombre. ¡Vamos! ¡De prisa!»

Cuando el chambelán y los musulmanes oyeron estas palabras, perdieron el valor y se pusieron a llorar. Dat al-Dawahi les dijo: «¡Pedid auxilio a Dios y soportad con paciencia esta desgracia siguiendo así el ejemplo de los mahometanos que os precedieron! Dios ha prometido el Paraíso y los palacios que éste contiene a los que mueran mártires; la muerte más loable es aquella que se obtiene en la guerra santa». El chambelán al oír las palabras de la maldita Dat al-Dawahi mandó llamar al hermano del emir Bahram, que era un caballero llamado Tarkas. Escogió para que lo acompañasen diez mil caballeros, los más valientes y arriesgados, y le mandó que emprendiese la marcha. Viajaron todo el día y toda la noche hasta llegar junto a los musulmanes.

Amanecía cuando Sarkán divisó la polvareda que levantaban. Temiendo por la suerte de los musulmanes, se dijo: «Esto es sin duda un ejército que avanza hacia nosotros; si es musulmán, no cabe la menor duda de que obtendremos la victoria, pero si se trata de un ejército de infieles, no habrá manera de escapar a nuestro destino».

Se dirigió en busca de su hermano Daw al-Makán y le dijo: «No temas, pues he de salvarte de la desgracia aun a costa de mi propia vida; si esos que avanzan forman parte de las tropas del Islam, esto será el colmo de nuestra suerte; si son enemigos, los combatiremos; pero antes de morir me gustaría encontrar al asceta para rogarle que rezase por mí para que yo muera mártir».

Mientras hablaban de esta manera distinguieron que en los estandartes estaba escrito: «No hay dios sino el Dios. Mahoma es el mensajero de Dios». Sarkán gritó: «¿Cómo están los musulmanes?» Respondieron: «Sanos y salvos, y sólo hemos venido porque estábamos inquietos por vosotros». El jefe de las tropas se apeó del corcel y besó el suelo ante ellos y preguntó: «¡Señores! ¿Cómo se encuentran el sultán, el visir Dandán, Rustem y mi hermano Bahram? ¿Están todos bien?» Sarkán contestó: «Están todos bien, pero ¿quién os ha informado?» «El asceta; éste nos ha dicho que había encontrado a mi hermano Bahram y a Rustem, y que os los había enviado; ha añadido: “Los infieles, en mayor número, los han rodeado por todas partes”. Ahora veo que ha ocurrido lo contrario y que vosotros sois los vencedores.» Sarkán preguntó: «¿Cómo ha llegado el asceta hasta vosotros?» Le respondieron: «Venía a pie y en un día y una noche ha andado la distancia que un buen caballero sólo recorre en diez días». Sarkán exclamó: «No cabe duda de que es un amigo de Dios. ¿Dónde está ahora?» «Lo hemos dejado junto a nuestro ejército, el de las gentes que creen y a las cuales él incita a combatir contra los que son infieles y rebeldes a su Señor.»

Sarkán se alegró mucho y alabó a Dios porque los había salvado a ellos y al asceta; después pidieron al Señor que se apiadase de sus muertos y exclamaron: «¡Estaba escrito en el Libro que debía suceder así!»

Reemprendieron la marcha a buen paso. Mientras andaban vieron levantarse una polvareda que cerraba el horizonte y que oscurecía la atmósfera. Sarkán se fijó en ella y dijo: «Me parece que los infieles han derrotado al ejército del Islam, ya que el polvo cubre todo el horizonte desde oriente hasta poniente». Después, debajo de la polvareda apareció una negra columna cuya oscuridad superaba a la del día más negro; aquella hilera fue avanzando, causando más pavor que si se tratase del día del juicio. Hombres y caballos se adelantaron para descubrir la causa de aquella aparición maléfica: vieron que se trataba del asceta antecitado y entonces se lanzaron a besarle las manos. Él gritaba: «¡Correligionarios del mejor de los hombres, y luz de las tinieblas! ¡Los infieles han sorprendido a traición a los musulmanes y han atacado a las fuerzas de los monoteístas! ¡Salvadlos de las manos de los malditos infieles! Éstos los han atacado mientras estaban en las tiendas y los han atormentado de mala manera mientras estaban confiados en la seguridad de su campo».

