NUR AL-DIN Y SU HERMANO SAMS AL-DIN

SABE ¡oh Emir de los creyentes!, que en Egipto había un sultán justo y generoso que tenía un visir inteligente, experto, buen conocedor de los asuntos y de la forma de solucionarlos. Era muy viejo y tenía dos hijos que parecían lunas. El mayor se llamaba Sams al-Din y el menor Nur al-Din. Éste era más bello y más hermoso que el mayor y no había nadie en su época que pudiese comparársele, tanto es así que su fama se extendió por todo el país, y algunas gentes viajaban de un lugar a otro con el único fin de poder contemplar su belleza. Sucedió que su padre murió, y el sultán, entristecido, llamó a sus dos hijos, los retuvo cerca de sí, les regaló vestidos de honor y les dijo: “Ocupáis el mismo rango de vuestro padre”. Ambos se alegraron, besaron la tierra delante de él y llevaron luto por su padre durante un mes entero; se hicieron cargo del ministerio y cada uno regía, alternativamente, durante una semana. Si el sultán emprendía un viaje, le acompañaba uno de los dos.

»Cierta noche, el sultán había decidido partir a la mañana siguiente; ocupaba el cargo el mayor, y éste, hablando con el menor, le dijo: “Hermano, me gustaría que nos casáramos en una misma noche”. “Haz lo que quieras, pues yo estoy conforme con lo que tú digas.” Puestos de acuerdo, el mayor añadió: “¡Dios quiera que encontremos dos jóvenes a las que podamos poseer en la misma noche y que ellas den a luz en el mismo día! ¡Quiera Dios que tu esposa te dé un varón y la mía me dé una niña! Casaríamos a los dos, pues serían primos”. Nur al-Din le preguntó: “¿Qué pedirías a mi hijo como dote de tu hija?” “Tres mil dinares, tres huertos y tres alquerías. Si el muchacho contrata algo distinto, no será válido.”

»Nur al-Din, al oír estas palabras, dijo: “¿Qué dote es esa que has impuesto a mi hijo? ¿No te das cuenta de que somos hermanos, de que somos visires del mismo rango? Lo que te incumbe es ofrecer tu hija a mi hijo como presente, sin pedir dote alguna. Ya sabes que el varón vale más que la hembra; mi hijo es el varón, y nosotros seremos recordados gracias a él, no a tu hija”. “¿Qué le pasa a la chica? ¿Que los príncipes no nos recordarán? Tú quieres hacer conmigo según el parecer de quien decía: ‘Si quieres rechazar algo, pon el precio caro’. Se dice de quien va a ver a un amigo en busca de algo que necesita, y éste le sube el precio.”

»Sams al-Din dijo: “Veo que me he quedado corto al poner a tu hijo por encima de mi hija. No cabe duda de que eres corto de entendimiento y de que no estás bien educado, ya que has citado tu concurrencia en el ministerio. Te asocié conmigo en el desempeño del cargo por compasión, para que me auxiliases y fueses mi ayudante. Di lo que quieras, y como estas palabras nacen de ti, juro por Dios que no casaré a mi hija con tu hijo, aunque la pagues a peso de oro”. Nur al-Din, al comprender las palabras que había pronunciado su hermano, se indignó y gritó: “¡Ni yo casaré a mi hijo con tu hija!” “¡Ni yo lo quiero como su esposo! ¡Si no fuese porque tengo que emprender un viaje, te escarmentaría! Cuando regrese, Dios hará lo que le plazca.” Al oír Nur al-Din las palabras que su hermano acababa de pronunciar, se indignó más, perdió el mundo de vista, pero se calló lo que sentía. Pasaron la noche separados.

»A la mañana siguiente, el sultán emprendió el viaje y se dirigió hacia Gizé, camino de las pirámides, acompañado por su visir Sams al-Din. Su hermano Nur al-Din pasó la noche en un paroxismo de ira y al amanecer se dirigió a su armario, cogió una bolsa pequeña, la llenó de oro y, recordando el vilipendio y el desprecio en que le tenía su hermano y la vanagloria en que se tenía, recitó estos versos:

¡Emprende el viaje! ¡Algo encontrarás a cambio de lo que abandonas! ¡Conságrate al trabajo! Las dulzuras de la vida residen en él.

Él permanece fijo en un sitio que no es motivo de vanagloria para quien es listo y cultivado; abandona tu patria y destiérrate.

He observado que el agua estancada se descompone; pero si se trata de agua corriente, siempre es buena; sólo si no corre es mala.

Si la luna no se moviese, no la contemplaría, en cada instante, el ojo del observador.

El león, si no abandonase la guarida, no cazaría; la flecha, si no partiese del arco, no haría blanco.

El lingote de oro no vale más que el polvo cuando está abandonado en un lugar; el áloe, en donde crece, no es más que un leño.

Si éste cambia de lugar, aumenta de valor; pero si se queda en su origen, no asciende de rango.

»Al terminar estos versos, mandó a uno de sus garzones que le ensillasen una mula de color de estornino, alta y de marcha rápida; le colocó una silla dorada con estribos de la India, la recubrió con una manta de algodón isfahaní y la dejó que parecía una novia dispuesta para las bodas. Mandó que colocasen encima una cobertura de seda y un tapiz para las plegarias, ordenó que colocasen el saco debajo del tapiz y, dirigiéndose a los garzones y a los esclavos, les dijo: “Me propongo inspeccionar las afueras de la ciudad y dirigirme a la región de Qalyub, en donde permaneceré tres noches. No necesito a ninguno de vosotros, pues estoy angustiado”. Aceleró la marcha, montó en la mula y cogió una pequeña cantidad de provisiones. Salió de la ciudad de El Cairo y se internó por el campo.

»Antes del mediodía entró en la ciudad de Bilbays, y bajó de la mula para descansar y permitir que el animal reposase. Comió un poco, compró allí todo lo que necesitaba para sí y el pienso para su cabalgadura y de nuevo se internó por la campiña. Al cabo de dos días, hacia el mediodía, llegó a Jerusalén. Bajó de la mula para descansar y permitir que el animal reposase y sacó algo de comer. Después colocó la bolsa debajo de su cabeza, tendió el tapiz y durmió sobre el campo, dominado aún por la ira. Pasó la noche en aquel lugar y, al amanecer, volvió a montar y condujo su mula hasta llegar a Alepo, en uno de cuyos barrios se apeó. Aquí permaneció tres días para descansar, permitir a su mula que reposase y tener un respiro.

»Después, decidiéndose de nuevo a viajar, montó en su mula, salió sin saber adónde ir y no paró de andar hasta que una noche llegó a la ciudad de Basora, pero sólo se enteró de que estaba en ella al apearse en la hostería. Bajó el saco de la mula, tendió la alfombra, entregó el animal con sus arreos al mozo y mandó que la cogiera y se la llevara. Dio la casualidad de que en aquel momento el visir de Basora estaba sentado junto a una ventana de su palacio; se fijó en la mula, observó los costosos arreos que llevaba y se imaginó que debía pertenecer a un ministro o a un rey. Meditó en ello, pero su entendimiento no acertaba a darle luz. Ordenó a uno de sus criados: “¡Traedme a ese mozo!” El criado fue a buscarlo y regresó con él. El arriero se adelantó, y besó el suelo delante de él. El ministro, que era muy anciano, le preguntó: “¿Quién es el dueño de esta mula? ¿Qué aspecto tiene?” “¡Mi señor! El amo de la mula es un muchacho muy joven, de buenos modales; puede ser hijo de algún comerciante. Tiene un aspecto digno y serio.” Al oír el visir las palabras del arriero, se incorporó, montó a caballo, se dirigió a la hostería y se presentó al joven.

»Cuando Nur al-Din vio que el ministro se acercaba a él, se puso en pie, le salió al encuentro y le ayudó a desmontar. El visir se apeó de su corcel y lo saludó; el joven le dio la bienvenida y le hizo sentar a su lado. Le preguntó: “¡Hijo mío! ¿De dónde vienes? ¿Qué buscas?” “Señor, vengo de El Cairo. Mi padre era ministro allí, pero se ha trasladado al seno de la misericordia divina.” Le contó todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el final, y añadió: “Me he propuesto no volver jamás, a menos de haber conocido todas las ciudades y países”. El visir, al oír sus palabras, le dijo: “¡Hijo mío! No sigas el impulso que te lleve a la perdición. Los países están arruinados y temo que sufras las vicisitudes del tiempo”. Mandó que colocaran el saco, el tapiz y la alfombra en la mula y se llevó con él, a su casa, a Nur al-Din.

»Lo instaló en un buen lugar, lo honró, lo favoreció y lo quiso con gran cariño. Le dijo: “Hijo mío, soy un hombre viejo; no tengo ningún hijo varón, pero Dios me ha concedido una hija que puede ser tu pareja en cuanto a hermosura. Se la he negado a muchos que la solicitaban en matrimonio, pero tu cariño me ha llegado al alma. ¿Querrías aceptarla como tu servidora y ser su esposo? Si aceptas, me dirigiré al sultán de Basora, le diré que eres mi sobrino, te presentaré a él y te nombrará visir en mi lugar. Yo me quedaré en casa, pues ya soy muy viejo”. Al oír Nur al-Din estas palabras, bajó la cabeza y contestó: “Acepto”. El ministro se alegró al oír esta contestación y mandó a sus servidores que preparasen un festín, que arreglasen el gran salón de recepciones y que lo preparasen para recibir a los principales magnates. Reunió a sus colegas e invitó a los grandes del reino y a los principales comerciantes. Todos acudieron.

»Les dijo: “Tenía un hermano que vivía en Egipto. Dios le concedió dos hijos, y a mí, como sabéis, me ha dado una hija. Mi hermano me había pedido que casase a mi hija con uno de sus hijos; yo estoy conforme; me ha enviado a uno, el joven que está aquí presente; en cuanto ha llegado a mi lado, he escrito el contrato matrimonial con mi hija, para que se case con ella en mi casa”. “Has hecho muy bien”, respondieron los asistentes. Se sirvieron las bebidas, se pulverizó el agua de rosas y se marcharon. El visir mandó a sus servidores que acompañasen a Nur al-Din y fuesen con él al baño; dio a éste, como don, uno de sus propios trajes y le envió las toallas, copas, incensarios, y cuanto podía necesitar. Cuando salió del baño, vistió el traje que le había regalado: parecía la luna en la noche de su plenitud. Montó en su mula y no paró de andar hasta que llegó al palacio del visir. Se apeó, se presentó al visir y le besó la mano. Éste le dio la bienvenida…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche veinte, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chafar prosiguió así su relato: «… le dio la bienvenida] y le dijo: “Vamos. Goza esta noche con tu esposa. Mañana te presentaré al sultán y espero que Dios te conceda toda suerte de bienes”.

»Nur al-Din poseyó a su esposa, la hija del visir. Y esto es lo referente a Nur al-Din.

