»Después de quedar dormido en su interior oí una voz que decía: “¡Hijo del generoso! Cuando hayas terminado de dormir, cava debajo de tus pies: encontrarás un arco de cobre y tres flechas de plomo en las cuales están inscritos los talismanes. Coge el arco y las flechas, ataca al caballero que está encima de la cúpula y libra a las gentes de estas grandes calamidades. Cuando hagas blanco en el caballero, éste caerá en el mar y el arco se te escapará de la mano. Recógelo y entiérralo en el mismo lugar. En seguida se desbordarán las aguas y subirán hasta cubrir el monte; en ellas habrá una lancha con una persona que no será la que tú hayas herido; se te acercará con un remo en la mano; embarca, pero no menciones el nombre de Dios (¡ensalzado sea!). Te aceptará y te llevará durante diez días hasta que llegues al mar de la Salvación. En éste encontrarás quien te conduzca a tu país. Todo esto se realizará siempre que no menciones el nombre de Dios”.

»Al despertarme de mi sueño me dirigí hacia el agua e hice lo que se me había inspirado, ataqué al caballero y le lancé las flechas. Cayó al mar al tiempo en que el arco resbalaba de mi mano. Lo recogí, lo enterré y el océano empezó a agitarse y a crecer hasta alcanzar la altura del monte en que yo me encontraba, pero no tardé ni un instante en ver una lancha, en medio del mar, que se acercaba. Di las gracias a Dios (¡ensalzado sea!) y cuando estuvo junto a mí vi un hombre de cobre en cuyo pecho lucía una lámina de plomo cuajada de nombres y talismanes; embarqué en silencio y no dije palabra ni el primero, ni el segundo, ni el tercer día, ni en el transcurso de las diez jornadas, hasta ver las islas de la Salvación. Me alegré enormemente y por la misma alegría que me embargaba recordé y mencioné el nombre de Dios; dije: “¡No hay dios sino el Dios! ¡Dios es el más grande!” Apenas acababa de pronunciarlo, el autómata me tiró de la lancha al mar y emprendió el regreso.

»Sabía nadar y lo hice por todo el día hasta la llegada de la noche, momento en que mis brazos quedaron exhaustos y mis espaldas deshechas. Estaba a disposición de la muerte y recité la profesión de fe, pues estaba seguro de mi fin. Un viento fortísimo sopló sobre la superficie del agua, y una ola semejante a una gran ciudadela me levantó y me arrastró con ella a la superficie de la tierra, puesto que así lo había dispuesto Dios. Remonté la playa, escurrí mis vestidos, los puse en el suelo para que se secasen y me dormí.

»Al despertar me puse la ropa y me dediqué a observar por dónde me iría. Vi un valle al que me dirigí y lo recorrí, dándome cuenta de que el lugar en que me encontraba era una pequeña isla rodeada por el mar. Me dije: “Cada vez que escapo de una desgracia caigo en otra mayor”. Mientras que estaba pensando en lo que me sucedía y deseaba morir de una vez, vi un buque repleto de gente. Me incorporé y subí a un árbol. El navío tocó tierra y desembarcaron diez esclavos que llevaban palas. Emprendieron la marcha hasta llegar al centro de la isla, cavaron en el suelo y pusieron al descubierto una losa. La levantaron y abrieron una puerta, llevando inmediatamente, desde el buque, pan, harina, manteca, miel, carneros y todo lo que podía necesitar quien allí viviese. Los esclavos no paraban de andar del buque a la puerta del subterráneo llevando lo que sacaban de la nave a la mazmorra, y así siguieron hasta que hubieron transportado todo lo que llevaba el buque. Después sacaron trajes de los mejores.

»En medio iba un jeque, anciano, decrépito, que había vivido mucho y al que el tiempo había señalado dejándole exhausto. De la mano de aquel jeque iba un niño que había sido vaciado en el molde de la hermosura y que vestía la ropa de la perfección hasta el punto de que su belleza debía ser fuente de refranes. Era una fértil rama capaz de prender todos los corazones con su belleza y de arrastrar todos los entendimientos con su perfección. No cesaron de andar, ¡oh señora!, hasta que llegaron al subterráneo, en cuyo interior los perdí de vista. Cuando se hubieron ido bajé del árbol y me dirigí al lugar en que estaba la trampa; cavé en la tierra, la empecé a quitar y fui paciente hasta que conseguí quitarla por completo y apareció la losa; ésta era de madera y del tamaño de una piedra de molino. La levanté y apareció debajo una escalera de piedra. Me admiré mucho y descendí por ella hasta llegar a su fin.

»Me encontré en un lugar maravilloso: en un jardín, luego en otro y en otro… y así hasta totalizar treinta y nueve. En cada jardín vi tantos árboles, riachuelos, frutos y tesoros, que es imposible describirlos. Finalmente encontré una puerta y me dije: “¿Qué debe de haber en este lugar? No me queda más remedio que abrirla y ver lo que está detrás”. Encontré un caballo ensillado, embridado y atado. Lo desaté, monté y emprendió el vuelo conmigo dejándome en una azotea. Descabalgué y él, con la cola, me dio un golpe con el que me vació un ojo y en el acto huyó. Bajé de la terraza y me encontré con diez jóvenes tuertos. Al verme, dijeron: “¡En mala hora llegas!” “¿Me permitís que me quede con vosotros?” “¡Por Dios! ¡No!” Los dejé con el corazón triste y lloroso. Dios me ha protegido hasta mi llegada a Bagdad, en donde me he afeitado el mentón convirtiéndome en saaluk. Encontré a estos dos tuertos, los saludé y les dije: “Soy extranjero”. “Y nosotros también.” Ésta es la causa de la pérdida de mi ojo y de que carezca de barba».

La dueña dijo: «Pasa tu mano por la cabeza y vete». «No me iré hasta haber oído el relato de aquéllos.» «La joven se volvió hacia el Califa, Chafar y Masrur, y les dijo: «Contadme vuestra historia». Chafar se adelantó y repitió lo que había dicho a la portera en el momento de entrar. Cuando hubo oído su relato la joven exclamó: «Os concedo la vida a unos y a otros».

Salieron juntos, y cuando estuvieron en la calle el Califa preguntó a los saaluk: «¿Dónde iréis?» «No tenemos idea.» «Venid a pasar la noche con nosotros.» Añadió dirigiéndose a Chafar: «Cógelos y me los traes esta noche; ya veremos lo que pasa». Chafar cumplió lo que el Califa le había mandado y éste se dirigió a su palacio, pero no pudo conciliar el sueño durante el resto de la noche.

Al día siguiente se sentó en el trono del Imperio, recibió a los magnates del reino y cuando éstos se hubieron marchado, se dirigió a Chafar y le ordenó: «Tráeme a las tres jóvenes, a las dos perras y a los saaluk». Chafar salió a buscarlos y se los presentó: las jóvenes entraron cubiertas con sus velos. Aquél, volviéndose a ellas, les dijo: «Os perdonamos por el bien que nos hicisteis sin conocernos; pero os informo que estáis en presencia del quinto de los Banu Abbas, Harún al-Rasid. ¡Decid toda la verdad!» Al oír las palabras de Chafar como portavoz del Emir de los creyentes, se adelantó la mayor y dijo: «¡Emir de los creyentes! Si nuestra historia se escribiese con una aguja en el lagrimal constituiría una enseñanza para quien quisiera sacar provecho».

LA PRIMERA JOVEN

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche dieciséis, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [la primera joven] refirió: «Mi relato es maravilloso. Estas dos perras son mis hermanas de padre, pero no de madre. Al morir nuestro progenitor dejó cinco mil dinares. Yo era la más pequeña. Mis dos hermanas prepararon sus ajuares y se casaron, cada una con un hombre, pero seguimos conviviendo durante algún tiempo. Después sus esposos quisieron emprender un negocio y retiraron una dote de mil dinares, poniéndose en viaje con sus esposas y dejándome sola. Estuvieron ausentes durante cuatro años en los cuales perdieron la dote y ellos mismos desaparecieron, abandonándolas en un país cualquiera. Vinieron a mi encuentro como dos pordioseras; al verlas no las reconocí y me aparté de ellas, pero cuando me di cuenta de quiénes eran les pregunté: “¿Cómo estáis aquí?” “Hermana: de nada sirve hablar ahora, pues la pluma ha escrito lo que Dios tenía dispuesto.” Las envié al baño, di a cada una un vestido y les dije: “Vosotras sois las mayores y yo soy la más pequeña; haréis, junto a mí, las veces de padre y madre. La parte de herencia que me tocó, al mismo tiempo que a vosotras, ha sido bendecida por Dios y ha aumentado considerablemente; viviremos, juntas, de sus rentas”.

»Las traté muy bien y permanecieron conmigo durante un año entero, al fin del cual me dijeron: “Preferimos vivir casadas y no sabemos resignarnos a pasarnos sin el matrimonio”. “¡Hermanas! No veáis en él un bien mayor, pues pocos son en este tiempo los hombres dignos.” No quisieron escucharme, pues la idea de casarse las obsesionaba, y lo hicieron sin mi consentimiento. Con mi dinero les hice el ajuar, les entregué los velos y se fueron con sus maridos, pero al cabo de poco tiempo éstos las burlaron y, apoderándose de cuanto tenían, emprendieron un viaje y las abandonaron.

»Volvieron desnudas a mi casa, me pidieron perdón y dijeron: “No nos riñas, porque siendo la más pequeña en edad eres la mayor en entendimiento. ¡Jamás volveremos a acordarnos del matrimonio!” “¡Bien venidas, hermanas! ¡Nada tengo más querido que vosotras!” Las besé, las traté con mucha magnanimidad y así seguimos durante otro año entero. Pensé en fletar un buque hasta Basora y tomé uno grande en el que cargué mercancías, equipajes, todo lo que podía necesitar, y les pregunté: “¡Hermanas! ¿Queréis quedaros en casa hasta que yo regrese del viaje, o preferís venir conmigo?” “Iremos contigo, pues no sabríamos soportar tu ausencia.” Nos fuimos juntas, pero antes yo había partido mis bienes en dos mitades tomando una de ellas y ocultando la otra, pues me dije: “Si sucede una desgracia al buque y salvamos la vida, cuando regresemos encontraremos algo que nos será de utilidad”. No cesamos de viajar día y noche, pero el arráez equivocó la ruta, nos extraviamos con el buque y nos adentramos por un mar distinto del que queríamos, sin darnos cuenta de ello durante cierto tiempo.

»El viento nos fue favorable durante diez días, al cabo de los cuales distinguimos una ciudad en la lejanía. Preguntamos al arráez: “¿Qué nombre tiene esa ciudad que hemos avistado?” “¡Por Dios, que no lo sé! No la he visto jamás y nunca, en mi vida, he cruzado este mar. Las cosas han ocurrido favorablemente y no nos falta más que entrar en la ciudad, exponer vuestras mercancías y, si hay demanda, venderlas.” Se alejó un rato, al cabo del cual se acercó a nosotras y dijo: “Dirigíos a la ciudad y admiraos de lo que Dios puede hacer con sus criaturas; procurad no incurrir nunca en su enojo”. Desembarcamos y vimos que todos los seres que había en ella habían sido transformados en piedras negras. Quedamos estupefactas al verlo; recorrimos los zocos y vimos las mercancías, el oro y la plata intactos; admiradas, nos decíamos que la causa de que tales cosas ocurrieran debía ser prodigiosa.

»Nos dispersamos por las calles de la ciudad sin preocuparse nadie de su compañero, e íbamos en pos de las riquezas y de las ropas que se encontraban. Yo subí a la ciudadela y vi que estaba muy bien hecha. Penetré en el palacio del rey y encontré gran número de instrumentos de oro y de plata; más adelante encontré al rey sentado entre sus chambelanes, sus servidores y sus visires; llevaba vestidos tan ricos que el entendimiento quedaba perplejo al contemplarlos. Acercándome vi que estaba sentado en un trono con incrustaciones de perlas y pedrería; cada perla brillaba como si fuese una estrella; su vestido estaba bordado en oro y a su alrededor, en pie, había cincuenta mamelucos que vestían los más diversos tejidos de seda y tenían, en la mano, espadas desenvainadas: mi razón quedó estupefacta al ver todo esto. Seguí andando y entré en el harén: sus paredes estaban cubiertas por velos de seda, y la reina llevaba un vestido recamado con magníficas perlas; ceñía su cabeza una diadema coronada por toda clase de piedras preciosas; en su cuello se veían collares y cintas. Todo lo que llevaba, tejidos y piedras preciosas, se conservaban intactos, pero ella se había convertido en una piedra negra.

»Vi una puerta abierta, la crucé y me encontré con una escalera de siete peldaños; la subí y me encontré en una habitación de mármol, cuyo suelo recubrían alfombras tejidas en oro; había en ella un estrado de porcelana con incrustaciones de perlas y pedrería. Noté que había una luz brillante a un lado, y me dirigí a ella: vi que se trataba de un brillante precioso del tamaño de un huevo de avestruz, que lucía encima de un pequeño estrado; daba tanta luz que parecía una lámpara, y aquella luz se reflejaba por doquier; el lecho estaba cubierto por toda clase de sedas, en tal número que la vista quedaba atónita. Al verlo quedé absorta, pero a un lado distinguí unas velas encendidas y me dije: “Alguien las debe haber encendido”. Seguí andando hasta entrar en otro departamento y seguí inspeccionando por todas partes, olvidándome de mí misma ante el estupor y la admiración que todo aquello me producía, y tuve la mente fija en lo que veía hasta que llegó la noche.

»Quise salir, pero no supe encontrar la puerta, pues había perdido la noción del lugar en que se encontraba. Volví al sitio en que estaban las velas encendidas, me senté en el lecho, me cubrí con la colcha después de haber recitado una parte del Corán y quise dormirme, pero no pude: la inquietud hizo presa en mí.

»Al mediar la noche oí que una voz hermosa, agradable, recitaba el Corán. Me volví hacia aquel lugar y vi una puerta abierta. La crucé y me encontré en un oratorio repleto de arañas encendidas. Había tendida una alfombra de oraciones en la cual estaba sentado un joven de hermoso aspecto. Me extrañé de que él viviera, a diferencia de todos los habitantes de la ciudad. Me acerqué, lo saludé, levantó su mirada y me devolvió el saludo. Le dije: “Te ruego, ¡por la verdad de la parte que recitabas del Libro de Dios!, que contestes a mi pregunta”. El joven sonrió y replicó: “Explícame antes cómo has llegado a este lugar, y yo te contestaré a todo lo que preguntes acerca de él”. Le conté lo que a mí hacía referencia y se admiró de ello. En seguida le pregunté por la historia de la ciudad y me contestó: “Espera un momento”. Cerró el Corán, lo guardó en un estuche de raso y me hizo sentar a su lado. Le contemplé: era la luna llena: líneas finas, esbelto, de mirada brillante, talle distinguido, mejillas frescas y pómulos relucientes. Parecía que fuera el aludido en estos versos:

Por la noche observó los astros y se le presentó aquel joven que se cimbreaba en sus vestidos.

Saturno le había dado sus negras trenzas; el almizcle había adornado sus mejillas con un lunar.

Marte las había coloreado de rojo, mientras Sagitario lanzaba flechas desde sus cejas.

Mercurio le había dado ingenio en exceso, mientras que Suhá[36] rechazaba las miradas que le dirigían los censores.

El astrólogo quedó perplejo ante tal horóscopo y la luna llena besó la tierra delante de aquella beldad.

»Le lancé una mirada que me causó mil suspiros y que transformó todo mi corazón en una brasa ardiente. Le dije: “¡Mi señor! Explícame lo que te he preguntado”. “De buen grado: Esta ciudad pertenece a mi padre, a todos sus cortesanos y a sus súbditos. Es el rey que has visto sentado en su trono y transformado en una piedra. La reina, a la que también viste, es mi madre. Todos eran magos y adoraban al fuego prescindiendo del Rey Todopoderoso; juraban por el fuego, por la luz, por las tinieblas, por el calor y por las esferas en que giran. Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos; yo nací cuando ya era viejo. Me educó con esmero algunos años que transcurrieron en la más completa felicidad. Teníamos con nosotros una vieja, muy anciana, que era musulmana y que creía en Dios y en su Enviado en lo más profundo de su corazón, aunque exteriormente seguía la religión de mis conciudadanos. Mi padre la apreciaba porque la veía fiel y recta; la honraba y la distinguía. Como creía que pertenecía a su misma religión, cuando fui mayor me entregó a ella y le dijo: ‘Cógelo; instrúyelo y enséñale nuestra religión; esmérate en su educación y quédate a su servicio’.

»”La vieja me enseñó la religión islámica: la purificación y las reglas canónicas acerca de las abluciones y la oración, y me hizo aprender de memoria el Corán. Cuando hubo terminado me dijo: ‘Hijo mío. Oculta todo esto delante de tu padre y no se lo expliques para que no me mate’. Se lo callé y así continuaron las cosas durante un plazo de pocos días, al cabo de los cuales la vieja murió. La incredulidad, el engreimiento y el extravío de los habitantes de la ciudad fueron en aumento, y un día, cuando estaban en sus quehaceres habituales oyeron a un almuédano que clamaba con lo más fuerte de su voz, que parecía un trueno retumbante y al que oyeron los próximos y los lejanos: ‘¡Gentes de esta ciudad! ¡Dejaos de adorar al fuego! ¡Adorad al Rey Todopoderoso!’

»”Todos los habitantes quedaron sobrecogidos de temor y corrieron a reunirse con mi padre, el rey de la ciudad. Le preguntaron: ‘¿Qué ha sido esa voz aterradora que hemos oído y cuya fuerza nos ha impresionado?’ ‘No os debe atemorizar ni asustar ni apartaros de vuestra religión ninguna voz.’ Sus corazones siguieron lo que les había dicho mi padre, no interrumpieron el culto del fuego y siguieron en su desvarío durante el lapso de un año, hasta llegar el aniversario de la fecha en que habían oído la primera advertencia. Ésta volvió a dejarse oír por segunda vez y aún por tercera al cabo de tres años, siempre a razón de una vez por año; pero ellos siguieron su vida normal hasta que un día después de la aparición de la aurora cayó sobre ellos el enojo y la cólera de los cielos y fueron transformados en piedras negras; lo mismo ocurrió con sus animales de carga y con sus ganados. Yo fui el único que escapó a su suerte, y desde el día en que aconteció dicho hecho vivo en esta situación: rezando, ayunando y recitando el Corán. Estoy harto de esta soledad, pues no tengo a nadie que me haga compañía.”

»Entonces contesté: “¡Joven! ¿Quieres venirte conmigo a la ciudad de Bagdad, en donde podrás saludar a los sabios y a los alfaquíes y podrás aumentar tus conocimientos y tu ciencia? Seré tu esclava, a pesar de que soy una persona de importancia en mi país, de que doy órdenes a hombres, criados y pajes. Tengo un buque cargado de mercancías. Han sido los decretos del Altísimo los que nos han traído a esta ciudad dando así lugar a que nos conociésemos y nos encontrásemos”. No paré de insistir hasta que aceptó».

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche diecisiete, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que después se apoderó de ella el sueño y durmió toda aquella noche a los pies del príncipe sin saber dar crédito a la gran felicidad que sentía. Refiere la narradora: «Cuando amaneció nos pusimos en pie, entramos en los depósitos y cogimos lo que no pesaba y tenía mucho valor. Abandonamos el palacio y nos dirigimos hacia la ciudad, en la que encontramos a mis esclavos y al arráez que me buscaban. Al verme se alegraron y me preguntaron el porqué de mi ausencia. Les informé de lo que había visto y les referí la historia del joven, la causa del sortilegio que afligía a los habitantes de dicha ciudad y de lo que les había ocurrido. Quedaron admirados de todo esto. Cuando mis dos hermanas vieron a mi lado a aquel joven concibieron celos de mí, se irritaron y pensaron en la manera de perderme.

»Embarcamos mientras yo estaba siempre más alegre gracias a la compañía de aquel joven. Permanecimos en espera de un viento favorable y cuando éste sopló, desplegamos las velas y emprendimos el viaje. Mis dos hermanas seguían a nuestro lado, pero hablaban entre ellas. Me preguntaron: “¡Hermana! ¿Qué harás con este hermoso joven?” “Mi propósito es tomarle por esposo.” Me volví hacia él y le dije: “Señor, quiero decirte algo; no me contraríes”. “De buen grado.” Volviéndome a mis hermanas les dije: “Me basta con este joven. Os doy todas las riquezas”. “Obras correctamente”, respondieron, aunque en su interior seguían malpensando.

»Navegamos con buen viento hasta salir del Mar del Terror y entrar en el de la Esperanza; cruzamos éste en unos cuantos días y nos acercamos a la ciudad de Basora, cuyos edificios divisamos a la caída de una tarde. Cuando nos hubimos dormido, mis hermanas cogieron nuestro lecho y nos arrojaron al mar. El joven, que apenas sabía nadar, se ahogó, pues Dios lo había inscrito en el número de los mártires así como a mí me había prescrito que me salvaría, pues en el momento en que caí en el agua Dios me proporcionó un pedazo de madera en el que me monté. Las olas me azotaron hasta que por fin me lanzaron en la playa de una península. Recorrí ésta durante toda la noche, y cuando amaneció encontré un camino en el que se veían huellas del tamaño de los pies de un hombre; este camino iba desde la península a la tierra firme.

»Cuando subió el sol limpié mis vestidos y emprendí la marcha hasta llegar a las proximidades de la ciudad; entonces vi una culebra que se me acercaba perseguida por una víbora que quería matarla mientras aquélla sacaba la lengua por lo muy fatigada que estaba. Me apiadé de ella, cogí una piedra y la lancé a la cabeza de la víbora, que murió en el acto. La culebra extendió un par de alas y se remontó por los aires. Admirada de todo esto y como estuviese cansada, me senté y dormí un instante en aquel sitio. Al despertar encontré a mis pies una joven que los acariciaba. Me senté, avergonzada, y le pregunté: “¿Quién eres? ¿Qué te ocurre?” “¡Qué fácilmente me has olvidado! Tú me has hecho un favor y has matado a mi enemigo: soy la culebra a la que has salvado de la víbora: soy un genio al igual como la víbora que me perseguía, que era mi enemigo y del cual tan sólo tú me has salvado. En cuanto me libraste de él me eché a volar por el viento, me dirigí a la embarcación de la cual te habían arrojado tus hermanas y trasladé todo lo que transportaba a tu casa, y la hundí; a tus hermanas las he transformado en dos perras negras, puesto que sé todo lo que te ha sucedido con ellas; el joven se ha ahogado”. Dicho esto me transportó, junto con las perras, a la terraza de mi casa y en ésta, en su centro, pude ver todos los bienes que transportaba el buque, pues no se había perdido nada. La serpiente me dijo: “¡Por la verdad grabada en el sello de Salomón! Si no das todos los días a cada una de las perras trescientos azotes, volveré aquí y te transformaré en otra perra”. “De buen grado.” Por esta causa, oh Emir de los creyentes, nunca me canso de darles los latigazos, pero al mismo tiempo me compadezco de ellas».

El Califa quedó admirado de lo que había oído, y dirigiéndose a la segunda le preguntó: «¿Cuál es la causa de los cintarazos que llevas en el cuerpo?»

LA SEGUNDA JOVEN

«¡Emir de los creyentes! Mi padre, al morir, dejó muchos bienes. Poco tiempo después me casé con un hombre de una de las mejores familias de su tiempo. Viví con él durante un año, al cabo del cual murió y heredé ochenta mil dinares. Cierto día en que estaba sentada se me presentó una vieja de cara arremangada, con las cejas peladas, los ojos lacrimosos, los dientes partidos, mocosa y con el cuello torcido; de ella dijo el poeta:

¡Maldita vieja aquella a la que el diablo contempla y al que ella le enseña los engaños en silencio!

Con su habilidad es capaz de conducir mil mulos descarriados con un solo hilo de araña.

»O como dijo otro poeta:

Es una vieja que tiene por naturaleza la brujería, que considera lícito el pecado que jamás lo será.

Cuando niña, meneó la cola; al ser joven, tiró piedras; al ser mujer fornicó, y llegada a la vejez es alcahueta.

»Cuando entró me saludó y me dijo: “Tengo en mi casa una joven huérfana cuyas bodas se celebran esta noche. Vengo a rogarte —Dios te lo recompensará— que acudas a su matrimonio; está entristecida pues no tiene a nadie más que a Dios (¡ensalzado sea!)”. Se echó a llorar y besó mis pies. La misericordia y la compasión se apoderaron de mí y contesté: “¡Conforme!” “Permite que me retire. Volveré a recogerte a la caída de la tarde.” Besó mi mano y se fue. Por mi parte me vestí con esmero y me preparé. La vieja volvió, besó mi mano y dijo: “Señora: Las principales damas de la ciudad están ya presentes. Les he anunciado que tú asistirás y se han alegrado; te están esperando”. Me levanté y recogiendo a mis damas de compañía fui, al lado de la vieja, hasta una calle en que soplaba el céfiro y que era digna de verse.

»Vimos una puerta de medio punto con una cúpula de mármol de sólida construcción. En su interior había un palacio que arrancaba del suelo y se encaramaba por las nubes. Cuando llegamos a la puerta, la vieja llamó. Se nos abrió, entramos y nos encontramos en un vestíbulo recubierto con tapices, iluminado por candiles encendidos y velas luminosas; se veían, también, joyas y objetos de minerales preciosos. Cruzamos el vestíbulo y llegamos a una sala a la que no se podría encontrar pareja: recubierta con tapices de seda, de ella colgaban candiles encendidos y velas luminosas. En el testero del salón había un estrado de mármol con incrustaciones de perlas y aljófares y, encima, un mosquitero de raso. Salió de él una joven que parecía la luna llena y me dijo: “¡Bien venida, hermana; me has complacido y me has reanimado!” Recitó:

Si la casa hubiese sabido quién era el que la visitó, se hubiese alegrado hubiese sacado buenos auspicios y hubiese besado el lugar en que puso el pie.

Diría en su lenguaje: “¡Bien venidas las gentes nobles y generosas!”

»Luego, sentándose, me dijo: “Tengo un hermano que te ha visto en una fiesta; es un joven más hermoso que yo. Su corazón ha quedado prendado por completo de ti y es él quien ha dado dinero a esta vieja para que te trajese y emplease ardides con el fin de reunirse contigo. Mi hermano quiere casarse contigo de acuerdo con la ley de Dios y de su Enviado. En las cosas lícitas nada hay de pecaminoso”. Cuando oí estas palabras y vi que estaba a gusto en aquella casa respondí a la joven: “De buen grado”. Ésta se alegró, dio unas palmadas, se abrió una puerta y de ella salió un joven que parecía ser la luna. Como dijo el poeta:

Sobresale en él la hermosura. Bendígalo Dios (¡ensalzado sea!), que es quien lo ha modelado y dado forma.

Atesora en sí toda la belleza dispersa; todo el género humano ha perdido la cabeza ante su hermosura.

La lozanía se ha inscrito en sus mejillas: Doy fe de que, prescindiendo de él, la belleza no existe.

»Cuando lo contemplé mi corazón se sintió atraído por él. Se acercó, se sentó y en seguida apareció el cadí acompañado de cuatro testigos. Saludaron, se sentaron y escribieron el acta de mi matrimonio con aquel joven, marchándose a continuación. El muchacho se volvió hacia mí y exclamó: “¡Bendita sea nuestra noche! Señora, tengo que imponerte una condición”. “¿Cuál es, mi señor?” Se levantó, me presentó el Corán y me dijo: “Júrame que nunca elegirás a otro y que no sentirás pasión por ninguno”. Se lo juré. Él se alegró mucho, me abrazó y su amor se apoderó de todo mi ser. Nos acercaron la mesa y comimos y bebimos hasta hartarnos. Llegadas las tinieblas me cogió, se tendió conmigo en el lecho y pasamos toda la noche abrazados. Así continuaron las cosas durante el plazo de un mes, viviendo en la abundancia y en la felicidad.

»Transcurrido este tiempo le pedí permiso para ir al zoco a comprar algunas ropas. Me lo concedió. Me puse mi vestido y salí acompañada por la vieja. Llegué al mercado y entré en la tienda de un joven comerciante al que conocía la anciana. Me dijo: “Es un muchacho muy joven cuyo padre murió dejándole muchos bienes”, y añadió dirigiéndose a él: “Trae las ropas más preciosas que tengas para esta joven”. “De buen grado.” La vieja empezó a elogiarle, por lo que le dije: “No necesito los elogios que de él me haces; lo único que me importa es comprar lo que necesito y volver a casa”. Nos sacó lo que habíamos pedido y se lo pagamos, pero no quiso cobrarlo, pues dijo: “Esto es por la visita que hoy me habéis hecho” Dije a la vieja: “Si no toma el dinero, devuélvele la ropa”. “No aceptaré nada —exclamó el joven—. Todo es un regalo a cambio de un solo beso; un beso vale para mí más que todo lo que hay en mi tienda.” “¿Qué vas a sacar de un beso?”, preguntó la anciana, y añadió dirigiéndose a mí: “Ya has oído lo que dice este joven. De nada puede perjudicarte el que te dé un beso; en cambio podrás pedirle lo que te apetezca”. “¿Es que no sabes que he jurado?” “Deja que te bese; tú estate quieta, y no serás culpable. Recogerás este dinero.”

Tan bien me presentó la cosa que al fin metí la cabeza en el saco y accedí. Cerré los ojos, me tapé con el velo de la vista de la gente y él puso su boca, por debajo del velo, sobre mi mejilla. Pero no me besó, sino que me mordió con fuerza y cortó un pedazo de carne de la mejilla. Me desmayé y la alcahueta me recogió en su seno. Cuando volví en mí, vi que la tienda estaba cerrada, que la vieja se mostraba apenada y decía: “¡Dios no ha dejado que pasase a mayores! Ven conmigo a casa y finge que estás enferma. Te llevaré un medicamento que te restañará esta mordedura y te curarás rápidamente”. Al cabo de un momento me incorporé profundamente pensativa del lugar en que estaba y llena de temor. Anduve hasta que llegué a casa y fingí que estaba enferma. Mi esposo entró y me preguntó: “¿Qué desgracia te ha sucedido al salir, oh mi señora?” “Me encuentro bien.” Me miró y me dijo: “¿Qué es esa herida que tienes en la mejilla? Está en el lugar más terso”. “Hoy te he pedido permiso y he salido a comprar ropa. He tropezado con un camello que llevaba una carga de leña que me ha desgarrado el velo y me ha herido en la mejilla como puedes ver. ¡Cuán estrechas son las calles de esta ciudad!” “Mañana visitaré al gobernador, me quejaré y ahorcará a todos los camelleros.” “¡Por Dios! No cargues a nadie con mi falta. Iba a caballo de un asno que se desbocó, caí al suelo y tropecé con un leño que me ha desgarrado la mejilla hiriéndome.” “Mañana iré a ver a Chafar, el barmekí; le contaré lo ocurrido y matará a todos los arrieros de esta ciudad.” “Pero ¿vas a matar a todo el mundo por mi culpa? Esto me ha ocurrido por decreto y voluntad de Dios.” Mi esposo exclamó: “¡No queda más remedio!”, se enfadó conmigo, se puso en pie y dio un gran berrido.

»Se abrió la puerta y entraron siete esclavos negros. Me sacaron de la cama, me echaron en medio de la habitación y en seguida mandó a un negro que me cogiese por los hombros y se sentase encima de mi cabeza; al segundo le mandó que se sentase encima de mis rodillas y que me sujetase los pies. Un tercero se acercó blandiendo una espada en la mano y diciendo: “¡Señor! ¿La mato y la parto en dos pedazos? Cada uno de nosotros puede coger un pedazo y arrojarlo en el Tigris para que sea pasto de los peces. Ésta es la recompensa de quienes violan los juramentos y el afecto”. Recitó estos versos:

Si llego a tener un socio cerca de aquel a quien amo, me prohibiré el amar para que mi pasión me mate.

Me diré: “Muramos nobles, pues no es bueno amar al mismo tiempo que un rival”.

»Dijo dirigiéndose al esclavo: “¡Saad, dale!” Desenvainó la espada y me dijo: “Recita la profesión de fe, piensa en las cosas que te pertenecen y haz testamento. Ha llegado el fin de tu vida”. “¡Oh, buen esclavo! Concédeme un breve plazo para que pronuncie la profesión de fe y haga testamento.” Levanté mi cabeza, medité en mi estado y la manera como había quedado afligida después de haber conocido la felicidad. Saltaron mis lágrimas, me eché a llorar y recité estos versos:

Empujasteis mi corazón al amor, pero vosotros permanecisteis indiferentes. Mantuvisteis en vela mis párpados doloridos, pero vosotros dormisteis.

Vuestra mansión está entre mi corazón y mi entendimiento; aquél no os olvida ni oculta las lágrimas.

Me prometisteis que seríais fieles, pero en cuanto os apoderasteis de mi corazón, fuisteis traidores.

No os habéis compadecido ni os habéis enternecido por mi pasión. ¿Estáis seguros de estar a salvo del futuro?

Si muero os ruego, por Dios, que escribáis sobre mi tumba: «Ésta era una amante».

El afligido caminante que conozca las penas del amor se apiadará al pasar junto a la tumba del que ha amado.

»Terminé de recitar estos versos llorando a lágrima viva. Cuando me hubo oído, cuando vio de nuevo mis lágrimas aumentó en su furor y recitó estos dos:

He abandonado el amigo del corazón, no por hastío, sino por una falta que exige el abandono.

Ha querido introducir un socio en nuestro amor cuando la fe de mi corazón desprecia la asociación.

»Al terminar estos versos lloré aún más e intenté aplacarle diciéndome que con mostrarme humilde y utilizar tiernas palabras, tal vez escaparía con vida aunque él se apoderase de todo lo que yo poseía; seguí quejándome del castigo que me infligía y recité:

Si me tratases con justicia no me matarías; la sentencia de separación no es justa.

Me has cargado con el peso de la pasión cuando soy tan débil que no puedo soportar ni el de la camisa.

No me asombra el hecho de morir, pero sí me extraña de cómo mi cuerpo, después de vos, puede reconocerse aún.

»Concluidos los versos lloré más y más, pero él me miró, me rechazó, me insultó y contestó con estos otros:

Me habéis abandonado al preferir la compañía de otro; lo habéis demostrado al alejaros. Nos no hemos obrado así.

Os abandonaremos como vos nos habéis abandonado; nos consolaremos de vuestra falta de la misma manera que vos lo habéis hecho de la nuestra.

Volveremos a amar, ya que vos os habéis inclinado por otros: sois los responsables de la ruptura del vínculo y no nos.

»Cuando hubo concluido de recitar estos versos gritó al esclavo: “¡Pártela en dos, que nada sacamos de dejarla con vida!” El esclavo se me acercó y estuve cierta de que iba a morir, desesperé de salvarme y me encomendé al Altísimo. Inesperadamente apareció la vieja, se echó a los pies del joven, los que besó, y dijo: “¡Hijo mío! ¡Por el derecho que me da el haber sido tu nodriza! ¡Perdona a esta joven! No ha cometido una falta que merezca tanto. Tú eres aún un niño y temo que su maldición pueda perjudicarte”. La vieja se echó a llorar y no cesó de insistirle hasta que él exclamó: “La perdono, pero la marcaré de tal manera que se la reconocerá durante el resto de su vida”. Mandó a los esclavos que me desnudasen y que le llevasen una vara de membrillero, con la que empezó a apalearme todo el cuerpo; no dejó de pegarme en la espalda y en mis flancos hasta que quedé ausente del mundo a causa del violento dolor de los golpes, y desesperando de quedar con vida.

»Luego mandó a los esclavos que, cuando cayera la noche, me cogiesen y guiados por la vieja me transportasen a la casa en que había vivido anteriormente. Hicieron lo que les había mandado su señor y me dejaron en mi casa. Empecé a consolarme, a curarme, y aunque me repuse del todo, mis costillas quedaron señaladas como si hubiesen sido azotadas con látigos, como puedes ver. Estuve curándome durante cuatro meses hasta quedar bien. Me dirigí entonces a la casa en que me había ocurrido todo esto y la encontré en ruinas, lo mismo que la calle en que había estado, desde uno a otro extremo; en el solar de la casa había montones de desperdicios, y no pude averiguar lo ocurrido.

»Me dirigí a casa de mi hermana paterna y aquí me encontré con estas dos perras. La saludé y le referí todo lo que me había ocurrido. Dijo: “¡Quién puede salvarse de las desventuras del tiempo! ¡Gracias a Dios que todo ha terminado bien!” Me refirió su historia y todo lo que le había ocurrido con sus hermanas, y nos quedamos juntas sin poner la palabra matrimonio en la punta de nuestras lenguas. Más tarde se nos unió esta joven, la compradora que sale todos los días a mercar los objetos que necesitamos, y así hemos vivido y nos ha sucedido lo que nos ha sucedido con la llegada del faquín, de los saaluk y con la vuestra disfrazados de comerciantes. Al llegar el día de hoy y antes de que nos diésemos cuenta, nos hemos encontrado delante de ti. Tal es nuestra historia.»

El Califa se admiró de ella y mandó que, puesta por escrito, ingresase en su biblioteca.

Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.

Cuando llegó la noche dieciocho, refirió:

—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que luego preguntó a la primera joven: «¿Tienes alguna noticia de la sílfide que encantó a tus dos hermanas?» «Emir de los creyentes: Me dio uno de sus cabellos y me dijo: “Cuando quieras verme quema un poco este cabello; me apresuraré a aparecer aunque esté detrás de la montaña Qaf”.» «Enséñame el cabello.» La joven lo mostró y el Califa lo cogió y lo quemó un poco. Cuando se esparció el olor a chamusco el palacio vibró, se oyó un ruido y un rumor y se presentó la sílfide, que era musulmana. Exclamó: «La paz sea contigo, califa de Dios». «Sean sobre ti la paz, la misericordia y la bendición divinas.» «Sabe que esta joven se comportó muy bien conmigo y jamás podré pagárselo, pues me salvó de la muerte y mató a mi enemigo. Supe lo que sus hermanas habían hecho con ella y me vengué transformándolas en dos perras; en un principio había querido matarlas, pero no lo hice para no causarle una pena excesiva. ¡Emir de los creyentes! Si quieres que, en honor tuyo, las desencante, lo haré por ti y por ella, pues para algo soy musulmana.» «Desencántalas y luego nos preocuparemos del asunto de la joven apaleada, investigaremos su causa, y si veo que ha dicho la verdad la vengaré de quien la ha vejado.» La sílfide le dijo: «Emir de los creyentes: Te indicaré quién obró así con esta joven, quien la vejó y le arrebató sus riquezas. Pero ése es una de las personas que te son más allegadas».

La sílfide tomó un tazón con agua, pronunció unos conjuros y asperjó a las dos perras al tiempo que les decía: «¡Volved a vuestra forma humana primitiva!» Ambas se transformaron en dos jóvenes. ¡Loado sea su Creador! Después añadió: «Emir de los creyentes: Aquel que maltrató así a la joven es tu hijo Amín, que había oído hablar de su hermosura y de su belleza». La sílfide siguió relatando todo lo que había ocurrido a la joven. El Califa se maravilló y dijo: «¡Loado sea Dios por haber librado a estas dos perras gracias a mi intercesión!» Mandó que se presentara su hijo al-Amín y le preguntó por el caso de la joven y aquél contestó la verdad.

El Califa ordenó que compareciesen los jueces, los testigos, los tres saaluk, la primera joven y sus hermanas, las mismas que habían estado encantadas bajo la forma de perras. Casó a estas tres con los tres saaluk que le habían dicho eran reyes, los nombró sus chambelanes, les dio cuanto podían necesitar y los hospedó en el palacio de Bagdad. La joven que había sido apaleada fue entregada a su hijo al-Amín, le hizo don de grandes bienes, mandando que se reconstruyese la casa, más hermosa de lo que había sido. El propio Califa se casó con la compradora, durmió con ella aquella noche y por la mañana le asignó una casa, esclavas que la sirvieran y le concedió una pensión, mandando que le construyeran un castillo.