Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del centro, la muerte asiste al concierto. Está sentada, sola, en el palco de primera, y, como hizo durante el ensayo, mira al violonchelista. Antes de que las luces de la sala hubieran sido reducidas, mientras la orquesta esperaba la entrada del maestro, él se fijó en aquella mujer. No fue el único de los músicos en darse cuenta de su presencia. En primer lugar porque era la única que ocupaba el palco, lo que, no siendo raro, tampoco es frecuente. En segundo lugar porque era guapa, quizá no la más guapa de entre la asistencia femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular, no explicable con palabras, como un verso cuyo sentido último, si es que tal cosa existe en un verso, continuamente escapa al traductor. Y por fin porque su figura aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y ausencia por todos los lados, como si habitase la nada, parecía ser la expresión de la soledad más absoluta. La muerte, que tanto y tan peligrosamente había sonreído desde que salió de su helado subterráneo, no sonríe ahora. Del público, los hombres la habían observado con indecisa curiosidad, las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un águila bajando rápida sobre el cordero, sólo tiene ojos para el violonchelista.
Con una diferencia, sin embargo. En la mirada de esta otra águila que siempre consigue a sus víctimas hay algo como un tenue velo de piedad, las águilas, ya lo sabemos, están obligadas a matar, así se lo impone su naturaleza, pero ésta, aquí, en este instante, tal vez prefiriese, ante el cordero indefenso, abrir rauda las poderosas alas y volar de nuevo hacia las alturas, hacia el frío aire del espacio, hacia los inalcanzables rebaños de las nubes. La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin. Los otros músicos lo miran con asombro, el maestro con sorpresa y respeto, el público suspira, se estremece, el velo de piedad que nublaba la mirada aguda de águila es ahora una lágrima. El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa. El vuelo sedoso y malévolo de la acherontia Átropos cruzó rápido por la memoria de la muerte, pero ella lo apartó con un gesto de mano que tanto se asemejaba al que hacía desaparecer las cartas de encima de la mesa en la sala subterránea como a un gesto de agradecimiento para con el violonchelista que ahora volvía la cabeza hacia ella, abriendo camino a los ojos en la oscuridad cálida de la sala. La muerte repitió el gesto y fue como si sus finos dedos hubieran ido a posarse sobre la mano que movía el arco. A pesar de que el corazón hizo todo lo que pudo para que tal sucediera, el violonchelista no erró la nota. Los dedos no volverían a tocarle, la muerte había comprendido que no se debe nunca distraer al artista en su arte.
Cuando el concierto terminó y el público rompió en exclamaciones, cuando las luces se encendieron y el maestro mandó que la orquesta se levantara, y después cuando le hizo una señal al violonchelista para que se levantara, él solo, para recibir la parte de aplausos que por merecimiento le correspondía, la muerte, de pie en el palco, por fin sonriendo, cruzó las manos sobre el pecho, en silencio, y miró, nada más, los otros que batieran palmas, los otros que dieran gritos, los otros que reclamaran diez veces al maestro, ella sólo miraba. Después, lentamente, como a disgusto, el público comenzó a salir mientras la orquesta se retiraba.
Cuando el violonchelista se volvió hacia el palco, ella, la mujer, ya no estaba. Así es la vida, murmuró.