»Su hermano había estado ausente, con el sultán, durante todo el tiempo que había durado el viaje. Cuando regresó, no encontró a Nur al-Din y preguntó por él a los criados. Le contestaron: “El día que te marchaste con el sultán, montó en su mula, enjaezada como para una fiesta, y nos dijo que se dirigía hacia Qalyub, que estaría fuera uno o dos días, pues estaba angustiado, y que no nos necesitaba a ninguno de nosotros. Desde que se marchó, hasta hoy, no hemos recibido ninguna noticia suya”. Sams al-Din se sintió inquieto por la partida de su hermano y tuvo una gran pena por haberle perdido. Se decía: “La culpa la tengo yo, que lo molesté en la conversación de la noche que precedió a mi viaje con el sultán. Tal vez haya emprendido el viaje medio trastornado. Es necesario que mande a alguien en pos de él”. Fue a ver al sultán y le informó de lo que ocurría. Éste escribió cartas y mandó que las llevasen por todas las provincias; pero Nur al-Din había andado mucho durante la ausencia del sultán y su hermano.

»Los mensajeros llevaron las cartas, pero regresaron sin encontrar rastro de sus noticias. Sams al-Din dio por perdido a su hermano y se lamentó: “Yo le enojé con mis palabras acerca del matrimonio de los hijos. ¡Ojalá nada de esto hubiera ocurrido! Todo ha sucedido por mi poco juicio y por mi falta de reflexión”. Al cabo de poco tiempo se casó con la hija de uno de los comerciantes de El Cairo: firmaron el contrato matrimonial y la poseyó. Y dio la coincidencia de que en la misma noche en que Sams al-Din gozaba de su esposa, en aquella misma noche Nur al-Din poseía a la suya, la hija del visir de Basora. Todo eso ocurrió así, por voluntad de Dios (¡ensalzado sea!), para que se cumpliesen sus decretos entre las criaturas; todo sucedió como habían planeado, pues las dos esposas quedaron encintas y dieron a luz. La mujer de Sams al-Din, ministro de Egipto, tuvo una niña tan hermosa como jamás se había visto en este país; la de Nur al-Din dio a luz un varón cuya hermosura no tenía par en su época. Como dijo el poeta:

Es un joven esbelto, por cuya saliva desprecia el comensal la copa repleta y el porrón.

El efecto del vino, su color y su gusto están, respectivamente, en sus pupilas, en sus mejillas y en su saliva.

»Otro poeta dijo:

Si la propia belleza se presentase a competir con él, bajaría, avergonzada, la cabeza.

Si se le preguntase: “Belleza, ¿has visto algo parecido?” Contestaría: “Igual a éste, ninguno”

»Lo llamaron Hasán y el séptimo día después de su nacimiento celebraron un banquete y sirvieron manjares propios de los hijos de un rey. Después, el visir de Basora salió con Nur al-Din y se dirigió con él a saludar al sultán. Cuando estuvo en su presencia, besó el suelo. Nur al-Din, que era elocuente, de corazón firme, bello y generoso, recitó los versos del poeta:

Éste es el que ha extendido su justicia sobre todos los hombres; quien ha organizado todos los países.

Le estoy agradecido por unos beneficios que son como preciosos collares que se ponen en el cuello.

Beso la punta de sus dedos, que no son tales, sino las llaves que abren los dones.

»El sultán los recibió bien, dio las gracias a Nur al-Din por lo que había dicho y preguntó al visir: “¿Quién es este joven?” El ministro le contó el relato desde el principio hasta el fin, y añadió: “Es el hijo de mi hermano”. “¿Cómo va a ser el hijo de tu hermano si nunca he oído hablar de éste?” “Señor, tenía un hermano que era ministro en el país egipcio. Murió dejando dos hijos. El mayor ocupa el cargo de visir, que dejó vacante su padre, y éste ha venido a mi lado; yo había jurado que no casaría a mi hija con nadie más que con él. En cuanto llegó, los casé. Él es joven y yo ya soy viejo; oigo mal y soy indeciso; querría que el sultán concediese el cargo a mi sobrino, al esposo de mi hija. Es digno del cargo, pues es inteligente y decidido.” El sultán miró al joven, y como le gustó, aceptó la sugerencia del visir de que le nombrase para dicho cargo, y se lo concedió en el acto; le regaló un hermoso vestido de honor y le fijó sueldos y rentas.

»Nur al-Din besó la mano del soberano y se marchó con su suegro; ambos iban muy contentos y se dijeron que el nacimiento del niño les había traído buena suerte. Al día siguiente, Nur al-Din se presentó al sultán, besó el suelo y recitó estos dos versos:

Cada día te trae nuevas dichas y felicidades, a despecho del envidioso.

¡Ojalá sean tus días claros! ¡Ojalá sean tenebrosos los de tus enemigos!

»El soberano le mandó que tomase posesión de su cargo, y él así lo hizo, ocupándose en seguida de los asuntos propios de su jurisdicción y en resolver las querellas de los pleiteantes, conforme hacían los visires. El sultán lo observaba y se complacía al ver su actitud, su ingenio y su buen sentido; al reflexionar sobre estas virtudes, le empezó a apreciar y le allegó más hacia sí. Al caer la noche, Nur al-Din regresó a su casa, le contó a su suegro lo que le había ocurrido y éste se alegró. De día, el suegro se cuidaba del niño, al cual había impuesto el nombre de Hasán, y entretanto, Nur al-Din cumplía sus funciones de visir, hasta el punto de que terminó por no separarse del sultán ni de día ni de noche; el soberano le aumentó los sueldos y las rentas, su posición fue mejorando constantemente y llegó a poseer buques que viajaban repletos de mercancías, numerosas fincas, aceñas y huertos.

»Cuando su hijo Hasán tuvo cuatro años, murió el anciano visir, el padre de su esposa. Nur al-Din hizo celebrar unos solemnes funerales y lo sepultó en la tierra. Hecho esto, se consagró a la educación de su hijo. Cuando éste llegó a la pubertad, mandó a un alfaquí que le enseñase a leer en su casa, que cuidase de su instrucción y lo educase. Le enseñó después de haberle hecho aprender el Corán de memoria, y en el transcurso de algunos años le explicó las ciencias más importantes. La belleza y las perfectas proporciones de Hasán no cesaban de irse perfilando. Como dijo el poeta:

Es una luna que ha alcanzado el límite de su belleza, y el sol sale por las anémonas de sus mejillas.

Encierra en sí toda la hermosura, tanto, que parece como si toda la belleza que existe en el mundo procediera de él.

»El alfaquí lo educó en el palacio de su padre. Desde su nacimiento, el niño no había salido del alcázar del ministro. Un buen día, su padre, Nur al-Din, le puso uno de sus más preciosos vestidos, lo hizo montar en una de sus mejores mulas y se lo llevó, en su compañía, a visitar al sultán. Llegados a su presencia, el soberano miró a Hasán Badr al-Din, el hijo del visir Nur al-Din, y quedó estupefacto ante tanta belleza.

»Cuando los habitantes de la ciudad lo vieron cruzar con su padre, por primera vez, dirigiéndose al palacio del sultán, quedaron admirados de su hermosura, de su esbeltez y de la elegancia de sus líneas y facciones. Vieron que en él se realizaban las palabras del poeta:

El astrólogo empezó a escrutar la noche y encontró la figura de aquel esbelto joven que se balanceaba en sus vestidos.

Géminis había esparcido en él granos de perlas rutilantes que lucían en sus costados.

Marte le había dado el rojo de la mejilla, mientras que Sagitario disparaba flechas desde sus pestañas.

De Mercurio le venía la agudeza de ingenio, y Suha rechazaba las miradas indiscretas de sus detractores.

El astrólogo quedó perplejo ante tal tema, mientras que la luna llena besaba la tierra ante tanta beldad.

»Cuando el sultán lo hubo visto, le hizo numerosos regalos y le dijo a su padre: “¡Ministro! Cada día traerás a tu hijo”. “De buen grado.” Nur al-Din regresó a su casa con el niño y desde entonces lo llevó todos los días ante el sultán. Así fueron las cosas hasta que el niño cumplió los quince años. Entonces su padre, el visir, enfermó. Mandó llamar a Hasán y le dijo: “¡Hijo! Sabe que este mundo es una morada transitoria, mientras que la de la otra vida es eterna. Quiero darte un consejo; escucha lo que voy a decirte y atiende con el corazón”. Le recomendó que tratase bien a la gente, que obrase con razón, y le explicó su origen; habló de su hermano, de su patria y de su ciudad; lloró por haberse separado de personas tan queridas, derramó lágrimas y añadió: “Atiende mis palabras: tengo un hermano que se llama Sams al-Din y que es tu tío. Él es visir en Egipto y yo lo abandoné y me marché sin su consentimiento. Quiero que cojas una hoja de papel y escribas lo que voy a dictarte”.

»El hijo cogió la hoja de papel y empezó a escribir lo que su padre le dictaba: todo lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. Le explicaba la manera como se había casado con la hija del visir, cómo había llegado a Basora y había encontrado a éste; escribió, en conjunto, su testamento. Añadió, dirigiéndose a su hijo: “¡Acuérdate de este testamento! En él están detallados tu origen, tu rango y tus parientes. Si te acaeciese cualquier desgracia, marcha a Egipto, dirígete a tu tío, salúdalo e infórmale de mi muerte en tierra extraña, pero pensando en él”. Hasán Badr al-Din cogió la hoja, la enrolló, la guardó en un pedazo de tela encerada y la ocultó entre la camisa y el traje, rompiendo a llorar por su padre, que lo abandonaba cuando él era todavía muy niño. Nur al-Din no cesó de dar consejos a su hijo Hasán Badr al-Din, hasta que rindió el alma. La tristeza se extendió por la casa y el sultán y todos los príncipes sintieron su muerte y lo enterraron.

»Llevaron luto durante dos meses y Hasán no volvió a montar a caballo ni se presentó más ante el sultán; ocupó su sitio un chambelán y el sultán nombró, en su lugar, un nuevo visir, al que mandó sellar todos los bienes de Nur al-Din, muebles e inmuebles. El nuevo visir y el chambelán se dirigieron al domicilio del ministro difunto para sellarlo y llevarse al niño, Hasán Badr al-Din, para presentarlo al sultán y que éste decidiera lo que había que hacer con él. Había entre los soldados uno que había sido esclavo del difunto visir Nur al-Din, y al cual no le complacía la suerte del hijo de su señor. Este esclavo fue a buscar a Hasán Badr al-Din y lo encontró cabizbajo y entristecido por la pérdida de su padre. Le informó de lo que ocurría, y el niño dijo: “Permite un momento para que vaya a coger algunos de esos bienes de este mundo, que pueden sernos de utilidad en el exilio”, “¡No! ¡Sálvate!”

»Al oír estas palabras, Hasán se cubrió la cabeza con un pedazo de turbante y emprendió la marcha hasta encontrarse fuera de la ciudad. Oía cómo las gentes decían: “El sultán ha mandado al nuevo ministro que vaya a casa del difunto para sellar sus bienes muebles e inmuebles, para recoger a su hijo Hasán Badr al-Din, conducirlo ante él y matarlo”. Las gentes lo lamentaban por su belleza y hermosura. Las palabras que iba oyendo lo desconcertaban, y aunque no sabía adónde ir, siguió andando sin cesar, hasta que el destino lo condujo hasta la tumba de su padre. Entró en el cementerio, cruzó por entre los sepulcros, se sentó al lado de la tumba de su padre y se quitó de la cabeza el pedazo de turbante.

»Mientras estaba sentado se le acercó un judío de Basora y le preguntó: “¿Qué te ocurre que estás tan cambiado?” “Estaba durmiendo y soñé que mi padre me reprendía por no haber visitado su tumba. Me he levantado atemorizado temiendo que transcurriese el día sin venir aquí, y que entonces la cosa me fuera imposible.” El judío le dijo: “Señor, tu padre había despachado numerosos buques con mercancías; algunos han regresado. Querría comprarte por mil dinares la carga de los que regresen”. Sacó una bolsa llena de oro, contó mil dinares y se los entregó a Hasán, el hijo del visir. El judío le dijo: “Escribe el contrato de venta y séllalo”. Hasán, el hijo del visir, tomó una hoja y escribió en ella: “Quien suscribe esta hoja es Hasán Badr al-Din, hijo del visir Nur al-Din. Ha vendido al judío Fulano la carga de todos los buques de su padre que lleguen en lo futuro, por el precio de mil dinares, cuyo importe ha cobrado por anticipado”. El judío cogió el contrato y Hasán rompió a llorar recordando el bienestar y la holgura en que había vivido.

»Llegó la noche, y con ella el sueño, y durmió al lado de la tumba de su padre; dormía aún cuando la luna empezó a surgir por encima de su cabeza; estaba tendido de espaldas y la luz empezó a iluminarle la cara. Aquella tumba estaba poblada de genios creyentes. Una sílfide salió, vio su rostro mientras dormía y quedó admirada de su hermosura y belleza. Exclamó: “¡Gran Dios! ¡Este joven es una hurí del paraíso!” Se remontó por los aires, dio unas cuentas vueltas, según su costumbre, y tropezó con un genio que iba volando. Lo saludó y el otro le devolvió el saludo. Le preguntó: “¿De dónde vienes?” “De Egipto.” “¿Quieres venir volando conmigo a ver la hermosura del joven que está durmiendo junto a una tumba?” “¡Sí!”

»Volaron hasta descender junto al sepulcro. Ella le preguntó: “¿Has visto jamás en tu vida a alguien que se pueda comparar a éste?” El efrit lo contempló y exclamó: “¡Loado sea Quien no tiene semejante! ¡Hermana! Si quieres te contaré el relato de lo que he visto”. “Cuenta.” “He visto en Egipto quien se puede comparar con este joven. Es la hija del visir. Enterado de su belleza, el rey la ha pedido por esposa a su padre, Sams al-Din. Éste ha contestado: ‘¡Oh, sultán, nuestro dueño! Acepta mis excusas y perdona mis palabras. Sabes que mi hermano Nur al-Din se marchó de nuestro lado y no sabemos adonde fue. Era mi socio en el ministerio. La causa de su partida fue que un día en que estábamos sentados conversando sobre el matrimonio, se enfadó conmigo y se marchó indignado. Le ha contado todo lo ocurrido entre los dos y ha añadido: ‘Ésta fue la causa de su enfado y yo juré, el día en que mi mujer dio a luz, que no casaría a mi hija más que con mi sobrino. Hace de eso dieciocho años, y por esa época oí decir que mi hermano se había casado con la hija del visir de Basora, de la cual había tenido un hijo. En honor a mi hermano casaré a mi hija con él. Por aquellas fechas contraje matrimonio, mi mujer quedó en estado y dio a luz una niña y ésta pertenece a su primo. Las jóvenes son muchas’. Al oír el sultán las palabras del ministro, se ha enfadado mucho y le ha contestado: ‘Una persona de mi rango te pide la mano de tu hija y la rechazas con excusas pueriles, ¡Por la vida de mi cabeza! ¡La casaré con quien es mucho menos que yo, aunque te pese!’

»”Tiene el rey un palafrenero corcovado. Ha mandado que comparezca ante su presencia y ha hecho escribir por la fuerza el contrato matrimonial entre la hija del visir y el palafrenero, mandándole que consume el matrimonio esta misma noche y que se celebren las fiestas consiguientes. Los mamelucos del sultán lo han escoltado hasta el baño, llevando velas encendidas, riéndose y burlándose de él en sus mismas narices. La hija del visir está llorando, acongojada y desesperada. Se parece mucho a este muchacho. Han detenido a su padre y le han prohibido ver a su hija. Jamás he visto, hermana, cosa más fea que ese corcovado. La joven, sin duda, es más hermosa que este chico.” La sílfide replicó…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche veintiuna, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chafar continuó su relato de esta forma: «La sílfide replicó: ] “¡Mientes! ¡Este joven es la persona más hermosa del siglo!” “¡No, por Dios, hermana! La joven es más hermosa que él, pero este chico es el que le conviene. Se parecen mucho. Tal vez sean hermanos o primos. ¡Cuánto va a sufrir con ese jorobado!” “Hermano, podemos meternos debajo de él, cargárnoslo y transportarlo al lado de la joven de la cual hablas. Así veremos cuál de los dos es el más bello.” “De buen grado. Son palabras juiciosas y no veo nada mejor que lo que has sugerido. Yo lo llevaré.” Se lo puso encima y remontóse por los aires, mientras la sílfide le seguía de cerca. Descendieron en la ciudad de El Cairo, lo colocaron en un banco y lo despertaron.

»Hasán se desveló y vio que no se encontraba al lado de la tumba de su padre, en Basora. Miró a derecha e izquierda y vio que estaba en una ciudad distinta de la suya. Quiso gritar, pero el genio le hizo un gesto, encendió una vela y le dijo: “Yo te he traído y quiero hacer contigo algo que complacerá a Dios. Coge esta vela, dirígete con ella a aquel baño, mézclate entre la gente y ve en su compañía hasta llegar a la alcoba de la desposada. Adelántate, métete con ella y no temas a nadie. Colócate a la diestra del esposo jorobado, y a todas las peinadoras, a las cantantes y a las sirvientas que se te acerquen, dales un puñado de oro, metiendo tu mano en el bolsillo; éste estará siempre lleno de dinero; regala, da sin tasa y no temas meter la mano y encontrarlo vacío; da con largueza a todos los que se te acerquen y nada temas. Ten confianza en quien te ha creado, pues todo esto escapa a tus fuerzas y a tu poder, e incumbe a la fuerza y al poder de Dios”.

»Cuando Hasán Badr al-Din hubo oído las palabras del genio, exclamó: “¿Qué será este asunto y qué beneficios me dará?” Se adelantó, encendió la vela, se dirigió al baño y vio al jorobado montado a caballo. Hasán Badr al-Din se introdujo entre la gente, tal como estaba, con su bella figura: llevaba el tarbús[37], el turbante y el manto bordado en oro. Anduvo con el cortejo y cada vez que las cantantes cortaban el paso para que les echasen monedas, él metía la mano en el bolsillo, lo encontraba lleno de oro, lo cogía y lo soltaba en el plato de las cantantes y las peinadoras, llenándolo de dinares. Éstas estaban perplejas, y las gentes, admiradas de su hermosura y de su belleza. Así continuó hasta llegar a la casa del visir. Los chambelanes despidieron a la gente, impidiéndole la entrada, pero las cantantes y las peinadoras exclamaron: “No entraremos a menos de que este joven nos acompañe, ya que nos ha abrumado con sus dones; no llevaremos a la novia si no es en su presencia”.

»Le dejaron entrar en la sala de fiestas y le hicieron sentar, a despecho del novio jorobado. Las mujeres de los príncipes, de los ministros y de los chambelanes formaron dos filas; cada una llevaba en la mano un gran cirio encendido que daba luz, y se cubrían con el velo. Formaban filas a derecha e izquierda del corredor hasta la base del arco que estaba en el salón por el cual debía salir la novia. Cuando las mujeres vieron a Hasán Badr al-Din, cuando contemplaron su hermosura, su belleza y su rostro radiante, que parecía la luna nueva, se dirigieron todas hacia él. Las cantantes dijeron a las demás mujeres que estaban presentes: “Sabed que esta beldad únicamente nos ha dado oro puro. Sed amables en su servicio y obedecedle en lo que diga”. Todas se agruparon a su alrededor, con los cirios encendidos, contemplaron su lozanía y perdieron la cabeza ante tantos atractivos. Cada una de ellas deseaba poder estar en su regazo durante un año, o un mes, o un solo instante. Se quitaron el velo de la cara, el corazón les latió desacompasadamente y perdieron la razón. Exclamaron: “¡Qué feliz será quien tenga a su lado a este joven!” Maldijeron al jorobado palafrenero y a quien había sido la causa de su matrimonio con aquella belleza; cuanto más admiraban a Hasán Badr al-Din, más detestaban a aquel corcovado.

»Al cabo de un rato las cantantes llamaron con los adufes, y las peinadoras se acercaron llevando entre ellas a la hija del visir, a la que habían adornado, perfumado, vestido y peinado; le habían puesto ropas propias de los reyes; llevaba un traje bordado con oro rojo, en el que se habían dibujado figuras de fieras y pájaros, que caía por encima de las demás ropas; mostraba un collar que costaba miles, todo él con piedras ensartadas, como no tenían igual ni particulares ni soberanos; la novia parecía la luna llena cuando ilumina en la noche decimocuarta de su mes. Al acercarse parecía que era una hurí, ¡loado sea su Creador, que la hizo así! Las mujeres la rodearon: parecían estrellas, y ella era la luna cuando aparece entre un claro de nubes. Hasán Badr al-Din, el basrí, estaba sentado y los reunidos seguían contemplándole. La novia apareció y se adelantó cimbreándose. El palafrenero salió a su encuentro para recibirla, pero ella se apartó de él y se retiró hasta encontrarse enfrente de Hasán, su primo. Las asistentes rompieron a reír. Cuando vieron que se dirigía hacia Hasán Badr al-Din, éste se metió la mano en el bolsillo, cogió un puñado de oro y se lo echó a las cantantes, que se regocijaron y dijeron: “Nos hubiese gustado que éste hubiera sido tu novio”. Él sonrió.

»Todo esto ocurría mientras el jorobado palafrenero estaba aislado como si fuese un mono. Cada vez que le encendían la vela, se le apagaba. Se quedó medio atontado, en las tinieblas de un rincón, despreciándose a sí mismo. Los invitados giraban alrededor de Hasán, mientras las velas encendidas daban gran alegría, y ante tal luz quedaban perplejas las personas dotadas de entendimiento. La novia levantó sus manos al cielo y exclamó: “¡Dios mío, haz que mi esposo sea ése! ¡Líbrame de ese jorobado palafrenero!” Las peinadoras terminaron de quitarle a la novia el último de los siete vestidos de rigor delante de Hasán Badr al-Din, el basrí, mientras el jorobado palafrenero seguía solo. Cuando hubieron concluido, rogaron a la gente que se marchase. Salieron todas las mujeres y los niños que habían asistido a la fiesta, y sólo se quedaron Hasán Badr al-Din y el jorobado palafrenero.

»Las peinadoras se acercaron de nuevo a la esposa para quitarle todos los vestidos y las prendas que llevaba y dejarla preparada para el esposo. En este momento se adelantó hacia Hasán Badr al-Din el jorobado palafrenero y le dijo: “¡Señor mío! Esta noche nos has acompañado gratamente y nos has colmado con tus beneficios. ¿Por qué no te vas ahora a tu casa antes de que te echemos?” “En el nombre de Dios.” Se levantó y salió por la puerta, pero allí tropezó con el genio, que le dijo: “¡Tente, Badr al-Din! Cuando el jorobado vaya al retrete, entra tú y siéntate en la habitación. En el momento en que se te acerque la novia, dile: ‘Yo soy tu esposo. El rey ha empleado este artificio porque temía que te echasen el mal de ojo. Ése al que has visto es uno de nuestros palafreneros’. Acércate a ella, quítale el velo y no temas que nadie te cause daño”.

»Mientras Badr al-Din hablaba con el genio, el palafrenero se dirigió al retrete y fue a sentarse en la tabla. El genio salió de la letrina por el tubo de desagüe, transformado en un ratón, y dijo: “ziq”. El jorobado se volvió a ver lo que era. El ratón aumentó de tamaño y se transformó en un gato, luego en un perro, que ladró: “guau, guau”. El palafrenero, al ver esto, se asustó y exclamó: “¡Lárgate, desgraciado!” El perro siguió creciendo e hinchándose hasta convertirse en un pollino, que rebuznó y le soltó en la cara: “haq, haq”. El palafrenero, blanco, chilló: “¡Acudid a mí, gentes de la casa!” El pollino creció más y adquirió el tamaño de un búfalo, taponó el lugar y dijo con voz humana: “¡Jorobado! ¡Oh, el más hediondo de los palafreneros!” Éste sufrió un retortijón de vientre y tuvo que sentarse en el bacín con los vestidos puestos, mientras le castañeteaban los dientes.

»El genio le preguntó: “¿Es que te parece pequeña la tierra y has de casarte precisamente con mi amada?” El palafrenero estaba mudo. El genio ordenó: “¡Contesta o te empotro en la tierra!” “¡No tengo la culpa! ¡Ellos me han obligado! ¡No sabía que fuese la amada de los búfalos! ¡Me arrepiento delante de Dios y delante de ti!” “¡Juro por Dios que te mataré si sales de aquí o chillas antes de la salida del sol! Cuando sea de día puedes volver a tus ocupaciones normales, pero no vuelvas jamás a esta casa.” Agarró al palafrenero, lo zarandeó, le metió la cabeza en el agujero, hacia abajo, y lo dejó patas arriba. Añadió: “¡Quédate ahí, pues te voy a vigilar hasta la salida del sol!” Esto es lo que se refiere al jorobado.

»He aquí lo que hace referencia a Hasán Badr al-Din, el basrí. Dejó que el genio y el jorobado discutiesen, y él entró en la casa y se sentó en el interior de la habitación. La novia se acercó acompañada de una vieja: ésta se quedó en la puerta del dormitorio y gritó: “¡Abu Sihab! ¡Levántate y coge a tu mujer! ¡Pido a Dios que te dé una buena noche!” La vieja se marchó y la novia, que se llamaba Sitt al-Husn, entró con el corazón desgarrado. Se decía: “¡No dejaré que me posea aunque haya de exhalar el alma!” Al cruzar el umbral vio a Badr al-Din y exclamó: “¡Amor mío! ¿Aún estás sentado? Me he dicho a mí misma que quizá tú y el jorobado palafrenero seáis copartícipes de mí”. “¿Qué tiene que ver el palafrenero contigo? ¿De dónde va a ser mi copartícipe en ti?” “¿Quién es mi esposo? ¿Tú o él?” Contestó Badr al-Din: “Hemos hecho esta broma para reírnos de él. Las peinadoras, las cantantes y tu familia, al ver tu belleza en flor, temieron que nos aojasen. Tu padre lo ha contratado por diez dinares para alejar de nosotros el peligro del mal de ojo, y éste ya ha desaparecido”. Al oír estas palabras, dichas por Badr al-Din, Sitt al-Husn sonrió y se echó a reír jovialmente. Exclamó: “¡Por Dios! ¡Has extinguido mi inquietud! ¡Cógeme! ¡Estréchame contra tu pecho!” Entreabrió la bata hasta el pecho y, como estaba desnuda, dejó ver lo que tenía delante y detrás.

»Al ver Badr al-Din la pureza de su cuerpo, sintió que la pasión se le despertaba, se puso de pie, se quitó el vestido, cogió la bolsa de oro que le había dado el judío con los mil dinares y la colocó en los zaragüelles, metiéndolo todo en un ángulo del colchón; se quitó el turbante, lo puso encima de una silla y se quedó con una camisa muy fina, bordada en oro. En ese momento Sitt al-Husn se dirigió a él y lo atrajo hacia sí; Badr al-Din, a su vez, se le acercó y se abrazaron. Los pies de ella lo estrecharon por la cintura. En seguida cargó el cañón, lo apuntó a la fortaleza y lo disparó: destruyó el bastión y vio que era una perla que no había sido perforada, y un animal de carga que nadie había montado antes que él; destruyó su virginidad y gozó de su juventud. Cargó el cañón y lo enfrentó con la selva durante quince veces. Al terminar, Badr al-Din colocó su mano debajo de la cabeza de Sitt al-Husn, y ésta colocó la suya debajo de la de aquél. Se entrelazaron y durmieron abrazados, explicando con su abrazo el significado de aquellos versos:

Visita a quien amas y no te preocupes de las palabras del envidioso; éste no sirve de ayuda al enamorado.

El Misericordioso no ha creado nada que sea más hermoso de ver que una pareja de enamorados reunidos en un único lecho.

Abrazados, vestidos con la ropa de la satisfacción, teniendo por almohadas muñecas y brazos.

Cuando los corazones están unidos por el amor, los censores golpean sobre hierro frío.

Si hay una sola persona que te ama, ya has conseguido tu fin: vive sólo con ella.

»Esto es lo que se refiere a Hasán Badr al-Din y a Sitt al-Husn, la hija de su tío.

»He aquí lo que hace referencia al genio. Dijo la sílfide: “Levántate y colócate debajo del muchacho; lo llevaremos adonde estaba antes de que llegue la mañana, para lo cual ya falta poco”. La sílfide se adelantó, se introdujo por debajo y, sujetándole, echó a volar con él tal como estaba: en camisa y sin ropa. La sílfide iba volando seguida por el genio. Pero Dios permitió a los ángeles que alanceasen a éste con una estrella fugaz, toda ella fuego, que lo quemó. La sílfide depositó a Badr al-Din en el mismo lugar en que la exhalación había fulminado a su compañero, pues no podía dominar su terror. El destino quiso que aquel lugar fuese Damasco, en Siria. La sílfide lo colocó junto a una de las puertas y reanudó el vuelo.

»Al amanecer, cuando se abrieron las puertas de la ciudad y salieron las gentes, éstas pudieron ver a un hermoso joven en camisa y con gorro, pero sin turbante ni ropas, sumergido en el sueño después de una larga vigilia. Unos dijeron: “¡Ay! ¡Cuán afortunado el mortal que ha recibido a éste en su casa tal noche! ¡Ojalá hubiese esperado a vestirse con sus ropas!” Otros exclamaban: “¡Pobres mortales! Éste tal vez haya salido de la taberna para evacuar alguna necesidad, pero en medio de tanto vino habrá olvidado el lugar en que estaba, y, andando sin dirección, habrá llegado a la puerta de la ciudad. Encontrándola cerrada, habrá dormido aquí”. Mientras la gente iba comentando, se levantó un poco de fresco que alcanzó a Badr al-Din y le levantó el borde de la camisa por encima del vientre: debajo apareció la carne, con su ombligo magníficamente formado y unas piernas y muslos semejantes al cristal, que dejaron aún más maravillada a la gente.

»Hasán Badr al-Din se despertó y vio que se encontraba junto a la puerta de una ciudad que estaba repleta de gente. Estupefacto, preguntó: “¡Gentes de bien! ¿Dónde estoy? ¿Por qué os habéis reunido a mi alrededor? ¿Qué tengo que ver con vosotros?” “A la hora de la llamada para el rezo de la mañana te hemos encontrado tendido y dormido junto a esta puerta. Nada más sabemos respecto de ti. ¿Dónde has pasado la noche?” “¡Gentes! He pasado la noche en El Cairo.” Uno le preguntó: “¿Has comido hachís?” Otro añadió: “¿Estás loco? ¿Cómo puedes haber dormido en El Cairo y despertar en Damasco?” “¡Gentes de bien! ¡No os miento! Ayer estuve en Egipto, y anteayer en Basora.” Uno exclamó: “Esto es maravilloso”. Otro dijo: “Este joven está loco. Dadle unos cuantos palmetazos”. Las gentes hablaban unas con otras y se decían: “¡Lástima de muchacho! ¡Su locura, por Dios, no tiene remedio!” Le chillaron: “¡Vuelve a la razón!” Hasán explicó: “Ayer me casé en Egipto.” “Tal vez hayas soñado y hayas visto todo lo que cuentas en sueños.” Hasán se quedó perplejo y les dijo: “¡Por Dios! No ha sido un sueño. ¿Dónde está el palafrenero jorobado que estaba sentado a nuestro lado? ¿Dónde la bolsa de oro que yo tenía? ¿Dónde mis ropas y vestidos?”

»Se incorporó, recorrió la ciudad y cruzó sus calles y zocos, mientras las gentes se apretujaban a su paso. Entró en la tienda de un cocinero. Éste había sido un libertino, pero se había arrepentido y tenía abierto un restaurante. Todos los habitantes de Damasco le temían a causa de su fuerza excepcional. Cuando vieron que el muchacho se metía en la tienda del cocinero, se separaron, pues le temían. Éste, al contemplar a Hasán Badr al-Din, al ver su hermosura y belleza, sintió que su corazón se llenaba de ternura. Preguntó: “¿De dónde vienes, joven? Cuéntame tu historia, pues me eres más caro que mi propia vida”. Le contó lo que le había ocurrido, desde el principio hasta el fin. El cocinero dijo: “Señor Badr al-Din: sabes que esto es un asunto portentoso y un relato maravilloso. Hijo mío, calla lo que sabes, hasta que Dios solucione tu problema. Quédate conmigo en este lugar, pues yo no tengo ningún hijo. Te adoptaré como a tal”. “Sea como tú quieres, tío.” El cocinero se dirigió al zoco, compró buenas ropas para Badr al-Din y se las hizo poner. Acompañado por éste, se dirigió al cadí y atestiguó que lo adoptaba por hijo. Hasán Badr al-Din fue conocido en Damasco como el hijo del cocinero. Quedó con éste en la tienda, cobrando a los clientes. Esto es lo que se refiere a Hasán Badr al-Din.

»He aquí lo que hace referencia a Sitt al-Husn, la hija de su tío. Al amanecer despertó de su sueño y no vio a Hasán Badr al-Din a su lado. Creyó que había ido al retrete y se sentó dispuesta a esperarle un rato. Su padre entró en ese instante, apesadumbrado por lo que le había ocurrido con el sultán y por la manera como éste le había constreñido y había casado a viva fuerza a su hija con uno de sus criados, cual lo era aquel palafrenero corcovado. Se decía a sí mismo: “Mataré a mi hija si se ha dejado poseer por ese desgraciado”. Anduvo hasta llegar al dormitorio, se paró ante la puerta y gritó: “¡Sitt al-Husn!” “Aquí estoy, señor.” Salió tambaleándose de alegría y besó el suelo delante de su padre. Su rostro se había vuelto más voluminoso y más bello por haber estado al lado de aquella gacela de Hasán. Cuando su padre la vio en aquel estado le espetó: “¡Libertina! ¡Te contentas con ese palafrenero!” Sitt al-Husn, al oír las palabras de su progenitor, sonrió y dijo: “¡Por Dios! ¡Basta ya de las intrigas que has fraguado! Las gentes se ríen de mí y me critican a causa de ese palafrenero que no vale para mí ni un ápice de lo que mi marido. ¡Por Dios! ¡No he pasado en toda mi vida una noche mejor que la transcurrida con él! No te burles de mí y no me menciones más al corcovado”.

»Al oír estas palabras, el padre se enfureció y sus ojos echaron chispas. Exclamó: “¡Ay de ti! ¿Qué representan esas palabras que acabas de pronunciar? ¡El palafrenero corcovado ha dormido contigo!” “¡Por Dios! ¡No lo nombres más! ¡Maldígalo Dios, y también a su padre! No continúes la broma hablando de él. El palafrenero fue contratado por diez dinares; cobró su salario y se fue. Yo me dirigí al dormitorio y encontré a mi esposo sentado, después que las cantantes me lo hubieron mostrado. Había distribuido tal cantidad de oro rojo, que había enriquecido a todos los pobres que estuvieron presentes. He dormido reclinada en el seno de mi esposo, amable, de ojos negros y cejijunto.” Oír estas palabras el padre y cubrírsele el rostro inmutable de sombras fue todo uno. “¡Libertina! ¿Qué me estás diciendo? ¿Dónde ha ido a parar tu seso?” “¡Padre mío! Me destrozas el corazón. ¿Por qué finges desconocer a mi esposo? Aquel que es mi esposo, aquel que ha roto mi virginidad, aquel que me ha dejado encinta, ha ido al retrete.” Su padre, admirado, entró en el común y encontró al palafrenero corcovado con la cabeza metida en el bacín y las patas al aire. El visir estaba estupefacto y se dijo: “Éste es el jorobado”. Le dirigió la palabra, pero el otro no le contestó, pues creía habérselas con el genio».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche veintidós, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que [el relato de Chafar prosiguió de esta manera:] «El visir le increpó: “¡Habla o te corto la cabeza con esta espada!” “¡Por Dios, jeque de los genios! Desde que me colocaste en este sitio no he levantado la cabeza. ¡Te conjuro, por Dios, a que tengas misericordia de mí!” Al oír el ministro las palabras del concorvado le dijo: “¿Qué dices? Soy el padre de la novia. No soy ningún genio”. “Mi vida no está en tu mano y no puedes matarme. Vete antes de que venga quien ha hecho conmigo lo que ha hecho. Vosotros me habéis casado con la amada de los búfalos, con la amada de los genios. ¡Maldiga Dios a quien me casó con ella! ¡Maldiga Dios a quien fue causa de todo esto!” “¡Ponte en pie y sal de este lugar!” “Ni que estuviera loco me iría contigo sin permiso del genio. Me ha dicho que cuando aparezca el sol puedo salir y seguir mi camino. ¿Ha salido ya el sol? No puedo levantarme de aquí hasta que haya salido el sol.” El ministro le preguntó: “¿Quién te ha puesto en este lugar?” “Ayer vine aquí para satisfacer una necesidad. De repente, en medio del agua apareció un ratón, que creció hasta transformarse en un búfalo; me dijo unas palabras que me entraron por el oído. ¡Déjame! ¡Vete! ¡Maldita sea la novia y quien con ella me casó!” El visir se le acercó, lo sacó del retrete y él echó a correr, sin saber si el sol había salido o no, dirigiéndose al sultán, al que informó de lo que le había ocurrido con el genio.

»El visir, el padre de la novia, entró en la casa, perplejo por lo ocurrido a su hija. Le dijo: “¡Hija! ¡Explícame tu historia!” “El galán que se me había destinado ha pasado conmigo la noche, ha roto mi virginidad y he quedado encinta. Si no me crees, su turbante con la escarapela está encima de una silla; sus vestidos, debajo de la cama. En ellos hay algo envuelto, pero no sé qué es.” El padre entró en el dormitorio y encontró el turbante de Hasán Badr al-Din, el hijo de su hermano; lo cogió en el acto en la mano, lo observó y dijo: “Esto es un turbante de ministro, pero del tipo de los de Mosul”. Vio una especie de talismanes cosidos en el tarbús y los arrancó. Cogió los vestidos y encontró la bolsa que contenía los mil dinares. La abrió y encontró una hoja. La leyó y vio que se trataba de la transacción del judío firmada por Hasán Badr al-Din, hijo de Nur al-Din el basrí, todo con los mil dinares.

Sams al-Din, al leer la hoja, dio un grito muy grande y cayó desvanecido. Cuando volvió en sí reconstruyó los hechos y quedó perplejo. Exclamó: “¡No hay dios sino el Dios Todopoderoso! ¡Hija! ¿Conoces a quien te ha poseído?” “No.” “Es el hijo de mi hermano, el hijo de tu tío. Estos mil dinares son tu dote. ¡Loado sea Dios! ¡Ojalá supiera cómo ha ocurrido todo esto!” Descosió los talismanes y encontró un escrito de puño y letra de su hermano Nur al-Din el egipcio, el padre de Hasán Badr al-Din. Al contemplar los caracteres de su hermano, recitó estos dos versos:

Veo sus huellas y experimento una viva emoción: derramo lágrimas encima de sus moradas.

Ruego a Quien me ha alejado de vuestro lado, que un día me conceda el regresar.

»Cuando hubo recitado estos versos, leyó lo escrito y vio que contenía la historia del matrimonio de su hermano con la hija del visir de Basora, de su noche de bodas y de todo lo que había hecho hasta su muerte, así como el relato del nacimiento de su hijo Hasán Badr al-Din. Admirado, se estremeció de emoción, confrontó lo que había sucedido a su hermano con lo suyo propio, y vio que concordaba, que ambos matrimonios, las noches de bodas y los nacimientos de Hasán Badr al-Din, hijo de su hermano, y de su propia hija, Sitt al-Husn, habían ocurrido en el mismo día. Cogió los dos papeles y fue a ver con ellos al sultán, informándole de todo lo ocurrido, desde el principio hasta el fin. El rey, maravillado, mandó que se pusiese en el acto por escrito tal suceso. El ministro empezó a buscar el rastro de su sobrino, pero no encontró ni huella. Exclamó: “¡Haré algo que nadie ha hecho jamás!”»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche veintitrés, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chafar continuó relatando la historia de esta manera:] «Cogió un tintero y una pluma y registró todos los utensilios que había en la casa: las ajorcas están en tal sitio, tal cortina en tal otro. Así inscribió todos los objetos que había en la habitación. Plegó el papel y mandó guardar todos los objetos. Cogió el turbante y el tarbús, el velo y la bolsa y se los guardó.

»Transcurridos los meses correspondientes, la hija del ministro dio a luz un niño que se asemejaba a la luna y que se parecía mucho a su padre en hermosura, perfección, belleza y distinción. Cortaron el cordón umbilical, le pusieron colirio en los ojos y se lo entregaron a las nodrizas. Lo llamaron Achib. Creció rápidamente y cuando tuvo siete años, su abuelo lo confió a un alfaquí, encargándole de su educación y de su buena enseñanza. Estuvo cuatro años en la escuela, al cabo de los cuales empezó a meterse con sus compañeros y a insultarlos. Les decía: “¿Quién de vosotros puede compararse conmigo? Soy el hijo del ministro de Egipto”. Las muchachas se dirigieron al intendente quejándose de lo que Achib les hacía sufrir. Aquél les contestó: “Os voy a decir algo; si se lo repetís, no volverá más y se apartará de la escuela. Mañana, cuando haya llegado, sentaos a su alrededor y decíos: ‘¡Por Dios! ¡Que no ha de jugar con nosotros en este juego quien no nos diga el nombre de su madre y el de su padre! Quien no sabe el nombre de su madre o el de su padre, es hijo ilegítimo. Ése no juega con nosotros’ ”.

»A la mañana siguiente volvieron a la escuela, y Achib compareció. Los muchachos le rodearon y dijeron: “Vamos a jugar a un juego en el que no admitiremos a quien no nos diga los nombres de su padre y de su madre” Puestos de acuerdo, dijo uno de ellos: “Me llamo Machid; mi madre, Aiwa, y mi padre, Izz al-Din”. Así fueron dando los nombres, hasta que le tocó el tumo a Achib. Éste dijo: “Me llamo Achib; mi madre, Sitt al-Husn, y mi padre es Sams al-Din, el ministro de Egipto”. Le increparon: “¡Por Dios! ¡El ministro no es tu padre!” “¡El visir es mi padre de verdad!” Al oír esto, todos los muchachos se echaron a reír y aplaudieron chillando: “¡No sabes quién es tu padre! ¡Vete de nuestro lado, pues no ha de jugar con nosotros quien no sepa el nombre de su padre!” Los muchachos echaron a correr, en seguida, de su lado y empezaron a burlarse de él. Sintió que el corazón se le oprimía y que se ahogaba en llanto. El intendente le dijo: “Crees que tu padre es tu abuelo, el ministro, es decir, el padre de tu madre, Sitt al-Husn. Tú no conoces a tu padre, ni tan siquiera nosotros. El sultán la casó con un palafrenero corcovado, pero los genios pasaron la noche con tu madre. Si tú no conoces el nombre de tu padre, ellos te consideran un hijo bastardo. ¿No te das cuenta de que hasta el hijo de un vendedor conoce a su padre? El ministro de Egipto es tu abuelo, pero ni nosotros ni tú mismo sabemos quién es tu padre. Ten más seso”.

”En cuanto hubo oído estas palabras, salió y se fue a ver a su madre, Sitt al-Husn, y empezó a quejarse y a llorar de tal modo que los sollozos le impedían hablar. Al oír sus palabras y ver el llanto, su corazón se enterneció y le preguntó: “¿Qué te hace llorar? Refiéreme lo que te ocurre. Le contó lo que había oído decir a los muchachos y al intendente, y añadió: “¡Madre! ¿Quién es mi padre?” “El ministro de Egipto”. “¡Ése no es mi padre! ¡No me mientas! El ministro de Egipto es tu padre, no el mío. ¿Quién es mi padre? Si no me cuentas la verdad, me mataré con este puñal.” Su madre, al oír citar al padre, rompió a llorar acordándose de su primo, de la belleza de Hasán Badr al-Din, el basrí, y de cuanto le había pasado con él. Recitó estos versos:

Despertaron el amor en mi seno y se fueron; su morada se fijó lejos de mí.

El día en que se marcharon, mi razón también se fue. El sueño y la resignación me abandonaron.

Se alejaron y la alegría me abandonó; carezco de tranquilidad y de reposo.

Al separarse hicieron correr las lágrimas de mis ojos, tan copiosas que podrían llenar los mares.

El día en que se apodera de mí la nostalgia de volverlo a ver, el día en que aumenta mi deseo por él y el ansia de la espera,

en ese día su imagen está representada en lo más recóndito de mi corazón por la pasión, la nostalgia y el recuerdo.

¡Oh, tú, cuya mención me es habitual! ¡Oh, tú, cuyo amor es la razón de mi vida!

¡Amado mío! ¿Hasta cuándo esta tardanza sin fin? ¿Cuánto durará aún esta separación y este desvío?

»Lloró y lo mismo hizo su hijo. El ministro pasaba por allí, y entró. Cuando vio que lloraban, se le encendieron las entrañas y preguntó: “¿Qué os hace llorar?” La madre le contó lo que le había ocurrido a su hijo con los pequeños de la escuela, y también el ministro se echó a llorar. Recordó a su hermano y lo que había sucedido con éste y con su hijo, sin llegar a poder desentrañar lo que había en el fondo del asunto. El visir, después de un rato, se dirigió a la audiencia, se presentó al rey y le informó de lo ocurrido, pidiéndole permiso para viajar por oriente, en dirección a la ciudad de Basora, para enterarse de lo ocurrido a su sobrino. Pidió al sultán que le escribiera cartas oficiales para todas las provincias, mandando que si hallaba a su sobrino en cualquiera de ellas, pudiera llevárselo; y se echó a llorar delante del soberano. Éste se apiadó de él y escribió las órdenes para todas las provincias y regiones. Esto le alegró un tanto; le dio las gracias, se despidió de él y se dirigió en seguida a preparar el viaje. Cogió todo cuanto podía necesitar y se llevó a su hija y a su nieto, Achib.

»Viajaron el primero, el segundo y el tercer día, y así fueron siguiendo hasta llegar a la ciudad de Damasco. Vieron que tenía muchos árboles y ríos, tal como dijo un poeta:

Después de haber permanecido un día con su noche en Damasco, el tiempo juró que no la olvidaría.

Pasamos la noche mientras el ala de la tiniebla nocturna holgazaneaba, y la aurora avanzaba cual un haz de cabellos grises.

El rocío, sobre las ramas, semejaba perlas hechas caer por un soplo del céfiro.

Los pájaros leían, la alberca era el papel, el viento escribía y las nubes puntuaban.

»El ministro se detuvo en la Explanada de los Guijarros, y en ella plantó las tiendas. Dijo a sus servidores: “Descansemos aquí un par de días”. Los criados entraron en la ciudad para hacer las cosas imprescindibles: unos a comprar, otros a vender, otros a bañarse, y otros a la mezquita de los Omeyas, que no tiene igual en el mundo. Achib entró para ver la ciudad. Llevaba detrás a su criado, que tenía un látigo con el que si se hubiese azuzado a un camello, lo hubiera hecho caer. Las gentes de Damasco se fijaron en Achib: por su cintura estrecha, por la armonía de sus rasgos, por su belleza y perfección; se dieron cuenta de que encerraba en sí los prodigios de la hermosura; que era dulce, más suave que el céfiro del norte, más agradable para el sediento que el agua más límpida, y más preferible para el enfermo que la salud. Al verlo, los habitantes de Damasco empezaron a ir detrás y una multitud corría en pos de él y le seguía; otros esperaban apostados a ambos lados del camino para contemplarlo.

»El destino dispuso que Achib llegase delante de la tienda de su padre, Hasán Badr al-Din, aquella en la que vivía el cocinero que lo había adoptado como hijo delante de jueces y testigos. El chico se paró y el criado también. Hasán Badr al-Din miró a su hijo y quedó admirado al ver tal portento de hermosura. Su corazón sintió simpatía y afecto por él. Había hecho aquel día granos de granada al caramelo, y, sintiéndose atraído hacia aquel joven, le invitó diciéndole: “Señor, tú que te has adueñado de mi espíritu; tú, que has seducido mi ánimo, ¿quieres entrar en mi tienda y consolar mi corazón comiendo mis dulces?” Los ojos se le llenaron de lágrimas sin querer, pensó por un momento en todo lo que le había ocurrido y lo comparó con su condición de entonces. Cuando Achib oyó las palabras de su padre, se sintió atraído por él y dijo a su esclavo: “Este tabernero me inspira confianza; parece que esté separado de su hijo; entremos a consolar su corazón, y aceptemos la hospitalidad que nos ofrece. Tal vez Dios haga que encuentre a mi padre, en recompensa de haber tenido compasión de éste”.

»El esclavo le dijo que para el hijo de un visir era improcedente entrar en una tasca. Añadió: “Mantendré apartada de ti a la gente con este bastón, pues no quiero que te vean. Si no, no puedes entrar en la bodega”. Estas palabras del criado impresionaron al hijo de Hasán Badr al-Din; se volvió hacia éste mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, y le dijo: “Me siento inclinado hacia ti”. El criado interrumpió: “Déjate de palabras, que no has de entrar”. Volviéndose al criado, el padre de Achib le dijo: “¡Maestro! ¿Por qué no me consuelas y entras en mi tienda? Tú pareces una castaña negra con el corazón blanco, pues así te han descrito”. Siguió halagándolo, hasta que el criado se echó a reír y preguntó: “¿Qué quieres decir? Dilo en seguida”. Hasán recitó:

Si no tuviese la más fina educación, si no fuese digno de confianza, no hubiera sido ni servidor de un rey,

ni de la familia real. ¡Cuántos siervos hay que por sus méritos son servidos por los ángeles del cielo!

»El criado, al oír estas palabras, quedó ufano y entró con Achib en la bodega. Hasán Badr al-Din llenó un plato de granos de granada, añadió almendras y azúcar, y los dos invitados comieron. Hasán Badr al-Din les dijo: “Me habéis honrado. Comed con buen apetito”. Achib exclamó: “Siéntate y come con nosotros. Tal vez Dios nos reúna con quien buscamos”. “Hijo mío, ¿has crecido, a pesar de tu tierna edad, separado de tus familiares?” “Sí, tío; mi corazón arde por estar separado de las personas amadas. El familiar que me ha abandonado es mi padre. Mi abuelo y yo hemos salido a recorrer los países, y no deseo nada más que poder encontrarle.” Achib se echó a llorar, y su padre también, pues recordaba la separación de los familiares, de su padre y de su madre. El criado se compadeció de él.

»Comieron juntos hasta quedar satisfechos. Después, los dos huéspedes se levantaron y salieron de la tienda de Hasán Badr al-Din. Éste notó que el alma lo abandonaba y se marchaba con ellos. No pudo contentarse con lo que había visto. Cerró la tienda y los siguió, sin saber que aquél era su hijo. Apretó el paso y consiguió alcanzarlos antes de que saliesen por la puerta mayor. El eunuco se volvió y le dijo: “¿Qué te pasa, cocinero?” “Cuando os marchasteis de mi casa, me pareció que el alma iba a abandonar mi cuerpo. Tengo unos asuntos pendientes más allá de la puerta, y he pensado en acompañaros, arreglar mis cosas y luego regresar.” El eunuco se enojó y dijo a Achib: “En mala hora comimos, y caro vamos a pagar ese honor. Éste nos va siguiendo de un lugar a otro”. Achib se volvió hacia el cocinero, se sofocó y le dijo al criado: “Déjale que ande por el camino público. Cuando lleguemos a nuestras tiendas, si nos sigue, sabremos que viene tras nuestros pasos y le alejaremos”. Bajó la cabeza y reemprendió la marcha; el criado lo siguió.

»Hasán Badr al-Din los siguió hasta la Explanada de los Guijarros; ellos se acercaron a las tiendas y se volvieron.

»Al ver que los seguía, Achib se indignó y temió que el eunuco se lo contase a su abuelo; se fue irritando por momentos, temiendo que dijese: “El muchacho ha entrado en una tasca, y el cocinero viene siguiéndole”. Se volvió, clavó sus ojos en los de su padre, que había quedado convertido en un cuerpo sin alma, y creyó ver en ellos algo de pérfido, como si fuesen los de un invertido. Su enojo se desbordó: cogió una piedra, se la tiró a su padre y le dio en la frente. Hasán Badr al-Din cayó desmayado en el suelo, mientras la sangre le cubría toda la cara. Achib y el criado entraron en las tiendas.

»Cuando Hasán Badr al-Din volvió en sí, se secó la sangre, cortó un pedazo de su turbante, se vendó la cabeza y se censuró a sí mismo, diciéndose: “Me he portado mal con el muchacho, pues he cerrado la tienda para seguirle. Habrá creído que soy un malvado”. Volvió a su puesto y se ocupó en la venta de sus guisos. Acordándose de su madre, que había quedado en Basora, rompió a llorar y recitó este par de versos:

No pidas al destino que se muestre justo con aquel al que oprime. Jamás verás, amigo, que el destino sea justo.

Coge lo que te da la suerte, y apártate a un lado, pues algo de amargo habrá en ello, aunque parezca que no.

»Hasán Badr al-Din siguió ocupándose de la venta de sus guisos.

»El ministro, su tío, después de haber pasado tres días en Damasco, reemprendió la marcha dirigiéndose hacia Homs; cruzó esta ciudad y siguió su camino buscando los lugares apropiados para acampar. Así llegó a Maridín, a Mosul, a Diyar Bakr, y no paró de andar hasta que entró en la ciudad de Basora. Una vez aposentado, pidió audiencia al sultán; éste se la concedió y lo honró. Le preguntó por la causa de su llegada. Sams al-Din le informó de su historia y le explicó que era el hermano del visir Alí Nur al-Din. El sultán invocó la misericordia divina sobre éste y dijo: “Señor, él fue mi visir. Yo le quería mucho, pero murió hace ya quince años. Dejó un niño, pero desapareció y no volvimos a saber nada de él. Su madre aún vive entre nosotros, pues es hija de mi difunto primer ministro”. Cuando el visir Sams al-Din oyó decir al rey que la madre de su sobrino aún vivía, se alegró y dijo: “¡Rey! Deseo reunirme con ella”. Le concedió el permiso en el acto y él se dirigió a la casa que había pertenecido a su hermano; la miró con atención, besó el suelo recordando a Alí Nur al-Din, y cómo éste había muerto en tierra extraña deseoso de volverlo a ver. Lloró y recitó:

Paso por el lado de la casa, la casa de Layla, y beso sus paredes aquí y allá.

No es el cariño que siento por la casa el que apena mi corazón, sino el de aquél que la habitó.

»Cruzó la puerta y se encontró en un amplio patio; encontró otra puerta, construida de cuarzo y de mosaico policromado, avanzó por el interior de la casa y, girando su vista alrededor, vio escrito en letras doradas, sobre las paredes, el nombre de su hermano Nur al-Din; se acercó a la inscripción, la besó y se echó a llorar, pues se le hicieron presentes los recuerdos de la separación. Recitó estos versos:

Pido noticias de vos al sol en cuanto sale; interrogo al relámpago en cuanto brilla.

El deseo de veros me estruja una y otra vez entre sus manos, pero no me lamento por el sufrimiento.

¡Amigos! Ha pasado mucho tiempo, y mi corazón ha quedado hecho pedazos.

Si se realizase mi deseo de volverlo a ver, ocurrirían entre ambos las mejores cosas.

No creáis que me he distraído con otros, porque el corazón es incapaz de albergar el cariño de los demás.

»Sams al-Din siguió adelante, hasta llegar al departamento que ocupaba su cuñada, la madre de Hasán Badr al-Din, el basrí. Desde que había desaparecido su hijo, lloraba y sollozaba noche y día; cuando hubo transcurrido algún tiempo, le construyó, en medio del salón, una tumba de mármol, y encima de ésta se pasaba llorando las noches y los días, pues sólo podía dormir junto a aquel túmulo. Sams al-Din, al llegar al umbral, oyó sus suspiros. Se paró detrás de la puerta y oyó que recitaba, encima del túmulo, estos dos versos:

¡Por Dios, oh tumba! ¿Se han extinguido sus bellezas? ¿Se ha transformado aquella imagen regocijante?

¡Tumba! Careces de jardín y te faltan los cielos. ¿Cómo, pues, puedes reunir las ramas y la luna?

»Mientras estaba así, entró el visir Sams al-Din, la saludó y le explicó que era hermano de su marido. Le refirió todo lo que había ocurrido y le explicó que su hijo, Hasán Badr al-Din, había pernoctado con su hija toda una noche, pero que se había desvanecido al aparecer la aurora. Añadió: “Tu hijo dejó embarazada a mi hija y ésta dio a luz a un muchacho, que he traído conmigo. Él es tu hijo, ya que es hijo de tu hijo y de mi hija”. Al oír estas nuevas de su hijo, al saber que vivía y al contemplar a su cuñado, se dirigió hacia él, cayó a sus pies y se los besó. Recitó estos versos:

¡Cuán buen nuncio me ha advertido de su llegada, trayéndome la mejor de las noticias!

Si le gustase la ropa usada, le regalaría un corazón que quedó hecho pedazos en el momento de la despedida.

»El visir envió por Achib para presentarlo. Cuando llegó, su abuela se puso en pie, lo abrazó y rompió a llorar. Sams al-Din le dijo: “No es el momento de llorar, sino el de preparar tus cosas para venirte con nosotros a Egipto. Tal vez Dios nos reúna con nuestro deseo y el tuyo con tu hijo, con el hijo de mi hermano”. “De buen grado.” En el acto se levantó, reunió todos sus tesoros, sus muebles y sus esclavas, y se dispuso para la partida. El visir Sams al-Din fue a visitar al sultán de Basora y se despidió de él. Éste le entregó numerosos presentes y regalos para que se los llevase al sultán de Egipto. Emprendió en seguida el viaje, llevándose a su cuñada, y no descansaron hasta llegar a la ciudad de Damasco. Se pararon en al-Qanun, levantaron las tiendas, y Sams al-Din dijo a quienes le acompañaban: “Estaremos en Damasco una semana para poder comprar los regalos y presentes para el sultán”. Achib, dirigiéndose al eunuco, le dijo: “Muchacho, quiero echar un vistazo. Ven conmigo: iremos al mercado de Damasco, veremos su situación y observaremos lo que ha ocurrido con aquel cocinero en cuya casa comimos sus guisos y al que luego, a pesar de lo amable que había sido con nosotros, le partimos la cabeza”. “Como tú quieras.”

»Achib y el eunuco salieron de las tiendas. La voz de la sangre lo llevaba hacia el tugurio, y todo esto ocurría alrededor del mediodía. Casualmente, el cocinero había guisado granos de granada. Cuando se acercaron, Achib sintió que el corazón se le iba. Vio que la pedrada le había dejado una cicatriz en la frente. Dijo: “La paz sea sobre ti, cocinero. Sabe que mi pensamiento siempre ha estado contigo”. Al verlo, Hasán Badr al-Din sintió que sus entrañas ardían y que el corazón le latía furiosamente. Bajó la cabeza hacia el suelo y quiso decir algo, pero no pudo. Dirigió la vista humildemente hacia su hijo y recitó estos versos:

¡Tanto he deseado la presencia de quien amo, que al verlo he quedado parado, mudo y ciego!

He inclinado, en honor suyo, la cabeza y he intentado ocultar lo que por mí pasaba, pero en vano.

Había preparado páginas enteras para alabarlo. Pero en cuanto nos hemos reunido, no he encontrado ni una palabra.

»Dijo a los dos: “Consoladme comiendo de mis guisos. Juro por Dios, joven, que en cuanto te vi sentí un gran afecto por ti y si te seguí, fue debido a que me encontraba fuera de mí”. Achib contestó: “¡Por Dios! Tú te portaste bien con nosotros, y comimos algunas cosas. Pero luego te empeñaste en seguirnos y pudiste perjudicarnos. Nada comeremos de lo que tienes si no es con esta condición: que jures que no saldrás en pos nuestro, que no nos seguirás. En caso contrario, no volveremos más aquí durante nuestra estancia. Vamos a permanecer en esta ciudad una semana para dar tiempo a que mi abuelo compre los regalos del rey”. Badr al-Din aceptó, y Achib y el criado entraron en la tienda. Les puso delante un plato lleno de granos de granada. Achib le dijo: “Come con nosotros. Tal vez Dios te consuele”. Hasán Badr al-Din se alegró y comió con ellos, pero sin apartar ni un instante la mirada de la faz del joven, que le había encandilado el corazón y que atraía hacia sí todas sus facultades. Achib le dijo: “Eres un enamorado enojoso. ¡Basta ya de tanto mirarme a la cara!” Al oír estas palabras, Hasán Badr al-Din recitó:

Un pensamiento oculto, que no se divulga, permanece guardado en el corazón, sin darse a conocer.

¡Oh, tú, que haces palidecer a la radiante luna con tu belleza, cuya faz supera la luminosidad de la mañana!

Tu esplendor es para mí una señal que nunca se extingue; es un punto fijo que crece y se multiplica.

El ardor me consume, al mismo tiempo que tu faz es para mí el paraíso; me muero de sed cuando tu saliva es el Kawtar[38].

»Hasán Badr al-Din ofrecía un bocado ora a Achib, ora al eunuco. Al terminar, les ofreció agua para que se lavasen las manos, y les dio una toalla de seda que llevaba a la cintura. Se secaron las manos, después los roció con agua de rosas, que sacó de un ánfora, y salió de la tienda para regresar en seguida con dos jarras de barro, llenas de agua de rosas almizclada, que colocó delante de sus invitados para que bebiesen. Achib bebió e hizo beber al criado.

»Cuando, contra lo que era su costumbre, quedaron bien llenos y saciados, se marcharon rápidamente, sin detenerse, hasta llegar a las tiendas. Achib entró en la de su abuela, la madre de Hasán Badr al-Din, y ésta lo besó, acordándose de su hijo; suspiró, lloró y recitó este par de versos:

Si no esperase reunirme contigo, la vida no tendría objeto para mí.

Juro que en mi corazón sólo cabe el amor que por ti siento, y Dios, mi Señor, conoce todos los secretos.

»Preguntó a Achib: “Hijo mío, ¿dónde has estado?” “En la ciudad de Damasco.” Su abuela se incorporó y le ofreció una escudilla de granos de granada que tenían poco azúcar. Dijo al criado: “Siéntate con tu señor”. El criado se dijo: “Por Dios que no me apetece comer”, pero se sentó y lo mismo hizo Achib, a pesar de que tenía el estómago repleto de lo que había comido y bebido. Cogió un pedazo de pan, lo metió en el jugo de los granos de granada y lo engulló. Le pareció, porque estaba harto, que tenía poco azúcar. Se enojó y dijo: “¡Qué comida más salvaje!” “¡Hijo! —replicó la abuela—. ¿Te has cansado de mi modo de cocinar? Lo he hecho yo y no hay nadie que pueda superarme en este guiso, de no ser tu padre, Hasán Badr al-Din.” “Señora, este plato no está bien hecho. Hace un rato hemos visto en la ciudad un cocinero que ha hecho este mismo guiso, pero que tenía un aroma que hacía la boca agua, un sabor capaz de tentar al que padece de indigestión. Tu guiso, en comparación con aquél, no vale ni poco ni mucho.” Su abuela, al oír estas palabras, se indignó, se volvió al criado…»

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche veinticuatro, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [Chafar prosiguió relatando la historia de esta manera: «… se volvió al criado] y dijo: “¡Ay de ti! ¿Has dado un mal ejemplo a mi hijo entrando con él en cualquiera de los tugurios de los cocineros?” El eunuco tuvo miedo y lo negó: “No hemos entrado en ninguna taberna. Hemos pasado por delante”. “¡Por Dios! Hemos entrado —clamó Achib— y hemos comido. El guiso era mucho mejor que el tuyo.” La abuela se fue a contárselo a su cuñado y lo incitó en contra del criado. Éste compareció ante el visir, quien le preguntó: “¿Por qué has entrado con mi hijo en una taberna?” El criado se asustó y volvió a negarlo: “No hemos entrado”. “¡Mientes! —exclamó Achib—. Hemos entrado y hemos comido granos de granada hasta hartarnos. El cocinero nos ha dado bebidas heladas y azucaradas.” El enojo del visir creció e insistió, pero el criado siguió negando. El ministro le dijo: “Si es cierto lo que dices, siéntate delante de nosotros y come”. El criado quiso comer algo, pero no pudo y tuvo que sacar el bocado. Dijo: “Señor, aún estoy lleno de ayer”.

»El ministro se convenció de que había comido en la taberna. Mandó a los criados que lo tumbasen en el suelo; lo tendieron y empezaron a darle golpes muy dolorosos. Pero él seguía diciendo: “¡Señor, estoy aún harto de ayer!” Siguieron pegándole, mientras el ministro le exhortaba a decir la verdad. Por fin confesó: “Sabe que hemos entrado en la tienda de un cocinero que guisa los granos de granada y nos los ha dejado probar. ¡Por Dios! Nunca en mi vida he comido nada semejante, y nunca he probado nada tan malo como lo que tengo delante”. La madre de Hasán Badr al-Din se indignó y exclamó: “Pues no te queda más remedio que ir a ese cocinero y traernos una escudilla de granos de granada, de esos que él tiene. Se los ofrecerás a tu señor para que él decida cuál de los dos es más bueno”. “Conforme.” Le dio una escudilla y medio dinar.

»El criado se marchó a la bodega. Dijo al cocinero: “En casa de mi señor tenemos una discusión sobre la calidad de tu cocina, ya que allí han guisado granos de granada las mujeres de la casa. Dame medio dinar y aguza tu ingenio en el guiso; hazlo bien, pues yo he recibido golpes dolorosos a causa de tu plato”. Hasán Badr al-Din se echó a reír y exclamó: “¡Por Dios! No hay nadie que haga mejor que yo este guiso, salvo mi madre; pero ésta se halla en un país lejano”. Llenó la escudilla y la roció con almizcle y agua de rosas. El criado la recogió y se dirigió, presuroso, al campamento. La madre de Hasán la tomó, probó el guiso, se dio cuenta de que estaba exquisito y reconoció el modo de cocinarlo. Dio un gritó y cayó desmayada. El visir quedó perplejo. La rociaron con agua de rosas, y después de un momento volvió en sí. Dijo: “¡Sí, mi hijo está aún en este mundo! Sólo él puede haber guisado este plato de granos de granada. Ése es mi hijo Hasán Badr al-Din. No hay duda y tiene que ser así. Este guiso le pertenece y nadie fuera de mí podría guisarlo igual, pues yo fui quien se lo enseñé”.

»Al oír estas palabras, el visir se alegró mucho y exclamó: “¡Qué ganas tengo de ver a mi sobrino! Tal vez el tiempo nos lo haya hecho encontrar. ¡Sólo a Dios he pedido que nos reuniera con él!” El ministro llamó a sus hombres y les dijo: “Veinte de vosotros se dirigirán al tenducho del cocinero y lo destruirán. Apresarán a su dueño, al que atarán con su propio turbante, y me lo traerán a viva fuerza, pero sin hacerle daño alguno”. “Obedecemos.” El visir montó a caballo en seguida, se dirigió a la sede del gobierno y se presentó al gobernador de Damasco. Le mostró las cartas que le había dado el sultán y éste se las colocó en la cabeza, después de haberlas besado. Le preguntó: “¿Qué deseas?” “Un cocinero.” Mandó a sus chambelanes que fuesen a buscarlo a la tienda. Fueron, pero la encontraron destruida, y todas las cosas rotas, ya que, al dirigirse el ministro a casa del gobernador, sus hombres habían hecho lo que él les había mandado. Esperaron que el ministro regresase del palacio, y, entretanto, Hasán Badr al-Din se decía: “¡Ojalá supiera qué es lo que han encontrado en los granos de granada para que me haya ocurrido a mí lo que me ha ocurrido!”

»El gobernador de Damasco concedió permiso al ministro para que apresase al cocinero y se lo llevase consigo. Entonces el visir regresó a su campamento y mandó que se lo presentasen atado con su propio turbante. Hasán Badr al-Din, al ver a su tío, se echó a llorar desconsoladamente. Exclamó: “¡Señor! ¿En qué os he ofendido?” “¿Tú eres el que ha guisado los granos de granada?” “Sí; ¿habéis encontrado algo que justifique mi muerte?” “Ése es el menor de tus méritos.” “¿No me informáis de mi culpa?” “Sí; ahora mismo.” El ministro llamó a sus servidores y les dijo: “¡Preparad los camellos!” Cogieron a Hasán Badr al-Din, lo metieron en una caja y lo encerraron en ella. Emprendieron el viaje y no cesaron de andar hasta la llegada de la noche, en que acamparon y comieron un poco. Sacaron a Hasán Badr al-Din, le dieron de comer y lo volvieron a meter en la caja. Hicieron lo mismo repetidas veces hasta que, llegados a cierto lugar, sacaron de la caja a Hasán Badr al-Din y el ministro le preguntó: “¿Tú eres el que guisó los granos de granada?” “Sí, señor.” Exclamó: “¡Atadlo!” Así lo hicieron y lo metieron de nuevo en la caja.

»Siguieron andando hasta llegar a Egipto. Acamparon en al-Zaydaniyya. El visir mandó que sacasen a Hasán Badr al-Din de la caja y que compareciese un carpintero, al que dijo: “Fabrica un juego de maderos para éste”. Hasán Badr al-Din le preguntó: “¿Qué quieres hacer con ellos?” “Te crucificaré, te clavaré y te pasearé por toda la ciudad.” “¿Por qué vas a hacer eso conmigo?” “Porque los granos de granada no estaban bien guisados; les faltaba un poco de pimienta.” “¿Y sólo porque faltaba un poco de pimienta vas a hacer conmigo todo esto? ¿No te basta con el haberme encajonado y el haberme dado de comer una sola vez al día?” “Como no había pimienta, tu recompensa es la muerte.” Hasán Badr al-Din se quedó perplejo y triste y empezó a meditar. El ministro le preguntó: “¿Qué piensas?” “En los cerebros débiles como el tuyo. Si fueras inteligente no harías conmigo todo esto sólo porque faltaba un poco de pimienta.” “A mí me incumbe corregirte para que nunca más vuelvas a hacerlo.” “Lo que estás haciendo, de poco sirve para corregirme.” “No hay vuelta de hoja: he de crucificarte.” Mientras se desarrollaba esta escena, el carpintero preparaba los maderos bajo su mirada.

»Así llegó la noche; su tío lo metió en la caja y le dijo: “Mañana será el día de tu crucifixión”. Esperó hasta darse cuenta de que se había quedado dormido; entonces montó a caballo, cogió la caja, que colocó delante de sí, cruzó la ciudad y entró en su casa. Dijo a su hija Sitt al-Husn: “¡Loado sea Dios que te ha reunido con tu primo! ¡Levántate! Arregla la habitación tal como estaba la noche de bodas”. La mujer impartió órdenes a las criadas, y éstas encendieron las velas. El ministro sacó la hoja en que había anotado la disposición de los objetos en el interior de la habitación, la leyó y mandó que se colocase cada cosa en su sitio, de tal modo que quien lo viera pudiera convencerse de que era la noche de bodas. Ordenó que se pusiese el turbante de Hasán Badr al-Din en el mismo sitio en que él lo había dejado; lo mismo hizo con los zaragüelles y con la bolsa que estaba debajo del colchón. Después mandó a su hija que se adornase de la misma manera como lo había hecho en la noche de su matrimonio y que entrase en el dormitorio. Le dijo: “Cuando se te acerque tu primo, dile: ‘Mucho te has entretenido en el retrete’. Deja que esté contigo y habla con él hasta que llegue el día, pues se ha prescrito que llegue esa fecha”. El ministro, después de romper las ataduras de los pies de Badr al-Din, sacó a éste de la caja, le quitó los vestidos que llevaba puestos y lo dejó en camisa de dormir, sin zaragüelles. Él seguía durmiendo, sin darse cuenta de nada.

»Cuando Badr al-Din se despertó, se encontró en un vestíbulo bien iluminado. Se dijo: “¿Estoy soñando o despierto?” Se puso en pie y se acercó a la puerta. Miró y vio que estaba en una casa en la que se acababa de celebrar un matrimonio. Vio el dormitorio, el lecho, su turbante y sus cosas, y se quedó estupefacto: avanzó un paso, volvió atrás y se dijo: “¿Duermo o estoy despierto?” Se pasó la mano por la frente y, admirado, exclamó: “¡Ésta es la casa en que me presentaron a mi esposa! ¡Pero yo he estado metido en una caja!” Estaba diciéndose esto cuando Sitt al-Husn levantó la punta del mosquitero y dijo: “¡Señor! ¿Por qué no entras? Te has entretenido mucho en el retrete”. Oír estas palabras, ver su cara y echarse a reír fue todo uno. Exclamó: “¡Estoy soñando!” Entró, suspiró, meditó en lo que le había ocurrido y quedó aún más desconcertado al encontrar el turbante, los zaragüelles y la bolsa que contenía los mil dinares. Dijo: “Dios sabe mejor que yo si estoy soñando”. La gran admiración que experimentaba le dejó estupefacto. Sitt al-Husn le preguntó: “¿Qué te ocurre que estás tan preocupado? Al empezar la noche no estabas así”. “¡Cuántos años he estado alejado de ti!” exclamó: “¡Dios te libre de los desvaríos! Acabas de salir para ir al retrete a hacer una necesidad y has vuelto. ¿Qué te ha pasado por la imaginación?” “Dices verdad —contestó riendo Badr al-Din—, pero al salir de la habitación me he quedado adormecido en el común y he soñado que era cocinero en Damasco. Aquí he permanecido diez años. Me ha venido a visitar un joven, hijo de notables, acompañado por un criado, y me ha ocurrido esto y esto.”

»Hasán Badr al-Din se pasó la mano por la cabeza y vio la señal de la pedrada. Exclamó: “¡Por Dios, señora! Parece ser que ha ocurrido en realidad, puesto que me tiró una piedra a la frente; todo indica que he estado despierto”. Añadió: “Tal vez esta herida me la he hecho cuando estábamos abrazados mientras dormíamos. En el sueño me ha parecido que iba a Damasco sin tarbús, sin turbante y sin zaragüelles, y que aprendía a guisar”. Calló un momento y exclamó: “¡Por Dios! Guisé unos granos de granada con poca pimienta… bueno, me habré dormido en el retrete y lo habré soñado todo”. Sitt al-Husn le preguntó: “Además de eso, ¿qué más has soñado?” Se lo contó todo y añadió: “¡Válgame Dios! Si no me hubiese despertado, habría sido crucificado en un juego de maderos”. “¿Por qué?” “Porque los granos de granada tenían poca pimienta; me sacaron de mi tienda, rompieron mis utensilios, me metieron en un cajón y mandaron llamar a un carpintero para que hiciese un artilugio de madera, en el cual querían crucificarme. ¡Gracias a Dios que todo esto ha ocurrido en sueños, que no ha sido realidad!”

»Sitt al-Husn se echó a reír y lo estrechó contra su pecho; él hizo otro tanto. Se quedó pensativo de nuevo y exclamó: “¡Por Dios! Parece ser que me haya ocurrido estando despierto. No sé lo que me ha pasado ni cuál es la verdad”. Se quedó adormecido y perplejo de lo que le había sucedido. Unas veces decía que lo había visto en sueños; otras, que lo había vivido despierto. Así continuó hasta la mañana. Entonces se presentó el visir Sams al-Din y lo saludó. Al verlo, Hasán Badr al-Din exclamó: “¡Te conjuro en nombre de Dios! ¿Eres tú quien ha mandado que me secuestrasen y destruyesen mi tienda porque los granos de granada tenían poca pimienta?” “Sabe, hijo mío, que la verdad ha salido a relucir y que se ha hecho patente lo que estaba oculto. Tú eres el hijo de mi hermano. Si he hecho esto ha sido para cerciorarme de que tú eres quien había poseído a mi hija aquella noche, y no me he convencido hasta ver que reconocías la casa, que sabías encontrar tu turbante, tus zaragüelles, tu dinero, las dos hojas que escribiste con tu propia mano y las que escribió tu padre, mi hermano. Jamás te había visto antes de ahora, y no te habría podido reconocer. He traído conmigo, desde Basora, a tu madre.” Dicho esto se echó en sus brazos y empezó a llorar. Al oír Hasán Badr al-Din las palabras de su tío, se quedó admirado por completo, lo abrazó y lloró de alegría. El ministro le dijo: “¡Hijo mío! La culpa de todo esto la tiene lo que me ocurrió con tu padre”. Le refirió todo lo sucedido y le explicó la causa de que éste se fuera a Basora.

»El visir mandó llamar a Achib, y cuando su padre lo vio, exclamó: “¡Éste es el que me tiró la piedra!” “Es tu hijo”, le dijo el ministro. Se echó en sus brazos y recitó estos versos:

He llorado mucho tiempo a causa de nuestra separación. Las lágrimas han brotado copiosamente de mis párpados.

Hice voto de que si el Señor me reunía con mi amado, no volvería a pronunciar la palabra “separación”.

La alegría me ha embargado hasta tal extremo, que el exceso de regocijo me ha hecho llorar.

»Al terminar estos versos, su madre avanzó hacia él, se echó en sus brazos y recitó a su vez.

El destino había jurado que mis sufrimientos jamás terminarían. Has roto tu juramento, ¡oh tiempo!, paga la expiación.

Me ha llegado la felicidad; el amado está a mi lado. ¡Vayamos en busca de la alegría!

»Su madre le contó todo lo que le había ocurrido después de su partida, y lo mucho que había sufrido. Dieron todos gracias a Dios que los había reunido, y el ministro se dirigió a ver al sultán, a quien informó de lo sucedido. Éste se admiró y mandó que se pusiese por escrito en los registros, para que se guardase memoria de ello en el transcurso de los tiempos.

»El visir vivió la mejor de las vidas en compañía de su sobrino, de su hija, de su nieto y de su cuñada, hasta que llegó la destructora de las dulzuras y la separadora de las familias.

»Esto es, ¡oh Emir de los Creyentes!, lo ocurrido al visir Sams al-Din y a su hermano Nur al-Din».

El califa Harún al-Rasid exclamó: «¡Es admirable!» Hizo donación al muchacho de una de sus concubinas, le señaló una renta vitalicia y lo admitió entre sus comensales.

Sahrazad dijo:

—Pero esto es menos portentoso que lo ocurrido al jorobado, al judío, al superintendente y al cristiano.

El rey Sahriyar preguntó:

—¿Cuál es su historia?