SAHRAZAD refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que en la ciudad de Damasco, antes del califato de Abd al-Malik b. Marwán, hubo un rey llamado Umar al-Numán, que era grande y poderoso y había vencido a los reyes de Persia y de Bizancio; era invulnerable al fuego y nadie podía competir con él en correr al galope. Cuando se enojaba, salían de sus narices lenguas de fuego. Se había hecho dueño de todos los países y había impuesto su yugo a todos los villorrios y ciudades; le obedecían todos los pueblos y sus ejércitos habían llegado hasta los países más remotos: Oriente y Occidente le estaban sometidos y todo lo que quedaba entre ambos: la India, China, el Yemen, el Hichaz, Abisinia, el Sudán, Grecia, Diyar Bakr, las islas del mar y los ríos más importantes del Orbe, como el Sayhún, el Chayhún, el Nilo y el Éufrates estaban en su poder. Había enviado emisarios hasta los más remotos países con el fin de que le trajesen noticias fidedignas y habían regresado para informarle de que todas las gentes obedecían sus órdenes, de que todos los grandes se humillaban ante su poder, pues eran bien conocidas su generosidad y su largueza, gobernaba con justicia, mantenía la paz, y su prestigio era enorme. Le llevaron presentes de todos y tributos de la tierra entera del uno al otro confín.
Este rey tenía un hijo que se llamaba Sarkán[49], puesto que había crecido como una calamidad del tiempo, había vencido a los valientes y había aniquilado a sus rivales. Su padre lo quería muchísimo y lo había nombrado su sucesor en el trono. Sarkán, una vez hubo llegado a la mayoría de edad y hubo alcanzado los veinte años, fue obedecido por todos, pues reconocían que era valiente y tenaz. Su padre, Umar al-Numán, tenía cuatro mujeres, según mandan el Corán y la tradición, pero no había tenido más hijo que Sarkán, nacido de una de ellas, mientras las demás seguían estériles, sin darle ningún otro descendiente.
A pesar de esto tenía trescientas sesenta concubinas, tantas como días tiene el año copto, entre las cuales las había de todas las razas. Había construido una habitación especial para cada una de ellas y todas se encontraban dentro del recinto del palacio. Había hecho edificar doce palacetes, tantos como meses tiene el año, y en cada uno había treinta habitaciones, o sea, que en total había trescientas sesenta; las jóvenes habitaban individualmente en estas habitaciones y él pasaba una noche con cada una, o sea, que al cabo de un año volvía a estar con la misma. Esto duró cierto tiempo. Entretanto la fama de Sarkán se extendió por todo el mundo, lo cual hacía feliz a su padre, mientras la fuerza y el poderío de aquél iban en aumento y conquistaba ciudades y países.
El destino dispuso que una de las concubinas de al-Numán quedase encinta; esto se hizo notorio y el rey, al enterarse, tuvo una gran alegría y exclamó: «Tal vez toda mi descendencia sea de varones». Anotó el día en que había concebido y empezó a favorecerla. Sarkán se enteró y le supo mal.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuarenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sarkán] se dijo: «Va a venir al mundo alguien capaz de disputarme el Imperio». Se dijo que si aquella esclava daba a luz un varón, había de matarlo; esta decisión la ocultó en su interior.
La esclava era una griega que había regalado a al-Numán, junto con muchos otros dones, el señor de Cesarea. Se llamaba Sofía, y era, entre todas las concubinas, la que tenía la cara más hermosa y bella, la más casta. Era muy inteligente y despierta. Las noches que el rey pasaba con ella le servía muy bien y le decía: «¡Rey! Pido al Dios del cielo que haga que te dé un hijo varón para poder educarlo, instruirlo y custodiarlo bien». Al rey le gustaba oír estas palabras. Así se salió de cuenta y se sentó en la silla de partos. Era una mujer piadosa, rezaba y pedía a Dios que le diese un hijo bueno y le facilitase el parto, y Dios escuchó sus peticiones.
El rey había enviado a su lado a un criado para que en cuanto hubiese dado a luz corriese a decirle si era un varón o una hembra. Su hijo Sarkán también había enviado a alguien para que le hiciese saber de qué sexo era el niño. En cuanto Sofía dio a luz, las comadronas examinaron el recién nacido y vieron que se trataba de una niña que tenía un rostro más hermoso que la luna. Dieron la noticia a los presentes y el mensajero del rey regresó junto a éste y le dio la nueva. El de Sarkán hizo lo mismo y éste se alegró muchísimo. Cuando los mensajeros se hubieron ido, Sofía dijo a las comadronas: «¡Quedaos un poco más, pues noto que en mis entrañas hay otra cosa!»
Empezó a quejarse, le vinieron los dolores de un segundo parto, Dios hizo que no hubiese dificultades y dio a luz otro niño. Las comadronas lo examinaron y vieron que era un varón que se asemejaba a la luna llena, que tenía la frente resplandeciente y las mejillas sonrosadas. La concubina, los criados y todos los presentes se alegraron. Sofía expulsó la placenta y en el palacio se dio suelta a los gritos de júbilo. Las restantes concubinas al enterarse la envidiaron, y Umar al-Numán, al saberlo, se puso contento, sacó buenos augurios y fue a ver a Sofía; la besó en la cabeza, contempló a su hijo, se le acercó y lo besó. Las esclavas golpearon los adufes y la música interpretó composiciones festivas.
El rey mandó que el niño se llamase Daw al-Makán y su hermana Nuzhat al-Zamán. Su orden fue atendida inmediatamente y el rey designó las nodrizas, criados, séquito y las lavanderas que debían cuidar de los recién nacidos; determinó las cantidades de azúcar, bebidas, grasas y demás cosas que debían dárseles y cuyo detalle escapa a la lengua. Las gentes de Damasco, cuando se enteraron de que Dios había dado un par de hijos al rey engalanaron la ciudad y demostraron su alegría y contento. Los príncipes, los ministros y los magnates acudieron a felicitar al rey Umar al-Numán por el nacimiento de Daw al-Makán y de Nuzhat al-Zamán y aquél les dio las gracias por su cortesía, les hizo numerosos regalos y favores e hizo presentes a todos los concurrentes, fuesen allegados suyos o no. Este estado de cosas se prolongó durante cuatro años, durante los cuales el rey preguntaba por Sofía y sus hijos casi todos los días. Transcurridos los cuatro años mandó que se le diesen joyas, sedas, vestidos y grandes riquezas y recomendó que se diese a los dos niños una buena educación y cultura.
Todo esto ocurría sin que Sarkán supiese que su padre, Umar al-Numán, había tenido otro hijo varón; sólo conocía el nacimiento de Daw al-Makán. Así transcurrieron los días y los años durante los cuales él estuvo ocupado en combatir a los valientes y en competir con los caballeros. Cierto día en que Umar al-Numán estaba sentado, entraron los chambelanes, besaron el suelo delante de él y dijeron: «¡Rey! Acaban de llegar los mensajeros del rey de los griegos, señor de la gran Constantinopla, que desean obtener de ti una audiencia y presentarse ante ti. Si el rey da su permiso los haremos pasar y en caso contrario los despacharemos, pues sus órdenes son indiscutibles».
El rey mandó que los hiciesen pasar. Cuando los tuvo delante los acogió bien, les permitió que se acercasen y les preguntó el porqué de su llegada. Besaron el suelo delante de él y le dijeron: «¡Excelso rey! ¡Poderoso señor! Sabe que nos ha enviado el rey Afridún, dueño de los países griegos y de los ejércitos cristianos que reside en el reino de Constantinopla. Te informa de que sostiene una guerra enconada con el insolente y tiránico señor de Cesarea. Ha motivado esta lucha el que un rey de los árabes encontró en una de sus expediciones un tesoro muy antiguo, de la época de Alejandro. Sacó de él tan grandes riquezas que no pueden ni enumerarse ni contarse. Entre las muchas cosas que encontró había tres amuletos redondos, del tamaño de un huevo de avestruz. Estaban hechos de las piedras más preciosas, más puras y tan rutilantes como no se han visto iguales. En cada amuleto había una inscripción, en letras griegas, de carácter mágico y esotérico. Cada uno tenía propiedades y virtudes sobrenaturales, entre otras que todo recién nacido al que se le colocase en el cuello uno de ellos no le alcanzaría ningún dolor, inflamación o fiebre mientras llevase puesto el amuleto.
»Cuando el soberano árabe se apoderó de ellos y cuando supo las virtudes que encerraban, despachó unos mensajeros al rey Afridún que le llevaron presentes, regalos, riquezas y, además, los tres talismanes. Aparejaron dos embarcaciones: en una iban las riquezas y en la otra los soldados que debían custodiar estos dones durante la travesía, evitando cualquier sorpresa. Sabía que nadie iba a atacarlas dado que él era el rey de los árabes y además porque la derrota de los navíos que transportaban los regalos quedaba dentro de las aguas jurisdiccionales de Bizancio, puesto que todas las costas pertenecían a sus súbditos. Los dos navíos aparejaron y navegaron hasta llegar cerca de nuestro país. Entonces los atacaron los piratas de aquellas tierras, entre los cuales figuraban los soldados del señor de Cesarea. Se apoderaron de todo lo que transportaban los dos navíos: regalos, riquezas, tesoros y además de los tres talismanes y dieron muerte a los equipajes. Nuestro rey, al enterarse, mandó contra ellos un ejército, pero lo derrotaron; mandó otro más fuerte, pero también lo vencieron. Ante esto nuestro soberano se indignó y juró que saldría contra ellos en persona y con todos sus ejércitos y que no regresaría hasta haber destruido Cesarea, haber arrasado su territorio y haber aniquilado todas las ciudades que obedecen a su rey. Desea que el fuerte, el sultán, el rey Umar al-Numán le auxilie con su ejército y se cubra de gloria. Nuestro rey nos ha enviado a ti con regalos de todas clases; espera que los aceptes y que le ayudes».
Los mensajeros besaron el suelo delante del rey Umar al-Numán…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuarenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después de haberlo informado le enumeraron los regalos que llevaban: cincuenta esclavas jóvenes de la mejor sociedad de Bizancio, cincuenta mamelucos vestidos con túnicas de brocado y con cinturones de oro y plata. Cada mameluco llevaba en la oreja un anillo de oro que tenía engarzada una perla que bien valdría mil mizcales de oro; las esclavas también lo llevaban y vestían ropas carísimas. El rey se alegró al contemplarlos y mandó que se tratase bien a los mensajeros.
Pidió consejo a los ministros acerca de lo que debía hacer. Uno de ellos, muy anciano, que se llamaba Dandán, se levantó, besó el suelo delante del rey Umar al-Numán y dijo: «¡Rey! Lo mejor que puedes hacer es preparar un ejército numeroso, nombrar como jefe a tu hijo Sarkán y quedar todos nosotros bajo sus órdenes. Esta opinión es buena por dos razones. Primero: porque el rey de Bizancio ha pedido tu protección enviándote regalos y tú los has aceptado; segundo: porque el enemigo no se atreverá a atacar a nuestro país y cuando tu ejército haya defendido al rey de Bizancio y haya vencido a sus enemigos, todo el mérito de la campaña será atribuido a tus soldados; su fama se extenderá por todos los países y todas las regiones y cuando la noticia llegue a las islas del mar y se enteren de ella los habitantes del Occidente se apresurarán a entregarte regalos, dones y riquezas».
El rey, una vez hubo oído las palabras de su ministro Dandán, pensó que el consejo era justo, le gustó, le regaló un vestido de honor y le dijo: «Gentes como tú son las que deben aconsejar a los reyes. Es necesario que tú mandes la vanguardia del ejército y que mi hijo Sarkán se mantenga en la retaguardia». El rey mandó llamar a su hijo y una vez éste estuvo delante de él le refirió lo ocurrido, lo informó de lo que habían dicho los mensajeros y el consejo que le había dado el ministro Dandán. Le mandó que se equipase y se dispusiese a partir, que no desobedeciese al visir Dandán y que siguiese sus consejos; le mandó que escogiese entre sus tropas diez mil caballeros perfectamente equipados y resistentes a la fatiga.
Sarkán observó todo lo que su padre Umar al-Numán le había dicho y escogió inmediatamente los diez mil caballeros; entró en su palacio, cogió grandes riquezas y las repartió entre los soldados diciendo que les concedía un permiso de tres días. Besaron el suelo delante de él y obedeciendo su orden marcharon a equiparse y a preparar sus cosas. Sarkán entró en los depósitos militares y cogió todas las provisiones y armas que necesitaba; después se dirigió a los establos y eligió los caballos más apropiados; reunió otras muchas cosas y transcurridos los tres días las tropas se concentraron en las afueras de la ciudad. El rey Umar al-Numán salió a despedir a su hijo Sarkán; éste besó el suelo delante de su padre, quien le entregó siete cofres llenos de dinero. Después se acercó al visir Dandán y le recomendó que cuidase del ejército de su hijo Sarkán. Aquél besó el suelo delante del rey y le prometió que lo vigilaría.
El soberano volvió al lado de su hijo Sarkán y le insistió en que debía hacer caso de los consejos del visir Dandán en toda clase de asuntos. Se lo prometió y su padre regresó a la ciudad. En seguida Sarkán mandó que los jefes del ejército desfilasen con sus tropas delante de él. Ascendían éstas a diez mil caballeros, sin contar los servicios auxiliares. Puestos ya en orden de marcha, repicaron los tambores, sonaron los añafiles, se desplegaron las banderas, que tremolaron por encima de las cabezas, y emprendieron el camino. Se detuvieron para descansar y dormir a la caída del día, cuando ya estaba encima la noche. Al amanecer volvieron a cabalgar y así siguieron el camino que los mensajeros les mostraban durante un lapso de veinte días.
El día vigésimo primero llegaron, al caer la noche, a un amplio valle cuajado de árboles y plantas. Sarkán mandó hacer alto y dispuso un descanso de tres días. Los soldados se pararon y levantaron las tiendas militares a la derecha y a la izquierda. El visir Dandán desmontó en el centro de aquel valle en compañía de los mensajeros de Afridún, señor de Constantinopla. El rey Sarkán permaneció a caballo un rato viendo cómo se detenían sus tropas y cómo se desparramaban a ambos lados del río. Después dio suelta a las riendas de su corcel, pues quería ir en descubierta por aquel valle y encargarse personalmente de la vigilancia, debido al consejo que le había dado su padre, puesto que ya habían entrado en tierras de los griegos y se encontraban en terreno enemigo.
Después de haber dado orden a sus mamelucos y a su séquito de que acampasen junto al visir Dandán, se fue solo y no se apeó del lomo de su caballo, recorriendo el valle en todos los sentidos, hasta que hubo transcurrido la cuarta parte de la noche; entonces, cansado y muerto de sueño, no pudo mantenerlo al galope. Tenía por costumbre dormir montado y cuando el sueño lo venció se quedó dormido encima; el caballo siguió andando hasta mediada la noche, en que entró en un bosque que tenía muchos árboles. Sarkán no se despertó hasta que el caballo repiqueteó con sus cascos en la piedra. Entonces se desveló, vio que estaba en medio de un bosque, que la luna había salido y que irradiaba su luz desde el oriente hasta el occidente. Admirado de verse en aquel lugar, pronunció una frase que no sonroja a quien la dice, puesto que exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios!» Quedó perplejo, temeroso de las fieras y sin saber hacia dónde dirigirse. Vio que la luna iluminaba un prado que bien podría ser uno de los del paraíso. Oyó unas palabras muy hermosas, una voz fuerte y una risotada capaz de arrancar el entendimiento a los hombres.
El rey Sarkán descabalgó entre los árboles y echó a andar hasta que pudo distinguir un río. Contempló el fluir del agua y oyó decir en árabe a una mujer: «¡Por el Mesías! Eso no es nada elegante por vuestra parte. A la que diga una palabra la he de derribar y he de atarle las manos al cuerpo». Todo esto ocurría mientras Sarkán seguía avanzando en la dirección de la voz. Así llegó hasta el borde del bosque y desde aquí divisó el río que murmuraba, los pájaros que gorjeaban, las gacelas que dejaban verse, las fieras que pastaban y los pájaros que con sus cantos parecían querer explicar en qué consistía la felicidad. Aquel sitio estaba cubierto por plantas de toda clase, conforme se dice en estos dos versos compuestos para describir un lugar parecido:
La tierra no es bella si no florece; el agua corre, copiosa, por su superficie.
Es obra de Dios, el Excelso, que da todos los dones y concede todos los beneficios.
Sarkán se fijó y vio que en aquel lugar había un convento en cuyo interior se distinguía una almena que se remontaba por los aires a la luz de la luna y de cuyo centro brotaba el río que regaba aquellos jardines. En éstos había una mujer que tenía delante diez esclavas que parecían lunas, que iban vestidas con sedas y brocados que dejaban perpleja la vista. Todas eran vírgenes hermosísimas, tal cual se las describe en estos versos:
El prado resplandece con las grandes beldades que lo ocupan.
Su hermosura crece por la belleza de quienes están con él.
Todas son esbeltas, erguidas, coquetas, cariñosas.
Tienen los cabellos sueltos que parecen zarcillos de parra.
Seductoras, sus ojos lanzan dardos.
Andan cimbreándose y asesinan a los hombres más valientes.
Sarkán descubrió en el grupo de las diez jóvenes una que se asemejaba a la luna cuando alcanza su plenitud: cejas escasas, frente luminosa, largas pestañas y aladares que eran escorpiones[50]. Era perfecta por sí misma y por su aspecto. Era comparable a la que describe el poeta en estos versos:
Ella echa unas miradas portentosas; su talle avergüenza a las lanzas.
Se nos muestra con dos mejillas sonrosadas y con unas líneas que encierran todas las bellezas.
Sus cabellos, sumergidos en la luz de su rostro, parecen la noche que preludia una aurora de alegrías.
Sarkán la oyó decir a las jóvenes: «¡Acercaos a luchar conmigo antes de que desaparezca la luna y llegue la aurora!» Una a una se fueron acercando y las fue revolcando en seguida por el suelo y atándoles las manos a la cintura; no paró de luchar con ellas hasta haberlas derribado a todas. Entonces una vieja que estaba delante se volvió hacia la joven y le dijo indignada: «¡Desvergonzada! Te alegras por haber revolcado a estas jóvenes, cuando yo, que soy vieja, las he vencido cuarenta veces. ¿Cómo has de alegrarte de tus fuerzas? Si eres valerosa, lucha conmigo. Si quieres hacerlo, si te acercas, yo también me aproximaré y te meteré la cabeza entre tus piernas». La joven sonrió por fuera mientras por dentro estaba llena de indignación. Se acercó a la anciana y le preguntó: «Señora Dat al-Dawahi. ¡Por el Mesías! ¿Lucharás conmigo de veras o en broma?» «Pelearé de veras.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuarenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [entonces dijo la joven:] «¡Acércate a luchar si es que tienes fuerzas!» Cuando la vieja la oyó pronunciar estas palabras se indignó de mala manera y los pelos se le irguieron por encima de la piel como si fuese un erizo. La joven también se acercó, pero la vieja le dijo: «¡Por el Mesías, desvergonzada! No lucharé contigo a no ser que esté desnuda». La vieja, después de haberse desatado los vestidos, cogió un pañuelo de seda, metió las manos por debajo de ellos, lo colocó encima del cuerpo, lo anudó y lo ciñó a su cintura. Parecía que fuese una rusalca pelada o una serpiente manchada. Inclinándose hacia la joven le dijo: «¡Haz lo mismo que yo he hecho!»
Todo esto sucedía sin que Sarkán apartase la vista de las dos; empezó a pensar en el feo aspecto de la vieja y a reírse de ella. Cuando ésta hubo hecho eso la joven se preparó lentamente: cogió una toalla yemení y la plegó por dos veces. Se quitó los zaragüelles y dejó ver dos piernas de mármol encima de las cuales había un montículo de cristal erguido y redondeado; un vientre cuya piel exhalaba olor a almizcle como si estuviera recubierto de anémonas; el pecho tenía dos senos que parecían granadas. Se acercó a la vieja y se cogieron una a otra.
Sarkán elevó su cabeza al cielo pidiendo a Dios que la joven la venciese. Aquélla se deslizó debajo de ésta, colocó la mano izquierda en su ingle y la derecha en el cuello, la estrechó con fuerza y la levantó con las dos manos, la vieja se escurrió de sus brazos para escapar, pero se cayó de espaldas y, al tiempo que levantaba los pies hacia arriba mostrando los pelos del pubis a la luz de la luna, soltó dos pedos muy sonoros. Uno levantó polvo del suelo y el segundo extendió una humareda por el aire.
Sarkán se rió de tal modo, que se revolcó por el suelo. Después se levantó, desenvainó la espada, miró a la derecha y a la izquierda y no vio más que a la vieja tendida de espaldas. Se dijo: «No mintió quien te llamó Dat al-Dawahi[51]». Se acercó a las dos para oír lo que decían. La joven se aproximó a la vieja y le echó por encima un trapo de seda fina, la ayudó a ponerse los vestidos y se disculpó diciendo: «Señora Dat al-Dawahi: yo sólo quería derribarte en el suelo, no lo que ha sucedido. Pero tú te has escapado de mis manos. ¡Loado sea Dios, que ha evitado que te hicieras daño!» La vieja no le contestó, se puso de pie y se marchó avergonzada, y no paró de andar hasta perderse de vista; las jóvenes que estaban atadas seguían tumbadas en el suelo mientras que la vencedora era la única que se mantenía de pie.
Sarkán se dijo: «Todo lo que sucede tiene una causa. Si el sueño, si el corcel me ha traído hasta este sitio, ha sido para mi bien; tal vez esta joven sea mi botín». Montó a caballo, le espoleó y echó a correr, llevándolo como si fuese la flecha que parte del arco. Empuñaba en la mano la espada desenvainada. Gritó: «¡Dios es grande!» La joven, al verlo, corrió hacia el borde del riachuelo, que tenía una anchura de seis brazas, y dando un gran salto fue a caer en la orilla opuesta. Después, poniéndose de pie, preguntó en voz alta a su perseguidor: «¿Quién eres? Has interrumpido nuestro regocijo y cuando has desenvainado la espada parecía que condujeses un ejército al asalto. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? Sé sincero al hablar, pues sólo la sinceridad podrá serte útil: no mientas, pues la mentira es propia de los seres innobles. Seguramente has perdido esta noche el camino y así has llegado a este sitio, del cual, si consigues salvarte, habrás obtenido el mayor de los beneficios. Sabe que te encuentras en un valle en el cual bastaría un solo grito mío para que apareciesen, al instante, cuatro mil forzudos guerreros; dime lo que quieres, y si deseas que te indique el camino, te lo mostraré; si buscas socorro, te lo concederé».
Una vez oídas estas palabras, Sarkán contestó: «Soy un musulmán, un extranjero; esta noche he salido solo, en busca de botín, y en esta noche de luna no encuentro ninguno otro mejor que estas diez muchachas. Por consiguiente, las voy a coger y a conducirlas junto a mis amigos». «Sabe que aún no has conseguido el botín y que esas muchachas, ¡por Dios!, no son tu presa. ¿No te he dicho que el mentir es repugnante? ¡Por el Mesías! Si no tuviese que ser la causa de tu muerte daría un grito tal que haría brotar del suelo, alrededor de ti, caballos y caballeros; pero tengo compasión de los extranjeros; sin embargo, si quieres intentar obtener botín te propongo que te apees del caballo, que me jures, según tu religión, que no te acercarás a mí con ninguna arma y que nos mediremos en lucha singular. Si tú consigues ponerme de espaldas en el suelo, colócame en tu corcel y llévanos a todas como botín; pero si soy yo quien vence, deja que disponga de ti a mi placer. Pero me lo has de jurar, pues temo que me engañes, y la experiencia de los antiguos enseña que si el engaño es un defecto de la naturaleza, el tener confianza en todo es una debilidad. Si me lo juras, me acerco y voy a tu lado.»
Sarkán, ansioso de poseerla, se dijo: «Ésta no sabe lo fuerte que soy». Respondió: «Hazme jurar sobre aquello que más confianza te inspire que no me acercaré a ti para nada, hasta que tú no estés preparada y me invites a aproximarme para la pelea. Entonces me aproximaré: Si me vences, tengo dinero más que suficiente para rescatarme; si salgo vencedor, este solo hecho será para mí el mayor botín». «Acepto las condiciones.» «Y yo también, por el Profeta, al que Dios bendiga y salve.» La joven le dijo: «Ahora jura por Aquel que ha dado la vida a los cuerpos y ha promulgado las leyes divinas». Sarkán prestó el juramento que ella le exigía y ésta le venció.
La joven, al verlo, se alejó y le dijo: «¡Vete con tus compañeros antes de que llegue la aurora! Es posible que los patricios vengan y te cojan en la punta de sus lanzas. Si no tienes fuerza para defenderte de las mujeres, ¿cómo has de hacer frente a hombres aguerridos?» Sarkán, perplejo, le dijo al ver que se alejaba en la dirección del convento: «¡Señora! ¿Te vas y dejas abandonado al amante apasionado, al que tiene el corazón destrozado?» Ella se volvió, riendo, hacia él y le preguntó: «¿Qué quieres? Responderé a tus súplicas». «¿Cómo después de haber hollado tu tierra y disfrutado de la dulzura de tu gracia he de regresar sin comer de tu mesa cuando soy uno de tus criados?» «Sólo los viles niegan la hospitalidad. Sé bien venido en el nombre de Dios: monta en tu corcel y echa a andar al lado del río, a mi lado, pues eres mi huésped.»
Sarkán se alegró, se dirigió a su corcel, montó y no paró de andar, siguiendo a la joven, hasta que llegaron a un puente de madera de almendro reforzado con cadenas de acero y barreras de ganchos. Sarkán dirigió la vista al puente y vio que aquellas esclavas qué habían combatido con la doncella estaban contemplándole inmóviles. Cuando ésta se acercó dijo en griego a una de ellas: «¡Vamos! ¡Muévete! Coge las riendas de su corcel y condúcelo al convento». Sarkán siguió andando siempre precedido por la doncella y así cruzó el puente. Su cerebro estaba perplejo ante lo que veía. Se dijo: «¡Ojalá estuviese conmigo aquí el visir Dandán para poder ver tan hermosas esclavas!» Volviéndose hacia la joven exclamó: «¡Oh, portento de hermosura! Ahora que te soy doblemente inviolable —primero por la amistad y segundo porque entro en tu casa—, acepto ser tu huésped. Estoy bajo tu amparo y bajo tu protección. ¡Ah, si tú me concedieses el favor de acompañarme a las tierras del Islam! Verías que soy un león valeroso y sabrías quién soy yo».
Al oír estas palabras se enojó con él y le dijo: «¡Por la verdad del Mesías! Te tenía por inteligente y sensato, pero ahora me doy cuenta de que tu corazón sólo encierra maldad. ¿Cómo te atreves a dirigirme palabras llenas de perfidia? ¿Cómo he de hacer eso cuando sé que si llegase a la corte de vuestro rey, Umar al-Numán, no conseguiría escapar de él? En sus palacios no hay nadie que pueda compararse conmigo, a pesar de ser el señor de Bagdad y del Jurasán; de haber construido doce alcázares, cada uno de los cuales contiene trescientas sesenta concubinas, o sea, tantas como días tiene el año, mientras que el número de aquéllos es el de los meses. Si llegase a caer en su poder no me soltaría, puesto que vuestra fe os permite disponer de los de mi religión: en vuestros libros se dice: “…y lo que poseen vuestras diestras”. ¿Cómo te atreves a hablarme así? Y eso que has dicho de que vería la valentía de los musulmanes…, ¡por la religión del Mesías! Dices algo que no es verdad.
»He visto cómo vuestros soldados se acercaban a nuestra tierra y a nuestro país durante estos dos últimos días. Vuestra organización es impropia de los reyes; no sois más que una masa amorfa. Y respecto de eso que dices de que me enteraría de quién eres, he de decirte que el bien que te hago no se lo debes a tu rango, sino a mi vanagloria. Un hombre como tú no dice estas cosas a quien tiene mi categoría; ni aunque fueses el mismo Sarkán, hijo del rey Umar al-Numán, que anda por estos lugares».
Sarkán se dijo: «Tal vez se haya enterado de la llegada del ejército, sepa que consta de diez mil caballeros y que mi padre me ha enviado en ayuda del rey de Constantinopla». Dirigiéndose a ella dijo: «¡Señora! Te conjuro por la religión que profesas a que me refieras la causa de esto, a fin de que yo pueda distinguir la verdad de la mentira y sobre quién debe caer la responsabilidad de todo.» «¡A fe mía! Si no fuese porque temo descubrir que soy una mujer cristiana, yo misma me lanzaría al campo, vencería a los diez mil caballeros, mataría a su almocadén, el visir Dandán, y obtendría la victoria sobre su paladín, Sarkán, y no me avergonzaría de ello. He leído libros, he estudiado la cultura árabe y no tengo por qué hablarte de mi valentía después de que has visto mi bravura, la fuerza y la habilidad que me distinguen en la pelea. Si en lugar tuyo hubiese venido esta noche Sarkán y se le hubiese dicho que saltara el riachuelo, no se habría atrevido y habría reconocido su incapacidad. Ruego al Mesías que me lo traiga ante este convento con el fin eje poder salir a su encuentro, con vestidos de hombre, y poder aprisionarlo y meterlo en cadenas.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuarenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que una vez hubo terminado este discurso, Sarkán, que lo había escuchado atentamente, herido en su amor propio, pero del amor guerrero y del celo propio de los héroes, estuvo a punto de revelar su identidad y de desafiarla, pero se abstuvo al considerar su belleza y su extraordinaria hermosura y recitó este verso:
Cuando la hermosura nos causa una sola ofensa, sus propios encantos le facilitan mil intercesores.
Ella subió llevando a Sarkán en pos suyo. Así éste pudo contemplar cómo sus nalgas se entrechocaban como si fuesen las olas del mar cuando está enfurecido. Recitó estos versos:
Su rostro es un intercesor que borra todas las penas que causa; siempre que interviene obtiene éxito.
Cuando la contemplas gritas impresionado: «La luna llena ya ha aparecido».
Aunque el efrit de Bilqis[52] se midiese con ella, sería el vencido a pesar de su gran fuerza.
Así fueron andando hasta llegar a una puerta de medio punto cuyo arco era de mármol. La joven la abrió y Sarkán la siguió en el interior: se encontraba en un largo corredor abovedado que descansaba sobre diez arcos; encima de cada uno de ellos había una lámpara de cristal que irradiaba una luz tan clara como la del sol. Las esclavas salieron a recibirla por el otro extremo del corredor llevando velas aromáticas y luciendo en su cabeza cintas incrustadas de todas clases de piedras preciosas.
La joven siguió avanzando precedida por aquéllas y seguida por Sarkán: así llegaron hasta el convento, en cuyos claustros había una serie de lechos dispuestos unos enfrente de otros; cada uno estaba cubierto por cortinas bordadas en oro. El suelo estaba recubierto por toda clase de mármoles policromados y en el centro tenía un estanque en el cual había veinticuatro botellas de oro; el agua que salía parecía de plata.
Sarkán vio en la testera un lecho recubierto por regias sedas. La joven le dijo: «¡Señor mío! Sube a ese lecho». Sarkán se instaló encima, las esclavas se marcharon y la joven desapareció. Preguntó por ella a uno de los criados y éste le respondió: «Se ha ido a su lecho. Nosotros estamos aquí para servirte conforme nos ha mandado». Más tarde la joven le llevó comida de todas clases y él comió hasta hartarse. En seguida le acercaron la jofaina y el aguamanil de oro. Se lavó las manos algo distraído pensando en su ejército, al cual no sabía qué le había podido ocurrir; pensó también en el poco caso que había hecho del consejo de su padre, y sin saber cómo comportarse, arrepintiéndose de lo que había hecho, pasó la noche, llegó la aurora y se hizo de día sin que él dejase de reprocharse por lo ocurrido; sumergido en estas ideas recitó estos versos:
No me ha faltado la resolución, pero en este asunto he sido desgraciado; ¿cuál será mi escapatoria?
Si hubiese quien fuera capaz de apartar de mí al amor, me libraría con mi fuerza y con mi esfuerzo.
Pero mi corazón se ha extraviado en las sendas del amor. En Dios confío en mi aflicción.
Apenas había terminado de recitar estos versos vio acercarse un cortejo: se fijó en él y pudo distinguir más de veinte esclavas que parecían lunas; entre ellas estaba la joven, que parecía la luna llena rodeada de estrellas. Vestía un regio brocado al que sujetaba un cinturón de pedrería que le ceñía el talle y hacía resaltar sus caderas que parecían dos montículos de cristal debajo de una varita de plata; sus senos parecían dos granadas. Poco faltó para que Sarkán, al verlo, perdiese el conocimiento de alegría y olvidase al ejército y al ministro. Miró la cabeza de la joven y vio que llevaba una redecilla de perlas separadas entre sí por toda suerte de pedrerías. Las esclavas avanzaban a su derecha y a su izquierda llevando la cola de su traje y la joven se acercaba balanceándose de alegría. Sarkán se puso de pie de un salto y admirado de tanta beldad exclamó: «¡Qué cintura!», y recitó estos versos:
Tiene amplias caderas, avanza bamboleándose: es una jovenzuela de senos erguidos.
Oculta la pasión que la corroe; yo no escondo lo que hay en mí.
Sus esclavas avanzan en pos de ella: parece un soberano de ilimitada autoridad.
La joven se quedó con la mirada fija en él durante largo rato y reiteró esta mirada hasta convencerse de que lo había reconocido. Le dijo: «Desde que has llegado aquí este lugar resplandece contigo, Sarkán. ¿Cómo has pasado la noche, oh valiente, desde que me he ido y te he dejado solo? —Añadió—: La mentira, en boca de los reyes, constituye un defecto y una infamia; también lo es, y muy especialmente, en los magnates de los reyes. Tú eres Sarkán, el hijo de Umar al-Numán; no niegues ni tu identidad ni tu alto rango; no me ocultes lo que te ha ocurrido y hazme escuchar, únicamente, la verdad. La mentira engendra el odio y la enemistad. Ya que el destino lo ha dispuesto, debes aceptarlo y resignarte».
Ante estas palabras le era ya imposible continuar negando, por lo que la informó de todo. Le dijo: «Yo soy Sarkán, hijo de Umar al-Numán. La suerte me ha castigado y me ha hecho caer en este sitio. Ahora haz conmigo lo que quieras». La joven fijó la mirada en el suelo durante largo rato.
Después, volviéndose hacia él, le dijo:
«Tranquilízate y descuida: eres mi huésped y has compartido conmigo el pan y la sal, la conversación y las confidencias. Estás, pues, bajo mi protección y mi amparo. Quédate tranquilo, pues, ¡por la fe del Mesías!, aunque todas las gentes de la tierra quisiesen causarte daño, no te alcanzarían antes de que yo hubiese muerto en tu defensa, ya que estás bajo la protección del Mesías y la mía propia».
Se sentó a su lado y lo distrajo hasta que cesó en él todo temor y comprendió que si lo hubiese querido matar ya lo hubiese hecho la noche anterior. Después la joven dijo algunas palabras en griego a una esclava y ésta se marchó para regresar al cabo de un rato con el servicio para beber vino y con una mesa repleta de comida. Sarkán se abstuvo de comer, pues se dijo que tal vez el guiso estuviese envenenado. La joven se dio cuenta de lo que pasaba en su interior, por lo que, dirigiéndose a él, le dijo: «¡Por el Mesías! No hay nada de eso. La comida no tiene nada de lo que sospechas. Si hubiese querido matarte, ahora ya estarías muerto».
Se acercó a la mesa y comió un bocado de cada uno de los guisos. Entonces, Sarkán empezó a comer y la joven, muy contenta por esto, lo acompañó hasta que ambos quedaron satisfechos. Después, una vez lavadas las manos, ella se levantó y mandó a una esclava que acercase los perfumes y el servicio de bebidas: copas de oro, de plata y de cristal y toda una serie de vinos exquisitos. La muchacha acercó todo lo que se le había pedido y la joven llenó primero una copa y la vació antes que él, igual como había hecho en el momento de la comida; después llenó otra y se la dio. Él la vació a su vez. Le dijo: «¡Musulmán! ¡Mira en qué vida más dulce y más alegre te encuentras!» No paró de beber y de escanciar a Sarkán hasta que éste perdió la razón…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuarenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sarkán perdió la razón] borracho de vino y ebrio de amor. La joven dijo a una esclava: «¡Marchana! ¡Tráenos algún instrumento de música!» «En el acto.» Desapareció un instante y regresó con un laúd damasceno, un címbalo persa, una flauta tártara y un arpa egipcia. La esclava cogió el laúd, lo acordó poniendo tensas las cuerdas y acompañándose con él cantó estos versos con una voz dulce, más suave que el céfiro y más agradable que el néctar; moduló a la perfección:
Dios perdone a tus ojos toda la sangre que han vertido y todas las flechas que han lanzado tus miradas.
Canto a un enamorado incapaz de apiadarse o tener clemencia y que maltrata a quien le ama.
¡Feliz sea el ojo que, por ti, se ha desvelado! ¡Bendito sea el corazón que está enamorado de ti!
Puedes atreverte a matarme: eres mi dueño y con mi propia vida redimo de su sentencia al juez.
En seguida se incorporó una de las jóvenes con un instrumento y recitó en griego unos versos que conmovieron a Sarkán; después cantó la joven que era su dueña. Preguntó: «¡Musulmán! ¿Has comprendido lo que he dicho?» «No, pero me ha impresionado tu arte.» Se puso a reír y le dijo: «Si cantase en árabe, ¿qué harías?» «Perdería la razón.» Tomó un instrumento, cambió los tonos y recitó estos versos:
El sabor de la separación es amargo, pero ¿se puede soportar?
Tres cosas me han ocurrido: estar alejada, separada y abandonada.
Amo a un galán que, con su beldad, me ha cautivado, pero la separación es amarga.
Concluidos los versos dirigió la mirada a Sarkán y vio que éste estaba fuera de sí. Se distrajo un rato entre ellas, pero después volvió a recordar la canción y se emocionó de nuevo. La joven y Sarkán volvieron a beber y no dejaron de entretenerse y divertirse hasta que el día se extinguió y la noche extendió el ala de la tiniebla. Entonces ella se marchó a su dormitorio y cuando Sarkán preguntó dónde estaba le respondieron: «En su habitación». «¡Dios la guarde y la proteja!», contestó.
Llegada la mañana una joven se le acercó y le dijo: «Mi señora te reclama a su lado». Siguió a la joven y cuando se aproximaron a la habitación de su señora, fue recibido por las esclavas al son de adufes y de cantos. Así llegó a una gran puerta de marfil incrustada de perlas y pedrería; la cruzó y se encontró en una amplia casa en cuya testera había un salón tapizado con sedas de todas clases; tenía a su alrededor una serie de ventanas abiertas que miraban hacia un fondo de árboles y riachuelos. Había en la casa unas estatuas que, al darles el aire, parecía que hablasen gracias a determinados artificios.
La joven estaba sentada y las contemplaba, pero apenas vio a Sarkán se acercó a él, lo cogió de la mano, lo hizo sentar a su lado y le preguntó cómo había pasado la noche. Respondió deseándole toda suerte de prosperidades.
Después se sentaron para conversar. Le preguntó: «¿Sabes alguna cosa de aquellos que aman y son esclavos de la pasión?» «Sí; sé algunos versos.» «Deja que los oiga.» Recitó:
¡No! No revelaré el amor de Azza ya que ella me ha exigido promesas y juramentos.
Soy temeroso y esclavo: aquellos a los que conozco están sentados, llorando por temor del tormento.
Si oyesen, como yo he oído, sus palabras, caerían arrodillados y se prosternarían ante Azza[53].
Al oírlos la joven dijo: «El autor es muy elocuente y un buen retórico. En especial cuando describe a Azza en estos dos versos:
Si la belleza de Azza debiera compararse con la del sol de la mañana, aquélla sería la vencedora.
Hay mujeres que han intentado hacerme ver los defectos de Azza. ¡Transforme Dios sus mejillas en la suela de sus sandalias!»
La joven siguió: «Se dice que Azza era muy hermosa, perfecta. —Añadió—: ¡Hijo del rey! Si sabes algún verso de Chamil, recítamelo». «Sé más de uno.» A continuación recitó:
Tú quieres matarme; eso es lo único que buscas, pero yo no tengo más deseo que el tuyo y te quiero.
Cuando ella oyó esto le dijo: «Dices bien, hijo del rey. Pero ¿qué querría hacer Azza con Chamil[54] para que él llegase a recitar el hemistiquio “Tú quieres matarme; eso es lo único que buscas”?» «Señora —respondió Sarkán—, querría hacer con él lo mismo que tú quieres hacer conmigo pero que no acaba de satisfacerte.» Se echó a reír de lo que le decía Sarkán y no dejaron de beber hasta que desapareció el día y llegó la noche con sus tinieblas. La joven, entonces, se levantó y se dirigió a su dormitorio para descansar y lo mismo hizo Sarkán en el suyo hasta la llegada de la aurora.
Cuando se despertó se acercaron a él las jóvenes con los adufes y los instrumentos de música, como era su costumbre. Besaron el suelo delante de él y le dijeron: «Nuestra señora te invita a que la visites». Sarkán se incorporó y echó a andar. Las jóvenes lo rodearon tocando los tambores y los instrumentos de música y salieron de su habitación para entrar en otra mayor que la del día anterior. Estaba tan llena de estatuas, de figuras de pájaros y de animales, que es imposible describirla. Sarkán, maravillado al ver cómo estaba arreglado aquel sitio, recitó estos versos:
Mi vigilante ha cosechado los frutos de los collares de perlas que, engarzadas en el oro, adornan las gargantas de las mujeres;
fuentes de agua de las que manan lingotes de plata; mejillas de rosa en rostros de topacio.
Parece como si las violetas hubiesen imitado el azul de los ojos que están alcoholados con antimonio.
Cuando la joven vio llegar a Sarkán le salió al encuentro, lo cogió de la mano, lo hizo sentar a su lado y le dijo: «¡Hijo del rey Umar al-Numán! ¿Juegas bien al ajedrez?» «Sí; pero no seas tú como aquella de la que dice el poeta:
Digo, mientras la pasión me agita y me desgarra, mientras la bebida de la saliva del amor me quita la sed:
“Quien amo ha traído un ajedrez y ha jugado conmigo con las blancas y con las negras sin dejarme satisfecho.
Parece como si el rey tuviese su sitio al lado de la torre e intentase ganar la partida con la reina.
Si me fijase en el significado de sus miradas, sus miradas —oh, gentes— me darían mate”.»
Acercó un ajedrez y jugaron. Sarkán, cada vez que la veía mover una pieza, la miraba a la cara y movía, a su vez, el caballo en lugar del alfil o el alfil en lugar del caballo. Ella reía y le decía: «Si todo tu juego consiste en esto es que no sabes nada». «Ésta es la primera partida, no la tengas en cuenta.» Cuando lo hubo vencido, colocó de nuevo las piezas y volvió a jugar con ella, pero también lo venció, y así por segunda, tercera, cuarta y quinta vez. Después, volviéndose hacia él le dijo: «En todo resultas vencido». «¡Señora! El ser vencido por ti es un honor.» Ella mandó después que acercasen la comida. Comieron y se lavaron las manos; luego dio orden de que acercasen el vino, y bebieron; después cogió el arpa, que tocaba a la perfección, y cantó estos versos:
El tiempo unas veces está cubierto y otras despejado; se parece al plano y al cilindro.
Bebe en el momento propicio, de buen humor, si eres capaz de no abandonarme.
Así continuaron hasta que llegó la noche y aquel día fue más hermoso que el anterior. Entonces la joven se dirigió a su dormitorio y Sarkán se marchó al suyo, en donde durmió hasta que llegó la mañana. Las jóvenes fueron a buscarlo, según ya era costumbre, con adufes e instrumentos de música y lo condujeron junto a su señora.
Ésta, en cuanto lo vio se incorporó, lo cogió de la mano, lo hizo sentar a su lado y le preguntó cómo había pasado la noche. Él respondió deseándole una larga vida. Después ella cogió el laúd y recitó estos dos versos:
No te dejes llevar por la separación, pues ésta tiene un sabor amargo.
El sol está amarillo en el momento de la puesta por el dolor que le produce la separación.
Mientras estaban así oyeron un alboroto. Miraron para ver qué era lo que ocurría y vieron hombres y niños que se acercaban. La mayoría eran patricios que blandían en sus manos relucientes espadas desenvainadas. Gritaban en griego: «¡Has caído en nuestro poder, Sarkán! ¡Puedes estar seguro de que vas a morir!» Sarkán, al oír estas palabras se dijo: «Tal vez esta hermosa joven me ha traicionado y me ha entretenido hasta la llegada de sus hombres, los patricios, con los cuales me había amenazado anteriormente. Yo soy el culpable de haberme puesto en peligro de morir». Se volvió hacia la joven para reconvenirla, pero vio que se había quedado extraordinariamente pálida.
De repente se puso en pie de un brinco y se dirigió hacia los soldados preguntando: «¿Quiénes sois?» El jefe de los patricios contestó: «¡Noble reina! ¡Perla sin igual! ¿No sabes quién es tu huésped?» «No lo conozco.» «Ése es el devastador de los países, el señor de los caballeros; es Sarkán, hijo del rey Umar al-Numán, que ha conquistado castillos y se ha apoderado de las fortalezas más fuertes. El rey Hardub, tu padre, se ha enterado por medio de la vieja Dat al-Dawahi; tu padre, nuestro rey, está seguro de la identidad gracias a la vieja y tú eres quien has dado la victoria al ejército cristiano al capturar a este temible león.»
Oídas las palabras del patricio, la joven lo miró y le preguntó: «¿Cómo te llamas?» «Me llamo Masura, hijo de tu esclavo Masura, hijo de Kasirda, patricio de los patricios.» «¿Cómo te has atrevido a entrar en mi presencia sin permiso?» «¡Señora! Cuando he llegado a la puerta ningún chambelán ni ningún portero me ha puesto impedimentos; al contrario: todos los porteros me han precedido conforme exige el uso. Si hubiese venido otra persona distinta, le hubiesen hecho esperar en la puerta hasta que le hubieses concedido permiso para entrar. Pero no es ahora el momento de hablar más de la cuenta: el rey espera nuestro regreso con este rey —que constituye el eslabón que debe encender la brasa del ejército del Islam— para darle muerte: así sus soldados regresarán a sus lugares de origen sin que tengamos que fatigarnos en luchar con ellos.»
Cuando la joven hubo oído estas palabras le dijo: «Tus palabras no son dignas. La vieja Dat al-Dawahi ha mentido y sólo habla por hablar, sin tener idea de la verdad. ¡Por la fe del Mesías! Ese que está conmigo no es Sarkán ni es un prisionero. Es un hombre que ha venido, se ha presentado a nos, ha pedido hospitalidad y se la hemos concedido. Y aunque nos cerciorásemos de que es Sarkán en persona y esto se me confirmase sin lugar a dudas, no consentiría mi honor que os apoderaseis de él, ya que está bajo mi amparo y protección. ¡No me traicionéis en mi huésped ni me afrentéis delante de la gente! Regresa junto al rey, mi padre, besa el suelo delante de él y explícale que la cosa es muy distinta de como le ha referido la vieja Dat al-Dawahi».
El patricio Masura respondió: «¡Ibriza! Yo no puedo volver ante el rey sin su enemigo». Al oír estas palabras exclamó indignada: «¡Ay de ti! Estas palabras no son propias de ti. Vuelve al rey con mi respuesta y no serás reprendido». «No regresaré sino con él.» La joven cambió de color y dijo: «No hables más de la cuenta ni alardees; este hombre ha llegado hasta aquí seguro de poder afrontar, él solo, a cien caballeros. Si le preguntas si es Sarkán, el hijo de Umar al-Numán, te contestará que sí. Vosotros no podéis desafiarlo, y si le atacáis no os podréis apartar de él, pues matará a todos los que estáis en este lugar. Él está conmigo y yo os lo presentaré con su espada y con su escudo».
