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Momentos de debilidad cualquiera los puede tener en la vida, y, si hoy pasamos sin ellos, demos como cierto que los tendremos mañana. Del mismo modo que tras la broncínea coraza de aquiles vimos que latía un corazón sentimental, baste que recordemos los celos padecidos por el héroe durante diez años después de que agamenón le robara a su bien amada, la cautiva briseida, y luego aquella terrible cólera que le hizo volver a la guerra gritando con voz estentórea contra los troyanos cuando su amigo patroclo murió a manos de héctor, también en la más impenetrable de todas las armaduras hasta hoy forjadas y con promesa de que así seguirá hasta la definitiva consumación de los siglos, al esqueleto de la muerte nos referimos, siempre existe la posibilidad de que un día llegue a insinuarse en su pavorosa carcasa, así como quien no quiere la cosa, un suave acorde de violonchelo, un ingenuo trino de piano, o que la simple visión de un cuaderno de música abierto sobre una silla te haga recordar aquello que te niegas a pensar, que no habías vivido y que, hagas lo que hagas, no podrás vivir nunca, salvo si. Habías observado con fría atención al violonchelista dormido, ese hombre al que no consigues matar porque sólo pudiste llegar hasta él cuando ya era demasiado tarde, habías visto al perro enroscado sobre la alfombra, y ni siquiera a este animal te es permitido tocar porque tú no eres su muerte, y, en la templada penumbra del dormitorio, esos dos seres vivos que rendidos al sueño te ignoraban sirvieron para aumentar en tu conciencia el peso del yerro. Tú, que te habías habituado a poder lo que nadie más puede, te ves allí impotente, atada de pies y manos, con tu licencia para matar cero cero siete sin validez en esta casa, nunca, desde que eres muerte, lo reconoces, habías sido hasta tal punto humillada. Fue entonces cuando saliste del dormitorio y entraste en la sala de música, fue entonces cuando te arrodillaste ante la suite número seis para violonchelo de Johann Sebastian Bach e hiciste con los hombros esos movimientos rápidos que en los seres humanos suelen acompañar al llanto compulsivo, fue entonces, con tus duras rodillas todavía hincadas en el duro suelo, cuando tu exasperación se difuminó de repente como la imponderable niebla en que a veces te transformas cuando no quieres ser del todo invisible. Regresaste al dormitorio, seguiste al violonchelista cuando él fue a la cocina para beber agua y abrirle la puerta al perro, primero lo viste acostado y durmiendo, ahora lo ves despierto y de pie, tal vez debido a una ilusión óptica causada por las rayas verticales del pijama parecía mucho más alto que tú, pero no podía ser, era un engaño de los ojos, una distorsión de la perspectiva, ahí está la lógica de los hechos que nos dice que la mayor eres tú, muerte, mayor que todo, mayor que todos nosotros. O tal vez no siempre lo seas, tal vez las cosas que suceden en el mundo se expliquen por la ocasión, por ejemplo, la luna deslumbrante que el músico recuerda de su infancia habría pasado en vano si él se encontrara durmiendo, sí, la ocasión, porque tú ya eras otra vez una pequeña muerte cuando regresaste al dormitorio y te sentaste en el sillón, y más pequeña aún te hiciste cuando el perro se levantó de la alfombra y se subió a tu regazo que parecía de niña, y entonces tuviste un pensamiento de los más bonitos, pensaste que no era justo que la muerte, no tú, la otra, viniese algún día a apagar la brasa de aquel suave calor animal, así lo pensaste, quién lo diría, tú que estás tan habituada a los fríos árticos y antárticos que hacen en la sala en que te encuentras en este momento y adonde la voz de tu ominoso deber te llamó, el de matar a aquel hombre que, dormido, parecía tener en la cara el rictus amargo de quien en toda su vida había tenido una compañía realmente humana en la cama, que hizo un acuerdo con su perro para que cada uno soñara con el otro, el perro con el hombre, el hombre con el perro, que se levanta de noche con su pijama de rayas para ir a la cocina a matar la sed, claro que sería más cómodo llevarse un vaso de agua al dormitorio cuando fuera a acostarse, pero no lo hace, prefiere su pequeño paseo nocturno por el pasillo hasta la cocina, en medio de la paz y el silencio de la noche, con el perro que siempre va detrás y a veces pide salir al patio, otras veces no, Este hombre tiene que morir, dices tú.

