REFIRIÓ Sahrazad:
—He oído decir, ¡oh rey feliz!, que en lo más antiguo del tiempo y de las edades, y de los siglos más remotos, había en la ciudad de China un sastre que tenía una posición desahogada, al que le gustaba divertirse y distraerse. Él y su esposa salían algunas veces para pasear por los lugares más hermosos.
Cierto día en que salieron al amanecer, regresaron a su casa ya oscurecido, por la tarde. Encontraron en el camino a un hombre jorobado, cuyo aspecto habría hecho reír al más enojado, y hubiese terminado con las penas del más triste. El sastre y su mujer se fijaron en él y lo invitaron a que los acompañase a su casa a cenar con ellos. Aceptó y se fue con ellos hasta la casa. El sastre se dirigió al mercado, caída ya la noche, para comprar. Adquirió un pescado frito, pan, limones y dulces con los que alimentarse. Regresó, colocó el pescado delante del jorobado y se sentaron a comer. La mujer del sastre cogió un gran pedazo de pescado, lo metió en la boca del jorobado y le tapó la boca diciéndole: «¡Por Dios! Debes comértelo de una sola vez, de un bocado, pues no he de darte tiempo para que lo mastiques». Lo engulló, pero el pescado tenía una espina muy grande, que se le clavó en la garganta: le había llegado su hora y murió en el acto.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche veinticinco, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el sastre exclamó: «¡No hay poder ni fuerza sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Este pobre estaba predestinado a morir así, por nuestro medio». La mujer le dijo: «Estás perdiendo el tiempo. ¿No has oído lo que dijo el poeta?
¿Por qué me consuelo de un hecho que es digno de preocupación y de tristeza?
¿Por qué estar sentado junto al fuego que está encendido? Sentarse al lado del fuego es pura pérdida».
El marido le preguntó: «¿Qué debo hacer?» «Levántate, cógelo en tus brazos y ponle encima una toalla de seda. Saldremos los dos: tú irás detrás de mí, en medio de la noche, y dirás: “Éste es mi hijo y ésa es su madre. Lo llevamos al médico para que lo cure”.» Al oír estas palabras, el sastre se puso en pie, cogió al jorobado en brazos y su mujer empezó a decir: «¡Hijo mío! Te pondrás bien. ¿Dónde te duele? ¿Dónde tienes la viruela?» Todos los que los veían decían: «Llevan un niño que tiene la viruela». No pararon de andar, preguntando por la casa de algún médico, hasta que les indicaron la de uno, un judío. Llamaron a la puerta. Bajó a abrir una criada negra. Ésta vio a un hombre que llevaba a un pequeño y que llegaba acompañado por su madre. Preguntó: «¿Qué os sucede?» Contestó la mujer del sastre: «Tenemos un pequeño y queremos que lo visite el médico. Coge este cuarto de dinar, dáselo a tu señor y ruégale que baje a visitar a mi hijo, que está enfermo». La muchacha subió y entretanto la mujer del sastre se metió en el vestíbulo y dijo a su esposo: «Suelta aquí al jorobado y pongámonos a salvo». El sastre lo dejó de pie, apoyándolo en la pared, y ambos, marido y mujer, escaparon.
La criada entró en la habitación donde estaba el judío y le dijo: «Al pie de la casa hay un enfermo que viene acompañado de un hombre y una mujer. Me han dado, para que te lo entregue, un cuarto de dinar con el fin de que recetes lo que le conviene». El judío, al ver el cuarto de dinar, se alegró, se levantó rápidamente y bajó en medio de la oscuridad. Al llegar abajo tropezó con el pie del jorobado, que estaba muerto. Exclamó: «¡Ezra! ¡Oh, Moisés y los diez mandamientos, Aarón y Josué b. Nun! ¡He tropezado con este enfermo, se ha caído y se ha matado! ¿Cómo podré salir con un muerto de mi casa…?» Lo cogió, cruzó con él el patio de la casa y subió a la habitación de su mujer para informarla de todo. Ella le dijo: «¿Qué haces aquí parado? Si te quedas quieto hasta que amanezca, será nuestro fin. Los dos vamos a subir a la azotea: lo echaremos a la casa de nuestro vecino, el musulmán. Es el superintendente de la cocina del sultán; los gatos y los ratones frecuentan su casa para comer las sobras. Si el cadáver pasa ahí la noche, los perros bajarán desde las azoteas y se lo comerán del todo». El judío y su esposa subieron al jorobado y, cogiéndolo por los brazos y por los pies, lo colocaron en el suelo, junto a la pared. Descendieron de nuevo y se marcharon.
En seguida, después de haber dejado al jorobado, llegó el superintendente a su casa. Entró en ella llevando en la mano una vela encendida. Distinguió a un hombre, de pie en un rincón, junto a la cocina. El superintendente pensó: «Éste, por Dios, es un ladrón que roba mis cosas; es un hombre que coge cuanta carne y grasa encuentra. Aunque la hubiese puesto a salvo de los gatos y de los perros, aunque hubiese matado a todos los perros y gatos del barrio, no habría hecho nada de provecho, puesto que éste es el que se descuelga desde la azotea». Cogió un buen palo, lo sujetó bien y se acercó a él. Le sacudió un golpe en el pecho y el otro cayó. Al darse cuenta de que estaba muerto, se entristeció y dijo: «¡No hay poder ni fuerza sino en Dios!» Temió lo que le podía ocurrir y gritó: «¡Maldiga Dios las grasas, la carne y esta noche! ¿Cómo he podido dar muerte a este hombre por mi mano?» Se fijó en él y vio que era un jorobado. Exclamó: «¡No te basta con ser jorobado! ¡Tenías que ser ladrón y robar la carne y la grasa! ¡Dios mío, acógeme bajo tu manto protector!»
Se lo cargó a las espaldas y, ya a punto de terminar la noche, lo sacó de su casa y se lo llevó, sin parar, hasta el zoco. Allí lo colocó de pie al lado de una tienda, en un callejón sin salida, lo abandonó y se marchó. Entonces pasó un comisionista del sultán, que estaba borracho; era cristiano y se dirigía al baño, ya que su embriaguez le había hecho creer que era inminente la llegada del Mesías. Iba andando a tumbos y así se acercó al jorobado. Empezó a echar agua por delante de él y al mirar con atención vio a alguien que estaba en pie. Al principio de la noche habían quitado su turbante al cristiano y éste creyó que el jorobado lo aguardaba, en pie, para arrebatárselo otra vez. Cerró la mano y le dio un puñetazo en el cuello. El jorobado cayó al suelo y el cristiano dio un grito llamando al vigilante del zoco. Borracho hasta el límite, se abalanzó sobre el jorobado y siguió pegándole, apretándole la garganta.
Cuando llegó el vigilante encontró al cristiano, arrodillado junto al musulmán, pegándole. El vigilante le dijo: «¡Déjalo!» Lo dejó y el vigilante, al acercarse al caído, vio que estaba muerto. Preguntó: «¿Cómo un cristiano se atreve a matar a un musulmán?» Detuvo al cristiano, le ató las manos y lo condujo a casa del gobernador. El cristiano se decía: «¡Oh, Mesías! ¡Oh, Virgen! ¿Cómo he podido matar a éste? ¡Qué rápidamente ha muerto de un solo puñetazo!» La borrachera había desaparecido y había vuelto a él la reflexión. El jorobado y el cristiano pasaron la noche en casa del gobernador. Éste mandó al verdugo que llamase al público y que preparase la horca para el cristiano. El verdugo lo colocó debajo y puso la cuerda en el cuello del cristiano; ya iba a colgarlo cuando el superintendente atravesó la multitud y, viendo al cristiano debajo de la horca, se abrió paso y le dijo al verdugo: «¡Quieto! ¡Yo soy el asesino!» El gobernador le preguntó: «¿Por qué lo mataste?» «Anoche entré en mi casa y vi que se había descolgado desde una azotea y estaba robando mis provisiones. Con una estaca le di un golpe en el pecho y murió. Cargué con él, lo llevé al mercado y allí lo coloqué de pie en tal sitio y en tal recoveco. No quiero ser causa de la muerte de un cristiano después de haber asesinado a un musulmán. ¡Ahórcame a mí!»
Al oír el gobernador las palabras del superintendente puso en libertad al comisionista cristiano y le dijo al verdugo: «¡Ahorca a éste puesto que ha confesado!» Quitó la cuerda del cuello del cristiano y la puso en el del superintendente, al que luego colocó debajo del madero.
Iba a colgarle cuando el médico judío apareció en medio de la multitud y gritó al verdugo: «¡Detente! ¡Yo soy el asesino! Vino a mi casa para que le curase; bajé a atenderle, pero mi pie tropezó con él y murió. No matéis al superintendente. ¡Matadme a mí!» El gobernador dio orden de que matasen al médico judío. El verdugo cogió la cuerda del cuello del superintendente y la pasó al del médico judío. Entonces el sastre se abrió paso entre la multitud y le gritó al verdugo: «¡No hagas nada! ¡Yo soy el asesino! Ayer salí a pasear; llegada la hora del anochecer, encontré a este jorobado ebrio que llevaba un adufe y cantaba alegremente. Me detuve a contemplarle y me lo llevé a casa. Compré pescado y comimos. Mi mujer tomó un pedazo de pescado y un bocado de pan y se lo metió en la boca al jorobado; éste se curvó y murió en el acto. Mi esposa y yo lo cogimos y lo llevamos a casa del judío. Bajó la criada, nos abrió la puerta y le dije: “Dile a tu señor: ‘En la puerta esperan una mujer y un hombre que traen a un enfermo. Apresúrate a verlo y a recetarle la medicina’ Le di un cuarto de dinar y ella subió a buscar a su señor. Apoyamos al jorobado en la escalera, y mi mujer y yo nos marchamos. Cuando el judío bajó y tropezó con él, creyó que le había dado muerte».
El sastre añadió, dirigiéndose al judío: «¿Es así?» «Así mismo.» El sastre, volviéndose hacia el valí le dijo: «Pon en libertad al judío y ahórcame a mí». El valí, al oír estas palabras, quedó admirado de lo que le había sucedido al jorobado, y exclamó: «¡Este asunto se registrará en los libros!» Dirigiéndose al verdugo le dijo: «¡Suelta al judío y ahorca al sastre, puesto que ha confesado!» El verdugo le hizo avanzar al tiempo que decía: «Vamos a preparar a éste, a dejar al otro y a no ahorcar a nadie». Colocó la cuerda en el cuello del sastre, y esto es todo lo que a ellos se refiere.
En cuanto a lo que hace referencia al jorobado, se dice que era el bufón del sultán, del cual éste no podía separarse. Cuando aquél se embriagó, desapareció de su presencia durante la noche y parte del día siguiente. El sultán preguntó por él a algunos de sus contertulios. Le contestaron: «Señor, el valí lo ha encontrado muerto y ha mandado ahorcar al asesino. Se le han presentado uno, dos y hasta tres culpables, y cada uno decía: “Yo soy el único asesino”, y han explicado al valí el porqué del crimen». El rey, al oír estas palabras, dio un grito al chambelán y le ordenó: «Ve al valí y tráemelos a todos». El chambelán llegó cuando el verdugo estaba a punto de matar al sastre. El chambelán le dijo gritando: «¡Detente!», e informó de que el rey se había enterado del asunto.
Acompañado por el valí, por el jorobado llevado a hombros, por el sastre, el judío, el cristiano y el superintendente, se presentó con todos ellos delante del rey. Cuando el valí se encontró ante aquél, besó la tierra y le refirió todo lo que le había ocurrido con los acusados. El soberano, al oír el relato, se estremeció de alegría y mandó que se escribiese en letras de oro. Preguntó a los concurrentes: «¿Habéis oído algo que pueda compararse con la historia de este jorobado?» El cristiano se adelantó y dijo: «Rey del tiempo, si me das tu venia te referiré algo que me ha ocurrido a mí y que es más maravilloso, más extraordinario y más regocijante que el relato del jorobado». El rey contestó: «Refiérenos lo que sabes».
El cristiano empezó: «Sabe, ¡oh rey del tiempo!, que cuando llegué a esta ciudad traía mercancías. El destino hizo que me domiciliase aquí. Mi patria es Egipto, yo soy copto, y allí me eduqué. Mi padre era comisionista. Cuando alcancé la mayoría de edad, mi padre murió y yo le sucedí en su puesto. Un día, mientras estaba sentado, se me presentó un joven bellísimo, que vestía los más preciosos trajes y venía cabalgando en un asno. Al verme, me saludó y yo me levanté en su honor. Sacó un mandil, que contenía cierta cantidad de sésamo, y preguntó: “¿Cuánto cuesta la medida de esto?” “Cien dirhemes.” “Coge mozos y pesadores y dirígete al barrio de al-Chawali, en la Puerta de la Victoria: allí me encontrarás.” Me dejó y se marchó, dándome el sésamo con el mandil que contenía la muestra. Di una vuelta ofreciéndolo a los compradores y logré vender cada medida a ciento veinte dirhemes.
»Tomé cuatro mozos y me dirigí al sitio señalado. Vi que me estaba aguardando. En cuanto me vio, se dirigió al almacén, lo abrió y medimos el sésamo, que arrojó un total de cincuenta medidas. El joven dijo: “Te doy de comisión diez dirhemes por cada medida. Cobra el importe y guárdalo. Del total, cinco mil, a ti te corresponden quinientos, y a mí, cuatro mil quinientos. Cuando termine de vender mis productos, te visitaré y los recogeré”. “Se hará como tú quieres.” Le besé las manos y me marché: aquel día gané mil dirhemes. Estuve un mes sin verle, al cabo del cual se presentó y me preguntó por su dinero. Le dije que estaba a su disposición, pero me respondió: “Guárdalo hasta que vuelva otra vez por él”.
»Volví de nuevo a esperarle y estuve otro mes sin verle al cabo del cual se presentó y me pregunto: “¿Dónde está el dinero?” Se lo entregué y lo invité: “¿Quieres comer con nosotros?” No aceptó y dijo: “Guárdalo hasta que vuelva otra vez por él”. Se marchó, pero yo preparé su dinero y volví a esperarle. Estuvo ausente durante un mes, al cabo del cual volvió y me dijo: “Esta noche te recogeré mis dirhemes”. Se marchó, le preparé el dinero y volví a esperarle, pero no volvió hasta al cabo de un mes. Me dije: “Este joven es muy generoso”. Transcurrido el mes volvió vistiendo preciosas ropas. Semejaba la luna en la noche de plenilunio; parecía que acababa de salir del baño: su rostro relucía: sus mejillas estaban sonrosadas, su frente brillaba, mientras un lunar parecía una gota de ámbar. Como en los versos del poeta:
La luna y el sol se reunieron en el mismo signo: ambos estaban en su mayor apogeo y esplendor.
Su beldad encendió el amor en todos los que los observaban. ¡Qué belleza cuando se desató la alegría!
Por su hermosura y por su gracia se completan: alma y corazón se sienten atraídos hacia ellos.
¡Bendito sea Dios! Sus criaturas son una maravilla. Dios, al crearlas, hace lo que quiere.
»En cuanto lo vi, le besé las manos, le deseé toda suerte de bienes y le dije: “¡Señor mío! ¿Tomarás tu dinero?” “Ten paciencia hasta que haya terminado con mis asuntos. Ya te lo recogeré.” Se marchó y me dije: “Cuando vuelva lo invitaré, pues me ha favorecido con sus riquezas y he ganado mucho con ellas”. Al fin del año volvió llevando un vestido más precioso aún que el anterior. Le pedí que se hospedara en mi casa, que fuese mi huésped. Respondió: “Con una condición: que te lo cobrarás del dinero que me pertenece y que me guardas”. “Conforme”, admití. Lo hice sentar, salí y preparé los guisos, las bebidas y todo lo que era necesario. Se lo coloqué delante y le dije: “En el nombre de Dios”. Se acercó a la mesa, alargó la mano izquierda y comió conmigo. Me admiré de esto. Cuando hubo terminado, se lavó la mano, le entregué la toalla para que se secara y nos sentamos a hablar. Le dije: “Señor, disipa mi preocupación. ¿Por qué comes con la mano izquierda? ¿Tienes algo que te moleste en la mano derecha?” Al oír mis palabras, recitó estos dos versos:
¡Amigo mío! No preguntes por lo que me hace sufrir, pues se pondrán de manifiesto mis males.
No es por mi voluntad por lo que he dejado a Salmá y la he cambiado por otra. La necesidad tiene sus leyes.
»Sacó la mano de la manga y vi que había sido cortada, que el brazo carecía de puño. Quedé perplejo. Me dijo: “No te admires ni creas que he comido con la mano izquierda para intrigarte. Lo que es de admirar es que me hayan cortado la diestra”. “¿Por qué causa?” “Sabe que soy de Bagdad y que mi padre era uno de los magnates de la ciudad. Cuando llegué a la mayoría de edad, oí que los viajeros, los turistas y los mercaderes hablaban de Egipto. Estas palabras quedaron grabadas en mi mente hasta que, muerto mi padre, tomé gran cantidad de dinero y compré mercancías: telas de Bagdad, de Mosul y otras mercaderías preciosas. Las embalé y salí de Bagdad. Dios me concedió un buen viaje hasta que llegué a vuestra ciudad.” Rompió a llorar y recitó estos versos:
A veces el ciego escapa a un foso en el que cae el más vidente.
El ignorante salva el escollo de una palabra, y en él perece el sabio más experto.
El creyente vive en la estrechez, mientras nadan en la abundancia el incrédulo y el libertino.
El afán del hombre no es lo que impera, sino lo que dispone el Todopoderoso.
»Terminados los versos, añadió: “Entré en El Cairo, descargué las telas en la posada de Masrur, desaté mis fardos y los metí en el interior. Entregué dinero al criado para que me comprase algo de comer. Dormí un poco y cuando me desperté di un paseo entre los dos palacios y regresé para pasar la noche. Al amanecer abrí uno de los paquetes de tela y me dije: ‘Me dirigiré a un mercado cualquiera y veré la situación’. Elegí unas ropas y mandé a uno de mis criados que las cogiese. Anduve hasta llegar a la alcaicería de Churchis. Los comisionistas, que estaban informados de mi llegada, me acogieron, tomaron mis telas y las ofrecieron en almoneda. Las ofertas no alcanzaron a su importe y el jefe de los corredores me dijo: ‘Señor mío, te voy a explicar algo de lo que sacarás provecho; haz lo mismo que hacen los comerciantes: vende tus telas a plazos con un contrato escrito, testimonios y mediando un banquero. Cobra los plazos que te correspondan, los jueves y los lunes. Cada dirhem de capital te producirá dos, y aún más; al mismo tiempo podrás visitar El Cairo y recorrer el Nilo’. Respondí: ‘Es un buen consejo’. Me hice acompañar por los corredores y me dirigí a la posada. Llevaron las telas a la alcaicería y las vendí a los comerciantes. Firmaron un documento de crédito ante el banquero, y yo tomé de éste otro en que se me garantizaba mi haber.
»”Regresé a la posada y pasaron varios días. Cada día desayunaba opíparamente, no me faltaba ni la copa de vino, ni la carne de ternera, ni los dulces. Así llegué al mes, en que me correspondía empezar los cobros. Jueves y lunes recorría las tiendas de los comerciantes, y el escribano y el banquero me traían el dinero. Un día entré en el baño y al salir me dirigí a la posada; entré en mi alcoba, me tomé una copa de vino y me dormí. Al despertar me comí una gallina, me perfumé y me dirigí a la tienda de un comerciante llamado Badr al-Din al-Bustani. En cuanto éste me vio, me dio la bienvenida y hablamos un rato. Mientras estábamos así llegó una mujer que se sentó a mi lado. Vestía un magnífico chal y de ella se desprendían finos aromas. Su belleza y hermosura me hicieron perder el entendimiento. Levantó un poco el velo y pude ver unos ojos negrísimos. Saludó a Badr al-Din y éste le devolvió el saludo, se puso de pie y habló con ella. En cuanto oí sus palabras quedé prendado de ella. Preguntó a Badr al-Din: ‘¿Tienes un retal de tela bordada con el más fino oro?’ Sacó uno y ella preguntó: ‘¿Puedo cogerla e irme? Te enviaré el importe’. ‘No puedo permitirlo, señora. Éste es el dueño de las telas y además mi acreedor.’ ‘¡Ay de ti! Estoy acostumbrada a llevarme las telas por su precio íntegro y te doy a ganar más de lo que mereces enviándote después su importe.’ ‘Cierto, pero yo necesito el dinero hoy mismo.’
»”La mujer cogió la pieza, se la arrojó al pecho y exclamó: ‘Vuestra profesión no reconoce el valor de las personas’. Se dispuso a marchar, y yo creí que mi alma iba a abandonarme en pos de ella. Me incorporé, me puse delante y le dije: ‘Señora, haz el favor de dar la vuelta y volver generosamente sobre tus pasos’. Se volvió, sonrió y dijo: ‘Lo hago por ti’. Se sentó en la tienda frente a mí y le pregunté a Badr al-Din: ‘¿Cuánto te cuesta esta tela?’ ‘Mil cien dirhemes.’ ‘A ti te corresponden cien dirhemes de beneficio. Dame un pedazo de papel y te pondré por escrito el recibí de su importe.’ Cogí la tela, escribí de mi puño y letra el recibí y entregué la pieza a la mujer, diciendo: ‘Cógela y vete. Si quieres, puedes darme su importe en el mercado; si lo prefieres, puedes quedártela como un obsequio mío’. ‘Dios te recompense en bien te conceda mil riquezas y te convierta en mi esposo.’ Dios escuchó su plegaria. Le dije: ‘Señora, quédate con esta pieza. Te daré otras iguales, pero ¡permíteme que vea tu rostro!’ Se quitó el velo de la cara y le eché una mirada que me había de causar mil pesares, que encadenó mi corazón a su amor y que me hizo perder el dominio de la razón.
»”Volvió a cubrirse con el velo, cogió la tela y me dijo: ‘Señor, no me hagas sufrir’. Se marchó, y yo me quedé en el zoco hasta después de la caída de la noche. Había perdido la razón, el amor había hecho mella en mí, me había causado una emoción tan fuerte que, en el momento en que me disponía a salir, pregunté al comerciante por ella. Me informó: ‘Es muy rica. Es hija de un príncipe, que al morir le ha dejado muchísimo dinero’. Me despedí de él, me alejé y me dirigí a la posada. Llegada la noche no pude comer pensando en ella; me acosté, pero no pude conciliar el sueño, y estuve despierto hasta la llegada de la aurora. Me levanté, me puse un traje distinto del que había llevado, bebí una copa de vino y comí muy poco para desayunar. Me dirigí a la tienda del comerciante, lo saludé y me senté a su lado.
»”La adolescente volvió llevando un vestido más precioso que el anterior, acompañada de una sirvienta. Se sentó y me saludó, sin hacer caso de Badr al-Din. Me dijo, con palabras tan dulces y finas como no había oído jamás: ‘Haz que alguien me acompañe para entregarle los mil cien dirhemes que importa la tela’. ‘¿Por qué?’ ‘No quiero que pierdas’ Me dio el dinero. Luego me senté, conversé con ella y le di a entender por señas mi pasión: se dio cuenta de que lo que yo quería era la unión. Avergonzada de mis deseos, se marchó apresuradamente. Pero mi corazón sólo vivía por ella.
»”La seguí, crucé el zoco tras sus pasos y vi aparecer de pronto a una sirvienta que me dijo: ‘Señor, ven a hablar con mi señora’. Admirado, pregunté: ‘Aquí no conozco a nadie’. ‘¡Cuán pronto has olvidado a mi dueña, que hoy ha estado en la tienda de tal comerciante!’ La seguí hasta llegar al distrito de los banqueros; la adolescente, al verme, me colocó a su lado y me dijo: ‘Amigo mío, ocupas por completo mi pensamiento; tu alma se ha enseñoreado de mi corazón. Desde el instante en que te vi por primera vez me ha sido imposible dormir, comer o beber. ‘Peor me ocurre a mí. Nuestra situación nos permite prescindir de las quejas.’ ‘Amado mío, ¿voy a visitarte?’ ‘Soy extranjero y no tengo lugar en el que acogerme, aparte de la posada. Si me permites que te visite en tu casa, mi felicidad será completa.’ ‘De acuerdo. Pero esta noche es la del viernes y no se puede hacer nada. Mañana, después de la oración… Reza, monta en tu asno y pregunta por al-Habbaniyya. Cuando estés aquí, pregunta por la casa de Barakat al-Naqib, conocido por Abu Sama. Yo vivo ahí. No te demores, pues estaré esperándote.’
»”Me alegré mucho, nos separamos y me volví a la posada en que vivía. Pasé toda la noche desvelado y apenas vi que empezaba a brillar la aurora, me puse en pie, me vestí, me perfumé, me arreglé y me metí cincuenta dinares en el bolsillo. Salí de la posada de Masrur y me dirigí a la puerta de Zawila. Monté en un asno y le dije a su dueño: ‘Acompáñame hasta al-Habbaniyya’. Me condujo en un abrir y cerrar de ojos y no tardó en pararse en una calle llamada Darb al-Minqarí. Le ordené: ‘Entra en la calle y pregunta por la casa de al-Naqib’.
»”Se ausentó un momento y me dijo que me apease. Yo le dije: ‘Ve delante hasta llegar a la casa’. Me precedió hasta dejarme en el portal y le indiqué: ‘Mañana vendrás a recogerme aquí’. El acemilero asintió: ‘En el nombre de Dios’. Le di un cuarto de dinar de oro, lo cogió y se fue.
»”Llamé a la puerta y salieron dos muchachas pequeñas, vírgenes, cuyos senos parecían dos lunas. Me dijeron: ‘Entra, nuestra señora te está esperando; no ha dormido en toda la noche debido a la gran pasión que siente por ti’. Entré en una habitación cerrada con siete puertas. En sus paredes había varias ventanas que daban a un jardín poblado de toda suerte de árboles frutales, atravesado por varios canalillos de agua corriente y en el que se encontraban pájaros cantores; sus paredes estaban pintadas con el más puro albayalde, y la imagen de las personas se reflejaba en ellas; el techo estaba dorado; a su alrededor había tabiques con inscripciones en lapislázuli, que contenían vistosas figuras: deslumbraban a quien las miraba. El suelo era de mármol valiosísimo y mosaico; en los ángulos de éste se veían perlas y aljófares, y estaba recubierto por tapices de seda policroma y cojines. Una vez dentro, me senté”».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche veintiséis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el cristiano prosiguió su relato en estos términos: «El joven dijo:] “No tuve que esperar mucho: la adolescente se presentó ciñendo una diadema incrustada de perlas y pedrería; venía pintada con alheña. Al verme sonrió, me cogió entre sus brazos y me estrechó contra su pecho. Puso su boca en la mía y me chupó la lengua. Yo hice lo mismo. Me dijo: ‘¿Es verdad que estás en mi casa o estoy soñando?’ ‘Soy tu esclavo.’ ‘¡Bien venido! ¡Por Dios! Desde el día en que te vi no he conciliado el sueño ni he tenido tranquilidad.’ ‘Lo mismo me ha ocurrido a mí.’
»Nos sentamos a hablar; yo, algo avergonzado, me mantenía cabizbajo. Poco después me presentó una mesa cubierta de guisos exquisitos: carnes asadas, pastas de todas clases y pollo relleno. Comimos juntos hasta quedar hartos, después de lo cual trajeron el lavamanos y el aguamanil. Lavé mis manos, nos perfumamos con agua de rosas y almizcle y nos sentamos a charlar. Ella recitó estos dos versos:
Si hubiésemos sabido vuestra llegada, habríamos extendido como alfombra la sangre del corazón mezclada con el negro de los ojos.
Habríamos humillado nuestras mejillas para salir a vuestro encuentro; habríamos hecho pasar el camino por encima de nuestros párpados.
»”Se me quejó de lo que había sufrido, y yo hice lo mismo. Su amor se apoderó de mí con tal fuerza, que tuve por despreciables todas las riquezas. Después empezamos a jugar y a excitarnos con abrazos y besos hasta la llegada de la noche. Las sirvientas nos trajeron la comida y el vino: un banquete completo. Bebimos hasta medianoche, después de lo cual nos tumbamos y dormimos. Permanecí a su lado hasta la llegada de la aurora. Jamás en mi vida he pasado una noche igual. En cuanto amaneció, me levanté, dejé delante de la cama el pañuelo que contenía los dinares, me despedí de ella y salí. Se echó a llorar y exclamó:
»” ‘¡Señor! ¿Cuándo volveré a ver este hermoso rostro?’ ‘Al oscurecer regresaré a tu lado.’ Salí y encontré en la puerta, esperándome, al acemilero que me había llevado el día anterior. Monté, y al llegar a la posada de Masrur descendí y entregué al hombre medio dinar. Le dije: ‘Ven aquí cuando llegue el ocaso’. ‘Así lo haré.’ Entré en la posada, desayuné y salí a cobrar el importe de las telas. Al regresar preparé un cabrito asado y compré dulces. Llamé a un faquín, le describí el lugar adonde debía llevarlo y le di un salario. Volví a ocuparme en mis asuntos hasta la llegada del ocaso, pues entonces se presentó el acemilero. Cogí cincuenta dinares, los coloqué en un pañuelo y me fui. Al entrar vi que habían fregado el mármol, limpiado los objetos de cobre, preparado los candiles, encendido las velas, puesto la comida y filtrado el vino. En cuanto me vio, me echó los brazos al cuello y exclamó: ‘¡Me has hecho esperar!’ Acercó las mesas y comimos hasta quedar hartos. Las sirvientas retiraron el servicio, y ella acercó el vino; no cesamos de beber, de besarnos y de complacernos hasta medianoche. Dormimos hasta el amanecer.
»”Me levanté, le di los cincuenta dinares, según lo acostumbrado, y salí de su casa. Monté en el asno y me dirigí a la posada; aquí dormí un rato, y luego me levanté y preparé la cena: almendras, nueces y, por debajo, arroz con pimienta; freí patatas y cosas semejantes, cogí frutas, tapas y flores, y se lo mandé. Entré en la habitación, metí cincuenta dinares en el pañuelo y salí; monté en el asno y me dirigí a la casa. Entré, comimos, bebimos y dormimos hasta la aurora. Cuando me levanté le di el pañuelo, monté en el asno hasta llegar a la posada, según era mi costumbre, y no cesé de vivir así durante algún tiempo, hasta que un día me acosté y, al levantarme, me encontré sin dirhemes ni dinares. Me dije: ‘Esto es obra del demonio’. Y recité estos versos:
La pobreza del hombre hace desaparecer su generosidad de la misma manera que el sol palidece en el momento de la puesta.
Si se oculta, la humanidad no lo recuerda; si reaparece, en nada interviene.
Recorre los zocos procurando esconderse, y a solas llora desconsolado.
¡Por Dios! Cuando la miseria aflige al hombre, éste es un extraño para su propia familia.
»”Pasé hasta llegar a Bayn al-Qasrayn y seguí andando hasta la puerta de Zawila. Vi que la gente se había amontonado allí y que había taponado la salida. Vi —así lo tenía dispuesto el destino— a un soldado y, sin querer, fui comprimido junto a él, y mi mano se deslizó en su bolsillo. Palpé y encontré en su interior una bolsa. La cogí y se la saqué del bolsillo. El soldado se dio cuenta de que su bolsillo había disminuido de peso. Metió la mano en él y no encontró nada. Se volvió hacia mí, levantó la mano con la maza y me dio un golpe en la cabeza. Caí al suelo; la gente nos rodeó, cogió las riendas del caballo del jinete y preguntó: ‘¿Es a causa de la aglomeración por lo que has dado un golpe a este joven? ’ El soldado gritó: ‘¡Éste es un ladrón!’
»”Entonces recobré el conocimiento y oí que las gentes decían que yo era un buen muchacho, que no había cogido nada. Unos lo afirmaban, y otros lo negaban. Los pareceres fueron haciéndose más enconados, y la gente tiró de mí y quiso libertarme. Pero estaba escrito que el valí cruzase por allí en aquel momento acompañado de algunos funcionarios. Cruzó la puerta, vio a la multitud reunida en torno mío y del soldado y preguntó: ‘¿Qué ocurre?’ ‘¡Por Dios, Emir! —respondió el soldado—. ¡Éste es un ladrón! Yo tenía en el bolsillo una bolsa azul con veinte dinares, y él me la ha cogido mientras yo estaba entre la multitud.’ ‘¿Había alguien más contigo?’ ‘No.’ El valí llamó al almocadén y le mandó que me cogiese y me registrase, y así fui descubierto, pues el valí le ordenó que me quitase todo lo que llevaba encima. Al quedar desnudo encontraron la bolsa en mis vestidos; una vez hallada, el valí la cogió, la abrió y contó el dinero: en total eran veinte dinares, tal como había dicho el soldado. El valí, indignado, gritó a su séquito: ‘¡Acercádmelo!’
»”Me colocaron delante de él y me dijo: ‘¡Muchacho, di la verdad! ¿Eres tú quien ha robado esta bolsa?’ Bajé la cabeza mientras pensaba: ‘Si digo que no, ¿cómo explicar por qué estaba el dinero en mis vestidos? Y si digo que la he robado, quedaré humillado’. Levantando la cabeza, manifesté: ‘Sí, la he cogido’. En cuanto el valí oyó que pronunciaba estas palabras quedó admirado, llamó a los testigos y éstos comparecieron y corroboraron cuanto yo había dicho. Todo ocurría en la puerta de Zawila. El valí ordenó al verdugo que me cortase la mano[39]. Me cortó la diestra. El corazón del soldado se apiadó, e intercedió para que no me matasen. El valí se marchó entonces. La gente formó un círculo en torno mío y me dio de beber una copa de vino. El soldado me entregó la bolsa, diciéndome: ‘Eres un muchacho joven y no debes ser un ladrón’. La cogí y recité estos versos:
¡Por Dios! Hermano digno de confianza: no era un ladrón; ni he sido descuidero, ¡oh el mejor de los hombres!
Las vicisitudes del tiempo me han herido de repente: mis preocupaciones aumentan al mismo tiempo que la inquietud por mi bancarrota.
No he sido yo quien se ha perdido: Dios ha disparado una flecha, y ha hecho caer de mi cabeza la diadema del reino.
»”El soldado me dejó y se fue, y yo también me marché. Envolví el muñón en un pedazo de tela y me lo metí en la manga. Mi situación había cambiado, y mi rostro había empalidecido a consecuencia de aquello. Fuera de mí, me dirigí a su casa y me eché en la cama. La adolescente se dio cuenta del cambio de color y me preguntó: ‘¿Qué te duele? ¿Por qué te veo tan cambiado?’ ‘Me duele la cabeza, y no me encuentro bien.’ Ella se irritó y se inquietó por mí. Me dijo: ‘¡No me abrases el corazón, señor! Siéntate, levanta la cabeza y cuéntame lo que te ha ocurrido hoy. Tu rostro me dice muchas cosas’. ‘¡No me hagas hablar!’ ‘Parece que tu pasión por mí se ha terminado —me dijo llorando—. ¡Te veo tan distinto de como eres normalmente!’ Empezó a preguntarme cosas, pero yo no le contestaba. Así llegó la noche: me acercó la comida. Me abstuve, pues temí que me viera comer con la mano izquierda. Dije: ‘Ahora no me apetece comer. ‘Cuéntame lo que te ha sucedido hoy y el porqué estás tan afligido, preocupado y descorazonado.’ ‘Dame un momento de respiro y te lo contaré.’
»”Me acercó el vino y me dijo que bebiese, pues así disiparía mis penas y podría explicarle todo lo ocurrido. Le respondí: ‘Si no me queda más remedio que beber, dame de beber tú misma’. Ella llenó el vaso y se lo bebió; lo llenó de nuevo y me lo entregó. Lo cogí con la mano izquierda, y las lágrimas saltaron de mis ojos. Recité estos versos:
Cuando Dios dispone que algo suceda a un hombre, aunque éste piense, oiga y vea,
le tapa los oídos, le ciega el corazón y le arranca el entendimiento, de la misma manera que se arranca un cabello.
Cuando se ha cumplido su voluntad, le devuelve la razón para que reflexione.
»”Después de recitar los versos cogí la copa con la mano izquierda y sollocé. Al verme llorar, dio un grito muy fuerte y preguntó: ‘¿Cuál es la causa de tu llanto? Me estás abrasando el corazón. ¿Por qué coges la copa con la mano izquierda?’ ‘Tengo un grano en la diestra.’ ‘Sácala, que te lo reventaré.’ ‘No ha llegado el momento de abrirlo; no insistas más; ahora no voy a sacar la mano.’ Bebí la copa y ella no cesó de escanciarme hasta que me embriagué y me quedé dormido en el sitio en que estaba. Ella vio entonces que mi brazo carecía de maño; me registró y encontró la bolsa en que estaba el oro. La pena se apoderó de ella como jamás se ha apoderado de nadie, y a la llegada de la aurora seguía afligiéndose por mí. Cuando desperté de mi sueño, vi que me había preparado un cocido compuesto de cuatro gallinas. Me lo ofreció y me escanció una copa de vino. Comí, bebí, dejé la bolsa y me dispuse a salir. Me preguntó: ‘¿Adónde vas?’ ‘A cualquier lugar en el que pueda distraerme de la pena que embarga mi corazón.’ ‘¡No te vayas, siéntate!’ Me senté, y ella añadió: ‘Tu amor ha llegado hasta el extremo de disipar todas tus riquezas por mí, de perder incluso tu mano. Doy fe, y tomo a Dios por testigo, de que no me separaré de ti jamás, y vas a ver que digo la verdad, pues Dios ha escuchado la plegaria en que le pedía que te hiciese mi esposo’.
»”Mandó llamar a los testigos, y cuando éstos llegaron, les dijo: ‘Extended mi contrato matrimonial con este joven, y dad fe de que he recibido la dote’. Una vez escrito el contrato matrimonial, añadió: ‘Dad testimonio de que todos los bienes que tengo guardados en este cofre, de que todos mis esclavos y sirvientas, pertenecen a este joven’. Así lo atestiguaron, y yo acepté la donación. Después cobraron su salario y se marcharon. Ella me cogió por la mano y me llevó a un armario; abrió una caja muy grande y me dijo: ‘Mira todo lo que contiene’. Vi que estaba repleta de pañuelos. ‘Éstos son los bienes que me has ido dando. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares, lo recogía y lo metía en esta caja. Coge tus riquezas, pues es Dios quien hoy te las devuelve. Ahora me eres aún más querido, pues por mi causa te ha ocurrido la desgracia que te ha hecho perder la mano derecha. Aunque perdiese la vida por ti, sería poco para recompensarte y continuarías siendo mi acreedor. ¡Coge tus bienes!’ Los cogí, trasladé al mío el contenido de aquel cofre, y uní sus riquezas a las mías, o sea, a las que le había ido entregando. Mi corazón se consoló, desaparecieron mis penas y, poniéndome en pie, la besé y me embriagué con ella. Me dijo: ‘Has perdido tus bienes y tu mano por mi amor. ¿Cómo podré recompensarte? Aunque perdiese la vida por tu amor, aún sería poco y no alcanzaría para saldar mi deuda’. Puso a mi nombre, en un documento, todo lo que poseía: vestidos personales, joyas y posesiones, y no pegó un ojo en toda la noche, pues estaba preocupada por mí desde el momento en que yo le referí todo lo que me había ocurrido. Pasamos la noche juntos.
»”Vivimos así algo menos de un mes. Cada día estaba más débil a consecuencia de una enfermedad que se había apoderado de ella, y que, transcurridos cincuenta días, la llevó junto a las gentes del otro mundo. Yo mismo la preparé para el entierro y la sepulté en el polvo; personalmente hice las lecturas coránicas y entregué en su nombre una gran cantidad para la beneficencia. Hecho esto, abandoné el cementerio. Vi entonces que ella poseía grandes riquezas y múltiples propiedades y almacenes, entre éstos, los depósitos de sésamo que he vendido por tu mediación. Durante este tiempo me han tenido alejado de ti mis trabajos para vender el resto de sus bienes, pero aún no he conseguido hacerme con su precio. Espero que no me contraríes en lo que te voy a decir, ya que he aceptado tu invitación: acepta como regalo el dinero, importe del sésamo, que me guardas. Ése es el motivo por el que como con la mano izquierda”.
