8

Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu curioso se esté preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los médicos a qué direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo, fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita, putridez en casa. Fue entonces cuando se demostró que no es por casualidad por lo que un primer ministro llega a tan altas funciones, y que, como no se ha cansado de afirmar la infalible sabiduría de las naciones, cada pueblo tiene el gobierno que se merece, debiendo con todo observarse, en este particular, y para completa clarificación del asunto, que si es verdad que los primeros ministros, para bien o para mal, no son todos iguales, tampoco es menos verdad que los pueblos no son siempre lo mismo. En una palabra, tanto en un caso como en otro, depende. O es según, si se prefiere decirlo en dos palabras. Como se verá, cualquier observador, incluso uno no especialmente propenso a la imparcialidad de los juicios, no tendría la menor duda en reconocer que el gobierno supo estar a la altura de la gravedad de la situación.

Todos recordaremos que en la alegría de aquellos primeros y deliciosos días de inmortalidad, al final tan breves, a que este pueblo inocentemente se entregó, una señora, viuda de poco tiempo, tuvo la ocurrencia de celebrar esa felicidad nueva colgando del florido balcón de su comedor, ese que daba a la calle principal, la bandera nacional. También recordaremos cómo el abanderamiento, en menos de cuarenta y ocho horas, como un reguero de pólvora, como una nueva epidemia, se extendió por todo el país. Pasados estos siete meses de continuas y mal sufridas desilusiones, pocas banderas habían sobrevivido, e, incluso ésas, reducidas a melancólicos harapos, con los colores comidos por el sol y deslucidos por la lluvia, además de lamentablemente descompuesta la arquitectura del emblema. Dando prueba de un admirable espíritu previsor, el gobierno, entre otras medidas de urgencia destinadas a suavizar los daños colaterales del inopinado regreso de la muerte, recuperó la bandera de la patria como indicativo de que allí, en aquel piso tercero izquierda, había un muerto a la espera. Así industriadas, las familias que habían sido heridas por la odiosa parca mandaron a la tienda a uno de los suyos para comprar el símbolo, lo colocaron en la ventana y, mientras apartaban las moscas de la cara del fallecido, se pusieron a esperar al médico que vendría a certificar el óbito. Reconózcase que la idea, además de eficaz, era de la más extrema elegancia. Los médicos de cada ciudad, villa, aldea o simple lugar, en coche, a bicicleta o a pie, sólo tenían que recorrer las calles con el ojo atento a la bandera, subir a la casa señalada y, habiendo comprobado la defunción a vista desarmada, sin ayuda de instrumentos, porque otros exámenes del cuerpo más profundos eran imposibles debido a la urgencia, dejaban un papel firmado con que tranquilizar a las funerarias acerca de la naturaleza específica de la materia prima, es decir, que si a esta enlutada casa venían en busca de liebre, no sería gato lo que se llevarían. Como ya se habrá percibido, la buena ocurrencia de utilizar la bandera nacional tiene una doble finalidad y una doble ventaja. Habiéndole servido de guía a los médicos, ahora iba a ser farol para los empaquetadores del difunto. En el caso de las ciudades mayores y sobre todo en la capital, metrópolis desproporcionada en relación al pequeño tamaño del país, la división del espacio urbano en cantones, para establecer las cuotas proporcionales de participación en la tarta, como con fino espíritu dijo el desafortunado presidente de la asociación de funerarias, facilitó enormemente la tarea de los portadores de carga humana en su carrera contra el tiempo. Otro efecto subsecuente de la bandera, no previsto, no esperado, pero que demostró hasta qué punto podemos estar equivocados cuando nos dedicamos a cultivar el escepticismo de tipo sistemático, fue el virtuoso gesto de unos cuantos ciudadanos respetuosos de las más arraigadas tradiciones de esmerada conducta social y que todavía usaban sombrero, de descubrirse al pasar ante las engalanadas ventanas, dejando en el aire la duda admirable de si lo hacían por el fallecido o por el símbolo vivo y sagrado de la patria.

Los periódicos, no es necesario decirlo, fueron muy solicitados, más todavía que cuando apareció la noticia de que se había dejado de morir.

Claro que un gran número de personas habían sido informadas por la televisión del cataclismo que se les venía encima, muchas de ellas incluso tenían parientes muertos en casa a la espera del médico y banderas llorando en el balcón, pero es fácil de comprender que existe cierta diferencia entre la imagen nerviosa de un director general hablando ayer noche en la pequeña pantalla y estas páginas convulsas, agitadas, manchadas de titulares exclamativos y apocalípticos que se pueden doblar, guardar en el bolsillo y llevar a casa para leer con toda atención y que, como muestra, nos contentaremos con respigar aquí unos cuantos pero expresivos ejemplos, Tras el paraíso, el infierno, La muerte dirige el baile, Inmortales por poco tiempo, Otra vez condenados a morir, Jaque mate, Aviso previo a partir de ahora, Sin apelación y con agravantes, Un papel color violeta, Sesenta y dos mil muertos en menos de un segundo, La muerte ataca a medianoche, Nadie escapa de su destino, Salir del sueño para entrar en la pesadilla, Regreso a la normalidad, Qué hemos hecho para merecer esto, etcétera, etcétera. Todos los periódicos, sin excepción, publicaban en primera página el manuscrito de la muerte, pero uno, para hacer más fácil la lectura, reprodujo el texto en un recuadro con letra de cuerpo catorce, corrigió la puntuación y la sintaxis, concordó las declinaciones verbales, puso las mayúsculas donde faltaban, sin olvidar la firma final, que pasó de muerte a Muerte, una diferencia inapreciable para el oído, pero que provocará ese mismo día una indignada protesta de la autora de la misiva, también por escrito y en el mismo papel color violeta. Según la opinión autorizada de un gramático consultado por el periódico, la muerte, simplemente, ni siquiera dominaba los primeros rudimentos del arte de escribir. De entrada, la caligrafía, dijo, es extrañamente irregular, parece que se han reunido todos los modos conocidos, posibles y aberrantes de trazar las letras del alfabeto latino, como si cada una hubiese sido escrita por una persona diferente, pero eso todavía podría perdonarse, todavía podría ser considerado como un defecto menor ante el espectáculo de la sintaxis caótica, la ausencia de puntos finales, del no uso de paréntesis absolutamente necesarios, de la eliminación obsesiva de los puntos y aparte, de las comas a voleo y, pecado sin perdón, de la intencionada y casi diabólica abolición de la letra mayúscula, que, fíjense, llega a ser omitida en la propia firma de la carta y sustituida por la minúscula correspondiente. Una vergüenza, una provocación, seguía el gramático, y preguntaba, Si la muerte, que en el pasado tuvo el impagable privilegio de asistir a los mayores genios de la literatura, escribe de esta manera, cómo no lo harán mañana nuestros niños en caso de darle por imitar semejante monstruosidad filológica, bajo el pretexto de que, andando la muerte por aquí desde hace tanto tiempo, sabrá todo de todas las ramas del conocimiento. Y el gramático terminaba, Los disparates sintácticos que atestan la lamentable carta me inducirían a pensar que estamos ante una gigantesca y grosera mistificación de no ser por la tristísima realidad, la dolorosa evidencia de que la terrible amenaza se ha cumplido.

En la tarde de ese mismo día, como ya anticipamos, llegó a la redacción del periódico una carta de la muerte exigiendo, con los términos más enérgicos, la inmediata rectificación de su nombre, Señor director, escribía, yo no soy la Muerte, soy simplemente la muerte, la Muerte es algo que ni por sombra les puede pasar por la cabeza qué es, ustedes, los seres humanos, sólo conocen, tome nota el gramático de que yo también lo sabría por ustedes, los seres humanos, sólo conocen esta pequeña muerte cotidiana que soy, esta que hasta en los peores desastres es incapaz de impedir que la vida continúe, un día llegarán a saber qué es la Muerte con letra mayúscula, en ese momento, si ella, improbablemente, les diese tiempo para eso, comprenderían la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya, y cuando hablo de diferencia real me refiero a algo que las palabras jamás podrán expresar, relativo, absoluto, lleno, vacío, ser todavía, no ser ya, qué es esto, señor director, porque las palabras, si no lo sabe, se mueven mucho, cambian de un día a otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas, que tanto están como dejan de estar, pompas de jabón, caracolas que apenas dejan oír la respiración, troncos cortados, ahí le dejo la información, es gratuita, no cobro nada por ella, entre tanto preocúpese en explicarles bien a sus lectores los comos y los porqués de la vida y de la muerte, y ya puestos, regresando al objetivo de esta carta, escrita, tal como la que fue leída en la televisión, de mi puño y letra, lo invito instantemente a cumplir las honradas disposiciones de la ley de prensa que manda rectificar en el mismo lugar y con la misma valorización gráfica el error, la omisión o el lapso cometidos, arriesgándose en este caso usted, si esta carta no es publicada en su integridad, a que yo le despache, mañana mismo, con efectos inmediatos, el aviso previo que no tengo reservado para usted hasta dentro de algunos años, no le diré cuántos para no amargarle el resto de la vida, sin otro asunto, se suscribe con la atención debida, muerte.

La carta apareció puntualísima al día siguiente con rebosadas disculpas del director y también en duplicado, es decir, manuscrita y en letra de imprenta, cuerpo catorce y recuadrada. Sólo cuando el periódico salió a la calle el director se atrevió a salir del bunker en que se había encerrado con siete llaves desde el momento en que leyó la conminatoria carta. Y tan asustado estaba todavía que se negó a publicar el estudio grafológico que un importante especialista en la materia le entregó personalmente. Ya basta con los problemas que me he causado por la firma de la muerte con mayúscula, dijo, lleve su análisis a otro periódico, dividimos el mal entre las aldeas y a partir de aquí que sea lo que Dios quiera, todo menos tener que sufrir otro susto como el que he pasado.

El grafólogo fue a un periódico, fue a otro, y a otro, y sólo en el cuarto, a punto de perder las esperanzas, consiguió que le recibieran el fruto de las no pocas horas de laberíntico trabajo a que, con lupa diurna y nocturna, se había dedicado. El sustancioso y suculento informe comenzaba recordando que la interpretación de la escritura, en sus orígenes, era una de las ramas de la fisiognomía, siendo las otras, para información de quien no esté a la par de esta ciencia exacta, la mímica, los gestos, la pantomima y la fonognomonia, tras lo cual sacó a colación a las mayores autoridades en la compleja materia, como fueron, cada una en su tiempo y lugar, camillo baldi, johann caspar lavater, édouard auguste patrice hocquart, adolf henze, jean-hippolyte michon, william thierry preyer, cesare lombroso, jules crépieux-jamin, rudolf pophal, ludwig klages, wilhelm helmuth müller, alice enskat, roben heiss, gracias a quienes la grafología había sido reestructurada en su aspecto psicológico, demostrándose la ambivalencia de las particularidades grafológicas y la necesidad de concebir su expresión como un conjunto, dado que, una vez expuestos los datos históricos y esenciales de la cuestión, nuestro grafólogo avanzó por el campo de la definición exhaustiva de las características principales de la escritura sub judice, a saber, el tamaño, la presión, el ajuste, la disposición en el espacio, los ángulos, la puntuación, la proporción entre trazos altos y bajos de las letras, o, dicho con otras palabras, la intensidad, la forma, la inclinación, la dirección y la continuidad de los signos gráficos, y, finalmente, habiendo dejado claro el hecho de que el objetivo de su estudio no era un diagnóstico clínico, ni un análisis del carácter, ni un examen de aptitud profesional, el especialista concentró su atención en las evidentes muestras relacionadas con el foro criminológico que la escritura iba revelando a cada paso, No obstante, escribía frustrado y pesaroso, me encuentro ante una contradicción que no veo ninguna forma de solucionar, que incluso dudo que tenga resolución posible, y es que si es cierto que todos los vectores del metódico y minucioso análisis grafológico a que he procedido apuntan a que la autora del escrito es eso que se llama una serial killer, una asesina en serie, otra verdad igualmente irrefragable, igualmente resultante de mi examen y que de algún modo desbarata la tesis anterior, ha acabado imponiéndose, o sea, la verdad de que la persona que escribió esta carta está muerta. Así era, de hecho, la propia muerte no tuvo más remedio que confirmarlo, Tiene razón el señor grafólogo, fueron sus palabras después de leer la erudita demostración.

Pero no se entendía cómo, si estaba muerta, y hecha toda de huesos, era capaz de matar. Y, sobre todo, que escribiera cartas. Esos misterios nunca serán aclarados.

Ocupados en explicar lo que les sucedió después de la hora fatídica a las sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que se encontraban en estado de vida suspendida, pospusimos para momento más oportuno, que va a ser éste, las indispensables reflexiones sobre la manera como han reaccionado al cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia, especialmente la católica, mayoritaria en el país, hasta el punto de que era creencia común que el señor Jesucristo no elegiría otro lugar para nacer si tuviera que repetir, desde la a hasta la z, su primera y hasta ahora, que se sepa, única existencia terrenal. En los hogares del feliz ocaso, comenzando por ellos, los sentimientos eran los que cabía esperar. Si se tiene en cuenta que la ininterrumpida rotación de los internados, como quedó claramente explicado al principio de estos sorprendentes sucesos, era la propia condición de la prosperidad económica de la empresa, el regreso de la muerte debería ser, como fue, motivo de alegría y de renovadas esperanzas para las respectivas administraciones. Pasado el choque inicial causado por la lectura de la famosa carta en la televisión, los gerentes comenzaron inmediatamente a echarle cuentas a la vida y vieron que todas les salían redondas. No pocas botellas de champagne fueron bebidas a la medianoche para festejar el ya no esperado regreso a la normalidad, lo que, pareciendo ser el cúmulo de la indiferencia y del desprecio por la vida ajena, no era, en resumen, otra cosa que el natural alivio, el legítimo desahogo de quien, colocado ante una puerta cerrada y habiendo perdido la llave, la veía ahora abierta de par en par, despejada, con el sol al otro lado. Dirán los escrupulosos que por lo menos se debería haber evitado la ostentación ruidosa y simplona del champagne, el tapón saltando, la espuma que rebosa, y que una discreta copa de oporto o de madeira, una gota de coñac, un perfume de brandy en el café, serían festejos más que suficientes, pero nosotros, aquí, que bien sabemos con qué facilidad el espíritu deja escapar las riendas del cuerpo cuando la alegría se desmanda, aun cuando no se deba disculpar, perdonar siempre se puede. A la mañana siguiente, los responsables de la gerencia llamaron a las familias para que fuesen a buscar los cuerpos, mandaron airear los dormitorios y cambiar las sábanas, y, tras haber reunido al personal para comunicarle que, por fin, la vida continuaba, se sentaron a examinar la lista de solicitudes de ingreso y a elegir, entre los pretendientes, a aquellos que les parecieran más prometedores. Por razones no en todos los aspectos idénticas, pero de igual consideración, también la disposición anímica de los administradores hospitalarios y de la clase médica había mejorado de la noche a la mañana. Aunque, como ya se dijo antes, gran parte de los enfermos sin cura y cuya enfermedad había llegado a su extremo y último grado, si es lícito decir tal de un estado nosológico que se anunció como eterno, habían sido reencaminados para sus casas y familias, En qué mejores manos podrían estar los pobres diablos, se preguntaban hipócritamente, lo cierto es que un elevado número, sin parientes conocidos ni dinero para pagar la pensión exigida en los hogares del feliz ocaso, se amontonaban por ahí al sabor de lo que tocara, ya sea en los pasillos, como es vieja costumbre de estos establecimientos de asistencia, ayer, hoy y siempre, en trasteros y en rincones, en esconces y en desvanes, donde con frecuencia los dejaban abandonados durante varios días, sin que eso le importara a quienquiera que fuese, pues, como decían médicos y enfermeros, por muy mal que se encontraran, no se iban a morir. Ahora ya estaban muertos, sacados de allí y enterrados, el aire de los hospitales se hizo puro y cristalino, con ese inconfundible aroma de éter, yodo y creolina, como en las altas montañas, a cielo abierto. No se abrieron botellas de champagne, pero las sonrisas felices de los administradores y directores clínicos era un alivio para las almas, y, en lo que a los médicos se refiere, baste con decir que habían recuperado el histórico mirar devorador con que seguían al personal femenino de enfermería. Por tanto, en todos los sentidos de la palabra, la normalidad. En cuanto a las empresas aseguradoras, las terceras de la lista, no hay en estos momentos mucho que informar, porque todavía no acaban de ponerse de acuerdo sobre si la actual situación, a la luz de las alteraciones introducidas en las pólizas de seguros de vida a que antes hicimos referencia pormenorizada, las perjudica o beneficia. No darán un paso sin estar bien seguras de la firmeza del suelo que pisan, pero, cuando finalmente lo den, allí mismo implantarán nuevas raíces bajo la forma de contrato que consigan inventar más adecuada para sus intereses. Mientras tanto, como el futuro a Dios pertenece y porque no se sabe lo que nos traerá el día de mañana, seguirán considerando muertos a todos los asegurados que alcancen la edad de ochenta años, este pájaro, por lo menos, ya lo tienen bien atrapado, sólo falta ver si mañana encuentran la manera de hacer caer dos en la red. Habrá quien adelante, sin embargo, que, aprovechando la confusión que reina en la sociedad, ahora más que nunca entre la espada y la pared, entre escila y caribdis, entre martillos y tenazas, quizá no fuese mala idea aumentar hasta los ochenta y cinco o incluso los noventa años la edad de la muerte actuarial. El razonamiento de los que defienden la alteración es transparente y claro como el agua, dicen que, alcanzadas esas edades, las personas, por lo general, además de no tener ya parientes para auxiliarles en una necesidad, o tenerlos tan mayores que da lo mismo, sufren serias rebajas en el valor de sus pensiones de jubilación como consecuencia de la inflación y de los crecientes aumentos del costo de la vida, causa de que muchísimas veces se vean forzadas a interrumpir el pago de sus primas de seguros, dándole a las compañías el mejor de los motivos para considerar nulo y sin efecto el respectivo contrato. Es una inhumanidad, objetaron algunos. Negocios son negocios, respondieron otros. Veremos cómo acaba esto.

Donde también a estas horas se está hablando mucho de negocios es en la maphia. Tal vez por haber sido excesivamente minuciosa, lo admitimos sin reserva, la descripción hecha en estas páginas de los negros túneles por donde la organización criminal penetró en la explotación funeraria, algún lector habrá podido pensar qué mísera maphia era esta que no tenía otras maneras de ganar dinero con mucho menos esfuerzo y más pingües beneficios. Las tenía, y variadas, como cualquiera de sus congéneres diseminados por las siete partes del mundo, sin embargo, habilísima en equilibrios y mutuas potenciaciones de las tácticas y de las estrategias, la maphia local no se limitaba a apostar prosaicamente por el lucro inmediato, sus objetivos eran mucho más vastos, visaban nada menos que la eternidad, o sea, implantar, con la derivación tácita de las familias para con la bondad de la eutanasia y con las bendiciones del poder político, que fingiría mirar a otro lado, el monopolio absoluto de las muertes y los entierros de los seres humanos, asumiendo en un mismo paso la responsabilidad de mantener la demografía en los niveles que en cada momento más convienen al país, abriendo o cerrando el grifo, según la imagen ya antes usada, o, empleando una expresión con más rigor técnico, controlando el fluxómetro. Si no pudiera, al menos en esta primera fase, estimular o demorar la procreación, al menos estaría en sus manos acelerar o retardar los viajes a la frontera, no a la geográfica, sino a la de siempre. En el preciso instante en que entramos en la sala, el debate se centraba en la mejor manera de reaplicar en actividades similarmente remunerativas la fuerza de trabajo que se había quedado sin ocupación con el regreso de la muerte, y, siendo cierto que no faltan sugerencias sobre la mesa, más radicales unas que otras, se acabó prefiriendo lo que ya tiene un largo historial de pruebas dadas y que no necesita dispositivos complicados, es decir, la protección. Nada más empezar el día siguiente, de norte a sur, por todo el país, las funerarias vieron entrar por la puerta casi siempre a dos hombres, a veces a un hombre y a una mujer, raramente dos mujeres, que preguntaban educadamente por el gerente, al que, después, con los mejores modos, le explicaban que su establecimiento corría el riesgo de ser asaltado o incluso destruido, con una bomba, o incendiado, por activistas de unas cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la inclusión del derecho a la eternidad en la declaración universal de los derechos humanos y que, ahora frustrados, pretendían desahogar su ira haciendo caer sobre inocentes empresas el pesado brazo de la venganza, sólo porque eran las encargadas de llevar los cadáveres hasta la última morada. Estamos informados, decía uno de los emisarios, de que las acciones destructivas concertadas, que podrán llegar, en caso de resistencia, hasta el asesinato del propietario y del gerente y sus familias, y en su ausencia de uno o dos empleados, comenzará mañana mismo, tal vez en este barrio, tal vez en otro, Y qué puedo hacer, preguntaba temblando el pobre hombre, Nada, usted no puede hacer nada, pero nosotros podemos defenderlo si nos lo solicita, Claro que sí, claro que lo solicito, por favor, Hay condiciones que satisfacer, Las que sean, por favor, protéjanme, La primera es que no hable de este asunto con nadie, ni siquiera con su mujer, No estoy casado, Da lo mismo, ni con su madre, ni con su abuela, ni con su tía, Mi boca no se abrirá, Mejor así, porque de lo contrario se arriesga a que se cierre para siempre, Y las otras condiciones, Una sola, pagar lo que le digamos, Pagar, Tendremos que montar los operativos de protección, y eso, querido señor, cuesta dinero, Entiendo, Podríamos defender a la humanidad entera si estuviera dispuesta a pagar el precio, pero, como después de un tiempo siempre viene otro tiempo, todavía no hemos perdido la esperanza, Me doy cuenta, Menos mal que es de percepción rápida, Cuánto deberé pagar, Está anotado en este papel, Tanto, Es lo justo, Y esto es por año, o por mes, Por semana, Es demasiado para mis recursos, con el negocio funerario uno no se enriquece fácilmente, Tiene suerte con que no le pidamos lo que, en su opinión, debe valer su vida, Es natural, no tengo otra, Y no la tendrá, por eso el consejo que le damos es que trate de protegerla, Voy a pensarlo, necesito hablar con mis socios, Tiene veinticuatro horas, ni un minuto más, a partir de ahí nos lavamos las manos, la responsabilidad será toda suya, si llega a sufrir algún accidente, casi estamos seguros de que, por ser el primero, no será mortal, en esa altura tal vez volvamos a hablar con usted, pero el precio se doblará, y entonces no tendrá otra solución que pagar lo que le pidamos, no imagina lo implacables que son esas asociaciones de ciudadanos que reivindican la eternidad, Muy bien, pago, Cuatro semanas por adelantado, por favor, Cuatro semanas, Su caso es de los urgentes, y, como ya le hemos dicho, cuesta montar los operativos de protección, En efectivo, en cheque, En efectivo, cheque sólo para transacciones de otro tipo y de otros montantes, cuando no conviene que el dinero pase directamente de una mano a otra. El gerente abrió la caja fuerte, contó los billetes y preguntó mientras los entregaba, Me dan un recibo, un documento que me garantice la protección, Ni recibo ni garantías, tendrá que contentarse con nuestra palabra de honor, De honor, Exactamente, de honor, no imagina hasta qué punto honramos nuestra palabra, Dónde podré encontrarlos si tengo algún problema, No se preocupe, nosotros lo encontraremos a usted, Los acompaño hasta la salida, No merece la pena, ya conocemos el camino, doblar a la izquierda después del almacén de ataúdes, sala de maquillaje, pasillo, recepción, la puerta de la calle enseguida se ve, No se perderán, Tenemos un sentido de la orientación muy afinado, nunca nos perdemos, por ejemplo, en la quinta semana después de ésta vendrá alguien para realizar el cobro, Cómo sabré que se trata de la persona adecuada, No tendrá ninguna duda cuando la vea, Buenas tardes, Buenas tardes, no tiene que agradecernos nada.

Finalmente, last but not least, la iglesia católica, apostólica y romana tenía muchos motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el principio de que la abolición de la muerte sólo podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a Dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor Dios que providenciase el regreso de la muerte lo más rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar mucho más allá, a trece mil millones de años luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la legítima satisfacción de la iglesia había, sin embargo, una sombra negra. Discutían los teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las razones que indujeron a Dios a mandar regresar súbitamente a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados de la gracia del último sacramento, habían expirado en menos que cuesta decirlo. La duda de que Dios tendría autoridad sobre la muerte o, por el contrarío, la muerte sería el superior jerárquico de Dios, torturaba en sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde aquella osada afirmación de que Dios y la muerte eran las dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le preocupaba realmente a la iglesia era su participación en el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real. Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba una página de la historia.