El corazón de Sarkán empezó a latir desaforadamente al oír estas palabras; descabalgó y, perplejo, fue a besar las manos y los pies del asceta. Lo mismo hicieron su hermano Daw al-Makán y todos los hombres del ejército, ya fuesen caballeros o infantes. Sin embargo, el visir Dandán no descabalgó de su corcel y dijo: «Mi corazón siente repulsión por este asceta, ya que bajo el manto de la religión sólo he encontrado malas cualidades. Dejadlo e id a reuniros con vuestros compañeros, los musulmanes. Éste es uno de esos que han sido expulsados de la puerta de la misericordia del Señor de los Mundos. ¡Cuántas veces he participado en las expediciones del rey Umar al-Numán y he pisado estas mismas tierras!»

Sarkán le dijo: «Abandona ese mal pensamiento; ¿no has visto cómo este devoto incita a los creyentes al combate sin preocuparse ni de las espadas ni de las flechas? No hables mal de él, pues la maledicencia es vituperable y la carne de los hombres píos está envenenada; fíjate cómo nos incita a combatir a nuestros enemigos. Si Dios (¡ensalzado sea!) no lo apreciase, no le hubiese acortado el camino después de haberle infligido en el pasado castigo tan grave». Sarkán mandó que se ofreciese al asceta una mula de Nubia para que la montase y lo invitó a hacerlo. No aceptó y se negó, haciéndose el humilde para así conseguir mejor su intento. No se dieron cuenta de que este asceta aparente era igual que aquel que ha descrito el poeta:

Rezó y ayunó para conseguir algo que ansiaba; una vez obtenido no volvió ni a rezar ni a ayunar.

Este asceta fue andando entre hombres y caballos, como el astuto zorro que espera la ocasión. Andaba recitando en voz alta el Corán y loando al Misericordioso. Siguieron la marcha hasta llegar a la vista del ejército del Islam. Sarkán vio que estaba en trance de ser vencido, que el chambelán estaba derrotado y presto a darse a la fuga y que la espada trabajaba entre los justos y los impíos.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la causa de la desgracia de los musulmanes era que la maldita Dat al-Dawahi, la enemiga de la religión, cuando hubo visto que Bahram y Rustem se habían marchado con sus tropas a la búsqueda de Sarkán y de su hermano Daw al-Makán, siguió viaje dirigiéndose al encuentro del ejército de los musulmanes e hizo alejar de éste al emir Tarkas, conforme se ha explicado. Con todo esto sólo se proponía dividir las fuerzas de los musulmanes para así debilitarlas. Después lo abandonó, se dirigió a Constantinopla y con voz estentórea convocó a los patricios griegos y les dijo: «Traedme una cuerda con la que pueda atar esta carta y dirigidla a vuestro rey, Afridún, para que la lea junto con mi hijo el rey de los griegos y ambos obren de acuerdo con los consejos y las indicaciones que contiene».

Le llevaron la cuerda y ató con ella un mensaje cuyo contenido era el siguiente: «De parte de la mayor desgracia y de la calamidad suma, Dat al-Dawahi, al rey Afridún: He ideado un medio para que exterminéis a los musulmanes; tened confianza, pues me he apoderado de su sultán y de su visir. Después me he dirigido a su ejército y lo he informado de lo ocurrido: su poder se ha roto, sus fuerzas se han debilitado. Me las he ingeniado para que las tropas que están sitiando Constantinopla enviasen doce mil caballeros al mando del emir Tarkas, prescindiendo de los prisioneros, por lo cual quedan ya pocos. Vosotros debéis hacer una salida hoy mismo al frente de todos los soldados de que dispongáis; debéis atacarlos en sus tiendas. Pero no salgáis si no es todos de una vez. ¡Exterminadlos hasta el último! El Mesías os está contemplando, la Virgen se ha apiadado de vosotros. Espero que el Mesías no desmienta lo que yo he hecho».