»Yo le dije: “Me beneficias y me favoreces”. “Debes venir conmigo a mi país. He comprado mercancías en El Cairo y en Alejandría. ¿Me acompañas?” “Sí.” Le prometí que estaría preparado al principio del mes. Vendí todo lo que poseía, compré mercaderías y me vine con aquel joven a este país, que es el vuestro. El joven vendió sus mercancías, compró aquí otras y se marchó a Egipto. Mi suerte ha querido que pase aquí esta noche, en la que ha ocurrido lo que ha ocurrido por ser yo un extranjero. Esto, ¡oh rey del tiempo!, ¿no es más admirable que lo ocurrido al jorobado?»
El rey chilló: «¡Os voy a ahorcar a todos!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche veintisiete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que entonces se acercó el superintendente al rey de la China y le dijo: «Si me lo permites te referiré una historia que me ha ocurrido poco antes de encontrar al jorobado, y si te parece más interesante que la de éste, puedes hacernos gracia de la vida». «¡Habla en seguida!»
«Sabe que la noche pasada estaba en un grupo que leía el Corán y que habían invitado a los alfaquíes. Cuando hubieron acabado de leer, extendieron el mantel. Entre otros guisos, sirvieron zirbacha[40]. Nos acercamos para comer, pero uno de nosotros se echó atrás y lo rechazó. Le insistimos para que se acercase, mas juró que no comería. Volvimos a insistir, pero nos cortó: “¡No os pongáis pesados! Me basta con lo que me ocurrió una vez”. Recitó estos versos:
Cuando quiero echar de lado a un amigo, no necesito excusas para apartarlo.
»Cuando hubimos terminado, le dijimos: “¿Por qué te abstienes de comer la zirbacha?” “No la comeré a menos que me haya lavado las manos cuarenta veces con sosa, otras cuarenta con potasa y cuarenta más con jabón, o sea, ciento veinte veces en total.” El dueño de la casa mandó a sus criados que le acercasen el agua y lo que había pedido. Se lavó las manos, conforme había dicho, se acercó con aire de repugnancia, extendió la mano con temor, cogió la zirbacha y empezó a comer por compromiso. Nosotros estábamos mudos de admiración; la mano le temblaba; le faltaba el pulgar, y comía con cuatro dedos. Le dijimos: “¿Qué te ha ocurrido que te falta el pulgar? ¿Es algo congénito o debido al transcurso del tiempo?” “Amigos, no es sólo este pulgar: el otro también me falta, y además carezco de los de ambos pies. ¡Mirad!”
»Descubrió los dedos de la otra mano, y vimos que la izquierda era idéntica a la derecha. Sus pies carecían también de pulgares. Todo esto nos maravilló, y le dijimos: “Estamos impacientes por oír tu relato, la explicación del porqué te faltan los pulgares de las manos y de los pies; del porqué te lavas las manos ciento veinte veces”.
»”Sabed que mi padre era el comerciante más conocido de Bagdad durante el reinado del califa Harún al-Rasid. Era muy dado a beber vino y a oír tocar el laúd. Al morir no dejó nada. Lo preparé para el entierro, hice las correspondientes lecturas coránicas y quedé muy triste durante varios días. Después volví a abrir la tienda, pero vi que había dejado muy poco haber y muchas deudas. Pedí a los acreedores que tuviesen paciencia y logré convencerlos. Empecé a vender y a comprar, y semana tras semana fui pagando a los acreedores, y en esta situación seguí hasta que liquidé las deudas y me hice con un capital. Cierto día en que estaba sentado vi a la adolescente más hermosa que jamás haya contemplado. Vestía preciosas ropas y montaba una mula que venía precedida por un esclavo y seguida por otro. Dejó la mula en la puerta del mercado y entró en éste seguida por un eunuco, que le decía: ‘Señora mía, sal. No te des a conocer a nadie. ¡Nos vas a echar al fuego!’ El criado le puso el velo. Ella miró las tiendas de los comerciantes y no encontró ninguna mejor que la mía. Cuando llegó a mi lado —siempre junto al eunuco— entró en mi tienda y me saludó con una voz tan dulce cual no había oído jamás otra. Se quitó el velo y le dirigí una mirada que me había de causar mil pesares, que había de llenar mi corazón de amor. Fijé mi vista en su rostro y recité estos dos versos:
Di a la hermosa con velo de seda: La muerte es preferible al tormento que me infliges.
Concédeme la gracia de una visita, en la que recupere la vida. Acabo de poner la mano pidiendo tu favor.
»”Después de haberme escuchado, contestó con éstos:
Si mi corazón está lejos de ti, impido que el amor haga mella en él, que sólo a ti te ama.
Si antes mis ojos han mirado a otro ser hermoso, después de haberte visto, sólo tú los atraes.
He jurado que no traicionaré tu amor; mi corazón está triste y apasionado por ti.
Me has dado de beber una copa de amor puro. ¡Ojalá yo también te la escancie!
Recoged mi último suspiro dondequiera que os establezcáis. Dondequiera que os instaléis, enterradme enfrente.
Si pronunciáis mi nombre junto a la tumba, os contestará el gemido de mis huesos en cuanto levantéis la voz.
Si se me preguntara por lo que quiero que Dios me conceda, contestaría: ‘Primero, el favor de Dios, y después, el vuestro’.
»”Cuando hubo terminado estos versos, me dijo: ‘Joven, ¿tienes telas de buena calidad?’ ‘Señora, tu esclavo es pobre. Espera a que los comerciantes abran sus tiendas. Yo mismo iré a buscar cuanto quieras.’ Hablamos durante un rato, y yo iba ahogándome en el mar de su amor, perdiéndome en las honduras de su pasión. Al abrir los comerciantes sus tiendas fui y compré todo lo que me había pedido y que costaba cinco mil dirhemes. Lo entregué todo al criado; éste lo cogió, y ambos salieron del zoco. Le acercaron la mula y montó sin decirme quién era. Yo no me atreví a preguntárselo, tomé a mi cargo la cuenta de los mercaderes y quedé a deber cinco mil dirhemes. Volví a mi casa borracho de amor. Me sirvieron la cena, tomé un pedazo de pan pero no pude seguir comiendo, pues el recuerdo de su belleza y de su hermosura me lo impidió. Quise dormir, mas el sueño no acudió. En esta situación estuve durante una semana.
»”Los comerciantes me reclamaron el pago, y yo les pedí que esperasen una semana más. Al término de ésta, ella volvió cabalgando en la mula, acompañada de un criado y dos esclavos. Al verla perdí el mundo de vista y olvidé lo que estaba haciendo. Se acercó, me dirigió la palabra con su voz dulce y dijo: ‘Trae la balanza, que pesaremos el oro que te debo’ Me dio el importe de lo que le había comprado y algo más, y se entretuvo hablando un rato conmigo. Cuando el mercado se animó y se abrieron las tiendas, me rogó que le comprase algunas cosas. Compré a los otros mercaderes lo que me había pedido, se lo di y se marchó sin preguntarme el precio. Cuando ya estaba lejos me arrepentí de lo que había hecho, puesto que las ropas que me había pedido sumaban mil dinares, y ella sólo había venido a pagarme cinco mil dirhemes, y por sólo esta cantidad se había llevado por valor de mil dinares. Estuve a punto de desmayarme, y temí haber perdido el dinero. Pensé que los comerciantes sólo me conocían a mí, que aquella mujer debía de ser una bribona que me había engañado con su belleza, y que, viéndome joven, se había burlado de mí, sin que se me hubiese ocurrido preguntarle dónde vivía.
»”Su ausencia se prolongó más de un mes; los comerciantes me pidieron una y otra vez que les pagase, y tuve que poner en venta mis propiedades, y por eso quedé al borde de la ruina. Estaba pensativo, cuando de repente la vi llegar a la puerta del mercado y dirigirse a mi tienda. Apenas la distinguí, desaparecieron todas las preocupaciones que habían afligido a mi corazón. Se acercó, me habló con sus palabras más dulces y me rogó que cogiese la balanza para pesar el oro que me debía; después siguió hablando conmigo. Yo estaba medio muerto de alegría y de satisfacción. Me preguntó: ‘¿Estás casado?’ ‘No, ni conozco a mujer alguna.’ Me puse a llorar y me preguntó por qué lo hacía: ‘Por algo que acaba de cruzar por mi mente’, le contesté. Cogí algunos dinares y se los di al criado, rogándole que me sirviese de intermediario. Se echó a reír y exclamó: ‘Ella está más enamorada de ti que tú de ella. No necesita las telas. Sólo las compra porque te ama. Cásate con ella y dale la dote que te plazca; no te va a contradecir en lo que digas’. Ella, al ver que daba dinares al criado, volvió a entrar y se sentó. Le dije: ‘Da crédito a tu esclavo y perdónale por lo que te va a decir’. Le referí lo que me había pasado por la mente; complacida, me dijo: ‘Este criado te traerá una carta. Harás lo que él te diga’. Se levantó y se fue. Por mi parte, fui a pagar a los comerciantes, que hicieron más negocio que yo. Cuando ella se hubo ido, apoderóse de mí el arrepentimiento por no haber procurado saber nada de ella, y no conseguí dormir en toda la noche.
»”Al cabo de pocos días vino su criado; lo agasajé y le pregunté por ella. Me informó: ‘Está enferma’ ‘Cuéntame qué le ha ocurrido.’ ‘A esta adolescente la ha criado Zubayda, la esposa de Harún al-Rasid; es una de sus damas. Le gustaba entrar y salir del palacio a su antojo, y se le concedió permiso para hacerlo. Gracias a tanta entrada y salida ha sido nombrada proveedora. Ha hablado de ti a su señora y le ha pedido permiso para casarse contigo. Ésta ha contestado: ‘No te lo daré hasta que haya visto a ese joven. Si es digno de ti, te casaré con él’ Ahora queremos introducirte en palacio. Si entras y nadie se entera de ello, te casarás con ella; pero si te descubren, te cortarán el cuello. ¿Qué decides? Te acompañaré. Prepara el subterfugio de que me has hablado.’ ‘Cuando caiga la noche, ve a la mezquita que ha hecho construir Zubayda a orillas del Tigris; reza y pasa allí la noche.’ ‘Así lo haré.’ Al ser noche cerrada me dirigí a la mezquita, recé y me quedé en ella. Al amanecer vi que dos criados venían en una barca con unas cajas vacías. Las metieron en el templo y se fueron. Uno se retrasó algo. Me fijé en él y vi que se trataba del intermediario. Al cabo de un rato se acercó la adolescente, mi dueña. Yo me dirigí hacia ella, la abracé, ella me besó y rompió a llorar. Hablamos un momento; después me cogió, me metió en una de las cajas y me encerró.
»”Antes de que me diera cuenta, ya estaba dentro del palacio del Califa. En seguida me trajeron objetos que valdrían más de cincuenta mil dirhemes. Había allí veinte jóvenes vírgenes, de senos tersos, y en el centro estaba Zubayda, que apenas podía andar de tantos trajes y joyas como llevaba. Cuando estuvo cerca, las jóvenes se dividieron en dos filas; yo me acerqué y besé el suelo. Me indicó que me sentase y así lo hice yo delante de ella. Me preguntó por mi condición y por mi ascendencia, y contesté a todas sus preguntas. Se alegró y exclamó: ¡Por Dios que no hemos educado en vano a esta joven!’ Y añadió: ‘Esta joven es para mí como una hija. Será el depósito que Dios te confía’. Besé el suelo y acepté casarme con ella. Me mandó que me quedase allí diez días, y con ellas permanecí todo este tiempo sin saber dónde había ido a parar la joven. Las criadas me traían la comida y la cena y se preocupaban del servicio. Al fin del plazo, Zubayda pidió permiso al Emir de los creyentes, su esposo, para casar a su dama. Se lo concedió, y mandó que le entregasen como dote diez mil dinares. Zubayda llamó al cadí y a los testigos. Extendieron mi contrato matrimonial con la joven. Después sirvieron los dulces y los guisos más preciados, que se repartieron por todos los rincones.
»”Duraron las fiestas otros diez días, y al cabo de los veinte, introdujeron a la joven en el baño, y la arreglaron para la consumación del matrimonio. Después sirvieron una bandeja con distintos guisos, entre los que había un gran plato de zirbacha rellena, azucarada, rociada con agua de rosas almizclada, pollos asados y platos de tantas clases que uno quedaba perplejo. Una vez delante de la mesa, no pude contenerme y me abalancé sobre la zirbacha, de la que comí hasta hartarme. Me sequé las manos, pero no me las lavé y permanecí sentado. Al llegar la noche encendieron las velas, vinieron las cantoras con los adufes, aderezaron a la novia y fueron obsequiadas con oro hasta que hubieron dado la vuelta a todo el palacio; terminada ésta, la trajeron adonde yo estaba y le quitaron los vestidos que llevaba. Me quedé solo con ella en el lecho, la abracé y no acababa de dar crédito a que estaba unido a ella. Notó el olor de zirbacha que despedía mi mano, y dio un alarido. Las sirvientas vinieron de todas partes y yo me puse a temblar, pues no sabía de qué se trataba. Las criadas preguntaron: ‘¿Qué te ocurre, hermana?’ ‘¡Apartad de mí a este loco! ¡Yo creía que era inteligente!’ Pregunté: ‘¿Qué he hecho de loco?’ ‘¡Loco! ¿Por qué después de comer zirbacha no te lavas las manos? ¡No te acepto! ¡Careces de juicio y obras mal!’
»”Cogió un látigo que estaba a su lado y me dio tantos azotes en el dorso y en las nalgas, que perdí el conocimiento. Dijo a las criadas: ‘¡Cogedlo! ¡Llevadlo al gobernador de la ciudad para que le corte la mano que no se ha lavado después de haber comido la zirbacha!’ Al oír esto, exclamé: ‘¡No hay fuerza ni poder sino en Dios! ¿Me harás cortar la mano por haber comido zirbacha y no haberme lavado luego?’ Las criadas intercedieron por mí, diciéndole: ‘¡Hermana! Por esta vez no lo castigues por lo que ha hecho’. ‘¡Por Dios! He de cortar algo de sus extremidades.’
»”Se marchó y estuvo ausente diez días y no la vi hasta el fin de éstos. Se acercó y me dijo: ‘¡Desgraciado! ¡No te perdono! ¿Cómo puedes comer zirbacha sin lavarte las manos después?’ Llamó a las muchachas, que me sujetaron, cogió un cuchillo bien afilado y me cortó los pulgares de las manos y de los pies conforme podéis ver. Me desmayé. Me puso unos polvos, que cortaron la hemorragia, y dije: ‘No volveré a comer jamás zirbacha, a no ser que antes me haya lavado las manos cuarenta veces con sosa, cuarenta más con potasa y otras tantas con jabón’. Ella me tomó juramento de que no comería más zirbacha sin antes lavarme las manos conforme os he dicho. Al ver la zirbacha, he perdido el color al pensar que este guiso fue la causa de que me cortasen los pulgares de las manos y de los pies. Cuando me habéis forzado a comerla, he pensado que era necesario cumplir lo jurado.”
»Delante de todos los presentes se le preguntó: “¿Y qué te pasó luego?” Y él siguió explicando: “Cuando hube prestado el juramento, se enterneció su corazón y dormimos juntos. Permanecimos así algún tiempo, al término del cual dijo ella: ‘Los moradores del palacio del Califa no saben lo que ha ocurrido aquí entre nosotros dos. Nunca ha entrado en él un extraño, aparte tú, y has podido hacerlo gracias al interés de Zubayda’. Me dio cincuenta dinares y me dijo: ‘Coge este dinero, sal y compra una casa grande para nosotros’. Salí y compré una casa buena y espaciosa. Trasladé a ésta todos los bienes que ella poseía, todas las riquezas que había atesorado, las ropas y los regalos. Ésta es la causa de que me falten los pulgares”.
»Comimos, nos marchamos, y después de ello me ocurrió lo del jorobado. Ésta es toda mi historia. He terminado.»
El rey dijo: «Esto no es más interesante que lo que ha ocurrido al jorobado. Lo de éste es mucho mejor. Os voy a crucificar a todos». El judío se adelantó, besó el suelo y empezó: «¡Rey del tiempo, yo te contaré un relato más prodigioso que el del jorobado!» «¡Cuenta lo que sabes!», ordenó el rey de la China.
Refirió: «Es un hecho extraordinario que me sucedió en la juventud. Vivía en Damasco (Siria) y allí estudié mi carrera. Un día en que estaba ejerciendo mi profesión, me vino a ver un esclavo de la casa del gobernador de Damasco. Salí, y acompañado por él me dirigí al palacio del gobernador. Entré y vi en la testera del salón un lecho de mármol, chapeado de oro, sobre el cual yacía un enfermo. Era un joven hermosísimo que no tenía par en su época. Me senté junto a su cabeza y le aseguré que pronto estaría bien. Me contestó moviendo los ojos. Le dije: “Dame tu mano”. Sacó la mano izquierda, lo cual me admiró. Me dije: “¡Qué sorpresa, por Dios! Es hermoso el muchacho, de casa principal, pero no tiene ni pizca de educación. Esto es lo raro”. Le tomé el pulso, le di una receta y lo visité durante diez días. Se curó y tomó el baño de ritual. Cuando salí, el gobernador me regaló un vestido de honor y me nombró intendente del hospital de Damasco. Entré con el joven en los baños, de los que había sido despedida toda la gente. Un criado se acercó a recoger lo que llevaba encima. Cuando quedó desnudo me di cuenta de que habían sido amputados los dedos de su diestra, y esto me dejó estupefacto y sorprendido. Observé además que en su cuerpo se notaban huellas de azotes, de lo cual quedé aún más perplejo. El joven me miró y me dijo: “No te maravilles, pues te he de contar algo cuando salga del baño”. Fuera ya de éste, nos dirigimos a su casa, comimos y descansamos. El joven me preguntó: “¿Quieres descansar un poco en mis habitaciones?” Le contesté que sí y mandó a los esclavos que retirasen el lecho, que asasen un ternero y nos dejasen frutas. Los sirvientes cumplieron lo que les había ordenado y nos acercaron las frutas. Comimos —él con la mano izquierda—, y le dije: “Cuéntame tu historia”.
»Me refirió: “¡Médico del siglo! Oye el relato de lo que me ha ocurrido. Nací en Mosul. Mi abuelo, al morir, dejó diez hijos varones, de los cuales mi padre era el mayor. Todos crecieron y se casaron. Mi padre me tuvo a mí, pero sus nueve hermanos no tuvieron ningún hijo. Crecí entre mis tíos, los cuales que querían mucho. Cierto día, cuando ya había llegado a la mayoría de edad, fui con mi padre a la mezquita de Mosul, pues era viernes. Rezamos todos juntos y cuando lo gente se marchó, mi padre y mis tíos se quedaron hablando de las maravillas de los países y de las rarezas de las ciudades, y, por fin, mencionaron Egipto. Uno de mis tíos recordó que los viajeros dicen que no hay sobre la faz de la tierra un país más hermoso que Egipto y su Nilo, tan cierto, que el poeta ha dicho:
Te conjuro a que digas al Nilo, en mi nombre, que no he podido aplacar mi sed ardiente con las aguas del Éufrates.
¡Cuántas personas queridas han quedado allí! Espero que ello sea un mérito.
»”Después empezaron a hablar de Egipto y de su río. Una vez hubieron terminado, me puse a pensar en la descripción que había oído, y mi imaginación empezó a preocuparse por dicho país. Se separaron, y cada uno de ellos se dirigió a su casa. Pasé la noche sin poder pegar un ojo, y lo que comía y bebía no me sentaba bien, pues había quedado enamorado de Egipto. Pocos días después, mis tíos se prepararon para emprender el viaje. Yo supliqué llorando a mi padre que me dejara ir con ellos. Me preparó algunas mercancías y me uní a ellos. Les dijo: ‘No le permitáis que entre en Egipto; es mejor que lo dejéis en Damasco, para que venda allí sus mercancías’. Nos dispusimos a partir, mi padre se despidió de mí, salimos de Mosul y no paramos de andar hasta llegar a Alepo. Permanecimos aquí unos días, y reemprendimos el viaje hasta llegar a Damasco. Vimos que la ciudad tenía tantos árboles, ríos, frutos y pájaros, que parecía el paraíso con toda clase de frutas. Nos hospedamos en una posada, y mis tíos permanecieron en la ciudad comprando y vendiendo hasta liquidar todas mis mercancías y ganando cinco dirhemes por cada uno. Este beneficio me alegró mucho. Después mis tíos se marcharon a Egipto.
»”Me quedé solo; vivía en una habitación tan bien construida, que la lengua es incapaz de describirla. La alquilé por dos dinares al mes y me dediqué a comer y beber, dispuesto a gastar todo el dinero que tenía. Cierto día que estaba sentado en la puerta de mi habitación, se acercó a mí una adolescente con ropajes tan preciosos como jamás habían visto mis ojos. La invité y no rehusó, sino que cruzó la puerta. En cuanto hubo entrado, la abracé y me regocijé de tenerla a mi lado. Cerré la puerta detrás de nosotros, le descubrí el rostro quitándole el velo y pude ver que era de una belleza prodigiosa. Su amor hizo presa en mi corazón, y presto acerqué una mesa con los mejores manjares, frutas y todo lo que la ocasión exigía. Comimos y jugamos, y después del juego bebimos hasta embriagarnos. Dormí con ella hasta el amanecer, en la más hermosa de las noches, y después le entregué diez dinares, pero ella juró que no aceptaba mi dinero, y me dijo: ‘¡Amado mío! Espérame dentro de tres días: a la hora del ocaso me reuniré contigo. Prepara con estos dinares lo mismo que hoy’. Me entregó diez dinares, se despidió de mí y se fue, llevándose consigo mi razón.
»”Transcurridos los tres días, regresó. Llevaba vestidos bordados y telas preciosas de más valor que los de la vez primera. Yo había preparado lo que era del caso antes de su llegada. Comimos, bebimos y dormimos hasta la aurora. Después me dio diez dinares y me prometió que regresaría a mi lado al cabo de tres días. Preparé lo mismo que antes y ella volvió a mi lado al término del plazo. Llevaba ropas más preciosas que las de las dos veces anteriores. Me preguntó: ‘Señor mío, ¿soy hermosa?’ ‘¡Sí, por Dios!’ ‘¿Me permites que traiga conmigo una adolescente más hermosa y más joven que yo, para que juegue con nosotros y nos riamos con ella? Me ha pedido que le permita acompañarme y le deje pasar la noche con nosotros para que nos divirtamos con ella. Me dio veinte dinares y añadió: ‘Prepara más cosas, que la adolescente va a venir conmigo’. Después se despidió de mí y se fue. Al día siguiente preparé lo que convenía, según la costumbre. Llegó algo después del ocaso acompañada por una mujer envuelta en un velo. Entraron, se sentaron y yo me regocijé. Encendí las velas y las acogí con alegría y satisfacción. Ellas se quitaron las ropas, y la nueva adolescente descubrió su cara. Pude apreciar que se parecía a la luna llena, y que nunca había visto a ninguna más hermosa. Les acerqué la comida y la bebida. Comimos y bebimos y empecé a besar a la adolescente recién llegada, a llenar su copa y a beber con ella. La otra empezó a recelarse en su interior, y al fin exclamó: ‘¡Por Dios! ¿Esta adorable adolescente es más agradable que yo?’ ‘¡Sin duda, por Dios!’ ‘Así, prefiero que duermas con ella.’ ‘Con mucho gusto.’ Se levantó, nos preparó la cama y dormí con la nueva joven hasta la llegada de la aurora.
»”Al despertar me di cuenta de que mi mano estaba cubierta de sangre; abrí los ojos y vi que el sol ya estaba alto; quise despertar a la adolescente, y su cabeza se separó del tronco. Pensé que la otra había hecho esto por celos; medité un instante, me puse en pie, me vestí y cavé una fosa en el interior de la habitación. Deposité en ella a la joven, la cubrí de tierra y puse los ladrillos en su sitio. Cogí el dinero que me quedaba, salí, fui a ver al dueño de la casa y le pagué el alquiler de un año, diciéndole que iba a reunirme con mis tíos en Egipto. Me fui a El Cairo y encontré a mis tíos, que estaban terminando de vender sus mercancías. Se alegraron de verme y me preguntaron por qué había salido al encuentro de ellos. Les respondí que tenía muchas ganas de volverlos a ver y que, además, temía agotar mi capital. Permanecí a su lado durante un año, y me distraje recorriendo El Cairo y el Nilo, y así iba gastando en comer y en beber. Como se aproximaba el momento de la partida de mis tíos, desaparecí, y ellos, creyendo que me había ido a Damasco, se marcharon. Yo, que sólo me había escondido, me quedé en Egipto tres años más, hasta que apenas me quedó dinero. Todos los años había enviado al dueño de la casa el alquiler de la misma, pero al cabo de este tiempo me encontré en gran estrechez y únicamente con el importe del alquiler de aquel año.
»”Me dirigí a Damasco, y una vez en esta ciudad fui a visitar al dueño, que se alegró de verme. Fui a mi habitación y limpié la sangre de la joven degollada. Levanté la almohada y encontré el collar que la difunta había llevado en el cuello. Lo recogí, lo contemplé y estuve llorando un rato. Dos días estuve sin salir, y al tercero entré en el baño y me cambié los vestidos. Ya no me quedaba ningún dinero. Un día me dirigí al mercado. Para que se cumpliese el destino, el demonio me sugirió coger el collar de piedras preciosas y llevarlo al zoco. Lo entregué a un corredor, que se levantó en mi honor y me hizo sentar a su lado. Esperó a que se animase el mercado y lo puso en venta a escondidas, sin que yo lo supiese. El collar era de precio: valdría unos dos mil dinares, pero el corredor regresó y me dijo: ‘Este collar es de cobre trabajado a la manera de los francos; no vale más de mil dirhemes’. ‘Sí, lo hicimos fabricar para una mujer de la que queríamos reírnos. Lo heredó mi esposa, y ahora queremos venderlo. Llévatelo y toma los mil dirhemes.’ ”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche veintiocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el judío prosiguió su relato en estos términos: «El joven continuó diciendo:] “Cuando el corredor oyó estas palabras comprendió que el asunto no estaba claro, se fue con el collar al jefe del mercado y se lo entregó. Éste lo llevó al valí y le dijo: ‘Me han robado este collar. Hemos encontrado al ladrón vestido como si fuese el hijo de un comerciante’. Sin que me diese cuenta, me rodearon, me cogieron y me condujeron ante el valí. Éste me preguntó por el origen del collar, y le contesté lo mismo que había dicho al corredor. Se echó a reír y exclamó: ‘¡Eso no es verdad!’ No supe cómo, pero sus agentes me arrancaron los vestidos y me azotaron con látigos. Los golpes me quemaban, por lo que declaré que yo lo había robado, diciéndome que era preferible decir esto a confesar que mi compañera había aparecido muerta a mi lado, pues entonces me matarían. En cuanto confesé que yo lo había robado me cortaron la mano y metieron el muñón en aceite hirviendo. Me desmayé. Me dieron de beber hasta que recuperé el sentido, recogí mi mano y me fui a casa.
»”El dueño me dijo: ‘En vista de lo ocurrido, deja la estancia y búscate otro lugar, ya que has sido acusado de un latrocinio’. ‘Señor, espera dos o tres días para que pueda buscar otra.’ Aceptó, se fue y me dejó solo. Permanecí sentado, llorando y diciéndome: ‘¿Cómo puedo regresar junto a mi familia si tengo la mano cortada? Quien me la ha hecho cortar no sabe que soy inocente. Tal vez Dios quiera que ocurra algo más’. Lloré amargamente, y cuando el dueño de la casa se marchó, se apoderó de mí una gran pena, que me tuvo intranquilo durante dos días. Al tercero, sin saber cómo, regresó el dueño de la estancia acompañado por unos esbirros y el jefe del mercado que me acusara de haber robado el collar. Les salí al encuentro y les pregunté: ‘¿Qué ocurre?’ Sin dar tiempo a que me moviese, me ataron, me pusieron una cadena al cuello y me dijeron: ‘El collar que tenías pertenecía al señor de Damasco, a su visir, a su gobernador. Desapareció de su casa hace tres años, al mismo tiempo que una de sus hijas’. En cuanto oí sus palabras, empezaron a temblar mis miembros y me dije que me iban a matar sin remedio; que debía contar al gobernador todo lo ocurrido, y que éste me matara o me perdonara, según su capricho. Llegados a su palacio, me llevaron ante él. Al verme, preguntó: ‘¿Es éste el que ha robado el collar y el que ha intentado venderlo? Le habéis cortado la mano injustamente’.
»”Ordenó que detuviesen al jefe del mercado, y le dijo: ‘Págale ahora mismo el precio de la mano si no quieres que te ahorque y me incaute de todos tus bienes’. Dio unas órdenes a sus servidores, que lo cogieron y se lo llevaron. Después de decir que me quitaran la cadena del cuello y las ligaduras, se quedó a solas conmigo. Me miró y me dijo: ‘Hijo mío, cuéntame lo ocurrido y dime la verdad. ¿Cómo ha llegado este collar a tus manos?’ Le respondí que le iba a decir la verdad, y le referí todo lo que me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había traído a la segunda y cómo, por celos, la había degollado. Le conté todos los detalles.
»”Al oír mis palabras movió la cabeza, se tapó la cara con el pañuelo y lloró un rato; después se acercó y me dijo: ‘Hijo mío, la adolescente era mi hija, a la que eduqué con todo cuidado. Al llegar a la pubertad la envié al lado de un primo suyo que vivía en Egipto. Muerto éste, regresó a mi lado, acostumbrada ya a la disipación propia de los egipcios. Te visitó sola cuatro veces, y después te llevó a su hermana pequeña, pues las dos eran hermanas uterinas y se querían mucho. En secreto, la hermana mayor explicó a la pequeña lo ocurrido y me pidió permiso para que ésta la acompañase. Al regresar sola, le pregunté por su hermana; se puso a llorar y me contestó que no sabía nada de ella. Más tarde reveló a su madre todo lo ocurrido, así como el que había degollado a la pequeña. Su madre me lo contó a mí, y desde entonces no ha cesado de llorar y ha jurado que la llorará hasta su muerte. Tus palabras son la pura verdad, que yo conocía antes de que me la expusieras. ¡Es terrible…! Quiero pedirte algo, en lo que deseo que no me contradigas: me gustaría que te casaras con mi hija menor; ésta no es hermana uterina de las otras dos, y aún es virgen. No te pediré dote, y os asignaré una pensión de mi peculio, permanecerás a mi lado y te trataré como a un hijo’. Le respondí: ‘Será como tú quieres, señor mío. ¿Cómo hubiera podido yo esperar esta solución?’ El gobernador envió en el acto un correo, el cual me trajo el dinero que mi padre me había dejado al morir, y hoy vivo en la más feliz de las vidas”. Quedé admirado de lo que le había ocurrido, permanecí con él tres días y me recompensó con una suma muy crecida. Después abandoné su casa y me vine a vuestro país, en el cual he disfrutado una vida holgada y en el que me ha sucedido lo del jorobado».
El rey de la China exclamó: «¡Esto no es más prodigioso que lo que ha ocurrido al jorobado! ¡Os he de ahorcar a todos, pero en especial al sastre, que ha sido el principal culpable! —Volviéndose al sastre, le dijo—: Si me cuentas algo que sea más extraordinario que lo sucedido al jorobado, os perdonaré a todos la vida».
El sastre se adelantó y dijo: «Sabe, ¡oh rey del tiempo!, que lo que a mí me ha ocurrido es más prodigioso que lo sucedido a los demás».
Refirió: «Antes de encontrar al jorobado, a primera hora del día, estuve en un banquete con algunos colegas de los gremios: sastres, zapateros, carpinteros y otros. Al salir el sol nos acercaron la mesa para que comiéramos, y entonces vino el dueño de la casa acompañado de un muchacho extranjero, muy bello, pero cojo. Entró y nos saludó. Nos pusimos de pie, y ya iba a sentarse cuando vio a un barbero que estaba entre nosotros, rehusó tomar asiento y quiso abandonarnos. Nosotros y el dueño de la casa se lo impedimos y lo instamos a que se quedase. El dueño de la casa lo conjuró a que explicase la causa por la cual, apenas entrado, quería salir. Respondió: “¡Por Dios, señor! No hay nada que me disguste. Me voy por culpa de ese barbero que está sentado”.
»Al oír estas palabras, el anfitrión se quedó perplejo y preguntó: “¿Cómo un barbero de aquí puede molestar a un joven de Bagdad?” Volviéndonos hacia él, rogamos que nos refiriera la causa de su enojo con el tal barbero.
»El joven explicó: “¡Comensales! Con este barbero me ocurrió algo portentoso en Bagdad, mi patria. Él es el culpable de que yo sea cojo y de que me haya roto el pie; por eso he jurado que no seré su convecino en ningún lugar y que no viviré en la ciudad en que él se encuentre. Por eso abandoné Bagdad, me marché de ella, y establecí mi domicilio en esta ciudad. Pero esta noche ya no la pasaré aquí, me iré”. “¡Por Dios, cuéntanos lo que te ha ocurrido con él!” El barbero, al oír que interrogábamos al joven, palideció. Éste refirió:
»”Sabed, gentes de bien, que mi padre era uno de los mayores comerciantes de Bagdad. Dios no le había dado ningún hijo más que yo. Cuando hube llegado a la pubertad, mi padre murió; legóme riquezas, criados y familia. Yo vestía los mejores trajes y comía los más apetitosos manjares. Pero Dios (¡loado y ensalzado sea!) me había inculcado el horror a las mujeres. Cierto día en que deambulaba por una de las calles de Bagdad, me salió al encuentro un grupo de mujeres. Huí y me metí en una calleja sin salida, en cuyo fondo había un banco. Apenas me había sentado, se abrió una ventana que había frente al lugar en que me hallaba, y sacó la cabeza una adolescente que parecía la luna llena. Jamás en mi vida he visto nada semejante. Tenía unos tiestos debajo de la ventana, y los regó; después miró a derecha y a izquierda, cerró la ventana y desapareció de mi vista. Mi corazón ardió en llamas; mis pensamientos se fueron tras ella; mi odio por las mujeres se trocó en amor. A la llegada del ocaso aún seguía en el banco, puesto que la gran pasión que sentía me había hecho olvidar que estaba en este mundo. A esa hora llegó el cadí de la ciudad montado a caballo, precedido por los esclavos y seguido por los criados. Se apeó y entró en la casa en la que había visto asomada a aquella adolescente. Así supe que era su padre.
»”Regresé a mi casa y, muy triste, me tendí en la cama. Las esclavas entraron y se sentaron a mi alrededor sin saber lo que me ocurría, pues yo no les expliqué lo que me había sucedido ni quise contestar a ninguna de sus preguntas. Mi enfermedad fue en aumento, y las gentes vinieron a visitarme. Llegó una vieja que al verme comprendió en seguida lo que me ocurría. Se sentó a mi cabecera, me trató cariñosamente y me preguntó: ‘Hijo mío, dime lo que te pasa’. Se lo referí todo y me dijo: ‘Ésa es la hija del cadí de Bagdad, a la que es imposible acercarse. El lugar en que la has visto constituye un apartamiento; su padre ocupa una sala de abajo, Ella vive sola. Yo los visito con frecuencia. No conseguirás unirte a ella si no es por mi mediación. ¡Anímate!
»”Al oír estas palabras recuperé mi valor. Mis familiares se alegraron, pues aquel mismo día mis miembros empezaron a recobrar su fuerza y esperaban que volviese a recuperarme del todo. La vieja se fue y volvió con el rostro descompuesto. Me dijo: ‘Hijo mío, no me preguntes lo que me ha contestado ella cuando se lo he dicho. Me ha interrumpido: ‘Si insistes en ello, vieja de mal agüero, haremos contigo lo que mereces’. Va a ser necesario que vuelva a verla otra vez’. En cuanto oí estas palabras, mi enfermedad empeoró. Al cabo de unos cuantos días, la vieja volvió y me dijo: ‘¡Hijo mío, dame alguna recompensa!’ Al oírla recuperé la vida. Le dije que le daría todo lo que quisiera. Añadió: ‘Ayer fui a ver de nuevo a la adolescente; yo estaba descompuesta y lloraba. Me preguntó: ‘¡Tía! ¿Qué te ocurre que te veo tan triste?’ Lloré más amargamente aún y le contesté: ‘¡Hija! ¡Señora! Ayer fui a visitar al joven que está enamorado de ti. Está a punto de morir y tú tienes la culpa’. Su corazón se apiadó y me preguntó: ‘¿Quién es ese joven que mencionas?’ ‘Mi hijo, la prenda de mi corazón. Hace unos días te vio por la ventana, cuando estabas regando tus tiestos. Contempló tu cara y quedó locamente enamorado de ti. Cuando lo informé de lo que me ocurrió contigo la primera vez, empeoró y no tiene ni fuerzas para levantar la cabeza de la almohada. No cabe la menor duda de que morirá’. La joven, palideciendo, me ha preguntado: ‘¿Y todo esto por mi culpa?’ ‘¡Sí, por Dios! ¿Qué dispones?’ ‘Ve a verlo, salúdalo en mi nombre y dile que yo sufro mucho más que él. El viernes, antes de la oración, puede venir a mi casa. Yo mandaré que le abran la puerta, subirá, estará a mi lado y permaneceremos juntos un rato. Se irá antes de que regrese mi padre de la oración.’
»”En cuanto hube oído las palabras de la vieja cesaron todos mis dolores, y mi corazón se tranquilizó. Le regalé cuantos vestidos tenía conmigo, y se fue diciendo: ‘¡Tranquiliza tu corazón!’ ‘El dolor ha desaparecido por completo’, le contesté. Mis familiares y amigos se alegraron al ver que había recuperado la salud. Viví tranquilo hasta el viernes en que vino de visita la vieja. Me preguntó cómo me encontraba y le respondí que estaba bien y animado. Me puse mis ropas, me perfumé y esperé a que las gentes se fuesen a rezar para yo, a mi vez, irme a ver a la joven. La vieja me dijo: ‘Te sobra mucho tiempo. Puedes ir al baño y cortarte los cabellos, en especial para borrar las huellas de la enfermedad. Te conviene’. ‘Tu consejo es bueno. Primero me afeitaré la cabeza, y después iré al baño.’ Mandé a buscar un peluquero para que me afeitase la cabeza y dije al muchacho: ‘Vete al zoco y tráeme un barbero que sea inteligente, discreto y que no me cargue la cabeza con sus chismes’. El criado se fue y volvió acompañado por este barbero. Al entrar me saludó y yo le devolví el saludo. Dijo: ‘¡Disipe Dios tus penas y tus preocupaciones! ¡Aleje de ti las desgracias y las tristezas!’ ‘¡Dios te escuche!’ ‘Te felicito, señor, por haber recuperado la salud. ¿Quieres que te corte el cabello, o bien que te sangre? Se refiere atribuyéndolo a Ibn Abbas, que Dios aleja setenta calamidades de aquel que se corta el cabello en viernes. Se le atribuye además el dicho de que quien se sangra en viernes no pierde jamás la vista y está a salvo de muchas enfermedades.’ Yo le dije entonces: ‘Maestro, deja de hablar y empieza a afeitarme ahora mismo la cabeza, pues he estado enfermo’.
»”Se puso de pie, extendió la mano y sacó un paquete. Lo abrió y vi que contenía un astrolabio con siete láminas. Lo cogió, se dirigió al centro de la habitación, levantó su cabeza en dirección a los rayos del sol, lo observó un rato y me dijo: ‘Sabe que hoy es viernes, 10 de Safar del año 763 de la héjira del Profeta, ¡desciendan sobre Él la mejor de las bendiciones y la paz! En el ascendente, por lo que sé de Matemáticas, está Marte a 7o 6’. Marte está en la conjunción con Mercurio, lo cual indica que el corte de los cabellos te será favorable. Me dice además que tú quieres reunirte con una persona; es un buen aspecto, pero después tendrás razones y algo que no te quiero decir’. ‘¡Me fastidias, me matas y me hartas con tanta palabrería! Te he llamado para que me afeites la cabeza. Aféitame y no te entretengas hablando.’ ‘¡Por Dios! Si supieses lo que te va a ocurrir, me pedirías más aclaraciones. Te aconsejo que hoy hagas lo que te voy a indicar, teniendo en cuenta la posición de los astros. Tendrías que dar gracias a Dios, y no deberías contradecirme, ya que te hago de consejero y te soy adicto. Querría permanecer a tu servicio durante un año entero sin recibir sueldo alguno.’ Entonces exclamé: ‘¡Hoy me matas sin remedio!’ ”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche veintinueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el sastre prosiguió relatando lo que le había sucedido, de esta manera: «El joven continuó:] “El barbero dijo: ‘¡Señor! Las gentes me llaman El taciturno por lo poco que hablo, a diferencia de mis hermanos. El mayor se llama Baqbuq; el segundo, Haddar; el tercero, Baqiq; el cuarto, al-Kaws al-Aswani; el quinto, al-Assar; el sexto, Saqaliq, y el séptimo, El taciturno, que soy yo’. Tanta palabrería por parte del barbero me irritó, y creí que la bilis me iba a devorar. Dije al criado: ‘Dale un cuarto de dinar, quítalo de mi lado y que Dios lo acompañe; ya no necesito afeitarme la cabeza’. El barbero exclamó: ‘¿Qué significan estas palabras, señor? Juro que no aceptaré ninguna recompensa sin antes haberte servido; y lo he de hacer, puesto que mi deber me manda que te sirva y que satisfaga tu necesidad; no me importaría quedarme sin cobrar; si tú no conoces mi justo valor, yo aprecio el tuyo; tu padre, ¡Dios lo tenga en su misericordia!, me hacía grandes dones, pues era muy generoso. ¡Por Dios! Tu padre me mandó llamar en un día tan fausto como éste. Al entrar lo encontré en medio de un grupo de amigos. ‘Sángrame’, me ordenó. Saqué el astrolabio, determiné la altura de los astros, levanté el horóscopo y éste me indicó que en aquel momento no era propicio sangrar. Se lo dije, me hizo caso y esperó con paciencia la llegada del instante oportuno para realizar la intervención; no me contrarió, sino que me dio las gracias, y además me lo agradecieron sus amigos, los que estaban presentes. Tu padre, para recompensarme por la sangría que le había hecho, me dio cien dinares’. Exclamé: ‘¡Ojalá no perdone Dios a mi padre por haber utilizado a un hombre como tú!’ Este barbero se echó a reír y exclamó: ‘¡No hay más dios que el Dios, y Mahoma es su profeta! ¡Alabado sea Quien hace cambiar y es Inmutable! Yo creía que tú eras juicioso, pero veo que tienes el cerebro delicado como consecuencia de la enfermedad. Dios ha dicho en el Corán que hay que saber dominar la cólera y perdonar a los hombres; sea como fuere, eres perdonable y no alcanzo a comprender la causa de tu impaciencia. Has de saber que tu padre no hacía nada sin antes consultarme; se dice que el consejero es siempre persona digna de fe No encontrarás a nadie que sepa más cosas que yo; estoy de pie dispuesto a servirte, y no te guardo rencor. ¿Cómo puedes estar enfadado conmigo? Tengo paciencia contigo, pues debo muchos favores a tu padre’.
»”Estalló: ‘¡Por Dios! ¡Estoy harto de tanta broma y tanta palabrería! Sólo quería que me afeitases la cabeza y que te fueses en seguida’. Completamente irritado, intenté levantarme, a pesar de que ya me había enjabonado. Me dijo: ‘Ya me doy cuenta de que estás enfadado conmigo, pero no te hago caso, pues tienes débil la cabeza y, además, aún eres un niño. No ha mucho que te llevaba a caballo en la espalda y te conducía a la escuela’. Corté: ‘¡Mi querido amigo! ¡Anda, por Dios… vete! ¡Deja que me ocupe en mis cosas y sigue tu camino!’ Al decir esto, yo desgarraba mis vestidos. Entonces él empezó a afilar su navaja con tanta lentitud, que por poco me muero de miedo. Se acercó, me afeitó una parte de la cabeza y en seguida levantó la mano, diciendo: ‘¡Señor! La impaciencia viene del diablo’, y recitó estos versos:
Ve despacio y no pierdas la paciencia con lo que quieres hacer; sé considerado con los demás y encontrarás quien lo sea contigo.
No existe ninguna mano encima de la cual no se encuentre la de Dios, ni tirano por encima del cual no haya otro.
»”Añadió: ‘Señor mío, no creo que conozcas mi rango. Mi mano resbala por la cabeza de los reyes, de los príncipes, de los ministros, de los sabios y de los virtuosos. Es a mí a quien se refería el poeta al decir:
Todos los oficios constituyen las piedras del collar, pero este barbero es su perla.
Está por encima de todos los sabios, y debajo de sus manos quedan las cabezas de los reyes’.
»”Exclamé: ‘¡Deja en paz lo que no te incumbe! ¡Estás oprimiendo mi pecho, y me destrozas el cerebro!’ ‘Me parece que tienes prisa.’ ‘¡Sí, sí!’ ‘Ten paciencia. La prisa procede de Satanás, y tiene como consecuencia el arrepentimiento y el pecado. El Profeta, Dios le bendiga y le salve, ha dicho que las cosas mejores son las que se hacen con calma. ¡Por Dios! Me inquieta tu asunto, y quiero que me digas qué es lo que te hace correr. Probablemente será algo bueno, pero temo que pueda ser algo malo. Faltan aún tres horas.’ Se irritó, tiró la navaja, cogió el astrolabio, se puso al sol, estuvo un rato inmóvil, extendió su mano y volvió. Dijo: ‘Faltan tres horas para la oración, ni un minuto más ni uno menos’. ‘¡Te conjuro en el nombre de Dios! ¡Líbrame de tus palabras! ¡Me muero de impaciencia!’
»”Recogió la navaja, la afiló como había hecho antes, me afeitó otro poco la cabeza y dijo: ‘Estoy muy preocupado con tus prisas. Si me explicases cuál es su causa, sería mejor para ti. Ya sabes que tu padre no hacía nada sin mi consejo’. Cuando comprendí que no podía librarme de él, me dije: ‘Ha llegado la hora de la oración. Quiero ir antes de que la gente termine de rezar. Si me retraso un poco, no sé cómo podré entrar a verla’. Le insistí: ‘¡Abrevia! ¡Déjate de palabras y de bromas! Quiero ir a un banquete con mis amigos’. Entonces exclamó él: ‘¡Tu día es un día bendito para mí! Ayer invité a un grupo de amigos, pero me he olvidado de prepararles algo de comer y ahora me acuerdo. ¡Qué mal papel haré!’ ‘No pienses en eso. Como ya te he dicho, hoy estoy invitado. Te regalo toda cuanta comida y bebida hay en mi casa, siempre que termines pronto y te des prisa en afeitarme la cabeza.’ ‘¡Dios te recompense con bien! Dime qué cosas hay para mis huéspedes; quiero saberlo.’ ‘Tengo cinco bandejas llenas de guisos, diez gallinas asadas y un cordero asado.’ ‘Hazlo traer para que lo vea.’ Hice que se lo mostrasen todo, pero en cuanto lo vio exclamó: ‘¡Falta la bebida!’ ‘También tengo.’ ‘¡Enséñamela!’ Se la mostré, y él exclamó: ‘¡Cuán generoso, cuán magnánimo eres! Pero aún faltan los aromas y los perfumes’ Le enseñé una caja en la que había perfumes, áloe, ámbar y almizcle por valor de cincuenta dinares.
»”Faltaba ya poco tiempo, y casi no me quedaba aliento en el pecho. Le dije: ‘Coge todo eso, pero termina de afeitarme la cabeza, ¡por Mahoma, a quien Dios bendiga y salve!’ ‘No lo cogeré hasta que haya visto todo lo que contiene.’ Di orden al criado, éste le abrió la caja, y el barbero, tirando al suelo el astrolabio que tenía en la mano, se sentó, revolvió los perfumes, los aromas y el áloe que contenía el cofre, de tal modo que poco faltó para que mi alma abandonase el cuerpo. Luego se acercó, cogió la navaja y me afeitó una parte muy pequeña de la cabeza. Me dijo: ‘Hijo mío: no sé cómo agradecértelo. También debo agradecérselo a tu padre, puesto que todo mi banquete de hoy se debe a tu favor y a tu generosidad. Ninguno de mis invitados es digno de tanto. Son: Zaytún, el bañador; Salí, el vendedor de lechugas; Awkal, el de las habas; Akrasa, el verdulero; Hamid, el estercolero, y Akaris, el lechero. Cada uno de ellos baila a su manera y recita los versos que le da la gana; pero lo mejor es que todos ellos son iguales que yo, tu humildísimo siervo, que ni habla en demasía ni es indiscreto; el bañador dice: ‘Si no voy a su casa, él viene a la mía’. El estercolero, que es agudo y sabio, baila y recita aquello de: ‘El pan de mi mujer no está en una caja’[41]. Cada uno de mis amigos tiene sus propias virtudes, de las que carecen los demás; oír hablar de algo no es lo mismo que verlo. Si quisieras venir, sería más agradable para ti y para nosotros; deja de pensar en ir a reunirte con los amigos que has dicho; aún se te ven las huellas de la enfermedad; podrías ser objeto de las burlas de personas dicharacheras, que se entremeten en lo que no les importa’. Le respondí: ‘Ya aceptaré otro día si Dios quiere’. Insistió: ‘Es preferible que te reúnas hoy con mis amigos, disfrutes de su compañía y te diviertas con sus hazañas, poniendo en práctica las palabras del poeta:
No demores el goce del placer, pues el tiempo está siempre dispuesto a transcurrir’.
»”Me reí, a pesar de que mi corazón estallaba de rabia. Dije: ‘Termina mi afeitado. Yo me iré con la gracia de Dios (¡ensalzado sea!) y tú te marcharás a reunirte con tus amigos, que ya están esperando tu llegada’. ‘Sólo quiero hacerte notar que son gentes de bien, y que entre ellos no hay ningún burlón. Si los vieses por un instante, plantarías a tus amigos.’ ‘¡Dios haga que te diviertas con ellos! Ya los invitaré cualquier día.’ ‘Si quieres hacer eso y hoy ir al banquete con tus amigos, espera un momento y deja que entregue a mis amigos los dones que me has hecho, para que vayan comiendo; regresaré en seguida a tu lado y te acompañaré a casa de tus amigos, pues no tengo que guardar cumplidos con los míos. Puedo plantarlos y volver inmediatamente a tu lado para acompañarte adondequiera que te dirijas.’ ‘¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande! Vete con tus amigos, disfruta con su compañía y permíteme que me marche con los míos y que esté hoy con ellos, ya que esperan mi llegada.’ ‘¡No dejaré que vayas solo!’ ‘Nadie puede entrar en el lugar a que voy, salvo yo.’ ‘Me imagino que hoy estás citado con alguna mujer, pues de lo contrario me llevarías contigo. Yo soy la persona más discreta que existe y te ayudaré en tu propósito, pues temo que entres en casa de una mujer extranjera y corras el riesgo de perderte. Aquí en Bagdad nadie puede hacer cosas de ésas, y especialmente en un día como el de hoy, pues el valí es muy severo.’ ‘¡Jeque de mal! ¿Qué significan estas palabras que acabas de pronunciar?’
»”Se hizo un largo silencio. Llegó la hora de la oración, y luego la del sermón. Terminó de afeitarme la cabeza y le dije: ‘Vete con tus amigos y llévate esa comida y estas bebidas. Yo espero a que vuelvas y te vendrás conmigo’. Le hablé así intentando convencerlo para que se fuera. Pero él me dijo: ‘Tú me estás engañando, te irás solo y te meterás en un lío del que no podrás salir. ¡Por Dios! No has de marcharte hasta que regrese y te acompañe para ver en qué termina tu asunto’. ‘Bueno, no tardes. Coge la comida, la bebida y todo lo que te he dado.’ Salió de mi casa, pero lo entregó a un mozo para que lo llevase a la suya, y él se escondió en una calleja. Yo me puse de pie en seguida. En aquel momento entonaban en el alminar la bendición final del viernes. Me puse mis vestidos y, solo, me dirigí a la calleja. Llegué a la casa en que había visto a la adolescente, sin saber que el barbero venía pisándome los talones. Vi la puerta abierta y me metí en el momento en que el dueño de la casa, concluida la oración, regresaba a su domicilio. Entré en él y cerré la puerta. Vi al barbero y me pregunté cómo podía haberse enterado aquel demonio del lugar al que yo iba. En aquel mismo instante sucedió, porque Dios quiso que así fuera, que el dueño de la casa castigó a una criada y empezó a pegarle. Ella chilló, un esclavo intentó defenderla, pero también le pegó a éste y empezó a gritar. El barbero creyó que me pegaban a mí, desgarró sus ropas, se cubrió de polvo la cabeza y, a su vez, empezó a gemir pidiendo auxilio a las gentes que estaban a su alrededor: ‘¡Están matando a mi señor en casa del cadí!’
»”Se fue a mi casa, siempre gritando y con las gentes detrás, e informó a mis familiares y a mis siervos. Sin que yo supiese nada, fueron todos a buscarme gritando: ‘¡Pobre señor nuestro!’ El barbero los precedía con los vestidos hechos jirones; la multitud seguía detrás alborotando a más no poder, y él, siempre entre los primeros, chillaba: ‘¡Lo han matado!’ Así llegaron a las inmediaciones de la casa en que yo me encontraba. El cadí, al oír el tumulto, abrió la puerta, vio a la multitud y se quedó perplejo. Preguntó por lo que ocurría. Mis criados le contestaron: ‘¡Has matado a nuestro señor!’ ¿Qué ha hecho vuestro señor para que yo lo mate?’ ”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [continuó el sastre su relato explicando así lo que le había sucedido: «Después prosiguió el joven: “Y dijo el cadí:] ‘¿Qué pinta ese barbero que está entre nosotros?’ El barbero manifestó: ‘Tú acabas de pegarle ahora con el látigo; yo he oído sus gritos’. ‘¿Qué ha hecho para que yo lo mate? ¿Quién lo ha dejado entrar en mi casa? ¿De dónde viene y adonde va?’ ‘¡No te hagas el tonto —replicó el barbero—, yo sé toda la historia, el porqué ha entrado en tu casa, y conozco todos los detalles! Tu hija lo ama, y él la quiere. Tú, sabiendo que él ha entrado, has dado órdenes a tus criados y éstos lo han apaleado. ¡Por Dios! Entre nosotros no queda más juez que el Califa, a menos que nos devuelvas a nuestro señor para que lo recojan sus familiares; no nos fuerces a entrar para sacarlo de tu casa. Date prisa en devolvérnoslo.’
»”El cadí quedó confuso y avergonzado delante de la gente. Dijo al barbero: ‘Si dices la verdad, entra tú mismo a sacarlo’. El barbero se metió en la casa, y en cuanto lo distinguí intenté escapar, pero no encontré modo de hacerlo. Vi que en el piso en que yo estaba había un baúl; me metí en él, coloqué la tapa encima y contuve la respiración. Entró en el departamento y se dirigió hacia el sitio en que yo me encontraba; miró a derecha e izquierda y sólo encontró el baúl en que yo estaba escondido. Se lo puso en la cabeza y se echó a andar. Cuando me di cuenta de lo que hacía, perdí la razón. Él iba rápido. Yo, que estaba convencido de que no me iba a soltar, abrí el cofre, salí aceleradamente y me tiré al suelo, rompiéndome el pie. Llegué a la puerta y vi una multitud como no recuerdo haber visto jamás en mi vida. Eché monedas de oro para distraer a las gentes y lo conseguí. Corrí por las callejas de Bagdad, pero este barbero me seguía, y donde yo entraba, él se metía chillando: ‘¡Querían privarme de mi señor! ¡Loado sea Dios, que me ha ayudado a derrotarlos y a salvar a mi señor de sus manos! Tú, señor, sólo te preocupabas de ir de prisa por tu mal pensamiento, y así te has metido en tal embrollo. Si Dios no te hubiese concedido mi ayuda, no habrías salido del lío en que te habías metido, y tal vez te hubieran causado un daño mayor, del que jamás te habrías librado. Pide a Dios que me conserve la vida para que pueda acudir siempre en tu auxilio. ¡Por Dios! Me has exasperado con tus malos propósitos. ¿Y tú querías ir solo? No te reprendo por tu ignorancia, dado que eres algo corto y atolondrado’. Yo le dije: ‘¿No te basta con lo que me ha sucedido por tu culpa? ¿Has de correr aún en pos de mí por los zocos?’
»”Habría preferido morir con tal de librarme de él, pero no encontré muerte capaz de salvarme. Cegado por la cólera, mientras huía de él me metí en una tienda que estaba en medio del mercado, pedí la protección del dueño y éste le impidió que entrara. Me senté en el almacén y me dije: ‘No voy a poder quitarme de encima a este barbero; querrá permanecer a mi lado noche y día, y yo no aguanto ya su mirada’. En el acto mandé a buscar testigos, hice testamento en favor de mi familia, nombré un procurador, al que di orden de vender la casa y los inmuebles, le recomendé a mis familiares, mayores y menores, y luego emprendí un viaje para librarme de ese rufián. Así llegué a vuestro país, en el que ya llevo algún tiempo. Me habéis invitado y aquí he venido. Pero veo a ese malvado rufián con vosotros, en la testera de la habitación. ¿Cómo podrá estar tranquilo mi corazón? ¿Cómo he de poderme encontrar a gusto a vuestro lado si está ese que ha hecho conmigo esto y por cuya culpa me rompí el pie?”
»El muchacho se negó a sentarse y salió. Al oír lo que le había ocurrido con el barbero, preguntamos a ése: “¿Es cierto lo que el joven ha dicho de ti?” “¡Por Dios! Lo hice a propósito. Si no lo hubiese hecho, habría muerto. Sólo a mí debe su salvación; el favor que Dios le ha hecho al dejarme intervenir, le ha causado la pérdida del pie; de otro modo, habría perdido la vida. Si hubiese sido un charlatán no le habría hecho tal favor. Os voy a contar algo que me ha ocurrido; así veréis si soy hombre de pocas palabras y entremetido. En esto me diferencio de mis hermanos.”
»”Vivía en Bagdad en tiempos del califato del Príncipe de los creyentes, al-Muntasir billah[42], el cual apreciaba a los pobres y a los desgraciados; sentaba en su tertulia a los sabios y a los piadosos. Cierto día se enojó con diez personas y mandó al gobernador de Bagdad que se las llevara en una lancha. Los vi pasar y pensé que estarían invitados a algún festín, que pasarían el día en aquella barca comiendo y bebiendo y que yo debía ser su único invitado. Embarqué mezclado con ellos; se sentaron el uno al lado del otro, y entonces se les acercaron los agentes del valí, que pusieron a todos una argolla al cuello, incluso a mí. Todo esto, señores, ocurrió por mis pocas palabras, ya que no quise hablar. Nos cogieron, nos encadenaron y nos llevaron a presencia del Emir de los creyentes, al-Muntasir, que dio orden al verdugo de que cortase el cuello a los diez. Cortó los diez cuellos y me quedé solo.
»”Entonces, el Califa se volvió y preguntó al verdugo: ‘¿Qué te pasa, que no acabas con los diez?’ ‘Ya les he cortado el cuello a los diez.’ ‘Me parece que has cortado nueve, y el que tienes delante es el décimo.’ ‘¡Juro por tus beneficios que ya están los diez!’ ‘¡Que los cuenten!’ Los contaron y vieron que había dado muerte a diez. El Califa me miró y me preguntó: ‘¿Por qué callas en este momento? ¿Cómo es que estás mezclado con los criminales?’ Al oír estas palabras del Príncipe de los creyentes, respondí: ‘Sabe, ¡oh Príncipe de los creyentes!, que yo soy El taciturno, que atesoro mucha ciencia; la rectitud de entendimiento, el buen sentido y las pocas palabras alcanzan en mí un grado poco común. Soy barbero. Ayer, al amanecer, vi a estos diez que se metían en una barca y embarqué mezclado con ellos. Creí que se dirigían a un banquete, pero al cabo de poco tiempo me di cuenta de que eran criminales. Los agentes les pusieron argollas en el cuello, y también lo hicieron conmigo; yo me callé por exceso de hombría; no hablé ni pronuncié palabra alguna en aquel momento, seguro de mi propio valor. Después nos han traído hasta tu presencia. Tú has mandado que se les cortase el cuello a diez, y así me he quedado delante del verdugo sin darme a conocer. ¿No es mucha la hombría cuando me ha llevado hasta el punto de ir a compartir la muerte con ellos? Durante toda mi vida he hecho el bien’.
»”El Califa, al oír mis palabras, se dio cuenta de que yo era valiente, sensato y nada indiscreto, en contra de todo lo que opina ese joven, al que he salvado de los tormentos, y me dijo: ‘¿Tus seis hermanos te igualan en sabiduría, ciencia y discreción?’ ‘¡Ni vivan ni sobrevivan si son como yo! ¡Me acabas de injuriar, Emir de los creyentes! No debes asociarme a mis hermanos, que son muy habladores y cobardes. Cada uno de ellos tiene un defecto: uno es cojo; otro, tuerto; el tercero, mutilado; el cuarto, ciego; al quinto le faltan la nariz y las orejas; el sexto tiene los labios partidos, y el séptimo es bizco de los dos ojos. No creas, Emir de los creyentes, que hablo en demasía, pero es necesario que demuestre que soy más hombre que ellos. A cada uno le ha ocurrido algo que ha exacerbado su defecto, hasta llegar a serlo de verdad. Si quieres, te lo contaré.»”
»” ‘Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que el primero, o sea, el cojo, era sastre en Bagdad. Trabajaba en una tienda alquilada a un hombre muy rico que vivía encima de ella. Debajo de la casa había un molino. Cierto día, mientras mi hermano estaba sentado a la tienda cosiendo, levantó la cabeza y vio a una mujer que parecía la luna llena cuando sale por el horizonte; estaba en la buhardilla de la casa y contemplaba a las gentes. Mi hermano, al verla, quedó con el corazón enamorado. Se pasó todo el día mirándola, y dejó de coser hasta la caída de la tarde. Al día siguiente, por la mañana, abrió la tienda y se puso a coser, pero a cada punto que daba, levantaba la cabeza hacia la buhardilla. Así pasó algún tiempo, sin llegar a coser ni tan siquiera por el importe de un dirhem.
»” ‘Cierto día, el dueño de la casa visitó a mi hermano, le llevó la ropa y le dijo: ‘Córtala y hazme camisas’. ‘De buen grado.’ La cortó, y antes de la llegada de la noche había hilvanado veinte camisas sin probar bocado. Le preguntó: ‘¿Cuánto cuesta?’ Mi hermano no contestó, pues la joven le había dicho con un guiño que no le cobrase nada, y así lo hizo, a pesar de que necesitaba el dinero. Pasó tres días, en los que apenas comió ni bebió, a causa del gran trabajo que tenía. Cuando hubo terminado de hacerlas, se las llevó.
»” ‘La joven había informado a su esposo de cómo era mi hermano, pero éste no lo sabía. Se habían puesto de acuerdo marido y mujer para aprovecharse de su trabajo como sastre sin pagarle, y, además, burlarse de él. Cuando mi hermano hubo concluido por completo, idearon un subterfugio y lo casaron con su criada. La noche en que debía consumar su matrimonio le aconsejaron que la pasase en el molino, pues al día siguiente sería mejor. Mi hermano creyó que le habían dado un buen consejo y se fue a pasar aquella noche, solo, en el molino. El marido de la adolescente convenció al molinero de que debía obligarlo a hacer girar la rueda. Mediada la noche, el molinero entró diciendo: ‘Este toro está sin hacer nada, a pesar del mucho grano que hay por moler y de que los dueños de la harina lo reclaman. Voy a atarlo a la rueda para que muela el grano’. Lo sujetó y lo obligó a trabajar hasta poco antes de amanecer. En este momento se presentó el dueño de la casa y vio a mi hermano atado a la rueda y al molinero soltándole latigazos. Lo dejó en tal estado y se marchó.
»” ‘Luego, cuando empezó a amanecer, se presentó la criada con la que lo habían casado. Lo soltó de la máquina y le dijo: ‘Mi señora y yo hemos sufrido mucho por lo que te ha ocurrido, y hemos compartido tu pena’. Mi hermano no podía mover la lengua para contestar, por los muchos palos que había recibido. Regresó a su casa, y en ella encontró al jeque que había escrito el contrato matrimonial. Se acercó, lo saludó y le dijo: ‘¡Dios haga que dure tu bendito matrimonio! Has pasado la noche, desde el atardecer hasta la mañana, feliz, en medio de caricias y abrazos’. ‘¡Pierda Dios al embustero, al que es mil veces detestable! ¡Sólo he servido para sustituir a un toro en la molienda!’ ‘Cuéntame lo sucedido.’
»” ‘Mi hermano se lo refirió todo. El jeque le dijo: ‘Tu destino no coincide con el suyo. Si quieres, cambiaré tu contrato matrimonial por otro mejor y lo haré para que así coincidan los dos testigos’. ‘Mira bien si aún te queda alguna otra treta.’ Lo plantó y se fue a su tienda, en espera de que alguien le llevase trabajo con el que ganar su salario. La criada, que ya se había puesto de acuerdo para gastarle otra broma, se presentó en seguida. Le dijo: ‘Mi señora está apenada por ti. Ha subido a la azotea para ver tu rostro desde la buhardilla’. Antes de que mi hermano pudiera rechistar, ella ya estaba en la buhardilla llorando y diciendo: ‘¿Por qué cortas los lazos que nos unen?’ No le contestó, pero ella le juró que no había intervenido en nada de lo que le había ocurrido en la tahona. Mi hermano, al ver su belleza y su hermosura, olvidó todo lo que le había sucedido, aceptó sus excusas y se alegró de volver a verla.
»” ‘La saludó y habló con ella. Después se sentó un rato a coser. Volvió la criada y le dijo: ‘Mi señora te saluda y te dice que su esposo ha resuelto pasar esta noche en casa de unos amigos. Cuando se haya marchado a casa de éstos, tú puedes venir a pasar una agradable noche con mi señora hasta que llegue el día’. Lo sucedido era que el esposo había dicho: ‘¿Qué hay que hacer para que venga aquí y yo pueda cogerlo y llevarlo ante el valí?’ ‘Déjame, que ya idearé algo que lo avergüence ante toda la ciudad.’ Mi hermano no sabía nada de las tretas de las mujeres. Llegada la tarde, la criada lo recogió y lo llevó delante de su señora. Ésta le dijo: ‘¡Señor mío, cuánto te deseo!’ ‘¡Por Dios! ¡Antes que nada, dame un beso!’ En el momento en que decía estas palabras entró el marido de la adolescente, que venía de la casa del vecino. Cogió a mi hermano y le dijo: ‘¡No te soltaré hasta estar delante del jefe de policía!’ Mi hermano le suplicó, pero él no le hizo caso y lo arrastró hasta la casa del valí. Éste mandó darle unos azotes y lo obligó a montar en un camello, en el cual recorrió las calles de la ciudad. Las gentes decían: ‘Ésta es la recompensa de los que desean la mujer del prójimo’. Se cayó del camello, se rompió el pie y quedó cojo. El valí lo expulsó de la ciudad, y él salió sin saber adónde ir. Yo, que lo despreciaba, lo recogí, me lo traje, me hice cargo de su manutención, y así seguimos.
»”El Califa se echó a reír al terminar mi narración, y dijo que estaba muy complacido. Yo le dije que no aceptaría sus cumplidos hasta que escuchase todo lo que le iba a contar referente al resto de mis hermanos, pero que no prejuzgase por ello que era un charlatán. Dijo: ‘Refiéreme todo lo que les ha ocurrido a tus hermanos, adorna mis oídos con esas galas y sé prolijo al contarme estas delicadezas’.
»” ‘Sabe, ¡oh Emir de los creyentes!, que el segundo de mis hermanos se llama Baqbuq. Cierto día en que se dirigía a sus quehaceres, tropezó con una vieja, que le dijo: ‘¡Hombre! Párate un momento que voy a proponerte un asunto. Si te gusta lo harás’. Mi hermano se paró, y ella añadió entonces: ‘Te explicaré la cosa y te la pondré a tu alcance con una sola condición: la de que no hables demasiado’. ‘¡Habla!’ ‘¿Qué dirías de una casa hermosa, con agua corriente, frutas, vino y con un rostro bello que contemplar, una mejilla tersa que besar y una hermosa mujer a la que abrazar, y vivir así desde la noche hasta la mañana? Si cumples con las condiciones que te he puesto, vivirás bien.’ ‘¿Y por qué me propones precisamente a mí este asunto, habiendo tantos hombres? ¿Qué es lo que te admira en mí?’ ‘Ya te he dicho que no debes hablar en demasía. Calla y ven conmigo.’
»” ‘La vieja se echó a andar, seguida de mi hermano, que estaba ansioso por ver a la mujer que le había descrito. Entraron en una casa espaciosa, subieron por la escalera y vio que era un magnífico palacio. Mi hermano se fijó en cuatro jóvenes, tan hermosas que nadie ha visto nunca a quien lo fuera más. Cantaban con una voz capaz de conmover a la más dura roca. Después, una de ellas bebió una copa. Mi hermano le dijo: ‘¡Por la salud y la prosperidad!’, y se acercó a servirla, pero ella se lo impidió, le llenó una copa y le dio un palmetazo en el cuello. Mi hermano, indignado, trató de marcharse mascullando imprecaciones; la vieja lo siguió, y con un guiño le dijo que se volviese. Regresó y se sentó sin pronunciar palabra. La joven volvió a darle palmadas en la nuca, y él acabó por desvanecerse. Al recuperar el conocimiento, mi hermano trató de irse a sus negocios, pero la vieja lo alcanzó y le dijo: ‘Ten un poco de paciencia, que alcanzarás lo que deseas’. ‘¿Hasta cuándo he de esperar un poco?’ ‘Cuando se haya embriagado conseguirás tu deseo.’ Mi hermano volvió a su sitio y se sentó.
»” ‘Todas las muchachas se levantaron, y la anciana les mandó que quitasen las ropas a mi hermano y le salpicasen el rostro con agua de rosas; así lo hicieron. La muchacha más bella de todas dijo: ‘¡Dios te fortifique! Has entrado en mi casa, y si cumples mi condición alcanzarás tu deseo’. ‘Soy tu esclavo y me tienes en tu puño.’ ‘Habrás visto que soy muy aficionada a la música. Quien me obedece, alcanza lo que desea.’ Ordenó a las jóvenes que volviesen a cantar, y cantaron hasta impresionar a la concurrencia. Luego dijo a una joven: ‘Coge a tu señor, hazle lo que necesita y tráemelo en seguida’. La esclava se llevó a mi hermano sin que éste supiese lo que iban a hacer con él. La vieja se acercó y le dijo: ‘Ten paciencia; ya falta muy poco’. Mi hermano trató de acercarse a la joven, pero la vieja lo retuvo diciendo: ‘¡Sé paciente! Estás ya obteniendo lo que deseas. Falta una sola cosa: que te corten la barba’. ‘¿Cómo voy a consentir lo que me va a deshonrar delante de todos?’ ‘Ella quiere que lo hagas para que estés bien afeitado, para que no quede en tu faz nada que le pinche, pues está muy enamorada de ti. Ten paciencia, pues ya has conseguido lo que deseas.’
»” ‘Mi hermano tuvo paciencia, siguió dócilmente a la joven y se dejó afeitar; ésta lo condujo de nuevo ante la adolescente: le habían afeitado las cejas, los bigotes y la barba; tenía el rostro rojo. La joven se asustó al verlo y se echó a reír de tal manera que por poco se cae de espaldas. Le dijo: ‘¡Señor mío! Con tus buenos modales te has convertido en mi dueño’. Lo conjuró, por su vida, a que bailase, y él lo hizo así. En la casa no quedó cojín que no le tirase, y las otras jóvenes le arrojaron naranjas, limones y toronjas, hasta que cayó desmayado de tanto golpe. Pero los palmetazos en la nuca y los proyectiles en la cara no pararon hasta que la vieja le dijo: ‘Ya has conseguido tu deseo. Sabe que ya se han terminado todos los golpes, y que sólo te falta una sola cosa. Cuando ella está embriagada, no deja que nadie la posea hasta que se le caen los vestidos, los pantalones, todo lo que lleva encima, y se queda desnuda. Tú eres la pareja. Ella echará a correr, y tú la perseguirás exactamente igual que si ella huyese de ti; no dejarás de seguirla de un lugar a otro, hasta que tu miembro esté en erección; entonces se dejará poseer. ¡Ponte en pie, quítate los vestidos!’ Mi hermano, fuera de sí, se puso en pie, se quitó toda la ropa…’ ”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y una, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el barbero prosiguió:] «“‘…y se quedó desnudo. La joven dijo a mi hermano: ‘¡Vamos, corre detrás de mí! ¡Yo voy delante! ¡Si quieres algo, persígueme!’ Echó a correr y él se puso a perseguirla: iban de un sitio a otro, salían y entraban, pero mi hermano no se despegaba de ella; la concupiscencia lo había vencido, y su miembro estaba en erección: parecía un loco; seguían corriendo: ella delante, y él, detrás; la oyó dar un leve grito, mientras seguía corriendo delante de él. En estas circunstancias, se vio repentinamente en medio de una calleja que estaba en el centro del zoco de los peleteros, quienes, a voz en grito, hacían el reclamo de sus pieles. La gente que lo vio en aquel estado: desnudo, con el pene erguido, con la barba, bigotes y las cejas afeitados y la cara encendida, empezó a chillar y a reírse a carcajadas; unos cuantos hombres le zurraron con las pieles hasta que cayó desvanecido. Lo cargaron sobre un mulo y lo condujeron ante el valí. Éste preguntó: ‘¿Qué es esto?’ ‘Éste ha salido así de la casa del visir y se ha metido entre nosotros.’ El valí mandó darle cien latigazos. Yo fui a recogerlo, lo metí en la ciudad a hurtadillas y le asigné una pensión, con la que pudiese vivir. Si no hubiese sido por mi hombría, no habría podido soportar esta calamidad.
»” ‘El destino llevó un día a mi tercer hermano, que se llama Quffa, a una casa importante. Llamó a la puerta, dispuesto a hablar con su dueño y pedirle limosna. Éste preguntó: ‘¿Quién hay?’ Mi hermano no le contestó, a pesar de que oyó que el dueño se quejaba en voz alta de aquella falta de delicadeza, al tiempo que se acercaba a la puerta. La abrió y preguntó: ‘¿Qué quieres?’ ‘¡Hermano, dame algo, por Dios!’ ‘¿Eres ciego?’ ‘¡Sí!’ ‘¡Dame la mano!’ Lo cogió por la mano, lo hizo entrar en la casa y empezó a subir con él escaleras y más escaleras hasta llegar a la azotea más alta. Mi hermano creía que le iba a dar algo de comer o cualquier cosa. Cuando hubieron llegado al lugar más alto, le preguntó: ‘¿Qué quieres, ciego?’ ‘Una limosna, por Dios.’ ‘¡Dios te la dé!’ ‘¿Por qué no me decías esto cuando yo estaba abajo?’ ‘¡Oh, el último de los ínfimos! ¿Por qué no me pediste tú algo, por Dios, al oír mis palabras por primera vez, cuando llamabas a la puerta?’ ‘¿Qué quieres hacer conmigo ahora?’, le preguntó mi hermano. Respondió él: ‘No tengo nada que te pueda dar’. ‘Acompáñame para bajar las escaleras.’ ‘¡Va! Tienes el camino delante.’ Mi hermano se marchó solo, y fue bajando los peldaños. Cuando sólo le faltaban veinte para llegar a la puerta, resbaló y llegó dando tumbos y con la cabeza herida.
»” ‘Salió sin saber adónde ir. Se le unieron los ciegos compañeros suyos; le preguntaron qué le había ocurrido aquel día, y mi hermano les contó lo sucedido y añadió: ‘Hermanos, quiero coger algunos de los dirhemes que nos quedan para atender a mis necesidades’. El dueño de la casa había seguido a mi hermano, sin que éste se diera cuenta, pues quería saber cuál era su situación; pudo oír sus palabras y le siguió hasta que entró en su cuchitril, en el que se metió también sin que lo sospechase mi hermano. Éste se sentó a esperar a sus compañeros, y en cuanto entraron, les dijo: ‘Cerrad la puerta y recorred la casa para que estemos seguros de que ningún extraño nos ha seguido’. El hombre, al oír estas palabras, se colgó de una cuerda que pendía del techo. Recorrieron toda la casa, y al no encontrar a nadie, se sentaron al lado de mi hermano. Sacaron el dinero que tenían, lo contaron y vieron que ascendía a más de diez mil dirhemes. Guardaron diez mil en un rincón del cuarto, y cada uno de ellos tomó de lo que sobraba lo que le pareció para atender a sus necesidades. Enterraron los diez mil dirhemes en el suelo, sacaron la comida y se sentaron a comer.
»” ‘Mi hermano oyó una voz extraña a su lado, y preguntó a sus compañeros: ‘¿Es que hay algún forastero con nosotros?’ Estiró la mano, tropezó con la del dueño de la casa y chilló, dirigiéndose a sus compañeros: ‘¡Éste es un extraño!’ Empezaron a llover los golpes, y cuando estuvieron hartos de zumbarle, gritaron: ‘¡Musulmanes, ha entrado en nuestra casa un ladrón que quiere robarnos lo que tenemos!’ Entraron algunas personas. El dueño de aquella casa, el extraño al que acusaban de ladrón, cerró los ojos y fingió que era ciego como los demás para que no dudasen de él. Empezó a gritar: ‘¡Musulmanes! ¡Por Dios, el sultán! ¡Por Dios, el valí! ¡Por Dios, el Emir! ¡Tengo que dar un consejo al Emir!’
»” ‘Antes de que se diesen cuenta estaban en manos de los agentes del valí. Cogieron a todos, incluido mi hermano, y los condujeron ante el valí. Éste preguntó: ‘¿Qué ha ocurrido?’ Aquel hombre contestó: ‘Escucha bien mis palabras, valí: Sólo el tormento puede darte a conocer nuestra verdadera condición. Si quieres, castígame antes que a mis compañeros’ El valí ordenó: ‘Tended a este hombre y dadle de latigazos’. Lo tumbaron y lo azotaron. Cuando los azotes empezaron a dolerle, abrió un ojo; y al aumentar el dolor, abrió el otro. El valí preguntó: ‘¿Qué significa esto, sinvergüenza?’ ‘¡Concédeme el perdón y te lo contaré!’ ‘Concedido.’ ‘Nosotros cuatro fingimos que somos ciegos, paseamos entre la gente, entramos en las casas, observamos a las mujeres y procuramos corromperlas para ganar dinero. Así hemos ganado mucho: diez mil dirhemes. He pedido a mis compañeros que me diesen mi parte: dos mil quinientos dirhemes. Se han enfadado, me han pegado y me han quitado lo que me corresponde. Pido protección a Dios y a ti, pues tú tienes más derecho que ellos a quedarte con mi parte. Si quieres comprobar la verdad de lo que digo, haz dar a cada uno más golpes de los que yo he recibido, y abrirán sus ojos.’ El valí mandó que los apaleasen; le tocó primero a mi hermano; lo sacudieron hasta dejarlo medio muerto. El valí clamó: ‘¡Desgraciados! ¿Renegáis aún del bien que Dios os ha hecho y os fingís ciegos?’ ‘¡Por Dios, por Dios, por Dios! Ninguno de nosotros es vidente.’ Lo volvieron a tender y le zurraron por segunda vez, hasta que se desmayó.
»” ‘El valí ordenó: ‘¡Dejadlo hasta que vuelva en sí, y azotadlo entonces por tercera vez!’ Después mandó que pegaran también a sus compañeros, y dieron más de trescientos palos a cada uno. El vidente les decía: ‘¡Abrid las ojos, pues de lo contrario os pegarán más!’ Volviéndose al valí, le dijo: ‘Envía a alguien que me acompañe para que te traiga el dinero. Ésos no van a abrir los ojos, pues quedarían avergonzados delante de la gente’. El valí mandó que lo acompañasen, y cuando regresó con el dinero, le dio dos mil quinientos dirhemes, a pesar de sus protestas, y expulsó de la ciudad a mi hermano y a sus compañeros. Yo, ¡oh Emir de los creyentes!, salí, alcancé a mi pariente y le pregunté por su situación. Me explicó lo que acabo de referirte. Lo introduje secretamente en la ciudad y le asigné una renta para que pudiese comer y beber el resto de sus días’.
»”El Califa se puso a reír y exclamó: ‘¡Dadle un regalo y dejad que se marche!’ Exclamé: ‘¡Por Dios! No aceptaré nada hasta haber explicado al Emir de los creyentes lo ocurrido a mis otros hermanos. Seré conciso’. ‘Revienta nuestros oídos con los chismes de tus historias.’
»” ‘Mi cuarto hermano, ¡oh Emir de los creyentes!, es el tuerto, vendía carne y criaba corderos. Las personas importantes y las ricas le compraban la carne. Así ganó una gran cantidad de dinero, con el que compraba animales y casas. Vivió de este modo durante largo tiempo. Cierto día, mientras estaba en su tienda, vio pararse delante a un jeque de luenga barba, que le entregó algunos dirhemes y le dijo: ‘Dame la carne que corresponda a este importe’. Cogió el dinero y le entregó la carne; cuando se hubo ido, mi hermano contempló las monedas del anciano y vio que eran de un blanco muy brillante, por lo cual las guardó aparte. El jeque fue su cliente durante cinco meses, y mi hermano iba guardando en una caja especial el dinero con que le pagaba. Después quiso sacarlo para comprar ganado. Cuando abrió la caja vio que sólo contenía hojas blancas recortadas. Se abofeteó la cara, se puso a chillar, y la gente se congregó a su alrededor. Explicó su caso, y todos quedaron admirados. Regresó a la tienda, según era su costumbre, y sacrificó un cabrito, que colgó en el interior, y lo cortó en pedazos. Después lo expuso en el exterior de la tienda, diciéndose que si el viejo lo veía, se acercaría y podría cogerlo.
»” ‘Al cabo de un rato, el viejo se acercó con la plata. Mi hermano se lanzó sobre él y empezó a chillar: ‘¡Musulmanes, a mí! ¡Oíd lo que me ha ocurrido con este bandido!’ El viejo, al oír sus palabras, le dijo: ‘¿Quieres renunciar a desenmascararme, o prefieres que te desenmascare yo a ti delante de la gente?’ ‘¡Hermano! ¿De qué tienes que acusarme?’ ‘De que vendes carne humana haciéndola pasar por carne de animal.’ ‘¡Mientes, maldito!’ ‘No hay quien sea peor que aquel que tiene junto a sí, colgado en la tienda, un ser humano.’ ‘Si es verdad eso que dices, mi dinero y mi sangre te pertenecen.’ El jeque exclamó: ‘¡Gentes! Este carnicero mata a los hombres y los vende, haciendo pasar su carne por carne de animal. Si queréis convenceros de si es verdad lo que digo, entrad en su tienda’.
»” ‘Todos los reunidos se metieron en la tienda de mi hermano y vieron los despojos del cabrito, que daban la impresión de ser un ser humano colgado. En seguida agarraron a mi hermano, lo llamaron cafre y animal, y los más fuertes empezaron a pegarle y a abofetearlo; el jeque le dio unos palmetazos en un ojo y se lo vació. Llevaron los despojos al jefe de policía, y el anciano le dijo: ‘¡Emir! Este hombre mata a sus semejantes y vende su carne haciéndola pasar por carne de animal. Te lo hemos traído. Ahora juzga tu de acuerdo con la ley de Dios (¡loado y ensalzado sea!)’. Mi hermano se defendió, pero el jefe de policía no quiso escucharlo, mandó darle quinientos palos y se incautó de sus bienes; si no hubiese sido por la cuantía de éstos, lo habrían matado; después lo expulsaron de la ciudad. Salió de ésta alocado, sin saber adónde se dirigía. Llegó a una gran ciudad, y en ella se dedicó a trabajar como cordonero. Abrió una tienda y se puso a hacer algunas cosas con qué sustentarse. Cierto día en que salió para uno de sus asuntos, oyó el relinchar de los caballos y preguntó de qué se trataba. Se le contestó que el rey salía de caza. Mi hermano fue a ver el cortejo, mientras iba pensando cómo había llegado a ser cordonero. La mirada del rey se posó en el ojo de mi hermano. El soberano bajó la cabeza y exclamó: ‘¡En Dios busco refugio contra las desgracias de este día!’ Tiró de las riendas de su caballo y regresó a palacio, seguido por todos los soldados.
»” ‘El soberano dio orden a sus criados de que cogiesen a mi hermano y lo apaleasen. Lo detuvieron y lo apalearon de mala manera hasta dejarlo medio muerto, sin que mi hermano supiese el porqué. Medio inconsciente, regresó a su domicilio. Más tarde visitó a un hombre del séquito real y le contó lo que le había acaecido. Éste se puso a reír de tal modo que poco faltó para que se cayera de espaldas, y le contestó: ‘¡Hermano! Sabe que el rey no puede sufrir el ver un tuerto, y más si éste lo es del ojo izquierdo; normalmente los hace matar’. Mi hermano, al oír estas palabras, decidió huir de la ciudad. Se marchó de ella y se dirigió a otra que no tenía rey. Vivió en ella durante largo tiempo. Un día en que pensaba en sus asuntos, salió a pasear. Oyó relinchar unos caballos detrás de él y se dijo que había llegado el decreto de Dios. Huyó en busca de un sitio en el que ocultarse, pero no lo encontró. Vio una puerta, la abrió y se metió en un vestíbulo muy largo, por el cual se adentró. Antes de que se diese cuenta, dos hombres se apoderaron de él, al tiempo que exclamaban: ‘¡Loado sea Dios, que nos ha permitido apoderarnos de ti, enemigo de Dios! Durante tres noches no hemos podido descansar, ni tú nos has dejado dormir ni reposar en ningún lecho, pues amenazabas con matarnos’. ‘¿Qué os ha ocurrido? ¡Decidlo, por Dios!’, exclamó mi hermano. Le explicaron: ‘Tú nos vigilabas y querías deshonrarnos a nosotros y al dueño de la casa. ¿No te basta con haberlo arruinado y haber arruinado a tus amigos? ¡Saca el cuchillo con que nos amenazabas todas las noches!’
»” ’Lo registraron, y encontraron en su cinturón el cuchillo con el que cortaba las sandalias. Les dijo: ‘Temed a Dios y no me maltratéis. Sabed que mi historia es prodigiosa.’ ‘¿Cuál es tu relato?’ Mi hermano les explicó su historia con la esperanza de que lo soltasen, pero no hicieron caso de sus palabras ni le prestaron atención; al contrario, le pegaron y desgarraron sus vestidos, que dejaron al descubierto las huellas de los azotes en los flancos. Le dijeron: ‘¡Maldito! Las señales de los golpes atestiguan tus crímenes’. Lo llevaron ante el valí, y él se dijo: ‘He caído por mis pecados, y sólo Dios, el Altísimo, puede salvarme’. Cuando estuvo en presencia del valí, éste le dijo: ‘¡Desvergonzado! ¡Debió de ser muy grande el crimen que te llevó a ser azotado!’ Mandó que se le dieran cien azotes, y después lo hicieron recorrer las calles de la ciudad montado en un camello, al tiempo que proclamaban: ‘Éste es el castigo del que viola la casa del prójimo’. Cuando oí decir esto, salí, lo seguí mientras lo paseaban por las calles de la ciudad, y cuando lo soltaron, me acerqué a él, lo recogí, le hice entrar secretamente en la ciudad y le señalé una renta con la que pudiese comer y beber.
»” ‘Mi quinto hermano, ¡oh Emir de los creyentes!, es el que tiene cortadas las dos orejas. Era un pobre que pedía por la noche, y durante el día gastaba lo ganado. Nuestro padre era un hombre muy viejo, de edad avanzada, y al morir nos dejó setecientos dirhemes, de los cuales habíamos cogido cien cada uno de nosotros. Este hermano mío, el quinto, en cuanto hubo cobrado su parte, quedó perplejo y no supo qué hacer con ella. Entonces se le ocurrió que podía comprar vidrio de todas clases para comerciar con él y obtener beneficios. Compró cristal por valor de los cien dirhemes, lo metió en una vitrina y se sentó en un lugar para venderlo. Había allí una pared en la cual apoyó la espalda y, quedándose meditabundo, se dijo: ‘Mi capital, que he invertido en este vidrio, alcanza los cien dirhemes. Lo venderé por doscientos, y con éstos compraré más vidrio, que venderé por cuatrocientos. No pararé de vender y comprar hasta conseguir una gran cantidad, con la cual compraré toda clase de mercancías y de drogas, que me darán un beneficio mucho mayor. Después de todo esto compraré una hermosa casa, esclavos, caballos y sillas doradas; comeré y beberé, e invitaré a mi casa a todas las cantantes para oír su voz’.
»” Todo esto lo iba pensando con la caja de vidrio delante. Siguió: ‘Mandaré que todas las casamenteras me pidan las hijas de los reyes y de los ministros. Me casaré con la hija de uno de éstos; tendrá una hermosura perfecta, una belleza prodigiosa, y por ella pagaré una dote de mil dinares. Si su padre está conforme con estas arras, magnífico, y si no, la conseguiré por la fuerza, mal que le pese. Cuando tenga casa propia, compraré diez criados pequeños, regios vestidos y ciclatones; encargaré una silla de oro con incrustaciones de pedrería, y cuando salga a caballo iré rodeado de esclavos, que irán delante y detrás de mí, de tal modo que si me ve el ministro se levantará en mi honor, me ofrecerá su sitio y se sentará en uno inferior, pues será mi suegro. Tendré a mi lado dos criados con sendas bolsas, en cada una de las cuales habrá mil dinares. Le daré mil dinares como dote de su hija, y le regalaré los otros mil para honrarlo y dejar bien patente mi hombría, mi generosidad y lo poco que significa el mundo para mí. Después me marcharé a mi casa, y cuando alguien me venga a ver de parte de mi mujer, le daré dinero y le regalaré un vestido de honor. Si el ministro me envía algún regalo, se lo devolveré, aunque sea precioso; no lo aceptaré, para demostrar que tengo amor propio y que considero que estoy en la más alta posición. Los iré a visitar para dejar constancia de mi prestigio y mi rango. Cuando lo hayan hecho, les diré que me envíen la novia, y en seguida arreglaré mi casa a la perfección.
»” ‘Me pondré mis más preciosos vestidos poco antes del momento en que hayan de presentarme a la novia, y me sentaré en un estrado cubierto de seda, sin mirar a derecha o izquierda, con lo que daré una prueba de mi gran inteligencia y de la seriedad de mi entendimiento. Mi mujer se acercará como si fuese la luna llena, con vestidos de seda y brocado, pero yo no la miraré asombrado hasta que me hayan dicho todas las mujeres presentes: ‘Tu mujer, tu esclava, está delante de ti. Hónrala con una mirada, ya que la mortificas teniéndola de pie’. Besarán el suelo delante de mí muchas veces antes de que yo levante la cabeza para mirarle un solo instante, pues en seguida me inclinaré y ellas se la llevarán. Me cambiaré los vestidos por otros más preciosos, y cuando vuelva la novia por segunda vez, no la miraré hasta que me hayan pedido reiteradamente que lo haga; pero en seguida bajaré la cabeza al suelo y me comportaré así hasta que terminen de quitarle el velo.’ ”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche treinta y dos, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [siguió pensando:] «“‘Ordenaré a un criado que dé una bolsa con quinientos dinares a las peinadoras, y les mandaré que introduzcan a la novia. Cuando ésta se halle en mi presencia, ni la miraré ni le dirigiré la palabra, en señal de desprecio para que se diga de mí que soy altanero; esto durará hasta que se me acerque su madre, me bese en la cabeza y en la mano y me diga: ‘¡Señor! Mira, tu esposa ansia reposar a tu lado; alégrala con una sola palabra’. Yo le contestaré, y ella me halagará hasta el punto de besarme manos y pies reiteradamente. Tras lo cual, añadirá: ‘¡Señor! Mi hija es una hermosa adolescente que no ha visto jamás a un hombre. Si se da cuenta de que te mantienes retraído, va a perder la razón. ¡Acércate a ella! ¡Háblale!’ La madre me presentará una copa llena de bebida, y su hija la cogerá para entregármela; cuando llegue a mi lado, la haré estar de pie ante mí, y yo permaneceré recostado en un almohadón recamado en oro, sin dirigirle la mirada, pues mi orgullo y la magnitud de mi poder han de ser enormes, hasta el punto de que ella se crea que soy un sultán todopoderoso. Dirá: ‘¡Señor, por la ley de Dios! No rechaces esta copa que te entrega tu esclava; yo soy tu esclava’. No le contestaré, por lo que ella insistirá: ‘¡Tienes que beber!’, y me la acercará a la boca; yo le daré un cachete en la cara y unas patadas; lo haré así’.
»” ‘Mi hermano dio una patada a la vitrina que contenía el vidrio; ésta se hallaba colocada encima de una mesa; la tiró por el suelo y se rompió todo lo que contenía. Entonces exclamó: ‘¡Todo esto me ha ocurrido por mi altivez!’ Si hubiese dependido de mí, ¡oh Emir de los creyentes!, le hubiese administrado mil azotes y lo habría avergonzado delante de toda la ciudad. Mi hermano empezó a abofetearse la cara, a desgarrar sus vestidos y a llorar. Se daba palmetazos en el rostro, mientras lo miraba la gente que se dirigía a la mezquita para rezar la oración del viernes. Unos le dirigían una mirada, y otros pasaban de largo sin reparar en él. Estaba así llorando la pérdida del capital y los beneficios, cuando acertó a pasar una mujer de rara hermosura, perfumada con almizcle y montada en una mula cuya albarda era de seda recamada en oro; la acompañaban varios criados. Al ver el vidrio, la desesperación y el llanto de mi hermano, se apiadó de él, se enterneció su corazón y preguntó por lo que le había ocurrido. Fue informada: ‘Tenía una vitrina con vidrio, de cuyo comercio vivía, y se le ha roto; por eso está así’. Llamó a uno de sus criados y le ordenó: ‘Da a ese pobre todo lo que llevas encima’. Le entregó una bolsa. La abrió y vio que contenía quinientos dinares. Poco le faltó para caer muerto de alegría. Dio las gracias del modo más expresivo y volvió a su casa rico.
»” ‘Se sentó a pensar, y al poco rato alguien llamó a la puerta. Se levantó, abrió y encontró a una vieja, a la que no conocía. Ésta habló: ‘¡Hijo mío! La plegaria está próxima a terminar sin que yo haya podido hacer las abluciones. Te ruego que me dejes entrar en tu casa para lavarme’. ‘¡De buen grado!’ Mi hermano le dijo que lo siguiera; estaba loco de alegría con los dinares. Cuando la vieja hubo terminado, se acercó al sitio en que estaba sentado mi hermano e hizo un rezo de dos prosternaciones, tras lo cual rogó por mi hermano y éste se lo agradeció dándole dos dinares. Al verlos dijo: ‘¡Loado sea Dios! Me maravillo de quien te ha querido mientras estabas vestido como un fraile. Coge lo que me has dado, y si no lo necesitas, devuélveselo a la que te lo ha regalado cuando se te ha roto el vidrio’. ‘¡Madre! ¿qué hay que hacer para llegar hasta ella?’ ‘Ella se siente inclinada hacia ti, pero es la esposa de un hombre rico. Coge todo tu dinero; cuando estés a su lado, no olvides ningún cumplido; halágala de la mejor manera. Obtendrás así todo lo que quieras de su belleza y de su dinero.’
»” ‘Mi hermano cogió el oro, se levantó y salió con la vieja sin dar crédito a lo que ocurría. Siguió a la anciana hasta que llegaron a una puerta. Llamó y salió a abrir una esclava cristiana. La vieja entró, y dijo a mi hermano que la siguiese. Se encontró en una casa muy grande, y lo primero que vio fue un amplio salón, recubierto de tapices, con los visillos corridos. Mi hermano se sentó, depositó el oro delante de sí y colocó el turbante encima de sus rodillas. No tuvo que esperar. Una adolescente, cual nunca se ha visto igual, se adelantó; vestía las telas más preciosas. Mi hermano, al verla, se puso en pie; ella, al contemplarlo, se puso a reír en sus mismas narices. Le dio la bienvenida, se dirigió a la puerta y la cerró; regresando al lado de mi hermano, lo cogió de la mano y empezaron a andar juntos hasta llegar a una habitación aislada, en la que entraron; estaba tapizada con toda clase de telas. Mi hermano se sentó; ella se colocó a su lado y se entretuvo jugando con él durante un rato. Luego se puso en pie y le dijo: ‘No te muevas hasta que regrese’. Se marchó.
»” ‘Al cabo de un rato entró un esclavo negro, robusto, que empuñaba una espada desenvainada y cuyo brillo deslumbró los ojos. Dijo a mi hermano: ‘¡Ay de ti! ¿Quién te ha traído a este lugar, oh tú que eres el más vil de los hombres, hijo adulterino y criatura abominable?’ Mi hermano fue incapaz de pronunciar una sílaba; su lengua había quedado trabada. El esclavo lo desnudó y le dio con la espada muchos golpes, más de ochenta, hasta que cayó tendido en el suelo. Creyendo que lo había matado, se alejó un poco y preguntó dando un grito enorme que hizo temblar el suelo y resonar el aposento: ‘¿Dónde está la sal?’ Se le acercó una adolescente, que llevaba un bote repleto de sal blanca. Rellenó con ella las heridas que había en la piel de mi hermano hasta dejarlas cubiertas. Mi hermano no osaba moverse por miedo de que, al verlo vivo, lo rematasen. La muchacha se marchó y el esclavo dio un grito como el primero. La vieja se acercó a mi hermano y lo arrastró, tirando de uno de sus pies, hasta un largo y lo brego subterráneo, en donde lo echó encima de un montón de cadáveres.
»” ‘Estuvo en él durante dos días enteros. Dios (¡loado y ensalzado sea!) había dispuesto que la sal fuese su salvación, ya que cortó la hemorragia. Cuando mi hermano se dio cuenta de que tenía fuerzas para moverse, se puso de pie en el corredor, abrió una ventana que había en la pared y salió de allí. Dios, todopoderoso y excelso, lo mantuvo oculto mientras andaba en las tinieblas, y se escondía en el corredor en espera de la aurora. Al amanecer, la vieja salió para cazar a otro; mi hermano la siguió sin que ella lo advirtiese. Así llegó a su casa, en la que se medicó hasta quedar completamente restablecido. Durante este tiempo no había dejado de vigilar a la vieja, que iba cogiendo a uno detrás de otro y conduciéndolos a aquella casa. Mi hermano no dijo nada, pero en cuanto hubo recuperado la salud y hallóse en plena posesión de sus fuerzas, cogió un retal, hizo una bolsa, la llenó de vidrio y la ató a su cinto. Después se disfrazó de modo que nadie pudiera reconocerlo, se vistió de persa, cogió una espada y la escondió debajo de sus vestidos. Al tropezar con la vieja le preguntó, fingiendo una pronunciación extranjera: ‘¡Vieja! ¿Tienes una balanza que pueda pesar novecientos dinares?’ ‘Tengo un hijo pequeño que es cambista; tiene toda suerte de balanzas. Ven conmigo para que pese tu oro antes de que salga de su puesto.’ ‘Ve tú delante.’
»” ‘Ella se puso en marcha, y mi hermano la siguió. Llegó a la puerta y salió a abrir la joven, que se puso a reír en las narices de mi hermano. La vieja le dijo: ‘He traído un buen bocado’. La joven cogió de la mano a mi hermano, le hizo entrar en la habitación que ya conocía y se sentó un rato con él. Después se levantó y le dijo: ‘No tardaré en volver’, y se marchó. Mi hermano no tuvo que esperar. El esclavo avanzó hacia él con la espada desenvainada. Le dijo: ‘¡Ponte en pie, desgraciado!’ Así lo hizo mi hermano, mientras el esclavo se adelantaba, pero en un momento dado, se colocó a sus espaldas, empuñó la espada que llevaba debajo de los vestidos y, de un tajo, cortó la cabeza del esclavo. Lo arrastró hasta el subterráneo tirando de un pie y gritó: ‘¿Dónde está la sal?’ Acudió la joven llevando en la mano el tarro de la sal; en cuanto vio a mi hermano espada en mano, dio media vuelta y huyó. Él la persiguió, y de un mandoble le cortó la cabeza. Gritó: ‘¿Dónde está la vieja?’ Ésta se presentó. Le preguntó: ‘¿Me conoces, vieja de mal agüero?’ ‘No, señor.’ ‘Yo soy el dueño de los dinares en cuya casa hiciste las abluciones y rezaste; bien te las apañaste para traerme hasta aquí.’ ‘¡Teme a Dios y no me toques!’
»” ‘Se acercó a ella, y de un golpe, la partió en dos. En seguida empezó a buscar a la joven; ésta, en cuanto lo vio, perdió el seso y le pidió que la perdonara; él accedió y le preguntó cómo había ido a caer en manos de tal negro. Contestó: ‘Era sirvienta de un comerciante. Esa vieja me visitaba con frecuencia. Un día me dijo: ‘En casa celebramos una fiesta como nadie ha visto jamás. Me gustaría que vinieras a verla’. ‘De buen grado’, le dije. Me puse mis más preciosos vestidos, cogí una bolsa que contenía cien dinares y la acompañé. Entramos en esta casa, y, una vez dentro, antes de que me diese cuenta, me cogió el negro. Así, por culpa del ardid de esa vieja bruja he vivido ininterrumpidamente durante tres años’. ‘¿Tenía él algo en la casa?’ ‘Mucha ropa. Si puedes llevártela, llévatela.’ Mi hermano se puso en pie y, acompañado por la muchacha, abrió varios cofres repletos de bolsas. Se quedó perplejo. La joven le dijo: ‘Déjame aquí y vete a buscar a quien transporte este dinero’. Salió, alquilo diez hombres y volvió. Al llegar a la casa encontró la puerta abierta y no halló ni a la muchacha ni las bolsas; sólo encontró una parte muy pequeña del dinero y de las telas; entonces comprendió que lo había engañado. Cogió el dinero que quedaba, abrió los armarios, se llevó todas las telas que contenían y no dejó nada en la casa.
»” ‘Pasó una noche feliz, pero al amanecer encontró en la puerta a veinte soldados, y al intentar salir lo detuvieron. Le dijeron: ‘El valí pregunta por ti’. Lo cogieron y lo llevaron ante éste. En cuanto vio a mi hermano le preguntó: ‘¿De dónde has sacado todas esas telas?’ Mi hermano le pidió que lo perdonara y el valí le dio el velo del perdón. Después le refirió todo lo que había ocurrido con la vieja la primera y la segunda vez, y cómo había huido la joven. Y añadió, dirigiéndose al valí: ‘Coge todo lo que quieras de esto, pero déjame algo para que pueda comer’. El valí cogió todas las telas y el dinero, pero temiendo que pudiera enterarse el sultán, se conformó con una parte y entregó la otra a mi hermano, al que le dijo: ‘Sal de esta ciudad si no quieres que te ahorque.’ ‘Como mandes.’ Se dirigió a otra ciudad, pero en el camino fue asaltado por unos bandoleros, que le dejaron desnudo, lo apalearon y le cortaron las orejas. Yo, enterado de esto, salí a buscarlo, le dejé unos vestidos y me lo traje, contento, a la ciudad, asignándole una renta para que pudiera comer y beber.
»” ‘Mi sexto hermano, ¡oh Emir de los creyentes!, es el que tiene partidos los labios; era muy pobre, y no poseía ninguno de los bienes de este mundo perecedero. Un día salió a buscar algo con qué mantenerse. En una calleja distinguió una hermosa casa, de amplio y elevado vestíbulo, en cuya puerta había varios criados, señores y porteros. Interrogó a uno de los que allí estaban, y éste le comunicó que pertenecía a un hijo de reyes. Mi hermano se acercó a los porteros y les pidió una limosna; le dijeron que cruzase el umbral, pues el dueño de la casa le daría lo que quisiera. Entró en el vestíbulo, se echó a andar por él, y al cabo de un momento, llegó a una habitación muy hermosa y llamativa; en el centro tenía un parterre cual nadie ha visto jamás igual; los suelos estaban recubiertos de mármol, y los visillos se hallaban corridos. Mi hermano, sin saber hacia dónde se dirigía, avanzó hacia la testera del salón; encontró a un hombre cuyo rostro y barba eran muy hermosos.
»” ‘Cuando vio a mi hermano, se incorporó, le salió al encuentro, lo saludó y le preguntó por su condición. Le respondió que era un mendigo. Estas palabras le causaron una profunda pena. Cogió su vestido con la mano y lo desgarró, exclamando: ‘¿Puede ser que estando yo en una ciudad pases tú hambre en ella? ¡No puedo consentirlo!’ Después de prometerle toda clase de bienes, le dijo: ‘Es necesario que comas conmigo’. ‘¡Señor!, no puedo esperar; estoy muerto de hambre.’ ‘¡Muchacho —llamó el viejo—, trae la jofaina y el cántaro!’ Volviéndose hacia mi hermano, añadió: ‘¡Huésped, acércate y lava tu mano!’ Él fingió que se lavaba la suya. Luego llamó a sus servidores y les dijo que acercasen la mesa. Empezaron a ir y venir como si en realidad la estuviesen preparando. Después, cogiendo a mi hermano, lo hizo sentar a su lado, junto a aquella mesa imaginaria. El dueño de la casa empezó a gesticular y a mover los labios como si en realidad estuviese comiendo. Decía a mi hermano: ‘Come sin vergüenza; yo sé bien en qué estado te encuentras, debido a la necesidad’. Mi hermano empezó a simular que comía, mientras el otro le decía: ‘¡Come! Mira qué pan tan blando’.
»” ‘Mi hermano no decía nada, pues pensó que aquel hombre quería burlarse; por eso, siguiendo la broma, contestó: ‘En toda mi vida no he visto un pan más blando que éste ni mejor comida que la tuya’. ‘Lo ha cocido una esclava que compré por quinientos dinares.’ Luego gritó: ‘¡Muchacho, tráenos el estofado ese que no tiene igual ni en la mesa de los reyes!’ Dirigiéndose a mi hermano, dijo: ‘¡Come, huésped mío! Tú tienes mucha hambre y necesitas alimento’. Mi hermano movió las mandíbulas como si comiese de verdad. Aquel hombre le ofreció plato tras plato sin darle nada, e insistiendo siempre en que comiese. Tras esto ordenó: ‘¡Muchacho, trae los pollos rellenos de alfóncigo!’ Y añadió: ‘Come esto, pues nunca habrás comido nada semejante’. ‘Este guiso, señor, es incomparable por su buen sabor.’
»” ‘El viejo empezó a llevar su mano a la boca del huésped fingiendo darle de comer por sí mismo, al tiempo que le enumeraba las especias empleadas en el guiso y le describía cómo se había cocinado. Mi hambriento hermano sentía aumentar el apetito de tal manera, que se habría contentado con un mendrugo de pan de cebada. El dueño de la casa le preguntó: ‘¿Has olido alguna vez aromas mejores que los de estos guisos?’ ‘No, señor.’ ‘Come todo lo que quieras, no te avergüences.’ ‘Estoy harto de comer.’
»” ‘El hombre mandó a sus servidores que acercasen los dulces. Movieron las manos en el aire haciendo ver que los llevaban. El viejo dijo entonces a mi hermano: ‘Prueba esta clase, pues son muy buenos; come esos pasteles, ¡por mi vida! coge esa pasta antes de que se caiga el julepe’. ‘¡Nunca me faltes, señor mío!’, y empezó a decirle que ponía mucho almizcle en las pastas. ‘Ésa es mi costumbre —replicó el viejo—; en mi casa ponen siempre en cada una un mizcal de almizcle, y medio de este ámbar; pruébalo.’ Mi hermano movía la cabeza y la boca y hacía ver que lo saboreaba, como si estuviera relamiéndose al comer los dulces. El dueño de la casa ordenó a sus sirvientes que acercasen la fruta seca, y ellos movieron las manos en el aire como si la llevasen. Dijo a mi hermano: ‘Come estas almendras; no descuides esas nueces ni esas pasas’, y le enumeró varias clases de frutas. ‘¡Come! ¡No te avergüences!’ ‘Estoy ya harto, señor; no puedo comer ni un bocado.’ ‘¡Huésped! Si quieres comer, puedes gozar de los mejores guisos, ¡por Dios, por Dios!, no has de quedarte con hambre.’
»” ‘Mi hermano pensó en la broma que le estaba gastando aquel hombre y se dijo que había de hacerle una faena con la que tuviera que arrepentirse de la que le estaba gastando entonces. El hombre dijo a sus servidores: ‘Acercadnos las bebidas.’ Movieron sus manos en el aire y fingieron servirlas. El dueño de la casa hizo como si entregara a mi hermano una copa, y le dijo: ‘Coge esta copa, te va a gustar’. ‘Éste es uno de tus favores’, y levantó la mano fingiendo beber. Preguntó: ‘¿Te ha gustado?’ ‘Jamás he tomado mejor bebida que ésta.’ ‘¡Bebe a gusto!’ En seguida, el dueño de la casa fingió beber y entregó a mi hermano otra copa. Éste la vació de la misma manera y aparentó estar borracho. Despreocupadamente, levantó la mano hasta dejar ver los pelos del sobaco y dio un pescozón al dueño, que resonó en toda la habitación, y luego le dio otro. El anfitrión preguntó: ‘¿Qué significa esto, oh el más ínfimo de los seres?’ ‘Señor, soy tu esclavo, aquel al que has favorecido, al que has hecho entrar en tu casa, al que has alimentado con los mejores manjares y al que has escanciado vino añejo; así, se ha emborrachado y se ha sublevado contra ti. Tu rango es demasiado alto para castigarlo por su ignorancia.’
»” ‘El dueño de la casa, al oír las palabras de mi hermano, se puso a reír a carcajada limpia y dijo: ‘Hace mucho tiempo que me burlo de las gentes, incluso de quienes son astutos y bromistas; no he encontrado a nadie que haya sabido seguir la broma ni haya tenido la agudeza de comprender mi juego; tú has sido el único. Te perdono, vas a ser mi invitado de verdad y no te separarás de mí’. Mandó servir numerosos platos reales de los anteriores guisos imaginarios, y comieron juntos hasta quedar hartos. Después se trasladaron al salón de las bebidas. Había en éste algunas jóvenes semejantes a lunas llenas, y cantaron en todos los tonos y realizaron toda clase de juegos. Bebieron hasta emborracharse, y aquel hombre estaba tan satisfecho de la compañía de mi hermano, que más bien parecía hermano de él y que lo amaba de todo corazón, por lo que le regaló un vestido suntuoso. Al amanecer volvieron a comer y a beber, y vivieron así durante veinte años, al cabo de los cuales murió aquel ricachón, y el sultán se incautó de sus bienes y los confiscó.
»” ‘Mi hermano huyó entonces de la ciudad. En el camino lo asaltaron los beduinos y lo aprisionaron. El que lo había cogido, lo atormentaba y decía: ‘Rescátate con tus riquezas: de lo contrario, te mataré.’ Mi hermano lloraba y decía: ‘¡Por Dios! ¡Nada poseo, jeque de los beduinos! No sé de dónde he de sacar el dinero; soy tu prisionero y estoy en tus manos, ¡haz de mí lo que quieras!’ El beduino sacó del cinturón un cuchillo tan fuerte y tan ancho, que si hubiera caído sobre el cuello de un camello lo habría cortado de yugular a yugular; lo cogió en su diestra, se acercó a mi pobre hermano, le cortó ambos labios e insistió en su petición. El beduino tenía una mujer muy hermosa; cuando éste se ausentaba, ella se exhibía ante mi hermano y lo solicitaba sin éxito, puesto que él temía a Dios (¡ensalzado sea!). Un día que lo solicitaba, mi hermano se dejó tentar, jugó con ella y la hizo sentar en sus piernas. En esta posición los sorprendió el esposo; al ver a mi hermano, exclamó: ‘¡Miserable! ¡Ahora quieres corromper a mi mujer!’ Sacó el cuchillo, le cortó el miembro, puso a mi hermano encima de un camello, lo condujo a lo alto de un monte, lo abandonó y se fue. Pasaron por allí unos viajeros, que al reconocerlo, le dieron de comer y de beber y me informaron de lo ocurrido. Fui a recogerlo, me lo traje a la ciudad y le asigné lo necesario para vivir.
»” ‘Ahora que estoy ante ti, ¡oh Emir de los creyentes!, creo que habría sido un error regresar a mi casa sin haberte referido todo esto; mi herencia son mis seis hermanos, pues yo soy quien los mantiene’.
»” Cuando hube terminado, el Emir de los creyentes se puso a reír y dijo: ‘Dices la verdad, Taciturno; hablas poco y no eres fanfarrón. Pero ahora, ¡sal de esta ciudad e instálate en otra!’ Me expulsó de Bagdad, y yo no paré de andar por los países y de recorrer todos los climas hasta enterarme de su muerte y de que el califato pertenecía a otro. Regresé a la ciudad, comprobé que realmente estaba muerto y entonces conocí a este joven, al que hice el mayor de los favores, ya que si no hubiese sido por mí habría perecido. Pero ahora me acusa de algo que no hay en mí. La fanfarronería, la charlatanería, la mala naturaleza y la falta de tacto que me atribuye son completamente falsas, ¡oh contertulios!”»
El sastre dijo al rey de la China: «Cuando hubimos oído las palabras del barbero y nos convencimos de que era un fanfarrón y un charlatán; cuando estuvimos ciertos de que el joven había sido su víctima, lo cogimos, lo encarcelamos y nos sentamos, sanos y salvos, alrededor del joven. Comimos y bebimos, y el banquete terminó felizmente; seguimos sentados hasta la caída de la tarde, y entonces me fui a casa para cenar con mi esposa. Ésta me dijo: “Has estado todo el día divirtiéndote, mientras yo he permanecido triste en casa. Si no sales conmigo y me distraes durante el resto del día, te abandonaré”. Salí con ella y estuvimos paseando. Después, a nuestro regreso, tropezamos con el jorobado, que rebosaba de vino y recitaba estos versos:
El vaso transparente y el límpido vino, se confunden y parecen una sola cosa.
Parece que sólo existe el vino, y que la copa falta o que es una copa sin vino.
»Lo invité y aceptó. Salí, compré pescado frito y volví. Nos sentamos a comer, y mi esposa cogió un pedazo de pan y un trozo de pescado, se lo metió en la boca, se le atragantó y murió. Lo cogí, ideé una treta y lo dejé en casa del médico; éste, a su vez, se las ingenió y lo dejó en casa del superintendente, y éste supo colocarlo en el camino del comisionista. Ésta es la historia de la víspera. ¿No es más maravillosa que la del jorobado?»
El rey de la China mandó entonces a uno de sus chambelanes que acompañase al sastre para que fuese a recoger al barbero: «Es necesario que comparezca, pues he de oír sus palabras; según sean éstas, pondré a todos en libertad. Enterraremos al jorobado y lo cubriremos de tierra, pues está muerto desde ayer. Después le erigiremos un mausoleo que sirva de recuerdo de estos hechos prodigiosos».
Al cabo de poco tiempo, tras haber ido a la cárcel y sacado al barbero, regresaron el chambelán y el sastre acompañados por aquél, al que dejaron delante del rey. Éste lo contempló: era un anciano que bien tendría noventa años; rostro broncíneo, blancas la barba y las cejas; orejas partidas, nariz larga y de aspecto orgulloso. Ante esta figura, el rey empezó a reír y le dijo: «Taciturno, quiero que me cuentes alguna de tus fechorías». «¡Rey del tiempo! ¿Qué ha ocurrido a ese cristiano, a ese judío y a ese musulmán, entre los cuales yace muerto un jorobado? ¿Qué significa esta reunión?» «¿Por qué preguntas por ésos?» «Para que el rey se dé cuenta de que no soy ningún fanfarrón, que no me interesa lo que no me atañe y de que soy inocente de lo que me acusan, es decir, de que soy un charlatán, pues me llaman El taciturno por tener esta cualidad. Como dice el poeta:
Cuando tus ojos contemplen a un hombre que tiene apodo, medita: en él encontrarás la razón de este apodo.»
El rey dijo: «Explicad al barbero la situación de este jorobado y lo que le ocurrió por la noche». Le refirieron lo que habían contado el cristiano, el judío, el superintendente y el sastre, y el barbero movió la cabeza y dijo: «¡Por Dios, es algo muy raro! ¡Destapad al jorobado!» Así lo hicieron, y él fue a sentarse a su lado. Colocó la cabeza en su regazo, lo miró y se puso a reír tan fuerte que se cayó de espaldas, diciendo: «Cada muerte tiene una causa, pero la de este jorobado es prodigiosa, y es necesario registrarla en las crónicas para que sirva de ejemplo a las generaciones venideras».
El rey se quedó admirado de estas palabras, y preguntó: «¡Oh, Taciturno! Explícanos qué quieres decir con ello». «¡Rey! Por los beneficios que concedes, juro que este jorobado aún tiene alma.» El barbero sacó de su cinturón un tarro que contenía grasa, embadurnó con ella el cuello del jorobado, y lo recubrió por completo. Después sacó unas pinzas de hierro, las introdujo en el cuello y cogió el pedazo de pescado con sus espinas. Los presentes lo vieron con sus propios ojos. Al cabo de un momento, el jorobado se puso en pie de un brinco, estornudó muy fuerte y volvió en sí. Se pasó la mano por la cara y exclamó: «No hay más dios que Dios: Mahoma es el enviado de Dios». Todos quedaron asombrados de lo que habían visto con sus propios ojos. El rey de la China se rió de tal modo que cayó desvanecido, y lo mismo ocurrió a otros.
El sultán dijo: «Éste es un asunto portentoso; no he visto ninguno que lo sea más. ¡Musulmanes, soldados! ¿Habéis visto en vuestra vida que alguien haya resucitado después de haber fallecido? Si Dios no le hubiese facilitado este barbero, hoy estaría entre las gentes del otro mundo. Éste ha sido quien lo ha devuelto a la vida». Respondieron: «Ésta es la maravilla de las maravillas».
El rey de la China ordenó poner por escrito este acontecimiento. Así se hizo, y se archivó en la cancillería del rey. Éste regaló preciosos vestidos de honor al judío, al cristiano y al superintendente, y nombró al sastre su proveedor, le asignó rentas y lo reconcilió con el jorobado. Dio a éste un vestido magnífico, le asignó rentas y lo admitió entre sus comensales. Al barbero le hizo numerosos dones, le regaló un precioso vestido, le asignó rentas, lo nombró barbero del reino y lo admitió en su intimidad. Así vivieron en la más feliz y tranquila de las vidas, hasta que se les presentó la destructora de las dulzuras y la dislocadora de toda reunión: la muerte.