SE cuenta —pero Dios es más sabio— que en el transcurso de lo más antiguo del tiempo, y en una edad remota, hubo un rey sasánida que dominaba las islas de la India y de China, que era jefe de ejércitos, de auxiliares y de servidores. Tenía dos hijos: uno, mayor y el otro, menor, pero ambos eran buenos caballeros y héroes, por más que el mayor aventajase al menor en estas cualidades. Éste heredó el país y gobernó con justicia entre sus súbditos. Por eso los habitantes de las posesiones de su reino le amaban. Se llamaba el rey Sahriyar. Su hermano menor se llamaba Sah Zamán y era el rey de Samarcanda.
El bienestar duró largo tiempo en ambos países, pues cada uno de ellos permanecía allí gobernando con justicia a sus súbditos, y así transcurrió un lapso de veinte años en que sus vasallos vivieron en el bienestar y el desahogo.
En estas circunstancias, el hermano mayor deseó volver a ver a su hermano pequeño, por lo cual mandó a su visir que se fuera de viaje y regresase en su compañía. El visir obedeció y viajó sin cesar hasta que llegó a su destino sin tropiezos. Recibido en audiencia por Sah Zamán, lo saludó y le informó de que su hermano estaba ansioso de verlo, y que deseaba que lo visitase. El rey escuchó complacido, aceptó la invitación y se preparó para el viaje. Mandó sacar sus tiendas, sus camellos, sus mulos y sus auxiliares, y delegó las prerrogativas regias en su visir. A continuación emprendió la marcha hacia los estados de su hermano. Pero cuando llegó la medianoche recordó un objeto que se había olvidado en su palacio y regresó. Entró en su alcázar y encontró a su esposa durmiendo en el lecho conyugal, abrazada a un esclavo negro. Cuando se dio cuenta, perdió el mundo de vista y se dijo: «Si esto ocurre cuando apenas acabo de abandonar la ciudad, ¿qué hará esa libertina cuando lleve algún tiempo junto a mi hermano?».
Al hacerse esta reflexión desenvainó la espada y dio muerte a los dos en el mismo lecho, regresando en seguida al campamento, donde dio órdenes de emprender la marcha. Viajando sin cesar llegó por fin a la ciudad de su hermano. Éste le salió al encuentro, lo recibió y lo saludó, demostrándole cuán enormemente le alegraba su llegada; engalanó la ciudad y lo sentó a su lado, hablándole con efusión. Pero el rey Sah Zamán recordaba lo que había sucedido con su esposa, por lo cual la tristeza que se había apoderado de él iba constantemente en aumento: su tez palidecía cada vez más y su cuerpo adelgazaba. Cuando su hermano se dio cuenta de todo ello pensó que se debía a lo alejado que estaba de su país y de su reino, por lo cual no le preguntó por las causas del estado en que se encontraba.
Un buen día le dijo:
—¡Hermano mío! ¡Te veo débil y pálido!
A lo que el otro respondió:
—¡Hermano mío! En mi interior hay una herida.
Pero no le refirió lo que había visto hacer a su esposa. Sahriyar le dijo:
—Querría que vinieras conmigo de caza; tal vez tu pecho respire.
Pero Sah Zamán rechazó la invitación y su hermano se fue solo.
En el palacio real había unas ventanas que daban al jardín de su hermano. Estaba mirando por ellas cuando vio que la puerta del palacio se abría y salían veinte jovenzuelas y veinte esclavos; la esposa de su hermano estaba entre ellos. Era hermosísima, muy bella. Avanzaron hasta llegar a una fuente y allí se quitaron los vestidos y se sentaron. Entonces la esposa del rey gritó:
—¡Masud!
En seguida un esclavo negro se adelantó, la abrazó y la poseyó. Lo mismo hicieron los restantes esclavos con las jovenzuelas, y no dejaron de abrazarse y de besarse hasta que el día se desvaneció.
Cuando el hermano del rey vio aquello exclamó:
—¡Por Dios! ¡Cuán ligera es mi desgracia comparada con ésta!
El insomnio y la pena que lo agobiaban desaparecieron en el acto. Exclamaba:
—¡Esto es más gordo que lo que a mí me ha ocurrido!
Desde aquel momento comió y bebió. Cuando regresó su hermano de la cacería se saludaron y el rey Sahriyar se dio cuenta de que el rey Sah Zamán había recuperado el color, de que sus mejillas se habían sonrosado y de que volvía a comer con apetito, después de una temporada de desgana. Se asombró de todo esto y le preguntó:
—¡Hermano mío! Antes te veía con la tez amarillenta, pero ahora has recuperado tu color habitual. Cuéntame lo que te ha ocurrido.
—Te contaré lo que me hizo palidecer, pero dispénsame de referirte por qué me he recuperado.
—Bueno. Cuéntame primero la causa del cambio de tu color y de tu debilidad. Te escucho.
Y Sah Zamán refirió:
—¡Hermano mío! Cuando me despachaste tu visir para pedirme que viniese a visitarte, hice los preparativos correspondientes y partí de mi ciudad. Más tarde recordé que la joya que te he regalado había quedado olvidada en mi palacio. Regresé y encontré a mi esposa que yacía junto a un esclavo negro. Estaban durmiendo en mi lecho conyugal y los maté. En este estado de ánimo vine a tu encuentro, pensando continuamente en lo acontecido. Ésta fue la causa de mi palidez y mi debilidad. En cuanto a lo que ha hecho que recupere mi color normal, dispénsame de contártelo.
Cuando su hermano hubo oído estas palabras, exclamó:
—Te ruego, por Dios, que me cuentes la causa por la cual has recobrado el color.
Sah Zamán, ante su insistencia, le contó todo lo que había visto. Sahriyar le dijo entonces a su hermano Sah Zamán:
—Quiero verlo con mis propios ojos.
Sah Zamán le aconsejó:
—Aparenta que sales dé caza y escóndete en mis habitaciones; verás lo que te he dicho y serás testigo presencial de ello.
El rey mandó en el acto disponerse para la marcha. Los soldados y las tiendas salieron fuera de la ciudad, y el propio rey emprendió el camino. Después mandó levantar las tiendas y conminó a sus garzones:
—¡Que nadie entre en mi tienda!
Se disfrazó y se dirigió, a hurtadillas, al palacio en el que habitaba su hermano y se sentó al lado de una de las ventanas que daban al jardín.
Al cabo de un rato salieron las jovenzuelas y su señora, acompañadas de los esclavos, e hicieron lo que le había descrito su hermano. Continuaron de esta manera hasta la llegada del asr[24].
Cuando el rey Sahriyar se hubo convencido, perdió la razón y le dijo a su hermano Sah Zamán:
—¡Ven! Emprenderemos un viaje según Dios nos dé a entender, pues no necesitamos para nada la realeza, hasta saber si hay alguien a quien le haya ocurrido algo semejante. ¡Tal vez sea preferible la muerte a la vida!
Sah Zamán aceptó y ambos emprendieron el camino saliendo por una puerta secreta que había en el palacio. Viajaron constantemente, día y noche, hasta llegar a un árbol que estaba aislado en medio de una llanura; en sus cercanías había una fuente de agua potable, junto al mar salado. Bebieron en ella y se sentaron para descansar.
Apenas había transcurrido una hora del día cuando el mar empezó a agitarse y desde él se elevó hasta el cielo una columna negra que avanzó hacia aquella pradera. Al darse cuenta se atemorizaron y se subieron hasta lo más alto del árbol, que lo era mucho, y se quedaron a la expectativa de lo que iba a ocurrir. Vieron que se trataba de un genio, alto de estatura, ancho de cara y poderoso de pecho, que llevaba un baúl sobre la cabeza. Subió por la playa y llegó al árbol en cuya copa estaban los dos hermanos. Se sentó al pie, abrió el baúl y sacó una caja, la abrió y de ella salió una doncella hermosísima que parecía el sol resplandeciente. Como dijo el poeta:
Ella apareció entre las tinieblas y en el acto resplandeció el día; su luz ilumina las auroras.
Cuando ella aparece, de su resplandor toman la luz los soles, y las lunas, el brillo.
Las criaturas se postran cuando ella aparece, y los velos se desgarran.
Los relámpagos de su mirada hacen caer, como cae la lluvia, las lágrimas de los amantes.
Cuando el genio la vio, dijo:
—¡Oh, señora de las sederías, a quien rapté en la noche de bodas! Quiero dormir un poco.
A continuación, el genio apoyó la cabeza en las rodillas de la muchacha y se durmió. Ella levantó entonces la cabeza del genio de encima de sus rodillas, la dejó en el suelo, se plantó debajo del árbol y les dijo por señas:
—¡Bajad! ¡No temáis a ese efrit[25]!
—¡No, Dios te proteja! ¡Dispénsanos!
—¡Os lo digo: O bajáis o despierto al efrit en perjuicio vuestro, ya que os matará de mala manera!
Estas palabras les atemorizaron y descendieron. La joven se plantó delante de ellos y les dijo:
—Alanceadme con un potente lanzazo; si no lo hacéis, despertaré al efrit y lo instigaré contra vosotros.
Su temor era tal, que el rey Sahriyar le dijo a su hermano, el rey Sah Zamán.
—¡Hermano mío! Haz lo que te ha mandado.
Respondió:
—No lo haré a menos que tú lo hagas antes.
Y empezaron a guiñarse los ojos, incitándose mutuamente a poseerla. Pero ella exclamó:
—Me parece que sólo sabéis guiñaros los ojos. Si no os adelantáis y pasáis a los hechos, despertaré al efrit y lo instigaré contra vosotros.
El temor que les inspiraba el genio era tal que hicieron lo que les mandaba. Cuando hubieron terminado, les dijo:
—¡Sois expertos!
Sacó de su bolsillo un saquito y de él un collar que les mostró: contenía quinientos setenta anillos. Les preguntó:
—¿Sabéis qué es esto?
Respondieron:
—No lo sabemos.
Entonces ella les explicó:
—El dueño de cada uno de estos anillos me ha poseído sin que este cornudo de efrit se enterase. Dadme vuestros respectivos anillos, ya que sois los últimos.
Se los entregaron y añadió:
—Sabed que este efrit me raptó la noche de mi boda, que me colocó en la caja y que guardó ésta en el interior del baúl, el cual cerró con siete candados. Me depositó en el fondo del tumultuoso mar, donde rompen las olas. Pero no sabe que cuando una mujer desea algo, lo consigue. Por eso dijo el poeta:
No te fíes de las mujeres; no des crédito a sus promesas.
Su contento o su enfado depende de su sexo.
Te demuestran falso cariño; la perfidia está en el interior de su traje.
Ten presente la historia de José y defiéndete de sus engaños.
¿O es que no sabes que el demonio sacó a Adán del paraíso por su causa?
Cuando oyeron estas palabras, quedaron admirados y se dijeron:
—Si a éste, que es un efrit, le ocurren cosas mayores que las que nos han ocurrido a nosotros, bien podemos consolamos.
En el acto se separaron de ella, regresaron a la ciudad del rey Sahriyar y entraron en su alcázar; el monarca cortó la cabeza de su esposa, así como de las jovenzuelas y las de los esclavos.
Desde entonces, el rey Sahriyar, todas las noches, tomaba una joven virgen, la desfloraba y al día siguiente la mataba. Así fueron las cosas durante un lapso de tres años. Las gentes estaban desesperadas y huían con sus hijas, hasta tal punto que no quedó en aquella ciudad ni una sola muchacha que pudiera soportar el asalto.
Un día el rey mandó a su visir que le llevase una joven para poseerla, según era su costumbre. El visir salió y buscó, pero no encontró ninguna. Entonces se dirigió a su casa enfadado y atemorizado, temiendo que la cólera del soberano recayera sobre él.
Este visir tenía dos hijas, ambas muy hermosas. La mayor se llamaba Sahrazad y la menor, Dunyazad. La primera había leído libros, historias, biografías de los antiguos reyes y crónicas de las naciones antiguas. Se dice que había llegado a reunir mil volúmenes referentes a la historia de los pueblos extinguidos, de los antiguos reyes y de los poetas. Sahrazad le dijo a su padre:
—¿Qué te ocurre que estás descompuesto, preocupado y afligido? Alguien ha dicho, sobre esto, los siguientes versos:
Di a quien soporta una pena: una pena no es eterna.
De idéntica manera a como la alegría se va, perecen las penas.
Cuando el visir oyó a su hija, le refirió lo que le había ocurrido con el rey, desde el principio hasta el final. Ella le dijo:
—¡Por Dios! ¡Padre mío! ¡Cásame con ese rey! Si vivo, todo irá bien, y si muero, serviré de rescate a las hijas de los musulmanes y seré la causa de su liberación.
—¡Por Dios! ¡No te arriesgues!
—Es necesario que lo haga.
—Temo que te suceda lo que le sucedió al asno y al buey con el labrador.
Ella preguntó:
—¿Qué les sucedió, oh padre?
—Sabe, ¡oh hija mía!, que hubo un comerciante que tenía mucho dinero y numeroso ganado. Tenía esposa e hijos. Dios (¡ensalzado sea!) le había concedido la facultad de entender la lengua de los cuadrúpedos y de los pájaros.
Dicho comerciante habitaba en un país rico y tenía en su casa un asno y un buey. Cierto día llegó éste al establo del asno y vio que estaba limpio, regado; que su pienso era de cebada y paja bien cribada, y que dormía cómodamente.
Algunas veces su dueño, si se le presentaba algún asunto urgente, montaba en él, pero cuando terminaba lo devolvía al establo.
Un día, el comerciante oyó que el buey le decía al asno: «¡Que te aproveche! Estoy reventado, mientras que tú, tan tranquilo, comes cebada bien cribada y eres bien servido. Si alguna vez tu patrón te monta, pronto te deja en paz; en cambio yo siempre estoy arando y dando vueltas al molino». El asno le aconsejó: «Cuando salgas al campo y pongan en tu cuello el yugo, déjate caer y no te levantes aunque te golpeen; si te incorporas, déjate caer de nuevo. Cuando te devuelvan al establo y te sirvan las habas, no comas; abstente, como si estuvieses enfermo, de comer y beber uno, dos o tres días. Así descansarás de la fatiga y del trabajo».
El comerciante estaba escuchando la conversación. Cuando el mayoral llevó el pienso al buey, éste comió muy poco. Al día siguiente, el mayoral quiso uncir el arado, pero notó que el animal estaba muy débil. Entonces el comerciante le dijo: «Toma el asno y que are durante todo el día de hoy en su lugar». Cuando regresó, ya de noche, el buey le agradeció sus bondades, ya que le habían permitido descansar de la fatiga aquella jornada; el asno ni le contestó siquiera, pues estaba muy arrepentido.
Al día siguiente volvió el campesino, cogió el asno y le hizo arar hasta la caída de la noche. El asno regresó con el cuello desollado, reventado. El buey lo contempló, le dio de nuevo las gracias y lo elogió. El asno se dijo: «Antes vivía tranquilo; el favorecer al prójimo me ha perjudicado». Añadió: «Sabes que soy un buen consejero tuyo. He oído decir a nuestro dueño: “Si el buey no se levanta de su pesebre, entregadlo al matarife para que lo sacrifique y haga un tapete con su piel”. Temo por ti y te lo advierto. Buenas noches».
Cuando el buey oyó las palabras del asno, le dio las gracias y dijo: «Mañana saldré con ellos». A continuación comió todo el pienso, hasta llegar al fondo del pesebre.
El dueño había oído la conversación. Cuando amaneció, el comerciante y su esposa se dirigieron al establo del ganado vacuno y se sentaron. Llegó el mayoral, cogió el buey y salió. El animal, al ver al amo, movió la cola, se estremeció y fue de un lado a otro. El comerciante rompió a reír a carcajada limpia. Su esposa le preguntó: «¿Qué es lo que te hace reír?» «Algo que he visto y he oído, pero que no puedo explicarlo, pues moriría.» «No hay remedio: tienes que contarme qué es lo que motiva tu risa, aunque te mueras.» «Ya te he dicho que no puedo explicarlo y, además, la verdad es que me moriría.» «Lo que ocurre es que tú te ríes de mí».
Desde aquel instante su mujer le hizo la vida imposible y lo mortificó con palabras, hasta que consiguió que quedase perplejo. Entonces llamó a sus hijos, mandó a buscar al cadí y a los testigos y se dispuso a testar, para luego dar a conocer el secreto y morir, puesto que él amaba muchísimo a su esposa, ya que era su prima paterna y la madre de sus hijos y con la cual había convivido durante ciento veinte años.
Invitó también a que estuviesen presentes todos los parientes de su esposa y los habitantes del barrio. Y refirió su historia, así como el detalle de que él, en cuanto revelase a alguien su secreto, moriría. Todos los presentes exclamaron: «¡Por Dios, mujer! ¡Deja este asunto para que no muera tu marido, el padre de tus hijos!» «No lo dejaré en paz hasta que me lo revele, aunque tenga que morir».
Ante esto callaron y el comerciante los dejó y se dirigió al establo para hacer las abluciones y volver en seguida a revelar el secreto y morir.
Pero el comerciante tenía un gallo con cincuenta gallinas y un perro. El mercader oyó que el perro le chillaba al gallo, lo injuriaba y le decía: «¿Cómo puedes estar alegre cuando nuestro dueño va a morir?» El gallo preguntó: «¿Qué ocurre?» El perro le contó la historia y el gallo exclamó: «¡Por Dios! Nuestro dueño tiene menguado el entendimiento. Yo poseo cincuenta mujeres: a una la enojo y a otra le doy satisfacción; y él, que sólo tiene una esposa, ¿no sabe cómo hay que manejarla? Que coja una rama de morera, entre en su habitación y le dé una buena paliza hasta que muera o se arrepienta; con este método no volverá a preguntar nada».
Cuando el comerciante oyó las palabras que el gallo dirigía al perro, recuperó el buen sentido y se decidió a dar una paliza a su mujer.
El visir le dijo a su hija Sahrazad:
—Es posible que el rey haga contigo lo que el comerciante hizo con su esposa.
Preguntó:
—¿Qué hizo?
—Entró en la casa después de haber cortado la rama de morera y haberla ocultado, y dijo: «Sube a la habitación, pues tengo algo que decirte en privado, después moriré». Cuando quedaron a solas, corrió el cerrojo de la habitación en que estaban y empezó a golpearla, hasta que la dejó medio muerta. Ella exclamó: «¡Estoy arrepentida!», y le besaba las manos y los pies. La mujer se arrepintió, salieron ambos, y los asistentes, así como los parientes de la mujer, se alegraron. De este modo vivieron en el más feliz de los estados, hasta que murieron.
Cuando la hija del visir hubo oído el relato hecho por su padre, le dijo:
—No hay más remedio: quiero casarme.
El visir la aderezó y después se fue a informar al rey Sahriyar. Sahrazad, entretanto, dio algunos consejos a su hermana menor, diciéndole:
—Cuando me hayan conducido ante el rey, te mandaré llamar; tú vienes a mi lado y cuando haya terminado nuestra unión, dices: «Hermana: cuéntanos una historia bonita para distraernos del insomnio». Yo te contaré un relato en el cual, si Dios quiere, estará la salvación.
Su padre, el visir, la condujo hasta el rey y éste, cuando la vio, se alegró y le preguntó:
—¿La has traído aquí para lo que la necesito? Respondió el visir:
—Sí.
Pero cuando el rey quiso poseerla, ella se echó a llorar: El soberano le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
—¡Oh, rey! Tengo una hermana pequeña. Desearía despedirme de ella.
El rey mandó que fuesen a buscarla; cuando llegó, se abrazaron y Dunyazad se sentó al pie del lecho. El rey le arrebató la virginidad a Sahrazad y después se sentaron a hablar. La hermana menor dijo:
—¡Por Dios, hermana mía! Cuéntanos una historia para distraemos del insomnio de esta noche.
—De mil amores, si este rey bien educado lo permite.
Cuando el rey oyó estas palabras, como quiera que también estaba desvelado, se alegró y se dispuso a escuchar el relato.
LA primera noche, Sahrazad contó:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que hubo un mercader muy rico que tenía grandes negocios en muchas ciudades. Cierto día montó a caballo y se dirigió a una ciudad; pero el calor era tan grande que se sentó debajo de un árbol y, metiendo la mano en la alforja, sacó un pedazo de pan y unos dátiles y se los comió. Cuando hubo terminado de comer tiró los huesos. Pero hete aquí que, de repente, un efrit altísimo, blandiendo en la mano una espada, se acercó al comerciante y le dijo: «Ponte en pie para que te mate, de la misma manera que has matado a mi hijo». Preguntó el comerciante: «¿Cómo he matado a tu hijo?» «Al terminar de comer has tirado los huesos; éstos cayeron en el pecho de mi hijo y así, alcanzado, murió en el acto.» El comerciante suplicó: «¡Oh, efrit! Sabe que soy creyente, que tengo mucho dinero, hijos y esposa; además, en mi casa tengo los depósitos que me han confiado. Concédeme un plazo para que pueda ir a casa y devolver a cada uno lo suyo. En cuanto lo haya hecho, volveré a buscarte. Te prometo que regresaré y que podrás hacer conmigo lo que te plazca. Dios es testigo de lo que digo».
El genio lo creyó y lo dejó marchar. Regresó a su país, arregló todos sus asuntos, dio a cada cual lo que le correspondía e informó a su esposa y a sus hijos de lo que había ocurrido. Rompieron a llorar, y lo mismo hicieron todos sus familiares y sus respectivas mujeres e hijos. Hizo testamento y se quedó con ellos hasta el fin del año. Después se dispuso a partir, colocó el sudario debajo del brazo, se despidió de su familia, de sus vecinos y de sus parientes, y emprendió el camino lleno de pesar, mientras los suyos se lamentaban y proferían los alaridos con los que se acompaña a los muertos.
El mercader prosiguió su camino hasta llegar a aquel jardín el primer día del año. Mientras estaba sentado, llorando por lo que le había sucedido, se le acercó un anciano, muy viejo, que llevaba una gacela encadenada. Saludó al comerciante, le deseó larga vida y le preguntó: «¿Qué causa te hace estar sentado tan solo en este lugar, que es guarida de genios?» El mercader le contó todo lo que le había ocurrido con el efrit, y la causa de haberse sentado en aquel sitio. El jeque, o sea, el dueño de la gacela, se quedó admirado y exclamó: «¡Por Dios, hermano mío! Tu fe religiosa es una gran fe. Tu relato es un relato portentoso que si se escribiese con agujas en los lagrimales, sería una magnífica enseñanza para quien quisiera reflexionar». Sentándose luego a su lado, añadió: «¡Por Dios, hermano! No me apartaré de ti hasta ver lo que te ocurre con ese efrit».
Tomó sitio a su lado y empezó a hablar con el comerciante, quien, para huir del miedo, del pánico, de una gran pena y de terribles pensamientos, se desmayó; pero el dueño de la gacela no lo abandonó. Un segundo jeque, acompañado por dos lebreles de color negro, pasó por allí y les preguntó, después de saludarlos, cuál era el motivo de que estuvieran sentados en aquel lugar, que era una guarida de genios. Le contaron la causa desde el principio hasta el fin. Apenas se había sentado cuando apareció un tercer jeque llevando una mula color estornino.
Los saludó, les preguntó por la causa que les hacía estar sentados en aquel lugar y le refirieron el asunto desde el principio hasta el fin.
Mientras sucedía esto, se levantó de repente una polvareda y una tromba enorme que empezó a avanzar desde el centro de aquella planicie. La polvareda, al irse aclarando, dejó ver al efrit, que blandía en su mano una espada desenvainada, mientras que sus ojos despedían chispas. Se acercó, arrebató al comerciante y le dijo: «Ponte tieso. Te mataré de la misma manera como tú mataste a mi hijo, al consuelo de mi corazón». El mercader rompió en sollozos y lágrimas, y los tres jeques no pudieron contener el llanto, ni las lamentaciones ni los plañidos. El primer jeque, o sea, el dueño de la gacela, recobrándose, besó la mano del efrit y le dijo: «¡Oh, genio, que eres la corona de los reyes de los genios! Si te contase lo que a mí me ha acaecido con esta gacela y lo encontrases interesante, ¿me concederías el tercio de la sangre de este comerciante?» «¡Sí, oh jeque! Si me cuentas ese relato y me place, te cederé el tercio de su sangre.»
