REFIRIÓ Sahrazad:
—He oído contar, ¡oh rey feliz!, que vivió en Basora un rey de reyes que amaba a los pobres y a los indigentes, trataba bien a sus súbditos y hacía regalos a quien creía en Mahoma, ¡Dios le bendiga y le salve! Era, como dice quien le ha descrito:
Ha transformado su lanza en cálamo, sus enemigos en papel y su sangre en tinta.
Por eso creo que los antiguos llamaron muy bien, a la lanza, jattiya[43].
Este rey se llamaba Muhammad b. Sulaymán al-Zayní y tenía dos visires. Uno se llamaba al-Muin b. Sawí y el otro al-Fadl b. Jaqán. Al-Fadl b. Jaqán era el hombre más generoso de su tiempo y llevaba una vida ejemplar: todos los corazones le amaban, todas las personas inteligentes aceptaban sus consejos, todas las gentes le deseaban una larga vida puesto que él hacía el bien e impedía el mal y la injusticia. El visir al-Muin b. Sawí odiaba a los hombres, despreciaba el bien y esparcía el mal. Era, como dice quien le ha descrito:
Su ser se ha formado de vario semen y está compuesto de elementos corruptos.
No se puede vituperar a Dios por reunir el mundo entero en un solo ser.
Cada uno de estos dos visires tiene su parte en las palabras del poeta:
Busca refugio en el generoso, hijo de generosos, pues engendrará seres generosos.
Deja que sigan su camino los innobles, hijos de innobles, porque engendran seres innobles.
De la misma manera que las gentes amaban a Fadl al-Din b. Jaqán, odiaban con toda su fuerza a al-Muin b. Sawí. Cierto día en que el rey Muhammad b. Sulaymán al-Zayní estaba sentado en el trono de su reino teniendo a su alrededor a sus altos funcionarios, llamó a su visir al-Fadl b. Jaqán y le dijo: «Quiero tener una esclava a la que nadie pueda compararse en hermosura: su belleza ha de ser perfecta, equilibrada, y ha de tener buen carácter». Los altos funcionarios comentaron que sería imposible encontrarla por menos de diez mil dinares. Entonces el rey llamó a su tesorero y le mandó que llevase diez mil dinares al domicilio de al-Fadl b. Jaqán.
El tesorero cumplió la orden del sultán y el visir se marchó después de recibir la orden de ir al zoco cada día, interesar a los corredores en lo que deseaba, y disponer que no se vendiese ninguna esclava cuyo precio fuese superior a los mil dinares sin que antes la hubiese visto el visir. Los comisionistas, desde entonces, no vendían ninguna esclava sin antes habérsela mostrado y el visir, cumpliendo la orden, frecuentaba el mercado, pero durante cierto tiempo no encontró ninguna esclava que le gustase.
Cierto día un comisionista fue a casa del visir al-Fadl b. Jaqán; encontró a éste montado a caballo dispuesto a dirigirse al palacio real. Lo sujetó por el estribo y recitó estos dos versos:
¡Oh tú que has devuelto la vida al reino que estaba carcomido, tú eres el visir invicto!
Has vivificado la generosidad que permanecía muerta entre las gentes. ¡Sean tus esfuerzos siempre gratos a Dios!
Añadió: «¡Señor mío! Tengo la esclava que el rey pide». «¡Tráemela!» Se marchó y al cabo de un rato regresó acompañado por una muchacha esbelta, de seno turgente, ojos negros, mejillas sonrosadas, talle delgado y amplias caderas; llevaba magníficos vestidos, su saliva era más dulce que el julepe y su estatura era capaz de afrentar a las ramas de sauce; sus palabras eran más agradables que el céfiro cuando acaricia a las flores del jardín. Era como dijo el poeta al describirla en estos versos:
Tiene una piel que parece seda; su palabra es dulce, distinguida y elegante;
Dos ojos de los que Dios dijo: sed, y fueron, hacen en los corazones el mismo efecto que el vino.
Cada noche su amor aumenta mi pasión. ¡Oh, consuelo de los días! El tiempo de tu promesa parece que sea el día del juicio.
Sus cabellos son negros como la noche; en su frente, si ella se desvela, brilla la aurora.
El visir, al verla, quedó asombrado y preguntó al comisionista por su precio. Respondió: «Su precio mínimo es de diez mil dinares, y su dueño jura que estos diez mil dinares no alcanzan ni al precio de los pollos que le ha dado de comer, ni al valor de los vestidos que le ha entregado ni a los honorarios de sus maestros, ya que sabe a la perfección caligrafía, gramática, lexicografía, exégesis, las fuentes del derecho y de la religión, medicina y astro logia; además toca todos los instrumentos de música». El ministro mandó que le presentasen a su dueño. Al cabo de un rato volvió el comisionista acompañado por un hombre extranjero que tanto había vivido, que el tiempo le había dejado en piel y huesos, como dijo el poeta:
El tiempo me ha hecho un temblón ¡y de qué manera! El tiempo tiene una fuerza irresistible.
Antes andaba sin fatiga y ahora me fatigo sin andar.
Cuando el dueño de la esclava estuvo delante del ministro al-Fadl b. Jaqán, éste le dijo: «¿Accedes a vender esta esclava por diez mil dinares al sultán Muhammad b. Sulaymán al-Zayní?» «Si se trata del sultán, mi deber consiste en cedérsela como regalo, sin cobro alguno.» El ministro mandó que le llevasen el dinero y cuando lo tuvo delante pesó los dinares que correspondían al extranjero. El mercader de esclavos, acercándose al visir, le dijo: «¿El visir permite que hable?» «Di lo que tengas que decir.» «Opino que hoy no debes presentar esta esclava al sultán; ha llegado de viaje, ha cambiado de aire y el camino la ha fatigado. Aposéntala en tu palacio durante diez días para que repose y aumente su belleza. Después, báñala, vístela con los más preciosos trajes y llévala ante el sultán: será un éxito completo.»
El ministro meditó en las palabras del mercader y vio que tenía razón. La condujo a su palacio, le asignó una habitación especial e hizo que le diesen de comer, de beber y cuanto necesitase para pasar unos días en el bienestar. El visir al-Fadl b. Jaqán tenía un hijo que se asemejaba a la luna llena cuando aparece por el horizonte: rostro brillante y mejillas encarnadas; tenía un lunar que parecía un grano de ámbar, el bozo naciente recordaba estos versos del poeta:
¿Quién presumirá de poder coger la rosa de sus mejillas si está protegida por la punta de las lanzas?
No extiendas las manos hacia ellas, pues frecuentemente se desencadena la guerra por sólo dirigir hacia él los ojos.
Tiene duro el corazón y delicado el talle; ¿por qué no cambian entre sí estas cualidades?
Si la delicadeza de su talle residiese en su corazón, jamás sería duro con el amante ni le maltrataría.
Tú que me censuras por mi amor, ponte al lado de quien me excusa. ¿Quién ayudará a mi cuerpo que se consume?
La culpa la tienen mi corazón y mi vista; si no fuese por ellos no estaría en esta situación.
El muchacho no sabía nada de esta joven. El visir había dicho a ésta: «¡Hija! Sabe que te he comprado para que seas la concubina del rey Muhammad b. Sulaymán al-Zayní. Tengo un hijo que siempre que se ha quedado a solas con una adolescente la ha poseído. Guárdate de él y evita que te vea la cara o que te oiga hablar». «Así lo haré.» El visir se marchó y la dejó sola. Pero el destino tenía dispuesto que la joven entrase en el baño de la casa acompañada por algunas sirvientas. Vistió preciosos vestidos que realzaron su belleza; después fue a visitar a la esposa del visir, a la que besó la mano. Ésta dijo: «¡Bien venida seas, Anis al-Chalis! ¿Te ha gustado el baño?» «Señora, sólo faltaba tu presencia en él.» La dueña de la casa dijo a sus sirvientas: «Vámonos al baño». Obedecieron y se marcharon llevando a su señora entre ellas. Ésta dejó en la puerta de la habitación en que estaba Anis al-Chalis dos criadas pequeñas a las que mandó que no dejasen entrar a nadie en la habitación en que estaba la joven. Le dijeron que así lo harían.
Mientras ésta estaba sentada, el hijo del visir, que se llamaba Nur al-Din, entró y preguntó por su madre y demás familiares. «Han ido al baño», contestaron las dos esclavas. La joven Anis al-Chalis, que estaba en el interior de la habitación, oyó las palabras de Alí Nur al-Din, el hijo del visir, y se dijo: «¿Qué debe de ocurrir con este joven del que el visir me ha dicho que jamás ha estado a solas con una joven sin haberla poseído? ¡Por Dios! ¡He de verle!» Se puso en pie —aún estaba húmeda del baño—, se dirigió a la puerta de la habitación y miró a Alí Nur al-Din. Era un joven que se parecía a la luna en su plenilunio; pero esta mirada le causó mil pesares. El joven se volvió hacia ella y la vio, y esta única mirada también le causó mil pesares, pues cada uno de ellos quedó atado al otro por el lazo del amor. El muchacho se arrojó sobre las dos esclavas y empezó a chillar; ambas echaron a correr y se pararon a lo lejos para verle y ver lo que iba a hacer. Él se acercó a la puerta de la habitación, la abrió, se acercó a la joven y le preguntó: «¿Tú eres la que me ha comprado mi padre?» «Sí.» El muchacho se aproximó a ella fuera de sí, le cogió los pies y los colocó en su cintura mientras ella le ceñía el cuello con sus brazos; lo acogió con besos, suspiros y caricias, se sorbieron la lengua el uno al otro y él la desfloró.
Cuando las dos criadas vieron que su pequeño señor entraba en el cuarto en que se hallaba la esclava Anis al-Chalis, gritaron. Pero el joven, ya concluido el acto, salió huyendo para ponerse a salvo, temeroso de las consecuencias de lo que había hecho. La dueña de la casa, al oír el alboroto de las dos jóvenes, salió corriendo del baño, cayéndole gotas de sudor, y preguntando: «¿Qué motiva estos gritos en la casa?» Cuando llegó junto a las esclavas que había dejado sentadas a la puerta de la habitación les dijo: «¡Ay de vosotras! ¿Qué ha ocurrido?» «Nuestro señor Alí Nur al-Din ha venido, nos ha pegado y hemos huido. Luego ha entrado junto a Anis al-Chalis y la ha abrazado. No sabemos lo que ha hecho después. Pero en cuanto hemos gritado ha huido.» La señora de la casa entró a ver a Anis al-Chalis y le preguntó por lo que había ocurrido: «Señora —respondió—, estaba sentada cuando entró un hermoso joven que me dijo que su padre me había comprado para él. Le he contestado que sí y, ¡por Dios, señora!, estaba segura de que decía la verdad. Se ha acercado a mí y me ha abrazado». «¿No ha hecho nada más?» «Sí; me ha dado tres besos.» «¡Seguro que no te ha dejado sin violarte!» Se puso a llorar, se abofeteó la cara y las criadas hicieron lo mismo temiendo que el padre matase a Nur al-Din.
En estas circunstancias llegó el ministro. Entró y preguntó por lo que pasaba. Su esposa le dijo: «Jura que escucharás lo que he de decirte». «Lo juro.» Le explicó lo que había hecho su hijo. El ministro se entristeció, desgarró sus vestidos, se abofeteó el rostro y se mesó la barba. Su mujer le dijo: «No te mates. Te daré, de mis bienes, los diez mil dinares importe de la muchacha». «¡Ay de ti! —respondió levantando la cabeza—, yo no necesito su importe. Lo que temo es perder la vida y los bienes.» «¿Por qué, señor?» «¿No sabes que tenemos detrás a ese enemigo que se llama al-Muin b. Sawí? Cuando se entere de esto irá a ver al sultán y le dirá…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y tres, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [dijo el visir: ] «“Tu visir, ese que consideras que te es fiel, ha aceptado diez mil dinares tuyos con los que ha comprado una esclava incomparable. Como le ha gustado ha dicho a su hijo: ‘Quédate con ella, pues tú la mereces más que el sultán’. Aquél la ha aceptado y la ha desflorado y ahora la guarda en su casa”. El rey le contestará que miente, pero él se defenderá diciendo: “Si el rey me lo permite registraré su mansión y te la traeré”. El rey le concederá la autorización, registrará nuestra casa, cogerá a la joven y la presentará al sultán. Éste la interrogará y ella no podrá negar. Al-Muin le dirá: “¡Señor mío! Tú sabes que soy un buen consejero pero no tengo suerte contigo”. Entonces el sultán me impondrá un gran castigo, seré objeto de las críticas de toda la gente y perderé la vida». Su mujer le contestó: «No digas nada a nadie, pues esto ha ocurrido en secreto, encomiéndate a Dios para que te solucione este asunto». El corazón del visir se tranquilizó y su espíritu se calmó. Esto es lo que se refiere al visir.
Alí Nur al-Din temió las consecuencias de lo ocurrido, por lo cual se fue a pasar el día en los jardines y hasta caída la noche no volvió junto a su madre. Durmió al lado de ésta, se levantó al amanecer y nadie le vio durante un mes ni él se presentó a su padre. La madre del chico dijo a aquél: «¡Señor mío! ¿Quieres perder a la esclava y al hijo? Si siguen así las cosas, él se irá». «¿Qué hay que hacer?» «Permanece en vela esta noche. Cuando él llegue, cógelo, reconcíliate con él y entrégale la esclava, pues ella le ama y él la ama. Yo te daré lo que te ha costado.» El ministro veló toda la noche; al llegar su hijo lo agarró y quiso matarlo. La madre intervino y dijo: «¿Qué quieres hacer con él?» «¡Matarlo!» El hijo dijo al padre: «¿Nada te importo?», y los ojos se le llenaron de lágrimas. «¡Hijo mío! ¿Es que a ti te importa el que yo pierda los bienes y la vida?» «Oye, padre, lo que dice el poeta:
Cierto: he faltado, pero los sabios conceden el perdón al culpable.
¿Qué puede esperar tu enemigo si él está en lo más bajo y tú en lo más alto?»
Estas palabras hicieron que el visir se levantase de encima del pecho de su hijo y que se apiadase de él. El muchacho se incorporó y besó la mano de su padre. Éste le dijo: «¡Hijo mío! Si supiera que ibas a tratar con justicia a Anis al-Chalis te la regalaría». «¡Padre! ¿Por qué no he de tratarla bien?» «Te recomiendo, hijo mío, que no te cases con otra mujer, que no la maltrates y que no la vendas.» «¡Padre! Te juro que no me casaré con otra y que no la venderé.» Prestó los juramentos correspondientes y entró en posesión de la joven. Vivió con ella un año y Dios (¡ensalzado sea!) hizo olvidar al rey el asunto de la esclava. Al-Muin b. Sawí se había enterado, pero no podía hablar dada la gran influencia que tenía el visir con el sultán. Un año después, el visir Fadl al-Din b. Jaqán entró en el baño, salió algo sudado, le dio el aire y le fue necesario guardar cama. La enfermedad se prolongó y lo debilitó. Entonces llamó a su hijo Alí Nur al-Din y cuando lo tuvo delante le dijo: «¡Hijo mío! Los bienes de este mundo son limitados, la vida de cada uno tiene su término y todo ser viviente ha de beber la copa de la muerte». Recitó estos versos:
Quien hoy escapa de la muerte, no escapará mañana. Todos hemos de beber en su abrevadero.
Ésta alcanza al rico y al pobre; ninguno de los humanos escapa sea cual sea su rango.
Ni rey, ni reinos ni profeta viven eternamente.
Añadió: «¡Hijo mío! Nada he de recomendarte a no ser: que temas a Dios, que consideres las consecuencias de las acciones y que trates bien a la joven Anis al-Chalis». «¡Padre mío! ¿Quién podrá reemplazarte si eres famoso por tus buenas obras y los predicadores ruegan por ti desde todos los púlpitos?» «¡Hijo mío! Espero que Dios (¡ensalzado sea!) me acoja.» Pronunció después las dos fórmulas de la profesión de fe, sufrió un estertor y quedó inscrito entre los habitantes del paraíso. Todo el palacio se llenó en el acto de griterío, la noticia llegó al sultán y la ciudad entera supo que al-Fadl b. Jaqán había muerto. Los niños de las escuelas lloraron por él. Su hijo Alí Nur al-Din lo preparó para el entierro e hicieron acto de presencia los príncipes, los ministros, los magnates y los habitantes de la ciudad. Entre los que acudieron figuraba el visir al-Muin b. Sawí. Uno de los asistentes recitó al ponerse en marcha el entierro:
Dije al hombre que debía lavarlo (¿por qué no habrá obedecido si fue buen consejero?):
Deja de lado el agua y lávalo con las lágrimas que han derramado los ojos de la gloria, pues ésta ha llorado.
Prescinde de todos los bálsamos, apártalos de él y perfúmalo con el aroma de su loa.
Manda que lo lleven, en muestra de honor, los ángeles más nobles: ¿no ves qué están delante?
No fatigues el cuello de los hombres con su transporte; basta con que soporten el peso de sus beneficios.
Alí Nur al-Din quedó muy triste por la pérdida de su padre. Un día en que estaba sentado en la habitación del difunto, alguien llamó a la puerta. Nur al-Din se levantó, abrió y encontró a uno de los contertulios de su padre, uno de sus amigos. Besó la mano de Nur al-Din y le preguntó: «¡Señor! Quien ha muerto dejando un hijo como tú no ha muerto. Tal ha sido la suerte del señor de todos los hombres, Mahoma (¡Dios le bendiga y le salve!). ¡Señor! Consuélate y deja la tristeza». Entonces Nur al-Din se dirigió al salón, colocó en él cuanto era necesario, reunió a sus amigos, tomó consigo a su esclava y se reunió con diez hijos de mercaderes. Comieron y bebieron, las reuniones se fueron sucediendo regularmente y empezó a dar y a hacer dones. Su administrador entró y le dijo: «Señor Nur al-Din, ¿no has oído un dicho que asegura que quien gasta sin cuenta se queda pobre? También lo asevera el autor de estos versos:
Guardo mi dinero y lo protejo, pues sé que es mi espada y mi escudo.
O ¿voy a gastarlo en beneficio del peor de mis enemigos y voy a trocar mi bienestar en medio de las gentes por la desgracia?
Preservo mi dinero de toda persona innoble que perjudica a todo ser humano.
Prefiero esto a tener que buscar un usurero y decirle: “procúrame un dirhem y mañana te lo devolveré quintuplicado”.
Me volvería la espalda, me alejaría y yo quedaría como un perro.
¡Cuán humillados están los hombres que carecen de bienes aunque sus virtudes reluzcan como el sol!»
Añadió: «Señor: Los gastos crecidos y los regalos costosos aniquilan la riqueza». Alí Nur al-Din contestó mirándole: «No haré caso de nada de lo que has dicho. ¡Cuán hermosas son las siguientes palabras del poeta!:
Si algún día he de ser rico sin ser generoso, ¡piérdase el uso de mi mano y el de mi pie!
¡Presentadme un avaro que haya conquistado la gloria con su usura! ¡Mostradme un pródigo que haya muerto por su prodigalidad!»
Añadió: «Sabe, administrador, que deseo, mientras me quede algo para comer, que no me hagas preocupar por la cena». El administrador se fue a sus asuntos y Alí Nur al-Din siguió siendo generoso. A cada uno de sus contertulios que le decía: «¡Qué hermoso es eso!», le contestaba: «Te lo regalo». Si le decían: «Tal casa es hermosa». «Es tuya», respondía. Así vivió durante un año entero, reuniéndose con sus contertulios y amigos por la mañana y por la noche. Un día, mientras estaba sentado, oyó recitar a la esclava estos dos versos:
Has pensado que el tiempo es bueno porque te ha favorecido; no has temido la desgracia que puede traer el destino.
Te has deslumbrado porque las noches te han sido favorables: pero en la tranquilidad de las noches se incuba la desgracia.
Apenas terminados estos versos alguien llamó a la puerta. Alí Nur al-Din se levantó; uno de sus invitados le siguió sin que él lo supiese. Abrió la puerta y encontró a su administrador. Le preguntó qué pasaba. Le respondió: «¡Señor! Lo que temía que te ocurriese te ha ocurrido». «¿Cómo es eso?» «Sabe que ya no me queda tuyo ni tan siquiera un dirhem. Aquí tienes la cuenta de los gastos que has mandado hacer y aquí la de tu capital.» Nur al-Din al oír estas palabras bajó la cabeza al suelo y exclamó: «¡No hay fuerza ni poder sino en Dios!» Cuando el hombre que le había seguido a escondidas y que había salido a espiarle hubo oído lo dicho por el administrador, volvió al lado de sus amigos y les dijo: «Ved qué vais a hacer, pues Alí Nur al-Din está arruinado». Al volver éste a su lado vieron en su rostro que estaba preocupado. Uno de ellos se puso de pie, lo miró y le dijo: «¡Señor! Te pido permiso para marcharme». «¿Por qué te vas hoy?» «Mi esposa debe dar a luz esta noche y no me es posible dejarla. Quiero ir a su lado y verla.» Le dio permiso. En seguida se levantó otro y le dijo: «¡Señor Nur al-Din! Quiero ver hoy a mi hermano, pues circuncida a su hijo». Cada uno le fue pidiendo permiso con una excusa y así se marcharon todos quedándose Nur al-Din solo. Llamó a su esclava diciendo: «¡Anis al-Chalis! ¿Sabes lo que me ha ocurrido?», y le contó lo que le había dicho el administrador. Le respondió: «Señor, hace ya mucho tiempo que había pensado hablarte de esto, pero te he oído recitar estos dos versos:
Si la fortuna te distingue con sus beneficios distribúyela entre las gentes antes de que se esfume,
pues la generosidad no la hará desaparecer si se acerca ni la avaricia la retendrá si se aleja.