Se equivocaba, la vida no es así siempre, la mujer está esperándolo en la puerta de artistas. Algunos de los músicos que van saliendo la miran con intención, pero notan, sin saber cómo, que ella está defendida por una cerca invisible, por un circuito de alto voltaje en que se quemarían como minúsculas mariposas nocturnas. Entonces, apareció el violonchelista. Al verla, se detuvo, incluso llegó a esbozar un movimiento de retroceso, como si, vista de cerca, la mujer fuera otra cosa que mujer, algo de otra esfera, de otro mundo, de la cara oculta de la luna. Bajó la cabeza, intentó unirse a los colegas que salían, huir, pero el estuche del violonchelo, suspendido de uno de sus hombros, dificultó la maniobra de esquive. La mujer estaba ante él, le decía, No me huya, he venido para agradecerle la emoción y el placer de haberlo oído, Muchas gracias, pero soy un músico de la orquesta, nada más, no un concertista famoso, de esos que los admiradores esperan durante una hora para tocarlo o pedirle un autógrafo, Si la cuestión es ésa, yo también se lo puedo pedir, no me he traído el álbum de autógrafos, pero tengo aquí un sobre que puede servir perfectamente, No me ha entendido, lo que quería decirle es que, aunque me sienta halagado por su atención, no creo ser merecedor de ella, El público no parece haber sido de la misma opinión, Son días, Exactamente, son días, y, por casualidad, es éste el día en que yo le aparezco, No querría que viera en mí a una persona ingrata, maleducada, pero lo más probable es que mañana se le haya pasado el resto de la emoción de hoy, y, así como ha venido hasta mí, así desaparecerá, No me conoce, soy muy firme en mis propósitos, Y cuáles son, Uno sólo, conocerlo, Ya me ha conocido, ahora podemos decirnos adiós, Tiene miedo de mí, preguntó la muerte, Me inquieta, nada más, Y es poca cosa sentirse inquieto en mi presencia, Inquietarse no significa forzosamente tener miedo, puede ser apenas una alerta de la prudencia, La prudencia sirve nada más que para retrasar lo inevitable, más pronto o más tarde acaba rindiéndose, Espero que no sea mi caso, Yo tengo la seguridad de que lo será. El músico se pasó el estuche del violonchelo de un hombro a otro, Está cansado, preguntó la mujer, Un violonchelo no pesa mucho, lo malo es la caja, sobre todo ésta, que es de las antiguas, Necesito hablar con usted, No veo cómo, es casi medianoche, todo el mundo ya se ha ido, Ahí hay todavía gente, Esperan al maestro, Podemos conversar en un bar, Me está viendo entrar con un violonchelo a la espalda a un sitio abarrotado de gente, sonrió el músico, imagínese que mis colegas fueran todos y se llevaran los instrumentos, Podríamos dar otro concierto, Podríamos, preguntó el músico, intrigado por el plural, Sí, hubo un tiempo en que toqué el violín, incluso hay retratos míos en que aparezco así, Parece que ha decidido sorprenderme con cada palabra que dice, Está en su mano saber hasta qué punto todavía seré capaz de sorprenderlo, No se puede ser más explícita, Se ha equivocado, no me estaba refiriendo a lo que ha pensado, Y en qué he pensado yo, si se puede saber, En una cama, en mí en esa cama, Perdone, La culpa ha sido mía, si yo fuera hombre y hubiera oído las palabras que le dije, seguramente habría pensado lo mismo, la ambigüedad se paga, Le agradezco la franqueza. La mujer dio unos pasos y dijo, Vamos, Adonde, preguntó el violonchelista, Yo, al hotel donde me hospedo, usted, supongo que a su casa, No volveré a verla, Ya se le ha pasado la inquietud, Nunca he estado inquieto, No mienta, De acuerdo, lo he estado, pero ya no lo estoy. En la cara de la muerte apareció una especie de sonrisa en la que no había sombra de alegría, Precisamente cuando más motivos debería tener, dijo, Me arriesgo, por eso le repito la pregunta, Cuál, Si no la volveré a ver, Vendré al concierto del sábado, estaré en el mismo palco, El programa es diferente, no tengo ningún solo, Ya lo sabía, Por lo visto, ha pensado en todo, Sí, Y el fin de esto, cuál será, Todavía estamos en el principio. Se aproximaba un taxi libre. La mujer hizo una señal para pararlo y se volvió hacia el violonchelista, Lo llevo a casa, No, la llevo yo al hotel y luego sigo a casa, Será como yo he dicho, o entonces toma otro taxi, Está habituada a salirse con la suya, Sí, siempre, Alguna vez habrá fallado, Dios es Dios y casi no ha hecho otra cosa, Ahora mismo podría demostrarle que no fallo, Estoy dispuesto para la demostración, No sea estúpido, dijo de repente la muerte, y había en su voz una amenaza soterrada, oscura, terrible. El violonchelo fue introducido en el portaequipajes. Durante todo el trayecto los dos pasajeros no pronunciaron palabra alguna. Cuando el taxi paró en el primer destino, el violonchelista dijo antes de salir, No consigo entender qué pasa entre nosotros, creo que lo mejor será que no volvamos a vernos, Nadie lo podrá impedir, Ni siquiera usted, que siempre se sale con la suya, preguntó el músico, esforzándose por ser irónico, Ni siquiera yo, respondió la mujer, Eso significa que fallará, Eso significa que no fallaré. El conductor había salido para abrir el portaequipajes y esperaba que retiraran el violonchelo. El hombre y la mujer no se despidieron, no dijeron hasta el sábado, no se tocaron, era como una ruptura sentimental, de las dramáticas, de las brutales, como si hubieran jurado sobre la sangre y el agua no volver a verse nunca más.