Cuando el rey Afridún recibió esta carta se alegró mucho y mandó llamar en seguida al rey de los griegos, el hijo de Dat al-Dawahi. Le leyó la carta y éste, regocijándose, exclamó: «¡Mira cómo se las ha ingeniado mi madre! Hace superfluas las espadas y su aspecto sustituye al terror en el día que aterroriza». El rey Afridún replicó: «¡Ojalá el Mesías te conserve la faz de tu madre y no te prive ni de su astucia ni de su vileza!» A continuación mandó a los patricios que diesen orden a las tropas para salir fuera de la ciudad. La noticia se extendió por Constantinopla y los soldados cristianos y las tropas de los cruzados salieron: desenvainaron las espadas de hierro y proclamaron el Verbo de la infidelidad y de la herejía rechazando al Señor de las Criaturas.

El chambelán, al ver todo esto, exclamó: «¡Los griegos vienen a nuestro encuentro ya que deben haberse enterado de que nuestro sultán está ausente! Tal vez carguen sobre nosotros, cuando la mayor parte de nuestras tropas se han marchado a reunirse con el rey Daw al-Makán». El chambelán, lleno de furor, gritó: «¡Soldados de los musulmanes! ¡Defensores de la religión verdadera! Si huís, seréis aniquilados; si os mantenéis firmes, venceréis. Sabed que la valentía consiste en resistir un momento. Dios pone fin a todas las dificultades. ¡Dios os bendiga y os mire con indulgencia!» Los musulmanes exclamaron: «¡Dios es grande!», y con este grito de los monoteístas se reavivó el combate con las lanzas y las espadas; empezó el manejo de las cimitarras y las jabalinas, mientras la sangre llenaba los torrentes y las hondonadas.

Los sacerdotes y los monjes corrieron ciñéndose los cíngulos y levantando las cruces mientras los musulmanes proclamaban bien alto la grandeza del Señor que remunera y recitaban en voz alta el Corán. El ejército del Misericordioso chocó con el de Satanás: las cabezas volaron separadas del cuerpo y los mejores ángeles rodearon a los compatriotas del Profeta elegido. Las espadas no dejaron de trabajar hasta que el día desapareció y llegó la noche con sus tinieblas. Los infieles habían rodeado a los musulmanes y estaban convencidos de que escaparían del tormento manifiesto; los politeístas esperaban vencer a las gentes que profesaban la verdadera fe en cuanto apareciese la aurora y se hiciese claro. En este instante el chambelán y sus tropas montaron a caballo con la esperanza de que Dios les prestaría su auxilio: los dos bandos se mezclaron entre sí y la guerra volvió a andar por sus propios pies.

Las cabezas volaron, los valientes permanecieron clavados en sus puestos y avanzaron mientras los cobardes se retiraban. La muerte juzgó de oficio hasta el punto de que los héroes fueron arrancados de las sillas y a oleadas llenaron las praderas.

Los musulmanes cedieron terreno, los griegos se apoderaron de algunas de sus tiendas y de sus habitaciones. Pero cuando las tropas musulmanas estaban a punto de ser derrotadas y emprender la fuga, mientras se encontraban en esta situación, apareció Sarkán con las tropas de los que a Dios se someten y con los estandartes de los monoteístas. En cuanto llegó cargó a los infieles seguido por Daw al-Makán; el visir Dandán; el emir de Daylam, Bahram; Rustem, y su hermano Tarkas: todos éstos, al ver lo que sucedía, habían perdido la cabeza, se les había cegado el entendimiento y habían galopado desenfrenadamente, llenando de polvo todos los alrededores: los fieles musulmanes se reunieron con sus compañeros puros y Sarkán se acercó al chambelán y le dio las gracias por su resistencia; le felicitó por su ayuda y apoyo.

Los musulmanes se alegraron, su corazón se tranquilizó y cargaron a sus enemigos combatiendo únicamente por el interés de Dios. Cuando los infieles vieron los estandartes mahometanos en los que estaban inscritas las palabras de la fe islámica, se lamentaron con ayes y quejas y pidieron auxilio a los patriarcas de los conventos e invocaron a Juan, a María, y a la sucia cruz: pero sus manos quedaron impotentes para continuar la liza. El rey Afridún se aproximó al rey de los griegos: uno de ellos se colocó en el ala derecha y el otro en la izquierda. Tenían junto a sí un paladín llamado Lawiya, que se quedó en el centro, y se dispusieron en línea de combate a pesar de que eran presa del terror y del pánico. Los musulmanes ordenaron a continuación a sus tropas.

En este momento Sarkán se acercó a su hermano Daw al-Makán y le dijo: «¡Rey del tiempo! No cabe la menor duda de que ésos quieren la batalla, lo cual es, precisamente, nuestro mayor deseo. Prefiero que vayan delante quienes sean valientes y decididos, puesto que la reflexión constituye la mitad de la vida». El sultán preguntó: «Buen consejero, ¿qué es lo que propones?» «Quiero estar en el centro del ejército, teniendo al visir Dandán a la izquierda y a ti a la derecha. El emir Bahram mandará el ala derecha y el emir Rustem la izquierda. Tú, oh gran rey, permanecerás debajo de las banderas y estandartes, ya que eres nuestro sostén y en ti, después de Dios, reside nuestra fuerza. Todos nosotros hemos de servirte de rescate en cualquier cosa que te suceda.» Daw al-Makán le dio las gracias por estas palabras.

Se levantó el día y las espadas se desnudaron en el preciso momento en que un caballero salía de las filas griegas. Cuando se aproximó vieron que montaba una mula que andaba lentamente y además su caballero lucía huellas de la espada. Su albarda era de seda blanca, encima de la cual había un almohadón de Cachemira. La montaba un anciano de aspecto venerable que llevaba una cota de lana blanca. No cesó de aguijonear a la mula hasta que llegó cerca de los soldados musulmanes y les dijo: «He sido enviado ante todos vosotros como mensajero. El mensajero no tiene más misión que transmitir su mensaje. Concededme seguro y permitidme hablar para que os dé cuenta de mi misión». Sarkán le contestó: «Estás en seguro. No temas ni de las espadas, ni de las lanzas ni de los dardos».

El anciano se apeó, se quitó la cruz del cuello delante del sultán y lo saludó del modo más cortés posible, como si esperase un beneficio. Los musulmanes le preguntaron: «¿Qué noticias traes?» «Soy un mensajero enviado por el rey Afridún, al cual he aconsejado que evite la destrucción de tantos seres humanos y de tantos templos de piedad y le he demostrado que lo mejor es evitar la efusión de sangre y limitar la lucha a dos caballeros. Ha aceptado y os dice: “Rescataré a mi ejército con mi propia vida si el rey de los musulmanes hace lo mismo que yo y rescata, con su vida, la vida de sus soldados. Si me mata, las tropas de los infieles no combatirán. Si le venzo, las tropas de los musulmanes no combatirán”.» Sarkán, al oír estas palabras, respondió: «¡Monje! Aceptamos todo esto, ya que es justo y nada debe ocurrir que lo desdiga. Yo mismo competiré con él y cargaré contra él, ya que soy el paladín de los musulmanes y él es el de los cristianos. Si me mata habrá conseguido la victoria y el ejército de los musulmanes emprenderá la retirada. Vuelve a su lado, monje, y dile: “El encuentro tendrá lugar mañana, ya que nosotros acabamos de llegar de viaje, estamos fatigados y nadie puede negarnos el derecho a descansar”».

El monje se puso contento y fue a presentarse al rey Afridún y al rey de los griegos y les explicó lo ocurrido. El rey Afridún se alegró enormemente y desaparecieron sus preocupaciones y pesadumbres. Se dijo: «No cabe duda de que Sarkán es, de entre todos ellos, el más hábil en el manejo de la espada y de la lanza. Si lo mato, resquebrajo su valor y debilito sus fuerzas». Dat al-Dawahi había escrito al rey Afridún diciéndole que Sarkán era el paladín de los caballeros y el más valiente de los guerreros y había puesto en guardia a Afridún respecto de Sarkán. Afridún era un gran caballero, diestro en toda suerte de lances, tanto en tirar piedras o dardos como en golpear con la maza de hierro, sin preocuparse en absoluto por el más peligroso adversario. Cuando hubo oído las palabras del monje en el sentido de que Sarkán aceptaba el combate, la alegría le hizo casi perder la razón, ya que estaba seguro de sí mismo y sabía que nadie podía competir con él.