El patricio Masura contestó: «Si estoy a cubierto de tu ira, no lo estoy a la de tu padre. En cuanto vea a Sarkán, haré un gesto a los patricios y ellos lo cogerán prisionero y lo conducirán, como un esclavo, ante el rey». Cuando ella oyó estas palabras objetó: «No debéis hacer eso, pues es símbolo de bajeza: él es un solo hombre y vosotros sois ciento. Si queréis atacarle, hacedlo uno después de otro para que el rey pueda ver quién de vosotros es un héroe».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el patricio exclamó: «¡Por el Mesías! Dices la verdad. Yo he de ser el primero que le salga al encuentro». «Pues espera a que vaya a verlo, lo informe de lo que ocurre y oiga su respuesta. Si acepta la proposición, así se hará; pero si la rechaza no tendréis ningún medio para apoderaros de él, pues yo misma, quienes están en el convento y las esclavas seremos su rescate.» Fue a ver a Sarkán y le explicó lo que sucedía. Él sonrió, pues se dio cuenta de que ella no había revelado a nadie su identidad y de que la noticia se había divulgado hasta llegar a oídos del rey sin que ella pudiera evitarlo. Entonces se reprendió a sí mismo diciéndose: «¿Por qué me habré internado en un país cristiano?» Al comprender las palabras de la muchacha contestó: «Si avanzan uno a uno, su derrota es segura. Pueden atacarme de diez en diez».
Dicho esto se puso en pie de un salto, empuñó la espada, ciñó la armadura y se lanzó al combate. El patricio al verlo le salió al paso impetuosamente. Sarkán lo esperó como si fuese un león al acecho y le dio un mandoble en el hombro y la espada, chispeante, fue a salir por el vientre. Al ocurrir esto el prestigio de Sarkán aumentó en mucho a los ojos de la joven, que se dio cuenta de que cuando había luchado con él no lo había vencido con su fuerza, sino con su belleza y con su hermosura. Entonces la joven se adelantó hacia los patricios y les dijo: «¡Vengad a vuestro jefe!» El hermano del difunto, que era un gigante temible, cargó sobre Sarkán, pero éste no le concedió tregua: le dio un mandoble en el hombro y la espada, chispeante, fue a salir por el vientre. La joven exclamó: «¡Adoradores del Mesías! ¡Vengad a vuestro compañero!»
Así fueron saliendo uno a uno contra Sarkán, que se fue entreteniendo con ellos hasta dar muerte a cincuenta patricios con la espada bajo la mirada de la muchacha. Dios llenó de terror el corazón de los que quedaban: fueron retrayéndose de la lucha sin atreverse a avanzar hacia el paladín. Después, todos a la vez cargaron contra él. Les hizo frente con un corazón más fuerte que la roca hasta que los dejó triturados como si fuesen grano de molienda, hasta que les arrebató los entendimientos y las almas. La joven llamó a sus esclavas y les preguntó: «¿Hay alguien más en el convento?» «Sólo quedan los porteros.» La reina se dirigió al encuentro de Sarkán, lo cogió en sus brazos y, terminado el combate, subieron juntos al alcázar.
Sin embargo había escapado un pequeño número de guerreros, que se habían escondido por los rincones del convento. La joven, al ver al grupo, se alejó de Sarkán y regresó cubierta de una fina cota de malla, y empuñando una espada india dijo: «¡Por el Mesías! He de exponer mi vida en defensa de mi huésped y no lo he de abandonar aunque esto haya de deshonrarme en el país de los griegos». Después contó los patricios y vio que él había matado ochenta y había intimidado a veinte. Al darse cuenta de lo que había hecho con sus enemigos le dijo: «¡Contigo se ennoblece la caballería! ¡Qué valiente eres, Sarkán!» Él empezó a limpiar la espada de la sangre de los muertos, al tiempo que recitaba estos versos:
¡Cuántas tropas se me han acercado en la guerra! ¡He dejado a sus paladines para pasto de las fieras!
Si queréis luchar conmigo, preguntad a todas las criaturas cómo soy en el día del combate.
En todas las regiones he dejado tumbados a sus leones en la tierra agostada.
Cuando hubo terminado estos versos, la joven se le acercó, sonriente, y se quitó la cota que llevaba puesta. Le preguntó: «¡Señora! ¿Por qué te pusiste la cota de malla y empuñaste la espada?» «Para protegerte de aquellos malvados.» La joven llamó a los porteros y les preguntó: «¿Por qué habéis consentido que hayan entrado en mi castillo, sin mi permiso, hombres del rey?» «¡Reina! La costumbre nos exime de pedirte permiso cuando se trata de mensajeros del rey y muy en especial si quien viene es el jefe de los patricios.» «Creo que queríais afrentarme dando muerte a mi huésped.» A continuación pidió a Sarkán que les cortase el cuello y éste la complació. Después, volviéndose hacia los restantes criados, les dijo: «Merecían un castigo mucho mayor».
Dirigiéndose a Sarkán añadió: «Ahora que has sabido lo que te estaba vedado, voy a contarte mi historia. Soy hija de Hardub, rey de los griegos, y me llamo Ibriza. La vieja que se llama Dat al-Dawahi es mi abuela, la madre de mi padre, la que ha informado a mi padre de tu presencia aquí. Ahora ideará cualquier procedimiento para perderme, y más cuando sepa que has dado muerte a los patricios de mi padre y se difunda que yo he favorecido a los musulmanes. Lo mejor sería que yo abandonase este lugar mientras tenga a Dat al-Dawahi en contra de mí; querría que me hicieses el mismo favor que yo te he hecho, porque mi padre y yo nos hemos enemistado. No olvides ninguna de mis palabras, pues tú eres la causa de todo lo que ha ocurrido». Sarkán perdió el juicio, tal era la alegría que le causaba lo que estaba oyendo; el pecho se le hinchó de orgullo y de satisfacción. Respondió: «¡Por Dios! Nadie ha de tocarte mientras mi cuerpo conserve el alma. Pero ¿podrás soportar la separación de tu padre y de tus familiares?» «Sí.»
Sapkán se lo hizo jurar y ambos se pusieron de acuerdo en la manera de realizarlo. Ella dijo: «Mi corazón está ya tranquilo, pero aún he de imponerte otra condición». «¿Cuál?» «Que regreses con tu ejército a tu patria.» «¡Señora! Mi padre, Umar al-Numán, me ha mandado para combatir a tu padre a causa de las riquezas de que éste se ha apoderado, entre las cuales se encuentran tres talismanes que tienen muchas virtudes.» La joven contestó: «Tranquilízate y no te preocupes, pues voy a contarte lo ocurrido y te voy a informar de la causa de nuestra enemistad con el rey de Constantinopla. Nosotros celebramos cada año una fiesta llamada “Fiesta del Convento”, en la cual se reúnen las hijas de los reyes de todos los países, las hijas de los magnates y de los comerciantes; éstas permanecen en él durante siete días. Yo soy una de ellas. Cuando nos enemistamos, mi padre me prohibió que asistiese a aquella fiesta durante un período de siete años.
»Cierto año, las hijas de los magnates de todas las regiones se dirigieron desde sus residencias a aquel convento para celebrar en él la fiesta según era costumbre. Entre ellas fue la hija del rey de Constantinopla, que se llamaba Sofía. Permanecieron en el convento durante seis días y el séptimo se marcharon. Sofía dijo que sólo regresaría a Constantinopla por mar. Le prepararon una nave y embarcó en ella con su séquito y, en cuanto desplegaron las velas, zarparon. Mientras navegaban se levantó un fuerte viento contrario que hizo perder la derrota a la nave. Quiso el destino que encontrasen una nave de cristianos de la isla del alcanfor en la que iban quinientos francos perfectamente equipados y armados, que llevaban ya bastante tiempo navegando. Cuando distinguieron la vela de la embarcación en la que iba Sofía y las muchachas de su séquito, se lanzaron rápidamente a su caza y no tardaron ni una hora en alcanzarla: la abordaron con los garfios, la tomaron a remolque y dando trapo se dirigieron hacia su isla, pero no fueron muy lejos, pues el viento cambió de nuevo y después de desgarrarles las velas los condujo a una ensenada y los trajo cerca de nosotros. Vimos que era una buena presa, por lo que los atacamos, los matamos y nos apoderamos de todas las riquezas y cosas preciosas.
»En su navío había cuarenta jóvenes, entre las que estaba Sofía. Cogimos a las muchachas y se las enviamos a mi padre sin saber que entre ellas estaba la hija del rey Afridún, señor de Constantinopla. Mi padre se reservó diez esclavas, entre ellas la hija del rey, y repartió el resto entre sus cortesanos. De las diez separó cinco, entre las que se encontraba la hija del rey, y las envió, como presente, a tu padre Umar al-Numán, acompañándolas de telas y de tejidos de lana y de seda griega. Tu padre aceptó el regalo y escogió para sí, entre las cinco jóvenes, a Sofía, la hija del rey Afridún. A principios del corriente año, éste envió a mi padre una carta en la que, junto a palabras que no hay por qué mencionar, había otras en que le amenazaba y le reprendía.
»Decía: “Hace dos años os apoderasteis de una embarcación nuestra que había caído en poder de una banda de ladrones francos; en ella viajaba mi hija Sofía acompañada por unas sesenta jóvenes; sin embargo, no habéis despachado a ningún mensajero para que me informe. Yo no he podido difundir lo que ha ocurrido, pues hubiese quedado desprestigiado ante los reyes a causa de la desgracia de mi hija. Por esto he callado lo ocurrido hasta este año, en que he podido cerciorarme de la verdad, ya que he escrito a aquellos bandidos y les he pedido noticias de mi hija, encargándoles que averiguasen en manos de qué rey de las islas se encontraba. Me han contestado que ellos no la han sacado de tu territorio”. La carta escrita a mi padre concluía: “Si tu propósito no es incurrir en mi enemistad ni causar mi deshonra ni la de mi hija, apresúrate a devolvérmela en cuanto recibas esta carta. Si haces caso omiso de mis palabras, si desobedeces mi orden, os castigaré por vuestras malas acciones y por vuestro mal comportamiento”.
»Cuando mi padre hubo recibido esta carta, la hubo leído y se hubo hecho cargo de lo que decía, se apesadumbró y se arrepintió de no haber averiguado que Sofía, la hija del rey, estaba entre aquellas jóvenes, pues la hubiese devuelto a su padre. Quedó perplejo ante lo sucedido, pues no podía, después de tanto tiempo, despachar mensajeros al rey Umar al-Numán para reclamarla y más desde que sabía que hacía poco tiempo había tenido hijos con su concubina Sofía, hija del rey Afridún. Cuando nos hubimos cerciorado de esto, nos dimos perfecta cuenta de que la situación era muy grave, ya que mi padre no podía acudir a ninguna argucia para disculparse. Así, pues, contestó al rey Afridún disculpándose y jurándole reiteradamente que no había sabido que su hija se encontraba entre las jóvenes que transportaba aquella embarcación. Después le explicaba que la había enviado al rey Umar al-Numán, con el cual había tenido hijos. Cuando Afridún, rey de Constantinopla, recibió la carta de mi padre, se enfadó, se encolerizó y exclamó:
»“¡Cómo! ¿Mi hija ha podido ser cautivada como una esclava más? ¿Cómo ha podido pasar de un rey a otro? ¿Cómo la han poseído sin celebrar un legítimo matrimonio? ¡Por el Mesías! ¡Por la religión verdadera! No me es posible quedar indiferente en este asunto sin tomar venganza y quitarme esta vergüenza. ¡He de hacer algo de lo que han de hablar las generaciones venideras!” Supo tener paciencia mientras preparaba el engaño y disponía una gran trampa. Después despachó mensajeros a tu padre, Umar al-Numán, y éstos le refirieron lo que tú has oído para que tu padre preparase el ejército que tú mandas y así poderte capturar a ti y a tus hombres. Lo que decía en su carta de los tres amuletos no es cierto, ya que los llevaba su hija Sofía y mi padre se los quitó cuando la cautivó con las restantes esclavas que la acompañaban. Después me los dio a mí y yo soy quien los tiene. Vete junto a tus soldados y hazles retroceder antes de que profundicen en el país de los francos y de los griegos. Si continuáis avanzando, os cortarán los caminos y no podréis escapar de sus manos hasta el día del juicio. Sé que tus soldados están acampados en el mismo lugar en que tú les mandaste que descansasen durante tres días; además te han perdido y no saben lo que hacer.»
Cuando Sarkán hubo oído estas palabras quedó pensativo y preocupado. Después besó la mano de la reina Ibriza y dijo: «¡Loado sea Dios, que me ha favorecido poniéndote en mi camino y ha hecho que seas la causa de mi salvación y de la de aquellos que me acompañan! Siento apartarme de ti, pues no sé lo que te puede ocurrir después de mi marcha». «Vete ahora con tu ejército y emprende la retirada. Si los mensajeros aún están con tus soldados, encarcélalos hasta que os refieran la verdad. Estáis cerca de vuestro país y yo os alcanzaré dentro de tres días, de modo que yo estaré a vuestro lado cuando entréis en Bagdad: entraremos todos a la vez.» Sarkán, que estaba a punto de partir, le dijo: «¡No olvides el pacto que existe entre los dos!» Ella se puso de pie al mismo tiempo que él, para despedirse, abrazarlo y disminuir el dolor de la separación. Lloró con unas lágrimas que hubiesen derretido a las piedras, y el llanto corrió copioso como la lluvia. Sarkán, al ver el llanto y las lágrimas, sintió que su pasión y su amor aumentaban; lloró a su vez hasta agotar el llanto de los ojos, y recitó estos dos versos:
Me despedí de ella: con la mano derecha enjugaba mis lágrimas y con la izquierda la estrechaba y la abrazaba.
Me preguntó: «¿No te avergüenzas?» Contesté: «El día de la separación es el que constituye el deshonor de los amantes».
Sarkán se apartó de ella y abandonó el convento. Le acercaron su corcel, montó y se dirigió hacia el puente. Una vez en éste, lo cruzó y echó a andar entre los árboles y más tarde se adentró por una pradera. Aquí le salieron al encuentro tres caballeros: Sarkán se puso en guardia, sacó la espada y se apeó. Cuando los tuvo más cerca lo reconocieron y él los reconoció, ya que se trataba del visir Dandán que iba acompañado por dos príncipes. Al reconocerlo se adelantaron, a pie, y el visir Dandán le preguntó por la causa de su ausencia. Le contó todo lo que le había ocurrido con la reina Ibriza, desde el principio hasta el fin; el visir dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por lo que había oído y Sarkán añadió: «Marchémonos de este país, ya que los mensajeros que nos acompañaban nos han abandonado para ir a informar a su rey de nuestra llegada; no vaya a ser que se apresuren a atacarnos y a hacernos prisioneros».
Sarkán mandó a su ejército que se pusiese en marcha y todos emprendieron el camino y no pararon de andar a marchas forzadas hasta llegar a la salida del valle.
Por su parte, los mensajeros se habían presentado a su rey y le habían informado de la llegada de Sarkán; aquél había preparado un ejército para hacerlo prisionero junto con sus tropas. Esto es lo que hace referencia a los mensajeros y a su rey.
En lo que se refiere a Sarkán, éste anduvo con sus soldados durante veinticinco días, al cabo de los cuales llegaron a las fronteras de su país; una vez aquí se consideraron seguros y acamparon en esta región para descansar.
Los habitantes de la misma les hicieron presentes en muestra de hospitalidad y les facilitaron el pienso para sus cabalgaduras. Permanecieron dos días, al cabo de los cuales reemprendieron la marcha dirigiéndose a sus hogares. Sarkán, al frente de cien caballeros, quedó en la zaga después de haber mandado al visir Dandán al frente de las tropas restantes. Éste se adelantó una jornada. Por su parte, Sarkán con sus cien caballeros cabalgó durante un par de parasangas hasta llegar a un desfiladero encajonado entre dos montes.
Ante ellos vieron una polvareda y oyeron gran algazara. Detuvieron sus caballos durante un rato y cuando se disipó el polvo pudieron distinguir cien caballeros de aspecto leonino e imponente cubiertos con las armaduras y cotas de malla. Cuando estuvieron cerca de Sarkán y de sus compañeros les gritaron: «¡Por la verdad de Juan y de María! ¡Hemos obtenido lo que queríamos! Os hemos seguido a marchas forzadas, día y noche, y hemos podido llegar aquí antes que vosotros. ¡Desmontad, entregadnos vuestras armas, rendíos y os perdonamos la vida!» Sarkán se sonrojó y sus ojos echaron chispas al oír estas palabras. Contestó: «¡Perros de cristianos! ¿Cómo os atrevéis a cortarnos el paso, a seguirnos hasta nuestro país y a andar por nuestra tierra? ¿No os basta con eso que aún habéis de hablarnos así? ¿Pensáis que podréis escapar a nuestras manos y regresar a vuestro país?»
A continuación dio una voz de mando a los cien caballeros que estaban con él y les dijo: «¡Coged a esos perros, pues están en el mismo número que vosotros!» Desenvainó la espada y seguido por sus cien hombres cargó. Los francos esperaron con un corazón más firme que la roca y chocaron hombre contra hombre, héroe contra héroe; el combate era encarnizado, los embates violentos, siempre más espantosos; las palabras iban haciéndose cada vez más raras. Continuaron la lucha, los ataques y los golpes hasta que el día se desvaneció y llegó la noche, acompañada de las tinieblas. Entonces se separaron y Sarkán se reunió con sus compañeros: ninguno había sido herido, excepción hecha de cuatro que habían sufrido ligeros rasguños.
Sarkán les dijo: «Durante toda mi vida he navegado por el tempestuoso océano de la guerra, entre el oleaje de las espadas y el combate con los hombres, pero, ¡por Dios!, nunca he encontrado hombres tan resistentes al combate como estos paladines». Le dijeron: «¡Rey! Sabe que entre ellos hay un caballero franco, que es su jefe, muy valiente. Da unas lanzadas magníficas, pero siempre que cae uno de nosotros entre sus manos hace ver que no se da cuenta y no le mata. ¡Por Dios! Si hubiese querido matarnos, ya nos hubiese matado a todos». Al oír esto Sarkán quedó perplejo y dijo: «Mañana formaremos en orden de batalla y les venceremos, pues nosotros somos ciento y ellos otros ciento. Roguemos al Señor del cielo que nos ayude a conseguir la victoria». Pasaron la noche con este acuerdo. Por su parte, los francos se reunieron alrededor de su jefe y le dijeron: «Hoy no hemos conseguido con ésos nuestro objetivo». Respondió: «Mañana nos dispondremos en orden de batalla y los venceremos uno tras otro». Tras de este acuerdo descansaron toda la noche.
Cuando despuntó el día siguiente e irradió su luz; cuando el sol ascendió por encima de los picos de las montañas y de los valles y saludó a Mahoma, joyel de los buenos, el rey Sarkán y sus cien jinetes montaron a caballo y se acercaron en bloque a la palestra. Encontraron ya a los francos formados en línea de combate. Sarkán gritó a sus compañeros: «¡Nuestros enemigos ya han formado la línea! ¡A ellos!» Pero un pregonero de los francos gritó: «Hoy sólo lucharemos en combate sin-guiar. ¡Que se enfrente uno de vuestros héroes con uno de los nuestros!» En el acto avanzó uno de los compañeros de Sarkán, se colocó ante las dos filas y gritó: «¿Hay quien quiera contender conmigo? ¿Quién quiere combatir? ¡Que no se acerque quien sea lerdo o impotente!»
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando ya tenía ante sí un caballero franco imberbe, cubierto por su armadura, vestido con una camisa de oro y montado en un corcel gris. Su caballo avanzó hasta colocarse en el centro de la palestra y empezaron a cargar con la espada y con la lanza. Al cabo de un momento una lanzada del franco hizo caer al musulmán del corcel, lo hizo prisionero y lo condujo «humillado». Sus correligionarios se alegraron, le impidieron que volviese a salir al campo y enviaron a otro. Salió contra éste un musulmán que era hermano del prisionero y se plantó, frente a su contrincante, en la palestra. Cada uno de los dos arremetió contra el otro durante un breve instante, pero en seguida el franco cargó haciendo una finta contra el musulmán y dándole con la parte posterior de la lanza lo derribó de su caballo y lo hizo prisionero. Así, sin interrupción, fue saliendo un musulmán después de otro y los francos los fueron haciendo prisioneros hasta que el día se esfumó y llegó la noche con sus tinieblas: habían sido hechos prisioneros veinte musulmanes.
Cuando Sarkán se dio cuenta de esto quedó muy preocupado, reunió a sus compañeros y les dijo: «¿Qué es esto que nos ocurre? Mañana saldré yo al campo, desafiaré al jefe de los francos y procuraré averiguar qué le ha movido a invadir nuestro territorio; le insistiré en que no nos ataque; pero si nos ataca cargaremos en masa, y si quiere acomodarse con nosotros, nos acomodaremos». En esta situación pasaron la noche.
Cuando despuntó el día siguiente e irradió su luz, montaron a caballo las dos tropas y formaron en línea de combate. Sarkán avanzó hasta el centro de la palestra. Vio cómo más de la mitad de los francos avanzaban a pie precediendo a uno de sus caballeros y lo acompañaron hasta llegar al centro del campo. Sarkán lo observó y se dio cuenta de que era el jefe de los cristianos. Llevaba un vestido de raso azul; su cara era como la luna llena cuando sale por el horizonte; se cubría con una cota de malla finísima y empuñaba en la mano una espada india; cabalgaba en un corcel pardo en cuya frente había una mancha blanca del tamaño de un dirhem; este franco era imberbe. Espoleó a su caballo hasta colocarse en el centro de la palestra y señalando a los musulmanes dijo en el más puro árabe: «¡Sarkán, hijo de ese Umar al-Numán que posee fortalezas y países! ¡Acércate a combatir, a luchar y enfrentarte con quien es tu igual en el campo! Pues si tú eres señor de tus súbditos, yo lo soy de los míos. Quien de nosotros venza, será dueño del vencido y de sus compañeros».
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando ya Sarkán, con el corazón lleno de ira, espoleaba a su caballo hasta llegar al lado del franco. Éste cargó sobre él como un león enfurecido y le arremetió como deben hacer los caballeros; empezaron a alancearse y a darse tajos con la espada de tal manera que en el furor del combate parecía que eran dos montes que chocaban o dos mares que se enfrentaban. Así lucharon, sin parar ni en las cargas ni en los embates desde el principio del día hasta que llegó la noche con sus tinieblas. Entonces el uno se separó del otro y regresó junto a sus hombres. Al llegar al lado de sus compañeros, Sarkán les dijo: «Jamás he visto a alguien semejante a este caballero. He notado que da los golpes de una forma que no he visto en nadie más: cuando en el combate se le ofrece la oportunidad de dar un golpe mortal, cambia la lanza de dirección y golpea con su empuñadura. No sé lo que va a suceder entre nosotros dos, pero me gustaría tener en nuestro ejército hombres semejantes a él y a sus compañeros». Sarkán quedó dormido.
Llegada la mañana, el franco le salió al encuentro y se colocó en el centro de la palestra. Sarkán cargó contra él, reanudaron el combate con más furor y bravura. Todos los ojos estaban fijos en ellos. No pararon de luchar, atacarse y alancearse hasta que el día se desvaneció y llegó la noche con sus tinieblas.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces se separaron y regresaron a sus respectivos campos, en donde cada uno de ellos refirió a sus compañeros lo que le había ocurrido con el enemigo, al cabo de lo cual el franco dijo: «Mañana tendrá lugar la decisión». Durmieron toda la noche hasta la mañana siguiente, en que ambos montaron a caballo y cargaron el uno contra el otro sin dejar de acometerse hasta el mediodía. En este momento el franco realizó una maniobra: espoleó a su caballo y en seguida, a continuación, tascó la brida, lo encabritó y se dejó tirar al suelo.
Sarkán corrió hacia él dispuesto a rematarlo con la espada, temiendo que, de lo contrario, el combate se hiciese interminable. El franco le gritó: «¡Sarkán! ¿Así obran los caballeros? ¿Así es como obra el vencido con las mujeres?» Al oír Sarkán las palabras de aquel caballero, se fijó en él y vio que se trataba de la reina Ibriza, con la que le había sucedido lo que le había sucedido en el monasterio. En cuanto la reconoció, soltó la espada y besó el suelo delante de ella. Le preguntó: «¿Qué te ha movido a hacer esto?» «Quise probarte en el campo y ver tu firmeza en la guerra y en el combate. Todos mis compañeros son mujeres aún vírgenes y han podido vencer a tus caballeros en el ardor de la lucha. Si mi caballo no se hubiese encabritado, hubieses visto hasta dónde llega mi fuerza y mi habilidad.»
Sarkán sonrió al oír sus palabras y exclamó: «¡Loado sea Dios, que ha hecho que todo termine bien y nos ha reunido, reina del tiempo!» Ésta, Ibriza, dio órdenes a sus esclavas mandándoles ponerse en marcha después de poner en libertad a los veinte prisioneros que habían hecho a las gentes de Sarkán. Las jóvenes obedecieron sus órdenes y después besaron la tierra delante de ella. Sarkán les dijo: «Vuestros semejantes permanecen al lado de los reyes para los casos de necesidad».
Después hizo gesto a sus compañeros para que las saludasen y todos, a pie, se adelantaron y besaron el suelo delante de la reina Ibriza, tras lo cual los doscientos caballeros emprendieron la marcha, anduvieron de día y de noche y al cabo de seis días avistaron las casas de la ciudad. Sarkán mandó a la reina Ibriza y a sus esclavas que se quitasen los vestidos de guerreros y se pusiesen los propios de jóvenes cristianas, y así lo hicieron. Después ordenó a sus compañeros que se dirigiesen a Bagdad para informar a su padre, Umar al-Numán, de su llegada, y explicarle que la reina Ibriza, hija del rey de los griegos, venía en su compañía, por lo cual esperaba que mandase que se saliera a recibirlos. Acamparon en el lugar en que se encontraban y pernoctaron en él.
Llegada la mañana, Sarkán y quienes con él estaban montaron a caballo; la reina Ibriza y sus acompañantes hicieron otro tanto y avanzaron hasta la ciudad. El visir, acompañado de mil caballeros, salió a recibir a la reina Ibriza y a Sarkán, cumpliendo las órdenes que le había dado el rey Umar al-Numán, que satisfacía así el ruego que le había hecho su hijo Sarkán. Cuando estuvieron cerca de ambos, se acercaron y besaron el suelo delante de ellos. Después, puesto el séquito al servicio de los dos reyes, montaron todos de nuevo a caballo, y marcharon hasta llegar al palacio y entrar en el alcázar del rey. Sarkán pasó a ver a su padre, el cual se puso de pie para abrazarlo y le preguntó por lo que había ocurrido.
Le contó lo que le había dicho la reina Ibriza, lo que le había sucedido con ésta y cómo había abandonado a su reino y a su padre. Añadió: «Ha preferido acompañarnos y quedarse entre nosotros. El rey de Constantinopla ha querido tendernos una celada debido a lo ocurrido a su hija Sofía. El rey de los rum le ha referido toda la historia y le ha dicho que te la había regalado sin saber que era hija del rey Afridún, rey de Constantinopla. Si lo hubiese sabido no te la hubiese regalado, sino que la hubiese devuelto a su padre. No nos hubiésemos librado de esta trampa y celada —añadió Sarkán— de no haber sido por Ibriza, hija del rey de Constantinopla. Jamás he visto a nadie más valiente que ella».
Así siguió contando a su padre todo lo que le había ocurrido con ella desde el principio hasta el fin y cómo había tenido lugar la lucha y el desafío. La consideración que el rey Umar al-Numán sentía por Ibriza aumentó en mucho cuando hubo oído las palabras de su hijo Sarkán, deseó conocerla personalmente y mandó llamarla para interrogarla. Entonces Sarkán se fue a verla y le dijo: «El rey te llama». Ella se mostró bien dispuesta y Sarkán la acompañó delante de su padre. Éste estaba sentado en su trono y había despedido a todos los que estaban con él; a su lado sólo habían quedado los criados.
La reina Ibriza besó el suelo al presentarse ante el rey Umar al-Numán y se expresó con hermosa dicción. El rey, admirado de su elocuencia, le dio las gracias por la forma de comportarse con su hijo Sarkán y le mandó que se sentase. Así lo hizo y se quitó el velo. El rey, al verla, perdió la razón, la acercó hacia sí, la trató con familiaridad, le asignó un palacio para ella y sus jóvenes y le concedió una pensión suficiente para ella y sus compañeras. A continuación preguntó por los tres talismanes mencionados anteriormente. Respondió: «¡Rey del tiempo! Los tres están en mi poder». Se levantó, se dirigió a su habitación, abrió un cofre, sacó una cajita y de ésta un joyero de oro. Lo abrió, extrajo los tres talismanes, los besó y los entregó al rey. Al marcharse se llevaba prendido el corazón del rey.
Cuando se hubo alejado, éste mandó llamar a su hijo Sarkán y le dio uno de los tres amuletos. Sarkán le preguntó qué iba a hacer con los otros dos. Contestó: «¡Hijo mío! Uno lo daré a tu hermano Daw al-Makán y el otro a tu hermana Nuzhat al-Zamán». Al oír Sarkán que tenía un hermano llamado Daw al-Makán, ya que él sólo conocía la existencia de su hermana Nuzhat al-Zamán, se volvió hacia su padre y le preguntó: «¡Padre! ¿Tienes otro hijo varón?» «Sí; ahora tiene seis años», y le explicó que se llamaba Daw al-Makán y su hermana Nuzhat al-Zamán; que ambos eran gemelos. Sarkán tomó a mal esta noticia, pero intentó disimularlo y dijo a su padre: «¡La bendición de Dios!» A continuación tiró el amuleto que tenía en la mano y se sacudió los vestidos. Su padre le preguntó: «¿Qué te ocurre que te trastorna de esta manera al oír la noticia? Tú eres el heredero del trono y lo he hecho reconocer así a los grandes del reino. Ése es el talismán que de los tres te corresponde».
Sarkán inclinó la cabeza hacia el suelo y se avergonzó de haber contrariado a su padre. Su furor era tan grande que se puso a andar sin saber qué hacer y entró en el palacio de la reina Ibriza. Ésta, cuando le vio ante sí, se puso de pie, le dio las gracias por lo que había hecho, deseó toda clase de venturas a él y a su padre y le hizo sentar a su lado. Cuando estuvo sentado se dio cuenta de que su rostro estaba demudado. Le preguntó por lo que le pasaba y por la causa de su cólera. Le refirió que su padre Umar al-Numán había tenido dos hijos con Sofía; que uno era varón y el otro hembra; que aquél se llamaba Daw al-Makán y aquélla Nuzhat al-Zamán, y añadió: «Les ha dado dos talismanes y a mí uno que he despreciado. Hasta ahora yo no sabía nada de todo esto y ahora que lo sé la ira me sofoca. Te he contado la causa de mi furor pues no te escondo nada. Temo que mi padre quiera desposarte, pues he visto en él claros indicios de su deseo por ti. ¿Qué opinas de todo esto?»
Contestó: «Sabe, Sarkán, que tu padre no tiene jurisdicción sobre mí, que no puede tomarme sin mi consentimiento y que antes de que me poseyese por la fuerza me daría muerte. En lo que se refiere a los tres amuletos, jamás pasó por mi cabeza el que los cediese a uno de sus hijos; yo creía que los iba a guardar en sus depósitos junto con las cosas preciosas. Tengo que pedir de tu generosidad que me des el talismán que te ha entregado tu padre si es que lo has recogido». «De buen grado», contestó Sarkán. Ella lo tranquilizó diciéndole que nada tenía que temer y habló con él durante un rato. Después le dijo: «Me preocupa el pensar lo que ocurrirá cuando mi padre se entere de que estoy con vosotros y procure rescatarme de mutuo acuerdo con el rey Afridún, interesado también en recuperar a su hija Sofía. Ambos marcharán con sus ejércitos a vuestro encuentro y se armará una gran zipizape».
Sarkán al oír estas palabras respondió: «¡Señora! Si tú te encuentras bien entre nosotros, no te preocupes por ellos, que los venceríamos aunque se aliasen, en contra de nosotros, con todos los seres de la tierra y del mar». «Todo lo que ocurra será para bien. Si me tratáis bien me quedaré entre vosotros; si os portáis mal, me iré.» A continuación mandó a las sirvientas que les llevasen algo de comer. Acercaron la mesa, Sarkán comió muy poco y en seguida se fue a su casa, apesadumbrado y afligido. Esto es lo que se refiere a Sarkán.
He aquí lo que hace referencia a su padre, Umar al-Numán: En cuanto se marchó su hijo, Umar al-Numán se incorporó y se fue a ver a su concubina Sofía llevando consigo aquellos talismanes. Ésta, al verlo, se puso de pie hasta que el rey se hubo sentado y en seguida se le acercaron sus dos hijos Daw al-Makán y Nuzhat al-Zamán. Al verlos los besó y colgó del cuello de cada uno de ellos un amuleto. Besaron las manos del rey y después se acercaron a su madre. Ésta se alegró de verlos y deseó al rey una larga vida. Éste le dijo: «¡Sofía! ¿Por qué siendo tú la hija del rey Afridún, señor de Constantinopla, no me lo has dicho para que yo te honrase más y elevase tu rango?» Al oír esto Sofía contestó: «¡Rey! ¿Qué es lo que puedo ambicionar por encima de la posición en que estoy? Estoy colmada por tus favores y beneficios y Dios me ha concedido el tener contigo dos hijos, uno varón y el otro hembra».
El rey Umar al-Numán quedó admirado de sus palabras, de la dulzura de su expresión, de la delicadeza de sus pensamientos y de su buena educación y entendimiento. Se marchó de su lado y mandó que se preparase, para ella sola y sus hijos, un palacio maravilloso, les concedió rentas y les asignó criados, séquito, alfaquíes, juristas, astrólogos, médicos, cirujanos; aumentó las retribuciones de éstos y los colmó de toda clase de favores. Después de todo lo cual regresó al palacio del reino y del gobierno, entre sus vasallos. Esto es lo que hace referencia a Sofía y a sus hijos.
He aquí lo que hace referencia a la reina Ibriza: El rey se enamoró de ella y pasaba día y noche pensando en ella. Cada noche iba a verla y hablaba con ella; le hacía alusiones al matrimonio, pero o no le contestaba o le decía: «¡Rey del tiempo! Por ahora no deseo tener marido». Al oír esta repulsa su pasión aumentó aún más y el amor y el desvarío fueron en incremento. Cuando ya no pudo resistir mandó llamar al visir Dandán y le explicó que su corazón estaba loco de amor por la reina Ibriza, hija del rey Hardub. Le dijo que ella no cedía y que su pasión lo mataba sin llegar a conseguir nada.
El visir Dandán respondió al oír estas palabras: «Cuando sea de noche, toma una pastilla de un mizcal de narcótico y ve a verla. Bebe en su compañía un poco de vino. Cuando llegue el momento de acabar de beber y de conversar, preséntale una última copa, coloca en ella el narcótico y ofrécele de beber: ella no podrá ni llegar a su lecho, pues el narcótico hará su efecto y tú conseguirás tu deseo. Ésta es mi opinión». El rey dijo: «Me aconsejas bien». Se dirigió a sus depósitos, sacó una pastilla de narcótico tan eficaz que, de haberla olido un elefante, hubiese quedado dormido de uno a otro año. La escondió en su bolsillo y esperó hasta que fue de noche.
Entró en el alcázar de la reina Ibriza y ésta, en cuanto lo vio, se puso de pie. Él le dio permiso para sentarse y, a su vez, se sentó a su lado y empezó a hablar con ella del vino. La joven acercó la mesa de las bebidas, colocó los vasos, encendió las velas y mandó que acercasen las tapas, las frutas y todo lo que era necesario. El rey empezó a beber y a hablar con ella hasta que el vino se subió a la cabeza de la reina Ibriza. En cuanto el rey Umar al-Numán lo notó, sacó la pastilla de narcótico que llevaba en el bolsillo, la colocó entre sus dedos, llenó una copa de vino y lo bebió; en seguida llenó otra copa y dejó caer en ella la pastilla de narcótico que tenía entre los dedos sin que la joven se diese cuenta. Le dijo: «¡Toma y bebe!»
La reina Ibriza la cogió y la bebió. Apenas lo había ingerido cuando ya el narcótico se había apoderado de ella y le hacía perder el conocimiento. El rey se dirigió hacia ella y la encontró tumbada sobre la espalda. Ella ya se había quitado las enaguas y el aire le había levantado la camisa. Cuando el rey llegó a su lado y la vio en esta situación, con una vela al lado de la cabeza y otra al de los pies que iluminaban lo que estaba entre los muslos, perdió por completo la razón, el demonio lo tentó y no pudiendo contenerse se quitó los zaragüelles, cayó sobre ella y le arrebató la virginidad; después se levantó, fue a buscar una de sus esclavas que se llamaba Marchana y le dijo: «Ve junto a tu señora y háblale». La joven se acercó a su dueña, vio que la sangre corría por sus piernas y que estaba tumbada de espaldas. Cogió con la mano un paño y la limpió y le secó la sangre.
Al día siguiente la esclava Marchana se acercó a su señora y le lavó la cara, las manos y los pies. Después, llevó agua de rosas y le lavó la cara y la boca. Entonces la reina Ibriza tosió, vomitó el narcótico y sacó de su estómago un pedazo como si fuese una píldora. Lavó la boca y las manos y preguntó a Marchana: «Dime, ¿qué me ha ocurrido?» Le refirió que la había encontrado tendida sobre la espalda, con la sangre corriendo entre los muslos. Así se dio cuenta de que el rey Umar al-Numán la había poseído y se había unido a ella gracias a una estratagema. Experimentó por esto un gran dolor, se ocultó y dijo a sus esclavas: «No dejéis que nadie entre a verme; decid a quien pregunte por mí que estoy enferma; así veré lo que Dios hace conmigo.»
El rey Umar al-Numán se enteró de que la reina Ibriza estaba enferma y empezó a mandarle bebidas, azúcar y pomadas, y así siguió durante varios meses, durante los cuales la joven se mantuvo apartada mientras la pasión del rey se enfriaba, su ardor por ella se extinguía y dejaba de apetecerla. Ella había quedado encinta, de modo que cuando hubieron transcurrido los meses, apareció la preñez, le engordó el vientre y perdió el mundo de vista. Dijo a su esclava Marchana: «Sabe que los hombres no han sido injustos conmigo; he sido yo la injusta conmigo misma al abandonar a mi padre, a mi madre y a mi reino. Aborrezco la vida y nada me apetece ni tengo fuerzas para nada. Antes montaba a caballo y podía dominarlo y ahora ni tan siquiera puedo montar. Si doy a luz aquí quedaré avergonzada delante de las esclavas y todo el palacio sabrá que él me ha desflorado ilegalmente. Si vuelvo al lado de mi padre, ¿con qué cara me he de presentar? Bien dice el poeta:
¿Qué ilusiones ha de alimentar si carece de familia, de patria, de comensal, de bebida y de morada?»
Marchana le contestó: «A ti te toca decidir y a mí obedecer». «Quiero marcharme hoy en secreto, sin que nadie más que tú lo sepa, para reunirme con mi padre y con mi madre. Cuando ocurre una desgracia hay que recurrir a la familia. ¡Dios haga de mí lo que quiera!» «Haces bien, reina», contestó la esclava. Preparó sus cosas, ocultó su proyecto, y esperó algunos días hasta que el rey salió de caza y su hijo Sarkán se fue, durante algún tiempo, a las fortalezas. Ibriza dijo entonces a su esclava Marchana: «Saldremos esta noche, pero no sé cómo irá la cosa, ya que el tiempo del parto y del alumbramiento está próximo y, si me quedo aquí cuatro o cinco días más, daré a luz y no podré volver a mi país. Esto estaba escrito en mi frente y me había sido destinado».
Meditó un poco y añadió dirigiéndose a Marchana: «Busca un hombre para que nos acompañe y nos ayude durante el camino, pues ya no tengo fuerzas para llevar las armas». Marchana respondió: «¡Señora! Sólo conozco a un esclavo negro que se llama Gadbán; es uno de los esclavos del rey Umar al-Numán; es valiente y está adscrito a nuestros servicios y además le hemos hecho muchos favores. Voy a buscarlo y a hablar con él de todo este asunto; le prometeré algo de dinero y le diré: “Si quieres quedarte a nuestro lado te casaré con quien quieras”. Unos días atrás me ha referido que era bandido; si él acepta nuestra proposición, conseguiremos nuestro deseo y llegaremos a nuestro país». La reina contestó: «Traédmelo para que yo pueda hablar con él». Marchana fue a buscarlo y le dijo: «¡Gadbán! Dios te hará feliz si acoges bien las palabras que mi señora va a dirigirte». Lo cogió por la mano y lo condujo ante ésta. Cuando la vio besó el suelo delante de ella; Ibriza sintió repugnancia al contemplarlo, pero diciéndose que la necesidad tiene sus leyes se acercó a él para hablarle a pesar de la repugnancia que le causaba.
Dijo: «Gadbán, ¿nos ayudarás contra las adversidades del tiempo y si te explico mi secreto sabrás guardarlo?» El esclavo, que al ver su belleza había quedado prendado en el acto, le contestó: «No me apartaré de lo que me mandes». «Quiero que ahora mismo nos tomes a mí y a esta esclava mía y nos prepares dos sillas y dos caballos del rey; que coloques en cada uno de ellos un saco de dinero y algunas provisiones y que nos acompañes a nuestra país. Si quieres quedarte con nosotras te casaré con aquella de mis esclavas que elijas; si prefieres regresar a tu patria te daré lo que quieras y volverás a tu país después de haber tomado riquezas suficientes.» Gadbán, al oír estas palabras, se alegró enormemente y dijo: «De muy buena gana os serviré a las dos y os acompañaré; voy a preparar los caballos».
Se marchó muy alegre diciéndose que conseguiría lo que de ellas quisiese y que si no le atendían las mataría y les robaría todo el dinero que llevasen. Guardó para sí estos pensamientos, se marchó y regresó con dos sillas y tres caballos; él iba montado en uno; se acercó a la reina Ibriza y le presentó un caballo; ésta montó sufriendo grandes dolores, sin poder disimularlos dado lo avanzado de la gestación. Marchana montó en el otro y él se puso en camino al lado de ellas dos, y así marcharon, día y noche, hasta llegar a las montañas que estaban a una jornada del país de la reina. Aquí la sorprendió el parto y ya no pudo mantenerse sobre el caballo. Dijo a Gadbán: «Bájame, pues voy a dar a luz —y añadió dirigiéndose a Marchana—: Apéate, colócate debajo de mí y hazme dar a luz».
Marchana se apeó de su caballo; el negro descabalgó, sujetó por las riendas a los dos corceles y la reina Ibriza bajó del suyo fuera de sí por los violentos dolores. El demonio se metió en la cabeza de Gadbán cuando éste la vio tendida en el suelo; desenvainó la espada delante de la joven y le dijo: «¡Señora! ¡Permite que te posea!» Al oír estas palabras volvió la cabeza hacia él y le replicó: «¡Sólo me faltaba los esclavos negros después de haber rechazado a los reyes más poderosos!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que lo insultó, le mostró su ira y le dijo: «¡Ay de ti! ¿Qué significan estas palabras que pronuncias? No hables de este modo en mi presencia y sabe que no consentiré nunca a lo que has pedido, aunque tuviese que beber el cáliz de la muerte; espera hasta que haya dado a luz, me haya repuesto y haya expulsado la placenta. Si entonces me vences, podrás hacer conmigo lo que quieras. Si no dejas en el acto estas palabras vergonzosas, me mataré con mi propia mano y quedaré libre de todo esto». A continuación recitó estos versos:
¡Gadbán! ¡Déjame en paz, pues ya tengo bastante con las adversidades del destino!
Dios me ha prohibido el fornicar y ha dicho: «El fuego será la morada de quien me desobedezca».
No siento inclinación por hacer el mal; déjame; no me mires con malos ojos.
Si no dejas de utilizar conmigo este lenguaje y respetas mi honor,
llamaré con toda mi fuerza a los hombres de mi pueblo; haré venir a los que están cerca y a los que están lejos.
Aunque se me despedazase con una espada yemení no consentiría que un disoluto me viese, aunque fuese libre o grande; ¿cómo lo he de consentir al esclavo que desciende de mujeres adúlteras?
Gadbán al oír estos versos se encendió de furor, sus ojos se enrojecieron, sus mejillas se ensombrecieron, las narices se le hincharon, los labios se le contrajeron aumentando aún más la repugnancia que inspiraba. Recitó estos versos:
¡Ibriza! No me dejes morir de amor con esa mirada tajante.
Tu dureza ha partido en pedazos mi corazón; mi cuerpo ha quedado extenuado; mi paciencia se ha concluido.
Tu voz ha seducido con su encanto al corazón; he perdido el entendimiento y el deseo ha hecho presa en mí.
Aunque la tierra entera se cubra de soldados que vuelen en tu auxilio, yo conseguiré mi propósito ahora mismo.
Al oír Ibriza estas palabras, rompió a llorar y le dijo: «¡Ay de ti. Gadbán! ¿Te insolentas hasta el punto de hablarme así? Eres hijo de un adulterio y has sido educado en la indecencia. ¿Crees que todas las personas son iguales?» Cuando aquel esclavo de mal agüero hubo oído estas palabras, se enojó grandemente, se acercó a ella, le dio un mandoble con la espada y la mató. Cogió el dinero, el caballo de la reina y huyó a buscar refugio en las montañas. Esto es lo que hace referencia a Gadbán.
He aquí lo que se refiere a la reina Ibriza: Cayó muerta en el suelo al mismo tiempo que daba a luz un varón. Marchana lo cogió en sus brazos y dio un gran alarido, desgarró sus vestidos, se cubrió de tierra la cabeza y se abofeteó el rostro hasta hacerse sangre. Exclamó: «¡Qué desdicha! ¿Cómo un esclavo negro, sin valor alguno, ha podido matar a mi señora cuando ésta era tan valerosa?» Mientras lloraba se levantó una gran polvareda que cubrió todo el horizonte; al disiparse pudo verse un grupo de soldados armados. Éstos pertenecían al ejército del rey de los griegos, el padre de la reina Ibriza.
El motivo de esta aparición repentina era debido a que el rey, al enterarse de que su hija, acompañada de sus esclavas, había huido a Bagdad y que estaba en la corte de Umar al-Numán, había decidido salir en busca de las noticias que llevasen los viajeros y saber si éstos la habían visto junto al rey Umar al-Numán. Había salido con sus soldados para interrogar a los viandantes de dondequiera que proviniesen, ya que tal vez supiesen algo de su hija. Había distinguido a aquellos tres: su hija, el esclavo Gadbán y la esclava Marchana y había corrido a su encuentro para interrogarlos.
Al acercarse, el esclavo temió por su vida, ya que había asesinado a la joven, y buscó la salvación en la fuga. Cuando llegaron a su lado y su padre la vio tendida en el suelo y a la esclava llorando encima de su cuerpo, cayó desmayado desde lo alto de su caballo. Todos los que lo acompañaban, caballeros, príncipes y ministros, se apearon, levantaron las tiendas en aquellos montes y plantaron una cúpula para el rey Hardub y los magnates del reino se quedaron fuera. Marchana, al ver y reconocer a su señor, lloró y sollozó aún más amargamente.
Al volver en sí de su desmayo, el rey le preguntó por lo que había sucedido. Se lo contó todo y añadió: «Un esclavo negro del rey Umar al-Numán es quien ha matado a tu hija», y lo informó de cómo se había portado el rey Umar al-Numán con ella. El rey Hardub perdió el mundo de vista al oír estas palabras y rompió en sollozos. A continuación mandó que acercasen unas parihuelas, en las que colocó a su hija, y regresó a Cesarea, en cuyo castillo la dejó. En seguida se dirigió a ver a su madre, Dat al-Dawahi, y le dijo: «Esto es lo que han hecho los musulmanes con mi hija: el rey Umar al-Numán la ha violado y después uno de sus esclavos negros le ha dado muerte. ¡Por el Mesías! ¡He de vengar a mi hija y limpiar la ofensa que se ha hecho a mi honor, o bien he de matarme con mi propia mano!»
Lloró acongojadamente. Su madre, Dat al-Dawahi, respondió: «Marchana es quien ha matado a tu hija, a la cual odiaba en su interior. —Después añadió—: ¡No te entristezcas por lo que se refiere a tu venganza! ¡Por el Mesías! Que no he de regresar del lado del rey Umar al-Numán hasta haber dado muerte a él y a sus hijos. Haré con él algo que son incapaces de hacer los más astutos y los mejores caballeros, de lo que se ha de hablar en todos los rincones del mundo. Lo único que es necesario es que cumplas mis órdenes en todo lo que mande. Así obtendrás lo que deseas». Contestó: «¡Por el Mesías! No te contrariaré en nada de lo que digas».