Aquel jeque empezó: «Sabe, ¡oh efrit!, que esta gacela es mi prima paterna, que tiene mi misma carne y lleva mi misma sangre. Me casé con ella cuando era pequeña, y vivimos juntos cerca de treinta años sin que me diese un solo hijo. Por eso tomé una concubina, la cual me dio un varón que podía compararse con la luna cuando se levanta: tenía unos ojos maravillosos, unas cejas largas y finas, y unos miembros perfectos. Fue creciendo poco a poco, hasta llegar a tener quince años. Impensadamente tuve que emprender un viaje a una ciudad, a causa de un gran negocio. Mi prima, esta gacela, sabía desde la infancia la magia y la brujería, por lo que metamorfoseó a mi hijo en un becerro, y a la joven que era su madre, en una vaca, y los entregó al pastor. Después de un largo lapso de tiempo, regresé y pregunté por mi hijo y por su madre. Ella me respondió: “Tu concubina ha muerto y tu hijo ha huido y no sé adónde ha ido”. Así pasé un año con el corazón lleno de pena y los ojos repletos de lágrimas. Llegó la fiesta de los sacrificios y mandé decir al pastor que me entregara una vaca bien gruesa; y, efectivamente, me trajo una bastante gorda, que era mi concubina, la embrujada por esta gacela. Remangando mi vestido, empuñé el cuchillo y me dispuse a sacrificarla. Pero dio tales mugidos y rompió a llorar de manera tan notoria que me aparté de ella y mandé al pastor que lo hiciese él. La degolló y la desolló, pero no encontró ni carne ni grasa: todo era piel y hueso. Me arrepentí del sacrificio, aunque el arrepentimiento de nada me servía, y se la entregué al pastor diciéndole: “Tráeme un becerro bien gordo”. Me presentó a mi hijo, que seguía siendo un becerro. Cuando éste me vio, rompió su cuerda, se acercó a mí y se revolcó delante, gimiendo y llorando, por lo cual tuve compasión de él y le dije al pastor: “Tráeme una vaca y deja vivir a éste”.
Sahrazad se dio cuenta de que había llegado la madrugada y cortó el relato que le había sido permitido. Su hermana le dijo:
—¡Qué hermosa, qué bella, dulce y agradable es esta historia!
—Pues esto no es nada —contestó— en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.
El soberano se dijo: «¡Por Dios! ¡No la mataré hasta haber oído el resto de su historia!» Pasaron aquella noche abrazados, hasta la mañana.
El rey salió a la sala de audiencia y vio acercarse a él al visir con el sudario bajo el brazo. El rey juzgó, concedió empleos, destituyó de otros; y así hasta el fin del día, sin decir a su visir ni una palabra de particular. El visir estaba estupefacto. Terminada la audiencia, el rey Sahriyar volvió a su palacio.
La segunda noche Dunyazad le dijo a su hermana Sahrazad:
—¡Hermana mía! Termina de contarnos la historia del mercader y el efrit.
—De buena gana, si el rey me lo permite.
Dijo el rey:
—Cuenta.
Y ella refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz y de recto juicio!, de que cuando el mercader vio el llanto del becerro, le entró compasión y le dijo al pastor: «Deja vivir a este becerro entre el ganado».
Mientras contaba todo esto, el genio estaba maravillado de la narración. El dueño de la gacela prosiguió: «¡Oh, señor de los reyes de los genios! Mientras ocurría esto, mi prima, esta gacela, lo observaba, lo contemplaba y decía: “Sacrifica este becerro: está gordo”. Pero no puede hacerlo y mandé al pastor que lo cogiese y se marchase con él.
»Al día siguiente, mientras estaba sentado, se acercó el pastor y me dijo: “¡Señor mío! Te voy a referir algo de lo que te alegrarás. ¿Me darás una recompensa?” Respondí: “Te la daré”. Refirió: “¡Oh, mercader! Tengo una hija que ha estudiado, desde su niñez, la magia con una mujer vieja con la que vivíamos. Cuando terminó el día de ayer, en el que me entregaste el becerro, entré con éste a saludarla. Pero en cuanto mi hija lo vio, se cubrió el rostro y se echó a llorar y a reír, todo a un tiempo.
»”Me dijo: ‘Padre. ¿Tan vil es para ti mi valor que te atreves a entrar acompañado de hombres extraños?’ ‘¿Dónde están esos hombres extraños, y por qué lloras y te ríes a un tiempo?’ ‘Este becerro que te acompaña es el hijo de mi señor, el mercader; pero él y su madre están embrujados por las malas artes de la esposa de su padre. Esto es la causa de que me ría. La causa de que llore la tiene su madre, puesto que su propio padre la ha sacrificado.’ Quedé tan maravillado de sus palabras que en cuanto he visto aparecer la aurora, he venido a tu encuentro para ponerte al corriente”.
»Cuando oí, ¡oh genio!, las palabras de ese pastor, salí con él medio borracho —aunque no de vino—, debido a la gran satisfacción y alegría que había recibido, y me dirigí a su casa. La hija del pastor me dio la bienvenida y me besó la mano. Inmediatamente después, el becerro se acercó y se revolcó delante de mí. Pregunté a la hija del pastor: “¿Es cierto lo que has dicho a tu padre sobre este becerro?” “Sí, señor mío. Es tu hijo, el aliento de tu corazón.” Le dije: “Si le desencantas, te daré todo lo que tengo bajo la custodia de tu padre, sean ganados o bienes”. Sonrió y contestó: “No ambiciono el dinero, pero pongo dos condiciones: la primera es que me cases con tu hijo, y la segunda es que pueda encantar y aprisionar a quien lo embrujó, pues de no ser así no estaría segura de las tretas de tu mujer”. Cuando oí, ¡oh efrit!, las palabras de la hija del pastor, le dije: “Tendrás, además, como regalo, todos los bienes que están bajo la custodia de tu padre, y en cuanto a mi prima, te concedo el derecho de disponer de su sangre”.
»Apenas oyó mis palabras, tomó un tazón, lo llenó de agua, pronunció unos conjuros y, rociando con ella al becerro, le dijo: “Si Dios te ha creado becerro, sigue con la misma forma y no cambies; pero si estás embrujado, vuelve a tu forma primitiva con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!)”. En cuanto la muchacha terminó de hablar, el becerro empezó a agitarse y se transformó en un hombre. Arrojándome en sus brazos, le dije: “¡Por Dios! ¡Cuéntame todo lo que hizo mi prima contigo y con tu madre!” Me refirió todo lo que le había sucedido, y exclamé: “¡Hijo mío! Dios dispuso que hubiera quien te salvara a ti y a tu derecho”. Después casé, ¡oh genio!, a mi hijo con la hija del pastor, y ésta, en seguida, encantó a mi prima, convirtiéndola en una gacela. Me dirigí hacia estos lugares, vi un grupo de gente y pregunté qué pasaba.
»Me refirieron lo que había ocurrido a este comerciante y me senté para ver lo que iba a suceder. Ésta es mi historia».
El genio exclamó: «Ésta es una historia prodigiosa, y te concedo el tercio de su sangre».
Entonces el jeque dueño de los lebreles negros se adelantó.
Dijo: «Sabe, ¡oh señor de los reyes de los genios!, que estos dos lebreles son mis hermanos. Yo soy el menor. Mi padre murió y nos dejó tres mil dinares. Abrí una tienda, en la que vendía y compraba. Uno de mis hermanos emprendió un viaje de negocios y permaneció en las caravanas un año. Después regresó sin un céntimo. Le dije: “¿No te había aconsejado que no viajaras?” Rompió a llorar y respondió: “Hermano, Dios (poderoso y grande) lo dispuso así. De nada sirven ya las recriminaciones, pues no dispongo ni de un céntimo”. Lo recogí, me lo llevé a la tienda, luego le acompañé al baño y le regalé un vestido precioso. Comimos juntos y le dije: “Hermano: calcularé la renta que obtengo de mi tienda cada año, y la repartiremos entre los dos, sin tocar nunca el capital”. Hice la cuenta de las ganancias que producía mi dinero y vi que ascendía a unos dos mil dinares. Di gracias a Dios (poderoso y grande), me alegré muchísimo y lo repartimos entre los dos.
»Permanecimos juntos muchos días. Después, mis hermanos quisieron volver a viajar y, además, querían que les acompañase; pero no me gustó la idea y les dije: “¿Qué habéis sacado de vuestros viajes que yo no pueda ganar?” Insistieron, pero no les hice caso, y nos quedamos todos en nuestras respectivas tiendas, vendiendo y comprando durante un año.
»Ellos hacían continuamente planes de viaje, y yo seguía sin aceptar. Así transcurrieron seis años enteros. Por fin terminé dándoles la razón y les dije: “Hermanos: contemos el dinero que tenemos”. Contamos y vimos que eran seis mil dinares. Dije: “Enterremos la mitad para poderla aprovechar si nos aflige alguna desgracia. Cada uno de nosotros cogerá mil dinares para comerciar al por menor”. Dijeron: “Buena idea”. Cogí el dinero, hice dos partes, enterré tres mil dinares, y de los otros tres mil di a cada uno de ellos mil. Preparamos las mercancías, fletamos un barco y embarcamos en él nuestros enseres.
»Viajamos durante un mes, hasta llegar a una ciudad, en la que vendimos nuestras mercancías ganando diez dinares por cabeza.
»Nos disponíamos a marcharnos cuando encontramos en la orilla del mar una joven que llevaba un vestido remendado. Besó mi mano y dijo: “Señor, ¿puedes socorrerme y ayudarme? Te lo recompensaré”. Respondí: “Sí. Te auxiliaré, aunque no me recompenses”. “Señor, cásate conmigo y llévame a tu país, pues yo me entrego a ti. Favoréceme, pues soy de aquellas personas que saben agradecer el socorro y el auxilio. No te engañe mi situación actual”.
»Al oír sus palabras me apiadé de ella, pues así lo quería Dios (poderoso y grande). La recogí, la vestí, le preparé un buen lecho en la embarcación, me dediqué a ella y la honré.
»Así íbamos navegando, mientras mi corazón la iba queriendo con gran amor, hasta tal punto que casi no me separaba de ella ni de día ni de noche, y por su causa me desentendía de mis hermanos. Éstos fueron víctimas de los celos: me envidiaban por lo que poseía, por la multitud de mis mercancías. Sus ojos estaban clavados únicamente en el dinero. Trataron de asesinarme y robarme mis bienes, y dijeron: “Matemos a nuestro hermano, con lo cual todo será nuestro”. Satanás les embelleció sus proyectos.
»Cierto día en que estaba durmiendo al lado de mi esposa, se acercaron, y me arrojaron al mar. Mi mujer, al despertarse, se removió, se transformó en una efrita, me recogió, me depositó en una isla y me dejó abandonado durante cierto tiempo. Al amanecer regresó y dijo: “Yo soy tu esposa: te he traído hasta aquí y te he salvado de la muerte con el permiso de Dios (¡ensalzado sea!). Sabe que soy una genio femenina. En cuanto te vi, mi corazón quedó prendado de ti. Creo en Dios y en su Enviado (¡Dios le bendiga y le salve!). Te he librado de morir ahogado, puesto que cuando me acerqué a ti, en el estado en que me viste, te casaste conmigo. Estoy enojada con tus hermanos y los voy a matar”. Cuando oí sus palabras quedé boquiabierto, le di las gracias por lo que había hecho y añadí: “No es preciso que mueran”. Le conté todo lo que me había ocurrido con ellos, desde el principio al fin, y al oír mi relato exclamó: “Esta noche volaré hasta ellos, haré naufragar su embarcación y los aniquilaré”. Supliqué: “¡Por Dios! ¡No lo hagas! El autor de los proverbios dice: ‘¡Oh, tú, que te compadeces de quien hace el mal!: al culpable le basta con su culpa’. Además, ellos siempre serán mis hermanos”. “No insistas: los mataré.” Supliqué en vano, sin poderla disuadir.
»Me cogió, emprendió el vuelo y me dejó en la azotea de mi casa.
»Abrí las puertas, saqué lo que había escondido debajo de la tierra y abrí mi tienda y después de haber saludado a la gente, compré nuevos géneros. Cuando llegó la noche, regresé a mi casa y encontré estos dos lebreles atados. Al verme, se me acercaron, rompieron a llorar y se me pegaron. No tardé en ver a mi mujer, quien me dijo: “Éstos son tus hermanos”. “¿Quién les ha hecho esto?” “Yo he encargado del asunto a mi hermana, y ésta los ha transformado en lebreles, forma que no abandonarán hasta dentro de diez años.”
»Ahora, ¡oh genio!, voy en busca de mi cuñada para que los desencante, pues ya han transcurrido los diez años. Aquí he visto a este joven, quien me ha contado lo que le había ocurrido, y no he querido irme sin ver lo que iba a pasar entre vosotros dos».
El genio concedió: «Tu relato es maravilloso; te concedo el tercio de su sangre, para que pueda utilizarla en el rescate de su crimen».
Entonces, el jeque dueño de la mula se adelantó y dijo: «Te voy a contar algo más admirable que lo de mis dos compañeros; pero, ¿me concederás el resto de su sangre y quedará libre de su crimen?» «Sí.»
Empezó: «¡Sultán y primate de los genios! Esta mula es mi esposa. Tuve que emprender un viaje y la dejé sola durante un año entero. De regreso, en plena noche, entré en la alcoba y vi que un esclavo negro estaba en el lecho, junto a ella, y ambos hablaban, se acariciaban, reían, se besaban y jugueteaban. En cuanto ella me vio, se precipitó a mi encuentro con un tazón de agua, sobre el cual profirió unas palabras y, rociándome, dijo: “Abandona tu forma de hombre y revístete de la forma de perro” En el acto quedé transformado en perro. Me expulsó de la casa y salí por la puerta. No cesé de vagar hasta que llegué a una carnicería, a la que me acerqué empezando a roer los huesos. Cuando el dueño de la tienda me vio, me cogió y me condujo a su casa. Al verme la hija del carnicero, se cubrió con el velo y exclamó dirigiéndose a su padre: “Vienes acompañado de un hombre y entras a verme en su compañía. ¿Te parece bien?” “¿Dónde está el hombre?” “Este perro ha sido embrujado por una mujer. Yo puedo desencantarle.” Cuando el padre oyó estas palabras, exclamó: “¡Te lo ruego, en nombre de Dios, hija mía! ¡Desencántalo!” Tomó un tazón de agua, sobre el cual profirió unas palabras y, rociándome poco a poco, dijo: “Deja esta forma y vuelve a tu forma primitiva”. Así volví a ser un hombre. Besé su mano y le dije: “Querría que hicieras con mi mujer lo mismo que ella ha hecho conmigo”. Me dio un poco de agua y dijo: “Cuando veas que duerme, la rocías con esta agua y se transformará en el animal que quieras”. La encontré durmiendo, le eché el agua y dije: “Abandona tu forma propia y transfórmate en una mula”. En el acto apareció una mula, que es ésta que aquí ves con tus propios ojos, ¡oh sultán y primate de los reyes de los genios!»
El genio se volvió a la mula y le preguntó: «¿Es cierto todo eso?» La mula movió la cabeza y dijo por señas: «Sí; ésa es la verdad». Al terminar su relato, el genio se bamboleaba de emoción, por lo que concedió el resto de la sangre del comerciante.
Sahrazad se dio cuenta de que era de madrugada y cortó el relato que le había sido permitido. Su hermana le dijo:
—¡Qué hermosa, bella, dulce y agradable es esta historia!
—Esto no es nada en comparación con lo que os contaré la próxima noche, si vivo y si el rey me permite quedarme.
El rey se dijo: «¡Por Dios que no la he de matar hasta oír el resto de su historia, puesto que es admirable!»
Pasaron aquella noche abrazados, hasta la mañana.
El rey salió a la sala de audiencia y vio acercarse al visir y a los soldados, y se llenó de gente el diván. El rey juzgó, concedió unos empleos, destituyó de otros, y así hasta el fin del día. Después levantó la sesión y el rey Sahriyar volvió a su palacio.
La tercera noche Dunyazad le dijo a su hermana Sahrazad:
—¡Hermana! Termina de contarnos la historia.
—De mil amores. Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el comerciante se acercó a los jeques y les dio las gracias, y ellos, a su vez, le felicitaron por haber escapado de la muerte, y cada uno regresó a su país. Pero esta historia no es más maravillosa que la del pescador.
Preguntó el rey:
—¿Qué es esa historia del pescador?
DIJO Sahrazad:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, que había un hombre pescador, entrado en años, casado y con tres hijos. Era muy pobre. Tenía la costumbre de echar sus redes cuatro veces al día y nada más.
En cierta ocasión, al mediodía, se dirigió a la playa, depositó su canasta en el suelo y echó la jábega. Esperó hasta que quedó bien colocada en el fondo del agua, y luego la cerró. Se dio cuenta de que la jábega pesaba mucho; tiró de ella, pero fue incapaz de moverla. En vista de lo cual, se dirigió con el cabo tierra adentro, plantó una estaca y lo ató. Hecho esto, se desnudó, se echó al agua, y, nadando en torno a la red, no paró de trabajar hasta sacarla. Luego se vistió su traje, se dirigió a la jábega y vio que contenía un asno muerto. Al verlo, se entristeció y exclamó: «¡No hay fuerza ni poder más que en Dios, el Altísimo, el Grande!» Y añadió: «Cierto; este don de Dios es maravilloso». Recitó:
¡Oh, tú, que te mueves en medio de las tinieblas de la noche y de la ruina!: déjate de fatigas, pues los dones no vienen por mucho movimiento.
Cuando el pescador vio el asno muerto, lo sacó de la red, la arregló y luego la limpió. Después entró en el agua y dijo: «En el nombre de Dios», al tiempo que la arrojaba.
Esperó hasta que se hubo cerrado. Tiró de ella, pero pesaba más que la vez anterior. Creyendo que se trataba de peces, volvió a atarla, se desnudó, se arrojó al agua y buceó. Trabajó hasta que la dejó libre y la sacó a la playa. Contenía una gran tinaja, llena de arena y de barro. Al verla se entristeció y recitó las palabras del poeta:
¡Basta ya de vicisitudes del destino! Si es que no basta, id con más miramientos.
No me ha cabido en suerte heredar bienes ni conseguirlos por mi mano.
Salgo en busca de mi sustento, y veo que mi sustento se ha esfumado.
¡Cuántos ignorantes refulgen! ¡Cuántos sabios pasan inadvertidos!
Arrojó la tinaja, arregló la red, la limpió, pidió perdón a Dios por lo que había dicho y volvió a meterse en el mar por tercera vez. Lanzó la jábega y esperó hasta que tocó fondo. La sacó llena de cacharros y vidrios. Recitó las palabras del poeta:
Así es la Providencia, sobre la que no tienes ningún poder; ni la pluma ni la escritura te son útiles.
Levantando su cabeza al cielo, exclamó: «¡Señor mío! Sabe que no arrojaré mi red más de cuatro veces. Ya la he lanzado tres».
Después de invocar el nombre de Dios, lanzó la jábega al mar y esperó hasta que llegó al fondo. Tiró de ella, pero no pudo sacarla, puesto que se había enredado en el suelo. Exclamó: «¡No hay poder ni fuerza sino en Dios!», y desnudándose, se lanzó a bucear, a buscarla y a trabajar en ella, hasta que consiguió subirla a la playa La abrió y encontró un jarro de cobre dorado, lleno, cuya boca estaba sellada con plomo, en el que se veía la impronta del sello de nuestro señor Salomón.
Cuando se dio cuenta, se echó a reír y dijo: «Esto lo venderé en el mercado del cobre, y bien valdrá diez dinares de oro». Intentó moverlo, pero pesaba demasiado. Se dijo: «No me queda más remedio que abrirlo, ver lo que hay dentro y guardarlo en la alforja; después lo venderé en el zoco de los caldereros». Sacó su cuchillo, cortó el plomo hasta que lo separó del jarrón y lo colocó en el suelo. Zarandeó el recipiente para ver el contenido, pero no cayó nada. Únicamente fue saliendo una columna de humo, que subió hasta lo más alto del cielo y empezó a marchar sobre la faz de la tierra.
El pescador estaba admirado a más no poder. Al fin terminó de salir todo el humo, se condensó, se removió y se transformó en un efrit. Su cabeza se perdía entre las nubes, sus pies se apoyaban en el polvo de la tierra; aquélla parecía una cúpula; sus manos, verjas; sus pies, mástiles; su boca, una cueva; sus dientes, piedras; sus narices, porrones; sus ojos, dos antorchas; sus cabellos, cenicientos, estaban en el más completo desorden.
Cuando el pescador vio al efrit, se le heló la sangre en las venas, le castañetearon los dientes, tragó saliva y perdió el mundo de vista. El efrit, al verle, exclamó: «¡No hay dios sino Dios, y Salomón es el profeta de Dios! ¡Profeta de Dios! ¡No me mates! ¡Jamás volveré a contradecirte con mis palabras, ni a desobedecerte con mis hechos!» El pescador aclaró: «¡Oh, marid![26] ¿Has dicho que Salomón es el profeta de Dios? Salomón murió hace mil ochocientos años, y nosotros, ahora, estamos en otros tiempos. ¿Cuál es tu relato? ¿Cuál es tu historia? ¿Por qué entraste en este jarrón?»
Al oír el marid las palabras del pescador, dijo: «¡No hay dios sino Dios! Te voy a dar una buena noticia, pescador». «¿Cuál es?» «Te voy a matar, ahora mismo, con la peor de las muertes.» «Por esta noticia, ¡oh jefe de los efrits! mereces que Dios te retire su protección. ¿Por qué vas a matarme? ¿Qué te impulsa a hacerlo? Yo he sido quien te ha librado del jarrón, quien te ha sacado de las profundidades del mar y te ha subido a tierra.» «Bien. Elige, pues, de qué clase de muerte deseas morir, de qué manera debo matarte.» El pescador insistió: «¿Cuál ha sido mi falta, para que me des esta recompensa?» «Escucha mi relato, ¡oh pescador!» «Cuéntalo en pocas palabras, pues mi espíritu ha llegado ya a mis pies.»
Refirió: «Sabe que soy uno de los genios rebeldes. Desobedecí a Salomón, hijo de David. Soy Sajr[27], el genio. Me envió a su visir Asaf b. Barjiya, quien me aprisionó con sus añagazas y me condujo ante él, humillado y bien a mi pesar; en cuanto me vio, me reprendió y me manifestó que debía entrar en la verdadera fe y quedar sometido a su obediencia. Pero no acepté. Entonces pidió este jarrón, me encerró en él, lo cerró con plomo y puso en él la impronta que contiene el nombre supremo de Dios. Mandó a los genios que me cogieran y me arrojasen en el centro de este mar. Así pasé cien años, diciéndome: “Enriqueceré por toda la eternidad a aquel que me libere”. Mas pasaron cien años y nadie me sacó. Empezó otro siglo y me dije: “Entregaré todos los tesoros de la tierra a aquel que me libere”. Pero nadie me libertó. Así transcurrieron cuatrocientos años. Fui diciéndome: “A quien me libre de mi encierro le concederé tres gracias”. Pero nadie lo hizo. Entonces, encolerizado ya y de mala manera, me fui diciendo: “Mataré a aquel que ahora me libre, pero morirá como quiera”. Tú me has libertado y, por consiguiente, puedes elegir el género de muerte. ¿Cómo vas a morir?»
Cuando el pescador hubo oído las palabras del efrit, exclamó: «¡Ah, Dios! ¡Mira que venir a libertarte precisamente ahora! Desiste de matarme, y Dios te perdonará. ¡No me mates! Si me matas, Dios se encargará de poner fin a tus días». «No hay remedio: vas a perecer. Elige la clase de muerte con la que vas a morir.» Al oír esto, el pescador insistió: «Perdóname, en recompensa por haberte libertado». «Es precisamente por haberme libertado por lo que voy a matarte.» «¡Jeque de los genios! ¿Te habré hecho bien para recibir a cambio daño? No miente el proverbio que dice:
Hacemos el bien y nos devuelven el mal; esto —¡por vida mía!— es acción de perversos.
Quien hace favores a gentes extrañas, recibe la misma recompensa que quien da hospitalidad a la hiena.»
Esas palabras no hicieron mella en el efrit, el cual dijo: «No confíes. Es necesario que mueras». El pescador se dijo: «Éste es un genio y yo soy un ser humano. Para algo Dios me ha dado la inteligencia. Procuraré ingeniármelas para destruirlo mediante un truco ideado por mi razón, ya que él maquina con sus argucias y su desvergüenza». Dirigiéndose al efrit, preguntó: «¿Estás decidido a matarme?» «Sí.» «¡Por el gran nombre de Dios, que está grabado en el anillo de Salomón! Si te pregunto algo, ¿me dirás la verdad?» «Sí.» Al oír el «Gran nombre», el efrit quedó impresionado y empezó a temblar. «Pregunta y sé breve.» «¿Cómo podías estar en este jarrón si en él no caben ni tu mano ni tu pie? ¿Cómo ibas a caber por entero?» «¿No crees que haya podido caber en él?» «No lo creeré jamás, hasta que te vea metido en él.»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche cuatro, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el pescador le dijo al efrit: «No lo creeré jamás, hasta que te vea metido en él». El efrit empezó a agitarse y fue convirtiéndose en humo, que se extendió por el aire y que luego, poco a poco, se metió en el jarrón. Entonces el pescador, velozmente, cogió la tapadera de plomo que estaba sellada y cerró la boca del jarrón. Dirigiéndose al efrit le dijo: «Escoge la clase de muerte de que vas a morir: voy a echarte a este mar y voy a construirme una casa. Impediré a todo el mundo que venga a pescar a estos parajes, y diré: “Aquí hay un efrit. A todo aquel que lo saca, le expone las distintas clases de muerte y le deja elegir la suya”».
Al oír estas palabras del pescador, el efrit trató de salir, pero no pudo; se dio cuenta de que estaba cogido, vio de nuevo el sello de Salomón y comprendió que le había encarcelado en la prisión como el más despreciable, el más sucio y el más vil de los genios.
El pescador llevó el jarrón hacia el mar y el efrit chilló: «¡No! ¡No!» «No hay remedio.» Entonces el marid moderó sus palabras y se humilló preguntando: «¿Qué vas a hacer conmigo, pescador?» «Te voy a echar al agua: si has permanecido en ella mil ochocientos años, yo voy a hacer que estés hasta el juicio final. ¿No te he dicho: “Déjame vivir y Dios te dejará vivir; no me mates, pues Dios te matará”? Pero tú no me has escuchado; sólo has buscado el medio de perderme, y por eso Dios te ha puesto en mis manos y yo he sido quien te ha perdido.» «Ábreme el jarrón y te favoreceré.» «¡Mientes, maldito! Entre nosotros ha ocurrido lo mismo que les sucedió al ministro del rey Yunán y al sabio Ruyán.» «¿Qué les sucedió al ministro del rey Yunán y al sabio Ruyán? ¿Cuál es su historia?»
El pescador refirió: «Sabe, ¡oh efrit!, que en el transcurso de lo más antiguo del tiempo, que en una edad remota, vivió en la ciudad de los persas y en la tierra de los romanos un rey llamado Yunán, que tenía muchos bienes y ejércitos, era poderoso y tenía toda suerte de auxiliares, pero… su cuerpo estaba cubierto por la lepra, ante la cual habían fracasado los médicos y los sabios, sin que le hubiesen sido de utilidad ni drogas, ni polvos, ni pomadas: nadie había conseguido curarle.
»Llegó a la ciudad del rey Yunán un sabio de avanzada edad llamado Ruyán. Conocía perfectamente los libros griegos, persas, romanos, árabes y siriacos; dominaba la medicina y la astrología, de las que conocía las causas, la manera en que éstas obraban y lo que era favorable o perjudicial; sabía las propiedades de las plantas, de las drogas y de las hierbas, fueran dañosas o útiles. Buen filósofo, conocía todas las ciencias de la medicina y aún más.
»Después de haberse instalado en la ciudad y de haber permanecido en ella unos pocos días, se enteró de quién era el rey y de la lepra —con la cual Dios le probaba— que había invadido su cuerpo, y ante la cual eran impotentes los remedios de los médicos y de los sabios. Aquella noche la pasó preocupado.
»Al hacerse de día se vistió sus mejores ropas, se presentó ante el rey Yunán, besó el suelo y le saludó, deseándole que se conservase en la fuerza y en el bienestar y alabó sus cualidades. Luego se presentó, le informó de quién era y añadió: “Me he enterado, ¡oh rey!, del mal que atormenta tu cuerpo y de que muchos médicos no han encontrado modo de hacerlo desaparecer. Yo te curaré, rey, sin forzarte a tomar drogas ni untarte con pomadas”.
»Cuando el rey Yunán oyó estas palabras, quedó perplejo y dijo: “¿Cómo lo harás? ¡Por Dios! Si me curas, te enriqueceré a ti, a tus hijos y a los hijos de tus hijos; te favoreceré y tendrás cuanto puedas desear; serás mi compañero y amigo”. Mandó que le dieran un traje y algunos dones, e insistió: “¿Me curarás de esta enfermedad sin drogas ni pomadas?” “Sí; te curaré sin tocar tu cuerpo.” El rey estaba admirado. “¡Oh, sabio! Lo que acabas de mencionarme, ¿a qué hora y en qué día sucederá? Apresúrate, hijo mío.” “Oír es obedecer.” Abandonó al rey y alquiló una casa donde colocó los libros, las drogas y los simples. Cogió unas drogas y unos simples y con ellos fabricó una maza de forma cóncava, provista de un mango; además, hizo una pelota, todo con una sola ciencia.
»Al día siguiente de haberla concluido y dejado lista, fue a buscar al rey, entró a su presencia, besó la tierra delante de él y le mandó que montase a caballo, dirigiéndose al hipódromo, donde debía jugar con la pelota y la maza. Le acompañaron los príncipes, los chambelanes, los ministros y los magnates del reino.
»Apenas había llegado al hipódromo, cuando se le acercó el sabio Ruyán y le entregó la maza diciéndole: “Coge esta maza y sujétala de esta manera. Recorre el hipódromo golpeando con toda tu fuerza esta pelota, para que tu mano y tu cuerpo suden; así la droga penetrará por la mano y recorrerá el resto de tu cuerpo. Cuando esté bien sudado y haya hecho efecto la droga, regresa a tu palacio, entra en el baño y lávate. Luego, échate a dormir. Quedarás curado. Hasta luego”.
»El rey Yunán tomó la maza que le entregaba el sabio, la sujetó bien con la mano, montó en el corcel y echó a rodar la pelota delante de él. Corrió detrás hasta alcanzarla y le dio un golpe con toda su fuerza, mientras sujetaba con la palma de la mano el mango de la maza. No cesó de dar golpes a la pelota, hasta que su mano y su cuerpo estuvieron empapados de sudor y la droga empezó a circular a partir de la mano.
»El sabio Ruyán comprendió que el fármaco recorría el cuerpo del rey y le mandó que regresase al palacio y que tomase en seguida el baño. Así lo hizo el rey Yunán, quien mandó que se le preparara el baño. Se lo arreglaron y los esclavos sacaron las toallas y dispusieron la ropa del soberano. Éste entró en el baño, se lavó completamente, se puso los vestidos en el interior de la sala y al salir montó a caballo hasta llegar a su palacio; allí se metió en la cama y se quedó dormido. Esto es lo que se refiere al rey Yunán. En lo que se refiere al sabio Ruyán, hay que decir que regresó a su casa y pasó la noche en ella.
»Al día siguiente, cuando hubo amanecido, se dirigió a visitar al rey, pidió audiencia, que se le concedió en el acto, y entró. Besó la tierra y recitó estos versos, en los que aludía al rey:
Si te adoptase por padre, la elocuencia resplandecería; si un día da ese nombre a otro, éste rehúsa.
¡Oh, señor del rostro, cuya luz borra las dudas, tinieblas de los asuntos desagradables!
¡Ojalá tu rostro esté siempre resplandeciente y radiante, para que no veas, apesadumbrado, la faz del tiempo!
Concédeme los dones de tu generosidad, que nos causan la misma impresión que las nubes a las colinas.
Has empleado lo mejor de las riquezas en persecución de los más altos fines, hasta conseguir del tiempo cuanto deseabas.
»Cuando terminó de recitar estos versos, el rey se puso de pie, lo abrazó, le hizo sentarse a su lado y le regaló unos vestidos magníficos, puesto que al salir el rey del baño, se había mirado el cuerpo y no había encontrado en él ni huellas de la lepra: su cuerpo había quedado limpio como la plata más pura. Esto le había alegrado, le había permitido respirar tranquilo y gozoso. Aquel día en cuestión había entrado en la sala de audiencia, se había sentado en el trono y había recibido a los chambelanes y grandes del reino. Por eso, en cuanto el sabio Ruyán hubo entrado y el rey le hubo visto, se apresuró a levantarse y a hacerle sentar a su lado.
»En el acto les pusieron delante mesas repletas de manjares, que comieron juntos, y el rey no se separó de su lado ni dejó de honrarlo durante todo el día. Al llegar la noche, hizo entrega al sabio de dos mil dinares, sin contar los trajes y los regalos; le hizo montar en su corcel y así regresó a su casa. El rey Yunán estaba admirado de cómo había obrado, y decía: “Éste me ha curado con un tratamiento externo; sin untarme con pomada. ¡Qué profunda es su ciencia! He de favorecer y honrar a este hombre; he de tomarlo por contertulio y amigo para siempre”. Aquella noche, el rey Yunán durmió feliz y contento, con el cuerpo sano y libre de la enfermedad.
»Al día siguiente se sentó en el trono y se presentaron los grandes del reino, los príncipes y los visires, y se sentaron a su derecha y a su izquierda. Entonces mandó llamar al sabio Ruyán, el cual entró, besó la tierra delante del soberano, y éste se incorporó y le mandó sentarse a su lado, comió con él, hizo votos por su prosperidad y le regaló vestidos y bienes; no cesó de hablar con él hasta que, llegada la noche, le dio cinco vestidos y mil dinares. El sabio regresó a su casa dando gracias al rey por su generosidad.
»Al día siguiente, por la mañana, el rey salió de su palacio para dirigirse a la sala de audiencia. Los príncipes, los visires y los chambelanes le rodearon. Uno de sus visires, de mala catadura, mal nacido, avaro y envidioso, sólo era capaz de envidiar y odiar. Cuando se dio cuenta de que el rey se aficionaba al sabio Ruyán y le concedía tales favores, la envidia hizo presa en él y empezó a meditar en la manera de perderlo. Dice el proverbio: “No hay cuerpo sin envidia”, o bien: “La injusticia está latente en el cuerpo; si es fuerte, aflora; si es débil, se disimula”. Este visir se acercó al rey Yunán, besó la tierra y le dijo: “¡Oh, rey de la época y de los tiempos! Tú eres el que colma de beneficios a las gentes. Tengo que darte un gran consejo, pues si te lo ocultara sería un bastardo. Si me mandas que te lo diga, te lo diré”.
»El rey, al que habían impresionado las palabras del ministro, preguntó: “¿Cuál es tu consejo?” “Excelso rey, los antiguos decían: ‘Quien no se preocupa por las consecuencias, no será afortunado en el transcurso del tiempo’. Creo que el rey obra mal al favorecer a su enemigo, a aquel que no busca más que destruir su reino y, a pesar de eso, le favorece y le honra hasta el máximo, y le admite en su intimidad. Por todo lo expuesto, temo por el rey.” El soberano se sobresaltó, cambió de color y le preguntó: “¿Quién es ése del que aseguras que es mi enemigo y, sin embargo, yo le favorezco?” “¡Rey! Si estás durmiendo, despierta. Me refiero al sabio Ruyán.” “Ése es mi amigo y la más noble de las criaturas. Me ha curado de algo que palpaba con mis propias manos, y me ha librado de mi enfermedad, cosa que ningún otro médico había sido capaz de hacer. No hay nadie comparable con él, en nuestra época, ni en oriente ni en occidente. ¿Cómo puedes decir de él semejantes cosas? Desde hoy le concederé sueldo y rentas y le daré todos los meses mil dinares; aunque le diese parte de mi reino, sería poco en comparación de sus méritos. Dices todo eso por pura envidia, como se cuenta en la historia del rey Sindabad.”
»El rey Yunán refirió: “Cuentan, pero Dios es más sabio…”»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso. Su hermana le dijo:
—¡Qué dulce, bello, agradable y hermoso es tu relato!
Sahrazad contestó:
—¿Y qué es esto en comparación de lo que os contaré la próxima noche si vivo y si el rey me concede gracia?
El soberano se dijo: «¡Por Dios! No la mataré hasta haber oído el resto de la historia, pues es prodigiosa».
Pasaron la noche abrazados hasta la mañana. Entonces el rey se dirigió a la audiencia. Juzgó, concedió empleos, destituyó, ordenó y prohibió hasta el fin del día.
En ese momento abandonó el diván, entró en su palacio, llegó la noche, satisfizo su deseo con la hija del visir, Sahrazad.
Ésta, cuando llegó la quinta noche refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el pescador prosiguió su relato de este modo: «El rey Yunán dijo a su visir: “¡Visir! Estás lleno de envidia a causa de ese sabio y querrías que yo lo matara, después de lo cual yo me arrepentiría como se arrepintió el rey Sindabad después de haber matado a su halcón”. “¿Qué pasó?”»
«”Cuentan —pero Dios es más sabio— que había un rey de reyes, persa, al que complacían las diversiones, los paseos y toda clase de cacerías. Un halcón, al que había adiestrado, permanecía a su lado día y noche, y dormía durante ésta apoyado en la mano de su dueño. Cuando salía de caza lo llevaba consigo. Le había colgado en el cuello un vasito de oro, en el que le daba de beber.
»”Cierto día en que el rey estaba sentado en su trono, se presentó el cetrero y le dijo: ‘Rey del tiempo: es ya época de empezar a cazar’.
»”El rey se preparó para salir, colocó el halcón en su mano y partió. Llegaron a un valle en el que extendieron la red de caza y en ella cayó, de repente, una gacela. El rey exclamó: ‘¡Mataré a aquel por cuyo lado escape la gacela!’
»”El círculo de cazadores fue estrechándose, mientras que ella, por su parte, fue acercándose al rey, hasta que, por fin, se irguió sobre sus patas y, apoyándose en sus manos, las colocó debajo del pecho como si fuese a besar la tierra ante el soberano. Éste bajó la cabeza y el animal dio un brinco, huyó por encima de su testa y se dirigió campiña adentro.
»”El rey se volvió a mirar a los soldados y observó que se guiñaban los ojos. Preguntó: ‘¡Visir! ¿Qué se están diciendo los soldados?’ ‘Comentan lo que dijiste: que aquel por cuyo lado escapase la gacela, sería ajusticiado.’ ‘¡Por mi cabeza! ¡La perseguiré hasta volver con ella!’
»”El rey se puso a seguir el rastro de la gacela y no se cansó de ir tras sus huellas.
»”El halcón iba picando en los ojos al animal fugitivo, hasta que al fin la cegó y la aturdió; entonces el rey levantó la maza y de un solo golpe la derribó. Se apeó, la degolló y la colgó del arzón de su silla. Era una hora de calor y estaba en un lugar árido; no había agua. El rey y su corcel tenían sed, por lo que el soberano dio una vuelta y divisó un árbol, del que fluía un líquido que parecía manteca. Como tenía la mano enfundada con el guante de piel, tomó el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquel líquido y lo colocó delante de él. Pero el halcón dio un golpe al vasito y lo vertió.
»”El rey cogió de nuevo el vasito, lo llenó y, creyendo que el halcón estaba sediento, se lo colocó delante, pero el animal lo derramó de nuevo. El rey se enfadó con el pájaro y, tomando el vasito por tercera vez, se lo acercó al corcel; pero el halcón, con el ala, volvió a verterlo.
»”El rey exclamó: ‘¡Dios te confunda, la más nefasta de las aves! ¡No me has dejado beber, no has querido hacerlo tú y encima se lo has impedido al caballo!’ Dicho esto, de un sablazo le cortó ambas alas.
»”El halcón levantó la cabeza y dijo por señas: ‘Mira lo que hay encima del árbol’. El rey levantó la vista y vio una serpiente, cuyo veneno era el líquido que fluía del árbol. Y se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón.
»”Montó en su caballo y llevó la gacela al lugar del que había partido. Al entregarla al cocinero, le dijo: Cógela y ásala’. Luego se sentó en su silla, sosteniendo siempre al halcón en la mano, hasta el momento en que el animal, tras un estertor, murió. El rey prorrumpió en gritos de tristeza y de dolor por haber matado al halcón en recompensa de haberle salvado de la muerte. Ésta es la historia del rey Sindabad.”
»Cuando el visir hubo oído las palabras del rey Yunán, dijo: “¡Oh, dignísimo rey! ¿Qué cosa he hecho mal? Si hago esto es por el afecto que te tengo; ya verás como digo la verdad. Si aceptas mi consejo, te salvarás; de lo contrario, perecerás como pereció el visir que engañó al hijo del rey.
»”Dicho rey tenía un hijo muy aficionado a la caza, y un visir. El rey dio orden a éste de que acompañase a su hijo adondequiera que fuese.
»”Cierto día salió de caza, acompañado por el custodio que le había designado su padre. Iban juntos, cuando apareció una fiera enorme. El visir dijo al hijo del rey: ‘¡Tuya es esa fiera! ¡Cógela!’ El hijo del rey empezó a perseguirla, se perdió de vista y además perdió de vista al animal.
»”El joven se quedó perplejo y no supo adónde ir. Pero he aquí que de súbito apareció a lo lejos del camino una joven llorando; corrió hacia ella y le preguntó: ‘¿Quién eres?’ ‘La hija de un rey de la India. Mientras viajaba por el desierto me entró sueño, me caí de mi montura sin darme cuenta y quedé abandonada, perdida.’
»”Cuando el muchacho hubo oído sus palabras, se apiadó de su situación, la hizo montar en su caballo y, llevándola a la grupa, emprendió la marcha.
»”Al pasar junto a una roca la joven dijo: ‘Señor: deseo parar aquí un momento para hacer cierta necesidad’.
»”El príncipe la dejó junto a la roca, pero, al ver que tardaba, se impacientó y la siguió, sin que ella lo sospechara.
»”Entonces se enteró de que era una rusalca. Estaba diciéndoles a sus hijos: ‘Hijos: os he traído a un joven bien gordo’. ‘Tráenoslo, madre. Nos lo meteremos en el vientre.’ Al oír estas palabras, el hijo del rey estuvo seguro de que había llegado su última hora; el corazón le latía desordenadamente, temió por sí y regresó a su caballo.
»”La ogresa salió y al verlo descompuesto y tembloroso, le preguntó: ‘¿Qué temes?’ ‘Tengo un enemigo y estoy preocupado.’ ‘¿Dices que eres hijo de un rey?’ ‘Sí.’ ‘¿Por qué no le das dinero y acallas así su enemistad?’ ‘No quiere el dinero; sólo le interesa la vida. Le temo, y, además, soy un hombre vejado.’ ‘Si has sido vejado, como aseguras, pide a Dios que te auxilie contra él, puesto que Él te basta contra los maleficios de tu enemigo y contra los maleficios de todos aquellos de quienes temes.’
»”El hijo del rey levantó la cabeza al cielo y rogó: ‘¡Oh, Tú, que escuchas las súplicas del oprimido y apartas de él las desgracias cuando te lo pide! ¡Auxíliame y apártalo de mí! Tú eres todopoderoso’.
»”Cuando la ogresa hubo oído estas palabras, se alejó y el hijo del rey volvió junto a su padre y le refirió lo que había ocurrido con el visir.
»”Así, pues, si tú, ¡oh rey!, te fías de este sabio, él te matará con la peor muerte. Si le das regalos y le allegas a ti, no hará más que meditar la forma de hacerte morir. ¿No te das cuenta de que te ha librado de la enfermedad con medicación exterior, con algo que sólo has tocado con la mano? ¿Quién te garantiza que no te mate con algo que te haga tocar?”
»El rey Yunán dijo: “Dices verdad; puede ocurrir lo que has mencionado, ¡oh visir del buen consejo! Quizás este sabio haya venido con la misión de darme muerte, y si, con algo que me hizo tocar con la mano, me curó, con algo que me haga oler puede matarme. ¡Oh, visir! ¿Qué hay que hacer?”” “Envíale un mensajero ahora mismo y pídele que se presente. Si viene, le cortas el cuello, pagándole así por adelantado el daño que contra ti medita. Así quedarás libre de él. Traiciónale antes de que él te traicione a ti.” “Dices verdad, visir.”
»El rey mandó llamar al sabio, y éste se presentó, alegre, sin saber lo que Dios, el Clemente, le había destinado. Como alguien dice;
¡Oh, tú, que ves con temor las vicisitudes del tiempo: tranquilízalo! Todas las cosas dependen de Quien ha creado la tierra.
Lo que está dispuesto, ocurre y no se borra. Vive seguro de que no sucederá lo que Dios no haya dispuesto.
»El sabio recitó los versos del poeta:
Si un día me acerco a ti sin expresar mi gratitud, dime, ¿para quién he preparado verso y prosa?
Antes de que yo pida, tú ya renuevas tus dones. Procedentes de ti me llegan sin retraso y sin excusa.
¿Por qué, pues, no he de dar a tu elogio todo lo que se merece? ¿Por qué no he de loar tu generosidad en público y en privado?
Agradeceré los favores que me has concedido. Mi boca no se cansará de repetirlos aunque abrumen mi espalda.
»Y añadió:
Abandona tus preocupaciones, pues todas las cosas dependen del Destino.
Alégrate al pensar en la llegada del bien inmediato y así olvidarás lo pasado.
Tal vez un hecho que te encoleriza, encierra en sí el origen de una pronta satisfacción.
Dios hace lo que quiere: no te opongas.
»Siguió:
Confía tus cosas al Benefactor, al Sabio, y no te preocupes de nadie más.
Sabe que las cosas no suceden como tú quieres, sino como quiere Dios.
»Y concluyó:
No te preocupes y olvida tus dificultades, pues las dificultades destruyen el buen sentido.
¿Para qué sirve el afanarse al pobre esclavo? Déjalo tranquilo: así vivirás en el bienestar permanente.
»Cuando llegó el sabio, el rey le preguntó: “¿Sabes para qué te he hecho venir?” “Lo desconocido sólo lo conoce Dios (¡ensalzado sea!).” “Te he mandado venir para matarte y arrancarte el alma.” El sabio Ruyán no cabía en sí de asombro al oír estas palabras. “¡Rey! —preguntó—. ¿Por qué vas a matarme? ¿Qué falta he cometido?” “Se me ha dicho que eres un espía que has venido para darme muerte. Te voy a matar antes de que me mates.” El rey dio un grito al verdugo: “¡Corta el cuello de este traidor y líbranos de sus maleficios!” El sabio rogó: “Déjame vivir, y Dios te dejará vivir. No me mates, pues Dios también te matará”.»
El pescador siguió: «Reiteró las súplicas de la misma manera que yo he hecho contigo, efrit, pero tú no me has hecho caso y has insistido en darme muerte. El rey Yunán dijo al sabio Ruyán: “No estaré seguro hasta que te haya dado muerte. Tú me has curado con algo que me hiciste tocar con la mano. No tengo la certidumbre de que no me mates con algo que me des a oler o con cualquier cosa por el estilo”. “¡Rey! ¿Ésta es la recompensa que me das? ¿Devuelves mal por bien?” “Nada: hay que matarte sin demora.” Cuando el sabio se convenció de que el rey le iba a dar muerte, rompió a llorar y se lamentó del bien que había hecho a quien no se lo merecía. Como se dice en los versos:
Maymuna carece de las dotes del juicio, a pesar de que su padre fue creado inteligente.
No anduvo jamás ni por terreno muy seco ni por terreno lleno de barro: la luz de su recto entender le impidió resbalar.
»Después se adelantó el verdugo, le vendó los ojos y, desenvainando la espada, preguntó al rey: “¿Das la orden?” El sabio lloraba y le decía al rey: “Déjame vivir y Dios te conservará. ¡No me mates, pues Dios te matará!”, y recitó los siguientes versos:
Di consejos, pero no fui escuchado; otros han engañado y han conseguido su propósito; mis consejos han hecho que sea despreciado.
Si vivo, no volveré a darlos; si muero, anunciaré en una lengua universal la suerte de todos los buenos consejeros.
»El sabio le preguntó al rey: “¿Ésta es la recompensa que de ti recibo? Me recompensas de la misma manera que paga el cocodrilo”. “¿Qué historia es esa del cocodrilo?” “No me es posible contarla en el estado en que estoy. Pero, ¡por Dios! ¡Déjame vivir y Dios te conservará!”
»El sabio lloraba de tal modo, que varios de los familiares del rey se incorporaron y dijeron: “¡Rey! Concédenos la sangre de este sabio. Jamás le hemos visto obrar mal en lo que a ti se refiere, y lo único que le hemos visto hacer ha sido librarte de la enfermedad ante la cual habían fracasado todos los médicos y los sabios”.
»Les dijo el rey: “Desconocéis la causa de que mate a este sabio; si le dejo con vida, estoy perdido, pues quien me ha curado la enfermedad que tenía sólo con hacerme tocar un objeto con la mano, puede matarme con cualquier cosa que me dé a oler. Temo que me mate para poder cobrar una recompensa; tal vez sea un espía que sólo ha venido con el fin de darme muerte. No me queda más remedio que poner fin a su vida. Sólo después podré estar tranquilo”.
»Dijo el sabio: “¡Déjame vivir y Dios te conservará! ¡No me mates, pues Dios te matará!”
»Cuando el sabio se hubo convencido, ¡oh efrit!, de que el rey le iba a matar, le dijo: “¡Rey! Ya que he de morir, concédeme un plazo para que vaya a mi casa, me purifique, recomiende a mis familiares y a mis vecinos que se encarguen de enterrarme, y legue los libros de medicina. Tengo uno extraordinario, que te lo dejaré a ti para que lo guardes en tu biblioteca”. “¿Qué libro es?” “Uno en el que hay innumerables maravillas. El menor de los secretos que encierra es éste: cuando me hayas cortado la cabeza, ábrelo. Cuenta tres páginas y lee tres líneas de la carilla que quede a tu izquierda: mi cabeza empezará a hablar y te contestará a todo lo que le preguntes.” El rey quedó admirado y se estremeció de emoción. Le dijo: “¡Sabio! ¿Cuando te haya cortado la cabeza, ésta va a hablar?” “Sí, ¡oh rey!, esto es un prodigio.”
»El rey le dejó marcharse custodiado. El sabio llegó a su casa y arregló sus asuntos durante aquel día. Al día siguiente se dirigió a la sala de audiencias. Habían acudidos los emires, visires, chambelanes, funcionarios y todos los magnates del reino. La sala parecía un jardín en flor. Cuando Ruyán entró, se colocó enfrente del rey; llevaba un libro antiguo y una cazoleta, en la cual había unos polvos.
»Se sentó y dijo: “Que me traigan una bandeja”. Se la llevaron, vertió los polvos y los extendió: “¡Rey! —dijo—. Coge este libro, pero no lo emplees hasta que me hayan cortado la cabeza. Cuando me la hayan quitado, colócala en esta fuente y manda que la aprieten bien encima de los polvos. Hecho esto, la sangre dejará de manar.” El rey [mandó que se le cortase la cabeza y cogió el libro.
»El verdugo le cortó la cabeza al sabio, que cayó en medio de la bandeja, y metió el cuello en los polvos. La sangre dejó de correr y el sabio abrió los ojos y dijo:][28] “Abre el libro”. El rey lo abrió, pero las páginas estaban adheridas. Se metió el dedo en la boca y lo mojó con saliva. Abrió así con esfuerzo la primera, la segunda y la tercera páginas, y continuó abriendo hasta llegar a la sexta, pero no había nada escrito.
»“¡Sabio! Aquí no hay nada escrito.” “¡Vuelve más hojas!” El rey volvió unas cuantas más durante unos momentos, hasta que el veneno penetró en su cuerpo repentinamente, pues el libro estaba envenenado. El rey se agitó, gritó y dijo: “¡El veneno me hace efecto!” El sabio Ruyán recitó:
Gobernaron, pero se excedieron en sus poderes; en breve los poderes cesarán. Parecerá como si nunca hubieran existido.
Si hubiesen obrado con equidad, con equidad hubiesen sido tratados; pero fueron injustos, y el destino ha sido a su vez injusto: los ha afligido con calamidades y pruebas.
La voz del tiempo recita: “Esto es a cambio de aquello”, y no hay modo de discutir con el destino.
»En cuanto el sabio Ruyán terminó de decir estas palabras, el rey cayó muerto.
»Sabe, efrit, que si el rey Yunán hubiese dejado vivir al sabio Ruyán, Dios le hubiese dejado vivir, pero no quiso que fuese así; al contrario, quiso matarle y Dios le mató a él. Si tú, ¡oh efrit!, me hubieses concedido la vida, Dios también te la hubiese concedido».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Su hermana Dunyazad le dijo:
—¡Qué dulces son tus palabras!
Sahrazad contestó:
—¿Y qué es esto en comparación de lo que os contaré la próxima noche si vivo y el rey me concede gracia?
Pasaron la noche felices hasta que llegó la aurora. El rey se dirigió al diván y cuando terminó se dirigió a su palacio y se reunió con sus familiares.
Cuando llegó la noche seis, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el pescador siguió diciéndole al efrit:] «Pero tú quisiste matarme, y yo te mataré, pues te he encerrado en este jarrón y voy a echarte al mar». El marid dio un chillido, diciendo: «¡Por Dios, pescador! ¡No lo hagas! ¡Sé generoso dejándome vivir y no me reprendas por lo que he hecho! Si yo he sido un malhechor, sé tú un bienhechor. Hay un famoso proverbio que dice: “¡Oh, benefactor del que ha obrado mal! Al malvado le basta con tu acción”. No hagas lo que hizo Umama con Atika». «¿Qué les ocurrió?» «No es ahora momento de referir historias, mientras estoy en prisión. Si me sueltas, te lo contaré.» «No tengo más remedio que echarte al mar, y no habrá modo de sacarte de él. Cuando te suplicaba y te rogaba humildemente, sólo buscabas mi muerte, a pesar de que no tenía ninguna culpa que pudiese servirte de justificación, pues nunca te había perjudicado en nada; sólo habías recibido mis favores, puesto que fui yo quien te sacó de la prisión. Cuando obraste así conmigo, me di perfecta cuenta de que eras perverso por naturaleza. Sabe que voy a arrojarte a este mar y que informaré de tu historia a todos los que te saquen, y les prevendré; así volverán a lanzarte al agua una y otra vez, y permanecerás en este mar hasta la consumación de los siglos, para que puedas gozar de las más variadas clases de tormentos.» El efrit suplicó: «Suéltame, pues éste es el momento de ser magnánimo. Te prometo que jamás te causaré daño, sino todo lo contrario. Te favoreceré con cosas que te enriquecerán para siempre».
El pescador le tomó juramento de que si le ponía en libertad no le haría daño jamás y de que, por el contrario, le favorecería. Cuando estuvo bien seguro de sus juramentos y de sus promesas, y una vez se lo hubo jurado por el Gran Nombre de Dios, el pescador destapó el jarrón. El humo fue saliendo, hasta salir por completo, y se transformó en un efrit de aspecto repugnante. Dio un puntapié al jarrón y lo echó al mar.
Cuando el pescador vio el jarrón en el agua, estuvo cierto de que iba a morir, y, orinándose en los vestidos, se dijo: «Esto no es buena señal». Pero haciéndose el fuerte, exclamó: «¡Efrit! Dios (¡ensalzado sea!) ha dicho: “Cumplid las promesas, porque se os exigirá cuenta de ellas”. Tú me has hecho una promesa y me has jurado que no me traicionarías; si lo haces, Dios te castigará, pues Él es celoso retribuidor; a veces retrasa la recompensa, pero nunca la olvida. Te digo lo mismo que el sabio Ruyán le dijo al rey Yunán: “Déjame vivir y Dios te dejará vivir”».
El efrit rompió a reír, se plantó delante de él y le dijo: «¡Sígueme, pescador!» Éste le siguió, sin acabar de entender si estaba a salvo. Anduvieron por el exterior de la ciudad, subieron a un monte y bajaron a una amplia campiña que tenía en el centro un estanque de agua.
El efrit se paró al llegar y le mandó que echase la red y pescara. El pescador miró la alberca y vio en ella peces de color blanco, rojo, azul y amarillo, de los cuales quedó admirado. Echó la red, tiró de ella y sacó cuatro peces: uno de cada color, por lo cual se puso muy contento. El efrit le dijo: «Llévaselos al sultán. Te dará lo que te hará rico. ¡Por Dios! Acepta mis excusas, pues después de estar en el mar durante mil ochocientos años no sabía cómo debía comportarme, puesto que no he vuelto a ver el mundo hasta ahora. Pesca aquí una sola vez al día. ¡Dios te guarde!» Dio unas patadas en la tierra, y ésta se abrió y lo engulló.
El pescador se dirigió a la ciudad, admirado de lo que le había ocurrido con el efrit. Cogió los peces, fue a su casa, tomó una olla de barro, la llenó de agua y puso en ella los peces, que dentro del agua revivieron. Hecho esto, fue a presentarse al rey y le ofreció los peces.
El soberano quedó sumamente admirado de lo que le ofrecía el pescador, puesto que jamás en la vida había visto animales de tal aspecto y calidad. Mandó: «Que entreguen estos peces a la esclava (cocinera)». Era ésta una joven que el rey de los rum[29] le había regalado tres días antes, y a la que aún no había puesto a prueba en la cocina. El visir le mandó que friera los peces y le dijo: «¡Joven! El rey me manda que te diga: “No reservo mis lágrimas más que para los días tristes. Consuélanos hoy con tu maestría en la cocina y con lo más apetitoso de tus guisos”. Hoy ha habido quien le ha hecho un regalo».
Después de haber dado estas órdenes, el visir volvió al lado del soberano y éste le mandó que le diese al pescador cuatrocientos dinares. El visir se los entregó y el pescador se los guardó y se dirigió a su casa, junto a su esposa, embargado de alegría; compró todo lo que necesitaba su familia. Esto es lo que se refiere al pescador.
En lo que se refiere a la joven, hay que decir que cogió los peces, los limpió y los colocó en la sartén; dejó que se frieran bien por un lado y les dio la vuelta sobre el otro. Pero, súbitamente, la pared de la cocina se abrió y por ella salió una joven adolescente, de talle esbelto, mejillas redondeadas, de perfecto aspecto, con los ojos negrísimos, de hermoso rostro y bien proporcionada. Vestía un chal de seda azul y llevaba pendientes en las orejas; en las muñecas, pulseras; en los dedos, anillos de piedras preciosas, y en la mano tenía una varita de bambú. Metió la varita en la sartén y dijo: «¡Peces! ¡Peces! ¿Mantenéis vuestra vieja promesa?» Al ver esto, la cocinera se desmayó. La adolescente repitió las mismas palabras por segunda y tercera vez, y los peces levantaron la cabeza de la sartén y respondieron: «Sí, sí». Todos a una recitaron:
Si regresas, regresaremos; si cumples, cumpliremos, y si huyes, obraremos de idéntico modo.
Entonces la adolescente dio vuelta a la sartén y salió por el mismo sitio por el que había entrado: en seguida la pared de la cocina se cerró de nuevo. Cuando volvió en sí, la cocinera vio los cuatro peces quemados como si fuesen pedazos de negro carbón, y empezó a lamentarse diciendo: «Al primer golpe se ha roto el bastón». Mientras estaba censurándose por lo ocurrido, se presentó el visir y le dijo: «¡Entrégame los peces del sultán!» La esclava rompió a llorar e informó al ministro del estado en que se encontraban y de todo lo ocurrido. Admirado, exclamó: «¡Es algo portentoso!» Mandó buscar al pescador, diciendo: «¡Traedlo!» Una vez en su presencia, se explicó: «¡Pescador! Es absolutamente necesario que nos traigas cuatro peces más como los que nos ofreciste antes».
El pescador se dirigió a la alberca, echó su jábega, tiró de ella y sacó cuatro peces. Los cogió, se los llevó al visir y éste se los entregó a la cocinera, diciéndole: «Fríelos delante de mí para que yo vea en qué para esta cuestión». La cocinera preparó los peces y los colocó en la sartén sobre el fuego.
Poco había transcurrido cuando la pared se abrió y apareció la adolescente, vestida de la misma forma. En su mano llevaba la varita. La metió en la sartén y preguntó: «¡Peces! ¡Peces! ¿Mantenéis vuestra vieja promesa?» Los peces levantaron la cabeza y recitaron este verso:
Si regresas, regresaremos; si cumples, cumpliremos, y si huyes, obraremos de idéntico modo.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche siete, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que cuando los peces hubieron hablado, la adolescente dio vuelta a la sartén con la varita, salió por el mismo sitio por el que había entrado y la pared se cerró. Después de esto, el visir salió de su escondite y exclamó: «¡Éste es un asunto que no puedo ocultarle al rey!» Se presentó al soberano y le refirió todo lo que había ocurrido delante de él. El rey exclamó: «¡Es imprescindible que lo vea con mis propios ojos!» Mandó llamar al pescador y le encargó que le llevase cuatro peces como los de la primera vez, concediéndole un plazo de tres días.
El pescador se dirigió a la alberca y le llevó en seguida los peces. El rey mandó que le entregasen cuatrocientos dinares y, volviéndose al visir, ordenó: «¡Prepara tú mismo estos peces aquí, en mi presencia!» «Oigo y obedezco.» Mandó que le entregaran la sartén, echó en ella los peces, después de haberlos limpiado, les dio vuelta y en el acto se abrió la pared y salió un esclavo negro que parecía un toro o, mejor, un adí[30]. Llevaba en la mano una rama verde. Preguntó con voz clara y aterradora: «¡Peces! ¡Peces! ¿Mantenéis vuestra vieja promesa?» Los peces levantaron la cabeza de la sartén y respondieron: «Sí, sí». Y recitaron este verso:
Si regresas, regresaremos; si cumples, cumpliremos, y si huyes, obraremos de idéntico modo.
Entonces el esclavo avanzó hacia la sartén y les dio la vuelta con la rama, hasta que, cuando quedaron como un pedazo de negro carbón, se marchó por donde había llegado. Apenas hubo desaparecido de sus ojos, el rey exclamó: «Esto constituye un asunto sobre el que no es posible guardar silencio. Es seguro que estos peces tienen una historia maravillosa». Mandó que de nuevo llevasen al pescador a su presencia, y cuando lo vio, le preguntó: «¿De dónde son estos peces?» «De una alberca que está situada entre cuatro montes detrás de este que está en las afueras de tu ciudad.» El rey, volviéndose al pescador, le preguntó: «¿A cuántos días de marcha?» «¡Señor nuestro! ¡Sultán! Está a media hora.»
El sultán quedó admirado y mandó que saliese en el acto el ejército acompañando al pescador; éste empezó a maldecir al efrit. Anduvieron, subieron al monte y bajaron, llegando luego a una amplia campiña que no había visto jamás en la vida. El sultán y todos los soldados estaban admirados de aquella planicie enmarcada entre cuatro montes, de aquel estanque en cuyas aguas se veían peces de cuatro colores: blanco, encarnado, amarillo y azul.
El rey, admirado, preguntó a sus soldados y a quienes le acompañaban: «¿Alguno de vosotros había visto con anterioridad la alberca de este lugar?» Todos respondieron: «¡No!» «¡Por Dios! No volveré a entrar en mi ciudad ni me sentaré en mi trono hasta conocer la verdad de este estanque y de sus peces.» Mandó a su séquito que acampasen al pie de los montes, y le obedecieron. Después llamó a su visir, que era un hombre informado, inteligente, perspicaz y muy hábil en toda clase de asuntos.
Cuando lo tuvo delante, le dijo: «Se me ha ocurrido algo que quiero llevar a la práctica. Consiste en que esta noche me iré solo a investigar qué ocurre con esta alberca y sus peces. Tú te sentarás a la puerta de mi tienda y dirás a los príncipes, a los visires y chambelanes que te pregunten: “El sultán está indispuesto y me ha ordenado que no permita entrar a nadie”. No refieras a nadie cuál es mi propósito». El visir no pudo contradecirle.
El rey se disfrazó, se ciñó la espada y se deslizó por entre los suyos. Así transcurrió parte de la noche; llegó la mañana y no paró de andar hasta la hora de calor.
Reposó, reemprendió después la marcha durante el resto del día y la segunda noche, hasta que amaneció. Entonces se distinguió a lo lejos un objeto negro.
Se alegró y pensó: «Tal vez encuentre a alguien que me explique qué es lo que ocurre con la alberca y sus peces». Cuando se acercó, vio que se trataba de un castillo construido con piedras negras, chapeadas de hierro. Una de las hojas de la puerta estaba abierta y la otra cerrada. Alegre, se plantó en medio de la entrada y llamó suavemente, sin recibir contestación; llamó por segunda y tercera vez sin resultado, y la cuarta lo hizo atronadoramente, pero nadie le contestó.
Se dijo: «No cabe duda: está deshabitado». Cruzó la puerta, entró en el vestíbulo y chilló: «¡Ah, los del castillo! Soy un extranjero, un caminante. ¿Tenéis alguna provisión para darme?» Volvió a repetirlo por segunda y tercera vez sin obtener respuesta. Entonces, sacando fuerzas de flaqueza y tranquilizándose, cruzó el vestíbulo y se dirigió al centro del palacio. Pero no encontró a nadie. Observó que estaba tapizado, y que en el centro había un estanque en el cual cuatro leones de oro rojo vertían un agua que parecía un chorro de perlas y pedrería. A su alrededor había pájaros, pero una red que se extendía sobre el palacio les impedía escapar.
El rey quedó admirado y entristecido de todo esto, puesto que no encontraba a nadie a quien poder preguntar por la historia de la alberca, de los peces, de los montes y del palacio.
Se sentó entre unas puertas para meditar, cuando, de súbito, oyó un gemido tristísimo que salía del fondo del alma, y que una voz suave empezaba a cantar estos versos:
Aunque intentase ocultar mi amor y mi pasión, se notarían, pues el sueño de mis ojos ha sido sustituido por el insomnio.
He dicho al amor, mientras se acrecentaban en mí las inquietudes: «¡Amor! ¿No me dejas ni me abandonas?»
He aquí que mi alma está entre penas y peligros…
Cuando el sultán oyó estos gemidos, se incorporó y avanzó hacia el lugar de donde procedían. Tropezó con un tapiz que cubría la puerta de un gran salón. Lo levantó y detrás de la cortina vio a un joven, sentado en un trono que se elevaba un codo del suelo. Era un hermoso adolescente, bien proporcionado, elocuente; su frente parecía de flores, sus mejillas estaban sonrosadas y en una de ellas tenía un lunar, que parecía un escudo de ámbar. Como dijo el poeta:
¡Qué esbelto! Por sus cabellos y su frente es uno de los que concede a la humanidad la noche y el día.
Tus ojos no han visto jamás nada tan hermoso entre tantas cosas como han contemplado:
Un lunar verde oscuro, situado encima de la roja mejilla, que, a su vez, está debajo de la negrísima pupila.
El rey se alegró al contemplarlo y lo saludó. El adolescente estaba sentado; vestía una túnica de seda bordada con oro, pero en él se apreciaban las huellas de una profunda tristeza. Contestó al saludo del rey y añadió: «Perdona que no me levante». «¡Joven! Infórmame acerca de esa alberca, de esos peces de colores, de este castillo, del porqué estás solo en él y de qué te hace llorar.” Cuando el adolescente hubo oído estas palabras, dejó caer las lágrimas por encima de la mejilla y lloró a mares.
El rey estaba admirado y le preguntó: «¿Qué te hace llorar?, ¡oh joven!» «¿Cómo no he de llorar si estoy en este estado?» Se llevó la mano al borde de la túnica y la levantó: su mitad inferior, hasta los pies, era de piedra, mientras que desde el ombligo hasta los cabellos era un ser humano. Dijo: «Sabe, ¡oh rey!, que estos peces tienen una historia maravillosa, que si se escribiese con agujas en los lagrimales de los ojos, sería una buena experiencia para quien la tuviera en cuenta».
«¡Señor! Mi padre era rey de esta ciudad, y se llamaba Mahmud; era dueño de las Islas Negras, y poseía estos cuatro montes. Gobernó durante setenta años y luego murió. Le sucedí en el poder y me casé con una prima que me amaba mucho, tanto que, cuando estaba lejos de ella, ni comía ni bebía hasta que volvía a verme. Permaneció bajo mi protección durante cinco años, hasta que cierto día fue al baño y mandó al cocinero que nos preparase la cena. Llegué a este palacio y me adormecí en el lugar en que ahora estoy. Mandé a dos esclavas que me abanicasen. Una se sentó junto a mí cabeza y la otra, a mis pies. Estaba intranquilo por la ausencia de mi esposa y no acababa de dormirme; antes bien, tenía los ojos entornados, pero mi espíritu estaba despierto. Oí que la esclava que estaba junto a mi cabeza le decía a la que estaba a mis pies: “¡Masuda! ¡Qué desgraciado es nuestro dueño en plena juventud! ¡Qué tristeza la suya al tener por esposa a nuestra señora, que es pérfida y pecadora! ¡Maldiga Dios a las mujeres adúlteras! Nuestro señor y su buen carácter no convienen a esa prostituta que para todas las noches en una casa que no es la suya”. La que estaba junto a mi cabeza, dijo: “Esto no debe preocuparle a nuestro dueño, ya que nunca le ha pedido cuentas”. “¡Ay de ti! ¿Es que nuestro señor sabe lo que ella hace? Le ha privado de su voluntad, pues le pone en la copa una mezcla que le da a beber todas las noches, antes de acostarse, y en ella pone banch[31]. Así duerme profundamente y no se entera de lo que ocurre ni sabe adónde va ni qué hace. Ella, después de haberle escanciado le bebida, se pone sus ropas y dejándole solo en el lecho, se ausenta hasta la llegada de la aurora, en que regresa a su lado; entonces le hace oler algo que le despierta de su sueño.”
»Cuando oí las palabras de las esclavas, mi semblante pasó de risueño a sombrío; sólo deseaba que llegase la noche. Regresó por fin mi prima del baño, extendió el mantel, cenamos y estuvimos sentados durante un rato, de sobremesa, como era nuestra costumbre. Después, pedí la bebida que tomaba antes de acostarme, y ella me entregó el vaso. Me abstuve de beber, pero, aparentando que lo hacía según era mi costumbre, lo vertí por el escote de mi vestido y, en el acto, fingí caer dormido. Entonces ella exclamó: “¡Duerme! ¡Ojalá no despertaras más! ¡Te odio! ¡Odio tu figura! ¡Estoy harta de tu trato!” Se levantó, se vistió sus mejores trajes, se perfumó, ciñó una espada y, abriendo la puerta del palacio, salió. Me incorporé y la seguí: cruzó la puerta del alcázar y atravesó los zocos.
»Así llegó a las puertas de la ciudad, a las que dirigió unas palabras que no entendí: los cerrojos cayeron, las puertas se abrieron y yo salí tras ella, sin que se diese cuenta. Llegó, por fin, a unas colinas y entró en un torreón recubierto por una cúpula de barro: cruzó la puerta, y yo subí a la azotea de la cúpula, desde donde podía ver lo que ocurría. Ella se presentó ante un esclavo negro, ardiente, cuyo labio superior parecía una tapadera y el inferior, un pote, tan colgantes, que podían recoger el polvo del suelo; estaba cubierto de pústulas y se recostaba encima de unas cañas de azúcar. La reina besó la tierra delante de él y el esclavo levantó la cabeza y, mirándola, dijo: “¡Ay de ti! ¿Qué te ha hecho llegar tan tarde? He invitado a los negros, han bebido y todos se han abrazado a sus respectivas amantes. Sólo yo me he abstenido de beber, pues te esperaba”. “¡Señor! ¡Amado de mi corazón! ¿No sabes que estoy casada con mi primo, al que me repugna ver, cuya compañía odio con toda mi alma? Si no fuese porque temo por ti, hace ya tiempo que habría transformado la ciudad en ruinas; en ella sólo cantarían el búho y el cuervo, y habría transportado sus restos al monte Qaf.” ¡Mientes, desvergonzada! ¡Por la virilidad de los negros —aunque nuestra hombría fuese como la hombría de los blancos—, juro que si vuelves a llegar a esta hora, a partir de hoy dejaré de ser tu amante y no colocaré más mi cuerpo sobre el tuyo! ¡Ah! ¡Traidora! ¡Has saltado únicamente a causa de tu voluptuosidad, impúdica, la más vil de las blancas!”»
Refirió el rey: «Cuando hube oído sus palabras y hube visto con mis propios ojos lo que ocurría entre ambos, perdí el mundo de vista y no supe ni en dónde me encontraba. Mi prima permanecía en pie, llorando, humillándose, y le decía: “¡Amor mío! ¡Fruto de mi corazón! No tengo a nadie más que a ti. Si me abandonas, ¡ay de mí, amor mío! ¡Luz de mis ojos!” No dejó de llorar y de humillarse ante él hasta que la perdonó. Entonces se tranquilizó, se quitó el traje y la ropa interior y le dijo: “¡Señor mío! ¿Tienes algo que darle de comer a tu esclava?” “Destapa la olla: encontrarás huesos de ratón cocidos. Cómelos y mastícalos. En ese tazón encontrarás buza: bebe.” Comió, bebió, se lavó las manos y, regresando a su lado, se tendió junto al esclavo, encima del montón de cañas: desnuda, se metió debajo de la colcha y los harapos. Cuando vi lo que hacía mi prima, perdí el conocimiento: descendí de lo alto de la cúpula, entré, cogí su espada y quise matar a los dos. Primero golpeé el cuello del esclavo…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la aurora el rey se dirigió a la audiencia y permaneció en el diván hasta el fin del día. Entonces se dirigió al palacio.
Dunyazad dijo:
—Termina la historia.
Sahrazad contestó:
—De mil amores.
Cuando llegó la noche ocho, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el rey siguió diciendo:] «… y le corté la cabeza, el cuello, la piel y la carne; creí que lo había matado, pues exhaló un suspiro muy fuerte. Mi prima se movió e incorporó, pero yo ya me había ido. Cogió la espada, la enfundó en la vaina, volvió a la ciudad, entró en el palacio y se tendió a dormir en mi lecho hasta la mañana. Al día siguiente se cortó el cabello, vistió de luto y me dijo: “¡Primo! No me censures por lo que hago, pero es que me he enterado de que mi madre ha muerto, de que han matado a mi padre en la guerra santa y de que uno de mis hermanos ha perecido víctima de la picadura de un animal venenoso, y el otro sepultado en la caída de un edificio. Es justo que llore y me entristezca”. Cuando oí sus palabras, le dije: “Has lo que bien te parezca, pues no he de contrariarte”.
»Permaneció triste y llorosa durante un año entero, desde el principio hasta el fin. Después de transcurrido este año, me dijo: “Quisiera construir en tu palacio un mausoleo que parezca una cúpula. Así me aislaría con mi pena. La llamaría la ‘Casa de los duelos’ ”. “Haz lo que te parezca bien.” Se construyó la “Casa de los duelos” y colocó en su centro una cúpula y una tumba parecida a un sepulcro, a la que transportó y en la que depositó al negro. Éste no había muerto, pero estaba muy débil y no podía servir de nada a mi prima: bebía vino continuamente, y desde el momento en que lo herí, no podía hablar, pero aún no le había llegado su hora. Ella lo visitaba todos los días, mañana y tarde, en la cúpula; lloraba a su lado, loaba sus virtudes y le daba a beber vino y caldo.
»Así continuaron las cosas, mañana y tarde, hasta el segundo año. Yo tuve paciencia, hasta el día en que entré, de improviso, en su habitación y la encontré llorando, abofeteándose el rostro y recitando estos versos:
Después de que os habéis alejado, he perdido la razón de vivir entre los humanos; mi corazón sólo a vosotros ama.
Coged mi cuerpo, por favor, y llevadlo doquiera que vayáis; doquiera que os detengáis, enterradme a vuestro lado.
Si mencionáis mi nombre al pie de mi tumba, el gemido de mis huesos contestará a vuestra invocación.
»Cuando terminó de recitar estos versos, le dije, desenvainando la espada: “¡Éstas son las palabras de las traidoras que reniegan del tálamo y no respetan la amistad!” Quise matarla y levanté mi mano en el aire. Ella se volvió y, dándose cuenta de que había sido yo quien había herido al negro, se puso en pie, pronunció unas palabras que no entendí y dijo: “¡Transfórmete Dios, en virtud de mis conjuros, en mitad piedra y mitad hombre!” Y quedé metamorfoseado en la figura que ahora estás contemplando: vivo sin poder levantarme ni sentarme; ni vivo ni muero. Cuando estuve así, encantó la ciudad y todo lo que ella contenía: zocos y jardines. En nuestra capital había cuatro clases de habitantes: musulmanes, cristianos, judíos y parsis; a todos los transformó en peces: los blancos son los musulmanes; los encarnados, los parsis; los azules, los cristianos, y los amarillos, los judíos. Metamorfoseó las cuatro islas de mi reino y las transformó en montes, a los que dispuso alrededor del estanque. Cada día me visita y me da cien latigazos con un azote de piel, hasta que salta mi sangre, después de lo cual me pone debajo de estas ropas, en la mitad superior de mi cuerpo, una camisa de crin».
El muchacho rompió a llorar y recitó:
Paciencia, ¡oh Dios!, con lo que Tú has dispuesto y ordenado. Tengo paciencia, si es que en ella está tu satisfacción.
He probado la desgracia que me ha afligido. Mi único intercesor es la familia del Profeta bendito.
Al oír esto, el rey se volvió al joven y le dijo: «Has añadido una pena a mis penas. ¿Dónde está esa mujer?» «En la tumba en que reposa el esclavo, debajo de la cúpula. La visita una vez al día y, cuando va, se me acerca, me desnuda y me da cien latigazos; lloro y grito, pero no puedo hacer ni un movimiento para defenderme. Después de haberme atormentado mañana y tarde, lleva al esclavo bebidas y caldos.» «¡Por Dios, que he de hacerte un favor por el cual se me reconocerá, y un beneficio que, después de mi muerte, quedará en los anales de la Historia!»
El rey se sentó y se quedó hablando con él hasta que llegó la noche. Entonces se levantó y esperó la llegada del alba. Se desnudó, ciñó la espada y se dirigió al lugar en que estaba el esclavo. Vio allí velas y candiles, incienso y pomadas. Se le acercó, le dio un golpe y lo mató. Lo colocó sobre su espalda y lo echó en un pozo que había en el palacio. Volvió a bajar, se vistió con la ropa del negro y se quedó debajo de la cúpula, con la espada desenvainada en toda su longitud.
Al cabo de un rato llegó la bruja, la libertina, y en cuanto entró, desnudó a su primo, cogió el látigo y le azotó. Él gritó: «¡Ay! ¡Me basta la inmovilidad en que estoy! ¡Ten piedad!» «¿Tuviste tú piedad de mí? ¿Dejaste en paz a mi amante?» Finalmente le puso la camisa de crin y encima la otra ropa. Bajó junto al negro, llevándole una copa de bebida y una taza de caldo; entró en la cúpula y rompió a llorar y a gemir diciendo: «¡Señor mío, háblame! ¡Señor mío, dime algo!» Y recitó:
¿Hasta cuándo durará este desvío y esta crueldad? Ya basta lo que ha hecho la pasión.
¿Hasta cuándo seguirás huyendo de mí intencionadamente? Si te has propuesto castigar a quien me deseaba, ése ya tiene bastante.
Llorando añadió: «¡Señor mío, habla y dime algo!» Entonces el rey, bajando la voz y desfigurando las palabras, se expresó en la jerga de los negros: «¡Ah, ah! —dijo—. ¡No hay fuerza ni poder sino en Dios!» Cuando ella oyó sus palabras, dio un grito de alegría y cayó desmayada. Cuando se repuso, preguntó: «¿Es que mi señor está curado?» El rey bajó la voz y dijo débilmente: «¡Libertina! ¡No eres digna de que te hable!» «¿Por qué?» «Todo el día estás atormentando a tu esposo y él grita, y eso me enoja hasta tal punto que no puedo dormir desde el atardecer hasta la mañana, ya que tu marido no cesa ni un momento de suplicarte y de implorarte clemencia: su voz me desvela. Si no hubiese sido por eso, ya me habría curado. Eso es lo que me impide contestarte.» «Con tu permiso, lo libraré del estado en que se encuentra.» «Desencántalo y nos dejará en paz.» «En el acto.»
La mujer se levantó, salió de la cúpula y se dirigió al palacio. Tomó un tazón, lo llenó de agua, pronunció sobre ella unas palabras y el agua empezó a hervir como hierve en un recipiente puesto al fuego. Después roció con ella a su esposo y dijo: «Por el poder de lo que salmodio, ¡abandona esta forma y vuelve a tu primitiva figura!» El joven se sacudió, se irguió sobre los pies y se regocijó por su liberación. Dijo: «¡Atestiguo que no hay más dios que Dios, y que Mahoma es el enviado de Dios! ¡Dios le bendiga y le salve!» «¡Vete y no vuelvas más por aquí, pues de lo contrario te mataré!», le gritó ella a la cara.
El joven salió de su presencia y ella volvió a la cúpula, descendió y dijo: «¡Señor mío! ¡Sal para que te vea!» Él contestó con palabras muy tenues: «¿Qué has hecho? ¡Me has quitado las ramas, pero no el tronco!» «¡Amado mío! ¿Cuál es el tronco?» «Las gentes de ciudad y de las cuatro islas. Todas las noches, cuando reinan las tinieblas, los peces sacan la cabeza fuera del agua y nos maldicen a ambos, a ti y a mí. Ésta es la causa que mantiene apartado de mi cuerpo el vigor de antaño. ¡Ponlos en libertad y regresa, coge mi mano y hazme levantar, pues habré recuperado la salud!»
Cuando oyó las palabras del rey, la mujer, que creía que era el esclavo, respondió loca de alegría: «¡Señor mío, lo que tú quieras! ¡Por el nombre de Dios!…» Muy contenta, salió corriendo, se dirigió a la alberca y, tomando un poco de agua…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche nueve, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que pronunció unas palabras ininteligibles. Los peces se agitaron, sacaron la cabeza y se transformaron, en el acto, en hombres, pues el embrujo había cesado. La ciudad recobró su vida, los mercados volvieron a funcionar, cada habitante volvió a sus quehaceres habituales y los montes se convirtieron en islas.
La apasionada bruja, en cuanto hubo terminado, regresó junto al rey, al que ella tomaba por el esclavo, y le dijo: «¡Amado mío! ¡Dame tu mano generosa para que la bese!» El rey le dijo en voz baja: «¡Acércate más!» Ella se acercó, él cogió su cimitarra y se la clavó en el pecho, hasta que la punta le salió por la espalda. Después, de un mandoble, la partió en dos mitades.
Hecho esto, salió de la cúpula y encontró al joven embrujado esperándole de pie, le felicitó por su liberación y el joven besó la mano de su salvador, dándole las gracias. El rey le preguntó: «¿Permanecerás en tu ciudad o me acompañarás a mis estados?» «¡Oh, rey del tiempo! ¿Sabes cuál es la distancia que te separa de tu ciudad?» «Dos días y medio.» «¡Oh, rey! Si estás durmiendo, despierta: tu ciudad está a un año de marcha, andando rápido. Si llegaste aquí en dos días y medio, fue debido a que mi ciudad estaba embrujada. Pero yo, rey, no apartaré de tu lado la mirada de mis ojos.» El soberano se alegró al oír estas palabras, y respondió: «¡Loado sea Dios, que me ha favorecido al ponerte en mi camino! Serás mi hijo, ya que en toda mi vida jamás me los ha concedido». Se abrazaron y se alegraron en extremo.
Después se dirigieron a palacio y allí el rey explicó a quienes habían estado embrujados, a los magnates de su reino, que iba a emprender la noble peregrinación.
Le prepararon todo lo que era necesario y en seguida él y el sultán emprendieron la marcha, pues éste estaba impaciente por llegar a sus estados, de donde faltaba desde hacía un año. Les acompañaban cincuenta mamelucos, cargados de regalos, y no pararon ni de día ni de noche, hasta que, transcurrido un año, llegaron a la ciudad del sultán. El visir y el ejército les salieron al encuentro muy contentos, pues ya habían perdido la esperanza de volverlo a ver. Los soldados se aproximaron, besaron el suelo delante de su señor y le felicitaron por estar a salvo.
El sultán entró en palacio, se sentó en el trono y mandó llamar al visir, a quien informó de todo lo que le había ocurrido con el joven. El visir, enterado de lo que había sufrido aquél, le felicitó por estar a salvo.
Cuando se normalizó la situación, el rey repartió dones entre muchas personas y después le dijo al visir: «¡Que me traigan al pescador que me ofreció los peces!» Se mandó buscar a este hombre que había sido la causa de la salvación de toda una ciudad, y una vez en su presencia, el monarca lo abrumó con sus favores y le preguntó por su situación y por sus hijos.
El pescador le informó que tenía un hijo y dos hijas. El rey se casó con una de éstas y el adolescente con otra; al hijo lo nombró tesorero, y envió al visir a la ciudad del joven, o sea, a las Islas Negras, nombrándole sultán y haciéndole acompañar por los cincuenta mamelucos que los habían escoltado; los llenó de regalos para todos los príncipes. El visir le besó la mano y emprendió el viaje, mientras que el rey y el joven se quedaron viviendo en paz y tranquilidad; el pescador, por su parte, pasó a ser el hombre más rico de su tiempo, y sus hijas fueron las esposas de los reyes, hasta que les llegó la muerte.
—Pero este relato —dijo Sahrazad— no es más maravilloso que el del faquín.
HABÍA en la ciudad de Bagdad un hombre soltero que era faquín. Cierto día que estaba en el zoco apoyado en su espuerta se le acercó una mujer envuelta en un chal de seda mosulí bordado en oro y con forro de brocado. Levantó algo su velo y quedaron al descubierto unos ojos negros con largas pestañas y ¡qué parpados!, sus extremidades eran delicadas, sus miembros perfectos. Le dijo con voz dulce: «Coge tu espuerta y sígueme». El faquín, que no acababa de dar crédito a lo que había oído, cogió la espuerta y la siguió hasta la puerta de cierta casa en la que llamó.
Salió un cristiano quien a cambio de un dinar le entregó una medida de aceitunas que colocó en la espuerta. Dijo al faquín: «Cárgalo y sígueme». El faquín se dijo: «Éste, por Dios, es un día bendito». Cogió la espuerta y la siguió hasta una frutería en donde compró manzanas sirias, membrillo osmanlí, melocotones de Amán, jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, anémonas y violetas. Colocó todo esto en la espuerta del faquín y le dijo: «¡Cárgalo!»
Lo cogió y la siguió hasta llegar a una carnicería. Dijo: «Córtame diez libras de carne». Se las cortaron y se las envolvieron en unas hojas de banano. Dijo al faquín: «¡Cárgalo y sígueme!» Cogió la espuerta y la siguió hasta una dulcería, en la que compró una bandeja y la llenó de todo cuanto había en la tienda: musabbaq, qatayf, maymuna, amsat, asabi y luqaymat al-qadi[32]; una vez la hubo llenado de dulces de todas clases, lo metió todo en la espuerta.
El faquín exclamó: «¡Si me lo hubieras advertido hubiese traído un mulo en el que hubiésemos cargado con todas estas cosas!» Ella sonrió y entró en una droguería, en la que compró diez clases distintas de perfume, entre ellos agua de rosas y de azahar; cierta cantidad de licores, un hisopo, agua de rosas almizclada, granos de incienso macho, áloe, ámbar, almizcle y velas de Alejandría. Lo colocó todo en la espuerta y dijo: «¡Coge tu espuerta y sígueme!»
Cargó con ella y siguió a la joven hasta llegar ante una hermosa mansión que tenía delante un gran patio; la casa era alta y estaba bien construida; las dos hojas de la puerta eran de ébano chapeado de oro rojo.
La joven se paró delante de la puerta y llamó discretamente: las dos hojas se separaron y el faquín observó a quien había abierto: era una adolescente de esbelto talle, de seno turgente, hermosa y bella; de cintura delgada, bien proporcionada; su frente parecía la luna nueva; sus ojos, los de una gacela; sus cejas arqueadas recordaban el novilunio de Ramadán; sus mejillas, anémonas; su boca, el sello de Salomón; su cara, la luna llena en el orto; sus dos senos, granadas bien proporcionadas, y su vientre, liso, era a los vestidos lo que la carta es al sobre.
Cuando el faquín la vio perdió la razón y poco faltó para que la espuerta se le cayera de la cabeza. Se dijo: ¡Jamás he tenido un día mejor que éste!»
La joven portera, mientras permanecía detrás de la puerta, dijo a la compradora y al faquín: «¡Bien venidos!»
Entraron y llegaron a una amplia sala adornada, hermosa, que tenía ménsulas, dorados, fuentes, bancos, tapices, armarios tapados por velos corridos; en medio había un estrado de mármol con incrustaciones de perlas y joyas, recubierto por un mosquitero de raso rojo, en cuyo interior reposaba una adolescente de ojos babilónicos, de un perfil más esbelto que el sol del alif[33] y una faz capaz de avergonzar al radiante sol: parecía un astro refulgente o una belleza árabe. Acerca de ella ha dicho el poeta:
Quien compara tu talle con la rama fresca, mala y falaz comparación hacía:
La rama más hermosa es aquella que se encuentra revestida por las flores; tú, en cambio, eres más hermosa cuanto más desnuda.
La tercera muchacha se levantó del lecho y contoneándose un poco avanzó al centro de la sala en el que estaban sus dos hermanas. Les preguntó: «¿Por qué estáis quietas? Quitad la carga de la cabeza de este pobre faquín». La que había comprado se acercó por delante, la que había abierto, por detrás, y la tercera las ayudó: así quitaron el peso de encima de la cabeza del mozo.
Vaciaron la espuerta y colocaron cada cosa en su sitio; después le dieron dos dinares y le dijeron: «¡Vete, faquín!» Miró a las tres muchachas, contempló su hermosura y su hermoso aspecto y se dio cuenta de que jamás había visto nada mejor; pero… no tenían esposo. Por otra parte, si contemplaba las bebidas, las frutas, los perfumes y demás objetos, quedaba perplejo y admirado y no quería salir.
Una joven le preguntó: «¿Qué te ocurre que no te vas? ¿Te parece que te hemos pagado poco?» Volviéndose a su hermana le dijo: «¡Dale otro dinar!» «¡Por Dios, mis señoras! —exclamó el faquín—. Acostumbro a cobrar la mitad de lo que me habéis dado. No me quejo de mi salario, pero mi corazón y mi entendimiento están pendientes de vosotras. ¿Cómo podéis vivir solas, sin tener varones a vuestro lado? ¡Si cuando menos tuvieseis uno con quien tener relaciones! Sabéis que los minaretes se sostienen con cuatro pilares, y a vosotras os falta el cuarto, puesto que las mujeres no pueden conseguir la felicidad sin la compañía de los hombres. Así ha dicho el poeta:
Observa las cuatro cosas que tengo: címbalo, laúd, arpa y flauta.
»Sois tres, pero necesitáis un cuarto y éste debe ser un hombre inteligente, de corazón, experto y que sepa guardar los secretos.» «Somos mujeres y tenemos miedo de entregar el secreto a quien no sepa conservarlo. En las crónicas hemos leído estos versos:
No entregues a nadie un secreto; no lo confíes; quien revela un secreto, lo divulga.»
Al oír estas palabras, el faquín exclamó: «¡Por vuestra vida! Soy un hombre inteligente, reservado. He leído libros y he estudiado las crónicas; sé descubrir lo bello, ocultar lo feo y obrar conforme a las palabras del poeta:
Guarda el secreto aquel que es fiel; el secreto permanece oculto entre las gentes más buenas.
En mí, el secreto está en una casa provista de unas cerraduras cuyas llaves se han perdido y a la que, además, se ha sellado la puerta».
Cuando las jóvenes oyeron los versos, las estrofas y las palabras que decía, le dijeron: «Nosotras pagamos por esta casa una cierta suma; ¿tienes tú algo con que puedas indemnizamos? No te invitaremos a que te quedes con nosotras hasta que pagues una cierta suma ya que tu propósito consiste en permanecer a nuestro lado, pasar a ser nuestro huésped y disfrutar de nuestra buena y agradable presencia». La dueña de la casa añadió: «Si la amistad no va acompañada de dinero, no vale ni el peso de un grano». La portera dijo: «Si nada tienes, vete sin nada». Pero la compradora exclamó: «¡Hermanas! ¡Basta ya, por Dios! Hoy no se ha mostrado impaciente con nosotras; si hubiese sido otro no hubiese tenido el mismo aguante. Cualquiera que sea la cuota que le toque pagar, la abonaré yo».
El faquín, alegrándose, exclamó: «¡Por Dios! ¡Jamás he conseguido mejor salario que el tuyo!» Le dijeron: «Siéntate, que de buen grado te admitimos». La compradora se ajustó el cinturón, alineó las botellas, decantó el vino, arregló el lugar de la tertulia al lado del estanque y acercó todo lo que podían desear; finalmente llevó el vino, y las tres hermanas se sentaron colocando al faquín entre ellas; a éste le parecía que estaba soñando.
La joven tomó la jarra de vino, llenó una copa y la bebió, y así otra y otra; escanció también a sus hermanas y después al faquín, quien, al cogerla, recitó:
¡Bebe el vino! Tendrás salud, pues este licor cura todos los males.
Y siguió:
Sólo bebe el vino quien está alegre: con la embriaguez desbordará de gozo.
Recitados estos versos besó la mano de las jóvenes, bebió y dirigiéndose a la dueña dijo: «Señora mía: soy tu adorador, tu esclavo, tu servidor». Recitó:
En la puerta espera uno de tus esclavos que conoce tu generosidad, los beneficios y el agradecimiento.
La joven le dijo: «¡Bebe, y que te aproveche!» Tomó el vaso, le besó la mano y empezó a cantar estos versos:
Le ofrezco un licor parejo a sus mejillas relucientes, sonrosadas, cuyo brillo sólo es comparable a la luz de un tizón.
Acercando los labios me dice riendo: «¿Cómo escancias a las gentes tus propias mejillas?»
Respondo: «Bebe, que esto son mis lágrimas teñidas de rojo por mi sangre y cuya mezcla, en la copa, es mi propia alma».
La joven tomó la copa y bebió; se acercó a sus amigas y empezaron a bailar, a cantar y a perfumarse. El faquín no se cansaba de abrazarlas y besarlas. Ésta le hablaba; la otra le estiraba y la tercera le pegaba con flores, y él no se apartaba de su lado; por fin el vino se les subió a la cabeza, y cuando la bebida se hubo enseñoreado de ellos, la portera se incorporó, se quitó sus ropas y quedó desnuda; echóse al estanque y empezó a jugar con el agua: se llenó la boca y mojó al faquín, tras lo cual se lavó sus miembros y lo que tenía entre los muslos[34].
Después, al salir del agua, se arrojó en los brazos del mozo y le dijo: «¡Amado mío! ¿Cómo se llama esto?», y señaló sus partes. «Tu misericordia.» «¡Uf! ¡Uf! ¿No te avergüenzas?», y, cogiéndole por el cuello, empezó a abofetearle. Exclamó el faquín: «Es tu vulva». «¡Quia! ¡Di otro nombre!» «Tu kiss.» «¡Quia! Di otro.» «Tu zumbur.» Pero ella no dejaba de golpearle y a la postre su cuello y su nuca fueron incapaces de soportar más cachetes. Le preguntó: «¿Cómo, pues, se llama?» «La albahaca de los puentes.» «¡Loado sea Dios por haberme salvado!, ¡oh albahaca de los puentes!»
De nuevo volvió a circular la tinaja y la copa. En éstas se levantó la segunda, se arrojó al estanque y obró exactamente igual como la primera. Al salir se arrojó en los brazos del faquín y señalando sus partes preguntó: «¡Luz de mis ojos! ¿Cómo se llama esto?» «Tu vulva.» «¿No te avergüenza decir semejantes palabrotas?», y le abofeteó de tal modo que toda la sala resonó. Añadió: «La albahaca de los puentes». «¡Quia!», y le dio golpes y coscorrones. Preguntó: «¿Cómo se llama?» «El sésamo descortezado.»
Después se levantó la tercera, se quitó sus ropas, se arrojó al estanque y obró exactamente igual como las que la habían precedido. Al salir se vistió, se echó en los brazos del faquín y le preguntó también: «¿Cómo se llama esto?», y señaló sus partes. Él empezó a decir nombre tras nombre hasta que le preguntó, harto ya de sus tortazos: «¿Cómo se llama?» «La fonda de Abu Mansur.»
Al cabo de unos momentos se incorporó el faquín, se desnudó y se metió en el estanque, en cuyas aguas sobrenadaba su miembro; se lavó de la misma manera como ellas lo habían hecho y al salir se arrojó encima de sus compañeras, colocando los brazos encima de la portera y los pies sobre la compradora. Hecho esto, señalando su falo, preguntó: «¡Dueñas mías! ¿Cómo se llama esto?» En cuanto oyeron sus palabras, las tres se echaron a reír hasta más no poder. Respondieron: «Tu zib». «¡Qué va!», y dio un mordisco a cada una. «Tu aira.» «¡No!»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche diez, su hermana Dunyazad le dijo:
—¡Hermana mía! Termínanos tu cuento.
—Con mucho gusto. Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el faquín] empezó a abrazarlas y a besarlas mientras ellas se tronchaban de risa; al fin preguntaron: «¿Cómo se llama?» «El mulo de los puentes que se alimenta de la albahaca, come el sésamo descortezado y pernocta en la fonda de Abu Mansur.» Las tres reían tan desaforadamente que se revolcaban en el suelo.
Ocurrido esto siguieron haciendo tertulia hasta la caída de la tarde. En este momento dijeron al faquín: «Vete y muéstranos la anchura de tus espaldas». «¡Por Dios! Preferiría exhalar mi último suspiro antes de apartarme de vosotras. Añadamos la noche al día y después será el momento de que cada uno de nosotros siga su camino.» La compradora exclamó: «¡Por el aprecio que me tenéis! Invitémosle a que pase la noche con nosotras: nos reiremos, ya que es un agradable desvergonzado». «Puedes pasar la noche con nosotras con una sola condición: la de que estés bajo nuestras órdenes; que cualesquiera que sean las cosas que veas, no pidas explicaciones ni quieras saber la causa.» «Conforme.» «Levántate, dirígete a la puerta y lee lo que en ella hay escrito.» Se incorporó, se acercó a la puerta y vio una inscripción grabada con letras de oro. Leyó: «No hables de lo que no te incumbe si no quieres oír lo que no te gusta». El faquín dijo: «Doy fe de que no diré nada de aquello que no me afecte».
La compradora se levantó, preparó la cena, la colocó en la mesa y después encendieron las velas, quemaron áloe y se sentaron a comer y a beber. De improviso oyeron llamar a la puerta, pero no se alteraron.
Una de ellas se incorporó y fue a abrir. Regresó al cabo de un momento y dijo: «Esta noche nuestra fiesta va a ser completa, puesto que he encontrado en la puerta a tres extranjeros, con el mentón pelado y a los que falta el ojo izquierdo. Ésta es una coincidencia bien rara. Son forasteros, proceden del territorio bizantino; los tres tienen un aspecto y una figura burlescas. Si entran nos reiremos de ellos». No paró de insistir a sus compañeras hasta que le dijeron: «Invítalos a entrar, pero indícales la condición de que nada dirán de lo que no les importa, pues si no oirían lo que no les ha de agradar».
Se fue corriendo y volvió acompañada por los tres tuertos que tenían el mentón pelado, el bigote retorcido y tieso: eran saaluk, monjes mendicantes. Saludaron y se pusieron aparte, pero las jóvenes se incorporaron y los hicieron sentar.
Los tres miraron al faquín, se dieron cuenta de que estaba borracho, pero, al contemplarle, creyeron que pertenecía a su misma orden y dijeron: «Es un saaluk como nosotros; nos hará compañía». En cuanto el faquín oyó estas palabras se puso en pie, movió los ojos y les dijo: «Sentaos sin indiscreciones, ¿o es que no habéis leído lo que está escrito en la puerta?» Las mujeres se rieron y se dijeron: «Bien nos vamos a divertir con los saaluk y el faquín». Ofrecieron la cena a los monjes; éstos aceptaron y más tarde se sentaron para hacer tertulia.
Mientras la portera les escanciaba el vino y la copa circulaba entre ellos, el faquín dijo a los saaluk: «¡Hermanos nuestros! ¿Sabéis algún cuento o alguna agudeza con la que podamos distraemos?» Cuando hubieron entrado en calor pidieron instrumentos de música y la portera les entregó un tambor de Mosul, un laúd iraquí y un címbalo persa. Los saaluk se pusieron en pie y uno tomó el tambor, otro el laúd y el tercero el címbalo y empezaron a tocar; las mujeres les acompañaron con el canto y el sarao fue elevándose de tono.
Entonces alguien llamó a la puerta. La portera fue a ver quién había y cuál era la causa de la llamada.
Aquella noche el califa Harún al-Rasid había salido, acompañado por su ministro Chafar y por su verdugo, Masrur, para ver y oír lo que ocurría de nuevo. En estos casos era su costumbre disfrazarse de comerciante.
Cuando hubieron salido y hubieron recorrido la ciudad, su camino les llevó junto a aquella casa en donde oyeron el sonido de los instrumentos musicales. El Califa dijo a Chafar: «Quiero entrar en esta casa y ver quiénes son los dueños de estas voces». «Son borrachos; procura que no tengamos algún disgusto.» «Me place entrar y quiero que te las ingenies para conseguirlo.» «Oigo y obedezco.»
Se adelantó, llamó a la puerta, salió la portera y abrió. Chafar dijo: «Somos comerciantes de Tiberíades; hace ya diez días que estamos en Bagdad con nuestras mercancías. Nos hospedamos en el barrio de los comerciantes. Esta noche nos ha invitado un cofrade y nos ha ofrecido, en su casa, una buena cena y nos hemos quedado un rato de sobremesa. Más tarde ha permitido que nos marchásemos, pero hemos salido cuando ya había cerrado la noche, y como somos extraños hemos perdido el camino del barrio en el que residimos. Esperamos de vuestra generosidad que nos permitáis entrar y pernoctar, por esta noche, en vuestra casa. Dios os recompensará».
La portera los miró, vio que parecían mercaderes y que eran gente distinguida. Volvió junto a sus compañeras para consultarlas. Le dijeron: «Hazlos entrar». Regresó, les abrió la puerta y ellos le dijeron: «Entramos con tu permiso». «Entrad.» El Califa, Chafar y Masrur cruzaron el umbral.
Cuando las jóvenes los vieron se incorporaron, les acogieron bien y dijeron: «¡Bien venidos sean nuestros huéspedes! Pero hemos de imponeros una condición: nada diréis de lo que no os importa, pues si no oiréis lo que no os ha de agradar». «Aceptamos.» Se sentaron a beber y continuó la tertulia.
El Califa miró a los tres saaluk, y al ver que eran tuertos del ojo izquierdo quedó admirado; dirigió la vista a las jóvenes, y al contemplar su hermosura y su belleza quedó perplejo y entusiasmado. Al seguir la tertulia y la conversación, ofrecieron vino al Califa. Pero éste lo rechazó y dijo: «Soy un peregrino», y se apartó.
La portera se incorporó, le acercó una mesita con incrustaciones, y encima de la misma colocó una taza de porcelana china y la llenó de agua purísima en la que puso un pedazo de hielo, añadió azúcar y lo movió. El Califa le dio las gracias y se dijo: «Mañana la recompensaré por el bien que hace». Continuaron distrayéndose con la conversación y cuando el vino se hubo subido a la cabeza, la dueña de la casa y sus sirvientas se levantaron. Cogiendo la mano de la compradora le dijo: «Ponte en pie y cumplamos nuestro deber». «Sí.»
La portera, entonces, se puso de pie y colocó a los monjes detrás de la puerta, delante de ellas, todo eso después de haber dejado vacío el centro de la sala. Llamaron al faquín y le dijeron: «¡Cuán poco es tu afecto! Tú no eres un extraño; tú eres de casa». El faquín se incorporó, ciñó un cinturón y preguntó: «¿Qué queréis?» «Quédate en tu sitio.»
La compradora se acercó y le dijo: «Ayúdame». Vio dos perras negras con cadenas en el cuello. El faquín las cogió y las condujo al centro de la sala. La dueña de la casa se acercó, se remangó, cogió un látigo y dijo al faquín: «Tráeme una de esas perras». Tiró de la cadena y se la acercó mientras el animal lloraba y movía la cabeza en dirección de la joven. Ésta empezó a darle de latigazos en la cabeza y la perra empezó a aullar, pero no dejó de golpearla hasta que se le cansaron los brazos. Entonces soltó el látigo, acercó la perra a su pecho y empezó a sollozar y a besarla en la cabeza. Al cabo de unos momentos dijo al faquín: «Coge ésta y dame la otra». La cogió e hizo con ella lo mismo que había hecho con la primera.
Todo esto preocupó al Califa, le oprimió el pecho e hizo señas a Chafar para que le interrogase. Pero éste le respondió de la misma manera indicándole que se callara.
La dueña de la casa dijo a la portera: «Cumple tu obligación». «En el acto.» La señora subió al lecho de mármol chapeado en oro y plata y dijo a la portera y a la compradora: «Traed lo que tenéis». La portera se colocó a su lado en el mismo lecho y la compradora entró en una salita de la que salió con una bolsa de raso con flecos verdes.
Se colocó delante de la dueña de la casa, abrió la bolsa y sacó un laúd. Templó las cuerdas y cantó estos versos:
Devolved a mis párpados el sueño que les fue robado; decidme dónde fue a parar mi razón.
Cuando ocupé la casa del amor aprendí que el sueño se había enojado con mis párpados.
Dijeron: «Dábamos fe de que estabas en el recto camino. ¿Qué te ha extraviado?» Buscad en su mirada la causa.
Le disculpo de la sangre que ha derramado, pues digo: «Le he forzado a verterla».
Hizo reflejar en el espejo de mi pensamiento el sol de su imagen que ha encendido en llamas mis entrañas.
Dios le ha formado con el agua de la vida y los restos de ésta los ha hecho correr por su boca al darle dientes frescos y blancos.
¿Qué piensas de un amante que no le recuerda más que con quejas o sollozos o gemidos o pasión?
Contempla tu imagen en el agua pura cuando la va a beber y se calma la sed sin llegar a tragarla.
Y añadió:
Me he emborrachado con su mirada, ya que no lo he hecho con su vino: únicamente por esto se ha apartado el sueño de mis párpados.
Me ha embriagado su cuello, no el vino; sus bellas cualidades me han emborrachado, no el licor.
La curva de sus aladares ha encorvado mi firmeza; me ha robado el entendimiento aquello que encierran sus vestidos.
Cuando la joven oyó todo esto, exclamó: «¡Dios te favorezca!», se desgarró los vestidos y cayó desvanecida en el suelo. Su cuerpo quedó al descubierto y el Califa vio huellas de estacazos y de latigazos y quedó admirado a más no poder. La portera se puso de pie, salpicó su cara con agua, con lo cual recuperó el conocimiento y en seguida le llevó un vestido nuevo y la obligó a ponérselo.
El Califa dijo a Chafar: «¿No has visto en esa mujer la huella de los cintarazos? No podré callarme y no tendré reposo hasta que sepa la verdad de lo que ha ocurrido a esta joven y lo que ha pasado a las dos perras». «Señor —respondió Chafar—, nos han puesto una condición que pedía que no habláramos de lo que no nos incumbía si no queremos oír lo que no nos gusta.»
La compradora cogió el laúd, lo apoyó en su seno, lo pulsó con la yema de los dedos y cantó:
Si se nos quejasen del amor, ¿qué diríamos? O si la pasión nos dañara, ¿qué haríamos?
Podemos mandar un mensajero que exponga nuestro estado, pero las quejas del amante no admiten embajador.
Si tenemos paciencia la vida sólo nos es lícita después de la pérdida de los amigos por poco tiempo.
Sólo nos quedan la tristeza, la pena y las lágrimas que corren por las mejillas.
¡Oh, vosotros que habiendo ocupado un lugar en mi corazón os habéis apartado del alcance de mi vista!
¿Habéis mantenido, junto al amor, el pacto de un amante que no se aparte de él a pesar del transcurso del tiempo?
O ¿habéis olvidado, debido a la lejanía, a un amante al que la languidez y el extenuamiento han hecho enflaquecer?
Cuando llegue el juicio final y nos reunamos espero oír una larga rendición de cuentas.
Cuando la segunda mujer oyó los versos de la compradora desgarró sus vestidos de la misma manera como lo había hecho la primera, empezó a sollozar y cayó desmayada en el suelo. La compradora, después de haberle rociado la cara con agua, le puso un vestido nuevo.
Ocurrido esto, se puso en pie la tercera mujer, se colocó en el lecho y dijo a la compradora: «¡Canta para que pueda pagar mi deuda, pues sólo falta esta voz!» La compradora templó el laúd y recitó estos versos:
¿Hasta cuándo durará esta separación, este duro trato? Mis lágrimas han corrido en cantidad más que suficiente.
A propósito me has mostrado, durante largo tiempo, el desvío. Si tu propósito era complacer a quien me envidia, lo has conseguido.
Si el injusto destino fuese equitativo con el amante, no sería necesario reconciliarse el día de las reconvenciones.
¿A quién explicaré mi pasión —¡oh, mi asesino!, ¡oh, calamidad de quien se queja!— si se ha perdido la felicidad?
Mi pasión por tu amor crece dolorosamente. ¿Cuándo prometiste? No creo que te contradigas.
¡Musulmanes! Tomad venganza de un esclavo del amor cuya vista no descansa por haberse acostumbrado a la vigilia.
¿Es lícito en ley de amor que yo quede humillado y otros se ennoblezcan con la unión?
Me he enamorado, sin prejuicios, de vuestro amor; quien me censura por ese amor se carga con esa injuria.
Cuando la tercera mujer hubo oído estas palabras, dio un grito, desgarró sus vestidos y cayó desmayada en el suelo. Al quedar sus carnes al descubierto pudo verse la huella de bastonazos parecidos a los que habían mostrado las que la habían precedido.
Los saaluk dijeron: «¡Ojalá no hubiésemos entrado en esta casa y hubiésemos dormido en un montón de paja! Nuestro sueño aquí queda enturbiado con algo que parte el corazón». El Califa se volvió a ellos y les preguntó el porqué de lo ocurrido. Respondieron: «Nos preocupa el misterio de todo esto». «¿No sois de esta casa?» «No; creemos que pertenece al hombre que está a vuestro lado.» El faquín exclamó: «No he visto este lugar nunca antes de esta noche. ¡Ojalá hubiese dormido en un montón de paja y no hubiese estado aquí!» Todos se dijeron: «Somos siete hombres y ellas tres mujeres, no hay nadie más. Les preguntaremos por lo ocurrido, y si no nos contestan de grado lo harán por fuerza».
Se pusieron de acuerdo en la forma de proceder, pero Chafar dijo: «Esto no es justo. ¿Vamos a interrogarlas si somos sus huéspedes y nos han impuesto una condición que hemos aceptado? Falta poco para que termine la noche. Váyase cada cual por su camino; sólo falta una hora —añadió dirigiéndose al Califa— y mañana las mandaremos llamar a tu presencia y les preguntaremos su historia». El Califa no quiso aceptar y dijo: «No tengo paciencia para esperar». Continuaron y se preguntaron: «¿Quién las interrogará?» Algunos indicaron que el faquín.
Las mujeres les preguntaron: «¡Hombres! ¿De qué habláis?» El faquín se dirigió a la dueña de la casa y le dijo: «Señora; te pregunto —¡por Dios!— y te conjuro en su nombre para que nos refieras la historia de las dos perras, la causa por la que las has castigado y por qué luego has llorado y las has besado; explícanos, también, la causa de los bastonazos cuyas huellas se ven en el cuerpo de tu hermana. Éstas son nuestras preguntas. La paz sea contigo». La dueña del lugar preguntó al grupo: «¿Lo ha dicho en nombre vuestro?» Todos, excepto Chafar, contestaron que sí.
Al oír esta respuesta la joven exclamó: «¡Por Dios! ¡Huéspedes! Nos habéis ofendido de mala manera, puesto que antes os hemos impuesto una condición que decía bien explícitamente que quien habla de lo que no le importa oye lo que le disgusta. ¿No es suficiente el que os hayamos permitido entrar en nuestra casa, el que os hayamos dado de comer de nuestra comida? La culpa no es vuestra, sino de quien os ha conducido a nuestra presencia». Dicho esto se remangó, dio tres patadas en el suelo y gritó: «¡Venid presto!»
En el acto se abrió la puerta de un armario y salieron de él siete esclavos con espadas desenvainadas. Les dijo: «¡Atad las manos de éstos que tienen la lengua tan larga a la espalda! ¡Ligadlos unos con otros!» En cuanto estuvo hecho preguntaron: «¡Oh, velada! ¿Nos permites que les cortemos el cuello?» «Concededles un respiro para que nos digan quiénes son antes de matarlos.»
El faquín exclamó: «¡Señora! No me mates por las faltas que otros han cometido. Todos ellos han errado y han caído en falta; pero yo no. ¡Por Dios! ¡Qué noche más hermosa hubiésemos pasado de no tropezar con estos tres saaluk que, si entrasen en una ciudad populosa, la destruirían!» Recitó:
¡Qué bello es el perdón que concede el poderoso, especialmente cuando lo otorga al débil!
¡Por la santidad del afecto que entre nosotros existe! No mates a uno por otro.
Cuando el faquín hubo terminado, la joven se echó a reír…
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche once, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que se acercó al grupo y dijo: «Contadme quiénes sois, pues sólo os queda una hora de vida, ya que sois humildes: Si hubieseis sido nobles o grandes gobernantes, os castigaría en el acto».
El Califa dijo: «¡Ay de ti, Chafar! Dile quiénes somos, pues de lo contrario nos matará». «Es lo que nos merecemos.» «No hay que bromear en los momentos de peligro; cada cosa tiene su tiempo.»
La joven se acercó a los saaluk y les preguntó: «¿Sois hermanos?» «¡No, por Dios! Somos simples barberos.» Preguntó dirigiéndose a uno de ellos: «¿Naciste tuerto?» «¡No, por Dios! Pero me ha ocurrido algo extraordinario desde el momento en que he perdido el ojo. Todo eso tiene una larga historia que si se escribiese con una aguja en el lagrimal constituiría una enseñanza para quien quisiera sacar provecho.» Preguntó al segundo y al tercero; éstos le contestaron de idéntica manera que el primero. Dijeron: «Cada uno de nosotros es de un país distinto; nuestros relatos son portentosos, y lo que nos ha ocurrido es prodigioso». La joven, dirigiéndose al grupo, dijo: «Cada uno de vosotros va a contar su historia y la causa por la cual ha venido a parar a nuestra casa; después se pasará la mano por la cabeza y se marchará en pos de su destino».
El primero que se adelantó fue el faquín. Dijo: «Soy un faquín a quien cargó la compradora y con ella vine hasta aquí. En vuestra compañía me ha ocurrido lo que me ha ocurrido. Y la paz». La joven le dijo: «Alísate el pelo y vete». «No me iré hasta haber oído el relato de mis compañeros». Entonces el primer saaluk se adelantó.
Dijo: «¡Señora! He aquí la causa de que lleve pelado el mentón y de que haya perdido un ojo: Mi padre era rey y tenía un hermano que, a su vez, era rey de otra ciudad. Se está de acuerdo en que mi madre me dio a luz el mismo día en que nació mi primo; transcurrieron años, años y días, y crecimos.
»Yo visitaba de cuando en cuando a mi tío y permanecía con él muchos meses. Cierta vez en que le fui a visitar, mi primo me honró en grado sumo, sacrificó varios carneros y me sirvió vino en abundancia. Nos sentamos a beber y cuando el vino se hubo enseñoreado de nosotros, me dijo: “¡Primo! Tengo algo muy importante que pedirte, quiero que no me contraríes en lo que quiero hacer”. “¡De buen grado!”
»Se aseguró de mí con los mayores juramentos y, en seguida, se ausentó por un momento. Regresó seguido de una mujer preciosa y educada que llevaba un traje que debía costar un verdadero capital. Se acercó a mí seguido por la mujer y dijo: “Coge a esta mujer y ve, delante de mí, a tal cementerio”. Me lo describió, y cuando estuve bien enterado añadió: “Métete con ella entre las tumbas y espérame allí”.
»Me fue imposible contradecirle y tampoco rechazar su petición debido a los juramentos que había prestado. Cogí a la mujer, y en su compañía me interné entre las tumbas.
»Hacía poco que nos habíamos sentado cuando llegó mi primo llevando un tazón con agua, una bolsa llena de yeso y un pico. Cogió éste, se acercó a un sepulcro que estaba en medio de una fosa y echó las piedras a un lado. Después empezó a cavar en la tierra hasta que dejó al descubierto una losa del tamaño de una pequeña puerta y debajo de ésta una escalera de cuerda. Se volvió y dirigiéndose por señas a la mujer le dijo: “A ti te toca elegir”.
»La mujer bajó por la escalera y el hijo de mi tío me miró y me refirió: “¡Primo! Termina de hacer la buena obra: cuando haya bajado a ese lugar coloca la losa y tápiala de la misma manera que estaba: Esto es todo el favor. En el saco tienes el yeso y en este recipiente está el agua; mézclala con el yeso, enyesa la tumba alrededor de las piedras para que quede como estaba antes, para que nadie se fije en ella y no pueda decir: ‘ésta se ha abierto de nuevo’. El interior es viejo, puesto que he trabajado en su construcción durante un año entero, y sólo lo conoce Dios. Esto es lo que tenía que pedirte. ¡No te aflijas por mí!”
»Descendió por la escalera, y cuando se hubo perdido de mi vista me incorporé, coloqué la losa e hice todo lo que me había mandado hasta dejar la tumba como antes.
»Regresé al palacio de mi tío. Éste estaba de caza. Dormí bien y al despertar y recordar la noche pasada y lo que me había ocurrido con mi primo me arrepentí de lo hecho cuando ya de nada me servía. Me dirigí al cementerio, busqué la tumba pero no la reconocí y a pesar de que estuve buscando hasta la caída de la noche no encontré señal alguna que me sirviese de guía.
»Volví a palacio y no pude ni comer ni beber, puesto que mi pensamiento estaba fijo en mi primo, ya que nada sabía de lo que le ocurría. Me afligí muchísimo y pasé una noche intranquilo. Al amanecer regresé de nuevo al cementerio sin poder olvidar lo que había hecho mi primo y arrepintiéndome de haberle hecho caso. Busqué de nuevo por todas las tumbas, pero sin poder encontrar la que me interesaba.
»Durante siete días no interrumpí mi búsqueda, pero no encontré ningún indicio. Mi remordimiento iba en aumento hasta el punto de que casi me volví loco, y no encontré más recurso que el de ponerme en viaje y regresar al lado de mi padre.
»Cuando llegué a la ciudad de éste, un grupo de hombres que se adelantó desde las puertas de la ciudad me ató, lo cual me extrañó en gran manera puesto que era el hijo del rey y ellos eran los servidores de mi padre y mis esclavos. Ante ellos me entró un temor creciente y me dije: ¿Qué le habrá ocurrido a mi padre?”
»Empecé a preguntar a quienes me habían atado la causa por la que lo habían hecho, pero no recibí contestación. Al cabo de un rato me dijo uno de ellos que había sido mi criado: “El destino ha abandonado a tu padre, el ejército lo ha traicionado y el visir lo ha matado. Nosotros vigilábamos tu llegada”. Me llevaban a la fuerza y yo estaba fuera de mí por lo que había oído en referencia a mi padre.
»Me condujeron delante del visir que había matado a mi padre. Entre nosotros dos había una antigua enemistad, pues yo había sido aficionado al tiro con ballesta y cierto día en que estaba en la azotea del palacio se posó un pájaro en la de la casa del visir, que también se encontraba en ella. Quise hacer blanco en el pájaro con la ballesta, pero fallé, di en el ojo del visir y se lo hundí, pues así lo tenía dispuesto el destino. Como dijo el poeta:
Deja que el destino haga lo que quiera, y acepta lo que haga el destino.
Ni te alegres ni te entristezcas por nada, pues nada es eterno.
»O como dijo otro:
Hemos andado los pasos que nos estaban prescritos, pues a quien se le ha prescrito que ande, anda.
A quien le está prescrito morir en un lugar, no morirá en ningún sitio como no sea ése».
El saaluk siguió refiriendo: «Cuando hube vaciado el ojo del visir éste no pudo reclamar, pues mi padre era el rey de la ciudad. Ésta era la causa de nuestra enemistad. Al estar delante de él, atado, mandó que me cortasen el cuello. Le dije: “¿Me haces matar sin que sea culpable?” “¿Qué mayor culpa que ésta?”, dijo señalando el ojo perdido. Respondí: “Lo hice sin querer”. “Tú lo hiciste sin querer, pero yo lo haré de propósito. ¡Acercadle!”
»Me pusieron al alcance de su mano y metió uno de sus dedos en mi ojo izquierdo y lo vació. Desde entonces, como podéis ver, soy tuerto. Me ató aún más, me metió en una caja y dijo al verdugo: “Te entrego a éste. Desenvaina tu espada, cógelo, llévalo fuera de la ciudad, mátalo y abandónalo a las fieras para que lo coman”.
»El verdugo me cogió, me condujo fuera de la ciudad y allí me sacó de la caja. Yo tenía las manos atadas y los pies encadenados y él quiso vendarme el ojo antes de matarme. Me eché a llorar y recité estos versos:
Te coloqué como fuerte coraza para que me protegieses de las flechas de mis enemigos, y ahora eres su punta.
Esperaba que en cualquier desgracia que sufriese mi diestra, tú serías mi siniestra.
Deja a un lado lo que de mí dicen los que censuran; deja que sea el enemigo quien me arroje sus flechas.
Si no me defiendes del ataque del enemigo, permanece neutral: ni en favor ni en contra.
»Añadí aún estos versos:
¡Cuántos amigos hay que se toman por escudo y escudos son, pero del enemigo!
Crees que van a ser flechas certeras y sólo hacen blanco en tu corazón.
Se justifican diciendo: “Nuestros corazones son puros”. Dicen verdad, están “puros” de todo afecto por mí.
Añaden: “Haremos todo lo que podamos”. Dicen verdad: lo harán para perderme.
»Cuando el verdugo hubo oído mis versos —era el mismo que había servido a mi padre y al cual yo había favorecido— dijo: “¡Señor mío! ¿Qué haré? Yo soy un esclavo que recibe órdenes. Huye con tu vida y no vuelvas a esta tierra, pues entonces nos matarían a ti y a mí, pues ocurriría lo que dice el poeta:
Si temes una opresión, huye con tu vida: deja que la casa solloce por quien la construyó.
Puedes encontrar una tierra que valga tanto como otra, pero jamás encontrarás una vida que equivalga a otra.
Me maravillo de quien vive en un país en el que se le veja, cuando la tierra de Dios es tan amplia.
Aquel que está predestinado a morir en un lugar no morirá en otro distinto.
El cuello del león no engorda hasta que ellos, por sí mismos, se proveen de lo que necesitan”.
»Cuando hubo dicho esto besé sus manos y no di crédito a que estaba a salvo hasta que me hube alejado. El haberme salvado me hacía menospreciar la pérdida del ojo. Viajé hasta llegar a la ciudad de mi tío. Me presenté a él y le referí lo que había ocurrido a mi padre y lo que a mí me había sucedido y me había hecho perder el ojo. Lloró mucho y dijo: “Con ambas desgracias el destino aumenta mi preocupación y mi pena; tu primo ha desaparecido hace algunos días y no sé qué se ha hecho de él ni nadie ha sabido darme noticias suyas”. Se echó a llorar de tal modo que se desmayó. Cuando volvió en sí dijo: “¡Hijo mío! Estaba muy triste por la desaparición de tu primo, y tú acabas de aumentar mi preocupación y mi pena al referirme lo ocurrido a ti y a tu padre. Pero, hijo, es preferible la pérdida del ojo a la de la vida”.
»Después de esto no me fue posible callar lo que sabía de mi primo, que era su propio hijo. Le referí todo lo que me había ocurrido con él, y mi tío se iba alegrando a medida que iba oyendo hablar de su hijo. Me dijo: “Muéstrame la tumba”. “¡Por Dios, tío! No sé dónde está, puesto que he vuelto después repetidas veces para buscarla y no he sabido dar con ella.”
»Mi tío y yo nos dirigimos al cementerio mirando a derecha e izquierda hasta que la encontré. Ambos nos alegramos y entramos en el mausoleo, quitamos la piedra, levantamos la losa y bajamos cincuenta peldaños. Al llegar al fin nos envolvió tal cantidad de humo que nos cegó. Mi tío pronunció las palabras que quitan todo temor a quien las dice: “¡No hay fuerza ni poder sino en Dios, el Altísimo, el Grande!” Continuamos andando hasta llegar a una gran sala, llena de harina, grano, comestibles y muchas otras cosas. En medio de la misma vimos una cortina tendida sobre un lecho. Mi tío miró y vio a su hijo abrazado a la mujer con quien había bajado; ambos se habían transformado en negro carbón, como si los hubiesen metido en un horno. Cuando mi tío vio todo escupió en la cara de su hijo y exclamó: “¡Te está bien, vil! ¡Éste es el castigo de este mundo, pero aún has de sufrir el del otro, que será mayor y más duradero!”.
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche doce, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el saaluk siguió refiriendo:] «Después le golpeó con la sandalia, a pesar de que yacía como el negro carbón. Quedé impresionado de que le pegase y entristecido al ver a mi primo y a la joven convertidos en negro carbón. Dije: “¡Por Dios, tío! Consuélate del pesar de tu corazón. Estoy preocupado por lo que ha ocurrido a tu hijo. ¿Cómo él y la joven pueden haberse convertido en negro carbón? ¿No te basta verle en este estado que aún has de golpearle con la sandalia?” “¡Sobrino! Éste, mi hijo, desde su infancia sintió amor por su hermana, a pesar de que yo le apartaba de su compañía aunque me decía: ‘Ambos son aún niños’. Pero cuando crecieron cometieron torpezas. Me enteré y no quise dar crédito, pero por lo que pudiera ser reprendí fuertemente a mi hijo y le dije: ‘Abstente de hacer cosas tan deshonestas; nadie las ha hecho antes que tú y nadie las hará después que tú. Quedaríamos cubiertos, hasta la muerte, por la ignominia y el desprecio de todos los reyes, pues los correos difundirían nuestro deshonor. A ti te incumbe —le dije— saber dominar la pasión, pues yo me irritaría y te mataría’.
»”Lo aparté por completo de su lado y a ella la separé de él. Pero la corrompida le amaba mucho y Satanás se apoderó de ella. Al ver que los separaba, él construyó a escondidas este lugar subterráneo y transportó a él los alimentos que ves. Aprovechó mi ausencia, cuando salí de caza, para encerrarse en este lugar. La justicia de Dios (¡loado y ensalzado sea!) se ha vengado de ambos y los ha quemado en este mundo; en el otro les dará un castigo mayor y más duradero.”
»Nos echamos a llorar y mi tío añadió: “Tú eres mi hijo: él no lo era”. Medité un momento en el mundo y en sus acontecimientos; en todo lo que había ocurrido desde el asesinato de mi padre por el visir; cómo éste se había puesto en lugar de aquél y me había vaciado el ojo; medité en los hechos extraordinarios que había vivido mi primo, y volví a llorar. Subimos; colocamos de nuevo la losa y las piedras y dejamos la tumba como estaba antes, tras lo cual regresamos a nuestro domicilio.
»Apenas acabábamos de sentarnos cuando oímos el repicar de los tambores, el tañido de las trompetas y la algarabía de los guerreros. El mundo se llenó del estrépito y quedó cubierto por el polvo que levantaban los cascos de los caballos; estábamos perplejos, pues no sabíamos de qué se trataba. El rey preguntó por lo que pasaba y se le contestó: “El visir de tu hermano ha asesinado a éste, ha reunido soldados y mercenarios y ha venido por sorpresa, con su ejército, contra la ciudad. Los habitantes, sin poder hacerle frente, se le han sometido”. Me dijo: “Como caiga en sus manos, me mata”.
»Mi tristeza aumentó y recordé los acontecimientos que habían vivido mi padre y mi madre, y no sabiendo qué hacer, pues si me dejaba ver sería reconocido por los habitantes de la ciudad y por los soldados de mi padre que se apresurarían a matarme, no encontré cosa mejor, para salvarme, que afeitarme la barba. Así lo hice; cambié de vestido, salí de la ciudad y me vine a esta ciudad sin contratiempo. Tal vez en ella encuentre quien me conduzca a presencia del Emir de los creyentes, Califa del Señor de los Mundos, para poderle contar mi historia y todo lo que me ha ocurrido.
»He llegado esta noche y estaba perplejo, sin saber adónde ir, cuando tropecé con este saaluk. Le saludé y le dije: “Soy extranjero”. “También yo”, me respondió. Mientras decíamos esto se acercó nuestro tercer compañero y nos dijo: “Soy forastero”. “Nosotros también”, le contestamos. Anduvimos hasta que las tinieblas nos envolvieron y el destino nos condujo hasta vosotras. Ésta es la causa de que tenga afeitada la barba y de que me falte un ojo».
La joven dijo: «Pasa la mano por la cabeza y vete». «No me iré hasta haber oído el relato de los demás.» Todos habían quedado admirados de su historia, y el Califa dijo a Chafar: «No he oído jamás nada parecido a lo de este saaluk». El segundo saaluk se adelantó y besó la tierra.
Refirió: «Señora. No nací tuerto, y mi historia es maravillosa, tanto que si se escribiese con una aguja en el lagrimal constituiría una enseñanza para quien quisiera sacar provecho. Soy un rey hijo de un rey. Aprendí el Corán en sus siete lecturas y estudié los libros con sus propios autores, con los padres de la ciencia; me consagré al cultivo de la astrología y de la poesía y me esforcé en el cultivo de toda suerte de disciplinas hasta sobrepasar en ellas a mis contemporáneos. Mi fama fue bien conocida por todos los autores y mi nombre recorrió todos los ámbitos y países y mis cualidades fueron reconocidas por todos los reyes. El rey de la India, que había oído hablar de mí, pidió a mi padre que me permitiese ir a su lado y le envió regalos y presentes propios de un soberano.
»Mi padre dispuso seis buques y viajamos por mar durante un mes entero hasta avistar tierra. Desembarcamos los caballos que llevábamos con nosotros en el buque, cargamos de regalos diez caballos y emprendimos la marcha. Repentinamente vimos que se levantaba un polvo que terminó cubriendo el horizonte durante algún tiempo. Al disiparse aparecieron debajo sesenta caballeros semejantes a leones enfurecidos. Los examinamos y vimos que era una banda de beduinos, de salteadores de caminos. Ellos, al contemplarnos, darse cuenta de nuestro corto número y de que llevábamos diez cargas de regalos para el rey de la India, nos amenazaron con sus lanzas.
»Les hicimos señas con las manos y les dijimos: “Somos embajadores y nos dirigimos al Gran Rey de la India. No nos hagáis daño”. “No estamos en su territorio ni dependemos de él.” Mataron a parte de mis servidores, y los otros huyeron. Yo también emprendí la fuga después de haber recibido una herida grave. Los beduinos, al ver las riquezas y los dones, se despreocuparon de nosotros y yo marché sin saber adónde me dirigía, pues había dejado de ser poderoso y había pasado a ser humilde. Anduve hasta que llegué a la cima de un monte en donde encontré una cueva en la que me metí hasta que se hizo de día. Reemprendí la marcha hasta llegar a una ciudad repleta de bienes: el frío del invierno la había abandonado y la primavera había llegado ya con sus rosas. Me alegré de haberla encontrado, pues estaba cansado de tanto andar, la preocupación y la palidez habían hecho huella en mí y mi estado había cambiado.
»No sabía adónde ir. Me metí en la tienda de un sastre, lo saludé, me deseó la paz, me recibió bien, me trató con amabilidad y me preguntó la causa por la que estaba fuera de mi país. Le referí todo lo que me había ocurrido desde el principio al fin. Él se preocupó por mí y exclamó: “¡Joven! No digas a nadie quién eres, pues temo que te llegue alguna desgracia si se entera el rey de esta ciudad, puesto que él es el mayor de los enemigos que tiene tu padre, del cual quiere vengarse”. Me dio de comer y de beber. Comió conmigo y conversé con él hasta la noche. Me preparó un rincón al lado de su tienda y me entregó el colchón y la manta que iba a necesitar.
»Permanecí en su casa tres días, al cabo de los cuales me preguntó: “¿No sabes ningún oficio con el que puedas ganar tu sustento?” “Soy jurisconsulto, maestro de ciencias, escritor y matemático.” “Tu oficio es inútil en nuestro país; no hay nadie en estas tierras que sepa alguna ciencia o que escriba; aquí sólo cuenta el dinero.” “¡Por Dios! ¡No sé hacer más que lo que te he enumerado!” “Cíñete el cinturón y desde mañana toma un hacha y una cuerda, y dedícate a cortar leña en el campo; ganarás así tu subsistencia hasta que Dios te redima. No des a conocer a nadie tu identidad, pues te matarían.”
»Me compró un hacha y una soga, me recomendó un grupo de leñadores y me envió con ellos. Salí y corté leña, y volví con una carga en la cabeza que vendí por medio dinar. Atendí a mi subsistencia con parte de éste dinero y la otra la guardé. Permanecí en esta situación durante el lapso de un año. Después de este período, cierto día que salí al campo, conforme mi costumbre, para hacer leña, me metí en un bosque muy denso en el que había mucha madera. Me acerqué a un árbol, cavé a su alrededor y quité la tierra de junto a sus raíces. De repente el hacha tropezó con una anilla de cobre. Quité la tierra y vi que estaba incrustada en una losa de madera. La levanté y debajo apareció una escalera por la que descendí al fondo.
»Me encontré con una puerta, que crucé, y me hallé en un palacio bien construido en cuyo interior estaba una joven que resplandecía como una perla pura y que borraba del corazón toda suerte de penas, tristezas o pesadumbres; al verla adoré a su Creador por haber puesto en ella tanta hermosura y belleza. Me miró y me preguntó: “¿Eres un hombre o un genio?” “Un hombre.” “¿Quién te ha traído hasta este lugar en el cual me encuentro desde hace veinticinco años y en el que jamás he visto a un ser humano?” “Señora, Dios me ha traído a tu domicilio —respondí al oír sus palabras que me parecieron llenas de dulzura—; tal vez Él haga cesar mis tristezas y mis penas.” Le referí todo lo que me había ocurrido desde el principio hasta el fin, causándole tal lástima que rompió a llorar y dijo: “Te contaré mi historio: Sabe que soy hija del rey de la India más lejana, señor de las islas del Ébano. Me había casado con mi primo, pero en la noche de bodas me raptó un efrit llamado Ghirchis b. Rachmus b. Iblis quien, por los aires, me condujo hasta este lugar, al que traslada cada diez días todo lo que puede necesitar: sedas, vestidos, tejidos, utensilios, comidas y bebidas, y pasa la noche aquí, pero me tiene prometido que si necesito alguna cosa, sea de noche o de día, sólo tengo que tocar con mi mano estos dos renglones escritos en la cúpula, y antes de que se aparte mi mano ya lo veré aquí. Hace cuatro días que estuvo conmigo; faltan seis días para que regrese: ¿te quedarás conmigo cinco días y te irás un día antes de que venga?” “Sí.”
»Se alzó, se puso en pie, me cogió de la mano y me hizo cruzar una puerta de arco que daba paso a un baño precioso, admirable. Al verlo me desnudé y ella me imitó; entré en él y me senté en un escalón, pero me hizo sentarme a su lado. Después trajo un licor de almizcle y me escanció; más tarde me dio de comer, cosa que hicimos juntos, y sostuvimos una conversación. Después me dijo: “Duerme y descansa pues estás fatigado”. Me dormí, señora, olvidando todo lo que me había ocurrido y dándole las gracias. Al despertarme vi que estaba friccionándome con un masaje en los pies para desvelarme; le di los buenos días y nos pusimos a hablar un rato. Dijo: “¡Por Dios! Estaba muy preocupada, puesto que desde hace veinticinco años estoy debajo de la tierra sin encontrar a nadie con quien hablar. ¡Gracias a Dios por haberte enviado!” Recitó:
Si hubiésemos sabido que ibas a venir, hubiésemos puesto tapices trenzados con la sangre del corazón o con el negro de los ojos.
Hubiésemos tapizado nuestras mejillas y hubiésemos salido a tu encuentro para que llegases por encima de los pájaros.
»Cuando oí estos dos versos le di las gracias y su amor hizo mella en mi corazón y las preocupaciones y las tristezas me abandonaron. Nos sentamos y estuvimos charlando hasta la noche, la cual pasé a su lado y no recuerdo otra igual en toda mi vida. Al amanecer estábamos satisfechos y le dije: “¿Quieres que te saque de este subterráneo y que te libre de este genio?” Se echó a reír y contestó: “Cállate y conténtate: de diez días uno pertenece al efrit y nueve son tuyos”. La pasión se había apoderado de mí y le dije: “En este mismo momento voy a romper esta cúpula en la que está grabada la inscripción. Si viene el efrit lo mataré, pues soy ducho en el arte de matar a los genios”. Al oír mis palabras recitó:
¡Oh, tú que buscas la separación! ¡Ten paciencia con tu argucia! ¡Basta con la pasión!
Ten paciencia, pues el tiempo hace de traidor y el fin de toda buena compañía consiste en la separación.
»Oí sus versos pero no hice caso de sus palabras, sino al contrario, di un fuerte puntapié a la cúpula».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche trece, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el saaluk continuó diciendo:] «La mujer me dijo: “El efrit va a salirnos al encuentro. ¿Acaso no te había prohibido que hicieses esto? ¡Por Dios! Me has perdido. ¡Sálvate! ¡Escapa por el lugar por el que entraste!” Tenía tal miedo que descuidé mis sandalias y el hacha. Había subido un par de escalones cuando me volví para ver lo que ocurría: la tierra se había hundido y de ella había brotado un efrit de cara detestable. Preguntó: “¿Por qué ese golpe brusco con el que me has asustado? ¿Qué desgracia te ha ocurrido?” “Ninguna; ha sido la angustia que se ha apoderado de mi pecho y he querido beber el licor de la calma; me he levantado para alejar mis preocupaciones, he tropezado, y he caído encima de la inscripción.” “¡Mientes, libertina!” Registró el palacio a derecha e izquierda y encontró mis sandalias y el hacha. Le dijo: “Éstos son los instrumentos de un hombre; ¿quién ha estado contigo?” “No los he visto nunca antes de ahora. Tal vez tú los has traído colgados.” “¡Vanas palabras que no me hacen mella, desvergonzada!” La desnudó, la ató en cruz entre cuatro estacas y empezó a castigarla y a insistir en sus preguntas. Me fue imposible seguir oyendo el llanto, y subí la escalera temblando de miedo.
»Cuando llegué arriba y coloqué la losa como estaba antes, la cubrí de tierra y me arrepentí completamente por lo que había hecho; me acordé de la mujer, de su hermosura y cómo la atormentaba aquel maldito; me acordé de que convivía con él desde hacía veinticinco años, de que sólo la castigaba por mi culpa; me acordé de mi padre, de su reino y del modo conforme me había transformado en leñador. Recité este verso:
Si un día el destino te trae una calamidad, unos días te serán fáciles y otros difíciles.
»Anduve hasta llegar junto a mi compañero, el sastre. Por mi causa estaba en ascuas y me aguardaba. Me dijo: “He pasado la noche con mi corazón pendiente de ti. Temía que pudieses haber sido presa de una fiera o que te hubiese sucedido una desgracia. ¡Gracias a Dios que estás a salvo!” Le di las gracias por el cariño que me demostraba, entré en mi cuchitril y empecé a pensar en lo que había ocurrido, a reprehenderme por el puntapié que había dado a la inscripción. En ese momento entró mi amigo, el sastre, y me dijo: “En la tienda hay una persona extranjera que te busca. Trae tus sandalias y el hacha. Las ha enseñado a los sastres y les ha explicado: ‘He salido a la hora en que el almuédano llama a la oración de la aurora y he tropezado con estos objetos. ¿Alguno de vosotros sabe a quién pertenecen?; indicadme quién es su dueño’. Los sastres le han dicho que son tuyos, y ahora está sentado en mi tienda. Sal, dale las gracias y recoge tu hacha y tus sandalias”.
»Al oír estas palabras palidecí y mi color se demudó. Estaba en este estado cuando se abrió el suelo de mi habitación y brotó de él un persa, pues ésta era la figura que había adoptado el efrit. Había atormentado de mala manera a la joven, pero ésta no había dicho nada. Entonces habla cogido el hacha y las sandalias y le había dicho: “Si soy Ghirchis, uno de los descendientes de Iblis, encontraré al dueño de esta hacha y de estas sandalias”. Con la figura explicada se había presentado a los sastres y había entrado junto a mí; me arrastró en pos de sí sin concederme ni un momento y echó a volar subiéndome con él y luego, al descender, se hundió en el suelo sin que yo me enterase de nada; por fin, entró conmigo en el castillo en el cual yo había estado.
»Vi que la joven estaba desnuda y que la sangre manaba de sus costados: mis ojos se cubrieron de lágrimas. El efrit la cogió y le dijo: “¡Desvergonzada! ¡Éste es tu amante!” Me miró y le respondió: “No lo conozco; no lo he visto nunca antes de ahora”. “¿Con el castigo que te he infligido y no confiesas?” “No lo he visto en toda mi vida. Dios no me permite mentir en perjuicio suyo.” “Si es cierto que no lo conoces, coge esta espada y córtale el cuello.” Cogió la espada, se acercó a mí y se paró a mi lado. Le hice señas con mis ojos mientras mis lágrimas corrían por mis mejillas; se colocó bien y con un guiño me dijo: “Tú eres el causante de todo esto”. “Ahora es el momento de perdonar”, dije por señas, y añadí en voz alta:
Mi mirada sirve de intérprete a mi lengua para que sepáis, para que os sea patente, lo que mi corazón encierra.
Cuando nos encontramos, mientras las lágrimas corrían, callé, pero mi mirada hablaba de amor.
Ella me indicaba, con la mirada, lo que quería decir y yo, con los dedos, la señalaba y comprendía.
Nuestras cejas eran suficientes para expresar nuestras necesidades. Ambos estábamos callados mientras hablaba el amor.
»Cuando la joven comprendió mis alusiones soltó la espada que empuñaba, oh señora. El efrit me dio el arma y me dijo: “¡Córtale el cuello; te dejaré en libertad y no te molestaré!” “De acuerdo.” Empuñé la espada y avancé decidido con el brazo en alto. Ella me dijo con sus ojos: “No te he perjudicado en tu derecho.” Mis ojos se llenaron de lágrimas y soltando la espada dije: “¡Poderoso efrit! ¡Señor de los héroes! Si esta mujer que carece de razón y de fe no ha considerado lícito cortarme el cuello, ¿cómo voy a permitirme el hacerlo yo que no la he visto en mi vida? No lo haría jamás aunque me escanciase la copa de la mala muerte”. “¡Entre ambos —exclamó el efrit— hay un ligamen de amor!” Tomó la espada y cortó una mano de la muchacha, después la otra, después el pie derecho y luego el izquierdo, hasta que la descuartizó de cuatro mandobles.
»Yo lo estaba viendo con mis propios ojos y estaba convencido de que iba a morir. Ella, finalmente, me hizo una seña con sus ojos que fue interceptada por el efrit. Éste exclamó: “¡Acabas de cometer un adulterio con tu vista!” De otro mandoble le cortó la cabeza y volviéndose hacia mí me dijo: “¡Hombre! Nuestra ley nos permite matar a nuestra mujer cuando comete adulterio. Rapté a esta muchacha la noche de bodas; tenía doce años y no había tenido relaciones más que conmigo; de cada diez noches pasaba una con ella tomando la figura de un persa. La he matado en cuanto me he dado cuenta de que me había traicionado. Respecto de ti no estoy completamente seguro de si me has engañado con ella, pero, en todo caso, no te dejaré absolutamente sano. Escoge el daño que prefieras”.
»¡Señora! Al oír esto me alegré muchísimo y me creí inferior al efrit. Le dije: “¿Qué es lo que tengo que preferir?” “Pídeme la forma en que quieres que te encante: la de un perro, la de un asno o la de un mono.” “¡Por Dios! —respondí esperando que me perdonase—. Si me perdonas, Dios te perdonará por haberte apiadado de un hombre musulmán que jamás te ha causado daño.” Me humillé hasta el máximo delante de él y añadí: “¡Estoy siendo vejado!” “No hables más de la cuenta; no temas que te mate, pero tampoco esperes el perdón; te voy a encantar.” La tierra se hundió y se remontó conmigo por los aires hasta tal altura que el mundo se presentó debajo como si fuese una taza de agua. Por fin me dejó en lo alto de un monte. Cogió un puñado de tierra, musitó encima unas palabras y me lo echó diciendo: “Abandona tu forma actual y transfórmate en un mono”. En aquel mismo momento quedé convertido en un simio de cien años. Cuando me vi con aquella detestable figura lloré por mí y me consolé pensando en las vicisitudes del tiempo; me di cuenta de que el tiempo no pertenece a nadie. Descendí desde la cima del monte hasta su pie y emprendí un camino.
»Al cabo de un mes llegué a la orilla del mar, en la que permanecí cierto tiempo. Un día vi que un navío en medio del mar avanzaba con viento favorable y que se dirigía a tierra. Me oculté detrás de una roca situada en la playa, y avancé hasta encontrarme en el interior de la nave. Uno de sus tripulantes dijo: “¡Sacad a este animal de mal agüero!” Otro gritó: “¡Matémosle!” Un tercero añadió: “¡Mátale con esta espada!” Cogí la punta de la espada y me eché a llorar; mis lágrimas corrieron abundantes. El arráez se apiadó de mí y les dijo: “¡Comerciante! Este mono ha pedido mi protección y se la he concedido. ¡Que nadie le toque ni lo asuste!” El arráez me trató bien y yo comprendía todo lo que me decía, le auxiliaba en todas sus necesidades y le servía en la embarcación.
»El viento nos fue propicio durante cincuenta días, después de los cuales anclamos en una gran ciudad que tenía tal número de habitantes que sólo hubiera podido contarlos Dios (¡ensalzado sea!). En el momento de nuestra llegada y cuando hubimos desaparejado nuestra nave, nos visitaron los mamelucos mandados por el rey de la ciudad. Subieron a bordo, felicitaron a los comerciantes por su feliz llegada y dijeron: “Nuestro rey os felicita por vuestro buen viaje, os remite este rollo de papel y dice: ‘Cada uno de vosotros escribirá una línea’ ”. Me incorporé (yo tenía aún la forma de mono) y cogí el rollo de sus manos. Ellos temieron que lo rompiese y lo echase al agua, por lo que me persiguieron y quisieron matarme. Les indiqué por señas que quería escribir y el arráez les dijo: “Dejadle que escriba. Si no sabe escribir le quitaremos el rollo, pero si sabe lo adoptaré por hijo, pues no he visto un mono que sea más inteligente que él”. Cogí la pluma, la mojé de tinta y escribí una línea en letra riqaa[35] componiendo estos versos:
El destino ha escrito el mérito de los generosos, pero tu mérito, hasta ahora, no ha sido inscrito.
¡Ojalá Dios no deje huérfana a la humanidad, pues tú, por tus dones, eres el mejor de los padres!
»Escribí con letra rayhán:
Hay una pluma cuyos beneficios han abrumado a todos los países; en cuanto pone su sello hay ventajas para todas las regiones.
Los cinco ríos de sus venas, que corren por todas partes, son sus cinco dedos.
»Escribí debajo con letra tulut:
No hay escritor que no desaparezca, pero el tiempo inmortaliza lo que su mano ha escrito.
No escribas con tu letra nada de lo que no puedas alegrarte al verlo el día del juicio.
»Escribí debajo con letra musaq:
Cuando abras el tintero del poder y del bienestar, procura que tus tintas sean la generosidad y la magnanimidad.
Prescribe el bien siempre que sea posible, así ennoblecerás mejor que con las alabanzas de la pluma.
»Después devolví el rollo de papel. Lo llevaron al rey, y cuando éste examinó lo que contenía sólo se admiró de mi letra. Dirigiéndose a sus cortesanos dijo: “Buscad al que tiene esta letra, vestidlo con estas ropas, haced que monte en una mula y traedlo a mi presencia acompañado por una banda de música”. Al oír lo que el rey decía se sonrieron y éste, enfadándose, exclamó: “¡Os doy una orden y os reís de mí!” “¡Rey! No nos reímos de ti; pero esta letra es de un mono, no es de un ser humano; vive con el arráez de la nave.” El soberano se admiró de sus palabras y se estremeció de alegría; exclamó: “Quiero comprar ese mono”. Mandó que sus mensajeros fuesen al buque llevando la mula y el traje y añadió: “Ponedle este vestido y haced que monte en la mula: ¡Traedlo!” Fueron al buque, me separaron del arráez y me hicieron poner el vestido, y aunque se quedaron admirados de mis buenas maneras no me quitaron el ojo de encima.
»Cuando me introdujeron ante el rey y yo le vi besé el suelo delante de él por tres veces. Me mandó que tomase asiento y me senté sobre mis piernas. Todos los presentes estaban admirados de mis buenas maneras, y el rey más que nadie. Éste mandó que se retirasen todos los cortesanos y cuando se quedó a solas con el eunuco de servicio, un mameluco pequeño y conmigo, mandó que nos llevasen la comida. Trajeron una mesa de comer servida con todo lo que podía apetecer; daba gusto mirarla. El rey me indicó por señas que comiera. Me incorporé, besé el suelo delante de él por siete veces y empecé a comer en su compañía; retiraron la mesa y yo fui a lavarme las manos, tras lo cual cogí tintero, pluma y papel y escribí este par de versos:
La sopa de carne de carnero cura todos los males; los platos de dulces colman mis deseos.
¡Qué alegría la de mi corazón al ver cómo se extiende el mantel si en él palpitan fideos aderezados con manteca y miel!
»Y añadí estos otros:
Mi pasión por vosotros, fideos, es enorme; no puedo ni prescindir de vosotros ni tener paciencia.
¡Ojalá siempre fuerais mi sustento día y noche! ¡Caiga sin cesar la lluvia, suave, sobre vuestra morada!
»Hecho esto fui a sentarme algo alejado. El rey contempló lo que yo había escrito, lo leyó y quedó admirado. Exclamó: “¿Puede tener un mono tal elocuencia y tal letra? ¡Por Dios! Ésta es la mayor maravilla de las maravillas”. Acercaron al rey el ajedrez. Me dijo: “¿Quieres jugar?” “Sí”, contesté con la cabeza. Me acerqué, puse en orden las piezas e hicimos dos partidas en las que vencí. El entendimiento del rey estaba perplejo. Exclamó: “¡Si éste fuera un ser humano aventajaría a todos sus contemporáneos!” Mandó a un criado: “Ve a buscar a tu señora y dile: ‘El rey me manda que te invite a su presencia para que veas al mono prodigioso’ ”. El eunuco se marchó y volvió acompañado por su señora, la hija del rey.
”En cuanto ésta me miró se cubrió el rostro y exclamó: “¡Padre! ¿Cómo te ha podido pasar por la mente el enviarme a buscar para que me vean hombres extraños?” “¡Hija! Sólo están conmigo este mameluco, aún niño, el eunuco que te ha educado y este mono; yo soy tu padre. ¿Por quién te pones el velo?” “Este mono es hijo de un rey que se llama Imar, que es dueño de las islas interiores del Ébano; está encantado; ha sido el efrit Chirchis, uno de los descendientes de Iblis, quien lo ha metamorfoseado; antes había matado a su esposa, hija del rey Agnanrus. Éste, de quien afirmas que es un mono, es un hombre sabio, inteligente.”
»El rey quedó perplejo ante lo que le decía su hija y, mirándome, me preguntó: “¿Es cierto lo que ha dicho?” “Sí”, contesté con la cabeza y echándome a llorar. El rey preguntó a su hija: “¿Cómo supiste que está encantado?” “¡Padre! Cuando era niña tenía a mi lado una vieja muy lista, una bruja, que me enseñó esta ciencia. Aprendí de memoria y bien más de ciento setenta procedimientos. El más sencillo me permitiría trasladar todas las piedras de tu ciudad detrás del monte Qaf o transformarla en un mar o convertir a todos sus habitantes en peces.” “Te ruego, en nombre de Dios, que vuelvas a su primitivo estado a este joven para que pueda nombrarle mi visir. ¿Puedes tener tales conocimientos sin que yo me haya enterado? Libértalo; lo haré mi ministro, pues es un muchacho agradable, inteligente.” “De buen grado.” Cogió con su mano un cuchillo…»
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche catorce, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que [el saaluk prosiguió:] «… que tenía escritas algunas palabras hebreas, trazó con él una circunferencia en cuyo interior escribió unos nombres y talismanes, pronunció unas palabras, leyó otras que no se entendían y después de un rato se oscureció todo el alcázar hasta el punto que creímos que el mundo se había desplomado encima de nosotros. De repente apareció el efrit en la peor de las figuras: sus manos parecían rastrillos; sus pies, columnas; sus ojos, un par de tizones echando chispas. Todos nos atemorizamos. La hija del rey le dijo: “No eres bien recibido”. El efrit, que parecía un león, respondió: “¡Traidora! ¿Cómo rompes el juramento? ¿No nos comprometimos a que ninguno de nosotros se interferiría en el camino del otro?” “¡Maldito! ¿Cuándo te hice tal juramento?” “¡Coge lo que te viene!”, y en el acto se transformó en un león, abrió la boca y se lanzó sobre la joven; pero ésta cogió uno de sus cabellos, musitó algo encima de él y lo transformó en una espada afiladísima con la que dio tal mandoble al león que lo partió en dos mitades; la de la cabeza se transformó en un escorpión.
»La joven tomó entonces la figura de una gran serpiente y se lanzó contra el maldito que se mantenía en forma de escorpión. Ambos iniciaron un gran combate. El escorpión se transformó en un buitre y la serpiente en un águila que se lanzó en su persecución; ésta duró cerca de una hora. El buitre se convirtió en un gato negro y la joven en un lobo, continuando la lucha en el castillo durante otra hora en un combate ininterrumpido. Cuando el gato vio que iba a ser vencido se transformó en una granada roja, grande, y se cayó en un estanque. El lobo se lanzó a por ella, pero ésta se elevó por los aires, cayó en la bóveda del alcázar y se rompió, desperdigándose los granos uno a uno y esparciéndose por el suelo de todo el castillo.
»El lobo se transformó en un gallo y fue recogiendo dichos granos hasta que sólo quedó uno, pero la fatalidad hizo que este grano rodase hasta el lado del surtidor. El gallo empezó a cacarear, a agitar las alas y hacernos señas que no comprendimos; finalmente dio tal quiquiriquí que creímos que el castillo se derribaba encima de nosotros. Buscó por todos los rincones del alcázar hasta dar con el grano, que había caído al lado del surtidor y se lanzó sobre él para recogerlo, pero éste cayó en el agua; el gallo se transformó en un gran pez y se sumergió en su busca estando invisible unos instantes.
»Oímos un grito muy fuerte que nos sobrecogió, y el efrit surgió como un tizón al rojo, echando fuego por la boca y por los ojos, y por la nariz humo y fuego; la joven, a su vez, se transformó en una ola de llamas y nosotros intentamos sumergirnos en aquel estanque para salvarnos de ser quemados y morir; pero no pudimos antes de que el efrit diese un grito debajo de la masa de fuego que lo envolvía y se precipitase encima de nosotros lanzándonos chorros de llamas; la joven lo alcanzó y le lanzó torrentes de fuego. Las chispas de ambos nos caían encima; las de ella no nos quemaban, pero sí en cambio las de él: una me alcanzó en el ojo y me lo estropeó cuando aún era un mono; otra alcanzó la cara del rey y le quemó la barba, el mentón y la mandíbula, haciéndole perder algunos dientes; una tercera dio en el pecho del eunuco, quemándole y matándolo en el acto. Estábamos ciertos de que íbamos a morir y habíamos perdido la esperanza de continuar en este mundo.
»En esta situación oímos que alguien decía: “¡Dios es el más grande! ¡Dios es el más grande! ¡Mi Señor ha conquistado y ha vencido envileciendo a quien no creía en la religión de Mahoma, Señor de los humanos!” Quien hablaba era la hija del rey, que nos señalaba al efrit. Miramos y vimos que era un montón de cenizas. Acercándose a nosotros dijo: “Dadme una taza de agua”. Se la entregaron, pronunció encima unas palabras que no comprendí y me roció con ella diciendo: “¡Por la verdad de la Verdad, por el poder del mayor nombre de Dios, vuelve a tu forma primitiva!” En el acto me convertí en el mismo ser humano que era antes, pero quedé tuerto.
»La joven dijo: “¡Padre! El fuego es el fuego. No puedo sobrevivir, ya que no estaba acostumbrada a combatir con los genios. Si hubiese sido un ser humano lo habría matado en seguida; el momento más peligroso ha sido aquel en que huyendo de mí se ha transformado en una granada, mejor dicho, cuando habiendo recogido ya todos los granos no he acertado a encontrar aquel en que estaba el espíritu del efrit: si lo hubiese engullido éste habría muerto en el acto, pero la fatalidad no ha permitido que yo le viese a tiempo y él ha podido recuperarse; he tenido que luchar debajo del suelo, en el aire y en el agua, y a cada nuevo embrujo que él encontraba yo contestaba con otro más poderoso, hasta que él ha recurrido al capítulo del fuego. Es muy raro que alguien escape con vida una vez empleado este sistema, pero la suerte me ha ayudado y he conseguido quemarle antes que él a mí; él no profesaba el islamismo. También yo he quedado malparada. ¡Dios os asista en mi lugar!”
»Continuó pidiendo auxilio frente al fuego. De repente saltaron unas chispas negras que le subieron hasta el pecho y la cara. Cuando llegaron a ésta rompió a llorar y dijo: “¡Atestiguo que no hay dios sino el Dios! ¡Atestiguo que Mahoma es el mensajero de Dios!” Cuando nos dimos cuenta ya se había transformado en un montón de cenizas al lado del efrit. Nos entristecimos por ella, y de buen grado hubiese ocupado su lugar para no haber visto aquel rostro radiante, que me había hecho tanto bien, transformarse en un montón de ceniza. ¡El decreto de Dios no puede rechazarse! Cuando el rey vio que su hija se había transformado en un montón de cenizas se arrancó la poca barba que aún le quedaba, abofeteó la cara y desgarró sus vestidos. Yo le imité y ambos lloramos por ella.
»Al cabo de un rato se presentaron los chambelanes y los magnates del reino y vieron al sultán fuera de sí y a su lado el montón de ceniza. Quedaron perplejos y dieron unas vueltas alrededor del soberano. Éste, cuando se hubo recobrado, les refirió lo ocurrido entre su hija y el efrit: la aflicción fue grande y las mujeres y las jóvenes profirieron fúnebres alaridos; y llevaron duelo durante siete días. Transcurridos éstos, el rey mandó que se construyese encima del montón de cenizas de su hija una gran cúpula en la que se encendieron velas y candiles. Las cenizas del efrit, en cambio, las aventaron al aire e invocaron, en contra suya, la maldición de Dios.
»El sultán cayó enfermo y estuvo a punto de morir de una enfermedad que duró un mes, después del cual recuperó la salud, me mandó a buscar y me dijo: “¡Joven! Nuestra vida transcurrió plácida y tranquilamente al margen de las calamidades del tiempo hasta el momento en que tú llegaste y nos trajiste los sinsabores. ¡Ojalá no hubiésemos visto jamás ni a ti ni a tu maldita estrella! Por ti me he visto privado, en primer lugar, de mi hija, la cual valía más que cien hombres; en segundo, he sufrido una serie de quemaduras, he perdido mis dientes y he visto la muerte de mi criado. Tú no eres el culpable; ha ocurrido porque Dios dispuso que así ocurriese. ¡Loado sea por haber permitido que te desencantase y que muriese! ¡Vete de mi país, hijo mío, pues ya basta con las desgracias que nos has traído! Todo eso ha sido decidido contra nuestra voluntad. ¡Vete en paz!”
»Me aparté de su lado sin estar seguro de salvarme, pues no sabía adónde dirigirme, y pasó por mi mente todo lo que me había ocurrido: cómo me había salvado en el camino de los árabes y había estado andando durante un mes; recordé cómo había entrado en la ciudad, siendo extraño, y el modo de tropezar con el sastre; cómo me había reunido con la joven debajo de tierra y cómo me había salvado de las garras del efrit cuando ya estaba decidido a matarme; recordé todo lo que me había ocurrido desde el principio hasta el fin, y di gracias a Dios diciendo: “¡Más vale perder el ojo que perder la vida!”
»Antes de salir de la ciudad entré en el baño y me afeité la barba. Después, oh señora, me vine, pero cada día lloro y medito en las desgracias que hicieron que me quedase tuerto, recuerdo todo lo que me ha ocurrido, me desahogo y recito estos versos:
Estoy perplejo, no cabe duda, con mis asuntos. ¡Por el Clemente! Me han llegado pesares que no sé de donde proceden.
Tendré paciencia para que las gentes sepan que fui sufrido con cosas más amargas que la mirra.
¡Cuán hermosa es la bella paciencia que proviene de la fe! Lo que el Señor destina a las criaturas, ocurre.
El más íntimo de mis secretos lo expresa mi rostro, ya que lo más recóndito de mi pensamiento lo constituye tu secreto que yace en mi interior.
Si lo que yo encierro reposase en las montañas, las aplastaría; si en el fuego, lo apagaría, si en el viento, éste no correría.
Si hay alguien que dice que el tiempo trae las alegrías, es que deben de existir días más amargos que la hiel.
»Empecé a viajar por los países, visité capitales y me dirigí hacia la ciudad de la paz, Bagdad, para buscar al Emir de los creyentes y contarle lo que me ha ocurrido. Esta noche he llegado a Bagdad y me he encontrado con mi hermano, éste, el primero, que estaba perplejo, y le dije: “¡La paz sea sobre ti!”, y empecé a conversar con él. Entonces apareció nuestro tercer hermano, que se acercó y nos dijo: “¡La paz sea sobre vosotros! Soy un extranjero”. “Nosotros también lo somos, pues hemos llegado en esta bendita noche.” Los tres, juntos, empezamos a deambular sin que ninguno de nosotros supiese la historia del otro. El destino nos ha traído a vuestra puerta y hemos entrado a haceros compañía. Ésta es la causa de que tenga la barba afeitada y de que me falte un ojo».
La dueña dijo: «Tu historia es portentosa. Pásate la mano por la cabeza y sigue tu camino». «No me iré hasta haber oído el relato de mi compañero.» El tercer saaluk se adelantó.
Refirió: «¡Excelsa señora! Mi relato no se parece al de mis dos compañeros, pero es más admirable aún. A éstos todo se lo ha causado el Destino y la suerte, pero la causa de que yo lleve pelado el mentón y haya perdido un ojo nace de mí, que fui el causante de las penas de mi corazón. En efecto, soy rey e hijo de un rey. Mi padre murió y heredé su reino: goberné, fui justo y favorecí a mis súbditos. Yo tenía pasión por los viajes marítimos y mi ciudad estaba situada en la orilla del mar, de un mar amplio, y a nuestro alrededor había una serie de islas preparadas para la defensa. Quise inspeccionar dichas islas y embarqué en una escuadra de diez buques tomando provisiones para un mes. Viajé durante veinte días hasta que una noche empezaron a soplar vientos encontrados; apareció la aurora, el viento amainó y se calmó el mar hasta el punto de que apareció el sol y divisamos una isla. Desembarcamos, preparamos algo para comer, almorzamos y permanecimos en ella dos días.
»Volvimos a viajar durante un par de días, pero a nosotros y al arráez nos parecían desconocidos aquellos lugares; éste estaba desconcertado. Dijimos al vigía: “Otea el mar con atención”. Subió al palo y al cabo de un rato bajó y dijo al arráez: “He visto, a mi diestra, peces en la superficie del agua. Fijándome en el mar, he visto a lo lejos una mole negra que unas veces parece negra y otras blanca”. Cuando el arráez hubo oído las palabras del vigía tiró su turbante al suelo, se mesó la barba y dijo a los reunidos: “¡Buena noticia! ¡Disponeos todos a morir, pues no hay salvación para ninguno de nosotros!” Rompió a llorar y todos nosotros le imitamos.
»Le preguntamos: “¡Arráez! ¡Infórmanos de lo que ha visto el vigía!” “¡Señor! Sabed que el día en que soplaron los vientos encontrados perdimos la derrota. El huracán no se calmó hasta la llegada de la aurora. Tuvimos dos días de calma en el mar y navegamos a la suerte durante once días a contar de aquella noche sin que soplase un viento que nos condujese hacia nuestro destino. Mañana llegaremos al monte de la piedra negra llamada piedra magnética, pues las aguas nos llevan, a la fuerza, en esa dirección. El buque se desintegrará, pues todos sus clavos serán atraídos hacia el monte y se adherirán a él, ya que Dios ha dotado a la magnetita de un poder oculto que es el siguiente: todos los objetos de hierro son atraídos por ella. En esa montaña hay tan gran cantidad de hierro que sólo la conoce Dios (¡ensalzado sea!). Desde lo más antiguo del tiempo han naufragado aquí numerosos buques, siempre por causa de dicho monte.
»”Detrás de ese mar hay una cúpula de cobre amarillo que se sostiene sobre diez columnas; encima de la cúpula se encuentra un jinete montado sobre un caballo de bronce; sostiene en la mano una lanza del mismo metal y lleva, colgada en su pecho, una lámina de plomo que tiene grabados los nombres y los talismanes. Mientras dicho jinete se mantenga a caballo irán naufragando los buques que pasen por sus inmediaciones, perecerán todos sus pasajeros y se amontonará todo el hierro que contengan las embarcaciones. No habrá salvación mientras el jinete no se caiga de encima de su montaña.”
»El arráez, señora, se echó a llorar a lágrima viva; estuvimos seguros de que estábamos perdidos sin remedio, y cada uno de nosotros se despidió de sus amigos. Al amanecer nos acercamos al monte hacia el que las aguas nos conducían irresistiblemente. Cuando el buque estuvo en sus inmediaciones los clavos se desclavaron y corrieron, junto con todo el hierro, a reunirse a la magnetita. Dimos vueltas en torno del mismo hasta el fin del día, pues las naves se habían destrozado. Entre nosotros hubo quien se salvó y hubo quien se ahogó, pero éstos fueron la mayoría. Los que nos salvamos no pudimos reunimos, pues las olas y los vientos nos habían aturdido. A mí, señora, Dios (¡ensalzado sea!) me salvó para destinarme mayores penas, sufrimientos y calamidades: conseguí sujetarme a un madero que el viento y las olas condujeron al monte; en éste encontré un camino que conducía a la cumbre y que tenía el aspecto de una serie de peldaños tallados en la roca. Invoqué a Dios (¡ensalzado sea!)».
Sahrazad se dio cuenta de que amanecía e interrumpió el relato para el cual le habían dado permiso.
Cuando llegó la noche quince, refirió:
—Me he enterado, ¡oh rey feliz!, de que el tercer saaluk continuó refiriendo a la joven, mientras los asistentes seguían atados y los esclavos continuaban en pie con las espadas encima de sus cabezas: «Invoqué a Dios, le supliqué y le rogué; después emprendí el ascenso al monte, que realicé sin tropiezos, alegrándome mucho porque no me había ocurrido ningún percance; no encontré más refugio que la cúpula, en la que entré y en la que hice dos postraciones en acción de gracias a Dios por haberme salvado.