Los infieles pasaron aquella noche en medio del bullicio y de la alegría, bebiendo vino. Llegada la mañana se aproximaron los caballeros con las negras lanzas y las relucientes espadas. Apareció un caballero que descollaba en el campo, que montaba un estupendo corcel arreado para la liza y con cuatro patas robustas. Aquel caballero llevaba una armadura de hierro dispuesta para lo peor del combate; en su pecho brillaba un espejo de pedrería y empuñaba en la mano una espada afiladísima y un arco de Jalanch trabajado magníficamente según el arte de los francos. El jinete se destapó la cara y gritó: «Quien me conoce sabe lo que valgo y quien no me conoce pronto lo sabrá. Yo soy Afridún, el que está colmado por la bendición de Dat al-Dawahi».

Apenas había concluido de decir estas palabras cuando salió a su encuentro el paladín de los musulmanes, Sarkán. Montaba un caballo alazán que valía mil piezas de oro rojo; éste llevaba encima una silla incrustada de perlas y pedrería. Empuñaba una espada india incrustada de piedras preciosas propia para cortar cuellos y resolver los casos más difíciles. Aguijoneó a su caballo y se colocó entre las dos filas mientras los caballeros lo contemplaban. A continuación Afridún dijo: «¡Ay de ti, maldito! ¿‘Crees que soy como aquellos caballeros que has encontrado hasta ahora y que han sido incapaces de soportar una carga en la palestra?» Cargaron el uno contra el otro al mismo tiempo y dio la sensación de que fuesen dos montes que chocaban o dos mares que entrasen en colisión: chocaron y se rechazaron, volvieron a la carga y se repelieron y no pararon de embestirse y separarse atizándose mandobles y lanzazos.

Los dos ejércitos los contemplaban. Los unos decían que Sarkán saldría victorioso, los otros que Afridún conseguiría la victoria. Los dos caballeros continuaron el combate hasta el punto de que terminaron los pronósticos, se levantó una gran polvareda y el día se desvaneció mientras el sol palidecía. El rey Afridún gritó a Sarkán: «¡Por el Mesías y la fe verdadera! Tú no eres ni un caballero audaz ni un heroico combatiente: eres un traidor, tu manera de ser no es la propia de las buenas personas. Veo que no te comportas correctamente a pesar de que combates como un campeador. Tus gentes te tratan como los esclavos, ya que te acercan un caballo en sustitución del tuyo para con él volver a la carga, mientras que yo, ¡por la verdad de mi religión!, me encuentro fatigado por este combate, cansado de tanto mandoble y lanzazo. Ahora bien: si quieres luchar conmigo esta noche no debes cambiar en nada ni tu equipo ni tu caballo para así mostrar a los caballeros tu temperamento y tu modo de combatir».

Cuando Sarkán oyó estas palabras se indignó por lo que sus compañeros habían pensado de él, es decir, que lo equiparaban con los esclavos. Sarkán se volvió hacia ellos para decirles que no quería cambiar de corcel ni de equipo. Afridún aprovechó este momento para arrojar su lanza. Sarkán, al mirar detrás de sí y ver que no había nadie se dio cuenta de que se trataba de una argucia del maldito. Se volvió rápidamente y vio llegar la lanza, por lo cual pegó la cabeza al arzón de la silla. Pero la lanza le alcanzó en el pecho —Sarkán tenía un pecho muy ancho— y le penetró en la carne, Sarkán dio un gran grito y perdió el mundo de vista. El maldito Afridún se alegró de esto y se dio cuenta de que le había dado muerte. Lo comunicó a los infieles, que se alegraron y quedaron muy satisfechos, mientras que los fieles rompían a llorar.

Cuando Daw al-Makán vio que su hermano se inclinaba sobre el corcel hasta casi caerse, mandó a los caballeros que fuesen a buscarlo. Los héroes compitieron por llegar a su lado y recogerlo en el mismo momento en que los infieles cargaban a los musulmanes. Chocaron los dos ejércitos, las dos filas se mezclaron mientras las espadas emprendían su trabajo. Los primeros en llegar al lado de Sarkán habían sido el visir Dandán…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [llegaron también] el emir de los turcos, y Bahram, el emir de los daylamíes. Lo recogieron cuando aún colgaba del caballo, lo sostuvieron y regresaron con él junto a su hermano Daw al-Makán. Lo dejaron en manos de los pajes y regresaron al combate y a la batalla. El encuentro fue duro, las espadas entrechocaron y cesaron los dimes y diretes. Sólo se veía correr la sangre y colgar las cabezas. La cimitarra se cebó en los cuellos y la intensidad de la batalla fue en aumento hasta ya bien entrada la noche, cuando ambos bandos, hartos ya de carnicería, dieron orden de replegarse. Cada uno volvió a sus tiendas.

La mayoría de los infieles fueron a visitar a su rey, Afridún, y besaron el suelo delante de él. Los sacerdotes y los monjes lo felicitaron por haber vencido a Sarkán. Después el rey Afridún entró en Constantinopla y se sentó en el trono de su Imperio. El rey de los griegos se acercó a él y le dijo: «¡Fortifique el Mesías tu brazo y acepte de la pía madre Dat al-Dawahi todas las oraciones que haga por ti! Sabe que los musulmanes no podrán resistir después de la muerte de Sarkán; sus tropas volverán la espalda y se darán a la fuga». Esto es lo que hace referencia a los infieles.

He aquí lo que hace referencia al ejército del Islam: En cuanto hubo regresado a sus tiendas Daw al-Makán, se dedicó por completo al cuidado de su hermano. Al llegar a su lado lo encontró en el peor de los estados, muy grave. Llamó, para conferenciar, al visir Dandán, a Rustem y a Bahram. Éstos le aconsejaron que se llamase a los mejores médicos para que cuidasen de Sarkán; después rompieron a llorar y dijeron: «El tiempo no ha producido nunca un hombre que pueda comparársele». Lo velaron durante toda la noche y hacia el fin de ésta entró a visitarlos, llorando, el asceta. Cuando Daw al-Makán lo vio se puso de pie. El asceta cogió de la mano a Sarkán, recitó una parte del Corán y lo conjuró con los versículos del Misericordioso.

Continuaron velándolo hasta el amanecer. En este momento Sarkán recobró los sentidos, abrió los ojos, movió la lengua dentro de la boca y habló. El sultán Daw al-Makán tomó la palabra y exclamó: «La bendición del asceta ha hecho su efecto». Sarkán replicó: «Loado sea Dios, que ahora me concede la vida. Ya me encuentro bien. Ese malvado ha empleado una treta, y si yo no me hubiese movido más rápido que el rayo, la lanza hubiese atravesado mi pecho. ¡Loado sea Dios, que me ha salvado! ¿Qué hacen los musulmanes?» Daw al-Makán contestó: «Lloran por ti». «Me encuentro bien, sano y salvo. ¿Dónde está el asceta?» Éste se encontraba a su cabecera. Contestó Daw al-Makán: «Está a tu cabecera». Sarkán se volvió hacia él y le besó ambas manos. El asceta dijo: «¡Hijo mío! Debes tener mucha paciencia y Dios hará mayor tu recompensa: la recompensa es proporcional a los sufrimientos». Sarkán rogó: «Reza por mí». El asceta lo hizo así.

Cuando hubo llegado la mañana y la aurora lució con todo su esplendor, los musulmanes se colocaron en el campo de batalla y los infieles se prepararon para el combate con las lanzas y las espadas. Los ejércitos del Islam avanzaron en son de guerra y de lucha y aprestaron las armas. Daw al-Makán y Afridún deseaban luchar personalmente. Daw al-Makán avanzó solo a la palestra, acompañado únicamente por el visir Dandán, el chambelán y Bahram, que le habían dicho que le servirían de rescate. Les replicó: «¡Juro por el sagrado pozo de Zamzar[64] y por los lugares sagrados que he de cargar personalmente a esos bastardos!»

Cuando estuvo en el centro del campo empezó a jugar con la espada y la lanza con tal maestría, que dejó admirados a los caballeros de los dos bandos; cargó contra el ala derecha del enemigo y dio muerte a dos patricios; cargó, después, contra el ala izquierda y mató otros dos. Desde el centro de la palestra gritó: «¿Dónde está Afridún? Le infligiré un castigo envilecedor». El maldito estaba escondido, quería rehuirlo, pero Daw al-Makán juró que no abandonaría el campo, diciendo: «¡Rey! Ayer combatiste con mi hermano y hoy vas a combatir conmigo. No me preocupa en absoluto tu valentía». En seguida salió, empuñando una espada bien afilada y montando un corcel: se parecía a Antara[65] en el fragor del combate. Su caballo, negro, era como aquel que describió el poeta:

El noble corcel compite con otro como si quisiera dar alcance al destino.

La cubierta es de color completamente negro, como si fuese la noche más espesa.

Su relincho asusta a quien lo oye: parece el trueno, cuando el trueno retumba.

Si compite con el viento, vence; el relámpago no lo alcanza cuando brilla.

Cargaron el uno contra el otro, parando los golpes del contrario, mostrando su prodigiosa valentía con continuos tornafuyes; los pechos estaban angustiados, la paciencia se agotaba y se buscaba la decisión del destino. Daw al-Makán profirió un alarido y se lanzó contra el rey de Constantinopla, Afridún, dándole un mandoble que le arrancó la cabeza y le tronchó la vida. Los infieles, al verlo, cargaron todos en masa, acercándosele todos juntos. Los rechazó en la palestra con una carga y los golpes y los lanzazos se generalizaron hasta hacer correr la sangre a torrentes. Los musulmanes, dando gritos de «Dios es grande», «No hay dioses sino el Dios» y «Bendito sea el Profeta», se lanzaron con ímpetu a la carga y combatieron como héroes.

Dios concedió la victoria a los creyentes y dejó envilecidos a los incrédulos. El visir Dandán gritaba: «¡Vengad al rey Umar al-Numán! ¡Vengad a su hijo Sarkán!» Destocándose la cabeza chilló: «¡A mí los turcos!» Tenían éstos a su lado unos veinte mil caballeros que dieron, dirigidos por él, una carga sin igual. Los infieles no tuvieron más remedio que recurrir a la fuga y volver la espalda, mientras las tizonas les causaban grandes estragos. Murieron cerca de cincuenta mil caballeros y fueron hechos prisioneros muchos más; otros murieron en la confusión producida al correr a refugiarse en la ciudad. Cerraron las puertas y se subieron a las murallas, pues temían que les ocurriese cualquier desgracia.

Los escuadrones musulmanes volvieron sin daño y victoriosos a sus tiendas. Daw al-Makán corrió a ver a su hermano y lo encontró en magnífico estado. Se prosternó y dio gracias al Generoso, al Altísimo. Acercándose después a su hermano lo felicitó por lo bien que se encontraba.

Sarkán le dijo: «Todos nosotros nos beneficiamos de la bendición de este asceta penitente. Hemos vencido a nuestros enemigos gracias a que sus plegarias han sido escuchadas. Ha estado sentado durante todo el día rezando por la victoria de los musulmanes».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche ciento cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sarkán continuó diciendo:] «Yo he recobrado la fuerza al oírle gritar “¡Dios es grande!” y vosotros habéis vencido a vuestros enemigos. Cuéntame, hermano, lo que te ha sucedido». Le refirió todo lo que le había ocurrido con el maldito Afridún y le informó de que le había dado muerte y lo había despachado a las moradas malditas por Dios. Sarkán lo felicitó. Cuando Dat al-Dawahi, que seguía disfrazada de asceta, oyó que el rey Afridún había muerto, palideció; los ojos se le llenaron de lágrimas abundantes, pero supo disimularlas y aparentar, delante de los musulmanes, que estaba muy contenta y que sólo lloraba de alegría. Se dijo en su interior: «¡Por el Mesías! Mi vida carecería de objeto si no abraso su corazón con la muerte de su hermano Sarkán de la misma manera que él ha destrozado el mío al dar muerte a Afridún, sostén de los cristianos y de los seguidores de la cruz». Pero supo ocultar lo que pasaba por su interior.