«Entrégame, pues, muchachas bien formadas, vírgenes; tráeme los mayores sabios de nuestra época, cólmalos de regalos y mándales que enseñen a las jóvenes las ciencias y las letras, el cómo debe hablarse a los reyes y la manera de comportarse en su presencia; poesías y sentencias. Los sabios han de ser precisamente musulmanes, para que les enseñen las crónicas de los árabes, la historia de los califas y de los antiguos reyes del Islam. Aunque para esto tuviésemos que pasar diez años, ten paciencia y espera, pues un beduino ha dicho: “La venganza que se toma al cabo de cuarenta años tarda poco en llegar”. Una vez hayamos educado esas jóvenes obtendremos de nuestro enemigo lo que queramos, ya que a él le gustan las concubinas y tiene trescientas sesenta, a las cuales hay que añadir las cien jóvenes que formarán el séquito de la difunta. Cuando las muchachas de que te hablo hayan aprendido todas las ciencias, las tomaré conmigo y me iré con ellas.»
Al oír el rey Hardub las palabras de su madre Dat al-Dawahi se alegró mucho, la besó en la cabeza y despachó en seguida mensajeros y buscadores para que recorriesen los rincones de todos los países y le llevasen los sabios musulmanes. Aquéllos cumplieron su orden, recorrieron los países más lejanos y regresaron con los sabios y los doctos que había pedido. Una vez éstos en su presencia los honró grandemente, les dio vestidos de honor, les asignó rentas y pensiones y les prometió grandes riquezas si hacían lo que les iba a mandar. Después les presentó las jóvenes…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se las entregó para que les enseñasen las ciencias y las letras. Los sabios siguieron sus órdenes. Esto es lo que se refiere al rey Hardub.
He aquí lo que hace referencia al rey Umar al-Numán: Éste, al volver de caza y entrar en su palacio, fue a buscar a la reina Ibriza y no la encontró, ni nadie supo darle razón de ella. Esto le impresionó mucho y dijo: «¿Cómo ha podido salir esta joven del palacio sin que nadie se haya dado cuenta? Si mi reino está así eso quiere decir que anda perdido y que no hay nadie que se cuide de él. Desde ahora no saldré más de caza sin antes mandar a alguien para que se haga cargo de las puertas». La partida de la reina Ibriza lo entristeció y el pecho se le acongojó.
Mientras él estaba en esta situación su hijo Sarkán regresó del viaje. Su padre lo informó de lo ocurrido y le explicó que ella había huido cuando él estaba de caza. Sarkán quedó muy triste. Después, cada día el rey fue acercándose más a sus hijos, favoreciéndolos más y más, haciendo que los sabios y los doctos les enseñasen las ciencias y asignando a éstos los sueldos correspondientes. Al ver esto, el furor y los celos que Sarkán sentía por sus hermanos fueron en aumento. El enojo se le reflejaba en el rostro y se volvió enfermizo.
Un día su padre le preguntó: «¿Qué te ocurre que tu cuerpo adelgaza y que tu rostro palidece?» Sarkán le contestó: «Cada vez que te allegas a mis hermanos y los colmas de favores, mis celos aumentan. Temo que de continuar esto así acabaré matándolos y que inmediatamente después tú me mates a mí por esto. Ésa es la razón por la que ha enfermado mi cuerpo y por la que mi color ha cambiado. Algo tengo que pedir de tu favor: Dame una de tus fortalezas para que yo pueda pasar en ella el resto de mis días. Un refrán dice: “Mi alejamiento del amigo es lo mejor y lo más hermoso: ojos que no ven, corazón que no sufre”». Dicho esto bajó la cabeza hacia el suelo. Cuando el rey Umar al-Numán hubo oído sus palabras y supo la causa del cambio de su hijo, lo secundó en su deseo y le contestó: «¡Hijo mío! Te concedo lo que quieres. En mi Imperio no hay mayor fortaleza que la de Damasco: desde ahora eres su dueño».
En el mismo instante mandó llamar a los cancilleres y les ordenó que escribiesen el decreto en el que se nombraba a su hijo Sarkán gobernador de Damasco, en Siria. Lo escribieron y se hicieron los preparativos. Tomó consigo al visir Dandán y le encargó que cuidase del reino y de la política y le confió sus asuntos. A continuación se despidió de su padre, de los príncipes y de los grandes del reino, y acompañado de un ejército marchó hasta entrar en Damasco. A su llegada los habitantes batieron los tambores, tocaron las trompetas, engalanaron la ciudad y salieron a recibirlo formando un gran cortejo a cuya derecha iban los habitantes de los barrios de la derecha y a su izquierda los de la izquierda. Esto es lo que se refiere a Sarkán.
He aquí lo que se refiere a su padre Umar al-Numán: Después de que se hubo marchado Sarkán, los sabios fueron a verlo y le dijeron: «¡Señor nuestro! Tus hijos ya han aprendido la ciencia y las buenas maneras». Al oír esto el rey Umar al-Numán se alegró mucho e hizo muchos regalos a todos los sabios, puesto que veía a Daw al-Makán crecido y sabiendo montar a caballo. Éste había cumplido ya catorce años y se preocupaba mucho por la religión y por la devoción; amaba a los pobres y a las personas que se consagraban a la ciencia, y al Corán. Las gentes de Bagdad, hombres y mujeres, le querían. Llegó la época de la peregrinación, y la caravana de los peregrinos del Iraq que se iba a dirigir a la Meca y a la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!) recorrieron las calles de Bagdad. Cuando Daw al-Makán vio el cortejo de la caravana quiso también ir de peregrinación.
Se dirigió a su padre y le dijo: «He venido a verte para pedirte que me dejes ir con la peregrinación». El rey se lo prohibió y le contestó: «Espera hasta el próximo año, en que yo haré la peregrinación y te llevaré conmigo». Al ver que la cosa iba a alargarse se fue a ver a su hermana Nuzhat al-Zamán. La encontró de pie, rezando. Cuando hubo concluido la oración le dijo: «Me muero de ganas de ir en peregrinación a la casa sagrada de Dios y de visitar la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!). He pedido permiso a mi padre, pero él me lo ha negado. Me propongo coger algo de dinero y emprender la peregrinación en secreto, sin el permiso de mi padre». Su hermana le contestó: «Te conjuro, en el nombre de Dios, a que me lleves contigo y a que no me prives de visitar la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!)». Dijo: «Cuando la noche despliegue sus tinieblas, sal de este lugar sin decírselo a nadie».
Llegada la medianoche Nuzhat al-Zamán se levantó, cogió algo de dinero y se disfrazó de hombre, ya que tenía la misma edad de Daw al-Makán. Se dirigió a la puerta del alcázar y allí encontró a su hermano, Daw al-Makán, que había ensillado un camello; montó en él, la ayudó a subir y se confundieron con los peregrinos yendo a reunirse con los del Iraq, entre los cuales realizaron el viaje. Dios dispuso que llegasen felizmente a la noble ciudad de la Meca, estuvieron de pie en el Arafa y cumplieron los ritos de la peregrinación. Después se dirigieron a visitar la tumba del Profeta (¡Dios lo bendiga y lo salve!). Realizada esta visita hubieran debido regresar con los peregrinos a su país, pero Daw al-Makán dijo a su hermana: «Me gustaría visitar Jerusalén y la tumba del amigo de Dios, Abrahán (¡bendito y alabado sea!)». Respondió: «También me gustaría a mí».
Puestos de acuerdo alquilaron sus pasajes en la caravana que se dirigía a Jerusalén, prepararon sus cosas y se marcharon con ella. Aquella noche su hermana tuvo fiebre, escalofríos y dolores. Después, ella se curó y el otro enfermó. La muchacha lo trató cariñosamente durante su dolencia mientras continuaban el viaje hasta llegar a Jerusalén. Aquí se agravó el estado de Daw al-Makán y ambos se instalaron en una fonda en la que alquilaron una habitación; la enfermedad iba agravándose y Daw al-Makán, agotado, perdió el conocimiento. Su hermana, Nuzhat al-Zamán, muy apenada, exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡Así lo tenía dispuesto!»
Ella y su hermano continuaron en aquel lugar mientras la enfermedad seguía de mal en peor. Lo cuidaba e iba gastando el dinero para el sustento de ambos hasta que terminó con todo el que tenía y se quedó en la miseria, sin un dinar y sin un dirhem. Entonces entregó al mozo de la fonda algunas ropas suyas y lo envió al mercado. Las vendió y con lo que obtuvo atendió a su hermano. Después vendió algo más y no dejó de ir vendiendo sus cosas poco a poco hasta que no le quedó más que una estera en mal estado. Se puso a llorar y exclamó: «¡A Dios pertenece el disponer las cosas, tanto al principio como al fin!» Su hermano le dijo: «¡Hermana! Me siento renacer. Me apetecería comer algo de carne asada». «¡Por Dios, hermano! No tengo aspecto de ser mendigo. Mañana me presentaré en casa de algún rico, serviré, ganaré algo y lo gastaré en conseguir alimentos para los dos.»
Después reflexionó un poco y añadió: «Lo único que me preocupa es el tenerte que dejar en este estado, pero no queda más remedio, pues he de buscar, forzosamente, con qué sustentarnos». El hermano observó: «Así, después de haber vivido en el bienestar tendrás que humillarte. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!» Ambos rompieron a llorar y ella le dijo: «Somos extranjeros y hemos permanecido aquí un año entero sin que nadie haya llamado a nuestra puerta; ¿es que hemos de morirnos de hambre? No veo más salida si no es ésa: ponerme a servir y ganar algo con lo que poder alimentarte hasta que te repongas de tu enfermedad; después regresaremos a nuestro país». Estuvo llorando durante un rato, al cabo del cual Nuzhat al-Zamán se levantó, se colocó en la cabeza un pedazo de la tela de que se visten los camelleros y que había olvidado el dueño en su habitación. Después de haber besado la cabeza de su hermano y de haberlo abrazado, salió llorando de la casa sin saber adónde dirigirse.
Daw al-Makán la estuvo esperando hasta que oscureció, pero no regresó; esperó a que amaneciese, pero tampoco volvió; en esta espera estuvo durante dos días, su intranquilidad se hizo muy grande, su corazón tembló por su hermana y el hambre hizo mella en él. Salió de la habitación, llamó al mozo de la posada y le dijo: «Quiero que me lleves al mercado». Lo transportó y lo echó en medio. Las gentes de Jerusalén formaron un grupo a su alrededor y se pusieron a llorar al verlo en aquel estado. Hizo gestos pidiendo que le diesen algo de comer. Algunos comerciantes de los que había en el zoco sacaron algunos dirhemes, compraron algo de comer y se lo dieron. Después lo cogieron y lo colocaron junto a una tienda, poniéndolo encima de un pedazo de estera y dejando al lado de su cabeza un pote con agua. Al oscurecer se marcharon todos llevándose una impresión muy penosa. A medianoche se acordó de su hermana, su enfermedad se agravó, no quiso comer ni beber y perdió el conocimiento.
Las gentes del zoco recogieron treinta dirhemes entre los mercaderes, alquilaron un camello y dijeron al camellero: «Carga a éste, llévalo a Damasco y déjalo en el hospital. Tal vez se cure». «Así lo haré», contestó, al mismo tiempo que en su interior decía: «¿Para qué he de llevar a este enfermo que está moribundo?» Salió de aquel lugar y se ocultó, y una vez llegada la noche lo arrojó en un montón de desperdicios que se empleaban como combustible de un baño. Hecho esto siguió su camino. Al llegar la mañana, cuando el fogonero del baño llegó a su trabajo, lo encontró tendido sobre la espalda. Se dijo: «¿Por qué habrán echado aquí a este muerto?». Lo tocó con el pie y se movió.
El leñador le dijo: «Vosotros os dedicáis a comer pedazos de hachís y después os dejáis caer en cualquier lugar». Al mirarle a la cara se dio cuenta de que no tenía bozo y de que era muy hermoso; se dio cuenta de que estaba enfermo y de que era extranjero y se apiadó de él. Exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! He pecado con respecto de este joven, pues el Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) ha mandado tratar bien al extranjero, y más si el extranjero está enfermo». Lo cogió, se lo llevó a casa, se lo entregó a su esposa y le mandó que lo cuidase y le preparase una estera como lecho. Así lo hizo: le puso debajo de la cabeza una almohada, calentó agua y le lavó las manos, los pies y la cara.
El fogonero fue al mercado, compró agua de rosas y azúcar; lo mojó con la primera y le dio de beber un líquido azucarado; le sacó una camisa limpia y se la puso. Así aspiró el enfermo el céfiro de la salud, se sintió resucitar y se apoyó en la almohada. El fogonero se alegró de esto y exclamó: «¡Loado sea Dios, que devuelve la vida a este muchacho! ¡Dios mío! ¡Te ruego que en tu oculta providencia tengas dispuesto que este joven se salve por mediación mía!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el fogonero lo curó cariñosamente durante tres días: le daba a beber agua azucarada, jarabe de sauce y agua de rosas. Lo trató con todo cariño y consideración hasta que la salud volvió a su cuerpo y abrió sus ojos. Al entrar a verlo, el fogonero lo encontró sentado, con signos de franca convalecencia. Le preguntó: «¿Cómo te encuentras ahora, hijo mío?» Daw al-Makán contestó: «Muy bien». El fogonero alabó a Dios y le dio gracias. Después se dirigió al mercado, compró diez gallinas, regresó con ellas junto a su esposa y le dijo: «Mata cada día dos gallinas: una por la mañana y otra por la tarde». Mató una, la coció y se la llevó al joven, se la hizo comer y le hizo beber el caldo. Cuando hubo terminado de comer le acercó agua caliente y él se lavó las manos y se reclinó en la almohada; lo tapó con una manta y se quedó dormido hasta la tarde. Entonces la mujer le coció otra gallina, se la llevó y se la trinchó. Le dijo: «¡Come, hijo mío!»
Mientras estaba comiendo llegó su esposo y la encontró dando de comer al muchacho. Se sentó a su cabecera y le preguntó: «¿Cómo te encuentras ahora, hijo mío?» «¡Loado sea Dios! He recuperado la salud. ¡Dios te lo pague!» El fogonero se alegró al oír esto, salió y regresó con jarabe de violetas y agua de rosas y le dio de beber.
Este fogonero trabajaba todos los días en el baño y ganaba cinco dirhemes; cada día compraba un dirhem de azúcar, agua de rosas y jarabe de violetas y gastaba otro dirhem en pollos. No se cansó de tratarlo con todos los miramientos posibles hasta que transcurrió el tiempo de un mes, desaparecieron en él las huellas de la enfermedad y recuperó la salud. El fogonero y su esposa se alegraron al ver que Daw al-Makán había recuperado la salud. Le dijo: «¡Hijo mío! ¿Quieres acompañarme al baño?» «Sí.»
Se marchó al zoco y regresó con un acemilero que le hizo montar en un asno y lo condujo, sosteniéndolo él mismo, hasta el baño. Después entró con él y le hizo sentar. Salió de allí, se dirigió al zoco y compró jabón de loto y jabón en polvo. Dijo a Daw al-Makán: «¡Señor mío! Invocando el nombre de Dios empiezo a lavar tu cuerpo». El fogonero empezó a frotar a Daw al-Makán por sus pies y le lavó todo el cuerpo con los jabones de loto y en polvo. Entonces se presentó un muchacho del baño al que enviaba el dueño para atender a Daw al-Makán. Al encontrar al fogonero lavándole los pies, el muchacho se acercó y le dijo: «Esto es una falta de atención del dueño». El fogonero contestó: «¡El dueño me abruma con sus beneficios!»
El mozo cortó el pelo de la cabeza de Daw al-Makán y después él y el fogonero lo lavaron por completo. Tras de todo esto el fogonero regresó a su casa, le puso una camisa muy fina, le dio uno de sus vestidos y un turbante magnífico y le regaló un cinturón. La esposa del fogonero había matado dos gallinas y las había hervido. Apenas hubo entrado Daw al-Makán y se hubo sentado en el lecho, el fogonero le disolvió azúcar en agua de rosas y le dio de beber. Después le acercó la mesa y el mismo fogonero le fue trinchando la gallina, le dio de comer y le hizo beber el caldo hasta que terminó. Luego se lavó las manos y dio gracias a Dios (¡ensalzado sea!) por haberle hecho recuperar la salud.
Dijo al fogonero: «Dios ha hecho que te encontrase y ha dispuesto que mi cura se realizase por tus manos». «No hablemos de eso y dinos cuál ha sido la causa de tu venida a esta ciudad y de dónde vienes, pues en tu rostro se ven los restos de un pasado bienestar.» «Explícame tú cómo llegué a tus manos para que yo te pueda contar mi historia», replicó Daw al-Makán. El fogonero dijo: «Te encontré un amanecer tendido sobre un montón de leña, cuando me dirigía a mi trabajo, e ignoro quién te arrojó; te recogí y ésa es mi historia». Daw al-Makán exclamó: «¡Loado sea Dios, que resucita los huesos cuando ya están carcomidos! Tú, hermano mío, has hecho un favor a quien lo merecía y recogerás el fruto de tu acción. ¿En qué ciudad me encuentro?» «Estás en Jerusalén.»
Entonces Daw al-Makán se acordó de que se encontraba en tierra extraña y de que se había separado de su hermana. Lloró al revelar su secreto al leñador y al contarle su historia. Recitó:
Las penas de amor han abrumado con exceso mis fuerzas; por eso me encuentro agotado.
¡Emigrantes! ¡Tened compasión de mi pena! Después de vuestra partida se han apiadado de mí hasta los maldicientes.
No me impidáis que dirija una sola mirada que me ayude a soportar mi pena y mi pasión.
He pedido a mi corazón que tuviera paciencia por vuestro alejamiento. Me ha contestado: «Tú eres quien la ha de tener, pues la paciencia no está entre mis costumbres».
Lloró aún con más fuerza y el fogonero le dijo: «No llores y da gracias a Dios por haberte salvado y devuelto la salud». Daw al-Makán preguntó: «¿A qué distancia estamos de Damasco?» «A seis días.» «¿Querrías enviarme allí?» «¡Señor mío! ¿Cómo he de dejarte ir solo si eres un muchacho muy joven? Si quieres ir a Damasco, he de acompañarte. Si mi mujer me hace caso y se viene conmigo me estableceré allí, pues no me es fácil estar separado de ti.» Dirigiéndose a su esposa le preguntó: «¿Quieres venir conmigo a Damasco, en Siria, o prefieres quedarte aquí hasta que lleve a éste, mi señor, a Damasco, en Siria, y regrese? Él quiere ir a esta ciudad y a mí, por Dios, no me es fácil separarme de él, pues temo que le ataquen los bandidos». Su esposa contestó: «Os acompañaré». El fogonero exclamó: «¡Loado sea Dios, que nos ha puesto de acuerdo!» Vendió sus cosas y las de su mujer…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que alquiló un asno, montó en él a Daw al-Makán y emprendieron el viaje. Viajaron sin parar durante seis días hasta que entraron en Damasco en un atardecer y se instalaron allí. El fogonero salió a comprar algo de comer y de beber, según era su costumbre, y así vivieron durante cinco días, al término de los cuales se puso enferma la mujer del fogonero, que en poco tiempo fue llevada a la misericordia de Dios (¡ensalzado sea!). Esto supo muy mal a Daw al-Makán, ya que él se había familiarizado con ella y estaba acostumbrado a sus buenos tratos.
El fogonero se entristeció muchísimo y Daw al-Makán, al verlo en este estado, le dijo: «No te entristezcas, pues todos hemos de cruzar la misma puerta». «¡Dios te recompense, hijo mío, y nos conceda su gracia haciendo cesar nuestra pena! ¿Quieres, hijo, que salgamos a pasear por Damasco para distraernos un poco?» Daw al-Makán aceptó. El fogonero se puso de pie, cogió de la maño a Daw al-Makán y pasearon hasta llegar a las cuadras del valí de Damasco. Allí encontraron camellos cargados de cajas, de tapices, de brocado y otras muchas cosas, caballos ensillados, corceles de pura sangre, esclavos y mamelucos y multitud de gentes ocupadas. Daw al-Makán dijo: «¿A quién deben de pertenecer estos mamelucos, estos camellos y estas telas?» Preguntó a uno de los criados, quien le respondió: «Éstos son los presentes que el emir de Damasco envía al rey Umar al-Numán, y las contribuciones de Siria». Al oír Daw al-Makán esto se le llenaron los ojos de lágrimas y recitó:
¿Qué he de decir para quejarme de las penas del alejamiento? Si morimos de deseo ¿cuál es el remedio?
¿Encontraríamos un mensajero capaz de hablar en nuestro lugar? Las quejas del amante no admiten mensajero.
Podríamos tener paciencia, pero ya nos queda muy poca después de llevar tanto tiempo lejos de los amados.
Y añadió:
Marcharon y desaparecieron de mi vista, pero siempre tendrán un lugar en mi corazón.
Su belleza se ha alejado de mí; mi vida no encuentra más dulzuras y mi pasión me extenúa.
Si Dios dispone que nos volvamos a reunir, he de referir las penas del amor en un largo relato.
Cuando hubo terminado de recitar estos versos se puso a llorar. El fogonero le dijo: «¡Hijo mío! No acabo de convencerme de que te hayas curado. Tranquilízate y no llores, pues temo una recaída». Le habló cariñosamente, consolándolo, pero Daw al-Makán lloraba y suspiraba por encontrarse en tierra extraña y por haberse separado de su hermana y de su reino. Derramó muchas lágrimas y después recitó estos versos:
Toma tu provisión en este mundo, pues eres un viajero: está seguro y no lo dudes: la muerte llegará.
Toda tu felicidad en este mundo la constituyen los desvaríos y las penas; tu vida en este mundo es absurda y vana.
El mundo se asemeja a las etapas del viajero: acampa por la noche y reemprende el camino por la mañana.
Daw al-Makán empezó a llorar y a sollozar porque se encontraba lejos de su patria, y el fogonero se le unió en el llanto al recordar la pérdida de su mujer, pero sin dejar por ello de consolar a Daw al-Makán hasta la llegada de la aurora. Al salir el sol el fogonero le dijo: «¡Tú estás pensando en tu país!» «Sí; no puedo quedarme aquí. Me despido de ti, pues yo me voy con todas esas gentes y marcharé con ellas, poco a poco, hasta llegar a mi patria.» El fogonero le replicó: «Yo te acompañaré; no puedo separarme de ti. Te he hecho un favor y quiero completarlo con mis servicios». «¡Dios te pague por mí!» Daw al-Makán se alegró mucho de que el leñador lo acompañase. Éste salió en seguida, compró un asno y preparó las provisiones para el viaje. Dijo a Daw al-Makán: «Monta, durante el viaje, este asno. Si te cansas de ir a caballo puedes apearte y andar». «¡Dios te bendiga y me ayude para que pueda recompensarte! Me has hecho favores tales como nadie los hace ni a su propio hermano.» Esperaron hasta que se hizo de noche, cargaron las provisiones y el equipaje en el lomo del asno y se pusieron en camino. Esto es lo que se refiere a Daw al-Makán y al leñador.
He aquí lo que hace referencia a su hermana Nuzhat al-Zamán: ésta se separó de su hermano Daw al-Makán, y salió de la posada en que vivían en Jerusalén después de haberse envuelto en su manto y fue a buscar a quien servir, para poder así comprar a su hermano la carne asada que éste deseaba. Iba llorando por el camino, ya que no sabía adónde dirigirse, estaba preocupada por su hermano y sentía añoranza por su familia y por su patria. Empezó a rogar a Dios (¡ensalzado sea!) que la librase de tantas aflicciones y recitó estos versos:
Las tinieblas se han extendido, la pasión remueve mis males y la nostalgia agudiza mis dolores.
La amargura de la separación yace en mis entrañas y la pasión me ha dejado como muerta.
La tristeza me intranquiliza, el deseo me quema y las lágrimas revelan un amor escondido.
No conozco ningún medio que pueda reunirme con la persona amada y así poder eliminar mi pena.
La pasión mantiene al rojo el fuego de mi corazón; su llama mantiene en el tormento al amante.
¡Oh tú que me censuras por lo que me ha ocurrido! Si he tenido paciencia ha sido porque así lo había decretado el destino.
He jurado por el amor que jamás me consolaré; los juramentos de los amantes se observan con fidelidad.
¡Noche! Cuenta mi historia a los que explican cosas de amor y atestigua, con tu ciencia, que en tu seno no he gozado del sueño.
Entretanto Nuzhat al-Zamán, hermana de Daw al-Makán, iba andando, volviéndose a la derecha y a la izquierda, pasó por su lado un jeque de los beduinos, que había ido a la ciudad con cinco árabes. Se volvió hacia Nuzhat al-Zamán y la vio tan hermosa cubierta con su manto apedazado, que quedó admirado. Se dijo: «Ésta es una bella, pero muy pobre; he de apoderarme de ella tanto si pertenece a los habitantes de esta ciudad como si es extranjera».
La siguió poco a poco hasta que entró en un callejón muy estrecho; aquí la llamó para interrogarle por su condición. Preguntó: «Hija mía, ¿eres libre o sierva?» Al oír estas palabras se volvió y le contestó: «¡Por vida tuya! No remuevas mis penas». «He tenido seis hijas de las cuales han muerto cinco y sólo me queda una, la más pequeña. Me he acercado a preguntarte si eres de esta ciudad o eres forastera con el fin de llevarte conmigo y colocarte al lado de mi hija para que le hagas compañía, para que se distraiga contigo y olvide a sus hermanas. Si tú no tienes a nadie, yo te trataré como si fueses una de mis hijas y te consideraré como si fueses uno de mis hijos.»
Nuzhat al-Zamán, oídas estas palabras, se dijo: «Es posible que encuentre amparo en este jeque»; bajó su cabeza y avergonzándose dijo: «Tío: soy extranjera y tengo un hermano enfermo. Te acompañaré a tu casa con la condición de que sólo estaré en ella durante el día y por la noche regresaré al lado de mi hermano. Si aceptas esta condición te acompañaré, ya que soy una extranjera. Antes estuve en buena situación y ahora me veo humillada y empobrecida. Mi hermano y yo hemos venido del Hichaz y no estaría tranquila si él ignorase el lugar en que he de estar». El beduino, al oír sus palabras, se dijo: «¡Por Dios!, he conseguido mi deseo», y añadió en voz alta: «Lo único que te pido es que distraigas a mi hija durante el día; podrás ir junto a tu hermano por las noches o bien, si quieres, puedes traértelo a nuestra casa».
El beduino no paró de halagar su corazón y de tranquilizarla con sus palabras hasta que ella consintió en entrar a su servicio. Entonces se puso a andar delante de la chica y ésta lo siguió; no se paró hasta llegar junto a sus compañeros, que ya habían separado los camellos, habían cargado las mercancías y habían puesto encima el agua y las provisiones. Este beduino era un salteador de caminos, capaz de traicionar hasta a su padre, muy astuto y muy listo; no tenía ni hija ni hijos y todas las palabras que había dicho eran una pura invención para engañar a aquella desgraciada muchacha, para que así se cumpliese la voluntad de Dios. El beduino fue hablando con ella hasta que salieron de Jerusalén y se reunió con su banda que había empezado a andar con los camellos. El beduino montó en uno de ellos, colocó a la muchacha en la grupa y marcharon durante la mayor parte de la noche.
Nuzhat al-Zamán se dio cuenta de que todas las palabras del beduino habían sido pura farsa y un engaño. Empezó a llorar y a lamentarse mientras marchaban por el camino que llevaba a las montañas, pues temían que alguien los pudiera ver. Después de andar hasta poco antes del amanecer, se apearon de los camellos y el beduino se acercó a Nuzhat al-Zamán y le dijo: «Mujer de la ciudad, ¿qué significa este llanto? Si no paras de llorar, voy a apalearte hasta dejarte muerta, desperdicio de la civilización». Al oír Nuzhat al-Zamán estas palabras perdió las ganas de vivir y deseó la muerte.
Volviéndose hacia él le dijo: «¡Jeque malvado! ¡Cañas del infierno! ¿Cómo habiéndote pedido protección te atreves a engañarme y enredarme?» «¡Desperdicio de civilización!: ¿Tienes lengua para responderme? —y acercándose a ella le dio unos latigazos; tras esto añadió—: Si no te callas te mato.» Se calló un rato, pensó en su hermano y en los males que la aquejaban y lloró a escondidas. Al día siguiente se volvió hacia el beduino y le preguntó: «¿Por qué has empleado este engaño para traerme hasta estos montes desiertos? ¿Qué quieres de mí?»
Al oír estas palabras el beduino se airó y estalló: «¿Tienes lengua para responderme?» Cogió el látigo y la azotó en la espalda hasta que se desmayó, cayó a sus pies y se los besó; la insultó de nuevo y la injurió diciéndole: «¡Por mi gorro![55] Si te oigo llorar te cortaré la lengua y te la meteré en la vagina, ¡oh desperdicio de la civilización!» La joven se calló y no contestó a pesar de lo que los golpes le dolían; se sentó a la moruna, dejando caer la cabeza sobre el cuello y poniéndose a pensar en su situación, en la de su hermano, en el vilipendio en que había caído después de haber vivido honrada, en la enfermedad de su hermano y en lo lejos que se encontraban de su familia; las lágrimas resbalaron por sus mejillas y recitó estos versos:
El tiempo tiene sus flujos y sus reflujos: jamás dura una de sus situaciones entre los humanos.
Todas las cosas de este mundo tienen un plazo y a todas las gentes les llega el vencimiento.
¡Pobre de mí! ¡Cuántas penas y terrores he de soportar en una vida que toda es de penas y terrores!
Dios nos hizo felices en aquellos días en que me veía honrada, pero en uno de sus repliegues estaba oculta la humillación.
Mis propósitos se han visto frustrados, mis esperanzas destruidas, todos los vínculos se han roto con el alejamiento.
¡Oh, tú que pasas junto a la casa en que estaba mi morada! Dile que mis lágrimas corren a mares.
El beduino, al oír sus versos, se apiadó de ella, tuvo piedad y clemencia y se acercó: le secó las lágrimas, le dio un pan de cebada y le dijo: «No me gusta que me contesten cuando estoy enfadado; nunca me contradigas con esas malas palabras. Te venderé a un hombre tan generoso como yo que te tratará tan bien como yo te he tratado». Ella exclamó: «¡Qué bien obras!» Al avanzar la noche, medio muerta de hambre, comió un poco, muy poco, de aquel pan de cebada. Mediada la noche el beduino mandó a su banda que se pusiesen en marcha.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cargaron los camellos, montó el beduino en uno de ellos, colocó en su grupa a Nuzhat al-Zamán y emprendieron una marcha que no interrumpieron en tres días, hasta que entraron en la ciudad de Damasco y se detuvieron en la posada del Sultán, que está al lado de la puerta del Rey. El color de Nuzhat al-Zamán había cambiado por la tristeza y las fatigas del viaje. Se puso a llorar por esto y el beduino, acercándose, le dijo: «Ciudadana, juro por mi gorro que si no dejas de llorar he de venderte a un judío».
La cogió por la mano, la metió en una habitación y se marchó al mercado para visitar a los comerciantes que traficaban en esclavas. Habló con ellos y les dijo: «Me he traído una joven, ya que a su hermano, que está enfermo, lo he enviado junto a su familia, que reside en Jerusalén, para que se cure. Desde el día en que éste se puso enfermo no para de llorar, pues la separación ha sido muy dolorosa. Quiero que quien me la compre la tranquilice con sus palabras y le diga que su hermano está enfermo en su casa, en Jerusalén. Por esto rebajaré el precio». Uno de los comerciantes se dirigió a él y le preguntó: «¿Qué edad tiene?» «Es virgen y de buen entendimiento; está bien educada, es esbelta, hermosa y bella, pero desde que he mandado a su hermano a Jerusalén, su corazón está afligido, su hermosura se ha marchitado y ha adelgazado.»
Al oír esto, el comerciante se marchó con el beduino y le dijo: «Sabe, jeque de los árabes, que te acompaño y que te compraré la esclava a la que elogias y de la que alabas el entendimiento, la educación, la hermosura y la belleza. Te pagaré el precio, pero te impondré unas condiciones; si las aceptas te pagaré su importe y si no las aceptas te la devolveré». «Si quieres llévala ante el sultán y ponme las condiciones que quieras. Si la presentas a Sarkán, el hijo del rey Umar al-Numán, señor de Bagdad y del Jurasán, es muy posible que le guste y que te pague lo que te ha costado y ganes mucho con ella.» «Yo tengo que pedir al sultán que me escriba una carta de recomendación para su padre, Umar al-Numán. Si me acepta esta esclava te pagaré su importe.» El beduino contestó: «Acepto esta condición».
Los dos se fueron juntos hasta llegar a la habitación en que estaba Nuzhat al-Zamán. El beduino se paró al llegar a la puerta y la llamó: «¡Nacha!», pues tal era el nombre que le había dado. Al oírlo se puso a llorar y no contestó. «El beduino, volviéndose hacia el comerciante, le dijo: «Ella está dentro: entra tú mismo y mírala; pero trátala tal como te he recomendado». El comerciante entró y vio que era un prodigio de hermosura y de belleza; notó, principalmente, que sabía bien el árabe. El comerciante dijo: «Si es tal como me la has descrito, obtendré del sultán lo que quiera». Dirigiéndose a ella dijo: «La paz sea contigo, hija. ¿Cómo te encuentras?» Volviéndose hacia él se dijo: «Esto estaba escrito en el libro del destino».
Lo miró y vio que era un hombre de aspecto digno y de hermoso rostro. Se dijo: «Me parece que éste ha venido a comprarme; si me muestro arisca quedaré en poder de este malvado y me matará a palos; aquí tengo una oportunidad; este hombre tiene una cara simpática que hace esperar más bien de él que de este grosero de beduino. Tal vez haya venido para oírme hablar; voy a contestarle bien». Mientras pensaba esto había tenido los ojos fijos en el suelo; los levantó, le dirigió la mirada y dijo con voz dulce: «Sobre ti sean la paz, la misericordia y la bendición divinas, señor mío, ya que así ha mandado contestar el Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!). Respecto a mi estado, por el que me preguntas, si lo conocieses, sólo lo desearías para tus enemigos». Dicho esto se calló.
El comerciante al oír sus palabras perdió la razón de alegría. Volviéndose al beduino le preguntó: ¿«Cuál es su precio? Es magnífica». El beduino se indignó y exclamó: «Estás estropeando a la esclava con estas palabras. ¿Por qué has de decir que es magnífica cuando ella sólo es una persona del vulgo? No te la venderé». Al oír el comerciante estas palabras se dio cuenta de que trataba con un cretino y le contestó: «Tranquilízate por completo: te la compraré incluso con el defecto que acabas de citar». El beduino preguntó: «¿Cuánto me das por ella?» «El padre es el que da el nombre al hijo. Pide lo que te parezca.» El beduino insistió: «Tú eres el que debe hablar».
El comerciante se dijo: «Este beduino no tiene seso y su mollera está seca. Para mí no tiene precio, puesto que con su elocuencia y con su buen aspecto me ha aprisionado el corazón; si supiese leer y escribir sería el colmo de la felicidad para ella y para su comprador. Este beduino no tiene idea de su precio». Volviéndose hacia él le dijo: «Jeque de los árabes: te daré en mano doscientos dinares contantes y sonantes, sin contar la garantía y el canon del sultán». Al oír esto el beduino se indignó de mala manera y chilló al comerciante: «¡Sigue tu camino! ¡Aunque me dieses cien dinares por este pedazo de estera que lleva encima no te la vendería! ¡No la venderé! La guardaré conmigo para que lleve a pacer los camellos y muela la harina».
Dirigiéndose a la muchacha gritó: «¡Malhediente! ¡No te venderé!» Volviéndose al comerciante le dijo: «Te tenía por un hombre listo, pero ¡por mi gorro! Si no te marchas de mi lado te voy a decir lo que no te ha de gustar». El comerciante se dijo: «El beduino está loco y no conoce el verdadero valor de la muchacha. Por ahora no le diré nada del precio, pues si hubiese tenido sentido común no hubiese jurado “¡por mi gorro!”; ¡por Dios!, que vale una caja llena de piedras preciosas y yo no tengo dinero suficiente para comprarla, pero que pida lo que sea y se lo daré aunque tenga que entregarle todo lo que poseo». Dirigiéndose al beduino dijo: «Jeque de los árabes, tranquilízate y dime cuáles son las ropas que de ellas tienes».
El beduino replicó: «¿Qué ha de hacer de las telas este desperdicio de esclava? ¡Por Dios! El pedazo de estera en que se envuelve ya es mucho para ella». «Con tu permiso —dijo el comerciante— voy a quitarle el velo y mandar que se mueva, como hacen las gentes con las esclavas en el momento de la adquisición.» «Haz lo que quieras y que Dios te conserve tu juventud; remuévela por fuera y por dentro; si quieres, quítale los vestidos y mírala desnuda.» «¡Dios me libre! Sólo le veré la cara.» El comerciante se acercó a ella muy azorado de su hermosura y de su belleza…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se sentó a su lado y le preguntó: «Señora, ¿cómo te llamas?» Respondió: «¿Me preguntas por mi nombre actual o por el antiguo?» «¿Tienes un nombre nuevo y otro antiguo?» «Sí; el antiguo es Nuzhat al-Zamán y el actual Gussat al-Zamán[56].» Cuando el comerciante oyó estas palabras se puso a llorar a lágrima viva. Le preguntó: «¿Tienes un hermano que está enfermo?» «Sí, por Dios, señor mío; pero el tiempo nos ha separado y él se ha quedado en Jerusalén.» El comerciante se había quedado perplejo al oír la dulzura de sus palabras y se dijo que el beduino había dicho la verdad.
Nuzhat al-Zamán, por su parte, se acordó de su hermano, de la enfermedad, de que se encontraba en tierra extraña, que de ella se había alejado dejándolo enfermo y de que no sabía lo que podía haberle sucedido; recordó todo lo que le había ocurrido con el beduino, cómo se había alejado de su madre, de su padre y de su reino, y con estos pensamientos empezó a llorar y las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Recitó estos versos:
Dios te proteja dondequiera que te encuentres, ¡oh viajero que siempre estás presente en mi corazón!
Dios esté contigo dondequiera que vayas y te proteja de las vicisitudes del tiempo y de la desgracia.
Te has marchado y mis ojos se han enturbiado en cuanto te han perdido de vista; mis lágrimas han resbalado en gran cantidad.
¡Ojalá supiera en qué región, en qué tierra, en qué casa y con qué gentes te has instalado!
Si bebes el agua de la vida, fresca y pura, las lágrimas constituyen mi bebida.
Si tú consigues conciliar el sueño, yo tengo una brasa de insomnio entre el lecho y mi costado.
Todo me es fácil de soportar excepto tu alejamiento; lo demás no tiene importancia.
Cuando el comerciante hubo oído estos versos se puso a llorar y extendió la mano para secar las lágrimas que caían por las mejillas de la joven; ésta se cubrió el rostro y le dijo: «No es correcto, señor mío». El beduino, que le estaba mirando, vio que se cubría la cara delante del comerciante cuando éste intentaba secar las lágrimas que corrían por sus mejillas y creyó que quería impedir que la viese el comerciante; corrió hacia ella llevando en la mano un látigo de los utilizados con los camellos, levantó la mano y le dio un azote muy fuerte en la espalda. La muchacha cayó de bruces y un guijarro la hirió en la ceja; la sangre corrió por su cara y se desmayó rompiendo en sollozos.
El comerciante lloró por ella y se dijo: «No me queda más remedio que comprar a esta joven, aunque tenga que pagar su peso en oro: he de librarla de este tirano». Empezó a insultar al beduino mientras la joven estaba desmayada. Cuando ésta volvió en sí se secó las lágrimas y la sangre, se vendó la cabeza, levantó la vista hacia el cielo y rogó al Señor con el corazón muy triste recitando estos dos versos:
¡Qué piedad para una mujer tan noble que ha caído en la desgracia!
Ella llora a lágrima viva y dice: «¿No hay modo de escapar de esta desgracia?»
Terminados los versos se volvió hacia el comerciante y le dijo en voz baja: «¡Por Dios! No me dejes con este malvado que no conoce a Dios (¡ensalzado sea!). Si he de pasar esta noche en su poder me mataré. Líbrame de él y Dios te librará de todo lo que puedas temer en esta vida y en la otra». El comerciante se puso de pie y dijo al beduino: «¡Jeque de los árabes! Ésta no es para ti; véndemela por el precio que quieras». «Cógela, pero págala; si no me la llevaré a los lugares de pastoreo y la dejaré al cuidado del ganado para que lleve a pacer a los camellos.» «Te doy cincuenta mil dinares.» «Es poco.» «Setenta mil.» «Es poco y no alcanza a lo que me cuesta, pues ha comido en casa panes de cebada por valor de noventa mil dinares.» Estalló el comerciante: «¡Tú, tu familia y toda tu tribu no habéis comido en toda vuestra vida mil dinares de cebada! ¡Te haré una sola oferta más, y si no la aceptas te denunciaré al valí de Damasco, que te la quitará a la fuerza!» «Ofrece.» «Cien mil dinares.» El beduino contestó: «Te la vendo por ese precio y con ese dinero podré comprar sal». Al oírlo el comerciante se echó a reír, se fue a su casa, regresó con el dinero y lo entregó al beduino. Éste lo cogió y se dijo: «Es necesario que vaya a Jerusalén; y si encuentro allí a su hermano me lo traeré y lo venderé». En seguida montó a caballo, se dirigió a Jerusalén, fue a la posada y preguntó por el hermano, pero no lo encontró. Esto es lo que se refiere a él.
He aquí lo que hace referencia al comerciante y a Nuzhat al-Zamán: una vez ésta en su poder le puso encima algunas ropas suyas y la llevó a su casa.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que aquí le puso el más precioso de los vestidos; después, tomándola consigo, la llevó al zoco, y le compró una joya que colocó en una bolsa de raso y se la entregó. Le dijo: «Todo esto es para ti y lo único que te pido es que, cuando te conduzca delante del sultán, valí de Damasco, le digas el precio por el que te he comprado, aunque éste es bien poca cosa en comparación con tu propio valor. Si te compra, recuérdale lo que he hecho contigo y pídele que me dé una carta oficial de recomendación, a mi nombre, para que yo la lleve a su padre, señor de Bagdad, el rey Umar al-Numán, con el fin de que éste disponga que no me hagan pagar impuestos por telas y demás mercancías con las que comercio».
Al oír estas palabras la joven lloró y sollozó. El comerciante le preguntó: «¡Señora! Siempre que te menciono la ciudad de Bagdad, lloras. ¿Hay en ella alguien a quien amas? Si es un mercader o cualquier otra persona dímelo, pues conozco a todos los comerciantes y demás gentes que allí viven, y si quieres escribir una carta yo la haré llegar al destinatario». Respondió: «¡Por Dios! No conozco allí a comerciante alguno ni ninguna otra persona; sólo conozco al rey Umar al-Numán, señor de Bagdad». Al oír el comerciante sus palabras se rió, se alegró mucho y se dijo: «He conseguido lo que quería». Le preguntó: «¿Te han presentado a él con anterioridad?» «No; me he educado al lado de su hija y él me quería mucho y me tenía en gran consideración. Si tú quieres que el rey Umar al-Numán te conceda lo que deseas, acércame papel y pluma y te escribiré una carta. Cuando llegues a la ciudad de Bagdad entrega la carta directamente a manos del rey Umar al-Numán y dile: “El transcurso de los días y las noches ha afligido a tu esclava Nuzhat al-Zamán hasta el punto de haber sido vendida de uno a otro lugar. Te envía su saludo”. Si te pregunta por mí dile que estoy en casa del virrey de Damasco.»
El comerciante estaba admirado de su elocuencia y el afecto que por ella sentía aumentó en mucho. Le dijo: «Creo que los hombres han encontrado una buena ocasión en tu entendimiento y te han vendido a buen precio. ¿Has aprendido el Corán de memoria?» «Sí, y además conozco la filosofía, la medicina, la lógica, el comentario de los capítulos de Hipócrates escrito por Galeno, el filósofo, y también el comentario de éste; he leído la Tadkira, he comentado el Burhan, he estudiado el Mufradat de Ibn al-Baytar y he hablado sobre el Canon de Avicena[57]; me he distinguido en los enigmas y he planteado problemas; he explicado geometría y poseo a la perfección la ciencia de los cuerpos: he leído los libros de los safiíes y he estudiado la tradición y la gramática, he discutido con los sabios y he hablado sobre todas las ciencias; me he familiarizado con la lógica, la elocuencia, la aritmética y la dialéctica; conozco la magia espiritualista y la determinación de la hora. He entendido todas las ciencias.»
Añadió: «Tráeme papel y pluma para que te escriba un libro que te distraerá en los viajes y te permitirá prescindir de muchos volúmenes». Cuando el comerciante hubo oído esto exclamó: «¡Bravo! ¡Bravo! ¡Qué feliz será quien te tenga en su casa!» Le acercó tinta, papel y pluma de cobre. El comerciante colocó esto delante de ella y besó el suelo en signo de Humildad. Nuzhat al-Zamán tomó el rollo de la carta, cogió el cálamo y escribió estos versos:
¿Por qué el sueño ha abandonado mis ojos? ¿Has sido tú quien ha enseñado el insomnio a mi vista cuando ha quedado lejos de ti?
¿Por qué tu recuerdo alimenta el fuego en mi corazón? ¿Todos los enamorados han de recordar así el amor?
¡Qué bellos fueron nuestros días! Han pasado y no he podido gozar de las dulzuras como me prometía.
Imploro al viento (el viento es el que trae al enamorado las nuevas de vuestra región):
«A ti se queja un amante que tienes pocos valedores: las penas de la separación son capaces de hender las piedras.»
Una vez hubo terminado de escribir estos versos, añadió las siguientes palabras: «Esto escribe quien ha sido víctima de las preocupaciones y víctima del insomnio, ya que las injusticias no permiten que llegue la luz; por eso ella no distingue la noche del día, se mueve en el lecho de la separación y se alcohola con el colirio del insomnio; observa sin cesar los astros y escruta las tinieblas mientras las preocupaciones y las fatigas la consumen; explicar su actual situación sería muy largo y sólo la socorren las lágrimas». Recitó estos versos:
No hay zurita que cante por las mañanas sin que se remueva en mí una pena mortal.
Siempre que un amante suspira pensando en la amada, aumenta mi tristeza.
Me plaño de las penas de amor a alguien que no tiene compasión de mí. ¡Cómo el amor ha separado el alma del cuerpo!
Brotaron de nuevo las lágrimas de sus ojos y escribió estos dos versos:
El amor ha consumido mi cuerpo de tristeza desde el día de la separación.
El estar medio moribundo basta para mi cuerpo extenuado: si no te dirigiese la palabra no me reconocerías.
Después escribió al fin del rollo: «Esto proviene de quien está lejos de su familia y de su patria, de la que tiene el corazón y el alma tristes, Nuzhat al-Zamán». Después enrolló la carta y se la entregó al comerciante. Éste la cogió, la besó y se enteró de su contenido. Se alegró y exclamó: «¡Loado sea quien te ha creado!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cincuenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que su respeto por ella aumentó, la agasajó durante todo el día y a la llegada de la noche marchó al mercado para regresar con algo de comer. Se lo entregó y después la condujo al baño, la presentó a una bañadora y le dijo: «Cuando termines de lavarle la cabeza, ponle sus vestidos y manda que me avisen». «Así lo haré.» Le preparó comida, frutas y velas y colocó todo esto en el banco del baño. Cuando la bañadora hubo terminado de lavarla y le hubo puesto sus vestidos, salió del baño y fue a sentarse en el banco. Encontró la mesa preparada y comió allí el guiso y la fruta en compañía de la bañadora; lo que sobró lo dejó para la vigilante del baño. Después durmió toda la noche y el comerciante hizo lo mismo en otra habitación.
Cuando éste se despertó fue a llamar a Nuzhat al-Zamán y le entregó una camisa preciosa y una pañoleta para la cabeza que valdría mil dinares; un vestido turco recamado de oro y zapatos con incrustaciones de oro rojo, perlas y pedrería; le colocó en las orejas unos pendientes de perlas que costaban mil dinares y en el cuello un collar de oro y otro de ámbar; éste llegaba hasta debajo de sus senos, pero quedaba por encima del ombligo; tenía diez bolas y nueve medias lunas, en el centro de cada una de las cuales había un magnífico jacinto, mientras que cada bola soportaba un rubí maravilloso. Este collar costaba treinta mil dinares. Todo lo que le había puesto valía una gran cantidad de dinero. Después el comerciante le mandó que se arreglase lo mejor que supiese y salieron juntos, él delante y ella detrás. Las gentes se quedaban estupefactas al ver su hermosura y decían: «¡Dios bendiga a la más hermosa de las criaturas! ¡Qué feliz será quien tenga a ésta a su lado!» El comerciante siguió andando llevando detrás a Nuzhat al-Zamán hasta que llegaron al palacio del rey Sarkán. El comerciante besó el suelo delante del soberano y le dijo: «¡Rey feliz! Te traigo un presente difícil de describir y raro de ver en estos tiempos: reúne la belleza y la utilidad». «Quiero verlo personalmente», respondió Sarkán.