Al oírtelos recitar me callé y no te dije ni una palabra». Le contestó: «¡Anis al-Chalis! Tú sabes que he gastado mi fortuna con mis amigos; no creo que me abandonen sin ayudarme». «¡Por Dios! ¡No te servirán de nada!» «Salgo ahora mismo, voy a su casa, llamo a su puerta. Tal vez obtenga algo que pueda utilizar como capital; me dedicaré al comercio y abandonaré los placeres y las diversiones.» A continuación se levantó, salió, y no paró de andar hasta que llegó a la calle en que vivían sus diez amigos, pues todos habitaban en la misma. Se acercó a la primera puerta, llamó y salió a abrir una criada que preguntó: «¿Quién es?» «Di a tu señor que Alí Nur al-Din espera en la puerta y te manda decirle: “Tu esclavo está en la puerta y espera tu favor”.» La criada se fue, informó a su señor; éste contestó gritando: «¡Vuelve y dile que no estoy!» La esclava regresó al lado de Alí Nur al-Din y le dijo: «¡Señor! Mi dueño no está en casa». Alí Nur al-Din se fue diciéndose: «Si éste es un hijo adulterino y reniega de sí mismo, alguno habrá que sea distinto». Llamó a la segunda puerta y dijo lo mismo que en la primera; pero el dueño de ésta también renegó de sí mismo. Entonces recitó este verso:
Aquellos que, cuando te parabas ante su puerta, te colmaban de beneficios, se han ido.
Al terminar exclamó: «¡Por Dios! ¡He de probarlos a todos! Tal vez haya entre ellos alguno que supla la falta de los otros». Visitó a los diez, pero no hubo ninguno que le abriese la puerta, ni que le quisiese ver personalmente ni que mandase que le diesen un mendrugo. Recitó estos versos:
El hombre en la época de la prosperidad es como un árbol: la gente permanece a su alrededor mientras duran los frutos.
Cuando ha dejado caer todo lo que tenía, se apartan y buscan otro árbol.
¡Malditos sean todos los hijos de este tiempo! ¡No he encontrado ni uno bueno entre los diez!
Regresó al lado de su esclava mucho más preocupado. Ella le dijo: «¿No te dije yo, señor, que ellos no te servirían de nada?» «¡Por Dios! ¡Ninguno ha querido verme!» «Vende los enseres de la casa uno tras otro.» Fue vendiendo todo lo que tenía hasta quedarse sin nada. Entonces miró a Anis al-Chalis y le preguntó: «¿Qué haremos ahora?» «Señor, mi opinión es que debes llevarme ahora mismo al mercado y venderme. Ya sabes que tu padre me compró por diez mil dinares. Tal vez Dios te favorezca enviándote quien te dé parte de esa cantidad, y si Dios dispone que nos volvamos a reunir nos reuniremos.» «¡Anis al-Chalis! ¡Yo no puedo separarme de ti ni por una hora!» «Ni yo tampoco, pero la necesidad tiene sus leyes, conforme dice el poeta:
En los negocios la necesidad obliga a hacer lo que no es correcto.
Nadie hace nada si es que lo que hace no le reporta determinados beneficios.»
Cogió a Anis al-Chalis mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas y recitó:
¡Deteneos un momento antes de partir! ¡Miradme una vez más para consolar a un corazón al que la separación va a matar!
Si el concederme eso os causa dolor, dejadme a solas con mi pasión y no os preocupéis.
Salió, la entregó a un corredor y le dijo: «¿Sabes la cantidad que debes pedir?» «Señor Alí Nur al-Din, conozco el oficio; ¿acaso no es ésta Anis al-Chalis, a la que tu padre compró por diez mil dinares?» «Sí.» El corredor se dirigió al grupo de mercaderes pero vio que aún no se habían reunido todos. Esperó hasta la llegada de los que faltaban, a que el zoco se llenase de esclavas de todas las razas: turcas, romanas, circasianas, georgianas y abisinias. El corredor al ver que estaba repleto se puso de pie y dijo: «¡Comerciantes! ¡Hombres ricos! Ni todo lo redondo es una nuez ni todo lo alargado es un plátano, ni todo lo encarnado carne; ni todo lo blanco, carne magra; ni todo lo sonrosado vino; ni todo lo marrón un dátil. ¡Mercaderes! Ésta es la perla única a cuyo precio no alcanzan las riquezas. ¿Qué precio ponéis para iniciar la subasta?» Uno gritó: «¡Cuatro mil quinientos dinares!»
En aquel momento cruzó por el mercado el visir al-Muin b. Sawí. Se dio cuenta de que Alí Nur al-Din estaba allí y se dijo: «¿Por qué estará ahí si no le queda con qué comprar esclavas?» Se fijó en que el corredor estaba realizando una subasta en medio de un corro de comerciantes. Se dijo: «Me imagino que no le queda ni un céntimo y ha venido aquí para venderla. Si esto es verdad, ¡qué gran alegría para mi corazón!» Llamó al corredor. Éste se acercó y besó el suelo delante de él. Le dijo: «Quiero esa esclava que estás subastando». El intermediario no pudo oponerse: cogió a la esclava y se la acercó. Cuando la vio, cuando se fijó en su esbeltez y en la dulzura de sus palabras quedó admirado y preguntó: «¿A cuánto alcanza su precio?» «Cuatro mil quinientos dinares.»
Ninguno de los comerciantes, al oír estas palabras, quiso aumentar en un dirhem la puja, antes bien, se mantuvieron callados pues conocían la iniquidad de aquel visir. Al-Muin b. Sawí miró al corredor y le increpó: «¿Por qué te estás quieto? ¡Vete! La esclava es mía por cuatro mil quinientos dinares, de los cuales quinientos son tuyos». El corredor se dirigió a Alí Nur al-Din y le dijo: «¡Señor! Has perdido la esclava sin ningún beneficio». «¿Por qué?» «Empezamos la subasta en cuatro mil quinientos dinares, en el momento en que ese inicuo de al-Muin b. Sawí entraba en el mercado. En cuanto ha visto a la esclava le ha gustado y me ha dicho que te aconseje que se la vendas por cuatro mil dinares y los otros quinientos que sean para mí. Yo creo que se ha dado cuenta de que la esclava te pertenece. Si te paga su precio en el acto será por expresa concesión de Dios, pues yo conozco su maldad. Te dará una letra de cambio para sus agentes; al mismo tiempo mandará a decirles que no te paguen y cada vez que vayas a cobrar te contestarán que te pagarán al día siguiente; así te irán dando largas día tras día, pues tú eres un alma noble; cuando estén hartos de tus peticiones te dirán que les entregues la letra y en cuanto la cojan la romperán. Así perderás el importe de la esclava.»
Alí Nur al-Din, al oír las palabras del corredor, lo miró y le dijo: «¿Qué hay que hacer?» «Te daré un consejo: si lo sigues tendrás mucha suerte. Voy a dirigirme al centro del zoco y cogeré a la esclava de la mano. Tú vendrás en seguida, le pegarás y le dirás: “¡Ay de ti! Ya he cumplido el juramento que había hecho, ya te he traído al mercado como te había prometido; no me quedaba más remedio que sacarte a pública subasta”. Si lo haces así tal vez consigas engañar a todo el mundo; creerán que la has traído al mercado para librarte del juramento.» «Es una opinión certera.» El corredor lo dejó, se fue al centro del zoco, cogió con su mano a la esclava y señalando al visir al-Muin b. Sawí dijo: «Señor, ése que se acerca es, el dueño». Alí Nur al-Din se acercó al corredor, arrancó la esclava de su mano, le pegó y le dijo: «¡Ay de ti! Te he traído al zoco para cumplir mi juramento. Vete a casa y no vuelvas a contradecirme jamás. No necesito el dinero tanto como para tener que venderte. Si vendiese repetidas veces los enseres de la casa, no alcanzarían tu precio». Al-Muin b. Sawí, al ver a Alí Nur al-Din, le dijo: «¡Desgraciado! ¿Es que aún tienes algo por vender o comprar?», y quiso lanzarse sobre él.
Los comerciantes clavaron la vista en Alí Nur al-Din, al que todos querían. Éste les dijo: «Estoy ante vosotros y habéis visto su maldad». Exclamó el visir: «¡Por Dios! Si no estuvieseis presentes, lo mataba». Los comerciantes se hicieron signos y dijeron: «Ninguno de nosotros se interpondrá entre vosotros». Entonces Alí Nur al-Din, que era valiente, se acercó al visir Ibn Sawí[44] arrancó al visir de la silla y lo echó al suelo; allí había un lodazal: fue a caer en el centro y empezó a pegarle: un puñetazo le dio en los dientes y la barba se le tiñó de sangre. Acompañaban al ministro diez mamelucos, los cuales al ver cómo estaba dejando Nur al-Din a su señor, colocaron la mano en la empuñadura de la espada y quisieron despedazarlo. Los mirones dijeron a los mamelucos: «Uno es visir y el otro hijo de un visir; si se reconcilian vosotros seréis odiados por ambos; tal vez, si le herís, os puede costar a todos la peor de las muertes. Lo mejor es que os abstengáis de intervenir».
Cuando Alí Nur al-Din hubo terminado de pegar al ministro cogió a su esclava y se la llevó a su casa. El ministro Ibn Sawí se levantó en el acto: sus vestidos, antes blancos, tenían ahora tres colores: el del barro, el de la sangre y el del polvo. Al verse en esta situación, cogió un trapo, se lo puso en el cuello; tomó dos ramilletes de esparto y marchó a colocarse debajo del alcázar en que vivía el sultán. Gritó: «¡Rey del tiempo! ¡Aquí hay un maltratado!» Lo condujeron delante del sultán. Éste lo miró y reconoció en él a su visir al-Muin b. Sawí. Le preguntó: «¿Quién te ha dejado en este estado?» Llorando y sollozando recitó estos dos versos:
¿El tiempo en que tú vives puede vejarme? ¿Pueden devorarme los perros si tú eres un león?
Todos los sedientos abrevan en tus aguas. ¿He de morir de sed yo que estoy bajo tu protección y tú eres la lluvia?
Añadió: «¡Señor! ¿Estas desgracias, pues, deben ocurrir a quien te ama y te sirve?» «¿Quién te ha puesto así?» «Sabe que hoy me he dirigido al zoco de las mujeres para comprar una cocinera. He visto en él una esclava cual nunca en mi vida he contemplado. El corredor me ha dicho que pertenecía a Alí b. Jaqán. Nuestro señor, el sultán, había dado anteriormente a su padre dinero para que le comprase una esclava muy hermosa. La compró y como le gustó se la regaló a su hijo. Muerto su padre éste ha emprendido el camino de la dilapidación llegando al punto de tener que vender todo lo que poseía: fincas, jardines y utensilios. Cuando ha quebrado y no le ha quedado nada ha llevado la esclava al zoco para venderla, la ha entregado al corredor y éste ha iniciado la subasta. Los comerciantes han ido pujando hasta que el precio ha llegado a ser de cuatro mil dinares. Entonces he dicho: “Compro a ésa para nuestro señor el sultán, ya que éste ha pagado el primer precio”. Dirigiéndome a él le he dicho: “¡Hijo mío! Coge los cuatro mil dinares que vale”. Al oír mis palabras me ha mirado y me ha dicho: “¡Jeque de mal agüero! ¡Antes de vendértela a ti la entregaré a los judíos y a los cristianos!” “Yo no la compro para mí, sino para nuestro señor el sultán, que es la fuente de nuestro bienestar.” Al oír estas palabras se ha indignado, me ha dado un tirón y me ha hecho caer del caballo, a mí que soy un anciano; me ha pegado y no me ha soltado hasta dejarme en el estado en que me ves; todo esto me ha ocurrido por haber querido comprar esa esclava para hacerte feliz.»
En seguida se echó al suelo y empezó a llorar y a temblar. El sultán, al ver su estado y al oír sus palabras, se puso de pie en un acceso de ira. Se volvió hacia los magnates que estaban allí presentes y en el acto aparecieron cuarenta esbirros, que se colocaron delante. Les dijo: «Id ahora mismo a casa de Ibn Jaqán. ¡Saqueadla! ¡Destruidla!, pero traédmelo atado junto a la esclava, haciendo que arrastren la cara por el suelo. ¡Traédmelos!» «En el acto», contestaron. Echaron a correr hacia el domicilio de Alí Nur al-Din. El sultán tenía un chambelán que se llamaba Alam al-Din Sinchar; éste había sido antes esclavo de al-Fadl b. Jaqán, el padre de Nur al-Din. Cuando oyó la orden del sultán y vio a los enemigos que se disponían a matar al hijo de su señor, no pudo sufrirlo. Montó en su corcel, galopó hasta la casa de Nur al-Din; llamó a la puerta y salió a abrir éste. Al verle lo reconoció y quiso saludarlo, pero él le dijo: «¡Señor mío! No es éste el momento ni de saludar ni de hablar. Escucha lo que dice el poeta:
¡Salva tu vida si temes perderla! ¡Deja que la casa se derrumbe sobre quien la construyó!
Puedes encontrar un país que sea tan bueno como éste, pero no hallarás un alma distinta de la que tienes».
Alí Nur al-Din preguntó: «¿Qué ocurre. Alam al-Din?» «¡Vete! ¡Sálvate con la esclava! Al-Muin b. Sawí os odia a los dos y en cuanto caigáis en su mano os matará. El sultán ha mandado contra vosotros a cuarenta soldados. Mi opinión es que debéis escapar antes de que os alcance la desgracia.» Sinchar alargó la mano a Alí Nur al-Din dándole dinero. Lo contó, vio que eran cuarenta dinares y le dijo: «¡Señor! Coge esto. Si más tuviera más te daría. Pero éste no es el momento de las quejas». Alí Nur al-Din entró a ver a la esclava y la informó de lo que ocurría; ella perdió la cabeza. En el acto salieron los dos fuera de la ciudad y Dios tendió sobre ellos su velo. Anduvieron hasta llegar a la orilla del mar. En ella encontraron una embarcación que estaba aparejando para emprender el viaje y cuyo capitán estaba de pie en medio del puente diciendo: «Todo aquel a quien le quede algo por hacer: despedirse o coger provisiones o haya olvidado algo, que lo haga, que vamos a zarpar». «¡Todo listo, capitán!», le contestó el equipaje. El capitán gritó a la tripulación: «¡Dad trapo! ¡Levad anclas!» Entonces Nur al-Din preguntó: «¿Adónde vamos, capitán?» «A la ciudad de la paz, a Bagdad.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nur al-Din y la esclava subieron a bordo. Levaron anclas y soltaron las velas como si fuese un pájaro que extendiese las alas, tal como lo describe un poeta en estos dos versos:
Mira al buque: su vista te complacerá: compite con el viento en la derrota feliz.
Parece un pájaro que haya extendido las alas y descienda desde lo alto al agua.
La nave emprendió el camino con ellos y el viento les fue favorable.
He aquí lo que ocurrió con los cuarenta hombres que había despachado el sultán: Llegaron a la casa de Alí Nur al-Din, forzaron la puerta, entraron y buscaron por todas partes sin encontrar huella de los dos. Destruyeron la casa, regresaron e informaron al sultán. Éste les dijo: «Buscadlos en todos los lugares en que puedan estar». «Oímos y obedecemos.» El visir al-Muin b. Sawí se marchó a su domicilio, después de que el «sultán le hubo regalado un vestido y le hubo prometido que sólo él era capaz de vengarle. El visir le deseó larga vida y se tranquilizó. El sultán mandó que se pregonase por la ciudad: «¡A todas las gentes! El sultán manda que quien encuentre rastro de Alí Nur al-Din y se lo entregue, recibirá un vestido de honor y mil dinares; aquel que lo oculte o, conociendo el lugar en que se encuentra, no lo denuncie, se hace merecedor de un castigo ejemplar». Todos los ciudadanos se dedicaron a buscar a Alí Nur al-Din, pero no encontraron ningún rastro. Esto es lo que a ellos atañe.
En cuanto a Nur al-Din y su esclava, ambos llegaron salvos a Bagdad. El capitán les dijo: «Ésta es Bagdad, ciudad segura; el invierno con sus fríos se ha marchado y ha llegado la primavera con sus rosas: los árboles han florecido y el agua corre por sus ríos». Alí Nur al-Din y su esclava desembarcaron, pagaron al capitán cinco dinares y se pusieron a andar. El destino les condujo hacia los jardines y llegaron a un lugar limpio, regado, con bancos rectangulares y arcaduces colgados repletos de agua; encima, a todo lo largo de la calleja, había un cañizo y en el centro la puerta cerrada de un jardín. Alí Nur al-Din dijo a la esclava: «¡Qué hermoso lugar, por Dios!» «Señor, sentémonos un rato en esos bancos.» Se sentaron en uno de ellos, se lavaron la cara y las manos, disfrutaron del fresco que corría y se quedaron dormidos. ¡Ensalzado sea Quien no duerme!
Este jardín se llamaba «El jardín del placer», en el cual se encontraba un palacio llamado «El palacio de la alegría», que pertenecía al califa Harún al-Rasid. Cuando éste estaba triste se dirigía al jardín, entraba en el palacio y se encerraba en él. Tenía dicho palacio ochenta candelas y en el centro había una gran lámpara de oro. El Califa, al llegar, mandaba a las esclavas que abriesen las ventanas y ordenaba a Isaac, su cortesano, y a las esclavas que cantasen para distraerle y disipar sus preocupaciones. El jardín tenía como guardián a un anciano muy viejo, que se llamaba el jeque Ibrahim. Una vez había salido para uno de sus menesteres y había encontrado unos mirones, acompañados de mujeres y gentes de mala fama. El jeque Ibrahim, aunque indignado en gran manera, supo contenerse hasta que el Califa fue de visita al cabo de algunos días.
Lo informó de lo ocurrido y éste le había autorizado a hacer lo que quisiera con aquellos que encontrase en la puerta. El jeque Ibrahim, el guardián, salió precisamente aquel día para un asunto. Vio a aquellos dos durmientes cubiertos únicamente por un velo y exclamó: «¿Acaso no saben que el Califa me ha dado permiso para matar a todos los que encuentre? A este par les voy a dar unos palos no muy fuertes para que nadie vuelva a acercarse a la puerta del jardín». Cortó un ramo verde de palma, se acercó a ellos, levantó la mano hasta dejar al descubierto el sobaco y se dispuso a pegarles. Pero meditó y se dijo: «¡Ibrahim! ¿Cómo vas a pegarles si desconoces su situación? Pueden ser extranjeros o caminantes a los que el destino ha traído hasta aquí. Voy a destaparles la cara para verlos». Les quitó el velo del rostro y dijo: «Éstos son dos beldades y no he de pegarles». Se acercó a uno de los pies de Alí Nur al-Din y tiró de él. Éste abrió los ojos y vio al anciano; Alí Nur al-Din se avergonzó, recogió el pie, se sentó, cogió la mano del jeque y la besó. Éste preguntó: «¡Hijo mío! ¿De dónde sois?» «Señor, nosotros somos forasteros», y las lágrimas saltaron de sus ojos. El jeque Ibrahim dijo: «Hijo mío: Sabe que el Profeta (Dios le bendiga y le salve) ha dispuesto que se honre al extranjero. Hijo mío: ¿Por qué no te levantas y entras en el jardín para pasear por él? Te distraerás». «Señor, este jardín ¿a quién pertenece?» «Lo he heredado de mis antepasados.»
Con estas palabras el jeque Ibrahim no se proponía más que tranquilizarlos y convencerlos de que entrasen en el jardín. Cuando Nur al-Din oyó sus palabras le dio las gracias. Él y su esclava se pusieron de pie y entraron en el jardín acompañados por el jeque Ibrahim, que los precedía. La puerta era de arco de medio punto; encima había parras y vides de vario color: rojo como el jacinto y negro como el ébano. Se pusieron debajo de una pérgola en la cual había toda suerte de frutos en grupos o sueltos; los pájaros modulaban sus melodías por encima de las ramas, el ruiseñor gorjeaba, la paloma llenaba con su zureo el lugar, y el canto del mirlo parecía que provenía de un hombre. Los frutos de los árboles habían llegado a la madurez y cada uno estaba representado por distintas variedades: había melocotones kafurí, lauzí y del Jurasán; los albaricoques semejaban el color de las bellas; las cerezas pasmaban el intelecto del hombre; los higos, entre blanco, rojo y verde vestían los más hermosos colores, Las flores parecían perlas y coral; las rosas afrentaban con su rojo la mejilla de las hermosas; las violetas semejaban azufre puesto al lado del fuego; había mirto, alhelíes, espliego; anémonas cuyas hojas se habían ceñido con las lágrimas de las nubes; sonreía la boca de la camamila; el narciso miraba a las rosas con ojos negros; las toronjas parecían bolos, los limones, pelotas de oro y la tierra se había cubierto con un tapiz de flores de distintos tonos: había llegado la primavera y aquel lugar brillaba con todo su fulgor: el río murmuraba, los pájaros cantaban, el viento soplaba, el tiempo era magnífico y el céfiro acariciaba.
El jeque Ibrahim entró con ellos en el salón cerrado del que quedaron admirados por su hermosura y por su extraordinaria suntuosidad. Se sentaron junto a una de las ventanas y Alí Nur al-Din empezó a pensar en los sufrimientos que había pasado. Dijo: «¡Por Dios! Este lugar han hermoso me hace recordar lo que he vivido y ha apagado en mí la brasa de la pena». El jeque Ibrahim les ofreció de comer. Comieron hasta quedar hartos; después se lavaron las manos. Nur al-Din se sentó debajo de una de aquellas ventanas y dio un grito a la esclava: ésta se acercó y ambos contemplaron aquellos árboles que daban toda clase de frutos. Alí Nur al-Din se volvió hacia el jeque Ibrahim y le preguntó: «¡Jeque Ibrahim! ¿Tienes algo de beber? Las personas acostumbran beber después de la comida». Ibrahim le acercó agua dulce, helada. Alí Nur al-Din dijo: «Ésta no es la bebida que me apetece». «¿Prefieres vino?» «Sí.» «¡Dios nos guarde de él! Hace ya trece años que no lo he fabricado, puesto que el Profeta (¡Dios le bendiga y le salve!) ha declarado malditos a quien lo bebe, a quien lo fabrica y a quien lo transporta.» «Escucha dos palabras.» «Di lo que quieras.» «Si tú no eres ni quien lo fabrica, ni quien lo bebe, ni quien lo transporta, ¿te alcanza alguna de sus maldiciones?» «No.» «Coge estos dos dinares y estos dos dirhemes, monta ese asno y vete. Cuando encuentres un hombre que pueda comprarlo llámalo y dile: “Coge estos dos dirhemes. Con estos dos dinares compra vino y cárgalo en el asno”. Así no serás ni bebedor ni transportista ni fabricante: no te alcanzará el castigo que corresponde a los demás.»
El jeque Ibrahim se echó a reír al oír estas palabras y dijo: «¡Por Dios! No conozco persona más lista que tú ni que te aventaje en razones». «Nosotros te estamos reconocidos y a ti incumbe ayudarnos. ¡Trae todo lo que necesitamos!» «Hijo mío: mi despensa, ahí delante, está dispuesta para el Emir de los creyentes. Entra, coge lo que quieras, pues hay mucho más de lo que deseas.» Alí Nur al-Din entró en la despensa y vio en ella vasos de oro y de plata; el vidrio estaba incrustado de distintas clases de piedras preciosas. Sacó lo que quiso, vertió el vino en jarras y botellas y él y su esclava empezaron a beber admirados de la belleza de lo que habían visto. El jeque Ibrahim les ofreció perfumes y se sentó algo alejado de ellos. No pararon de beber y de estar la mar de contentos hasta que el vino se les subió a la cabeza; se les colorearon las mejillas, sus ojos se encandilaron y su razón se ofuscó. El jeque Ibrahim se dijo: «¿Por qué me he de sentar lejos de ellos? ¿Cómo no me siento a su lado? ¿Cuándo volveré a reunirme en este palacio con dos seres como éstos que parecen lunas?»
El jeque Ibrahim se acercó y se sentó en el extremo del diván. Alí Nur al-Din le dijo: «¡Señor! ¡Por vida mía que has de estar a nuestro lado!» El jeque se acercó y Nur al-Din llenó una copa y mirándole dijo: «¡Bebe hasta que conozcas las dulzuras de la bebida!» «¡En Dios me refugio! Durante trece años no lo he hecho.» Nur al-Din se despreocupó de él, bebió la copa, se revolcó por el suelo y se hizo patente que la embriaguez se había apoderado de él. Anis al-Chalis le miró y dijo: «Jeque Ibrahim: Fíjate en cómo se comporta ése conmigo». «Señora, ¿qué le ocurre?» «Siempre se porta conmigo igual: bebe un rato y se duerme; me quedo sola sin encontrar un contertulio que me acompañe con la copa; si bebo ¿quién me sirve?, si canto ¿quién me escucha?» El jeque Ibrahim, completamente enternecido e inclinado hacia ella por sus palabras, contestó: «El contertulio no debe ser así». La joven llenó una copa y mirando al jeque le dijo: «¡Por vida mía que has de cogerla y beber! ¡No la rechaces! ¡Acéptala y compláceme!» El jeque extendió la mano, cogió la copa y la bebió; le llenó el vaso por segunda vez y se le acercó diciendo: «Te falta esto». «¡Por Dios! No puedo beberlo. Me basta con lo que he bebido.» «¡Por Dios, que no te queda otro remedio!» Cogió la copa, la bebió; le entregó una tercera y se disponía a bebérsela cuando Nur al-Din se levantó y se sentó.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y cinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que le dijo: «¡Jeque Ibrahim! ¿Qué es esto? Te conjuro hace un momento a que bebas y rehúsas diciendo que hace trece años que no lo has hecho». El jeque, avergonzado, respondió: «No es mía la culpa: ella me ha forzado». Nur al-Din se puso a reír y continuaron la juerga los tres juntos. La esclava se volvió a su señor y le dijo en secreto: «Señor: bebe y no hagas caso al jeque Ibrahim; voy a hacer que te rías de él». La esclava escanció a su señor y éste a ella y así siguieron una y otra vez. El jeque Ibrahim, que los miraba, dijo: «¿Qué es esto? ¿En qué convite estamos que no me escanciáis a pesar de que soy vuestro invitado?» Al oír sus palabras los dos se echaron a reír hasta perder el conocimiento. Después continuaron bebiendo y le escanciaron. Continuaron así hasta el tercio de la noche. La esclava dijo entonces: «Jeque Ibrahim: con tu permiso voy a encender una de esas velas que están alineadas». «Levántate y enciende una sola.» Se puso de pie y encendió desde la primera hasta la última de las ochenta velas. Después volvió a sentarse y entonces Nur al-Din dijo: «¡Jeque Ibrahim! Por la consideración en que me tienes, ¿no me dejas encender una de estas lámparas?» «Levántate y enciende una sola lámpara, pero no intentes encender más.» Se levantó y encendió desde la primera hasta la última de las ochenta lámparas. Todo aquel lugar quedó iluminado y el jeque, medio borracho, exclamó: «¡Sois más listos que yo!» Se puso de pie, abrió todas las ventanas, y se sentó de nuevo en su lado para beber y recitar poesías. Aquel lugar adquirió un aspecto maravilloso.
Dios, el Oyente, el Omnisciente, el que dispone que toda cosa tenga una causa, había decretado que el Califa estuviese en aquel instante sentado a la luz de la luna junto a una de las ventanas que daban al Tigris. Mirando en aquella dirección vio la luz de las lámparas y de las velas reflejada en el agua; se volvió hacia el palacio que estaba en el jardín, y vio que velas y lámparas estaban encendidas. Exclamó: «¡Que me traigan a Chafar el barmekí!» En un abrir y cerrar los ojos Chafar estuvo delante del Emir de los creyentes. Éste dijo: «¡Perro de ministro! ¿Puedes ser mi servidor si no me informas de lo que pasa en la ciudad de Bagdad?» «¿Qué motiva estas palabras?» «Aunque el enemigo me tomase la ciudad de Bagdad, el Palacio de la Alegría no tendría encendidas ni las lámparas ni las velas, ni las ventanas estarían abiertas. ¡Ay de ti! ¿Quién tiene poder tal como para hacer esto de no ser que se me haya depuesto del califato?» Chafar, temblando de pavor, contestó: «¿Quién te ha dicho que el Palacio de la Alegría tenga encendidas las lámparas y las velas y que las ventanas estén abiertas?» «¡Acércate y mira!»
Chafar se aproximó al Califa, miró en dirección del jardín y vio que el palacio parecía una antorcha de fuego cuya luz apagaba a la de la luna. Chafar quiso disculpar al jeque Ibrahim, el guardián, que tal vez lo hubiera hecho con una causa justificada. Dijo: «¡Emir de los creyentes! El jeque Ibrahim me dijo el viernes pasado: “Chafar, señor mío: con motivo de la fiesta de mis hijos quiero hacer una ofrenda en favor tuyo y del Emir de los creyentes”. Le pregunté qué quería decir con eso y me contestó: “Querría que el Califa me concediese permiso para circuncidar a mis hijos en palacio”. Le contesté que podía hacer lo que creyera que iba a regocijar a sus pequeños y que yo, cuando me reuniese con el Califa, le informaría. Se marchó en seguida y yo me he olvidado de contártelo». «¡Chafar! Te tenía por culpable de una cosa, pero ahora son dos, puesto que has faltado en dos: La primera en informarme de eso y la segunda es que, al explicarte el jeque Ibrahim lo que se proponía, él sólo te lo decía en busca de que le dieses algo de dinero con el que ayudarse, y tú no le has dado nada y ni tan siquiera me lo has dicho para que yo se lo diese.» «Me he olvidado, Emir de los creyentes.» «¡Por el derecho de mis padres y de mis antepasados! No terminaré la noche sin estar a su lado. Es un hombre piadoso al que visitan los religiosos, que acoge a los pobres y da limosna a los necesitados. Creo que todos éstos estarán en su casa esta noche y yo debo ir a su lado. Tal vez alguno de ellos ruegue por nosotros de tal manera que nos alcance el bien de esta vida y de la última. Tal vez mi presencia le sea útil; él y sus amigos se alegrarán con ella.» «¡Emir de los creyentes! Ha transcurrido ya la mayor parte de la noche y ahora estarán marchándose.» «Es preciso que vayamos a su casa.»
Chafar, perplejo, se calló sin saber qué decir. El Califa se puso de pie; Chafar y el criado Masrur le imitaron y salieron disfrazados del palacio. Atravesaron las calles vestidos de comerciantes y así llegaron al jardín mencionado. El Califa se adelantó, vio que el jardín estaba abierto y se extrañó. Exclamó: «¡Vaya! ¿Cómo ha dejado la puerta abierta hasta ahora el jeque Ibrahim? Ésta no es su costumbre». Entraron y anduvieron hasta llegar al fin del jardín; se pararon al pie del palacio. El Califa dijo: «¡Chafar! Antes de entrar quiero espiarlos para ver los éxtasis de estos religiosos, los carismas que poseen cuando están en el retiro o en público; hasta ahora no hemos oído ni una voz ni hemos visto su rastro». El Califa miró, vio un alto nogal y dijo: «Chafar: quiero subirme a ese árbol; sus ramas están muy próximas a las ventanas y los veré». Trepó por él y no paró de saltar de rama en rama hasta llegar a una que estaba enfrente de la ventana. Se sentó encima, miró por la ventana del palacio y vio una muchacha y un muchacho que parecían dos lunas (¡loado sea su Creador!). Vio que el jeque Ibrahim estaba sentado con la copa en la mano y oyó que decía: «Bella señora: la bebida no es agradable si no va acompañada de la música; no has oído las palabras del poeta:
Sirve en ruedo la copa entre viejos y jóvenes; cógela de la mano de la luna radiante.
No bebas sin música: que he visto que los caballos, al beber, relinchan».
El Califa, al contemplar al jeque Ibrahim en este estado notó que la frente se le humedecía de sudor. Clamó: «¡Chafar! Nunca he visto que los piadosos hayan hecho milagros como los de esta noche: sube tú también al árbol para que no pierdas la baraka de los religiosos». Chafar quedó perplejo al oír las palabras del Emir de los creyentes. Trepó hasta lo más alto, miró y vio a Air Nur al-Din, al jeque Ibrahim y a la esclava; el segundo tenía la copa en la mano. Al ver todo esto estuvo cierto de que iba a morir. Descendió y se colocó delante del Emir de los creyentes. El Califa le dijo: «¡Chafar! ¡Loado sea Dios, que nos ha hecho seguidores de la verdadera, de la pura ortodoxia y que nos ha librado del mal de la herejía!»
Chafar, completamente avergonzado, no pudo articular ni una sola palabra. El Califa le miró y continuó: «¿Quién sabe quién habrá traído a ésos hasta este lugar y quién los ha introducido en mi palacio? Jamás he visto a nadie más hermoso, más gracioso que ese joven y que esa adolescente; ambos están bien proporcionados». Chafar, que esperaba que el Califa se aplacase, contestó: «Dices la verdad, Emir de los creyentes». «¡Chafar! Vamos a subir a esas ramas que están ahí enfrente y así veremos lo que hacen.» Los dos treparon al árbol y los miraron. El jeque Ibrahim decía: «¡Señora mía! He roto la abstinencia y he bebido vino; pero esto no es agradable si no va acompañado con las melodías de la música». Anis al-Chalis contestó: «Jeque Ibrahim. ¡Por Dios! Si tuviésemos algún instrumento de música, nuestra alegría sería completa». El jeque, al oír estas palabras de la esclava, se puso de pie.
El Califa dijo a Chafar: «¡Quién sabe lo que quiere hacer!» «No tengo ni idea», contestó Chafar. El jeque se marchó y volvió con un laúd. El Califa lo examinó y vio que era el de Isaac, su contertulio. Exclamó: «¡Por Dios! Si la chica canta y lo hace mal voy a crucificarlos a todos. Si por el contrario canta bien, los perdonaré y en cambio te crucificaré a ti». Chafar imprecó: «¡Dios mío! ¡Haz que desafine!» «¿Por qué?» «Para que tú los crucifiques a todos: así se consolarán los unos a los otros.» El Califa se echó a reír. La esclava cogió el laúd, lo templó y empezó a tañer notas capaces de fundir el hierro y de hacer inteligente al tonto. Recitó estos versos:
Estamos separados en vez de estar juntos.
Os separasteis y nos separamos. El amor que por vos sentimos nos ha impedido recuperar la salud; nuestros ojos no se han secado.
El enemigo, enojado porque nos escanciábamos la copa del amor, ha procurado romperla y el destino ha dicho: «Así sea».
No tememos que nos mate en vuestra mansión; tememos que nos difamen.
El Califa dijo: «¡Por Dios, Chafar! En mi vida he oído una voz como ésta». «¿Es que se ha terminado ya el mal humor del Califa?» «Sí; ha desaparecido.» Bajaron del árbol, y el Califa, dirigiéndose a Chafar dijo: «Quiero entrar, sentarme a su lado y oír cantar a la adolescente en mi presencia». «Si entras es posible que se azaren, y además el jeque Ibrahim se muere del susto.» «¡Chafar! Es preciso que encuentres el método de averiguar la verdad de este asunto sin que ellos sospechen que los vigilamos.»
El Califa y Chafar se dirigieron hacia el Tigris pensando en lo que harían. Vieron un pescador que estaba pescando debajo de las ventanas del palacio; había echado su red para ver si conseguía algo con lo que alimentarse. Algunos días antes el Califa había oído una voz debajo de las ventanas del palacio y llamando al jeque Ibrahim le había preguntado de quién era. El jeque le había informado de que se trataba de los pescadores que se dedicaban allí a sus faenas y el Califa había dispuesto que se les impidiese pescar en aquel lugar. Pero en la noche de referencia un pescador llamado Karim había visto abierta la puerta del jardín y se había dicho: «Ahora que están distraídos debo aprovecharme y pescar». Había cogido su red y la había echado al río recitando estos versos:
Tú que viajas por el mar entre terrores y peligros: no te esfuerces tanto, pues el sustento no se consigue con el movimiento.
¿No ves al mar y al pescador plantado en medio de la noche mientras las estrellas están diseminadas por el cielo?
Ha tendido las redes de las que no se apartan sus ojos a pesar de que le azotan las olas
hasta que llega el momento de alegrarse cuando los peces se meten en ellas.
Entretanto quien posee un palacio pasa en él la noche, feliz en el más completo bienestar.
Se despierta después de haber dormido tranquilo: tenía en su poder una gacela y la ha poseído.
¡Loado sea mi Señor que da a unos y quita a otros! Unos pescan y otros se comen el pescado.
Apenas había terminado los versos cuando el Califa se adelantó solo, erguido, y reconociéndole llamó: «¡Karim!» Cuando éste se oyó llamar por su nombre se volvió y al reconocer al Califa empezó a temblar de miedo. Dijo: «¡Por Dios, Emir de los creyentes! No he venido aquí para burlarme de la orden: la pobreza y la familia me han forzado a lo que ves». «¡Pesca a mi salud!» El pescador, muy contento, se adelantó, tiró la red, esperó a que se colocase bien, se asentó con fuerza y la atrajo hacia sí. Había en ella una cantidad innumerable de peces de todas las clases.
El Califa se alegró y le dijo: «¡Karim! ¡Desnúdate!» Se desnudó: llevaba una aljuba con cien remiendos de lana sucia, tan repleta de piojos con cola y pulgas que casi se iba sola por el suelo; se quitó de la cabeza un turbante que no había deshecho en tres años y al que añadía todos los retales que encontraba. Cuando se hubo quitado la aljuba y el turbante, el Califa se quitó sus sedas de Alejandría y Baalbek, la maluta y el manto farachía que constituían sus vestidos. Dijo al pescador: «Coge esto y póntelo». El Califa, a su vez, se puso la aljuba y el turbante del pescador, colocó encima de su cara un velo y dijo a éste: «Vete a tu trabajo». Besó el pie del soberano, le dio las gracias y recitó estos dos versos:
Me has dado riquezas que no sé cómo agradecer. Con ellas me has librado de todas las necesidades.
Te estaré reconocido mientras viva y, cuando muera, mis huesos, en la tumba, te darán las gracias en mi lugar.
Apenas había terminado el pescador sus versos y ya estaban paseándose los piojos por la piel del Califa. Éste empezó a cogerlos y echarlos del cuello con la diestra y la siniestra. Exclamó: «¡Ay de ti, pescador! ¿Qué pintan tantos piojos en esta aljuba?» «¡Señor! Estos piojos te molestan ahora, pero cuando haya transcurrido una semana ya no los notarás ni pensarás en ellos.» El Califa se rió y le dijo: «¡Ay de ti! ¿Cómo he de dejar esta aljuba en mi cuerpo durante una semana?» «Quisiera decirte unas palabras, pero me avergüenza dado el respeto que debo al Califa.» «Di lo que te plazca.» «Me pasa por la mente, Emir de los creyentes, que tú quieres aprender a pescar para tener un oficio de provecho. Si es ésta tu intención, oh Emir de los creyentes, esta aljuba es la que te conviene.» El Califa volvió a reírse de las palabras del pescador y éste se marchó siguiendo su camino.
El soberano llenó una alcofa de pescado, puso encima un poco de hierba y se acercó con ella a Chafar y se paró delante. Chafar creyó que era Karim, el pescador; temió que le pasase algo y le dijo: «¡Karim! ¿Qué te ha traído aquí? ¡Ponte a salvo! El Califa está aquí». El Califa al oír estas palabras de Chafar se rió estrepitosamente. Éste preguntó: «¿Acaso eres nuestro señor, el Emir de los creyentes?» «Sí, Chafar; si tú que eres mi visir no me reconoces cuando me acerco a ti, ¿cómo ha de reconocerme el jeque Ibrahim, que está borracho? Ocupa tu puesto hasta que yo regrese.» «Oigo y obedezco.» El Califa se acercó a la puerta del palacio y llamó. El jeque Ibrahim se incorporó y preguntó: «¿Quién hay?» «Yo, jeque Ibrahim.» «¿Quién eres tú?» «Karim, el pescador. He oído que tienes huéspedes y te he traído pescado. Es muy bueno.»
A Nur al-Din Alí y a la esclava les gustaba el pescado. En cuanto oyeron mencionarlo se alegraron mucho y dijeron: Señor, ábrele; déjalo entrar con el pescado que trae». El jeque Ibrahim abrió; entró el Califa, disfrazado de pescador, y empezó a saludar. El jeque le interrumpió: «¡Bien venido sea el ladrón, el bandido, el jugador de ventaja! ¡Vamos! ¡Enséñanos el pescado que traes!» Se lo mostró. Al ver que estaba vivo, que se movía, la esclava dijo: «¡Por Dios, señor! Es un pescado magnífico. ¡Cuánto me gustaría que estuviese frito!» «¡Dices la verdad! —clamó el jeque; volviéndose al Califa añadió—: ¡Pescador! ¡Ojalá hubieses traído el pescado frito! ¡Vete a freírlo y tráenoslo!» «Voy, lo frío y vuelvo.» «¡Date prisa en freírlo y en traerlo!»
El Califa corrió al encuentro de Chafar. Le dijo: «Chafar: quieren el pescado frito». «Dámelo, Emir de los creyentes, y yo lo freiré.» «¡Por la tumba de mis padres y de mis antepasados! ¡Lo he de freír con mi propia mano!» El Califa se dirigió a la cabaña del guardián, buscó y encontró todo lo que necesitaba: la sartén, la sal, el tomillo y todo lo demás. Se acercó al hornillo, colgó la sartén y lo frió magníficamente. Cuando estuvo a punto lo colocó encima de una hoja de plátano, cogió limones del jardín y regresó con el pescado, que colocó delante de los comensales. El joven, la esclava y el jeque Ibrahim se acercaron y comieron. Al terminar se lavaron las manos y Nur al-Din exclamó: «¡Por Dios, pescador! Esta noche nos has hecho un favor»; sacó tres de los dinares que le había dado Sinchar en el momento en que emprendió el viaje y dijo: «Perdóname, pescador; juro que si te hubiese conocido antes de lo que me ha ocurrido hubiese borrado de tu corazón la amargura de la pobreza; coge esto, que es lo que puedo darte».
Echó el dinero al Califa; éste lo cogió, lo aceptó y se lo metió en el bolsillo. A todo esto el Califa sólo quería oír cantar a la esclava; le dijo: «Has sido generoso y te doy las gracias, pero espero de tu gran magnanimidad que mandes cantar a esta esclava para que yo pueda oírla». Nur al-Din dijo: «Anis al-Chalis». «¡Señor!» «Canta cualquier cosa, pues este pescador quiere oírte.» Al oír las palabras de su dueño cogió el laúd y después de haberlo acordado tocó y cantó estos dos versos:
Una joven tocaba el laúd con sus dedos y el alma se arrobaba al oír la música.
Con su canto hizo oír al sordo y el que era mudo exclamó: «¡Qué bien toca!»
Siguió la tocata de manera tan prodigiosa que los asistentes quedaron embelesados. Recitó estos versos:
Al venir a nuestra tierra nos has honrado; vuestro esplendor ha disipado el negro de las tinieblas;
justo es que perfume mi casa con almizcle, agua de rosas y alcanfor.
El Califa quedó conmovido, la emoción le venció y fuera de sí exclamó: «¡Dios te bendiga, Dios te bendiga, Dios te bendiga!» Alí Nur al-Din preguntó: «¡Pescador! ¿Te gusta la esclava? ¿Te complace su manera de tocar?» «¡Sí, por Dios!», contestó el Califa. Nur al-Din dijo: «Te la regalo; es el regalo de un hombre generoso que jamás reclama lo que ha dado». Se puso de pie, cogió un velo, lo echó al Califa que seguía disfrazado de pescador y le mandó que se fuera llevándose a la esclava.
Ésta se volvió hacia él y le dijo: «¿Te vas así, sin despedirte? Si es preciso que sea así espera un momento para que yo te dé el adiós». Recitó estos dos versos:
Si os apartáis de mí, sabed que vuestro puesto está en mi corazón, entre las costillas y las entrañas.
Pido al Clemente que nos vuelva a reunir. Éste es un favor que Dios concede a quien quiere.
Cuando hubo concluido de recitar estos versos, Nur al-Din le respondió:
El día de la separación se despidió de mí llorando el dolor que le causaba la partida. Preguntó:
«¿Qué harás cuando yo esté lejos?» Respondí: «Pregúntalo al Eterno».
El Califa, al oír cuánto les costaba separarse, se volvió hacia el joven y preguntó: «Señor mío, ¿te preocupa alguna cosa? ¿Debes dinero a alguien?» «¡Por Dios, pescador! A mí y a esta joven nos ha ocurrido algo tan extraño que si se escribiese con la punta de una aguja en los lagrimales serviría de ejemplo para todos los que saben reflexionar.» «¿Por qué no me explicas lo que te ha ocurrido? Al hacerlo es posible que encuentres consuelo; éste proviene de Dios.» «¡Pescador! ¿Cómo quieres oír nuestra historia, en prosa o en verso?» El Califa contestó: «La prosa está constituida por palabras sueltas y la poesía está formada por palabras puestas en buen orden; nárrala como te plazca». Nur al-Din inclinó la cabeza hacia el suelo y empezó a recitar estos versos:
¡Amigos míos! He perdido el sueño; mis penas han aumentado al alejarme de la patria.
Tenía un padre que me quería, pero me abandonó para irse a vivir a la tumba.
Después me han ocurrido cosas que me han desgarrado el corazón.
Me había comprado, entre las beldades, una joven cuyo cuerpo sutil parecía una rama.
Por ella he gastado todo cuanto había heredado; he preferido su compañía a la de los generosos.
Al crecer mis necesidades la puse en venta, pero la pena de la separación era contra mi voluntad.
Cuando el corredor ha empezado la subasta, se ha presentado un viejo malvado.
Yo, enojado por esto, he retirado de la venta a la muchacha, quedándomela.
Entonces, aquel vil, ha disimulado lo malo y ha empezado a lanzarme llamas devoradoras de injurias.
Yo, exaltado por la pasión, le he pegado con la diestra y la siniestra hasta dejar satisfecho a mi corazón.
He regresado a mi casa temeroso, seguro de que había de soportar el ataque de los enemigos.
El rey del país ha mandado que me arrestaran, pero me ha prevenido el chambelán, recto, justo.
Me ha aconsejado que me marchase lejos de mi casa, poniéndome a salvo de los que me querían mal.
Así hemos abandonado nuestra casa, de noche, viniendo a instalarnos en Bagdad.
No tengo más patrimonio que ésa y la acabo de regalar al pescador.
Te doy lo que más quiero; puedes creer que te he entregado mi alma.
Cuando hubo terminado la poesía, el Califa le dijo: «Señor mío, Nur al-Din, explícame tu asunto». Se lo contó todo, desde el principio hasta el fin. El soberano al darse cuenta de la situación le preguntó: «¿Adónde vas ahora?» «Amplia es la tierra de Dios.» «Te voy a escribir una carta que vas a llevar al sultán Muhammad b. Sulaymán al-Zayní. En cuanto la lea no te molestará más.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que Nur al-Din objetó: «¿Es que existe en la tierra algún pescador que tenga correspondencia con los reyes? Esto no ha sucedido jamás». «Tienes razón, pero voy a contarte la causa: los dos hemos estudiado juntos en la misma escuela y con el mismo alfaquí. Yo he sido su preceptor. Después ha tenido mucha suerte y ha llegado a ser sultán mientras Dios me convertía en pescador; pero jamás le he pedido nada sin que me lo haya concedido y, aunque cada día le pidiese mil cosas distintas, me atendería.» Nur al-Din, al oír estas palabras, le dijo: «Escríbele y veré si es verdad». El Califa cogió tinta y pluma y a continuación del encabezamiento «En el nombre de Dios» escribió: «Este escrito procede de Harún al-Rasid b, al-Mahdí y se dirige al excelentísimo señor Muhammad b. Sulaymán al-Zayní, al que he colmado de favores y al que he puesto al frente de una parte de mi reino. Te hago saber que te entregará esta carta Nur al-Din, el hijo del visir Ibn Jaqán. En el momento en que éste se te presente quedarás depuesto de tu cargo y te sustituirá en él. Le he concedido ese puesto de la misma manera que anteriormente te lo había concedido a ti. No desobedezcas mi orden. Salud». Entregó la carta a Nur al-Din b. Jaqán y éste la cogió, la aceptó, la colocó en su turbante y en el acto se puso en viaje.
El jeque Ibrahim se volvió hacia el Califa, que seguía vestido de pescador, y le dijo: «¡Oh, tú, el más vil de los pescadores! Nos has traído peces que apenas valen una veintena de medios dirhemes; has recibido por ellos tres dinares y encima aún quieres la esclava». Al oír estas palabras el Califa chilló e hizo un signo a Masrur, el cual entró y sujetó al viejo. Chafar, entretanto, había enviado al palacio a uno de sus criados para que recogiese un traje para el Emir de los creyentes. El hombre había ido y vuelto; entró ante el Califa y besó el suelo. El soberano se puso el vestido y le entregó el del pescador. El jeque Ibrahim a todo esto seguía sentado y el Califa, de pie, esperaba a ver lo que iba a ocurrir. El jeque Ibrahim, estupefacto, se mordía los dedos de vergüenza y se preguntaba si estaba despierto o soñaba. El Califa le dijo mirándole: «¡Jeque Ibrahim! ¿En dónde estás?» Echándose a reír y revolcándose por el suelo recitó estos dos versos:
Perdóname la falta que he cometido; los dueños son generosos con sus servidores.
He hecho, lo confieso, aquello que sólo se hace por ignorancia, pero ¿dónde está lo que exigen la clemencia y la longanimidad?
El Califa lo perdonó. Mandó que se condujese la esclava a palacio, le destinó una habitación para ella sola y asignándole el servicio le dijo: «He enviado a tu señor a Basora, ciudad de la cual lo he nombrado sultán; si Dios quiere le regalaré un vestido de honor y te enviaré a su lado».
En cuanto a Nur al-Din b. Jaqán, éste no paró de andar hasta que llegó a Basora, entró en el palacio del sultán y dio un gran grito. El sultán lo oyó y mandó que lo condujesen a su presencia. Cuando estuvo delante besó el suelo, sacó la carta y se la entregó. Al ver el encabezamiento de la carta y la letra del Emir de los creyentes se puso de pie, la besó tres veces y dijo: «Hay que obedecer a Dios (¡ensalzado sea!) y al Emir de los creyentes». Mandó llamar a los cuatro cadíes y a los emires y se dispuso a dimitir. Llegó el visir al-Muin b. Sawí y el sultán le entregó la carta del Emir de los creyentes. Una vez leída la rompió, se la metió en la boca, la masticó y la escupió. El sultán, irritado, le preguntó: «¿Por qué has hecho esto?» «Éste no ha visto ni al Califa ni a su visir; es un endemoniado, un falsificador que habiendo encontrado una hoja de papel firmada por el Califa ha escrito en ella lo que ha querido. ¿Por qué has de dimitir de tu cargo si el Califa no te ha enviado un decreto? Si lo que pretende fuera cierto le hubiera despachado con un chambelán o un ministro y no hubiera venido solo.» «¿Qué hay que hacer?» «Entrégame a este joven. Yo lo enviaré, acompañado por un chambelán, a Bagdad. Si dice la verdad nos traerá el decreto correspondiente y el diploma de investidura; si no la dice, regresará acompañado por el chambelán y yo me vengaré de mi rival.»
El sultán escuchó las palabras del ministro, se convenció de que decía la verdad y dio órdenes a sus criados. Éstos se le echaron encima y le pegaron hasta que se desmayó. Mandó que le pusiesen grillos y envió a buscar al carcelero. Éste se presentó y besó el suelo delante del sultán. Se llamaba Qatit. Le dijo: «Qatit: coge a ése, mételo en una de las mazmorras que hay en la cárcel y atorméntalo de noche y de día». «Obedezco.» El carcelero metió a Nur al-Din en una celda, lo encerró en ella, pero mandó que le pusiesen un banco y que le diesen colchones y almohadas; hizo sentar a Nur al-Din, le quitó los grillos y le hizo toda clase de favores. El sultán ordenaba cada día al carcelero que le pegase; éste fingía hacerlo, pero en realidad lo trataba con mucha consideración. Así transcurrieron cuarenta días.
El día cuadragésimo primero llegó un regalo del Califa. El sultán al verlo quedó admirado y pidió a los ministros que le diesen su opinión. Respondieron: «Tal vez sea un regalo para el nuevo sultán». El visir al-Muin b. Sawí dijo: «Mejor hubiera sido matarlo en cuanto llegó». «¡Por Dios! —dijo el sultán—. Me lo recuerdas. Ve, cógelo y córtale la cabeza.» «De buen grado —y al levantarse añadió—: Voy a hacer pregonar por la ciudad que quien quiera ver la ejecución de Nur Alí b. Jaqán acuda a palacio; así vendrá mucha gente a verlo: mi corazón quedará satisfecho y mis rivales entristecidos.» «Haz lo que quieras», le contestó el sultán. El visir, lleno de alegría, se dirigió al valí y le mandó que hiciese pregonar lo que hemos mencionado. Todas las gentes, en cuanto oyeron el pregón, se entristecieron; lloraron los niños en las escuelas y los mercaderes en sus tiendas; unos corrieron a coger sitio para ver la ejecución, otros se dirigieron a la cárcel para seguir al cortejo. El ministro, escoltado por diez mamelucos, fue a la prisión. El carcelero le preguntó: «¿Qué desea el ministro?» «Entrégame ese maldito.» «Le he pegado tanto que está muy mal.» Mandó a buscar al prisionero y lo encontró recitando estos versos:
¿Quién me ayudará en mi desgracia si mi mal ha crecido y es difícil de curar?
El alejamiento de la amada me ha debilitado y me ha dejado inerme; las vicisitudes del tiempo han transformado en enemigos a los que antes eran amigos.
¡Gentes! ¿No hay entre vosotros un alma piadosa que tenga compasión de mí y que atienda a mi llamada?
La agonía y la muerte me parecen soportables, puesto que he apartado de mí toda esperanza de vida.
¡Dios mío! En nombre del que está en el buen camino, del albriciador, del elegido, del que es un mar de generosidad y el mejor de los intercesores:
Te pido que me salves, que perdones mis errores y pongas fin a mis penas y a mis tormentos.
El carcelero le quitó los vestidos de lujo que llevaba, le puso los que eran propios de los encarcelados y lo condujo ante el visir. Alí Nur al-Din, al ver a su enemigo, a aquel que aún quería matarle, se puso a llorar y dijo: «¿Estás seguro de estar a cubierto de las sorpresas de la suerte? ¿No has oído estos versos?
Obrarán según su capricho durante mucho tiempo, pero sus acciones quedarán anuladas».
Añadió: «¡Visir! Sabe que es Dios (¡loado y ensalzado sea!) quien obra como le place». «Alí: no intentes atemorizarme con tus palabras, pues hoy he de matarte por más que les pese a los habitantes de Basora; no he de hacer caso de tu consejo sino de las palabras del poeta:
Deja hacer al tiempo lo que quiera; quédate satisfecho con la obra del destino.
»¡Cuán hermoso es el siguiente!
Quien sobrevive a su enemigo, aunque sea en un solo día, ha conseguido su máximo objetivo.»
El visir mandó a sus criados que lo colocasen en la grupa de un mulo. Éstos, a los que hacerlo les resultaba penoso, dijeron a Alí Nur al-Din: «Deja que lo lapidemos y lo matemos, aunque esto deba costamos la vida». «¡No lo haréis! ¿No habéis oído los versos del poeta?
He de vivir un tiempo prefijado; si mis días han terminado, moriré.
Pero mientras me queden, viviré aunque los leones me lleven a su guarida.»
Al paso de Alí Nur al-Din gritaban: «¡Éste es el castigo mínimo que puede infligirse a quien falsifica una carta del Califa para el sultán!» Recorrieron así la ciudad de Basora, hasta llegar al pie de las ventanas del palacio. Lo colocaron en el patíbulo y el verdugo se le acercó y le dijo: «Soy un esclavo que sólo recibe órdenes. Si tienes algo que pedir, dímelo y te complaceré, ya que sólo vivirás hasta el momento en que el sultán deje ver su cara en la ventana». Alí Nur al-Din miró a derecha e izquierda y recitó estos versos:
¿No hay entre vosotros un amigo verdadero capaz de ayudarme? Pido, por Dios, que me conteste.
Termina el plazo de mi vida y llega el momento de la muerte; ¡recompense Dios a quien, entre vosotros, sienta compasión por mí!
¿Quién se fijará en mi situación, descubrirá mi pena y me dará un poco de agua para aliviar mi tormento?
Todos lloraron por él; el verdugo cogió un vaso de agua y se lo entregó; pero el visir se levantó, cogió el vaso, lo rompió y mandó al verdugo que le cortase el cuello. Éste vendó los ojos de Alí Nur al-Din y la multitud empezó a injuriar al ministro, las voces fueron elevándose y se multiplicaron los dimes y diretes. En este momento se levantó una polvareda que llenó el aire. El sultán, que estaba sentado en su alcázar, al verla mandó: «Ved de qué se trata». El ministro sugirió: «Cortemos antes el cuello de éste». «Espérate a que vea lo que ocurre.» El polvo lo levantaba Chafar, el ministro del Califa, que llegaba acompañado de su séquito.
El motivo de su llegada era que el Califa se había olvidado, durante treinta días, de Alí b. Jaqán y nadie le había recordado el asunto. Una noche pasó al lado de la habitación de Anis al-Chalis y la oyó sollozar al tiempo que recitaba con voz débil las palabras del poeta:
Tu imagen está conmigo estés cerca o lejos; mi lengua pronuncia tu nombre sin reposo.
Aumentaron sus lágrimas y el Califa abrió la puerta y vio a Anis al-Chalis llorando. Ésta, al ver al soberano, se arrojó a sus pies y lo besó tres veces. Luego recitó:
Tú, que eres de pura estirpe, bien nacido; que has engendrado hijos de la más noble raza.
Te recuerdo le promesa que me hizo tu magnanimidad. ¡No la olvides!
El Califa preguntó: «¿Quién eres?» «El obsequio que te hizo Alí b. Jaqán; quiero que cumplas la promesa que me hiciste de enviarme a su lado junto con otros regalos. Llevo ya treinta días sin comer ni dormir.» El Califa mandó llamar a Chafar el bermekí y dijo: «Hace treinta días que no sé nada de Alí b. Jaqán. Creo que el sultán le debe de haber dado muerte, pero ¡por vida mía y por las tumbas de mis padres y de mis antepasados! Juro que si le ha ocurrido una desgracia he de matar a quien se la haya causado, aunque sea la persona a quien más quiero. Vete ahora mismo a Basora y tráeme noticias de lo que ha hecho el rey Muhammad b. Sulaymán al-Zayní con Alí b. Jaqán».
Chafar partió en el acto. Al llegar vio aquella aglomeración y aquel tumulto y preguntó: «¿Qué significa esto?» Le refirieron lo que había ocurrido a Nur al-Din b. Jaqán. Al oírlo apresuró la marcha, se presentó al sultán, lo saludó y lo informó de la orden que traía; si a Alí Nur al-Din le había ocurrido algo malo, el Califa daría muerte a quien fuese el culpable. Detuvo al sultán y al visir al-Muin b. Sawí, mandó poner en libertad a Alí Nur al-Din b. Jaqán y lo nombró sultán en sustitución de Muhammad b. Sulaymán al-Zayní, quedándose tres días en Basora como huésped. El cuarto día, por la mañana, Alí Nur al-Din visitó a Chafar y le dijo: «Me gustaría ver al Emir de los creyentes». Chafar dijo al rey Muhammad b. Sulaymán: «Prepárate a partir, pues después de rezar la oración de la mañana nos marcharemos a Bagdad». «Oigo y obedezco.»
Rezaron, montaron todos a caballo llevándose al visir al-Muin b. Sawí, que empezaba a arrepentirse de lo que había hecho. Alí Nur al-Din b. Jaqán cabalgó al lado de Chafar, y no pararon de viajar hasta que llegaron a Bagdad, la ciudad de la paz. Se presentaron al Califa y le contaron lo que había sucedido a Alí Nur al-Din; el soberano se acercó a Alí b. Jaqán y le ordenó: «Coge esta espada y corta el cuello de tu enemigo». La tomó, se aproximó a al-Muin b. Sawí; éste lo miró y le dijo: «Yo he obrado conforme a mi naturaleza; obra tú de acuerdo con la tuya». Soltó la espada, miró al Califa y le dijo: «Emir de los creyentes: ha dado en mi punto flaco», y recitó el verso del poeta:
La vencí con habilidad cuando se acercó; pero el hombre libre es vencido por las buenas palabras.
Dijo el Califa: «¡Déjalo! —y ordenó a Masrur—: Anda, córtale el cuello». Masrur se aproximó y le cortó la cabeza. El Califa se dirigió a Alí b. Jaqán, diciéndole: «Pide lo que quieras». «Señor, yo no necesito reinar en Basora; mi único deseo consiste en poder contemplar tu rostro.» «De buena gana.» El Califa mandó llamar a la esclava y ésta se presentó. Entonces colmó a ambos de dones y les regaló uno de los palacios de Bagdad, les asignó una pensión y admitió a Alí b. Jaqán entre sus cortesanos. Así vivió hasta que le llegó la muerte.
—Pero todo esto —dijo Sahrazad— no es más maravilloso que la historia del comerciante y de sus hijos.
—¿De qué trata esa historia? —preguntó el rey.