El visir Dandán, el rey Daw al-Makán y el chambelán permanecieron sentados al lado de Sarkán hasta que estuvieron preparados los medicamentos y las pomadas. Le dieron las medicinas, que lo aliviaron notablemente; todos se regocijaron de que así fuera y lo comunicaron al ejército: los musulmanes se sintieron satisfechos, diciéndose que al día siguiente ya podría montar a caballo para empezar el asedio. Sarkán les dijo: «Vosotros habéis combatido hoy y estáis cansados. Es necesario que os marchéis a vuestras tiendas y durmáis en vez de quedaros aquí a velar». Consintieron y se marcharon a su tienda, quedándose con Sarkán, únicamente, algunos criados y la vieja Dat al-Dawahi. Habló con ésta durante parte de la noche y después se tumbó a dormir. Los criados hicieron lo mismo. El sueño se apoderó de ellos y quedaron como muertos. Esto es lo que se refiere a Sarkán y a sus criados.

He aquí lo que hace referencia a la vieja Dat al-Dawahi. Ésta, cuando quedaron dormidos, estaba completamente desvelada, sola en la tienda. Contempló a Sarkán y, viéndole sumergido en lo más profundo del sueño, se puso de pie como si fuese una osa salvaje o una hiena moteada, sacó un puñal envenenado que llevaba en la cintura (si lo hubiese colocado en una piedra la hubiese destruido), lo desenfundó, se acercó a la cabeza de Sarkán y lo degolló separando la cabeza del tronco. Después, se acercó adonde estaban los criados y les cortó la cabeza para que no diesen la alarma. A continuación, salió de la tienda y se dirigió a la del sultán; pero la guardia no estaba dormida, por esto se dirigió a la del visir Dandán, que en aquel momento estaba leyendo el Corán. Éste la vio y le dijo: «¡Bien venido seas, asceta devoto!» Al oír que el visir le decía estas palabras, su corazón palpitó y replicó: «He venido aquí porque acabo de oír la voz de un santón amigo de Dios».

Se retiró mientras el visir Dandán se decía: «¡Por Dios! ¡He de seguir a este asceta en las tinieblas!» Se levantó y la siguió. La maldita oyó sus pasos, se dio cuenta de que la estaban siguiendo y temió que la descubriesen. Se dijo: «Si no le engaño con algún subterfugio, me descubrirá». Se acercó a él y le dijo: «¡Visir! Voy detrás de ese santón al que no conozco. Cuando lo haya alcanzado le pediré permiso para que tú te puedas acercar a él. Temo que si vienes conmigo, sin su permiso, se me escape al verte a mi lado». El visir al oír estas palabras se avergonzó, no quiso contestarle, la dejó y volvió a su tienda, en donde intentó conciliar el sueño: tenía la impresión de que el mundo se le caía encima, y no pudiendo conciliar el sueño se incorporó y salió de la tienda diciéndose: «Iré a ver a Sarkán y me entretendré hablando con él hasta que llegue la aurora».

Entró en la tienda de Sarkán y vio que la sangre fluía igual que si saliese de un canal: se dio cuenta de que los criados habían sido degollados. Lanzó un grito que despertó, aterrorizándolos, a todos los que dormían. Corrieron en bloque hacia el lugar en que lo habían oído y distinguieron en seguida la sangre que corría: empezaron a llorar y a sollozar. El grito también había despertado a Daw al-Makán. Éste preguntó por lo que ocurría. Se le contestó: «Sarkán, tu hermano, y los criados han sido asesinados». Se puso de pie y corrió hasta entrar en la tienda: tropezó con el visir Dandán, que estaba sollozando, vio que el cuerpo de su hermano carecía de cabeza y cayó desmayado.