La muerte tiene un plan. El cambio del año de nacimiento del músico no fue sino el movimiento inicial de una operación en que, podemos adelantarlo desde ya, serán empleados medios absolutamente excepcionales, jamás usados a lo largo de la historia de las relaciones de la especie humana con su visceral enemiga. Como en un juego de ajedrez, la muerte avanzó con la reina. Unos cuantos lances más deberán abrir caminos al jaque mate y la partida terminará. Ahora se podría preguntar por qué no regresa la muerte al statu quo ante, cuando las personas morían simplemente porque tenían que morir, sin necesidad de esperar a que el cartero les trajera la carta color violeta. La pregunta tiene su lógica, pero la respuesta no la tendrá menos. Se trata, en primer lugar, de una cuestión de pundonor, de brío, de orgullo profesional, por cuanto, ante los ojos de todo el mundo, que la muerte regrese a la inocencia de aquellos tiempos sería lo mismo que reconocer su derrota. Puesto que el proceso actual en vigor es el de las cartas color violeta, entonces el violonchelista tendrá que morir por esta vía. Basta con que nos pongamos en el lugar de la muerte para comprender la bondad de sus razones. Claro que, como hemos tenido la ocasión de ver cuatro veces, el magno problema de hacer llegar la ya cansada carta al destinatario subsiste, y es ahí que, para lograr el añorado desiderátum, entrarán en acción los medios excepcionales de que hablamos arriba. Pero no anticipemos los hechos, observemos lo que hace la muerte en este momento. La muerte, en este preciso momento, no hace nada más que lo que siempre ha hecho, es decir, empleando una expresión corriente, anda por ahí, aunque, más exacto sería decir que la muerte está, no anda. Al mismo tiempo, y en todas partes. No necesita correr detrás de las personas para atraparlas, siempre está donde ellas estén. Ahora, gracias al método de aviso por correspondencia, podría quedarse tranquilamente en la sala subterránea y esperar que el correo se encargue del trabajo, pero su naturaleza es más fuerte, necesita sentirse libre, desahogada.
Como ya decía el dictado antiguo, gallina de campo no quiere corral. En sentido figurado, por tanto, la muerte anda en el campo. No volverá a caer en la estupidez, o en la indisculpable debilidad, de reprimir lo que en ella hay de mejor, su ilimitada virtud expansiva, por eso no repetirá la penosa acción de concentrarse y mantenerse en el último umbral de lo visible, sin pasar al otro lado, como hizo la noche pasada, Dios sabe con qué costo, durante las horas que permaneció en casa del músico.
Presente, como hemos dicho una y mil veces, en todas partes, está ahí también. El perro duerme en el patio, al sol, esperando que el dueño regrese al hogar. No sabe adonde ha ido ni qué hace, y la idea de seguirle el rastro, si alguna vez lo tentó, es algo en lo que ya no piensa, tantos y tan desorientadores son los buenos y los malos olores de una ciudad capital. Nunca pensamos que lo que los perros conocen de nosotros son otras cosas de las que no tenemos la menor idea. La muerte, ésa sí, sabe que el violonchelista está sentado en el escenario de un teatro, a la derecha del maestro, en el lugar que corresponde al instrumento que toca, lo ve mover el arco con la mano diestra, ve la mano izquierda, izquierda pero no menos diestra que la otra, subiendo y bajando a lo largo de las cuerdas, tal como ella misma hiciera medio a oscuras, a pesar de no haber aprendido música, ni siquiera el más elemental de los solfeos, el llamado tres por cuatro. El maestro interrumpió el ensayo, repiqueteó con la batuta en el borde del atril para un comentario y una orden, pretende que en este pasaje los violonchelos, justamente los violonchelos, se hagan oír sin parecer que suenan, una especie de charada acústica que los músicos dan muestras de haber descifrado sin dificultad, el arte es así, tiene cosas que a los profanos les parecen imposibles del todo y a fin de cuentas no lo eran. La muerte, no sería necesario decirlo, llena el teatro hasta lo alto, hasta las pinturas alegóricas del techo y la inmensa araña ahora apagada, pero el punto de vista que en este momento prefiere es el de un palco sobre el nivel del escenario, frontero, aunque un poco de soslayo, a los grupos de cuerda de tonalidad grave, a las violas, que son los contraltos de la familia de los violines, a los violonchelos, que corresponden al bajo, a los contrabajos, que son los de la voz gruesa. Está allí sentada, en una estrecha silla forrada de terciopelo carmesí, y mira fijamente al primer violonchelista, ese a quien ha visto dormir y que usa pijama de rayas, ese que tiene un perro que a estas horas duerme al sol en el patio de la casa, esperando el regreso del dueño. Aquél es su hombre, un músico, nada más que un músico, como son los casi cien hombres y mujeres organizados en semicírculo ante su chamán privado, que es el maestro, y que un día de éstos, en cualquier semana, mes y año futuros, recibirán en su casa la cartita color violeta y dejarán el lugar vacío, hasta que otro violinista, o flautista, o trompetista venga a sentarse en la misma silla, tal vez ya con otro chamán haciendo gestos con el palito para conjurar los sonidos, la vida es una orquesta que siempre está tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y siempre regresa a la superficie, y es entonces cuando la muerte piensa que se quedará sin tener qué hacer si el barco hundido no pudiera subir nunca más cantando aquel evocativo canto de las aguas que resbalan por el costado, como debe de haber sido, deslizándose con otra rumorosa suavidad por el ondulante cuerpo de la diosa, el de anfitrite en la hora única de su nacimiento, para convertirla en aquella que rodea los mares, que ése es el significado del nombre que le dieron. La muerte se pregunta dónde estará ahora anfitrite, la hija de nereo y de doris, dónde estará la que, no habiendo existido nunca en la realidad, habitó durante un breve tiempo la mente humana para crear en ella, también por breve tiempo, una cierta y particular manera de dar sentido al mundo, de buscar entendimientos de esa misma realidad. Y no la entendieron, pensó la muerte, y no la pueden entender por más que hagan, porque en la vida de ellos todo es provisional, todo precario, todo pasa sin remedio, los dioses, los hombres, lo que fue ya acabó, lo que es no lo será siempre, y hasta yo, muerte, acabaré cuando no tenga a quién matar, sea a la manera clásica, sea por correspondencia. Sabemos que no es la primera vez que un pensamiento de éstos pasa por lo que ella piensa, sea lo que fuere, pero es la primera vez que haberlo pensado le causó este sentimiento de profundo alivio, como alguien que, habiendo terminado su trabajo, lentamente se recuesta para descansar. De súbito la orquesta se calló, apenas se oye el violonchelo, esto se llama un solo, un modesto solo que no llegará a durar dos minutos, es como si de las fuerzas que el chamán había invocado se hubiera erguido una voz, hablando por ventura en nombre de todos aquellos que ahora están silenciosos, el propio maestro está inmóvil, mira a aquel músico que dejó abierto en una silla el cuaderno con la suite número seis opus mil doce en re mayor de Johann Sebastian Bach, la suite que él nunca tocará en este teatro, porque es simplemente un violonchelista de orquesta, aunque principal en su grupo, no uno de esos famosos concertistas que recorren el mundo entero tocando y dando entrevistas, recibiendo flores, aplausos, homenajes y condecoraciones, mucha suerte tiene ya con que alguna que otra vez le salgan unos cuantos compases para tocar solo, algún compositor generoso que se acordó de ese lado de la orquesta donde pocas cosas suelen pasar fuera de la rutina.
Cuando el ensayo termine guardará el violonchelo en su estuche y volverá a casa en taxi, de esos que tienen un portamaletas grande, y es posible que esta noche, después de cenar, abra la suite de bach sobre el atril, respire hondo y roce con el arco las cuerdas para que la primera nota nacida lo venga a consolar de las incorregibles banalidades del mundo y la segunda se las haga olvidar si puede, el solo ya ha terminado, los tutti de la orquesta han cubierto el último eco del violonchelo, y el chamán, con un gesto imperioso de batuta, volvió a su papel de invocador y guía de los espíritus sonoros. La muerte está orgullosa de lo bien que su violonchelista ha tocado. Como si se tratara de una persona de la familia, la madre, la hermana, una novia, esposa no, porque este hombre nunca se ha casado.
Durante los tres días siguientes, excepto el tiempo necesario para correr a la sala subterránea, escribir las cartas a toda prisa y enviarlas al correo, la muerte fue, más que la sombra, el propio aire que el músico respiraba. La sombra tiene un grave defecto, se le pierde el sitio, no se da con ella en cuanto le falta una fuente luminosa. La muerte viajó a su lado en el taxi que lo llevaba a casa, entró cuando él entró, contempló con benevolencia las locas efusiones del perro a la llegada del amo, y después, tal como haría una persona convidada a pasar allí una temporada, se instaló. Para quien no necesita moverse, es fácil, lo mismo le da estar sentado en el suelo como subido a la parte alta de un armario.
El ensayo de la orquesta había acabado tarde, dentro de poco será de noche. El violonchelista dio de comer al perro, después se preparó su propia cena con el contenido de dos latas que abrió, calentó lo que era para calentar, después puso un mantel sobre la mesa de la cocina, puso los cubiertos y la servilleta, echó vino en una copa y, sin prisa, como si pensara en otra cosa, se metió el primer tenedor lleno de comida en la boca. El perro se sentó al lado, algún resto que el dueño deje en el plato y pueda serle dado a mano será su postre. La muerte mira al violonchelista. Por principio, no distingue entre personas feas y personas guapas, acaso porque, no conociendo de sí misma otra cosa que la calavera que es, tiene la irresistible tendencia de hacer aparecer la nuestra diseñada debajo de la cara que nos sirve de muestrario. En el fondo, en el fondo, manda la verdad que se diga, a los ojos de la muerte todos somos de la misma manera feos, incluso en el tiempo en que habíamos sido reinas de belleza o reyes de lo que masculinamente le equivalga.
Le aprecia los dedos fuertes, calcula que las pulpas de la mano izquierda poco a poco se habrán ido endureciendo, tal vez hasta ser levemente callosas, la vida tiene de estas y otras injusticias, véase este caso de la mano izquierda, que tiene a su cargo el trabajo más pesado del violonchelo y recibe del público muchos menos aplausos que la mano derecha. Acabada la cena, el músico lavó los platos, dobló cuidadosamente por las marcas el mantel y la servilleta, los guardó en un cajón del armario y antes de salir de la cocina miró a su alrededor para ver si algo había quedado fuera de su lugar. El perro le siguió hasta la sala de la música, donde la muerte los esperaba. Al contrario de la suposición que hicimos en el teatro, el músico no tocó la suite de bach. Un día, conversando con algunos colegas de la orquesta que en tono ligero hablaban de la posibilidad de la composición de retratos musicales, retratos auténticos, no tipos, como los de samuel goldenberg y schmuyle, de mussorgsky, tuvo la ocurrencia de decir que su retrato, en caso de existir en la música, no lo encontrarían en ninguna composición para violonchelo, y sí en un brevísimo estudio de chopin, opus veinticinco, número nueve, en sol bemol mayor. Quisieron ellos saber por qué, y él respondió que no conseguía verse a sí mismo en nada más que hubiera sido escrito en una pauta y que ésa le parecía la mejor de las razones.
Y que en cincuenta y ocho segundos chopin había dicho todo cuanto se podría decir sobre una persona a la que no podía haber conocido. Durante algunos días, como amable divertimiento, los más graciosos le llamaron cincuenta y ocho segundos, pero el apodo era demasiado largo para perdurar, y también porque no se puede mantener ningún diálogo con alguien que había decidido demorar cincuenta y ocho segundos en responder a lo que le preguntaban. El violonchelista acabaría ganando la amigable contienda. Como si hubiera percibido la presencia de un tercero en su casa, a quien, por motivos no explicados, debiera hablar de sí mismo, y para no tener que hacer el largo discurso que hasta la vida más simple necesita para decir de sí misma algo que merezca la pena, el violonchelista se sentó ante el piano, y, tras una breve pausa para que la asistencia se acomodara, atacó la composición. Tumbado junto al atril y ya medio adormecido, el perro no pareció prestar importancia a la tempestad sonora que se había desencadenado sobre su cabeza, quizá por haberla oído otras veces, quizá porque no añadía nada a lo que sabía del dueño. La muerte, sin embargo, que por deber de oficio tantas otras músicas había escuchado, en particular la marcha fúnebre del mismo chopin o el adagio assai de la tercera sinfonía de beethoven, tuvo por primera vez en su larguísima vida la percepción de lo que podrá llegar a ser una perfecta conjunción entre lo que se dice y el modo en que se está diciendo. Poco le importaba que aquél fuera el retrato musical del violonchelista, lo más probable es que las alegadas semejanzas, tanto las efectivas como las imaginadas, las hubiese fabricado él en su cabeza, lo que a la muerte le impresionaba era que le pareció oír en aquellos cincuenta y ocho segundos de música una transposición rítmica y melódica de todas y cada una de las vidas humanas, corrientes o extraordinarias, por su trágica brevedad, por su intensidad desesperada, y también a causa de ese acorde final que era como un punto de suspensión dejado en el aire, en el vacío, en cualquier parte, como si, irremediablemente, alguna cosa todavía hubiera quedado por decir. El violonchelista había caído en uno de los pecados humanos que menos se perdonan, el de la presunción, cuando imaginó ver su propia y exclusiva figura en un retrato en que al final se encontraban todos, presunción que, en cualquier caso, si nos fijamos bien, si no nos quedamos en la superficie de las cosas, igualmente podría ser interpretada como una manifestación de su radical opuesto, o sea, de la humildad, dado que, siendo ése el retrato de todos, también yo tendría que estar retratado en él. La muerte duda, no acaba de decidirse entre la presunción o la humildad, y, para desempatar, para salir de dudas, se entretiene observando al músico, esperando que la expresión de la cara le revele lo que falta, o tal vez las manos, las manos son dos libros abiertos, no por las razones, supuestas o auténticas, de la quiromancia, con sus líneas del corazón y de la vida, de la vida, sí, han oído bien, queridos señores, de la vida, sino porque hablan cuando se abren o se cierran, cuando acarician o golpean, cuando enjugan una lágrima o disimulan una sonrisa, cuando se posan sobre un hombro o expresan un adiós, cuando trabajan, cuando están quietas, cuando duermen, cuando despiertan, y entonces la muerte, terminada la observación, concluye que no es verdad que el antónimo de presunción sea humildad, incluso aunque lo juren a pies juntillas todos los diccionarios del mundo, pobres diccionarios, que tienen que gobernarse ellos y gobernarnos a nosotros con las palabras que existen, cuando son tantas las que todavía faltan, por ejemplo, esa que sería el contrario activo de la presunción, sin embargo, en ningún caso la rebajada cabeza de la humildad, esa palabra que vemos claramente escrita en la cara y en las manos del violonchelista, pero que es incapaz de decirnos cómo se llama.
Resultó ser domingo el día siguiente. Estando el tiempo de buena cara, como sucede hoy, el violonchelista suele ir a dar un paseo por la mañana por uno de los parques de la ciudad en compañía de su perro y de uno o dos libros. El animal nunca se aleja mucho, incluso cuando el instinto lo hace andar de árbol en árbol olisqueando las meadas de los congéneres. Alza la pata de vez en cuando, pero se queda por ahí en lo que a la satisfacción de sus necesidades excretoras se refiere. Ésta, complementaria por decirlo de alguna manera, la resuelve disciplinadamente en el patio de la casa donde vive, por eso el violonchelista no tiene que ir detrás recogiéndole los excrementos en un saquito de plástico con la ayuda de la pala diseñada especialmente para ese fin. Se trataría de un notable ejemplo de los resultados de una buena educación canina de no darse la circunstancia extraordinaria de que fue una idea del propio animal, que es de la opinión de que un músico, un violonchelista, un artista que se esfuerce por llegar a tocar dignamente la suite número seis opus mil doce en re mayor de bach, es de la opinión, decíamos, que no está bien que un músico, un violonchelista, un artista haya venido al mundo para levantar del suelo las cacas todavía humeantes de su perro o de cualquier otro. No es apropiado, bach, por ejemplo, dijo éste un día conversando con su dueño, nunca lo hizo. El músico le respondió que desde entonces los tiempos han cambiado mucho, pero no tuvo otro remedio que reconocer que bach, en efecto, nunca lo había hecho. Aunque es amante de la literatura en general, basta con mirar los estantes del medio de su biblioteca para comprobarlo, el músico tiene una predilección especial por los libros sobre astronomía y ciencias naturales o de la naturaleza, y hoy se le ha ocurrido traerse un manual de entomología. Por falta de preparación previa no espera sacarle mucho provecho, pero se distrae leyendo que en la tierra hay casi un millón de especies de insectos y que éstos se dividen en dos grupos, el de los pterigotos, que están provistos de alas, y los apterigotos, que no las tienen, y que se clasifican en ortópteros, como la langosta, blatoideos, como la cucaracha, mantídeos, como la santateresa, neurópteros, como la crisopa, odonatos, como la libélula, efemerópteros, como la efímera, tricópteros, como la friganeal, isópteros, como la termita, sifonápteros, como la pulga, anopluros, como el piojo, malófagos, como el piojo de las aves, heterópteros, como la chinche, homópteros, como el pulgón, dípteros, como la mosca, himenópteros, como la avispa, lepidópteros, como la calavera, coleópteros, como el escarabajo, y, finalmente, tisanuros, como el pececillo de plata. Según se puede ver en la imagen del libro, la calavera es una mariposa, y su nombre en latín es acherontia Átropos. Es nocturna, exhibe en la parte dorsal del tórax un dibujo semejante a una calavera humana, alcanza doce centímetros de envergadura y es de una coloración oscura, con las alas posteriores amarillas y negras. Y le llaman Átroposs, es decir, muerte. El músico no sabe, y no podría imaginarlo nunca, que la muerte mira, fascinada, por encima de su hombro, la fotografía en color de la mariposa. Fascinada y también confundida. Recordemos que la parca encargada de tratar del paso de la vida de los insectos a su no vida, o sea, de matarlos, es otra, no es ésta, y que, aunque en muchos casos el modus operandi sea el mismo para ambas, las excepciones también son numerosas, baste decir que los insectos no mueren por causas tan comunes a la especie humana como, por ejemplo, la neumonía, la tuberculosis, el cáncer, el síndrome de inmunodeficiencia adquirido, vulgarmente conocido por sida, los accidentes de tráfico o las afecciones cardiovasculares. Hasta aquí, cualquier persona lo entiende. Lo que cuesta más comprender, lo que está confundiendo a esta muerte que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista es que una calavera humana, diseñada con extraordinaria precisión, haya aparecido, no se sabe en qué época de la creación, en el lomo peludo de una mariposa. Es cierto que en el cuerpo humano también aparecen a veces unas maripositas, pero eso nunca ha pasado de un artificio elemental, son simples tatuajes, no venían con la persona en el nacimiento. Probablemente, piensa la muerte, hubo un tiempo en que todos los seres vivos eran una cosa sola, pero después, poco a poco, con la especialización, se encontraron divididos en cinco reinos, a saber, las móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los animales, en cuyo interior, a los reinos nos referimos, infinitas macroespecializaciones y microespecializaciones se sucedieron a lo largo de las eras, no siendo de extrañar que, en medio de tal confusión, de tal atropello biológico, algunas particularidades de unas hubiesen aparecido repetidas en otras. Eso explicaría, por ejemplo, no ya la inquietante presencia de una calavera blanca en el dorso de esta mariposa acherontia Átropos, que, curiosamente, más allá de la muerte, tiene en su nombre el nombre de un río del infierno, sino también las no menos inquietantes semejanzas de la raíz de la mandrágora con el cuerpo humano. No sabe una persona qué pensar ante tanta maravilla de la naturaleza, ante asombros tan sublimes. Sin embargo, los pensamientos de la muerte, que sigue mirando por encima del hombro del violonchelista, han tomado otro camino. Ahora está triste porque compara lo que habría sido utilizar las mariposas de la calavera como mensajeras de la muerte en lugar de esas estúpidas cartas color violeta que al principio le parecieron la más genial de las ideas. A una mariposa de éstas nunca se le habría ocurrido la idea de volver atrás, lleva marcada su obligación en la espalda, nació para esto. Además, el efecto espectacular sería totalmente diferente, en lugar de un vulgar cartero que nos entrega una carta, veríamos doce centímetros de mariposa revoloteando sobre nuestras cabezas, el ángel de la oscuridad exhibiendo sus alas negras y amarillas, y de repente, después de rasar el suelo y trazar el círculo de donde ya no saldremos, ascender verticalmente ante nosotros y colocar su calavera delante de la nuestra.
Es más que evidente que no regatearíamos aplausos a la acrobacia. Por aquí se ve cómo la muerte que tiene a su cargo a los seres humanos todavía tiene mucho que aprender. Claro que, como bien sabemos, las mariposas no se encuentran bajo su jurisdicción. Ni ellas, ni las demás especies animales, prácticamente infinitas. Tendría que negociar un acuerdo con la colega del departamento zoológico, esa que tiene bajo su responsabilidad la administración de los productos naturales, pedirle prestadas unas cuantas mariposas acherontia Átropos, aunque lo más probable, lamentablemente, teniendo en cuenta la abisal diferencia de extensión de los respectivos territorios y de las poblaciones correspondientes, sería que la referida colega le respondiera con un soberbio, maleducado y perentorio no, para que aprendamos que la falta de camaradería no es una palabra vana, incluso en la gerencia de la muerte.
Piénsese en ese millón de insectos de que hablaba el manual de entomología elemental, imagínese, si tal es posible, el número de individuos existentes en cada una, y díganme si no se encontrarían más bichitos de ésos en la tierra que estrellas tiene el cielo, o el espacio sideral, si preferimos darle un nombre poético a la convulsa realidad del universo en el que somos un hilo de mierda a punto de disolverse. La muerte de los humanos, en este momento una ridiculez de siete mil millones de hombres y mujeres bastante mal distribuidos por los cinco continentes, es una muerte secundaria, subalterna, ella misma tiene perfecta consciencia de su lugar en la escala jerárquica de tánatos, como tuvo la honradez de reconocer en la carta enviada al periódico que le había puesto el nombre con la inicial en mayúscula. No obstante, siendo la puerta de los sueños tan fácil de abrir, tan asequible para cualquiera que ni impuestos nos exigen por el consumo, la muerte, esta que ya ha dejado de mirar por encima del hombro del violonchelista, se complace imaginando lo que sería tener a sus órdenes un batallón de mariposas alineadas sobre la mesa, ella haciendo la llamada una a una y dando las instrucciones, vas a tal lado, buscas a tal persona, le pones la calavera por delante y regresas aquí. Entonces el músico creería que su mariposa acherontia Átropos había levantado el vuelo de la página abierta, sería ése su último pensamiento y la última imagen que llevaría prendida en la retina, ninguna mujer gorda vestida de negro anunciándole la muerte, como se dice que vio marcel proust, ningún mostrenco envuelto en una sábana blanca, como afirman los moribundos de vista penetrante. Una mariposa, nada más que el suave run run de las alas de seda de una mariposa grande y oscura con una pinta blanca que parece una calavera.
El violonchelista miró el reloj y vio que era la hora del almuerzo. El perro, que ya llevaba diez minutos pensando lo mismo, se había sentado al lado del dueño y, apoyando la cabeza en la rodilla, esperaba paciente a que regresara al mundo. No lejos de allí había un pequeño restaurante que abastecía de bocadillos y otras menudencias alimenticias de naturaleza semejante. Siempre que venía a este parque por la mañana, el violonchelista era cliente y no variaba en la comanda que hacía. Dos bocadillos de atún con mayonesa y una copa de vino para él, un bocadillo de carne poco hecha para el perro. Si el tiempo estaba agradable, como hoy, se sentaban en el suelo, bajo la sombra de un árbol, y, mientras comían, conversaban. El perro guardaba siempre lo mejor para el final, comenzaba por los trozos de pan y sólo después se entregaba a los placeres de la carne, masticando sin prisa, conscientemente, saboreando los jugos. Distraído, el violonchelista comía como iba cayendo, pensaba en la suite en re mayor de bach, en el preludio, en un cierto pasaje de mil pares de demonios en que solía detenerse algunas veces, dudar, titubear, que es lo peor que le puede suceder en la vida a un músico. Después de acabar de comer, se echaron uno al lado del otro, el violonchelista durmió un poco, el perro ya estaba durmiendo un minuto antes. Cuando despertaron y volvieron a casa, la muerte fue con ellos. Mientras el perro corría al patio para descargar la tripa, el violonchelista puso la suite de bach en el atril, la abrió por el pasaje escabroso, un pianísimo absolutamente diabólico, y la implacable duda se repitió. La muerte tuvo pena de él, Pobrecillo, lo malo es que no va a tener tiempo para conseguirlo, es más, nunca lo tienen, incluso los que han llegado cerca siempre se quedaron lejos. Entonces, por primera vez, la muerte se dio cuenta de que en toda la casa no había ni un único retrato de mujer, salvo el de una señora de edad que tenía todo el aspecto de ser la madre y que estaba acompañada por un hombre que debía de ser el padre.