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Tengo un gran favor que pedirte, dijo la muerte. Como siempre, la guadaña no respondió, la única señal de haber oído fue un estremecimiento poco más que perceptible, una expresión general de desconcierto físico, puesto que jamás habían salido de esa boca semejantes palabras, pedir un favor, y para colmo grande. Voy a tener que estar fuera una semana, siguió la muerte, y necesito que durante ese tiempo me sustituyas en el despacho de las cartas, evidentemente no te pido que las escribas, sólo que las envíes, bastará que emitas una especie de orden mental y hagas vibrar un poco tu lámina por dentro, así como un sentimiento, una emoción, cualquier cosa que muestre que estás viva, eso será suficiente para que las cartas sigan hasta su destino. La guadaña se mantuvo callada, pero el silencio equivalía a una pregunta. Es que no puedo estar siempre entrando y saliendo para ocuparme del correo, dijo la muerte, tengo que concentrarme totalmente en la resolución del problema del violonchelista, descubrir la manera de entregarle la maldita carta. La guadaña esperaba. La muerte prosiguió, Mi idea es ésta, escribo de un tirón todas las cartas de la semana en que estaré ausente, procedimiento que me permito a mí misma usar considerando el carácter excepcional de la situación, y, tal como te he dicho, tú sólo tendrás que enviarlas, no necesitas salir de donde estás, ahí apoyada en la pared, mira que estoy siendo buena, te pido un favor de amiga cuando podría muy bien, sin contemplaciones, darte una simple orden, el hecho de que en los últimos tiempos haya dejado de aprovecharme de ti no significa que no sigas a mi servicio. El silencio resignado de la guadaña confirmaba que así era. Entonces estamos de acuerdo, concluyó la muerte, dedicaré este día a escribir las cartas, calculo que serán unas dos mil quinientas, imagínate, estoy segura de que llegaré al final del trabajo con la muñeca abierta, te las dejo organizadas sobre la mesa, en grupos separados, de izquierda a derecha, no te equivoques, de izquierda a derecha, fíjate bien, desde aquí hasta aquí, sería una complicación de mil demonios que las personas reciban fuera de tiempo sus notificaciones, tanto si es para más como si es para menos. Se dice que quien calla otorga. La guadaña había callado, por tanto otorgaba. Envuelta en su sábana, con la capucha hacia atrás para desahogar la visión, la muerte se sentó a trabajar. Escribió, escribió, pasaron las horas y ella seguía escribiendo, y eran las cartas, y eran los sobres, y era doblarlas, y era cerrarlos, se podría preguntar cómo lo conseguía si no tenía lengua ni de dónde le venga la saliva, pero eso, queridos señores, era en los felices tiempos de la artesanía, cuando todavía vivíamos en las cavernas de una modernidad que apenas comenzaba a despuntar, ahora los sobres son de los llamados autoadhesivos, se les quita la tirita de papel, y ya está, de los múltiples empleos que la lengua tenía se puede decir que éste ha pasado a la historia. La muerte no llegó al final con la muñeca abierta después de tan gran esfuerzo porque, en realidad, abierta ya la tiene desde siempre. Son maneras de hablar que se nos pegan al lenguaje, seguimos usándolas incluso después de haberse desviado hace mucho del sentido original, y no nos damos cuenta de que, por ejemplo en el caso de esta nuestra muerte que por aquí deambula en figura de esqueleto, la muñeca ya le vino abierta de nacimiento, basta ver la radiografía. El gesto de despedida hizo desaparecer en el hiperespacio los doscientos ochenta y tantos sobres de hoy, por lo tanto será a partir de mañana cuando la guadaña comenzará a desempeñar las funciones de expedidora postal que le acaban de ser confiadas. Sin pronunciar una palabra, ni adiós, ni hasta luego, la muerte se levantó de la silla, se dirigió a la única puerta que existía en la sala, esa puertecita estrecha a la que tantas veces nos hemos referido sin tener la menor idea de cuál sería su utilidad, la abrió, entró y volvió a cerrarla tras de sí. La emoción hizo que la guadaña experimentara a lo largo de la lámina, hasta el pico, hasta la punta extrema, una fortísima vibración. Nunca, en la memoria de la guadaña, esa puerta había sido utilizada. Las horas pasaron, todas las que fueron necesarias para que el sol naciera ahí fuera, no aquí en esta sala blanca y fría, donde las pálidas bombillas, siempre encendidas, parecían haber sido puestas para espantarle las sombras a un muerto que tuviera miedo de la oscuridad.

Todavía es pronto para que la guadaña emita la orden mental que hará desaparecer de la sala el segundo montón de cartas, puede, por tanto, dormir un poco más. Esto es lo que suelen decir los insomnes que no pegan los ojos en toda la noche, pero que, los pobres, creen que son capaces de engañar al sueño pidiéndole un poco más, sólo un poco más, ellos a quienes ni un minuto de reposo les había sido concedido.

Sola, durante todas esas horas, la guadaña buscó una explicación para el insólito hecho de que la muerte hubiera salido por una puerta ciega que, desde el momento en que la colocaron, parecía condenada para el resto de los tiempos. Por fin desistió de darle vueltas a la cabeza, más tarde o más pronto acabará sabiendo qué está pasando ahí detrás, pues es prácticamente imposible que haya secretos entre la muerte y la guadaña como tampoco los hay entre la hoz y la mano que la empuña.

No tuvo que esperar mucho. Media hora habría pasado en un reloj cuando la puerta se abrió y una mujer apareció en el umbral. La guadaña había oído decir que esto podría suceder, transformarse la muerte en un ser humano, preferiblemente mujer por esa cosa de los géneros, pero pensaba que se trataba de una historieta, de un mito, de una leyenda como tantas y tantas otras, por ejemplo, el fénix renacido de sus propias cenizas, el hombre de la luna cargando con un haz de leña sobre la espalda por haber trabajado en día santo, el barón de münchhausen que, tirando de sus propios cabellos, se salvó de morir ahogado en unas aguas pantanosas y también al caballo que montaba, el drácula de transilvania que no muere por más que lo maten, a no ser que le claven una estaca en el corazón, e incluso así no faltan quienes lo duden, la famosa piedra, en la antigua irlanda, que gritaba cuando el rey verdadero la tocaba, la fuente del epiro que apagaba las antorchas encendidas e inflamaba las apagadas, las mujeres que dejaban caer la sangre de la menstruación por los campos cultivados para aumentar la fertilidad de la sementera, las hormigas de tamaño de perros, los perros de tamaño de hormigas, la resurrección al tercer día porque no pudo ser en el segundo. Estás muy guapa, comentó la guadaña, y era verdad, la muerte estaba muy guapa y era joven, tendría treinta y seis o treinta y siete años como habían calculado los antropólogos, Hablaste, finalmente, exclamó la muerte, Me ha parecido que había un buen motivo, no todos los días se ve a la muerte transformada en un ejemplar de la especie de que es enemiga, Quiere decir que no ha sido por encontrarme guapa, También, también, pero igualmente hubiera hablado si te me hubieras aparecido con la figura de una mujer gorda vestida de negro como a monsieur marcel proust, No soy gorda ni estoy vestida de negro, y tú no tienes ni la menor idea de quién fue marcel proust, Por razones obvias, las guadañas, tanto esta de segar gente como las otras, vulgares, de segar hierba, nunca pudieron aprender a leer, pero todas fuimos dotadas de buena memoria, ellas de la savia, yo de la sangre, he oído decir por ahí algunas veces el nombre de proust y he unido hechos, fue un gran escritor, uno de los mayores que jamás han existido, y su expediente estará en los antiguos archivos, Sí, pero no en los míos, no fui yo la muerte que lo mató, No era entonces de este país el tal monsieur marcel proust, preguntó la guadaña, No, era de otro, de uno que se llama francia, respondió la muerte, y se notaba un cierto tono de tristeza en sus palabras, Que te consuele del disgusto de no haber sido tú quien lo mató lo guapa que te veo, dios te bendiga, ayudó la guadaña, Siempre te he considerado una amiga, pero mi disgusto no viene de no haberlo matado yo, Entonces, No lo sabría explicar. La guadaña miró a la muerte con extrañeza y creyó preferible cambiar de asunto, Dónde has encontrado lo que llevas puesto, preguntó, Hay mucho para elegir detrás de esa puerta, es como un almacén, como un enorme guardarropa de teatro, son centenares de armarios, centenares de maniquíes, millares de perchas, Me llevas, pidió la guadaña, Sería inútil, no entiendes nada de modas ni de estilos, A simple vista no me parece que tú tampoco entiendas mucho, no creo que las diferentes partes de lo que vistes vayan bien unas con otras, Como nunca has salido de esta sala, ignoras lo que se usa en los días de hoy, Pues te diría que esa blusa se parece mucho a otras que recuerdo de cuando llevaba una vida activa, Las modas son rotatorias, van y vienen, vuelven y van, si yo te contase lo que veo por esas calles, Lo creo sin que me lo tengas que decir, No piensas que la blusa va bien con el color de los pantalones y de los zapatos, Creo que sí, concedió la guadaña, Y con este gorro que llevo en la cabeza, También, Y con esta chaqueta de piel, También, Y con este bolso de colgar al hombro, No digo que no, Y con estos pendientes en las orejas, Me rindo, Estoy irresistible, confiésalo, Depende del tipo de hombre al que quieras seducir, En cualquier caso te parece que de verdad voy guapa, He sido yo quien lo ha dicho en primer lugar, Siendo así, adiós, estaré de regreso el domingo, lo más tarde el lunes, no te olvides de mandar el correo de cada día, supongo que no será demasiado trabajo para quien se pasa el tiempo apoyada en la pared, Llevas la carta, preguntó la guadaña, que decidió no reaccionar ante la ironía, La llevo, va aquí dentro, respondió la muerte, tocando el bolso con las puntas de unos dedos finos, bien tratados, que a cualquiera de nosotros le apetecería besar.

La muerte apareció bajo la luz del día en una calle estrecha, con muros a un lado y a otro, ya casi fuera de la ciudad. No se ve puerta o portón por donde pueda haber salido, tampoco se nota ningún indicio que nos permita reconstituir el camino que desde la fría sala subterránea la ha traído hasta aquí. El sol no molesta a las órbitas vacías, por eso los cráneos rescatados en las excavaciones arqueológicas no tienen necesidad de bajar los párpados cuando la luz súbita les da de lleno en la cara y el feliz antropólogo anuncia que su hallado óseo tiene todo el aspecto de ser un neanderthal, aunque un examen posterior venga a demostrar que al final se trataba de un vulgar homo sapiens. La muerte, esta que se ha hecho mujer, saca del bolso unas gafas oscuras y con ellas defiende sus ojos ahora humanos de los peligros de una oftalmía más que probable en quien todavía tendrá que habituarse a las refulgencias de una mañana de verano. La muerte baja la calle hasta donde los muros terminan y los primeros edificios se levantan. A partir de ahí se encuentra en terreno conocido, no hay una sola casa de estas y de todas cuantas se extienden delante de sus ojos hasta los límites de la ciudad y del país en que no haya estado alguna vez, y hasta incluso en esa obra tendrá que entrar de aquí a dos semanas para empujar de un andamio a un albañil distraído que no se fijará dónde va a poner el pie. En casos como éstos solemos decir que así es la vida, cuando mucho más exactos seríamos si dijéramos que así es la muerte. A esta chica de gafas oscuras que está entrando en un taxi no le daríamos nosotros tal nombre, probablemente pensaríamos que era la propia vida en persona y correríamos jadeando tras ella, ordenaríamos al conductor de otro taxi, si lo hubiera, Siga a ese coche, y sería inútil porque el taxi que la lleva ya ha doblado la esquina y no hay aquí otro al que le pudiéramos suplicar, Por favor, siga a ese taxi. Ahora sí, ya tiene todo el sentido que digamos que es así la vida y encojamos resignados los hombros. Sea como sea, y que eso nos sirva al menos de consuelo, la carta que la muerte lleva en su bolso tiene el nombre de otro destinatario y otra dirección, nuestro turno de caer del andamio todavía no ha llegado. Al contrario de lo que razonablemente podría preverse, la muerte no le ha dado al conductor del taxi la dirección del violonchelista, y sí la del teatro en que él toca. Es cierto que decidió apostar a lo seguro después de los sucesivos desaires sufridos, pero no comenzó transformándose en mujer por mera casualidad, o, como un espíritu gramático también podría ser llevado a pensar, por aquello de los géneros que antes sugerimos, ambos, en este caso, de la mujer y de la muerte, femeninos. A pesar de su absoluta falta de experiencia del mundo exterior, particularmente en el capítulo de los sentimientos, apetitos y tentaciones, la guadaña acertó de lleno en el objetivo cuando, en determinado momento de la conversación con la muerte, se preguntó sobre el tipo de hombre a quien pretendía seducir. Esta era la palabra clave, seducir. La muerte podría haber ido directamente a casa del violonchelista, tocar el timbre y, cuando él abriese la puerta, lanzarle el primer anzuelo de una sonrisa dulce después de quitarse las gafas oscuras, anunciarse, por ejemplo, como vendedora de enciclopedias, pretexto archiconocido, pero de resultados casi siempre seguros, y entonces una de dos, o él le diría que entrara para tratar del asunto tranquilamente delante de una taza de té, o le comunicaría enseguida que no estaba interesado y haría el gesto de cerrar la puerta, al mismo tiempo que delicadamente pediría disculpas por el rechazo, Si al menos fuera una enciclopedia musical, justificaría con una tímida sonrisa. En cualquiera de las situaciones la entrega de la carta sería fácil, digamos incluso que ultrajantemente fácil, y esto era lo que no le agradaba a la muerte. El hombre no la conocía a ella, pero ella conocía al hombre, habían pasado una noche en la misma habitación, y ella lo había oído tocar, cosas que, se quiera o no se quiera, crean lazos, establecen una armonía, dibujan un principio de relaciones, decirle en la cara, Va a morir, tiene ocho días para vender el violonchelo y encontrarle otro amo al perro, sería una brutalidad impropia de la mujer bien parecida en que se había transformado. Su plan es otro.

En la cartelera de la entrada del teatro se informa al respetable público de que en esa semana se iban a dar dos conciertos de la orquesta sinfónica nacional, uno el jueves, es decir, pasado mañana, otro el sábado.

Es natural que la curiosidad de quien venga siguiendo este relato con escrupulosa y obsesiva atención, en busca de contradicciones, deslices, omisiones y falta de lógicas, exija que le expliquen con qué dinero va a pagar la muerte las entradas para los conciertos si hace menos de dos horas que acaba de salir de una sala subterránea donde no consta que existan cajeros automáticos ni bancos de puertas abiertas. Y, ya que se encuentra en plan de preguntar, también ha de querer que se le diga si los taxistas han pasado a no cobrar lo debido a las mujeres que llevan gafas de sol y tienen una sonrisa agradable y un cuerpo bien hecho.

Ora bien, antes de que la malintencionada suposición comience a echar raíces, apresurémonos a aclarar que la muerte además de pagar lo que el taxímetro marcaba tuvo presente añadir una propina. En cuanto a la procedencia del dinero, si ésa sigue siendo la preocupación del lector, baste decir que salió de donde ya habían salido las gafas de sol, o sea, del bolso que llevaba colgado al hombro, puesto que, en principio, y que se sepa, nada se opone a que de donde ha salido una cosa no pueda salir otra. Lo que sí podría suceder es que el dinero con que la muerte pagó la carrera de taxi y tendrá que pagar las dos entradas para los conciertos, además del hotel donde se hospedará en los próximos días, esté fuera de circulación. No sería la primera vez que nos acostamos con una moneda y nos levantamos con otra. Es de presumir, sin embargo, que el dinero sea de buena calidad y esté cubierto por las leyes en vigor, a no ser que, conocidos como son los talentos mistificadores de la muerte, el taxista, sin darse cuenta de que estaba siendo estafado, haya recibido de la mujer de gafas de sol un billete de banco que no es de este mundo o, por lo menos, no de esta época, con el retrato de un presidente de república en lugar de la veneranda y familiar faz de su majestad el rey. La venta de billetes del teatro acaba de abrirse ahora mismo, la muerte entra, sonríe, da los buenos días y pide dos palcos de primera, uno para el jueves, otro para el sábado. Insiste a la taquillera que pretende el mismo palco para ambas funciones y que, cuestión fundamental, esté situado al lado derecho del escenario y lo más cerca posible. La muerte introdujo sin mirar la mano en el bolso, sacó la billetera y entregó lo que le pareció necesario. La taquillera le dio la vuelta, Aquí está, espero que le gusten nuestros conciertos, supongo que es la primera vez, por lo menos no recuerdo haberla visto por aquí, y mire que tengo una excelente memoria para las fisonomías, ninguna se me escapa, también es verdad que las gafas alteran mucho la cara de las personas, sobre todo si son oscuras como las suyas. La muerte se quitó las gafas, Y ahora qué le parece, preguntó, Tengo la certeza de no haberla visto antes, Tal vez porque la persona que tiene delante, esta que soy ahora, nunca ha necesitado comprar entradas para un concierto, hace pocos días tuve la satisfacción de asistir a un ensayo de la orquesta y nadie notó mi presencia, No lo entiendo, Recuérdeme que se lo explique un día, Cuándo, Un día, el día, el que siempre llega, No me asuste. La muerte sonrió con su preciosa sonrisa y preguntó, Hablando francamente, cree que tengo aspecto de darle miedo a alguien, No, qué cosas, no era eso lo que quise decir, Entonces haga como yo, sonría y piense en cosas agradables, La temporada de conciertos todavía durará un mes, Mire, ésa sí que es una buena noticia, quizá volvamos a vernos la semana próxima, Estoy siempre aquí, ya casi soy un mueble del teatro, Quédese tranquila, la encontraría aunque no estuviera aquí, Entonces la espero, No faltaré. La muerte hizo una pausa y preguntó, A propósito, ha recibido, o alguien de su familia, la carta color violeta, La de la muerte, Sí, la de la muerte, Gracias a dios, no, pero los ocho días de un vecino mío se cumplen mañana, el pobre está con una desesperación que da pena, Qué le vamos a hacer, la vida es así, Tiene razón, suspiró la empleada, la vida es así. Felizmente otras personas llegaron para comprar entradas, de otro modo no se sabe dónde podría haber acabado esta conversación.

Ahora se trata de encontrar un hotel que no esté muy lejos de la casa del músico. La muerte bajó andando hacia el centro, entró en una agencia de viajes, pidió que le dejaran consultar el mapa de la ciudad, situó rápidamente el teatro, de ahí su dedo índice viajó sobre el papel hacia el barrio donde vivía el violonchelista. La zona estaba un tanto apartada, pero había hoteles en los alrededores. El empleado le sugirió uno, sin lujo, pero confortable. El mismo se ofreció para hacerle la reserva por teléfono y cuando la muerte le preguntó cuánto le debía por el trabajo respondió, sonriendo, Póngalo en mi cuenta. Es lo habitual, las personas dicen cosas a lo loco, lanzan palabras a la aventura y no se les pasa por la cabeza pensar en las consecuencias, Póngalo en mi cuenta, dijo el hombre, imaginando probablemente, con la incorregible fatuidad masculina, algún apacible encuentro en un futuro próximo. Se arriesgó a que la muerte le respondiera con una mirada fría, Tenga cuidado, no sabe con quién está hablando, pero ella apenas sonrió vagamente, se lo agradeció y salió sin dejar número de teléfono ni tarjeta de visita. En el aire quedó un difuso perfume en que se mezclaba la rosa y el crisantemo, De hecho, es lo que parece, mitad rosa mitad crisantemo, murmuró el empleado, mientras doblaba lentamente el mapa de la ciudad. En la calle, la muerte paraba un taxi y le daba al conductor la dirección del hotel. No se sentía satisfecha consigo misma. Asustó a la amable señora de la taquilla, se divirtió a su costa, y eso había sido un abuso sin perdón. La gente ya tiene suficiente miedo de la muerte como para necesitar que ella se le aparezca con una sonrisa y diciendo, Hola, soy yo, que es la versión corriente, familiar podríamos decir, del ominoso latín memento, homo, qui pulvis es et in pulverem revérteos, y después, como si fuera poco, estuvo a punto de lanzarle a una persona simpática que le estaba haciendo un favor esa estúpida pregunta con que las clases sociales llamadas superiores tienen la descarada altanería de provocar a las que están debajo, Usted no sabe con quién está hablando. No, la muerte no está contenta con su proceder. Tiene la certeza de que en el estado de esqueleto nunca se le habría ocurrido comportarse de esa manera, A lo mejor es por haber tomado figura humana, esas cosas deben de pegarse, pensó. Casualmente miró por la ventana del taxi y reconoció la calle por la que pasaban, es aquí donde vive el violonchelista, aquél es el bajo donde vive. A la muerte le pareció sentir un choque brusco en el plexo solar, una súbita agitación nerviosa, podía ser el estremecimiento del cazador al avistar la presa, cuando la tiene en la mira de la escopeta, podía ser una especie de oscuro temor, como si comenzase a tener miedo de sí misma. El taxi se detuvo, El hotel es éste, dijo el conductor. La muerte pagó con la vuelta que la taquillera del teatro le había entregado, Quédese con el resto, dijo, sin darse cuenta de que el resto era superior a lo que marcaba el taxímetro. Tenía disculpa, sólo hoy había comenzado a utilizar los servicios de este transporte público.

Al aproximarse al mostrador de recepción recordó que el empleado de la agencia de viajes no le había preguntado cómo se llamaba, se limitó a avisar al hotel, Les mando una clienta, sí, una clienta, ahora mismo, y ella estaba allí, esta clienta que no podía decir que se llamaba muerte, con letra pequeña, por favor, que no sabía qué nombre dar, ah, el bolso, el bolso que lleva colgado al hombro, el bolso de donde salieron las gafas de sol y el dinero, el bolso de donde va a salir un documento de identidad, Buenas tardes, en qué puedo servirla, preguntó el recepcionista, Han telefoneado de una agencia de viajes hace un cuarto de hora para hacer una reserva a mi nombre, Sí señora, he sido yo quien ha atendido, Pues aquí estoy, Puede rellenar la ficha, por favor. Ahora la muerte ya sabe el nombre que tiene, lo dice el documento de identidad abierto sobre el mostrador, gracias a las gafas de sol podrá copiar discretamente los datos sin que el recepcionista se dé cuenta, un nombre, una fecha de nacimiento, un origen, un estado civil, una profesión, Aquí está, dijo, Cuántos días se quedará en nuestro hotel, Pretendo salir el próximo lunes, Permítame que fotocopie su tarjeta de crédito, No la he traído conmigo, pero puedo pagar ya, por adelantado, si quiere, Ah, no, no es necesario, dijo el recepcionista. Tomó el documento de identidad para cotejar los datos pasados a la ficha y, con una expresión de extrañeza en la cara, levantó la mirada. El retrato que el documento exhibía era de una mujer de más edad. La muerte se quitó las gafas de sol y sonrió. Perplejo, el recepcionista miró nuevamente el documento, el retrato y la mujer que tenía delante eran ahora como dos gotas de agua, iguales. Tiene equipaje, preguntó mientras se pasaba la mano por la frente húmeda, No, he venido a la ciudad a hacer compras, respondió la muerte.

Permaneció en la habitación durante todo el día, almorzó y cenó en el hotel. Vio la televisión hasta tarde. Después se metió en la cama y apagó la luz. No durmió. La muerte nunca duerme.