La muerte es nuevamente un esqueleto envuelto en una mortaja, con la capucha medio caída hacia delante, de modo que lo peor de la calavera le quede cubierto, pero no merece la pena tanto cuidado, si ésa era su preocupación, porque aquí no hay nadie que se asuste con el macabro espectáculo, sobre todo porque a la vista quedan los extremos de los huesos de las manos y de los pies, éstos descansando en las baldosas del suelo, cuya gélida frialdad no sienten, aquéllas hojeando, como si fueran un raspador, las páginas del volumen completo de las ordenaciones históricas de la muerte, desde el primero de todos los reglamentos, el que fue escrito con una sola y simple palabra, matarás, hasta las adendas y los apéndices más recientes, en que todos los modos y variantes del morir hasta ahora conocidos se encuentran compilados, y de los que se puede decir que nunca la lista se agota. La muerte no se sorprendió con el resultado negativo de su consulta, en realidad, sería incongruente, pero sobre todo sería superfluo que en un libro en que se determina para todos y cada representante de la especie humana un punto final, un remate, una condena, la muerte, aparecieran palabras como vida y vivir, como vivo y viviré. Allí sólo hay lugar para la muerte, jamás para hablar de hipótesis absurdas como que alguien haya conseguido escapar de ella alguna vez. Eso nunca se ha visto. Por ventura, buscando bien, todavía sea posible encontrar una vez, una sola vez, el tiempo verbal yo viví en una innecesaria nota a pie de página, pero tal diligencia nunca ha sido seriamente intentada, lo que nos induce a concluir que hay más que fuertes razones para que ni al menos el hecho de haber vivido merezca ser mencionado en el libro de la muerte. Es que el otro nombre del libro de la muerte, conviene que lo sepamos, es el libro de la nada. El esqueleto apartó el reglamento hacia un lado y se levantó. Dio, como suele hacer cuando necesita penetrar en el meollo de una cuestión, dos vueltas a la sala, después abrió el cajón del fichero donde se encontraba el expediente del violonchelista y lo retiró. Este gesto acaba de hacernos recordar que es el momento, o no lo será nunca, por aquello de la ocasión a que antes hicimos referencia, de dejar claro un aspecto importante relacionado con el funcionamiento de los archivos que vienen siendo objeto de nuestra atención y del cual, por censurable descuido del narrador, hasta ahora no se había hecho mención. En primer lugar, y al contrario de lo que tal vez se pudiera imaginar, los diez millones de expedientes que se encuentran organizados en estos cajones no fueron rellenados por la muerte, no fueron escritos por ella. No faltaría más, la muerte es la muerte, no una escribana cualquiera. Los expedientes aparecen en sus lugares, es decir, alfabéticamente archivados, en el instante exacto en que las personas nacen, y desaparecen en el exacto momento en que mueren. Antes de la invención de las cartas color violeta, la muerte no se tomaba el trabajo de abrir las gavetas, la entrada y salida de expedientes siempre se hace sin confusiones, sin atropellos, no hay memoria de que se produjeran escenas tan deplorables como serían las de unos diciendo que no querían nacer y otros protestando que no querían morir. Los expedientes de las personas que mueren van, sin que nadie los lleve, a una sala que hay debajo de ésta, o mejor, toman su lugar en una de las salas subterráneas que se van sucediendo en niveles cada vez más profundos y que ya están camino del centro ígneo de la tierra, donde toda esta papelada acabará algún día por arder. Aquí, en la sala de la muerte y de la guadaña, sería imposible establecer un criterio parecido al que adoptó aquel conservador del registro civil que decidió reunir en un archivo los nombres y los papeles, todos, de los vivos y de los muertos que tenía a su custodia, alegando que sólo juntos podían representar la humanidad como ésta debería ser entendida, un todo absoluto, independientemente del tiempo y de los lugares, y que haberlos mantenido separados había sido un atentado contra el espíritu. Ésta es la enorme diferencia que existe entre la muerte de aquí y aquel sensato conservador de los papeles de la vida y de la muerte, además ella hace gala de despreciar olímpicamente a los que murieron, recordemos la cruel frase, tantas veces repetida, que dice el pasado, pasado está, mientras que él, en compensación, gracias a lo que en el lenguaje corriente llamamos conciencia histórica, es de la opinión de que los vivos no deberían nunca ser separados de los muertos y que, en caso contrario, no sólo los muertos quedarían muertos para siempre, también los vivos vivirían su vida sólo por la mitad, aunque ésta fuese más larga que la de matusalén, del que hay dudas de si murió a los novecientos sesenta y nueve años como dice el antiguo testamento masorético o a los setecientos veinte como afirma el pentateuco samaritano. Ciertamente no todo el mundo estará de acuerdo con la osada propuesta archivística del conservador de todos los nombres habidos y por haber, pero, por lo que pueda venir a valer en el futuro, aquí la dejamos consignada.

La muerte examina el expediente y no encuentra nada que no hubiese visto antes, o sea, la biografía de un músico que ya debería estar muerto hace más de una semana y que, pese a eso, continúa tranquilamente viviendo en su modesto domicilio de artista, con aquel su perro negro que sube al regazo de las señoras, el piano y el violonchelo, su sed nocturna y su pijama de rayas. Tiene que haber una forma de resolver este tropiezo, pensó la muerte, lo preferible, claro está, sería que el asunto se pudiera despachar sin hacer demasiado ruido, pero si las altas instancias sirven para algo, si no están ahí sólo para recibir honras y loores, ahora tienen una buena ocasión para demostrar que no son indiferentes para con quien, aquí abajo, en la planicie, lleva a cabo el trabajo duro, que alteren el reglamento, que decreten medidas excepcionales, que autoricen, si es necesario llegar a tanto, una acción de legalidad dudosa, lo que sea menos permitir que semejante escándalo continúe. Lo curioso del caso es que la muerte no tiene ni la más mínima idea de quiénes son, en concreto, las tales altas instancias que supuestamente le deben resolver el tropiezo. Es verdad que, en una de las cartas publicadas en la prensa, si no me equivoco en la segunda, mencionó una muerte universal que haría desaparecer no se sabía cuándo todas las manifestaciones de vida del universo hasta el último microbio, pero eso, aparte de tratarse de una obviedad filosófica porque nada puede durar siempre, ni siquiera la muerte, era el resultado, en términos prácticos, de una deducción de sentido común que desde hace mucho circulaba entre las muertes sectoriales, aunque le faltase la confirmación de un conocimiento confirmado por el examen y la experiencia.

Demasiado hacían ellas conservando la creencia en una muerte general que hasta hoy no ha dado el más simple indicio de su imaginario poder.

Nosotras, las sectoriales, pensó la muerte, somos las que realmente trabajamos en serio, limpiando el terreno de excrecencias, y, de verdad, no me sorprendería nada que, si el cosmos llega a desaparecer, no sea tanto como consecuencia de una proclamación solemne de la muerte universal, retumbando entre las galaxias y los agujeros negros, y sí como efecto último de la acumulación de muertecitas particulares y personales que son de nuestra responsabilidad, una a una, como si la gallina del proverbio, en lugar de llenarse la barriga grano a grano, grano a grano estúpidamente la fuera vaciando, así me parece que sucederá con la vida, que ella misma va preparando su fin, sin necesitarnos, sin esperar que le demos un empujoncito. Es más que comprensible la perplejidad de la muerte. La habían puesto en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de quién recibió las instrucciones indispensables para el regular desempeño de la operación que le incumbía. Le pusieron el reglamento en las manos, le apuntaron la palabra matarás como único faro de sus actividades y, sin que probablemente se diera cuenta de la macabra ironía, le dijeron que viviera su vida. Ella se puso a vivirla creyendo que, en caso de duda o de algún improbable error, siempre iba a tener las espaldas cubiertas, siempre habría alguien, un jefe, un superior jerárquico, un guía espiritual, a quien pedir consejo y orientación.

No es verosímil, sin embargo, y aquí entramos en el frío y objetivo examen que la situación de la muerte y del violonchelista viene requiriendo, que un sistema de información tan perfecto como el que ha mantenido estos archivos al día a lo largo de milenios, actualizando continuamente los datos, haciendo aparecer y desaparecer expedientes de acuerdo se naciera o muriera, no es verosímil, repetimos, que un sistema así sea primitivo y unidireccional, que la fuente informativa, dondequiera que se encuentre, no esté recibiendo continuamente, a su vez, los datos resultantes de las actividades cotidianas de la muerte en funciones. Y, si efectivamente los recibe y no reacciona a la extraordinaria noticia de que alguien no ha muerto cuando debía, una de dos, o el episodio, contra nuestras lógicas y naturales expectativas, no le interesa y por tanto no se siente con la obligación de intervenir para neutralizar la perturbación surgida en el proceso, o entonces se subentenderá que la muerte, al contrario de lo que ella misma pensaba, tiene carta blanca para resolver, como bien entienda, cualquier problema que le surja en su día a día de trabajo. Fue necesario que esta palabra, duda, hubiese sido dicha aquí una y dos veces para que en la memoria de la muerte se despertara finalmente cierto pasaje del reglamento que, por estar escrito en letra pequeña en un pie de página, no atraía la atención del estudioso y mucho menos quedaba en ella fijado. Dejando a un lado el expediente del violonchelista, la muerte volvió al libro. Sabía que lo que buscaba no lo iba a encontrar en los apéndices ni en las adendas, que tenía que estar en la parte inicial del reglamento, la más antigua, y por tanto la menos consultada, como en general sucede con los textos históricos básicos, y allí fue a dar con ella. Rezaba así, En caso de duda, la muerte en funciones deberá, en el más corto plazo posible, tomar las medidas que su experiencia le aconseje a fin de que sea irremisiblemente cumplido el desiderátum que en todas y en cualquier circunstancia siempre deberá orientar sus acciones, es decir, poner término a las vidas humanas cuando se les extinga el tiempo que les fue prescrito al nacer, aunque para ese efecto se torne necesario recurrir a métodos menos ortodoxos en situaciones de una anormal resistencia del sujeto al fatal designio o de la concurrencia de factores anómalos obviamente imprevisibles en la época en que este reglamento está siendo elaborado. Más claro, agua, la muerte tiene las manos libres para actuar como mejor le parezca. Lo que, así lo muestra el examen a que procedemos, no era ninguna novedad. Y, si no, veamos. Cuando la muerte, por su cuenta y riesgo, decidió suspender su actividad a partir del día uno de enero de este año, no se le pasó por la cabeza la idea de que una instancia superior de la jerarquía podría pedirle cuentas del bizarro despropósito, como igualmente no pensó en la altísima probabilidad de que su pintoresca invención de cartas color violeta fuese vista con malos ojos por la referida instancia u otra de más arriba. Son éstos los peligros del automatismo de las prácticas, de la rutina aletargante, de la praxis cansada. Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo, nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa persona, y así le sucedió a la muerte, acabará comportándose, sin que de tal se dé cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace, y no sólo eso, también de cuándo y de cómo deberá hacerlo. Esta es la única explicación razonable de por qué la muerte no consideró necesario pedir autorización a la jerarquía cuando tomó y puso en marcha las transcendentes decisiones que conocemos y sin las cuales este relato, feliz o infelizmente, no podría haber existido. Es que ni siquiera pensó en eso. Y ahora, paradójicamente, en el justo momento en que no cabe en sí de alegría por haber descubierto que el poder de disponer de las vidas humanas es suyo y de él no tendrá que dar satisfacciones a nadie, ni hoy ni nunca, es la ocasión en que los humos de la gloria amenazan con obnubilarla, cuando no consigue evitar esa recelosa reflexión propia de la persona que, habiendo estado a punto de ser sorprendida en falta, de forma milagrosa consigue escapar en el último instante, De la que me he librado.

A pesar de todo, la muerte que ahora se levanta de la silla es una emperatriz. No debería estar en esta helada sala subterránea, como si fuera una enterrada viva, y sí en la cima de la montaña más alta presidiendo los destinos del mundo, mirando con benevolencia el rebaño humano, viendo cómo se mueve y se agita en todas las direcciones sin comprender que todas van a dar al mismo destino, que un paso atrás lo aproximará tanto a la muerte como un paso adelante, que todo es igual a todo porque todo tendrá un único fin, ese en que una parte de ti siempre tendrá que pensar y que es la marca oscura de tu irremediable humanidad. La muerte sostiene en la mano el expediente del músico.

Es consciente de que tendrá que hacer algo con él, pero todavía no sabe qué. En primer lugar deberá calmarse, pensar que no es ahora más muerte de lo que era antes, que la única diferencia entre hoy y ayer es que tiene mayor certeza de serlo. En segundo lugar, el hecho de finalmente poder ajustar sus cuentas con el violonchelista no es motivo para olvidarse de enviar las cartas del día. Lo pensó y al instante doscientos ochenta y cuatro expedientes aparecieron sobre la mesa, la mitad eran de hombres, la mitad de mujeres, y con ellos doscientas ochenta y cuatro hojas de papel y doscientos ochenta y cuatro sobres. La muerte volvió a sentarse, apartó a un lado el expediente del músico y comenzó a escribir. Una esfera de cuatro horas habría dejado caer el último grano de arena precisamente cuando acababa de firmar la carta doscientas ochenta y cuatro. Una hora después los sobres estaban cerrados, listos para ser expedidos. La muerte buscó la carta que tres veces fue enviada y tres veces vino devuelta y la colocó sobre la pila de sobres color violeta, Te voy a dar una última oportunidad, dijo. Hizo el gesto habitual con la mano izquierda y las cartas desaparecieron. No habían pasado cinco segundos cuando la carta del músico, silenciosamente, reapareció sobre la mesa. Entonces la muerte dijo, Así lo quisiste, así lo tendrás. Tachó en el expediente la fecha de nacimiento y la puso un año más tarde, a continuación enmendó la edad, donde estaba escrito cincuenta corrigió por cuarenta y nueve. No puedes hacer eso, dijo la guadaña, Ya está hecho, Habrá consecuencias, Sólo una, Cuál, La muerte, por fin, del maldito violonchelista que se está divirtiendo a mi costa, Pero él, el pobre, ignora que ya tenía que estar muerto, Para mí es como si lo supiera, Sea como sea, no tienes poder ni autoridad para enmendar los expedientes, Te equivocas, tengo todos los poderes y toda la autoridad, soy la muerte, y toma nota de que nunca lo he sido tanto como a partir de este día, No sabes en lo que te estás metiendo, le avisó la guadaña, En todo el mundo, sólo hay un lugar donde la muerte no se puede meter, Qué lugar, Ese al que llaman urna, caja, tumba, ataúd, féretro, túmulo, catafalco, ahí no entro yo, ahí sólo entran los vivos, después de que yo los mate, claro, Tantas palabras para una sola y triste cosa, Es la costumbre de esta gente, nunca acaban de decir lo que quieren.