El comerciante fue a buscarla y la colocó delante de Sarkán. Éste, al verla, se sintió atraído por la voz de la sangre. Se había marchado cuando ella era pequeña y no la había visto jamás, ya que poco después del nacimiento había oído decir que tenía una hermana que se llamaba Nuzhat al-Zamán y un hermano llamado Daw al-Makán. Los temores que sentía de perder el reino le habían hecho romper con su padre, conforme se ha dicho.
Cuando el comerciante se le acercó le dijo: «Ella, además de su belleza y hermosura hasta el punto de que no puede compararse con nadie de nuestros tiempos, conoce todas las ciencias, sean religiosas o profanas, políticas o exactas». Dijo el rey: «Toma el precio por el que la has comprado, déjala aquí y sigue tu camino». «Así lo haré, pero concédeme un decreto que me exima, para siempre, de pagar los impuestos que gravan mi comercio.» «Te lo daré, pero dime cuánto te ha costado.» «He pagado por ella cien mil dinares y por lo que lleva encima otros cien mil.» Al oír esto replicó: «Te daré más».
Mandó llamar a su tesorero y le dijo: «Paga a este comerciante trescientos veinte mil dinares». Después Sarkán mandó llamar a los cuatro cadíes y les dijo: «Dad testimonio de que concedo la libertad a esta esclava y de que quiero casarme con ella». Los cadíes escribieron el acta de emancipación y el contrato matrimonial y el rey arrojó dinero por encima de las cabezas de los presentes, y los pajes y criados recogieron lo que el rey les echaba. Después de esto el soberano mandó que se escribiese un decreto para el comerciante y ajustándose a sus deseos le eximió del pago de impuestos y prohibió que nadie le causase daño en toda la extensión de su reino. Además dispuso que le diesen un magnífico vestido.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después mandó marcharse a todos los que estaban con él, excepción hecha de los cadíes y del comerciante. Dijo a los primeros: «Quiero que examinéis a esta joven para saber hasta dónde llega la ciencia y la cultura que le atribuye este comerciante y así nos cercioraremos de la veracidad de sus palabras». «No hay el menor inconveniente», contestaron. Entonces el rey mandó que se tendiese una cortina entre él y su séquito y la joven y sus damas; todas las personas que estaban con la joven detrás de la cortina le besaron las manos y los pies desde el momento en que supieron que había pasado a ser la esposa del rey; después se colocaron a su alrededor, se pusieron a su servicio, le quitaron parte de la ropa que llevaba y se dieron cuenta de su belleza y de su hermosura.
Las esposas de los príncipes y de los ministros oyeron decir que el rey Sarkán había comprado una esclava que no tenía igual ni en belleza, ni en ciencia ni en cultura, y que dominaba todas las ramas del saber; que había pagado por ella trescientos veinte mil dinares; que la había libertado, que había mandado extender el contrato matrimonial y que había llamado a los cuatro cadíes para que la examinasen y viesen cómo respondía a sus preguntas. Las mujeres pidieron a sus esposos que les dejasen verla y se fueron al palacio en que estaba Nuzhat al-Zamán.
Cuando llegaron ante ésta vieron que los criados estaban de pie delante de ella; la reina, al ver que entraban las mujeres de los príncipes y de los ministros, se dirigió seguida por las esclavas a recibirlas; les dio la bienvenida con una sonrisa, se hizo dueña de sus corazones y las trató según su rango como si hubiese sido educada en su compañía. Las visitantes se quedaron admiradas de su belleza, de su hermosura, de su inteligencia y de su educación. Se dijeron: «Ésta no es una esclava, sino la hija de un rey». La alabaron, la rodearon y le dijeron: «¡Señora! Nuestra ciudad ha quedado iluminada con tu presencia; has honrado a nuestro país y a nuestro reino. El reino es tuyo, este palacio también y todas nosotras somos tus esclavas. ¡Por Dios! No nos prives ni de tus favores ni de la contemplación de tu hermosura». La reina les dio las gracias por sus palabras.
A todo esto, la cortina seguía tendida entre Nuzhat al-Zamán y quienes con ella estaban y el rey Sarkán, los cuatro cadíes y el comerciante. Después el rey Sarkán la llamó y le dijo: «¡Oh, joven, la más preciada de nuestra época! Este comerciante te ha descrito como sabia y culta, ha afirmado que posees todas las ciencias, incluso la de la gramática. Haznos, pues, oír un poco de cada cosa».
Al oír sus palabras contestó: «De buen grado, oh, rey. El capítulo primero trata del buen gobierno; de la conducta que deben seguir los reyes; de las cosas que son necesarias a las autoridades encargadas de aplicar la ley y de las buenas condiciones morales que en ellos deben residir. Sabe, oh rey, que los fines de la humanidad conducen hacia la religión y hacia la vida profana, ya que nadie alcanza aquélla si no es por medio de ésta. La vida mundanal es el mejor camino que conduce a la última; las cosas del mundo están organizadas en función de las actividades de sus habitantes.
»Las actividades de los hombres se dividen en cuatro grupos: gobierno, comercio, agricultura y artesanía. El gobierno precisa de una habilidad perfecta y de una perspicacia absoluta, ya que el acto de gobernar constituye el eje de la civilización, que, a su vez, es el camino que conduce a la última vida. Dios (¡ensalzado sea!) hizo al mundo para que sirviera a los hombres de la misma manera que el viático al viajero para alcanzar el fin supremo. Por eso, sería necesario que cada hombre tomase lo que le es necesario para llegar hasta Dios, sin dejarse arrastrar por sus ideas y pasiones. Si los hombres tomasen lo que les corresponde con equidad, se terminarían las querellas, pero como lo toman con injusticia, dejándose arrastrar por las pasiones, nacen como consecuencia de su abandono a éstas, las querellas; de aquí la necesidad de que haya un sultán que medie entre ellos y reglamente sus relaciones; si el rey no mantuviese separadas unas personas de otras, la más fuerte sacaría ventajas de la más débil.
»Asdachir dijo que la religión y el reino son hermanos gemelos; la religión es un tesoro del que el rey es el guardián. Las leyes y el sentido común muestran que las gentes necesitan tener un soberano que mantenga apartado al inicuo del vejado, que haga justicia al débil frente al fuerte y que frene al violento y al perverso. Sabe, oh rey, que según el carácter del rey es la época. El Enviado de Dios (¡Dios le bendiga y le salve!) ha dicho: “Dos cosas influyen en las gentes: si son buenas, las gentes también lo son, y si son malas, malas son las gentes: los sabios y los gobernantes”. Un sabio ha dicho: “Los reyes son de tres clases: el rey religioso, el rey que guarda las cosas sagradas y el rey caprichoso. El rey religioso obliga a sus súbditos a seguir la religión y es necesario que él sea el más religioso, pues debe dar el ejemplo en las cosas de la religión y las gentes deben obedecerle según está dispuesto en la legislación de la xara; se mantiene imperturbable ante las contrariedades sometiéndose a lo dispuesto por el destino; el rey que cuida de las cosas sagradas, se preocupa de los asuntos de la religión y del mundo y obliga a sus súbditos a cumplir las prescripciones de la xara y a comportarse con dignidad, y reúne en sí la ciencia y la espada; la falta de aquel que se aparta de lo que el cálamo ha puesto por escrito es corregida con el filo de la espada; ese rey distribuye la justicia por igual entre todos los hombres. El rey pasional no siente la religión y sólo sigue sus pasiones; no teme la ira de su Señor, que es quien le ha concedido su cargo; su reino va hacia la mina y su despotismo concluye en el infierno”.
»Los sabios dicen: “El rey necesita el concurso de sus súbditos y éstos, a su vez, necesitan un solo soberano; por eso éste ha de conocer sus diferencias para solucionarlas; ha de hacer justicia a todos y los ha de colmar con su generosidad”. ¡Oh, rey! Debes saber que Ardasir, el tercero de los reyes de Persia, se había enseñoreado de todos los climas. Los dividió en cuatro partes y por eso se hizo cuatro sellos, uno para cada región. El primero era el sello del mar, de la policía y de las fuerzas de orden; en él escribió: “Delegaciones”; el segundo era el sello de las contribuciones y de las gabelas; en él escribió: “Buena situación”; el tercero era el sello de abastos; en él escribió: “Abundancia”; el cuarto era el sello de las injusticias; en él escribió: “Justicia”. Estas normas duraron en Persia hasta el momento de la aparición del Islam. Cosroes escribió a su hijo que estaba en el ejército: “No permitas que tus soldados se enriquezcan, pues ya no te necesitarían…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el diálogo para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nuzhat al-Zamán prosiguió su relato acerca del escrito de Cosroes a su hijo de esta manera:] «… “pero no los oprimas, pues se cansarían de ti; concédeles tus favores con justicia, hazles buenos regalos; sé espléndido con ellos en la abundancia y no les exijas demasiado en las dificultades”. Se cuenta que un beduino fue a ver a al-Mansur y le dijo: “Deja con hambre a tu perro y te seguirá”. Al-Mansur se enfadó con el beduino al oír estas palabras. Abu-l-Abbas al-Tusí le dijo: “Temo que otra persona le dé un pedazo de pan, la siga y te abandone”. La cólera de al-Mansur se calmó y se dio cuenta de que el beduino había dicho una verdad; por esto mandó darle un regalo.
»Sabe, oh rey, que Adb Allah b. Marwán escribió a su hermano Abd al-Aziz b. Marwán, cuando lo mandó a Egipto: “Vigila a tus secretarios y a tus chambelanes, pues de lo que sea cierto te informarán los secretarios; de las fiestas te informarán tus chambelanes y de los gastos que hagas te informará el ejército”. Umar b. al-Jattab tenía por costumbre, cuando daba empleo a un criado, imponerle cuatro condiciones: no montar en bestias de carga, no llevar vestidos de lujo, no comer del botín y no retrasar la hora de la oración. Se dice que no hay riqueza mayor que la inteligencia; que no hay inteligencia comparable a la previsión y a la constancia; que no hay mejor constancia que el temor de Dios; que no hay parentela comparable con el buen carácter; que no hay mejor balanza que la educación; que no hay mejor apoyo que el auxilio divino; que no hay negocio mejor que el hacer obras pías; que no hay ganancia mayor que la recompensa de Dios; que no hay ascesis mejor que el atenerse a las leyes de la tradición; que no hay ciencia mejor que la meditación; que no hay mejor ceremonia religiosa que el cumplir con los deberes rituales; ni fe que equivalga al pudor; ni mérito comparable a la humildad; ni nobleza que equivalga a la ciencia. Conserva la cabeza y lo que contiene y el vientre y lo que encierra; acuérdate de la muerte y de las calamidades.
»Alí (¡Dios se apiade de él!) dijo: “Temed a las gentes malvadas y guardaos de ellas; no les pidáis consejo en ningún asunto, pero no las vejéis en lo que se les debe para que no tengan que recurrir al engaño”. Añadió: “Quien traspasa el justo medio pierde el entendimiento”.
»Umar (¡Dios se apiade de él!) dijo: “Hay tres clases de mujeres: la mujer musulmana, casta, afectuosa, maternal, que ama a su esposo a pesar de las vicisitudes de la suerte y que no ayuda al tiempo en contra de su esposo; la que únicamente se preocupa de los hijos y la que Dios pone, cómo un dogal, en el cuello de quien quiere; también los hombres son de tres clases: la de los inteligentes que siguen su propio parecer; otra más sabia que la anterior, la de los que cuando se encuentran en una situación cuyas consecuencias son imprevisibles, van a consultar a los entendidos y siguen su opinión; y una tercera formada por los perplejos, incapaces de decidirse o de dejarse guiar. La justicia es necesaria en todas las cosas, de tal modo que hasta las esclavas la necesitan. Se cita acerca de esto el caso de los bandidos, que son injustos con todos menos con los de su condición, pues si no se repartiesen equitativamente lo que poseen se vendría abajo su organización. En resumen: las mejores cualidades son la generosidad y el buen carácter”. ¡Qué bien dice el poeta!:
Generosidad y bondad hacen destacar al joven entre sus compatriotas. Te es bien fácil ser así.
»Otro poeta dice:
En la bondad está la perfección; en la clemencia, el prestigio y en la veracidad, el refugio de quien es sincero.
Aquel que busca las loas con su dinero busque primero, con la generosidad, la liza de la gloria».
Nuzhat al-Zamán siguió hablando de política hasta que todos los presentes exclamaron: «¡Jamás hemos tropezado con nadie que hablase de política tan bien como esta esclava! Tal vez conozca otras materias». Nuzhat al-Zamán oyó lo que decían y lo comprendió. Dijo: «La educación comprende un campo amplísimo, puesto que abarca todas las perfecciones. Los Banu Tamim despacharon, cierta vez, una delegación a Muawiya en la que iba al-Ahnaf b. Qays. El chambelán de Muawiya se presentó a éste para pedirle que les concediese audiencia. Dijo: “¡Emir de los creyentes! Gentes del Iraq desean entrar para hablar contigo. Escúchalos”. Muawiya le respondió: “Mira quiénes son los que están en la puerta”. “Los Banu Tamim.” “¡Que entren!” Entraron y al-Ahnaf b. Qays entre ellos. Muawiya dijo a éste: “Acércate, Abu Bahr, para que yo pueda oír tus palabras. ¿Qué consejos me has de dar?” “Emir de los creyentes: arréglate los cabellos, córtate el bigote, cuídate de las uñas, depílate el sobaco, afeita el pubis y limpia los dientes con palillos, pues en ello hay setenta y dos virtudes; el baño que se toma el viernes sirve de expiación de lo que se hace entre uno y otro viernes.”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nuzhat al-Zamán continuó diciendo:] «Muawiya le preguntó: “¿Qué opinas de ti?” “Tengo el pie clavado en el suelo, lo muevo con cuidado y lo vigilo con mis ojos.” Preguntó: “¿Cómo te comportas cuando te presentas ante aquellos de tus conciudadanos que no son príncipes?” “Me mantengo cabizbajo de vergüenza; empiezo por saludar, me desentiendo de lo que no me importa y hablo poco.” Preguntó: “¿Cómo te comportas cuando te presentas ante tus iguales?” “Escucho lo que me dicen y si ellos emplean conmigo circunlocuciones yo no las empleo con ellos.”
»Preguntó: “¿Cómo te comportas cuando quieres unirte a ella?” “Le dirijo la palabra hasta que está bien dispuesta, la beso para excitarla y cuando ocurre lo que sabes, la tiendo de espaldas, y en cuanto el semen queda encerrado en su receptáculo digo: ‘¡Dios mío! ¡Haz que sea fecundo! ¡No hagas que se pierda y modélalo en una hermosa figura! En seguida me separo de ella para hacer las abluciones, me lavo las manos con agua, luego el cuerpo, y doy gracias a Dios por los favores que me ha concedido.” Muawiya exclamó: “Has contestado muy bien. Pide lo que desees”. “Sólo deseo que tengas temor de Dios al tratar a tus súbditos y que los trates con justicia.” A continuación se marchó. Cuando se hubo alejado, Muawiya exclamó: “Aunque fuese el único habitante del Iraq, ya sería suficiente”».
Nuzhat al-Zamán continuó: «Este caso pertenece al capítulo sobre la educación; sabe, oh rey, que al-Muayqib era el administrador de la hacienda durante el califato de Umar b. al-Jattab, Dios (¡ensalzado sea!) se apiade de él».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nuzhat al-Zamán prosiguió:] «Ocurrió que un día encontró al hijo de Umar y le dio un dirhem de la hacienda pública. Refiere el mismo Muayqib: “Después de habérselo dado me marché a mi casa. Mientras estaba sentado, vino a buscarme un mensajero de Umar. Salí en su compañía y me dirigí a ver al Califa. Lo encontré con el dirhem en la mano. Me dijo: ‘¡Ay de ti, Muayqib! He descubierto en ti algo que no me gusta’. ‘¿Qué es, oh Emir de los creyentes?’ ‘El día de la resurrección serás llamado, por la nación de Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!), a rendir cuenta de este dirhem’ ”. Umar escribió una carta a Abu Musa al-Asari en que decía: “Cuando recibas esta carta, da a las gentes lo que les pertenece y tráeme lo que sobre”, y así lo hizo. Cuando Utmán se hizo cargo del califato escribió lo mismo a Musa y despachó a Ziyad con la suma. Éste depositó el tributo delante de Utmán; el hijo de éste se acercó y cogió un dirhem. Ziyad se puso a llorar. Utmán le preguntó: “¿Qué es lo que te hace llorar?” “Llevé un tributo como éste a Umar b. al-Jattab; su hijo cogió un dirhem, pero él mandó que se lo quitasen de la mano; en cambio, tu hijo lo ha cogido y no veo a nadie que se lo quite o que le diga algo.” Utmán exclamó: “¡Dónde encontraremos otro Umar!”
»Zayd b. Aslam lo cuenta, poniéndolo en boca de su padre: “Salí una noche con Umar y anduvimos hasta llegar a las inmediaciones de un fuego encendido. Dijo: ‘Aslam: Éstos deben de ser viajeros que tienen frío; acompáñanos hasta su lado’. Seguimos acercándonos hasta llegar a su lado: se trataba de una mujer que atizaba el fuego debajo de una marmita; a su lado había dos niños llorando. Umar dijo: ‘La paz sea sobre vosotros, oh gentes de la luz (le disgustó decir ‘gentes del fuego’), ¿qué os sucede?’ La mujer respondió: ‘Nos ha sorprendido el frío y la noche.’ ‘¿Qué ocurre a los niños, que lloran?’ ‘Tienen hambre.’ ‘¿Qué contiene esta marmita?’ ‘Agua, para que callen. Dios ya pedirá cuentas a Umar b. al-Jattab en el día del juicio.’ ‘Pero ¿qué es lo que sabe Umar de vuestra situación?’ ‘¡Vaya! ¿Tiene el gobierno de las gentes y se desentiende de ellas?’ Umar se acercó y dijo: ‘¡Acompáñame!’ Nos pusimos a andar rápidamente hasta llegar a un almacén; cogió un saco de harina y un tarro de grasa y me dijo: ‘¡Pónmelo en la espalda!’ ‘¡Yo lo llevaré en tu lugar, oh Emir de los creyentes!’ ‘¿Cargarás tú con mis pecados el día del juicio?’
»”Se lo coloqué encima y salimos, echando a andar rápidamente para ir a depositar el saco junto a aquella mujer. Sacó un poco de harina y dijo a la mujer que le dejase hacer: empezó a soplar debajo de la marmita, y como tenía una barba muy frondosa, yo veía cómo salía el humo a través de sus pelos; cuando hirvió, echó la grasa en la marmita y poco después le dijo: ‘Dales de comer mientras yo hago enfriar la carne’. Así siguieron hasta que hubieron terminado de comer y quedaron satisfechos. Le entregó todo lo que había sobrado y, luego, acercándose a mí, dijo: ‘¡Aslam!, he visto llorar de hambre y no he querido alejarme hasta descubrir la causa de la luz que habíamos visto’ ”».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nuzhat al-Zamán continuó: «Se dice que Umar pasó al lado de un pastor esclavo y quiso comprarle una oveja. Éste le dijo: “No es mía”. “Es a ti a quien quiero.” Lo compró y lo libertó exclamando: “¡Dios mío! ¡Haz que de igual manera como he redimido al menor, me redima de mis pecados el día del juicio!” Se refiere que Umar b. al-Jattab daba la leche a los criados y que él comía las sobras; que les concedía buenos vestidos mientras él se ponía los malos y que daba a las gentes todo lo que les correspondía y aun más. Dio cuatrocientos mil dirhemes a un hombre y aún añadió mil. Se le dijo: “¿Y por qué no concedes de más a tu hijo la misma cantidad que a éste?” “El padre de éste luchó en Uhud.”
»Al-Hasán refiere: “Se llevó a Umar mucho dinero. Hafsa se acercó y le dijo: ‘¡Emir de los creyentes! Dame lo que me corresponde por ser tu pariente’. ‘¡Hafsa! Dios ha dispuesto que dé a mis parientes lo que les corresponde tomándolo de mis bienes, no con los de los musulmanes; así he dejado satisfechas a tus gentes y he hecho enfadar a tu padre.’ Hafsa se marchó llena de soberbia”. El hijo de Umar refiere: “He rogado humildemente a Dios durante un año que me permitiese ver a mi padre en sueños. Lo he visto secándose el sudor de la frente. Le he preguntado: ‘¿Qué te ocurre, padre mío?’ ‘Si no hubiese sido por la misericordia de mi Señor, tu padre hubiese perecido’ ”».
Nuzhat al-Zamán añadió: «Escucha ahora, oh rey feliz, el artículo segundo del capítulo segundo que trata de la educación, de las virtudes y de las anécdotas que se cuentan de la primera generación islámica y de los hombres piadosos. Al-Hasán al-Basrí refiere: “El alma de un hombre no abandona este mundo sin antes haberse lamentado de tres cosas: de no haber disfrutado lo que esperaba; de no haber alcanzado lo que se proponía y de no haber hecho suficiente provisión de buenas acciones para la vida futura”. Se preguntó a Sufyán: “¿Puede un hombre ser asceta y rico al mismo tiempo?” “Sí, mientras sepa sobrellevar las desgracias y sea agradecido a Dios cuando Éste lo favorece.”
»Se refiere que cuando Abd Allah b. Saddad estaba a punto de morir mandó llamar a su hijo Muhammad y le hizo las siguientes recomendaciones: “Hijo mío: el ángel de la muerte me reclama; teme a tu Señor en público y en privado; da gracias a Dios por los favores que te hace; sé verídico cuando hables; el reconocimiento de los favores divinos trae otros bienes y el temor de Dios es el mejor viático para presentarse ante Él, como dice un poeta:
No creo que la felicidad se encuentre en la reunión de las riquezas. El que es timorato, es feliz.
El temor de Dios constituye el mejor viático; junto a Dios encontrarás lo que desees”».
Después Nuzhat al-Zamán añadió: «Escuche ahora el rey estas anécdotas del artículo segundo del capítulo primero». Le preguntaron de cuáles se trataba. Dijo: «Cuando Umar b. Abd al-Aziz se hizo cargo del califato, arrebató a su familia todo lo que poseía y lo entregó al tesoro público. Los Banu Umaya, alarmados, hablaron a su tía Fátima, hija de Marwán. Ésta le despachó un mensajero para que le dijese que era imprescindible que hablase con él. Una noche fue a verlo. Él la ayudó a bajar de la mula y cuando ella estuvo sentada le dijo: “Tía: a ti te corresponde hablar primero, pues tú eres quien necesitas algo. Explícame qué es lo que deseas”. “Emir de los creyentes: Tú debes ser el primero en hablar, puesto que tu inteligencia descubre lo que permanece oculto en el entendimiento.” Umar b. Abd al-Aziz dijo: “Dios (¡ensalzado sea!) envió a Mahoma (¡Dios lo bendiga y lo salve!) para beneficiar a los inteligentes y para atormentar a los demás; después escogió para él lo que tenía a su lado y lo llamó junto a Sí”».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Nuzhat al-Zamán continuó su relato en estos términos: «Umar b. Abd al-Aziz prosiguió:] “Dejó a las gentes un río en el que pudiesen saciar su sed; después de Mahoma vino Abu Bakr y el río fluyó por su cauce, pues hizo lo que era grato a Dios; a Abu Bakr sucedió Umar, quien obró de la mejor manera posible y se esforzó en hacer el bien de tal modo que nadie podrá imitarle; siguió Utmán y, aquí, el río se dividió en dos partes; siguió Muawiya, y siguieron aumentando los brazos con Yazid y los Banu Marwán, como Abd al-Malik, al-Walid y Sulaymán. Así me ha llegado el perdón y yo quiero volver las aguas a su cauce normal”. Le respondió: “Sólo quería hablarte y conversar contigo, pero si ésas son tus palabras es inútil decirte nada”. Regresó junto a los Banu Umaya y les dijo: “Disfrutad ahora las consecuencias de vuestra acción al entronizar a un nuevo Umar b. al-Jattab”.
»Se refiere: Cuando Umar b. Abd al-Aziz estaba a punto de morir reunió a su alrededor a sus hijos. Maslama b. Abd al-Malik le dijo: “¡Emir de los creyentes! ¿Cómo puedes abandonar a tus hijos en la pobreza cuando tú eres su pastor y nadie te impide, mientras vivas, el darles de la hacienda pública lo que les haga ricos? Esto es mejor que devolver los bienes al administrador después de tu muerte”.
»Dirigió una mirada furibunda y estupefacta a Maslama y le contestó: “¡Maslama! He salvaguardado a mis hijos de todo pecado mientras vivía: ¿cómo, pues, he de hacerles obrar mal en el momento de mi muerte? Mis hijos tienen dos caminos a seguir: o ser obedientes a Dios (¡ensalzado sea!), y entonces Dios los favorecerá, o bien el de ser rebeldes, y yo no he de auxiliarlos en su rebeldía, Maslama. He presenciado contigo el entierro de uno de los Banu Marwán y mis ojos me llevaron a verlo en sueños en un estado, al que había llegado por la voluntad de Dios (¡glorificado y ensalzado sea!), que me llenó de terror y espanto. Prometí a Dios que no obraría como aquél en caso de llegar a ser Califa. Me he esforzado durante mi vida en ello, y ahora espero conseguir el perdón de mi Señor”.
»Maslama refiere: “Asistí al entierro de un hombre. Una vez concluido lo vi en sueños: estaba en un jardín por el cual corrían riachuelos de agua; llevaba puesto un vestido blanco. Se me acercó y me dijo: ‘Maslama: para obtener esto obra como aquellos que hacen buenas obras’ ”. Hay muchos casos semejantes. Una persona digna de crédito ha referido: “Era ordeñador de ganado ovino durante el califato de Umar b. Abd al-Aziz. Pasé junto a un pastor y percibí que, entre sus ovejas, había uno o más lobos. Creyendo que fuesen perros, ya que yo nunca había visto lobos con anterioridad, le pregunté: ‘¿Qué haces con estos perros?’ ‘No son perros, sino lobos.’ ‘¡Cómo! ¿Los lobos están entre el ganado sin hacer daño?’ ‘Si la cabeza está sana, también lo está el cuerpo.’ ”
»Umar b. Abd al-Aziz predicó desde un alminar de barro; alabó a Dios, entonó su loor, pronunció tres palabras; dijo: “¡Gentes! Sed buenos en vuestro interior a fin de que lo sea también vuestro aspecto exterior, delante de vuestros hermanos, y podáis ser librados de los pesares de este mundo. Sabed que ni uno solo de los hombres que han vivido desde Adán hasta nuestros días ha quedado con vida: murió Abd al-Malik y quienes le precedieron; murió Umar y también sus sucesores”.
»Maslama le dijo en este momento: “¡Emir de los creyentes! Podemos ponerte un cojín para que te apoyes un poco en él”. Respondió: “Temo que me haga cargar con un pecado en el día del juicio”. Un momento después tuvo un vahído y cayó desmayado. Fátima gritó: “¡Maryam! ¡Muzahim! ¡Fulano! ¡Cuidad a este hombre!” Fátima, llorando, se acercó a rociarlo con agua hasta que volvió en sí. Cuando la vio llorar le preguntó: “¿Qué te hace llorar, Fátima?” “¡Emir de los creyentes! Te he visto caer en nuestros brazos y he creído que habías caído en las manos de Dios, que es todopoderoso y excelso, en manos de la muerte, separándote del mundo y de nosotros. Esto es lo que me hacía llorar.” “¡Basta ya, Fátima! Ha sido bastante.” Quiso incorporarse, pero cayó de nuevo y Fátima lo atrajo hacia sí y dijo: “¡Sírvante de rescate mi padre y mi madre, Emir de los creyentes! Ninguno de nosotros es digno de dirigirte la palabra”».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nuzhat al-Zamán dijo a su hermano Sarkán, al que no había reconocido, y a los cuatro cadíes y al comerciante, para concluir con el artículo segundo del capítulo primero: «Ocurrió que Umar b. Abd al-Aziz escribió a los que realizaban la peregrinación: “Tomo por testigo a Dios en el mes y en el país sagrado, en el día de la gran peregrinación, de que soy inocente de las injusticias o vejaciones que otros os infieran, pues ni las he mandado, ni los he apoyado, ni me he enterado ni me han informado de que se hayan cometido; espero que esto me sirva de disculpa, ya que a nadie he dado autorización para oprimir al prójimo, pues yo soy el responsable de todos los maltratados. Cualquiera que sea mi mandatario que se aparte del camino recto y obre prescindiendo del Corán y de la zuna, debe ser desobedecido hasta que vuelva al recto camino”. El mismo (¡Dios esté satisfecho de él!) ha dicho: “No querría que la muerte fuese indulgente conmigo, ya que es la última prueba de esta vida y trae la recompensa del creyente”.
»Una persona digna de crédito refiere: “Fui a visitar al Emir de los creyentes, Umar b. Abd al-Aziz, que era Califa. Vi que tenía delante doce dirhemes y que mandaba depositarlos en la hacienda pública. Dije: ‘Emir de los creyentes: has empobrecido a tus hijos, los has reducido a la miseria y no poseen nada. Podrías dar algo a ellos y a quienes viven en tu casa y son pobres’. Respondió: ‘¡Acércate!’ Me acerqué y me dijo: ‘Respecto de eso que has dicho de que he empobrecido a mis hijos y de que debo darles algo a ellos y a quienes viven en mi casa y son pobres, debo responder que no es justo, ya que Dios proveerá por mí a mis hijos y a mis parientes pobres. Él cuidará de ellos. Éstos sólo tienen dos caminos: o seguir el camino de la piedad y en este caso Dios les facilitará una salida, o ser unos rebeldes, y en este caso no me incumbe a mí auxiliarlos en su desobediencia a Dios’.
»”A continuación mandó llamarlos. Acudieron doce varones. Al verlos las lágrimas empezaron a correr por sus ojos. Les dijo: ‘Vuestro padre sólo tiene dos caminos: o enriqueceros, y en este caso vuestro padre irá al infierno, o dejaros pobres, y en este caso vuestro padre irá al paraíso; vuestro padre prefiere entrar en el paraíso a enriqueceros; idos, que yo coloco vuestro asunto en manos de Dios’
»Jalid b. Safwán refiere: “Yúsuf b. Umar me envió a Hisam b. Abd al-Malik. Cuando llegué supe que había salido al campo con sus parientes y sus criados y habían levantado las tiendas. Cuando las gentes hubieron ocupado sus asientos, salí por uno de los extremos de la alfombra y lo miré. En el momento de encontrarse nuestras miradas le dije: ‘Dios te conceda todos los dones, oh Emir de los creyentes, haga que se desarrollen sin contratiempos todos los asuntos que te ha confiado y que no se empañe tu alegría. Emir de los creyentes: no encuentro mejor consejo que el referirte lo que ocurrió a uno de los reyes que te ha precedido’. Entonces él, que estaba recostado, se incorporó y dijo: ‘Refiere lo que sepas, hijo de Safwán’.
»”Referí: ‘¡Emir de los creyentes! Antes que tú, hace unos años, un rey vino a este lugar y preguntó a sus contertulios: ‘¿Habéis visto a alguien en una situación similar a la mía? ¿Hay alguien que haya hecho tantos dones como yo?’ Había junto a él, entre los contertulios, un piadoso musulmán, uno de esos que saben distinguir el buen camino. Le dijo: ‘¡Rey! Has preguntado algo muy gordo: ¿me permites que te lo conteste?’ ‘Sí.’ ‘¿Cómo crees que es lo que tienes: eterno o caduco?’ ‘Caduco.’ ‘¿Por qué, pues, te admiras de un estado en el que poco vas a durar, pero por el que se te va a interrogar y por el que tendrás que rendir cuentas?’ El rey preguntó: ‘¿Cómo he de abandonarlo? ¿Qué he de buscar?’ ‘Sigue siendo rey, pero obra obedeciendo a Dios (¡ensalzado sea!); también puedes ponerte los vestidos del asceta y adorar a tu Señor hasta que llegue tu hora; al llegar la aurora vendré a verte’ ”.
»Jalid b. Safwán refiere: “Llegada la aurora llamó a su puerta y vio que había abandonado la corona y que se había preparado a marcharse, conmovido por el sermón que le había hecho Hisam b. Abd al-Malik, y lloró a lágrima viva hasta dejar empapada su barba; mandó levantar el campo y regresó a su palacio”. Los clientes y los criados se dirigieron, después, a ver a Jalid b. Safwán y le dijeron: “¡Qué has hecho con el Emir de los creyentes! Le has quitado el gusto por los placeres y le has amargado la vida”».
Nuzhat al-Zamán dijo a Sarkán: «¡Cuán buenos consejos hay en este capítulo! Pero no puedo contarlos todos en una sola sesión; es preferible un poco cada día, oh rey del tiempo».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que los cadíes dijeron: «Rey: esta joven es una maravilla del tiempo y única por sus conocimientos. Jamás, en ninguna época, hemos visto u oído quien pueda comparársele». Pidieron permiso al rey y se retiraron.
Entonces Sarkán se dirigió a los criados y les dijo: «Disponed la fiesta de bodas y preparad toda clase de guisos». Cumplieron la orden en el acto y prepararon toda clase de platos. Sarkán mandó que todas las esposas de los príncipes, de los visires y de los magnates del Imperio fuesen a presenciar el desvelamiento de la novia. Poco después del mediodía las mesas ya estaban colmadas de todo lo que apetece al alma y regocija la vista, y todos los asistentes comieron hasta hartarse.
El rey mandó que se llamase a todas las cantoras de Damasco; éstas comparecieron. A ellas se unieron todas las esclavas del rey que solían cantar y todas se dirigieron al alcázar. Cuando llegó el crepúsculo y se extendieron las tinieblas, encendieron las velas desde la puerta de la ciudadela hasta la del palacio, a la derecha y a la izquierda. Los príncipes, los ministros y los grandes se acercaron al rey Sarkán. Las peinadoras arreglaron a la joven y la vistieron, dándose cuenta de que no necesitaba ningún adorno. El rey Sarkán se dirigió al taño y al salir se sentó en el solio y se desveló a la novia; le quitaron los vestidos, y le dieron los consejos que se dan a las muchachas en la noche de bodas.
Sarkán entró en la habitación y le arrebató la virginidad. Ella quedó encinta aquella misma noche y se lo dijo. El rey se alegró muchísimo y mandó a los doctores que registrasen la fecha de la concepción. Al día siguiente se sentó en el trono y los magnates del Imperio acudieron a felicitarlo. Mandó llamar a su secretario particular y le ordenó que escribiese una carta a su padre, Umar al-Numán, informándole que había comprado una esclava muy culta y educada, que dominaba todas las ramas de la ciencia; que la iba a enviar a Bagdad para que visitase a su hermano Daw al-Makán y a su hermana Nuzhat al-Zamán; que la había libertado y se había casado con ella, poseyéndola y dejándola encinta. Selló la carta y la envió a su padre por medio de un correo. Éste estuvo ausente durante todo un mes, al cabo del cual regresó con la contestación y se la entregó. La cogió y la leyó.
Empezaba con la fórmula: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso» y seguía: «Esta carta procede del perplejo, del atribulado, del que ha perdido dos hijos y ha abandonado la patria, del rey Umar al-Numán, y va dirigida a su hijo Sarkán. Sabe que, después de haber partido tú de mi lado, me he encontrado siempre afligido, hasta el punto de no poder soportarlo ni poder ocultarlo. La causa de ello es el haber salido de caza poco después de que Daw al-Makán me pidiese permiso para dirigirse al Hichaz. Yo se lo negué, pues temía que le ocurriese cualquier desgracia, y le dije que no se lo concedería hasta dos o tres años más tarde. Permanecí en la cacería durante un mes…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la carta continuaba:] «… y a mi regreso descubrí que tu hermano había cogido algún dinero y había partido acompañado por su hermana con los peregrinos. Al darme cuenta cabal de ello, permanecí muy angustiado y esperé el regreso de la caravana esperando que los dos regresasen. Llegados los peregrinos pregunté por los dos, pero nadie supo explicarme qué se había hecho de ellos. Me he vestido de luto por su causa, tengo el corazón destrozado, carezco de sueño y mis ojos están llenos de lágrimas». Insertaba estos dos versos:
Su imagen está siempre conmigo, nunca se ausenta. Le he concedido el lugar de honor en mi corazón.
Si no fuese porque espero su retorno, no viviría ni un instante más; si no fuese por su imagen que se me aparece en sueños, no pegaría el ojo.
Después, entre otras cosas, decía: «Te deseo la salud a ti y a quienes están contigo; te encargo que no descuides la búsqueda de noticias, pues esto es una afrenta para nosotros».
Una vez hubo leído la carta lo sintió por su padre, pero se alegró de la desaparición de su hermana y de su hermano. Se dirigió a saludar a su esposa Nuzhat al-Zamán sin sospechar que era su hermana, mientras que ella tampoco sabía que él era su hermano. Él la frecuentaba de día y de noche y así transcurrieron los meses del embarazo. La joven se sentó en la silla de las parturientas, Dios le facilitó el parto y dio a luz una niña.
Mandó llamar a Sarkán y cuando lo vio le dijo: «Ésta es tu hija. Dale el nombre que quieras». Respondió: «La gente tiene por costumbre dar el nombre a sus hijos el séptimo día después del nacimiento». Sarkán se inclinó hacia su hija y la besó. Vio que llevaba colgado del cuello uno de los tres amuletos que habían pertenecido a la reina Ibriza, del país de Rum.
Cuando reconoció el amuleto que colgaba del cuello de su hija, perdió la razón, montó en cólera, clavó los ojos en el amuleto hasta haberlo reconocido bien y mirando a Nuzhat al-Zamán le dijo: «¡Esclava! ¿De dónde has sacado este amuleto?» Al oír las palabras que Sarkán le dirigía, respondió: «Yo soy tu dueña y la dueña de todo lo que encierra tu palacio: ¿no te avergüenzas de llamarme “esclava” a mí, que soy una reina, hija de un rey? Se ha terminado el secreto y se ha hecho pública la verdad: soy Nuzhat al-Zamán, la hija del rey Umar al-Numán». Al oír estas palabras, Sarkán…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche sesenta y nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Sarkán] notó que el corazón le palpitaba; palideció y bajó la cabeza hacia el suelo, pues se dio cuenta de que era su hermana por el lado del padre, y quedó fuera de sí; cuando se repuso se admiró de todo ello y de que no la hubiese reconocido. Le dijo: «Señora, ¿eres la hija del rey Umar al-Numán?» «Sí.» «¿Por qué te separaste de tu padre y has sido vendida como esclava?» Ella le contó todo lo que le había ocurrido desde el principio hasta el fin y le explicó que había dejado a su hermano, enfermo, en Jerusalén; le contó cómo la había raptado el beduino y la había vendido al comerciante.
Cuando Sarkán hubo oído estas palabras se convenció de que realmente se trataba de su hermana de padre. Se dijo: «¡Cómo he podido casarme con mi hermana! Ahora la casaré con alguno de mis chambelanes y cuando se divulgue lo ocurrido sostendré que la he repudiado antes de poseerla. La casaré con el gran chambelán». Levantó la cabeza y, entristecido, dijo: «Eres mi hermana, sin ninguna duda. Pido a Dios que nos perdone la falta que hemos cometido. Yo soy Sarkán, hijo del rey Umar al-Numán». La joven lo miró con atención y lo reconoció; al reconocerlo perdió la razón y rompió a llorar, se abofeteó el rostro y dijo: «¡Hemos cometido un pecado gravísimo! ¿Qué haremos? ¿Qué responderé a mi padre y a mi madre cuando me pregunten cómo he tenido a esta niña?»
Sarkán contestó: «Yo me inclino a casarte con el chambelán y dejar que críes a mi hija en su casa, de modo que nadie sospeche que eres mi hermana; esto es lo que Dios ha dispuesto que nos ocurra con un fin determinado. Nada puede disimularlo a no ser tu matrimonio con ese chambelán antes de que nadie se entere». La consoló y la besó en la cabeza. Ella le preguntó: «¿Cómo llamaremos a la niña?» «Qúdiya Fa-Kan.» La casó con el gran chambelán y ella y la niña se trasladaron a la casa de éste; la pequeña fue criada en los brazos de las esclavas y alimentada con bebidas y toda clase de cuidados.
Esto es todo lo que a ellos se refiere. Su hermano Daw al-Makán seguía con el fogonero en Damasco.
Después ocurrió que un día llegó un correo del rey Umar al-Numán dirigido al rey Sarkán llevando un mensaje. Éste lo cogió, lo leyó y vio que después de la basmala decía: «Sabe, noble rey, que estoy muy triste por haber perdido a mis hijos, carezco de reposo y el insomnio no me abandona. Te mando esta carta, y, apenas la recibas, envíame el tributo y mándame a la esclava que has comprado y con la cual te has casado. Quiero verla y oír sus palabras, ya que ahora acaba de llegar del país de Rum una anciana muy piadosa, acompañada de cinco jóvenes vírgenes, bien formadas, que poseen la ciencia, la cultura y todos los ramos de la sabiduría, de la manera como sería de desear que las conocieran los hombres. La lengua es incapaz de describir a esta vieja y a las jóvenes que la acompañan: conocen todas las ciencias, la virtud y la sabiduría. Desde el momento en que las vi quedé prendado de ellas y he querido que permanezcan en mi palacio y en mi poder, ya que ningún otro rey tiene parecidas. He preguntado por el precio a la anciana y ha contestado: “Las venderé a cambio del tributo de Damasco”. Yo creo que éste es bien poca cosa, ya que una sola de ellas vale más de esa cantidad. He aceptado su petición, las he aposentado en mi palacio y permanecen en mi poder. Acelera el envío del tributo para que la mujer pueda regresar a su país y mándanos también la esclava para que pueda discutir con aquéllas en presencia de los sabios…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setenta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el mensaje continuaba:] «… si las vence te la devolveré acompañada del tributo de Bagdad».
Cuando Sarkán supo todo esto se dirigió a casa de su cuñado y le dijo: «Tráeme la esclava con la cual te he casado». Una vez la tuvo delante le enseñó la carta y le dijo: «Hermana mía, ¿qué opinas que debo contestar?» «Mi opinión es la tuya.» Pero el deseo de volver a ver a su familia y a su patria le hizo añadir: «Envíame en compañía de mi esposo, el chambelán, para que pueda referir a mi padre lo que me ha ocurrido y para que le cuente lo que me ha sucedido con el beduino que me vendió al comerciante, para que le refiera que el comerciante me vendió a ti y que tú me has casado con el chambelán después de haberme libertado». Sarkán contestó: «Así lo haré».
Cogió a su hija Qúdiya Fa-Kan y la entregó a las nodrizas y a los criados; en seguida preparó el tributo y mandó al chambelán que se hiciese cargo de ello y que se marchase, con su mujer, a Bagdad. El chambelán obedeció en el acto. Sarkán mandó que le preparasen una litera a él y otra para la esclava; escribió una carta que entregó al chambelán y se despidió de Nuzhat al-Zamán, cuyo amuleto había recogido y había colocado en el cuello de su hija pendiendo de una cadena de finísimo oro. El chambelán emprendió el camino aquella misma noche.
Daw al-Makán y el leñador estaban de paseo aquella noche. Vieron los camellos y los mulos, las linternas y las antorchas encendidas. Daw al-Makán preguntó qué significaban aquellos bultos y quién era su dueño. Se le contestó: «Es el tributo de Damasco que se envía al rey Umar al-Numán, dueño de la ciudad de Bagdad». Preguntó: «¿Quién es el jefe de esta expedición?» Se le respondió: «El gran chambelán, el que se ha casado con una esclava que conoce todas las ciencias y domina toda la sabiduría».
Daw al-Makán se puso a llorar al acordarse de su madre, de su padre, de su hermana y de su patria. Dijo al fogonero: «No puedo seguir aquí; quiero marcharme con esta caravana y andando poco a poco llegaré a mi país». El fogonero contestó: «Si no te he dejado venir solo desde Jerusalén hasta Damasco, ¿cómo he de dejarte ir a Bagdad? Te acompañaré hasta que llegues a tu destino». Daw al-Makán dijo: «De buen grado». El leñador preparó lo que necesitaban, puso la cincha al asno, le colocó las alforjas y guardó en éstas algunos alimentos; se ciñó el cinturón y no paró en los preparativos hasta incorporarse a la caravana.
El chambelán iba cabalgando en un dromedario y alrededor de éste iban los viandantes. Daw al-Makán iba a lomos del asno del fogonero. Dijo a éste: «Monta conmigo». Le contestó: «No montaré; estaré a tu servicio». «Has de montar un rato.» «Montaré un poco cuando esté fatigado.» Daw al-Makán exclamó: «¡Hermano mío! Ya verás lo que haré contigo cuando me reúna con mi familia».
No pararon de andar hasta que salió el sol. Cuando el calor se hizo insoportable, el chambelán mandó acampar. Acamparon, descansaron y dieron de beber a los camellos. Después dio orden de ponerse en camino, y así anduvieron durante cinco días, al cabo de los cuales llegaron a la ciudad de Hama. Acamparon y permanecieron en ella tres días…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setenta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [permanecieron tres días,] al cabo de los cuales reemprendieron el viaje. No pararon hasta llegar a otra ciudad, en la cual descansaron tres días; de nuevo en camino, anduvieron hasta llegar a Diyar Bakr, en donde empezaron a notar la brisa de Bagdad. Daw al-Makán se acordó de su hermana, Nuzhat al-Zamán, de su padre, de su madre y de su patria; pensó que iba a volver sin su hermana y se puso a llorar, a gemir y a lamentarse; agobiado por la pena recitó estos versos:
¡Amigo mío! ¡Cuánto tardas! ¡Pero yo aguardo con paciencia a pesar de que ningún mensajero me trae noticias!
Los días de la unión son breves: ¡ojalá los breves fuesen los días de la separación!
Cogedme de la mano y tened piedad por la pasión que ha consumido mi cuerpo a pesar de haber tenido paciencia.
Si me pedís que me consuele, os respondo: «¡Por Dios! No me he de consolar hasta el momento de la resurrección».
El fogonero le dijo: «Deja de llorar y gemir, pues estamos cerca de la tienda del chambelán». Daw al-Makán contestó: «Es absolutamente necesario que recite algunas poesías, tal vez así se calme el fuego que hay en mi corazón». «¡Por Dios! Deja las penas hasta que llegues a tu país. Después haz lo que quieras, pues yo estaré contigo dondequiera que vayas». Daw al-Makán dijo que no desistía; después, dirigió la mirada en dirección de Bagdad. La noche estaba iluminada por la luna y Nuzhat al-Zamán, que no podía conciliar el sueño, se acordaba de su hermano Daw al-Makán; estaba intranquila y lloraba. Mientras se encontraba en este estado oyó que su hermano Daw al-Makán lloraba y recitaba estos versos:
Brilla el relámpago del Yemen y me aflige lo que me aflige
al acordarme del amigo que estaba junto a mí presto a escanciarme la copa del brindis.
¡Fulgor del relámpago! ¿Volverán los días de felicidad?
¡Censor! No me critiques, pues Dios me ha puesto a prueba
con un amigo que me ha abandonado y un tiempo que me ha hecho desgraciado.
La alegría de mi corazón me ha dejado en el momento en que mi destino me ha vuelto la espalda.
La angustia ha hecho mella en mí y me ha escanciado su copa.
Pienso que moriré antes de encontrarte de nuevo.
¡Oh, tiempo del amor! Vuelve con las esperanzas. Trae la alegría y la seguridad; el tiempo me ha maltratado.
¿Quién ayudaría a un extranjero que pasa la noche lleno de tristeza,
abrumado por una pena sin par después de haber disfrutado de la alegría del tiempo?[58]
Nos ha condenado la mano de gentes desalmadas.
Al concluir estos versos exhaló un gemido y cayó desmayado. Esto es lo que a él se refiere.
He aquí lo que hace referencia a Nuzhat al-Zamán: Esa noche estaba desvelada, ya que el lugar le recordaba a su hermano. Al oír aquella voz en la noche su corazón se tranquilizó, se puso de pie y llamó al criado. Éste le preguntó: «¿Qué deseas?» «Ve y tráeme al que ha recitado estos versos.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche setenta y dos, refirió: