HISTORIA DE AYYUB, EL COMERCIANTE, DE SU HIJO GANIM Y DE SU HIJA FITNA

REFIRIÓ Sahrazad:

—He oído contar, ¡oh rey feliz!, que en lo más antiguo del tiempo y en las más remotas edades vivió un rico comerciante que tenía un hijo tan bello como la luna en la noche en que alcanza su plenitud; éste era muy elocuente y se llamaba Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub. Tenía una hermana, llamada Fitna por su gran hermosura y belleza. El padre, al morir, les dejó grandes riquezas…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche treinta y siete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [les dejó grandes riquezas,] entre ellas, cien cargas de seda y brocado y ampollas de almizcle. Todas estas mercancías estaban destinadas a Bagdad, y su dueño se proponía marchar a esta ciudad, cuando Dios dispuso que expirase. Transcurrido un tiempo, su hijo se hizo cargo de las mercancías y las llevó a Bagdad, en donde reinaba entonces Harún al-Rasid. Antes de marchar se despidió de su madre, de sus parientes y de sus conciudadanos. Partió después de haberse encomendado a Dios, y Éste le concedió un viaje feliz hasta llegar a Bagdad con el grupo de comerciantes. Alquiló una casa, que cubrió de tapices, almohadones y cortinas; en ella descargó las mercancías, puso en los establos a los mulos y a los camellos, y descansó. Los comerciantes y los principales personajes de Bagdad fueron a saludarlo. Después tomó un paquete que contenía diez retales de telas preciosas, marcadas con sus precios, y lo llevó al zoco de los mercaderes. Éstos lo acogieron bien, lo saludaron, lo honraron y le desearon toda suerte de prosperidades. Lo acompañaron a la tienda del jeque del mercado, vendió a éste la mercancía y por cada dinar ganó dos.

Ganim se alegró y fue vendiendo sus telas y piezas poco a poco, y así vivió durante un año. Al principio del segundo se dirigió al zoco, pero encontró la puerta cerrada y preguntó por la causa. Se le dijo: «Ha muerto un comerciante, y todos los demás han ido a su entierro. Harás méritos yendo con ellos.» «Cierto», respondió él. Preguntó por la casa mortuoria y se la indicaron; hizo las abluciones y acompañó a los comerciantes hasta que llegaron a un oratorio. Rezaron por el muerto, y todos los comerciantes iban delante de las parihuelas hasta llegar al cementerio; detrás de ellos iba Ganim. Así llegaron al camposanto, situado en las afueras de la ciudad; cruzaron entre las tumbas hasta llegar a la fosa. Los parientes del muerto habían colocado encima de ésta una tienda y habían preparado velas y candiles. Lo enterraron; los lectores del Corán se sentaron encima de la tumba, y los comerciantes, entre ellos Ganim b. Ayyub, que empezaba a estar preocupado, los imitaron.

Éste se decía: «No puedo marcharme hasta que éstos se marchen, puesto que se han sentado para oír la recitación del Corán hasta que llegue la noche.» Al atardecer les sirvieron la cena y algunos dulces. Comieron hasta hartarse, se lavaron las manos y volvieron a ocupar sus puestos.

Ganim estaba muy preocupado por sus mercancías, y temía a los ladrones. Se dijo: «Soy extranjero y se sospecha que soy rico. Si paso la noche fuera de casa, los ladrones robarán todo el dinero que guardo y las mercancías». Temiendo por sus bienes, se levantó, abandonó a la concurrencia y se excusó diciendo que tenía que liquidar un asunto.

Se marchó y siguió el camino hasta llegar a la puerta de la ciudad. Era medianoche; encontró cerrada la puerta y no vio a nadie que se acercara o se alejara; sólo oía los ladridos de los perros y los aullidos de los lobos. Se dijo: «No hay fuerza y poder sino en Dios. Temía perder mis bienes, y por eso me he venido; he encontrado la puerta cerrada, y ahora he de temer por mi propia vida». Volvió la vista en busca de un lugar en el que dormir hasta la mañana, y vio una tumba, rodeada por cuatro tapias, junto a la cual había una palmera; la puerta, que era de granito, estaba abierta. Entró y trató de dormir, pero no pudo conciliar el sueño, y fue asustándose e intranquilizándose por momentos, pues estaba rodeado de tumbas. Se puso de pie, abrió la puerta y vio una luz que brillaba a lo lejos, al lado de la puerta de la ciudad. Se dirigió hacia ella, pero se dio cuenta en seguida de que la luz se aproximaba por el camino que conducía a la tumba en la que estaba. Ganim temió por sí mismo, se apresuró a entornar la puerta y trepó por la palmera hasta llegar a la copa, donde se escondió.

La luz seguía aproximándose poco a poco, hasta llegar al lado de la sepultura. A la luz del farol distinguió a tres esclavos. Dos de ellos transportaban una caja, y el otro llevaba un hacha y una linterna. Cuando estuvieron al lado de la sepultura, dijo uno de los esclavos que llevaban la caja: «¡Ay de ti, Suwab!» «¿Qué te ocurre, Kafur?» «Cuando vinimos aquí, al atardecer, nos dejamos la puerta abierta.» «Es verdad.» «Pues ahora está cerrada, ajustada.»

Intervino el tercero, que se llamaba Bajit y que llevaba el hacha y la luz: «¡Qué poco juicio tenéis! ¿O es que no sabéis que los hortelanos que salen de Bagdad pasan muy frecuentemente por aquí, y si les sorprende la noche entran en este recinto y cierran la puerta, pues temen que los negros, los de nuestra raza, los cojan, los asen y se los coman?» «Tienes toda la razón, y somos menos inteligentes que tú.» «No me haréis caso hasta que un día entremos en el recinto y encontremos a alguien. Creo que si hay alguien y ha visto la luz, habrá corrido a esconderse en la copa de la palmera.»

Ganim, al oír las palabras del esclavo, se dijo: «¡Cuán astuto es este esclavo! Dios ha hecho aborrecibles a los negros por su ruindad y su maldad. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! ¿Qué me salvará de esta difícil situación?» Los que transportaban la caja dijeron al que llevaba el hacha: «Trepa por la pared y abre la puerta, Suwab; nosotros estamos cansados, ya que hemos llevado la caja. Cuando nos hayas abierto, te ofreceremos a uno de ésos; lo capturaremos y te lo freiremos muy bien, de modo que no se pierda ni una sola gota de grasa».

Suwab dijo: «Hay algo en que mi poco juicio me hace pensar y por lo que temo. Echemos la caja detrás de la puerta, pues contiene nuestro tesoro». Respondieron al unísono: «Si la echamos, se romperá». «Temo que en el interior del recinto haya ladrones de esos que matan y roban. Cuando se les hace tarde, acostumbran refugiarse en estos lugares para repartir el botín.» Los que llevaban la caja le dijeron: «¡Qué poco conocimiento tienes! ¿Podrían entrar aquí?»

Cogieron la caja, treparon por el muro, bajaron y abrieron la puerta al tercer esclavo, es decir, a Bajit, el que llevaba la luz. Se sentaron y cerraron la puerta. Uno de ellos dijo: «¡Hermanos! Estamos cansados de andar, del peso, de trepar por la pared, de abrir y cerrar la puerta. Ahora es medianoche y no tenemos ánimo para abrir la tumba y enterrar la caja. Quedémonos sentados aquí durante tres horas para descansar. Después nos levantaremos y cumpliremos nuestro deber. Entretanto, cada uno de nosotros puede contar a los demás por qué lo castraron y todo lo que le ha acontecido desde el principio hasta el fin. Así pasaremos la noche».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche treinta y ocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el primero, es decir, el que llevaba la luz, dijo: «Os voy a contar mi historia.» «Habla, pues.» «Sabed, hermanos, que cuando yo era pequeño, cuando tenía cinco años, un negrero me arrancó de mi país y me vendió a un alguacil que tenía una hija de tres años. Crecí al lado de ésta. Se reían de mí, pues yo distraía a la niña con mis danzas y mis cantos. Así llegué a los doce años, y ella a los diez, y no se me impidió el trato con ella. Un día en que estaba sentada a solas, entré; parecía que acababa de salir del baño de la casa, pues estaba muy perfumada, y su rostro parecía la luna cuando llega el día decimocuarto del mes lunar.

»Ella empezó a jugar conmigo, y yo con ella; mi miembro se fue irguiendo, hasta alcanzar el tamaño de una llave grande. Ella me tiró al suelo y caí de espaldas; se puso encima de mi pecho y empezó a resbalar por encima; mi miembro quedó al descubierto, y cuando ella lo vio erguido, lo cogió con una mano y empezó a frotarlo, al tiempo que lo acercaba a los labios de la vagina por encima de sus vestidos. La pasión se apoderó de mí, y la estreché entre mis brazos; ella me ciñó el cuello con los suyos, y se apretó contra mí con toda su fuerza. Sin saber cómo, el miembro pasó entre sus ropas, penetró en la vagina y rompió su virginidad.

»Cuando me di cuenta de lo ocurrido, huí a casa de mis amigos. La madre entró, y al darse cuenta de lo sucedido perdió el mundo de vista; ocultó la situación al padre, calló y esperó dos meses.

»Entretanto siguieron invitándome y me trataron bien, hasta que me convencieron para que abandonase el lugar en que me había refugiado y no me amonestaron por lo ocurrido, pues me querían mucho. Su madre la casó con el joven barbero que cortaba el pelo a su padre, le dio la dote de su propio peculio y la preparó para la boda, sin que el padre supiese nada de lo ocurrido. Se esforzaron en preparar cuanto se necesitaba para la boda, y después, cuando yo estaba descuidado, me cogieron y me castraron.

»Al conducirla a casa del novio me hicieron su eunuco, con la obligación de acompañarla dondequiera que fuese, tanto si iba al baño como si se dirigía a la casa de su padre. Ocultaron el estado en que se encontraba, y la noche de bodas mataron encima de su camisa una paloma. He vivido con ella durante mucho tiempo, disfrutando de su belleza y de su hermosura todo cuanto me permitían los besos y los abrazos. Al morir su madre, ella y su esposo, se ha apoderado de mí la Hacienda pública, me ha traído a este lugar y aquí me he unido a vosotros. Éste es el motivo por el cual se me cortó el miembro.»

El segundo esclavo refirió: «Sabed, hermanos, que mi historia empieza cuando tenía ocho años; una vez al año decía una mentira a los negreros, de modo que los indisponía entre sí. Uno de ellos se hartó de mí, me entregó al corredor y le mandó que pregonase por la almoneda: “¿Quién compra a este esclavo, a pesar de su defecto?” Se le preguntó: “¿Qué defecto tiene?” “Cada año dice una sola mentira.” Un comerciante se acercó al corredor y le preguntó: “¿Cuánto piden por este esclavo y su defecto?” “Seiscientos dirhemes.” “Te doy veinte más.” El corredor lo puso en relación con el negrero, éste tomó el dinero, y el corredor me condujo a la casa de aquel comerciante, que me vistió según me correspondía. Permanecí a su lado durante el resto del año, y llegó felizmente el nuevo.

»El año transcurrido había sido bendito, y hubo magníficas cosechas. Los comerciantes lo celebraron con una serie de banquetes, que cada día pagaba uno de ellos. Llegó el día en que tocó invitar a mi señor, y éste lo hizo en un jardín de las afueras de la ciudad. Él y los demás comerciantes cogieron la comida y todo lo que necesitaban y se fueron al jardín. Se sentaron, comieron, bebieron y estuvieron de tertulia hasta que llegó el mediodía; entonces, mi dueño necesitó algo que había dejado en la casa. Dijo: “¡Esclavo! Monta en la mula, vete a casa y pide a tu señora tal cosa. ¡Vuelve en seguida!” Cumplí su orden, me dirigí a su domicilio y, al llegar a sus inmediaciones, empecé a chillar y a dar rienda suelta a mis lágrimas. Las gentes del barrio, grandes y pequeños, se reunieron.

»La esposa y las hijas de mi dueño oyeron mi voz, abrieron la puerta y me preguntaron qué ocurría. Les dije: “Mi dueño y sus amigos estaban sentados al pie de un muro en ruinas, y éste se ha derrumbado encima. Al ver lo ocurrido, he montado en la mula y he venido corriendo a decíroslo”. Al oír estas palabras, la esposa y los hijos empezaron a chillar, se desgarraron los vestidos y se abofetearon la cara; los vecinos corrieron a su lado, y la esposa de mi patrón tiró todos los muebles, rompió los estantes, los tabiques y las ventanas, y cubrió las paredes con lodo y añil. Dijo: “¡Ay de ti, Kafur, ayúdame! ¡Rompe estos armarios, estos vasos, estas terracotas chinas!”

»Me acerqué, vacié los estantes y tiré todo lo que contenían; lo mismo hice con los armarios. Recorrí la casa hasta terminar con todo lo que contenía. Yo gritaba: “¡Ay, mi pobre señor!”

»La mujer de mi dueño se echó a la calle, llevando cubierta únicamente la cabeza y acompañada por sus hijas y sus hijos. Decían: “¡Kafur, ve delante de nosotros y muéstranos el lugar en que tu señor ha muerto aplastado por el muro! Lo sacaremos de debajo de los escombros, lo colocaremos en un ataúd, lo traeremos a nuestra casa y haremos un entierro solemne”. Los precedí gritando: “¡Señor!” Ellos me seguían, con la cara y la cabeza descubiertas, gritando: “¡Qué desgracia, qué calamidad!” Los hombres, mujeres, muchachos, muchachas y viejos que veían el cortejo se sumaban a él, se abofeteaban y lloraban a lágrima viva. Recorrí con ellos toda la ciudad y cuando las gentes les preguntaban por lo ocurrido, contaban lo que me habían oído decir. Las gentes exclamaban: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo el Grande!” Nos dirigimos al valí para informarlo».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche treinta y nueve, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el segundo esclavo prosiguió:] «Le contaron lo sucedido, y éste se puso de pie, montó a caballo, se hizo acompañar por obreros con palas y alcofas y siguieron mis pasos acompañados por una gran multitud. Yo los precedía llorando, gritando, echándome tierra por encima de la cabeza y abofeteándome la cara. Cuando llegué al jardín, mi señor vio que me estaba abofeteando y que yo decía: “¡Mi pobre señora! ¿Quién tendrá piedad de mí después de la muerte de mi señora? ¡Ojalá pudiera servirle de rescate!” Mi dueño quedó perplejo, palideció y me preguntó: “¿Qué te ocurre, Kafur? ¿Qué pasa?” “Tú me despachaste a casa para que te trajese lo que necesitabas. Al llegar a tu domicilio y entrar en él, vi que la pared de la habitación se caía, que el techo se derrumbaba sobre mi señora y sus hijos.” “Pero, ¿no se ha salvado tu señora?” “No se ha salvado nadie. La primera que ha muerto ha sido mi señora, la mayor.” “¿Se ha salvado mi hija pequeña?” “No.” “Y la mula que monto, ¿se ha salvado?” “No, señor; todas las paredes de la casa y del establo se han desplomado encima de todo lo que había dentro, e incluso han muerto las ovejas, patos y gallinas. Todo es un montón informe de carne que ha quedado debajo de las ruinas; nadie ha sobrevivido.” “¿Ni tu anciano señor?” “Ninguno de ellos se ha salvado. En este momento ya no queda ni casa ni moradores; todo ha desaparecido sin dejar rastro: ovejas, patos y gallinas se han convertido en comida de perros y gatos.”

»Al oír mis palabras, mi dueño sintió que la luz se transformaba en tinieblas; fue incapaz de dominarse, pensar o ponerse de pie; se quedó sin fuerzas, se arañó la cara, rompió sus vestidos, se arrancó la barba, se abofeteó en la cara, arrancó el turbante de su cabeza y no paró de abofetearse en la cara hasta que brotó la sangre. Gritaba: “¡Ay, mis pobres hijos! ¡Ay, mi pobre mujer! ¡Qué desgracia! ¿A quién le ha ocurrido una desgracia semejante a la mía?” Los comerciantes que había con él lo acompañaron en su dolor, lloraron y, lamentando lo ocurrido, se desgarraron los vestidos.

»Mi señor salió del jardín dándose golpes por la gran desgracia que le había ocurrido, abofeteándose cruelmente el rostro y revolcándose como si estuviese borracho. Mientras salían por la puerta del jardín vieron una gran polvareda y oyeron unos gritos impresionantes. Miraron en aquella dirección y vieron una multitud que se acercaba: eran el valí, sus hombres y los curiosos. La familia del mercader seguía detrás, gritando, sollozando y llorando, mientras su pena iba en aumento. Mi dueño fue el primero en encontrar a su esposa y a sus hijos. Cuando los vio, quedó perplejo y se puso a reír. Les preguntó: “¿Cómo estáis? ¿Qué os ha ocurrido en casa? ¿Qué ha pasado?” Ellos, al verlo, exclamaron: “¡Loado sea Dios, que te ha salvado! ¡Papá!”

»Su esposa exclamó: “¡Loado sea Dios, que permite que te veamos salvo!” Había quedado como petrificada al volverlo a ver. Le preguntó: “¿Cómo os habéis salvado tú y tus compañeros?” Él preguntó a su vez: “¿Qué os ha ocurrido en la casa?” Ella respondió: “Nosotros estamos bien y con salud. En nuestra casa no ha habido ninguna desgracia; tu esclavo, Kafur, ha venido a vernos, destocada la cabeza, desgarrados los vestidos y gritando: ‘¡Mi pobre señor, mi pobre señor!’ Le hemos preguntado qué había ocurrido y nos ha dicho: ‘Mi señor estaba sentado junto a un muro del jardín para hacer una necesidad; el muro se le ha caído encima y lo ha matado’ ”. Mi dueño dijo entonces: “¡Por Dios! Ha venido ahora mismo gritando: ‘¡Mi pobre señora! ¡Pobres hijos!’, y me ha dicho: ‘Todos han muerto: mi señora y sus hijos’ ”.

»Después miró a su alrededor, me vio a su lado con el turbante caído, gritando y llorando a lágrima viva y echándome polvo en la cabeza. Me llamó. Me acerqué y me dijo: “¡Esclavo de mal agüero, hijo de adúltera! ¡Maldita sea tu raza! ¿Qué son todos estos embrollos que has armado? ¡Por Dios! ¡He de separarte la piel de la carne y la carne de los huesos!” Yo le dije: “No puedes castigarme, puesto que me compraste sabiendo mi defecto y con esta condición. Los testigos dieron fe, cuando me compraste, de que tú me comprabas con mi defecto, que lo conocías y sabías que yo digo una mentira cada año; ésta es sólo media, y cuando termine el año, diré la otra mitad para así decir, en total, una entera”. Mi dueño me increpó: “¡Esclavo de maldición! ¿Esto es sólo media mentira, a pesar de constituir una monstruosidad? ¡Vete, quedas libre!” “¡Por Dios! Yo no puedo aceptar que me dejes en libertad hasta que haya concluido el año y haya dicho la media mentira que falta. Cuando lo haya hecho, condúceme al mercado y véndeme por el mismo precio por el que me has comprado y con mi defecto; no me libertes, pues no tengo oficio con el que poder ganarme la vida, y este caso está ya previsto en la legislación, y tratan de él los jurisconsultos en el capítulo de la liberación de los esclavos.”

»Mientras hablábamos, la multitud que había venido a dar el pésame, los vecinos del barrio, mujeres y hombres, así como el valí y sus acompañantes, se acercaron. Mi dueño y los comerciantes informaron al valí de lo ocurrido y de que sólo era la mitad de una mentira. Al oír esto los reunidos, consideraron que la mentira era enorme, se maravillaron en extremo, me maldijeron y me insultaron. Yo estaba tieso y me reía, pues pensaba: “¿Cómo va a matarme mi dueño si me ha comprado con este defecto?” Mi señor, al llegar a su casa, la vio en ruinas; yo era quien había destruido la mayor parte y había demolido por valor de una importante suma. Su esposa le dijo: “Kafur ha sido quien ha roto la vajilla y las porcelanas chinas”. Su enojo, que iba en aumento, le hizo exclamar: “No he visto en toda mi vida un hijo adulterino que pueda compararse con este esclavo. Si dice que esto es sólo media mentira, ¿cómo será entera? ¡Lo menos que hará será destruir una o dos ciudades!”

»Furioso, se dirigió al valí y éste mandó apalearme, hasta que perdí el mundo de vista y me desmayé. Mientras estaba sin conocimiento llamó a un barbero, que me castró y me cauterizó la herida. Al volver en mí, vi que era eunuco. Mi dueño me dijo: “De la misma manera que tú me has abrasado el corazón en aquello que me era más caro, de ese mismo modo he abrasado yo el tuyo en aquello que más estimabas”. Me cogió y me vendió muy caro, pues era eunuco. He sembrado la discordia por doquiera he pasado, y he sido objeto de compra y venta de unos a otros: de príncipes a príncipes y de magnates a magnates; así he entrado en el palacio del Emir de los creyentes con el corazón roto, débil y privado de mi virilidad».

Los dos esclavos, al oír su historia, se rieron de él y le dijeron: «¡Vil, hijo de vil! ¡Mentiste de manera criminal!»

Luego fue invitado a hablar el tercer esclavo: «¡Cuéntanos tu historia!» «¡Hijos de mi tío! Todo lo que éste os ha dicho no es nada comparado con lo que yo os voy a contar acerca de mi castración; mayor castigo merecía, pues cohabité con mi dueña y con su hijo. Pero la historia es larga, y no es el momento de hablar, ya que la aurora, hijos de mi tío, está próxima. Si amanece mientras tenemos esta caja entre manos y la gente nos descubre, perderemos la vida. Abramos la puerta, y, una vez dentro del recinto, os contaré la causa de mi castración»

Trepó por la pared, bajó y abrió la puerta. Entraron, dejaron el farol en el suelo y abrieron un foso del tamaño de la caja entre las tumbas. Kafur cavaba y Suwab llevaba la tierra en alcofas; así abrieron un foso, cuya profundidad sería la mitad de la estatura de un hombre. Metieron la caja, la cubrieron de tierra, se marcharon del recinto funerario, cerraron la puerta, y Ganim b. Ayyub los perdió de vista. Cuando éste quedó solo, sintió curiosidad por saber el secreto que encerraba aquel cofre y se preguntó qué podía contener. Esperó hasta que despuntó la aurora y se hizo claro. Entonces bajó de la copa de la palmera, apartó la tierra con las manos hasta llegar a la caja, y la sacó. Cogió una piedra, golpeó la cerradura, la rompió y quitó la tapa.

Vio a una adolescente dormida, narcotizada, cuyo pecho subía y bajaba acompasadamente. Era muy hermosa, y vestía una túnica recamada de oro y collares de joyas que bien valdrían el imperio de un sultán; no había riquezas para pagar su precio. Ganim b. Ayyub, al verla, comprendió que los esclavos se habían confabulado contra ella; cuando se dio cuenta de esto, la sacó con cuidado y la recostó sobre la espalda. Ella aspiró el aire fresco, que penetró por su nariz: estornudó, se sofocó, tosió y escupió una pastilla de narcótico, de tal poder, que si la hubiese olfateado un elefante, habría estado durmiendo una y otra noche. Abrió los ojos, dirigió su mirada en torno suyo y dijo con una voz deliciosa: «¡Ay de ti, viento! No traes la lluvia al sediento, ni el afecto al hermoso. ¿Dónde está la Flor del jardín?»

Nadie le contestó. Volvióse y llamó: «¡Aurora! ¡Árbol de Perlas! ¡Luz del Buen Camino! ¡Lucero de la Mañana! ¡Soledad! ¡Dulzura![45] ¡Decid algo!» Silencio. Giró la vista en torno, y exclamó: «¡Ay de mí! ¡Se me ha abandonado entre tumbas! ¡Oh, Tú, que sabes lo que guardan los pechos y que recompensarás a cada uno el día del juicio y de la resurrección! ¿Quién me ha sacado de mis habitaciones y de mis velos? ¿Quién me ha dejado entre estas cuatro tumbas?» Mientras ocurría esto, Ganim se había mantenido de pie. Dijo: «¡Señora! No hay ni habitaciones, ni alcázares, ni tumbas. Aquí está tu esclavo Ganim b. Ayyub, a quien el Rey que conoce las cosas ocultas ha traído hasta aquí para que te salve de tales calamidades y te complazca en todos tus deseos».

Cuando la joven se dio cuenta de su situación, exclamó: «¡Doy fe de que no hay más dios que el Dios! ¡Doy fe de que Mahoma es el enviado de Dios!» Se volvió hacia Ganim, colocó sus dos manos en el pecho y le dijo dulcemente: «¡Joven bendito! ¿Quién me ha traído a este lugar? Ahora estoy en mí». «Señora, tres esclavos eunucos han venido trayendo esa caja.» Le contó todo lo ocurrido y lo que le había pasado a él la tarde anterior, gracias a lo cual encontró ella su salvación, pues de lo contrario habría muerto sofocada. Después le pidió que le explicase su historia. Ella le dijo: «¡Joven! ¡Loado sea Dios, que me ha hecho caer en tus manos! Pero ahora colócame en la caja. Ve al camino y busca un camellero o un arriero: alquílalo para que lleve esta caja y condúceme a tu casa. Será mejor que cuando esté en ella te cuente mi historia y te informe de lo que me ha sucedido».

El joven se alegró y salió al campo cuando ya era claro y el sol se había levantado, irradiando su luz; las gentes ya habían salido camino de sus quehaceres. Alquiló a un arriero con su mula, lo condujo al recinto y cargó la caja, en la que había colocado a la adolescente y de la cual se había enamorado. La acompañó, muy alegre, pues era una esclava que bien valdría diez mil dinares y vestía sedas y brocados que debían costar muchísimo dinero. Apenas llegó a su casa, descargó la caja y la abrió.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuarenta, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que salió la adolescente, miró a su alrededor y vio que estaba en un hermoso lugar, recubierto con tapices de varios colores muy vivos; vio, además, telas embaladas y cargas de mercancías, por lo que dedujo que el joven era un comerciante muy rico. Se quitó el velo, dejó ver su cara y se fijó en él: era un hermoso muchacho, del que quedó enamorada en cuanto lo vio. Le dijo: «Trae algo de comer». «En seguida.» Fue al zoco, compró carnero asado, una bandeja de dulces, pastas secas, candelas, vino y todos los perfumes que el caso exigía. Después regresó a su domicilio.

La joven, al verlo, se echó a reír, lo besó, lo abrazó y empezó a tratarlo cariñosamente; su amor por ella fue en aumento, y la pasión se apoderó de él. Comieron y bebieron hasta la llegada de la noche, mutuamente enamorados, pues ambos eran de la misma edad e igualmente hermosos. Llegada la noche, al-Mutayyam al-Maslub Ganim b. Ayyub se levantó, encendió velas y candiles, y toda la habitación quedó iluminada. Acercó los utensilios de beber vino y se dispusieron a pasar una velada agradable. Se sentaron el uno al lado del otro, y él escanció y ella también. Ambos jugaban, se reían, recitaban versos, se alegraban y se sentían más ligados en su recíproco amor (¡gloria a Quien ha creado los corazones!).

Así siguieron hasta poco antes de la llegada de la aurora, en que el sueño los venció y quedaron dormidos en sus sitios respectivos, hasta que se hizo de día. Ganim b. Ayyub se levantó, se fue al mercado, compró todo lo que necesitaba —verduras, carne, vino, etc.—, y lo llevó a su casa. Se sentaron y comieron hasta quedar hartos. Después acercaron los vinos, bebieron y jugaron el uno con el otro hasta que las mejillas se les enrojecieron, y los ojos se les oscurecieron. Ganim b. Ayyub sintió vehementes deseos de besar a la joven y dormir con ella. Le dijo: «¡Señora mía, deja que te bese en la boca! Tal vez así se apague el fuego de mi corazón». «¡Ganim! —exclamó ella—. Ten paciencia hasta que me emborrache y esté fuera de mí. Te consentiré que lo hagas furtivamente y de modo que yo no recuerde que tú me has besado.»

Se puso de pie, se quitó parte de sus vestidos y se quedó con una finísima camisa y un velo en la cabeza. Entonces la pasión excitó más a Ganim, que dijo: «¡Señora! ¿No me permites hacer lo que te he pedido?» «¡Por Dios! No puedes hacerlo, porque hay una inscripción en el lazo de mi vestido, que lo impide.» Ganim b. Ayyub creyó que el corazón se le despedazaba; la pasión crecía al hacérsele imposible la satisfacción de sus deseos. Recitó estos versos:

He pedido, a quien me ha puesto enfermo, que me diera un beso para curarme.

Me ha contestado: «¡Nunca jamás!» Le he dicho: «¡Sí, sí!»

Me ha dicho: «Cógelo mientras sea por un medio lícito», y ha sonreído.

He interrumpido: «No, por la fuerza». Me ha dicho: «¡No, sino de común acuerdo!»

No preguntes por lo que ha ocurrido, pide perdón a Dios y duerme.

Piensa de nosotros lo que quieras, pero el amor se endulza con las sospechas.

Me da igual, después de esto, que sea público o secreto.

Su pasión fue en aumento, el fuego prendió en su pecho, pero ella seguía defendiéndose, diciéndole que no podían unirse. Continuaron con sus escaramuzas y escarceos, mientras Ganim b. Ayyub se sumergía en el mar de la pasión, y ella proseguía en su crueldad y en sus negativas. Así entró la noche con sus tinieblas, y tendió sobre ella el velo del sueño. Ganim encendió los candiles y las velas, con lo que aumentó la belleza de la habitación. Cogió sus pies, los besó y le pareció que eran de manteca fresca; los acarició con su rostro y dijo: «¡Señora, ten piedad del que es prisionero de tu amor, de aquel al que has matado con tus ojos! Estaría sano del corazón si no hubiese sido por ti». Lloró un poco y ella le dijo: «¡Por Dios, señor, luz de mis ojos! Yo te amo y estoy ligada a ti, pero sé que no debes acercarte a mí». «¿Cuál es el impedimento?» «Esta noche te contaré mi historia para que tú me disculpes.» Se echó en sus brazos, le ciñó el cuello con sus manos, lo besó, lo acarició y le prometió que se le entregaría. No pararon de jugar y de reír hasta que la pasión se apoderó de ambos.

Así continuaron cada noche, durante un mes entero, durmiendo en el mismo lecho. Cada vez que él le pedía que se unieran, ella se excusaba. El mutuo amor se había apoderado de ambos, y no podían pasarse el uno sin el otro. Cierta noche en que ambos estaban en el lecho embriagados, Ganim extendió la mano hacia el cuerpo de ella y la acarició; le pasó la mano por el vientre hasta llegar al ombligo. Ella se despertó, se sentó, miró los nudos de su vestido y vio que estaban aún atados. Siguió acariciándola con su mano, descendió hasta los zaragüelles y tiró del lazo que los cerraba. Ella se despertó y se sentó. Ganim hizo lo mismo. Le preguntó: «¿Qué quieres?» «Poseerte para quedar ambos tranquilos.» Ella le dijo: «Voy a explicarte mi historia para que sepas mi situación, te enteres de mi secreto y comprendas que soy inviolable». «¡Cuéntamela!»

Ella se desató el extremo de la camisa, llevó la mano al lazo que cerraba el pantalón, y le dijo: «¡Señor, lee lo que está escrito en este extremo!» Él cogió el extremo de la cinta, lo contempló y vio que estaba bordado en oro: «¡Tú eres mío y yo soy tuya, oh primo del Profeta!» Una vez leído, alejó la mano y le dijo: «Explícame tu historia».

Ella habló: «Sí; sabe que soy la favorita del Emir de los creyentes y que me llamo Qut al-Qulub. El Emir de los creyentes me educó en su palacio; al hacerme mayor se fijó en la hermosura y belleza que Dios me ha dado y se enamoró de mí; me tomó, me trasladó a una habitación individual y me dio diez esclavas para que me sirviesen y, además, todas las joyas que llevo. Un día, el Califa salió de viaje hacia un país; entonces mi señora, Zubayda, se acercó a una de las esclavas que estaban a mi servicio y le dijo: “Cuando duerma tu señora, Qut al-Qulub, pon esta pastilla de narcótico en su nariz o en sus labios. Te daré riquezas más que suficientes”. “¡De buen grado!” Cogió el narcótico, muy alegre por el dinero que iba a ganar y porque antes había sido su esclava. Después se acercó a mí, me puso el narcótico en el paladar, caí al suelo hecha un ovillo y me sentí en un mundo distinto. Cuando hubo concluido su treta, me puso en la caja, llamó en secreto a los esclavos, dio a éstos y a los porteros grandes propinas y me puso en manos de aquéllos la noche en que tú estabas escondido en la copa de la palmera. Hicieron conmigo lo que viste, y la salvación me vino por tu mano. Tú me has traído a este lugar y me has colmado de favores. Ésta es mi historia. No sé lo que ha ocurrido con el Califa en mi ausencia. Comprende mi valor y no divulgues mi caso».

Cuando Ganim b. Ayyub hubo oído las palabras de Qut al-Qulub y se convenció de que era la favorita del Califa, se echó hacia atrás, temeroso de haber faltado al respeto debido al soberano. Sentóse en un rincón de la estancia, arrepentido de sí mismo y pensando en lo ocurrido. Quedó perplejo al pensar que amaba a una mujer que no podía ser suya, y la gran pasión, el dolor y el deseo lo hicieron llorar y lamentarse de las vicisitudes del tiempo y de las amarguras de la suerte. ¡Gloria a Aquel que enciende el amor en el corazón de los nobles, sin dar ni un ápice a los innobles! Recitó estos versos:

El corazón del amante está fatigado por el amado; su entendimiento le ha sido arrebatado por la más extraordinaria beldad.

Uno me preguntó: «¿Qué es el amor?» Contesté: «Es dulzura que contiene tormento»[46].

Entonces, Qut al-Qulub se dirigió hacia él, lo atrajo hacia sí y lo besó, pues su cariño le había llegado al alma; así descubrió su secreto, es decir, el amor que por él sentía. Le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó. Él se abstuvo de ella por respeto al Califa. Después hablaron un rato, hasta que llegó el día, pues ambos estaban inmersos en el mutuo amor. Entonces Ganim se levantó, se puso los vestidos y se dirigió al mercado como de costumbre, para comprar lo que necesitaba. Al volver a su casa encontró a Qut al-Qulub llorando. Al verlo, enjugó sus lágrimas, sonrió y le dijo: «¡Te has hecho esperar, oh amado de mi corazón! ¡Por Dios! El rato que has estado fuera me ha parecido un año. No puedo estar separada de ti; yo ya te he explicado mi situación y mi pasión por ti. ¡Acércate ahora, no nos preocupemos de lo pasado y satisface en mí tu deseo!» «¡En Dios busco refugio! ¡Es completamente imposible! ¿Cómo va a ocupar el perro el puesto del león? No me es lícito acercarme a lo que pertenece a mi señor.» Se alejó de su lado y se colocó en un rincón.

Ella quedó más prendada aún de él al ver su abstinencia. Corrió a sentarse a su lado, lo trató afectuosamente y jugó con él. Se emborracharon, y ella, deseosa de ser poseída, cantó estos versos:

El corazón del enamorado está a punto de despedazarse. ¿Hasta cuándo durará este desvío?

¿Hasta cuándo?

¡Oh, tú, que te apartas de mí sin que yo haya faltado! Las gacelas acostumbran escuchar.

Separación, desvío creciente y pasión son tres cosas que no puede soportar el amante.

Ganim b. Ayyub se puso a llorar, y ella lo acompañó con sus lágrimas. Siguieron bebiendo hasta llegar la noche, hora a la que Ganim se levantó y preparó dos camas, separadas, en la misma habitación. Qut al-Qulub le preguntó: «¿Para quién es esa otra cama?» «Una para mí, y la otra, para ti. Desde esta noche dormiremos separados, puesto que las cosas que pertenecen al señor no son lícitas para el esclavo.» «¡Señor, dejémonos de tonterías, ya que las cosas ocurren conforme tienen dispuesto el destino y los hados!» Él no aceptó, con lo cual avivó el fuego en el corazón de ella, y su amor por él creció más. Exclamó: «¡Por Dios, hemos de dormir juntos!» «¡Dios me guarde!»

Él se salió con la suya y durmió solo hasta la aurora. El amor y la pasión, el afecto y el deseo se apoderaron de ella por completo. Así vivieron durante tres largos meses; cada vez que ella se acercaba, él la rechazaba, y decía que aquello que es lícito para el dueño, le está prohibido al esclavo. Como esta situación se prolongaba, y las penas y sufrimientos de la muchacha iban en aumento, ésta recitó:

¡Excelsa beldad! ¿Cuánto durará este huirme? ¿Quién te ha incitado a alejarte de mí?

Has despertado la pasión en todos los corazones; has ceñido con el insomnio todos los párpados.

Antes de conocerte, sabía que el fruto se recoge de las ramas. ¡Oh, rama de arak[47] que recoges!

Sabía que la gacela era objeto de caza, pero ahora veo que eres tú el que caza a los cazadores.

Lo más maravilloso que de ti puedo contar, es que yo me he enamorado sin que tú te dieses cuenta.

No permites que me una a ti; el motivo de mis celos eres tú mismo. ¿Qué hay que decir de mí?

Mientras viva, no pararé de decir: «¡Excelsa beldad! ¿Cuánto durará este rehuirme?»

Así continuaron durante algún tiempo, pues el temor mantenía alejado de ella a Ganim. Esto, por lo que se refiere a al-Mutayyam al-Maslub Ganim b. Ayyub.

He aquí ahora lo relativo a Zubayda. Ésta, aprovechando la ausencia del Califa, hizo con Qut al-Qulub lo que ya sabemos. Después empezó a preocuparse, diciéndose: «¿Qué diré al Califa cuando venga y pregunte por ella? ¿Qué le responderé?» Mandó llamar a una vieja de su séquito, le explicó el secreto y le preguntó: «¿Qué haré, ya que Qut al-Qulub ha desaparecido?» La vieja, cuando se hubo hecho cargo de la situación, respondió: «Sabe, señora, que el Califa regresará pronto. Manda que un carpintero haga una estatua de madera, abre una tumba y enciende velas y candelas a su alrededor; da orden de que todos los palaciegos se vistan de negro, y dispón que tus esclavas y tus criadas, en cuanto se enteren de que llega el Califa, hagan manifestaciones de dolor en el vestíbulo. Cuando éste entre y pregunte por lo que ocurre, le dirán: “Qut al-Qulub ha muerto. ¡Dios te compense grandemente por su pérdida! Tanto la quería nuestra señora, que la ha hecho enterrar en su alcázar”. Al oír esto llorará y sufrirá. Después dará orden de que los lectores del Corán hagan el rezo canónico en su tumba. Si se dice: “La hija de mi tío, Zubayda, ha hecho matar a Qut al-Qulub por celos”, o bien lo vence la pasión y manda desenterrarla, no te asustes por ello, aunque saquen el leño esculpido en forma humana, pues lo sacarán amortajado, envuelto en telas preciosas. Si el Califa quisiera sacar el sudario para verla, tú y los demás que estén presentes se lo impediréis diciendo: “El ver las desnudeces de un cadáver es pecado”. Entonces se convencerá de que ha muerto, ordenará que vuelva a la tumba, te dará las gracias por lo que has hecho y te salvarás de esta desgracia si Dios (¡ensalzado sea!) quiere».

Zubayda comprendió que aquello era un buen consejo, le regaló un traje de honor y le mandó que se encargase de todo, después de haberle entregado grandes riquezas. La vieja se hizo cargo inmediatamente del asunto, y mandó al carpintero que llevara a cabo la imagen. Una vez terminada, se la mostró a Zubayda, la amortajaron y encendieron velas; luego fue sepultada y extendieron tapices alrededor de la tumba; Zubayda se vistió de negro y ordenó que las esclavas hicieran lo mismo. Por todo el palacio se difundió la nueva de la muerte de Qut al-Qulub.

Al cabo de cierto tiempo, el Califa regresó de su viaje y se dirigió a su palacio, ansioso de volver a ver a Qut al-Qulub. Vio que pajes, criados y esclavas vestían de negro. Su corazón se sobresaltó. Entró en el alcázar y vio que Zubayda vestía también de negro. Preguntó el porqué de todo ello y le dijeron que Qut al-Qulub había muerto. El Califa cayó desmayado. Cuando volvió en sí preguntó dónde estaba su tumba. Zubayda respondió: «Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que la apreciaba tanto que la he hecho enterrar en mi alcázar».

El Califa, vestido aún con las ropas de viaje, entró en el palacio para visitar a Qut al-Qulub. Vio que las alfombras estaban extendidas, y que las velas ardían. Al ver todo esto le dio las gracias por sus atenciones. Al cabo de un rato quedó perplejo, sin saber si debía dar crédito o no a sus palabras. Cuando las sospechas crecieron, mandó abrir la tumba y sacarla. Al ver el sudario, quiso quitarlo para contemplarla, pero se contuvo por respeto a Dios (¡ensalzado sea!), pues la vieja dijo: «¡Devolvedla a su sitio!» El Califa mandó llamar a los alfaquíes y a los lectores, y éstos hicieron las lecturas de ritual, mientras el Califa se mantenía al lado del sepulcro, llorando hasta quedar extenuado. Estuvo en este sitio durante un mes completo.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuarenta y una, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cierto día, después que los príncipes y los ministros se habían retirado a su casa, el Califa entró en el harén y se quedó dormido un rato. Una esclava se sentó al lado de su cabeza, y otra, a sus pies. Después de dormir un poco se despertó, abrió los ojos y oyó que la muchacha que estaba a su cabecera decía a la que se hallaba a sus pies: «¡Atiende, Jayzarán!» «¿Por qué, Qadib?» «Nuestro señor no sabe lo ocurrido, ya que pasa las noches en vela junto a una tumba que sólo contiene una imagen tallada por un carpintero.» «¿Pues qué le ha pasado a Qut al-Qulub?» «Sabe que la señora Zubayda mandó a una esclava que le diese un narcótico. Cuando éste hubo hecho su efecto, la colocó en una caja y despachó con ella a Suwab y Kafur, mandándoles que la arrojasen entre las tumbas.» Preguntó Jayzarán: «¡Ay de ti, Qadib! ¿La señora Qut al-Qulub no ha muerto?» «Un joven la salvó de la muerte. He oído decir a la señora Zubayda que Qut al-Qulub está en casa de un comerciante que se llama Ganim el damasceno, y que ahora hace cuatro meses que está allí. Éste, nuestro señor, llora y pasa las noches en vela sobre una tumba que no contiene ningún muerto.»

Siguieron hablando de ello, y el Califa escuchó todo hasta que ambas jóvenes terminaron. Así se enteró el soberano del asunto, supo que la tumba era falsa, y que Qut al-Qulub estaba, desde hacía cuatro meses, en casa de Ganim b. Ayyub. Completamente indignado, se puso en pie y mandó comparecer a los magnates del Imperio. El ministro Chafar el barmekí se presentó y besó el suelo delante de él. El Califa, enojado, le dijo: «¡Chafar, toma unos hombres, ve y pregunta por la casa de Ganim b. Ayyub! ¡Asaltadla! ¡Traedme a la esclava Qut al-Qulub! ¡Quiero castigarla!» «Oigo y obedezco», respondió Chafar, que se marchó en seguida acompañado por el valí de la ciudad y sus hombres.

No descansaron hasta llegar a casa de Ganim. Éste ya había regresado con cierta cantidad de carne, y se disponía a extender la mano para comerla en compañía de Qut al-Qulub. Ésta dirigió la mirada hacia la calle y vio que gentes sospechosas —entre las que figuraban el ministro, el valí, los esbirros y los mamelucos con las espadas desenvainadas— rodeaban la casa, de la misma manera que, en el ojo, la córnea rodea a la pupila. Se dio cuenta en seguida de que su señor, el Califa, se había enterado de lo ocurrido, y pensó que iba a morir. Palideció, sus finos rasgos se descompusieron, dirigió la vista a Ganim y le dijo: «¡Amigo mío, sálvate!» «¿Qué he de hacer? ¿Adónde iré si todo cuanto tengo está en esta casa?» «No te quedes aquí, pues morirás y perderás la riqueza.» «¡Amiga mía, luz de mis ojos! ¿Cómo podré salir si han rodeado toda la casa?» «¡No temas!», le respondió.

Le quitó los vestidos que llevaba, le puso otros viejos, cogió la fuente en que estaba la carne, la colocó encima de su cabeza; depositó en ella unos pedazos de pan, algo de comida y le dijo: «Sal con este disfraz y no te preocupes por mí, pues sé cómo he de comportarme con el Califa». Ganim atravesó por en medio de aquellos hombres y pasó inadvertido; se salvó de penas y sinsabores con la ayuda de Dios. El visir, cuando estuvo en un extremo de la casa, desmontó del caballo, entró y vio a Qut al-Qulub, la cual se había arreglado y embellecido y estaba llenando una caja de oro, collares, piedras preciosas y objetos de mucho valor, fáciles de transportar. Cuando Chafar se presentó, ella se puso de pie, besó el suelo delante de él y le dijo: «¡Señor! La pluma del destino ha escrito lo que Dios tenía dispuesto».

Chafar, al darse cuenta de la situación, dijo: «¡Señora! Se me ha mandado que detenga a Ganim b. Ayyub». «He de decirte que ha embalado algunas mercancías y se ha ido a Damasco. No sé nada más. Quiero que custodies esta caja y la lleves al palacio del Emir de los creyentes.» «Oigo y obedezco.» Cogió la caja, mandó que se la llevasen y condujo a Qut al-Qulub, honrada y respetada, al palacio del Califa, después de haber demolido la casa de Ganim. Se presentaron al Califa, y Chafar le contó todo lo sucedido. Aquél dispuso que Qut al-Qulub fuese encerrada en un lugar lóbrego, y le dio por todo servicio una vieja, ya que creía que Ganim la había poseído. A continuación escribió una carta al emir Muhammad b. Sulaymán al-Zayní, su gobernador de Damasco, diciéndole: «En cuanto recibas esta carta, detendrás a Ganim b. Ayyub y me lo enviarás».

El destinatario, al recibir la orden, la besó, la colocó encima de su cabeza y mandó pregonar por los mercados: «Quien quiera saquear, diríjase a casa de Ganim b. Ayyub». Una multitud se acercó a la casa, en la que hallaron a la madre y a la hermana de Ganim, que le habían hecho una tumba y estaban sentadas a su lado llorando. Las detuvieron y saquearon la mansión, sin que ellas supiesen de qué se trataba. Cuando estuvieron delante del sultán, éste les preguntó por Ganim b. Ayyub. Respondieron: «Hace un año que no tenemos ninguna noticia suya». Las dejaron volver a su casa. Y esto es todo lo que a ellas se refiere.

He aquí lo concerniente a Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub. Despojado de sus bienes, perplejo, lloró hasta quedar con el corazón destrozado. Anduvo sin parar hasta que, al terminar el día, hambriento y fatigado, llegó a una ciudad. Entró en la mezquita, se sentó en una alfombra y apoyó la espalda en la pared, dejándose caer, pues estaba muerto de hambre y de fatiga. No se movió de allí hasta la llegada de la aurora; el hambre le hacía latir apresuradamente el corazón; los piojos se paseaban por su piel, que despedía un olor desagradable. Su situación había cambiado por completo.

Los habitantes de la ciudad acudieron a rezar la oración de la aurora y lo encontraron tendido, debilitado por el hambre, pero con huellas aún de su pasado bienestar. Cuando se acercaron a él, vieron que estaba frío y hambriento. Le pusieron un viejo vestido, cuyas mangas estaban deshechas, y le preguntaron: «Extranjero, ¿de dónde eres? ¿Por qué estás tan débil?» Abrió los ojos, los miró y empezó a llorar sin contestarles. Uno de ellos se dio cuenta de que tenía hambre. Salió y regresó con un tarro de miel y dos panes. Comió. Estuvieron sentados a su lado hasta la salida del sol, y después se marcharon a sus quehaceres.

En esta situación vivió durante un mes; él seguía allí, mientras la debilidad y la enfermedad iban en aumento. Los habitantes tuvieron compasión de él, hablaron de su caso y se pusieron de acuerdo para enviarlo al hospital de Bagdad. Mientras así hablaban, entraron dos pobres mujeres, que se acercaron a él: eran su madre y su hermana. Al verlas les dio el pan que estaba a su cabecera, y ambas pasaron aquella noche a su lado sin que él las reconociera. Al día siguiente, los habitantes de la ciudad se le acercaron y dijeron a un acemilero: «Coloca este enfermo en el lomo de tu camello. Cuando llegues a Bagdad, déjalo en la puerta del hospital. Tal vez recupere la salud y tú obtengas alguna recompensa». «Oigo y obedezco.»

Lo sacaron de la mezquita y lo colocaron encima del camello, en la misma estera en la que dormía. Entre la gente que lo miraba estaban su madre y su hermana, que no lo reconocieron. Al contemplarlo, se dijeron: «Se parece a Ganim, nuestro hijo. ¿Quién sabe si es este enfermo?» Ganim, por su parte, no se dio cuenta de nada hasta estar cargado encima del camello. Lloró mientras las gentes de la ciudad lo miraban; su madre y su hermana también lloraban. Después, éstas se pusieron en viaje hasta llegar a Bagdad. El camellero no dejó de andar hasta dejarlo en la puerta del hospital; después regresó con su camello.

Ganim permaneció aquí durmiendo hasta la llegada de la aurora. Las gentes, al empezar a circular por la calle, lo vieron: parecía un andrajo. Las gentes estuvieron contemplándolo hasta que llegó el jefe del mercado, que las apartó de él y dijo: «Gracias a este desgraciado voy a entrar en el paraíso, pues si lo meten en el hospital lo van a matar en un día».

Mandó a sus criados que lo recogiesen y lo llevasen a su casa; le dio un colchón y una almohada nuevos, y dijo a su esposa que lo atendiese con cuidado. La mujer prometió hacerlo, y en seguida calentó agua y le lavó las manos, los pies y el cuerpo; le puso el vestido de uno de sus esclavos, le dio de beber una taza de jarabe y lo roció con agua de rosas. Mejoró un poco, pero el recuerdo de su amada Qut al-Qulub aumentó en él la tristeza. Esto es lo que a él se refiere.

He aquí ahora lo relativo a Qut al-Qulub. Cuando el Califa se enfadó con ella…

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuarenta y dos, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que la confinó en una habitación lóbrega. Así transcurrieron ochenta días. Cierto día pasó el Califa junto a aquella habitación en el preciso momento en que Qut al-Qulub recitaba unos versos. Cuando hubo terminado, exclamó: «¡Amor mío! ¡Ganim! ¡Cuán bueno eres! ¡Qué bien obras! Has tratado con generosidad a quien te ha maltratado, has guardado el honor de quien ha violado el tuyo, has respetado a sus mujeres cuando él te ha vilipendiado a ti y a tu familia. No cabe la menor duda de que has de comparecer, acompañado por el Emir de los creyentes, delante del juez justísimo, que te hará justicia el día en que Dios juzgue y los ángeles den testimonio». El Califa, al oír sus palabras y sus quejas, se dio cuenta de que había sido víctima de una injusticia. Regresó a su alcázar y mandó que la fuese a buscar un criado.

Una vez llegada a su presencia, bajó la cabeza, llorosa y triste. Él dijo: «¡Qut al-Qulub! Veo que te quejas de que soy injusto contigo, me acusas de ser tirano y afirmas que me he portado mal con quien me ha favorecido. ¿Quién es ése que ha defendido mi honor y al que yo le he vilipendiado, que ha defendido a mis mujeres y al que yo he maltratado en las suyas?» «Ganim b. Ayyub no se ha acercado a mí jamás con propósito deshonesto, ¡lo juro por tus dones, Emir de los creyentes!» El Califa exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¡Qut al-Qulub! ¡Pídeme lo que quieras, pues he de concedértelo!» «Concédeme a mi amado, Ganim b. Ayyub.» «Haré que venga y lo honraré, si Dios quiere.» «¡Emir de los creyentes! Cuando lo tengas delante, ¿me entregarás a él?» «Cuando esté aquí, te lo entregaré como regalo de un hombre generoso que no se arrepiente de sus dones.» «¡Emir de los creyentes! Permite que sea yo quien lo busque. ¡Tal vez Dios me reúna con él!» «Haz lo que bien te parezca.»

Ella se alegró mucho, y salió llevando consigo mil dinares. Fue a visitar a los jeques, les dio parte del dinero como limosna, y al día siguiente se dirigió al barrio de los comerciantes y entregó al preboste del mercado una cantidad para que la distribuyese como limosna entre los forasteros. Al viernes siguiente volvió a salir con otros mil dinares y visitó el zoco de los orfebres y el de los mercaderes de piedras preciosas. Preguntó por el preboste, y cuando se presentó, le entregó los mil dinares y le dijo que los diese como limosna entre los forasteros. El preboste, que era el jeque del mercado, la miró y le dijo: «¿Quieres venir a mi casa? Verás a un joven extranjero muy amable y hermoso.

Se refería a Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub, pero el alarife no sabía que se trataba de él, y creía que era un pobre hombre cargado de deudas y privado de sus rentas, o un amante separado de su amada. Al oír Qut al-Qulub estas palabras, sintió los latidos de su corazón, y sus entrañas se agitaron. Le dijo: «Haz que alguien me acompañe a tu casa». Mandó que fuese con ella un muchacho pequeño para conducirla hasta la casa en que estaba el forastero. Ella le dio las gracias. Una vez dentro de la casa, saludó a la esposa del preboste, y ésta besó la tierra delante de la joven, pues la reconoció. Qut al-Qulub preguntó: «¿Dónde está el enfermo que tenéis en vuestra casa?» La dueña lloró y dijo: «Aquí, señora. Debe de ser de buena familia, pues aún se ven las huellas de un pretérito bienestar». Se volvió hacia el lecho en que yacía, lo contempló y le pareció que era el que buscaba, pero había cambiado tanto, estaba tan delgado y débil, que parecía un alambre; por eso le fue imposible reconocerlo, y no se dio cuenta de que era él. Sin embargo, le tuvo compasión y empezó a llorar y a decir: «Todos los forasteros son unos desgraciados, aunque en su país sean príncipes». Le preparó jarabes y medicinas, se sentó en su cabecera durante un rato y después se arregló y se fue a su palacio, escudriñando todos los mercados para ver si encontraba a Ganim.

Un día, el preboste se presentó a Qut al-Qulub acompañado por la madre de Ganim y su hermana Fitna. Le dijo: «¡Señora de los benefactores! Hoy han llegado a nuestra ciudad una mujer y una chica; ambas deben de ser de buena familia, pues su aspecto denota las huellas de un pasado bienestar, pese a que llevan vestidos de pelo, y de su cuello pende una bolsa; sus ojos están llorosos; su corazón, apenado. Te las traigo para que las protejas y las preserves de la vergüenza que representa el pedir caridad, ya que no están acostumbradas a mendigar. Si Dios quiere entraremos, gracias a ellas, en el paraíso». «¡Señor mío! Me has hecho sentir ganas de conocerlas. ¿Dónde están? ¡Manda que entren!»

Fitna y su madre se presentaron ante Qut al-Qulub. Ésta las miró, y al ver que eran muy hermosas, lloró y dijo: «¡Por Dios! Bien se ve que son de buena familia y que aún conservan las huellas de su pasado bienestar». El preboste dijo: «¡Señora! Nosotros amamos a los pobres y a los desamparados para recibir la divina recompensa. Estas mujeres tal vez hayan sido víctimas de una injusticia, quizá les hayan arrebatado sus bienes y derruido sus propiedades».

Las dos mujeres lloraron a lágrima viva, y al pensar en Ganim b. Ayub al-Mutayyam al-Maslub, aumentaron sus sollozos. Qut al-Qulub las acompañó con sus lágrimas. Después la madre dijo: «A Dios rogamos que nos reúna con quien queremos, con mi hijo Ganim b. Ayyub». Cuando Qut al-Qulub oyó estas palabras, comprendió que aquella mujer era la madre de su amado, y la otra, su hermana. Lloró hasta caer desmayada. Cuando volvió en sí, besó a las dos y les dijo: «¡No os ocurrirá ningún daño! Éste es el primer día de vuestra felicidad, y el último de vuestra desgracia, ¡no os apenéis!»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuarenta y tres, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que mandó al preboste que las condujera a su casa, que diese órdenes a su mujer para que las llevase al baño, les diese buenos vestidos, cuidase de ellas y las tratase con el máximo respeto; para todo ello le entregó cierta cantidad de dinero. Al día siguiente, Qut al-Qulub montó a caballo, fue a la casa del preboste y entró a visitar a su esposa. Ésta salió a recibirla, le besó las manos y le dio las gracias por sus beneficios. Vio a la madre y a la hermana de Ganim, a las que la esposa del preboste había acompañado al baño, les había quitado los vestidos que llevaban, y habían reaparecido las huellas de su pretérito bienestar. Se sentó para hablar un rato con ellas, y después preguntó a la esposa del preboste por el enfermo que tenía en su casa.

Le contestó: «Sigue igual». Dijo: «Venid conmigo: vamos a verlo y a visitarlo». La mujer del preboste, la madre y la hermana de Ganim, entraron en su habitación y se sentaron a su lado. Cuando Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub oyó nombrar a Qut al-Qulub, a pesar de que se hallaba extenuado y de que era muy grande su debilidad, recuperó parte de sus fuerzas, levantó la cabeza de la almohada y exclamó: «¡Qut al-Qulub!» Ésta lo miró, y, al reconocerlo, exclamó: «¡Aquí estoy, amor mío!» «¡Acércate!» «¿Eres tú Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub?» «¡Sí, soy yo!»

Qut al-Qulub se desmayó. La madre y la hermana, al oír sus palabras, gritaron: «¡Qué alegría!», y cayeron a su vez desmayadas. Al volver en sí, le dijo Qut al-Qulub: «¡Loado sea Dios, que nos ha reunido a la vez con tu madre y tu hermana!» Se acercó a él y le refirió todo lo que le había ocurrido con el Califa: «Yo le dije: “Te he dicho toda la verdad, Emir de los creyentes”. Él ha dado crédito a mis palabras, está satisfecho de ti y ahora desea conocerte. —Y añadió—: El Califa me ha regalado a ti».

Ganim se alegró mucho al oír esto. Qut al-Qulub les dijo: «No os marchéis hasta que vuelva». Se puso en seguida de pie y se marchó a palacio. Recogió la caja que había salvado, sacó de ella los dinares, se los dio al preboste y le dijo: «Toma estos dinares y compra para cada uno de ellos cuatro vestidos completos de las telas más hermosas; compra además veinte mandiles y todo lo que necesiten». Luego acompañó al baño a las dos mujeres y a Ganim, y mandó que los lavasen. Después de salir del baño y de ponerse los nuevos trajes, les preparó cocido, zumo de galanga y zumo de manzana.

Permaneció con ellos tres días, alimentándoles con carne de gallina y cocido y dándoles de beber azúcar refinado. Al cabo de los tres días habían recuperado sus fuerzas. Los llevó de nuevo al baño, les cambió los vestidos, los dejó en casa del preboste y se fue a saludar al Califa. Besó el suelo delante de él y lo informó de toda la historia, diciéndole que había encontrado a su señor, Ganim b. Ayyub al-Mutayyam al-Maslub, a su madre y a su hermana. El Califa ordenó entonces a los criados: «¡Traedme a Ganim!»

Chafar fue a buscarlo, pero Qut al-Qulub llegó antes, entró en la habitación de Ganim y le dijo: «El Califa ha mandado a buscarte para que comparezcas ante él. Háblale con elocuencia, con el corazón firme y con palabras dulces». Le puso un vestido precioso, le dio muchos dinares y le dijo: «Cuando te encuentres ante él, haz muchas dádivas a sus cortesanos».

Chafar llegó montado en su mula, y Ganim se puso de pie, salió a recibirlo, lo saludó y besó el suelo delante de él. El astro de su felicidad había aparecido y se elevaba en el cielo. Sin entretenerse, Chafar lo condujo a presencia del Emir de los creyentes. Al llegar, Ganim miró a los ministros, a los príncipes, a los chambelanes, a los gobernadores, a los dignatarios del Imperio y a las autoridades. Ganim, que era elocuente, de corazón firme, de fina expresión y de buenos modales, inclinó la cabeza hasta el suelo; después miró al Califa y recitó estos versos:

A ti, gran rey, me ofrezco como rescate. Haces ininterrumpidamente favores y das regalos.

Eres enérgico y liberal, y se te puede comparar con la lluvia copiosa y el ardiente sol[48].

Como dueño de palacios, instalado en tan alto lugar, nadie quiere ver a otro.

Los reyes vienen a abrevar al pie de tu solio; en la paz están las gemas de tu corona.

Cuando te miran directamente, caen postrados y clavan el mentón en el polvo.

Los rescatas de ese sitio con satisfacción y les das altos cargos y la gloria del Gobierno.

Tu ejército cohíbe el desierto y la inmensidad: Plantas tus tiendas en lo más alto de las esferas.

Los astros te acompañan en tropa, haciendo honor a aquel mundo espiritual.

Con tu buen entendimiento, con fortaleza, has conquistado las más altas cimas.

Has extendido tu justicia por toda la tierra, tratando con equidad al pariente y al extraño.

Al terminar sus versos, el Califa estaba emocionado por la belleza de los mismos, por su admirable elocuencia y su dulzura de expresión.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche cuarenta y cuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que le ordenó que se acercase y le rogó que explicara su historia y que le informase verídicamente de todo cuanto le había ocurrido. Sentóse Ganim y refirió al Califa cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin. Cuando el soberano se dio cuenta de que decía la verdad, le regaló un vestido de honor, lo hizo aproximarse y le dijo: «¡Perdóname, pues te he maltratado!» «¡Emir de los creyentes! Este esclavo y todo lo que posee pertenece a su señor.»

El Califa, alegre, mandó que le diesen un palacio y le concedió grandes beneficios y rentas.

Ganim envió allí a su madre y a su hermana. El Califa oyó decir que ésta, Fitna, era de una gran belleza y la pidió por esposa. Ganim le contestó: «Ella es tu esclava, y yo, tu servidor». El soberano le dio cien mil dinares, mandó llamar al Cadí y a los testigos y extendieron el contrato matrimonial. Él y Ganim celebraron las bodas el mismo día: el Califa, con Fitna, y Ganim b. Ayyub, con Qut al-Qulub. Al amanecer, el Califa mandó que se inscribiese en las crónicas todo lo que había sucedido a Ganim desde el principio hasta el fin, y que se pusiese por escrito en los registros para que sirviera de ejemplo a sus sucesores, para que se admirasen de las vicisitudes del destino y para que meditasen sobre los decretos del Creador de la noche y del día.

Sahrazad dijo:

—Pero todo no es más de admirar que lo sucedido al rey Umar al-Numán y a sus hijos Sarkán y Daw al-Makán; lo que les sucedió son prodigios y portentos.

El rey Sahriyar preguntó:

—¿Cuál es su historia?