Con el violonchelo colgado al hombro, el músico se apartó y entró en el edificio. No se volvió atrás, ni siquiera cuando en el umbral de la puerta, durante un instante, se detuvo. La mujer lo miraba y apretaba con fuerza el bolso de mano. El taxi partió.
El violonchelista entró en casa murmurando irritado, Está loca, loca, loca, la única vez en la vida que alguien me espera a la salida para decirme que he tocado bien, y me sale una mentecata, y yo, como un necio, preguntándole si no la volveré a ver, meterme en historias por mi propio pie, hay defectos que todavía pueden tener algo de respetables, por lo menos son dignos de atención, pero la fatuidad es ridícula, la infatuación es ridícula, y yo soy ridículo. Apartó distraído al perro que había corrido para recibirlo en la puerta y entró en la sala del piano.
Abrió la caja acolchonada, sacó con el mayor cuidado el instrumento que todavía tendría que afinar antes de irse a la cama porque los viajes en taxi, incluso cortos, no le hacen ningún bien a la salud. Fue a la cocina para ponerle algo de comida al perro, se preparó un bocadillo para él, que acompañó con una copa de vino. Lo peor de su irritación ya se le había pasado, pero el sentimiento que poco a poco lo iba sustituyendo no era más tranquilizador. Recordaba frases que la mujer había dicho, la alusión a las ambigüedades que siempre se pagan, y descubría que todas las palabras que ella había pronunciado, si bien pertinentes en el contexto, parecían contener otro sentido, algo que no se dejaba captar, algo tantalizante, como agua que se retira cuando la intentamos beber, como la rama que se aparta cuando vamos a tomar el fruto. No diré que está loca, pensó, pero que es una mujer extraña, de eso no cabe duda. Terminó de comer y regresó a la sala de música, o del piano, las dos maneras por las que la hemos designado hasta ahora cuando hubiera sido mucho más lógico llamarla sala del violonchelo, puesto que es con este instrumento con el que el músico se gana el pan, en cualquier caso hay que reconocer que no sonaría bien, sería como si el lugar se devaluase, como si perdiera una parte de su dignidad, basta seguir la escala descendente para comprender nuestro razonamiento, sala de música, sala del piano, sala del violonchelo, hasta aquí todavía sería aceptable, pero imagínense adonde iríamos a parar si comenzamos a decir sala del clarinete, sala del pífano, sala del bombo, sala de los platillos. Las palabras también tienen su jerarquía, su protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos. El perro vino con el dueño y se echó a su lado después de haber dado las tres vueltas sobre sí mismo que era el único recuerdo que le había quedado de los tiempos en que fue lobo. El músico afinaba el violonchelo sirviéndose del diapasón, restablecía amorosamente las armonías del instrumento después del bruto trato que la trepidación del taxi sobre las piedras de la calle le había infligido. Durante unos minutos consiguió olvidarse de la mujer del palco, no exactamente de ella, sino de la inquietante conversación que habían mantenido en la puerta de artistas, si bien el violento intercambio de palabras en el taxi seguía oyéndose detrás, como un lejano redoble de tambores. De la mujer del palco no se olvidaba, de la mujer del palco no quería olvidarse. La veía de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, sentía que le tocaba su mirada intensa, dura como diamante y como éste radiante cuando le sonrió. Pensó que el sábado la volvería a ver, sí, la vería, pero ella ya no se pondría de pie ni cruzaría las manos sobre el pecho, ni lo miraría de lejos, ese momento mágico había sido engullido, deshecho por el momento siguiente, cuando se volvió para verla por última vez, así lo creía, y ella ya no estaba.
El diapasón había regresado al silencio, el violonchelo ya estaba afinado y el teléfono sonó. El músico se sobresaltó, miró el reloj, casi la una y media. Quién demonios será a estas horas, pensó. Levantó el auricular y durante unos segundos se quedó a la espera. Era absurdo, claro, era él quien debería hablar, decir el nombre, o el número de teléfono, probablemente responderían del otro lado, Es una equivocación, perdone, pero la voz que habló prefirió preguntar, Es el perro quien atiende el teléfono, si es así, que al menos haga el favor de ladrar. El violonchelista respondió, Sí, soy el perro, pero ya hace mucho tiempo que dejé de ladrar, también he perdido el hábito de morder, a no ser a mí mismo cuando la vida me repugna, No se enfade, le llamo para que me perdone, nuestra conversación enseguida tomó un rumbo peligroso, y ya se ha visto el resultado, un desastre, Alguien la desvió, pero no fui yo, La culpa fue toda mía, en general soy una persona equilibrada, serena, No me ha parecido ni una cosa ni otra, Tal vez sufra de doble personalidad, En ese caso debemos ser iguales, yo mismo soy perro y hombre, Las ironías no suenan bien de su boca, supongo que su oído musical ya se lo habrá dicho, Las disonancias también forman parte de la música, señora, No me llame señora, No tengo otro modo de tratarla, ignoro cómo se llama, qué hace, qué es, Lo sabrá a su tiempo, las prisas son malas consejeras, ahora mismo acabamos de conocernos, Va más adelantada que yo, tiene mi número de teléfono, Para eso sirve la información telefónica, en la recepción se han encargado de averiguarlo, Es una pena que este aparato sea antiguo, Por qué, Si fuese de los actuales sabría desde dónde me está hablando, Le hablo desde mi habitación del hotel, Gran novedad, En cuanto a la antigüedad de su teléfono, tengo que decirle que contaba con que fuese así, que no me sorprende nada, Por qué, Porque en usted todo parece antiguo, es como si en lugar de cincuenta años tuviera quinientos, Cómo sabe que tengo cincuenta años, Soy muy buena calculando edades, nunca fallo, Me está pareciendo que presume demasiado de no fallar, Tiene razón, hoy, por ejemplo, he fallado dos veces, le puedo jurar que nunca me había ocurrido, No entiendo, Tengo una carta para entregarle y no se la he entregado, podía haberlo hecho a la salida del teatro o en el taxi, Qué carta es, Asentemos que la escribí después de haber asistido al ensayo de su concierto, Estaba allí, Estaba, No la vi, Es natural, no podía verme, De cualquier manera, no es mi concierto, Siempre modesto, Y asentemos no quiere decir que sea cierto, A veces, sí, Pero en este caso, no, Felicidades, además de modesto, perspicaz, Qué carta es ésa, A su tiempo lo sabrá, Por qué no me la entregó, si tuvo oportunidad para ello, Dos oportunidades, Insisto, por qué no me la entregó, Eso es lo que espero llegar a saber, tal vez se la entregue el sábado, después del concierto, el lunes ya no estaré en la ciudad, No vive aquí, Vivir aquí, lo que se llama vivir, no vivo, No entiendo nada, hablar con usted es lo mismo que haber caído en un laberinto sin puertas, Ésa sí que es una excelente definición de la vida, Usted no es la vida, Soy mucho menos complicada que ella, Alguien escribió que cada uno de nosotros es por el momento la vida, Sí, por el momento, sólo por el momento, Estoy deseando que toda esta confusión se aclare pasado mañana, la carta, la razón de no habérmela dado, todo, estoy cansado de misterios, Eso que llama misterios muchas veces es una protección, hay quienes llevan armaduras, hay quienes llevan misterios, Protección o no, quiero ver esa carta, Si no fallo la tercera vez, la verá, Y por qué iba a fallar la tercera vez, Si eso sucediera sería por la misma razón que fallé las anteriores, No juegue conmigo, estamos como en el juego del ratón y el gato, El tal juego en el que el gato siempre acaba por cazar al ratón, Salvo si el ratón consigue ponerle un cascabel al gato, La respuesta es buena, sí señor, pero no es nada más que un sueño fútil, una fantasía de dibujos animados, aunque el gato estuviese durmiendo, el ruido lo despertaría, y entonces adiós ratón, Yo soy el ratón a quien le está diciendo adiós, Si estamos dentro del juego, uno de los dos tendrá que serlo forzosamente, y yo no lo veo a usted con figura ni astucia para gato, Luego estoy condenado a ser ratón toda la vida, Mientras ésta dure, sí, un ratón violonchelista, Otro dibujo animado, Todavía no se ha dado cuenta de que los seres humanos son dibujos animados, Usted también, supongo, He tenido ocasión de ver lo que parezco, Una mujer guapa, Gracias, No sé si ya ha notado que esta conversación se parece mucho a un flirteo, Si el telefonista del hotel se divierte oyendo las conversaciones de los huéspedes, ya habrá llegado a esa misma conclusión, Aunque sea así no hay que temer consecuencias graves, la mujer del palco, cuyo nombre sigo ignorando, se irá el lunes, Para no volver nunca más, Está segura, Difícilmente se repetirán los motivos que me hicieron venir esta vez, Difícilmente no significa que sea imposible, Tomaré las providencias necesarias para no tener que repetir el viaje, A pesar de todo ha merecido la pena, A pesar de todo, qué, Perdone, no he sido delicado, quería decir que, No se moleste siendo amable conmigo, no estoy habituada, además, es fácil adivinar lo que iba a decirme, aunque, si considera que debe darme una explicación más completa, quizá podamos seguir la conversación el sábado, No la veré hasta entonces, No.
La comunicación fue interrumpida. El violonchelista miró el teléfono que todavía tenía en la mano, húmeda de nerviosismo, Debo de haber soñado, murmuró, esto no es aventura que me pueda pasar a mí. Dejó caer el teléfono en el soporte y preguntó, ahora en voz alta, al piano, al violonchelo, a las estanterías, Qué me quiere esta mujer, quién es, por qué aparece en mi vida. Despertado por el ruido, el perro levantó la cabeza. En sus ojos había una respuesta, pero el violonchelista no le prestó atención, cruzaba la sala de un lado a otro, con los nervios más agitados que antes, y la respuesta era así, Ahora que hablas de eso, tengo el vago recuerdo de haber dormido en el regazo de una mujer, puede que haya sido ella, Qué regazo, qué mujer, habría preguntado el violonchelista, Tú dormías, Dónde, Aquí, en tu cama, Y ella, dónde estaba, Por ahí, Buen chiste, señor perro, hace cuánto tiempo que no entra una mujer en esta casa, en ese dormitorio, venga, dígame, Como deberá saber, la percepción del tiempo que tienen los caninos no es igual que la de los humanos, pero creo que ha pasado mucho tiempo desde que recibiste a la última señora en tu cama, esto dicho sin ironía, claro está, O sea que soñaste, Es lo más probable, los perros son unos soñadores incorregibles, llegamos a soñar hasta con los ojos abiertos, basta que veamos algo en la penumbra para imaginar enseguida que se trata de un regazo de mujer y saltar sobre él, Cosas de perros, diría el violonchelista, Incluso no siendo cierto, respondería el perro, no nos quejamos. En su habitación del hotel, la muerte, desnuda, está delante del espejo. No sabe quién es.
A lo largo de todo el día siguiente la mujer no telefoneó. El violonchelista no salió de casa, a la espera. La noche pasó, y ni una palabra. El violonchelista durmió peor que en la noche anterior. En la mañana del sábado, antes de salir al ensayo, le pasó por la cabeza la peregrina idea de preguntar por los hoteles de alrededor si estaría hospedada una mujer de esta figura, este color de pelo, este color de ojos, esta forma de boca, esta sonrisa, este movimiento de manos, pero desistió del alucinado propósito, era obvio que sería inmediatamente despedido con un gesto de indiscutible sospecha y un seco, No estamos autorizados a dar la información que pide. El ensayo no le fue ni bien ni mal, se limitó a tocar lo que estaba escrito en el papel, sin otro empeño que no errar demasiadas notas. Cuando terminó corrió otra vez a casa. Iba pensando que si ella hubiera telefoneado durante su ausencia no habría encontrado ni un miserable contestador para dejar un recado, No soy un hombre de hace quinientos años, soy un troglodita de la edad de piedra, toda la gente usa contestadores telefónicos menos yo, rezongó. Si necesitaba alguna prueba de que ella no había llamado, se la dieron las horas siguientes. En principio quien telefonea y no tiene respuesta, telefonea otra vez, pero el maldito aparato se mantuvo silencioso toda la tarde, ajeno a las miradas cada vez más desesperanzadas que el violonchelista le lanzaba. Paciencia, todo indica que ella no llamará, quizá por una razón u otra no haya podido, pero irá al concierto, regresarán los dos en el mismo taxi como sucedió después del otro concierto, y, cuando lleguen aquí, él la invitará a entrar, y entonces podrán conversar tranquilamente, ella le entregará por fin la ansiada carta y después ambos le encontrarán mucha gracia a los exagerados elogios que ella, arrastrada por el entusiasmo artístico, escribió tras el ensayo en que él no la había visto, y él dirá que no es ningún rostropovich, y ella dirá no se sabe qué le reserva el futuro, y cuando ya no tengan nada más para decirse o cuando las palabras comiencen a ir por un lado y los pensamientos por otro, entonces se verá si puede suceder algo que valga la pena recordar cuando seamos viejos.
En este estado de espíritu el violonchelista salió de casa, este estado de espíritu llevó al teatro, con este estado de espíritu entró en el escenario y se sentó en su lugar. El palco estaba vacío. Se atrasó, se dijo a sí mismo, estará a punto de llegar, todavía hay gente entrando en la sala.
Era cierto, pidiendo disculpas por la incomodidad de levantar a los que ya estaban sentados los retrasados iban ocupando sus asientos, pero la mujer no apareció. Tal vez en el intermedio. Nada. El palco permaneció vacío hasta el fin de la función. Con todo, aún quedaba una esperanza razonable, la de que, habiéndole sido imposible llegar al espectáculo por motivos que ya le explicaría, estuviera esperándolo fuera, en la puerta de artistas. No estaba. Y como las esperanzas tienen ese destino que cumplir, nacer unas detrás de otras, por eso, pese a tantas decepciones, todavía no se han acabado en el mundo, podría ser que ella le esperase a la entrada del edificio con una sonrisa en los labios y la carta en la mano, Aquí la tiene, lo prometido es debido. Tampoco estaba.
El violonchelista entró en casa como un autómata, de los antiguos, de los de primera generación, de esos que le tenían que pedir permiso a una pierna para mover la otra. Empujó al perro que acudió a saludarlo, dejó el violonchelo de cualquier manera y fue a tumbarse sobre la cama. Aprende, pensaba, aprende de una vez, pedazo de estúpido, te has portado como un perfecto imbécil, pusiste los significados que deseabas en palabras que al fin y al cabo tenían otros sentidos, e incluso ésos no los conoces ni los conocerás, creíste en sonrisas que no pasaban de meras y deliberadas contracciones musculares, te olvidaste de que llevas quinientos años a tus espaldas pese a que caritativamente te lo hubieran recordado, y ahora hete aquí, como un trapo, echado en la cama donde esperabas recibirla, mientras ella se está riendo de la triste figura que hiciste y de tu incurable tontería. Olvidado ya de la ofensa de haber sido rechazado, el perro se acercó a consolarlo. Puso las patas delanteras encima del colchón, levantó el cuerpo hasta llegar a la altura de la mano izquierda del dueño, allí abandonada como algo inútil, inservible, y sobre ella, suavemente, posó la cabeza. Podía haberlo lamido y vuelto a lamer, como suelen hacer los perros vulgares, pero la naturaleza, esta vez benévola, reservó para él una sensibilidad tan especial que hasta le permitía inventar gestos diferentes para expresar las siempre mismas y únicas emociones. El violonchelista se volvió hacia el perro, movió y dobló el cuerpo hasta que su propia cabeza pudo quedar a un palmo de la cabeza del animal, y así se quedaron, mirándose, diciéndose, sin necesidad de palabras, Pensándolo bien, no tengo ninguna idea de quién eres, pero eso no cuenta, lo que importa es que nos queremos. La amargura del violonchelista fue disminuyendo poco a poco, verdaderamente el mundo está más que harto de episodios como éste, él esperó y ella faltó, ella esperó y él no vino, en el fondo, y esto que quede entre nosotros, escépticos e incrédulos que somos, mejor eso que una pierna rota. Era fácil decirlo pero mejor sería haberse callado, porque las palabras tienen muchas veces efectos contrarios a los que se habían propuesto, tanto es así que no es infrecuente que estos hombres o esas mujeres juren y vuelvan a jurar, La detesto, Lo detesto, y luego estallen en lágrimas después de dicha la palabra. El violonchelista se sentó en la cama, abrazó al perro, que le puso las patas en las rodillas en un último gesto de solidaridad, y dijo, como quien a sí mismo se está reprendiendo, Un poco de dignidad, por favor, ya basta de lamentos.
Después, al perro, Tienes hambre, claro. Moviendo el rabo, el perro respondió que sí señor, tenía hambre, hacía una cantidad de horas que no comía, y los dos se fueron a la cocina. El violonchelista no comió, no le apetecía. Además, el nudo que tenía en la garganta no le hubiera dejado engullir. Media hora después ya estaba en la cama, se había tomado una pastilla que le ayudara a entrar en el sueño, pero de poco le sirvió. Despertaba y dormía, despertaba y dormía siempre con la idea de que tenía que correr tras el sueño para agarrarlo e impedir que el insomnio viniese a ocupar el otro lado de la cama. No soñó con la mujer del palco, pero hubo un momento en que despertó y la vio de pie, en medio de la sala de música, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Al día siguiente era domingo, y domingo es el día de llevar al perro a pasear. Amor con amor se paga, parecía decirle el animal, ya con la correa en la boca, dispuesto para salir. Cuando, en el parque, el violonchelista se encaminaba hacia el banco donde solía sentarse, vio, a lo lejos, que se encontraba allí una mujer. Los bancos del jardín son libres, públicos y en general gratuitos, no se le puede decir a quien llegó antes que nosotros, Este banco es mío, tenga la bondad de buscarse otro.
Nunca lo haría un hombre de buena educación como el violonchelista, y menos aún ahora que le parece reconocer en la persona a la famosa mujer del palco de primera, la mujer que había faltado al encuentro, la mujer a quien vio en medio de la sala de música con la mano cruzada sobre el pecho. Como se sabe, a los cincuenta años los ojos ya no son de fiar, comenzamos a parpadear, a semicerrarlos como si quisiéramos imitar a los héroes de las películas del oeste o a los navegadores de antaño, sobre el caballo o a la proa de la carabela, con la mano sobre las cejas, escudriñando los horizontes distantes. La mujer está vestida de manera diferente, con pantalones y chaqueta de cuero, con certeza es otra persona, le dice el violonchelista al corazón, pero éste, que tiene mejores ojos, te dice que abras los tuyos, que es ella, y ahora mira a ver cómo te vas a portar. La mujer levantó la cabeza y el violonchelista dejó de tener dudas, era ella. Buenos días, dijo cuando se detuvo junto al banco, hoy podría esperarlo todo, menos encontrarla aquí, Buenos días, vine para despedirme y pedirle disculpas por no haber aparecido ayer en el concierto. El violonchelista se sentó, le quitó la correa al perro, le dijo, Vete, y, sin mirar a la mujer, respondió, No tiene de qué disculparse, es algo que siempre está sucediendo, la gente compra entradas y luego, por esto o por aquello, no puede ir, es natural, Y sobre nuestro adiós, no tiene opinión, preguntó la mujer, Es una delicadeza muy grande de su parte considerar que debería despedirse de un desconocido, aunque no sea capaz de imaginar cómo pudo saber que vengo a este parque todos los domingos, Hay pocas cosas que yo no sepa de usted, Por favor, no regresemos a las absurdas conversaciones que tuvimos el jueves en la puerta del teatro y por teléfono, no sabe nada de mí, nunca nos habíamos visto antes, Recuerde que estuve en el ensayo, Y no comprendo cómo lo consiguió, el maestro es muy riguroso con la presencia de extraños, y ahora no me venga con el cuento de que también lo conoce, No tanto como a usted, usted es una excepción, Mejor que no lo fuera, Por qué, Quiere que se lo diga, de verdad quiere que se lo diga, preguntó el violonchelista con una vehemencia que rozaba la desesperación, Sí, Porque me he enamorado de una mujer de quien no sé nada, que anda jugando conmigo, que mañana se irá para no sé dónde y que no volveré a ver, Será hoy cuando me vaya, no mañana, Para colmo, No es verdad que haya estado jugando con usted, Pues si no lo ha hecho, finge muy bien, En cuanto a que se haya enamorado de mí, no espere que le responda, hay ciertas palabras que están prohibidas en mi boca, Un misterio más, Y no será el último, Con esta despedida quedarán todos resueltos, Otros comenzarán, Por favor, déjeme, no me atormente más, La carta, No quiero saber nada de la carta, Aunque quisiera no se la podría dar, la he dejado en el hotel, dijo la mujer sonriendo, Pues entonces, rómpala, Pensaré en lo que he de hacer con ella, No necesita pensarlo, rómpala y se acabó. La mujer se puso de pie. Ya se va, preguntó el violonchelista. No se había levantado, tenía la cabeza bajada, todavía tenía algo que decir. Nunca la he tocado, murmuró, He sido yo quien no he querido que me tocara, Cómo lo ha conseguido, Para mí no es difícil, Ni siquiera ahora, Ni siquiera ahora, Al menos, un apretón de manos, Tengo las manos frías. El violonchelista levantó la cabeza. La mujer ya no estaba allí.
Hombre y perro salieron pronto del parque, los bocadillos fueron comprados para comerlos en casa, no hubo siestas al sol. La tarde fue larga y triste, el músico tomó un libro, leyó media página y lo dejó a un lado.
Se sentó al piano para tocar un poco, pero las manos no le obedecieron, estaban entorpecidas, frías, como muertas. Y, cuando se volvió hacia el amado violonchelo, fue el propio instrumento quien se le negó.
Dormitó en un sillón, quiso sumergirse en un sueño interminable, no despertar nunca más. Tumbado en el suelo, a la espera de una señal que no venía, el perro miraba. Tal vez la causa del abatimiento del dueño fuese la mujer que apareció en el parque, pensó, al cabo no era cierto ese proverbio que decía que lo que los ojos no ven, no lo siente el corazón. Los proverbios están constantemente engañándonos, concluyó el perro.
Eran las once cuando sonó el timbre de la puerta. Algún vecino con problemas, pensó el violonchelista, y se levantó para abrir. Buenas noches, dijo la mujer del palco, pisando el umbral, Buenas noches, respondió el músico, esforzándose por dominar el pasmo que le contraía la glotis, No me pide que entre, Claro que sí, por favor. Se apartó para dejarla pasar, cerró la puerta, todo despacio, lentamente, para que el corazón no le explotara. Con las piernas temblando la acompañó a la sala de música, con la mano que temblaba le indicó el sillón. Pensé que ya se habría ido, dijo, Como ve, decidí quedarme, respondió la mujer, Pero partirá mañana, A eso me comprometí, Supongo que ha venido para traerme la carta, que no la ha roto, Sí, la tengo aquí en este bolso, Démela, entonces, Tenemos tiempo, recuerdo haberle dicho que las prisas son malas consejeras, Como quiera, estoy a su disposición, Lo dice en serio, Es mi mayor defecto, todo lo digo en serio, incluso cuando hago reír, principalmente cuando hago reír, En ese caso me atrevo a pedirle un favor, Cuál, Compénseme por haber faltado ayer al concierto, No veo de qué manera, Ahí tiene un piano, Ni se le ocurra, soy un pianista mediocre, O el violonchelo, Eso es otra cosa, sí, podré tocarle una o dos piezas si se empeña, Puedo escoger, preguntó la mujer, Sí, pero sólo lo que esté a mi alcance, dentro de mis posibilidades. La mujer tomó el cuaderno de la suite número seis de bach y dijo, Esto, Es muy larga, lleva más de media hora, y ya comienza a ser tarde, Le repito que tenemos tiempo, Hay un pasaje en el preludio en que tengo dificultades, No importa, sálteselo cuando llegue, dijo la mujer, o ni será preciso, ya verá que tocará aún mejor que rostropovich. El violonchelista sonrió, Puede tener la certeza. Abrió el cuaderno sobre el atril, respiró hondo, colocó la mano izquierda en el brazo del violonchelo, la mano derecha condujo el arco hasta casi rozar las cuerdas, y comenzó. De más sabía que no era rostropovich, que no pasaba de un solista de orquesta cuando la casualidad del programa lo exigía, pero aquí, ante esta mujer, con su perro echado a los pies, a esta hora de la noche, rodeado de libros, de cuadernos de música, de partituras, era el propio johann Sebastian bach componiendo en cóthen lo que más tarde sería llamado opus mil doce, obras ellas casi tantas como fueron las de la creación. El pasaje difícil fue traspasado sin que él se hubiera dado cuenta de la proeza que había cometido, manos felices hacían murmurar, hablar, cantar, rugir al violonchelo, he aquí lo que le faltó a rostropovich, esta sala de música, esta hora, esta mujer. Cuando él terminó, las manos de ella ya no estaban frías, las suyas ardían, por eso las manos se dieron a las manos y no se extrañaron. Pasaba mucho de la una de la madrugada cuando el violonchelista preguntó, Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel, y la mujer respondió, No, me quedaré contigo, y le ofreció la boca.
Entraron en el dormitorio, se desnudaron, y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió, ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada en que la cabeza del hombre descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el papel con una mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que podría pegarle fuego sólo con el contacto de los dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la cerilla de todos los días, la que hacía arder la carta de la muerte, esa que sólo la muerte podía destruir. No quedaron cenizas. La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie.