UNA noche entre las noches, el Califa le dijo a Chafar: «Esta noche quiero bajar a la ciudad e informarme de cómo se portan los gobernadores y los funcionarios. Destituiremos a todos aquellos de quienes oigamos quejas». «Como mandes.» El Califa, Chafar y Masrur fueron a la ciudad, pasearon por ella, cruzaron los zocos, atravesaron las calles y tropezaron con un anciano, muy entrado en años, que llevaba una red en la cabeza y un bastón en la mano; andaba lentamente y recitaba:
Me dicen que, gracias a mi saber, soy, entre los hombres, como una noche de plenilunio.
Pido que dejen de hablar de mí: nada vale la ciencia si no va acompañada del poder.
Si quisiese empeñar todos mis conocimientos, todos mis libros y mi cálamo por el sustento de un día, no encontraría a nadie dispuesto a admitir tal prenda hasta el fin del mundo.
El pobre, la condición del pobre, la vida del pobre, ¡cuán dolorosos son!
En verano no consigue satisfacer sus necesidades, y en invierno carece de abrigo.
Los perros le siguen cuando anda; vilipendiado y despreciado, siempre es un miserable.
Si se lamenta a alguien de su estado y quiere excusarse, aquél nunca le perdonará.
Siendo ésta la vida del pobre, lo mejor de ella lo disfruta en la tumba.
El Califa se adelantó hacia él y le preguntó: «¡Anciano! ¿Cuál es tu profesión?» «Soy pescador, señor; tengo familia, y he salido de mi casa al mediodía, pero hasta ahora Dios no me ha concedido nada con lo que pueda dar de comer a mis allegados. Me desprecio a mí mismo y deseo morir.» «¿Quieres volver con nosotros al río? Irás de nuevo a la orilla del Tigris y echarás la red a mi salud. Te compraré lo que saques por cien dinares.» Cuando el hombre oyó estas palabras, se alegró y respondió: «¡Por mi cabeza! ¡Voy con vosotros!» El pescador regresó a la orilla del río, echó la jábega y esperó un momento, después del cual tiró de los hilos y sacó la red. Iba en ella una caja cerrada muy pesada. Cuando la vio, el Califa intentó levantarla, pero no pudo. Dio cien dinares al pescador y éste se fue. Masrur y Chafar cargaron con ella y, junto con el Califa, regresaron al palacio.
Encendieron las velas, colocaron la caja delante del soberano, y Chafar y Masrur rompieron la tapa y tropezaron con una alcofa de hojas de palma cosidas con lana roja. Cortaron los hilos y vieron un pedazo de tapete; lo levantaron y debajo descubrieron un velo de mujer: al quitarlo, hallaron una adolescente muerta y despedazada, que parecía un lingote de plata. Las lágrimas saltaron de los ojos del Califa y corrieron por sus mejillas. Se volvió a Chafar y le increpó: «¡Perro de visir! Bajo mi gobierno se asesina a la gente y se la arroja al río. Su sangre pesa sobre mi conciencia, por Dios. He de castigar a quien haya asesinado a esta adolescente. ¡Lo mataré!» Y añadió: «¡Por mi estirpe abbasí! Si no me traes a quien ha asesinado a ésta para que haga justicia en él, te crucificaré en la puerta de mi palacio, junto con cuarenta de tus parientes».
El Califa estaba fuera de sí. Chafar solicitó: «Concédeme un plazo de tres días». «Te lo doy.» Chafar se marchó de su presencia y recorrió la ciudad, muy triste. Se preguntaba a sí mismo: «¿Quién podría conocer al asesino de la joven para podérselo presentar al Califa? De presentarle a otro, me remorderá la conciencia. No sé lo que he de hacer». Chafar permaneció en su casa durante tres días. Al cuarto le mandó llamar el Califa. En cuanto lo tuvo delante, le preguntó: «¿Dónde está el asesino de la joven?» «¡Emir de los creyentes! ¿Conozco lo desconocido para poder averiguar quién la asesinó?» El soberano, fuera de sí, mandó que lo crucificasen en la puerta del palacio y ordenó que un pregonero dijese por las calles de la ciudad que quien quisiese ver la crucifixión de Chafar el barmekí, ministro del Califa, y de sus primos, acudiese a la puerta del palacio. Fueron gentes de todos los barrios con el fin de contemplar la crucifixión de Chafar y de sus primos, pero sin saber a qué causa obedecía.
Levantaron los maderos, los clavaron y los colocaron debajo, listos para la ejecución, esperando únicamente la orden del Califa; las gentes lloraban por Chafar y sus primos. Mientras estaban así, un hermoso joven con los vestidos limpios se adelantó rápidamente entre la gente, se colocó delante del visir y le dijo: «Que te saquen de esta situación, señor de los príncipes, refugio de los necesitados. Yo soy el asesino de la muerta que encontrasteis en la caja. ¡Matadme por ella! ¡Vengaos en mí!» Cuando Chafar oyó las palabras del joven y lo que éstas significaban se alegró por sí mismo, pero se entristeció por él. Mientras estaban hablando, un anciano, que andaba a grandes zancadas, se abrió paso, con prisa, entre la multitud y llegó al lado de Chafar y del joven. Les saludó y dijo: «¡Visir! ¡No des crédito a las palabras de este joven! He sido yo, y no él, quien ha matado a dicha joven. ¡Vengaos en mí!» El joven cortó: «¡Este hombre chochea y no sabe lo que se dice! Yo soy quien la ha asesinado. ¡Vengaos en mí!» «¡Hijo mío! —intervino el anciano—. Tú eres joven y amas el mundo; yo soy anciano y estoy harto de él. Puedo rescatarte a ti, al visir y a sus primos. Soy yo el asesino. ¡Por Dios! ¡Que se ejecute en seguida en mí el castigo!»
El visir, al ver aquello, se quedó sorprendido, y tomando consigo al joven y al anciano, marchó a ver al Califa. «¡Emir de los creyentes! —dijo—. Te presento al asesino de la joven.» «¿Dónde está?» «Este joven dice que es el asesino y este viejo lo desmiente y dice que no, que el asesino es él.» El Califa observó al anciano y al joven y les preguntó: «¿Quién de vosotros dos mató a esta joven?» «Yo soy el asesino», contestó el joven. «¡No! ¡Soy yo!», insistió el viejo. El Califa, dirigiéndose a Chafar, mandó: «Coge a los dos y crucifícalos». «Si el asesino es uno solo, el castigar a los dos constituye una injusticia.» «¡Por la existencia de quien levantó el cielo y extendió la tierra! —interrumpió el joven—. Yo soy el asesino de esta joven. Éstas son las pruebas del asesinato.» Describió lo que había encontrado el Califa, y éste se convenció de que el joven era el asesino de la adolescente.
El soberano estaba sorprendido y le preguntó: «¿Por qué la mataste, sin tener derecho a ello? ¿Por qué confiesas antes de que te apaleen? ¿Por qué dices: “vengaos de ella en mí”?» «¡Emir de los creyentes! Esa joven era mi esposa, mi prima; este anciano es su padre, mi tío. Me casé con ella cuando aún era virgen, y Dios me concedió tres hijos varones. Ella me amaba y servía sin que yo tuviese nada de qué censurarla. A principios de este mes se puso gravemente enferma, por lo que acudieron los médicos, quienes le devolvieron la salud. Quise que tomase un baño, pero me respondió: “Deseo algo que se me antoja antes de entrar en el baño”. “¿Qué es ello?” “Una manzana, para aspirar su aroma y darle un bocado.” Salí inmediatamente y me dirigí al mercado; busqué la manzana, dispuesto a pagar hasta un dinar por ella, pero no la encontré. Pasé la noche muy pensativo, y al día siguiente salí de mi casa y visité las fruterías, una por una, pero sin resultado. Tropecé con un jardinero anciano y le pregunté por las manzanas. “¡Hijo mío! —me contestó—. Son difíciles de encontrar, pues no es la estación; sólo las hay en el jardín del Emir de los creyentes, en Basora, pues su jardinero las guarda para el Califa.”
»Volví al lado de mi esposa, pero mi amor por ella me llevó a preparar el viaje. Estuve en camino quince días con sus noches, entre ida y vuelta, y regresé con tres manzanas que había comprado al jardinero de Basora por tres dinares. Entré para entregárselas, pero no se alegró; las dejó a un lado, pues nuevamente volvía a tener fiebre alta. Estuvo delicada diez días, al cabo de los cuales se curó. Salí de casa, me dirigí a mi tienda y me senté dispuesto a comprar y a vender. Estaba sentado, al mediodía, cuando vi que un esclavo negro que pasaba llevaba en la mano una manzana con la que jugaba. Le pregunté: “¿Dónde has conseguido esa manzana? Así podré también yo ir a comprar”. Se echó a reír y contestó: “La cogí en casa de mi amante. He estado ausente y al volver la he encontrado convaleciente; tenía tres manzanas y me ha dicho: ‘El cornudo de mi marido ha ido a buscarlas a Basora, y las ha comprado por tres dinares’. Así he obtenido esta manzana”.
»Al oír estas palabras, ¡oh Emir de los creyentes!, perdí el mundo de vista, cerré mi tienda y me dirigí a mi casa; la feroz indignación que me poseía me había hecho perder el juicio. Vi que faltaba una manzana y le pregunté a mi esposa: “¿Dónde está la tercera?” “No lo sé; no sé adónde puede haber ido a parar.” Quedé convencido de que lo que había dicho el esclavo era cierto, corrí a coger un cuchillo y, colocándome a caballo sobre su pecho, la apuñalé, le corté la cabeza y los miembros y la metí aceleradamente en la alcofa, cubriéndola con el velo y poniendo encima el trozo de tapiz. La coloqué en la caja, cerré ésta y, llevándola en el lomo de mi mula, la arrojé al Tigris con mis propias manos. ¡En nombre de Dios, oh Emir de los creyentes! ¡Manda que me maten presto en vindicta de su sangre! Temo que se me pida cuenta de ello el día del juicio.
»Una vez arrojada al Tigris sin que nadie me viera, regresé a mi casa y encontré a mi hijo mayor que lloraba, y eso que él no sabía lo que yo había hecho con su madre. Le pregunté: “¿Qué te hace llorar?” “He cogido una de las manzanas que tenía mi madre; con ella me he marchado a la calle para jugar con mis hermanos; insospechadamente, ha cruzado un esclavo negro, alto, que me la ha quitado y me ha preguntado: ‘¿Cómo tienes esto?’ ‘Lo tengo, porque mi padre la ha traído desde Basora a causa de mi madre, ya que ésta está enferma. Ha comprado tres manzanas por tres dinares.’ El esclavo se quedó con ella y se fue. Temo que mi madre me pegue por culpa de la manzana.” Al oír las palabras del niño me di cuenta de que el esclavo había calumniado a mi prima y comprendí que la había matado sin razón alguna. Lloré mucho y en este estado me encontró el anciano, mi tío y, a la vez, su padre. Le referí todo lo sucedido y se sentó a mi lado para llorar. Lloramos hasta mediada la noche, y celebramos las ceremonias fúnebres durante cinco días. Aún hoy en día lamentamos su muerte. ¡Por la memoria de tus antepasados, mátame y véngala en mí!»
El Califa, al oír las palabras del joven, quedó admirado y exclamó: «¡Por Dios! He de matar únicamente a ese fementido esclavo…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche diecinueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el Califa dijo:] «… puesto que el joven tiene disculpa». Volviéndose a Chafar le dijo: «Tráeme a ese esclavo pérfido, que ha sido la causa de tal hecho; si no me lo entregas, tú serás sacrificado en su lugar». El visir se fue llorando, mientras se decía: «¿Dónde lo encontraré? Rara vez el cántaro queda indemne cuando se cae. No tengo ningún medio que pueda utilizar. Aquel que me ha salvado la primera vez, me salvará la segunda. ¡No saldré de mi casa durante los tres días! ¡Dios hará lo que quiera!» Estuvo en su casa los tres días, y al cuarto mandó llamar al cadí, testó y se despidió, llorando, de sus hijos. Entonces se le presentó un mensajero del Califa, quien le dijo: «El Emir de los creyentes está fuera de sí y me manda que te comunique, y lo jura, que no terminará el día sin que hayas sido ajusticiado, a menos de que le entregues al esclavo». Cuando Chafar y sus hijos oyeron estas palabras, lloraron más y más.
Terminada la despedida, se acercó a su hija pequeña, a la cual quería más que a todos sus otros hijos juntos, para despedirse de ella. La estrechó contra su pecho, y lloró pensando en que tenía que abandonarla. Notó que llevaba algo que abultaba y le preguntó: «¿Qué tienes en el bolsillo?» «Una manzana, padre, que trajo nuestro esclavo Rayhán; no me la quiso entregar hasta que le di dos dinares.» Al oír Chafar que citaba «un esclavo» y «una manzana», exclamó: «¡Oh, Libertador de las penas!» Mandó comparecer al esclavo y cuando lo tuvo delante le preguntó: «¿De dónde has sacado esta manzana?» «Señor, hace cinco días estaba paseando y me metí por una callejuela de la ciudad. Vi unos pequeños que jugaban y que uno de ellos tenía una manzana. Se la arrebaté y le di un cachete. Se echó a llorar y dijo: “Esto pertenece a mi madre, que está enferma y ha pedido manzanas a mi padre; éste ha ido a Basora y ha traído tres manzanas que le han costado tres dinares, y yo la he cogido para jugar”. Lloró aún más, pero no se la devolví y me la traje aquí, en donde se la entregué a mi pequeña señora a cambio de dos dinares.»
Chafar, al oír esto, quedó sorprendido de que las tribulaciones y el asesinato de la joven tuviesen por causa a su esclavo. Mandó que lo encarcelasen, se regocijó por salvarse a sí mismo y recitó estos dos versos:
Quien tiene dificultades por un esclavo, puede emplear a éste como rescate de su propia vida.
Esclavos se encuentran en abundancia, pero no encontrarás quien pueda reemplazarte en la vida.
Cogió al esclavo y se presentó con él al Califa. Éste mandó que se pusiese por escrito el relato para que sirviese de ejemplo a las gentes. Chafar le dijo: «¡Emir de los creyentes! No te maravilles tanto de este caso; no es más portentoso que el del visir Nur al-Din y su hermano Sams al-Din». «¿Qué relato es ése que es más extraordinario que éste?» «¡Emir de los creyentes!; te lo referiré con una única condición: la de que no mates a mi esclavo.» «Te doy su sangre.» Chafar contó: