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No todo fue tan sórdido en este país en que no se muere como lo que acaba de ser relatado, ni en todas las parcelas de una sociedad dividida entre la esperanza de vivir siempre y el temor de no morir nunca consiguió la voraz maphia clavar sus garras aduncas, corrompiendo almas, sometiendo cuerpos, emporcando lo poco que todavía restaba de los buenos principios de antaño, cuando un sobre que trajera dentro algo que oliera a soborno era devuelto en el mismo instante al remitente, llevando una respuesta firme y clara, algo así como, Compre juguetes para sus hijos con este dinero, o, Debe de haberse equivocado de destinatario. La dignidad era entonces una forma de altivez al alcance de todas las clases. A pesar de todo, a pesar de los falsos suicidas y de los sucios negocios de la frontera, el espíritu de aquí seguía pairando sobre las aguas, no las del mar océano, que ése bañaba otras tierras lejanas, mas sobre los lagos y los ríos, sobre las riberas y los regatos, en los charcos que la lluvia dejaba al pasar, en el luminoso fondo de los pozos, que es donde mejor se nota la altura a la que se encuentra el cielo, y, por más extraordinario que parezca, también sobre la superficie tranquila de los acuarios. Precisamente, cuando, distraído, miraba el pececito rojo que venía boqueando en la toma del agua y se preguntaba, ya menos distraído, desde hace cuánto tiempo que no la renovaba, bien sabía qué quería decir el pez cuando una y otra vez subía a romper la delgadísima película en que el agua se confunde con el aire, precisamente en ese momento revelador al aprendiz de filósofo se le presentó, nítida y desnuda, la cuestión que va a dar origen a la más apasionante y encendida polémica que se conoce en toda la historia de este país en que no se muere. He aquí lo que el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario le preguntó al aprendiz de filósofo, Ya has pensado si la muerte será la misma para todos los seres vivos, sean animales, incluyendo al ser humano, o vegetales, incluyendo la hierba que se pisa y la sequoiadendron giganteum con sus cien metros de altura, será la misma muerte la que mata a un hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo sabrá. Y volvió a preguntar, En qué momento muere el gusano de seda después de haberse encerrado en su capullo y haber trancado la puerta, cómo es posible que haya nacido la vida de una de la muerte de otro, la vida de la mariposa de la muerte del gusano, y ser lo mismo diferentemente, o no murió el gusano de seda porque está vivo en la mariposa. El aprendiz de filósofo respondió, El gusano de seda no murió, será la mariposa la que morirá, después de desovar, Eso ya lo sabía antes de que tú nacieras, dijo el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, el gusano de seda no muere, dentro del capullo no queda ningún cadáver cuando sale la mariposa, tú lo has dicho, una ha nacido de la muerte de otro, Eso se llama metamorfosis, todo el mundo sabe de qué se trata, dijo condescendiente el aprendiz de filósofo, He ahí una palabra que suena bien, llena de promesas y de certezas, dices metamorfosis y sigues adelante, parece que no ves que las palabras son rótulos que se adhieren a las cosas, no son las cosas, nunca sabrás cómo son las cosas, ni siquiera qué nombres son en realidad los suyos, porque los nombres que les das no son nada más que eso, el nombre que le has dado. Cuál de nosotros dos es el filósofo, Ni yo ni tú, tú no pasas de aprendiz de filósofo, yo sólo soy el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, Hablábamos de la muerte, No de la muerte, de las muertes, he preguntado por qué razón no mueren los seres humanos, y los otros animales sí, por qué razón la no muerte de unos no es la no muerte de otros, cuando a este pececillo rojo se le acabe la vida, y tengo que avisarte de que no tardará mucho si no le cambias el agua, serás tú capaz de reconocer en la muerte de él aquella otra muerte de que ahora pareces estar a salvo, ignorando por qué, Antes, en el tiempo en que se moría, las pocas veces que me encontré delante de personas que habían fallecido, nunca imaginé que la muerte de ellas fuese la misma de la que yo un día vendría a morir, Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tú le perteneces, Y los animales, y los vegetales, Supongo que a ellos les pasará lo mismo, Cada cual con su muerte, Así es, Entonces las muertes son muchas, tantas como seres vivos existieron, existen y existirán, En cierto modo, sí, Te estás contradiciendo, exclamó el aprendiz de filósofo, Las muertes de cada uno son muertes, por decirlo así, de vida limitada, subalternas, mueren con aquel a quien mataron, pero sobre todas habrá otra muerte mayor, la que se ocupa del conjunto de seres humanos desde el alborear de la especie, Hay por tanto una jerarquía, Supongo que sí, Y para los animales, desde el más elemental protozoo hasta la ballena azul, También, Y para los vegetales, desde las diatomeas a la secuoya gigante, ésta antes citada en latín por el tamaño, Según lo que creo saber, les pasa lo mismo a todos, O sea, cada uno con su muerte propia, personal e intransmisible, Sí, Y después otras dos muertes generales, una para cada reino de la naturaleza, Exacto, Y ahí se acaba la distribución jerárquica de las competencias que tánatos delega, preguntó el aprendiz de filósofo, Hasta donde mi imaginación alcanza, todavía veo otra muerte, la última, la suprema, Cuál, La que tendrá que destruir el universo, esa que realmente merece el nombre de muerte, aunque cuando esto suceda ya no haya nadie para pronunciarlo, lo demás de lo que hemos estado hablando no dejan de ser pormenores ínfimos, insignificancias, Por tanto, la muerte no es única, concluyó innecesariamente el aprendiz de filósofo, Es lo que ya estoy cansado de explicarte, Es decir, una muerte, la que es nuestra, ha suspendido su actividad, las otras, las de los animales y los vegetales, siguen operando, son independientes, cada una trabajando en su sector, Ya estás convencido, Sí, Entonces vete por ahí y anúncialo a la gente, dijo el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario. Y fue así como la polémica empezó.

El primer argumento contra la osada tesis del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario fue que su portavoz no era filósofo titulado, sino un mero aprendiz que nunca había ido más lejos de algunos escasos conocimientos rudimentarios de manual, casi tan elementales como el protozoario, y, como si eso no fuese poco, recogidos al vuelo, a retazos, sueltos, sin aguja e hilo que los uniese entre sí aunque los colores y las formas contendiesen unos con otros, en fin, una filosofía que podría llamarse la escuela arlequinesca, o ecléctica. La cuestión, sin embargo, no estaba tanto ahí. Es cierto que lo esencial de la tesis era obra del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario, aunque, bastará volver a leer el diálogo desarrollado en las páginas anteriores para reconocer que la contribución del aprendiz de filosofías también tuvo su influencia en la gestación de la interesante idea, por lo menos en la calidad de oyente, factor dialéctico indispensable desde Sócrates, como es de sobra sabido. Algo, por lo menos, no podía ser negado, que los seres humanos no morían, pero los otros animales sí. En cuanto a los vegetales, cualquier persona, incluso sin saber nada de botánica, reconocería sin dificultad que, como antes, nacían, verdeaban, más adelante se marchitaban, luego se secaban, y si esa fase final, con podrimiento o sin él, no se debe llamar morir, entonces que venga alguien que lo explique mejor. Que las personas de aquí no estén muriendo, pero todos los otros seres vivos sí, decían algunos objetores, hay que verlo como una demostración de que lo normal todavía no se ha retirado del todo del mundo, y lo normal, excusado será decirlo, es, pura y simplemente, morir cuando nos llega la hora. Morir y no ponerse a discutir si la muerte ya era nuestra de nacimiento, o si simplemente pasaba por allí y le dio por fijarse en nosotros. En los demás países se sigue muriendo y no parece que sus habitantes sean más infelices por eso. Al principio, como es natural, hubo envidias, hubo conspiraciones, se dio algún que otro caso de tentativa de espionaje científico para descubrir cómo lo habíamos conseguido, pero, a la vista de los problemas que desde entonces se nos vinieron encima, creemos que el sentimiento general de las poblaciones de esos países se puede traducir con estas palabras, De la que nos hemos librado.

La iglesia, como no podía dejar de ser, bajó a la arena del debate sentada en el caballo de batalla habitual, es decir, los designios de Dios son lo que siempre han sido, inescrutables, lo que, en términos corrientes y algo manchados de impiedad verbal, significa que no nos está permitido mirar por el resquicio de la puerta del cielo para ver lo que pasa dentro. Decía también la iglesia que la suspensión temporal y más o menos duradera de causas y efectos naturales no era propiamente una novedad, baste recordar los infinitos milagros que Dios había permitido que se hicieran en los últimos veinte siglos, la única diferencia de lo que pasa ahora radica en la amplitud del prodigio, pues lo que antes afectaba a un individuo, por la gracia de su fe personal, ha sido substituido por una atención global, no personalizada, un país entero por así decir poseedor del elixir de la inmortalidad, y no sólo los creyentes, que como es lógico esperan ser distinguidos en especial, sino también los ateos, los agnósticos, los heréticos, los relapsos, los incrédulos de toda especie, los afectos a otras religiones, los buenos, los malos y los peores, los virtuosos y los maphiosos, los verdugos y las víctimas, los policías y los ladrones, los asesinos y los donantes de sangre, los locos y los sanos de juicio, todos, todos sin excepción, eran al mismo tiempo los testigos y los beneficiarios del más alto prodigio alguna vez observado en la historia de los milagros, la vida eterna de un cuerpo eternamente unida a la eterna vida del alma. A la jerarquía católica, de obispo para arriba, no le hicieron gracia los chistes místicos de algunos de sus cuadros medios sedientos de maravillas, y lo hizo saber a los fieles a través de un muy firme mensaje, el cual, además de la inevitable referencia a los inescrutables designios de dios, insistía en la idea ya expresada improvisadamente por el cardenal al principio de la crisis en la conversación telefónica que tuvo con el primer ministro, cuando, creyéndose papa y rogando a Dios que le perdonara la estulta presunción, propuso la inmediata promoción de una nueva tesis, la de la muerte aplazada, confiando en la tantas veces loada sabiduría del tiempo, esa que nos dice que siempre habrá algún mañana para resolver los problemas que hoy parecían no tener solución. En carta al director de su periódico preferido, un lector se declaraba dispuesto a aceptar la idea de que la muerte había decidido aplazarse a sí misma, pero solicitaba, con todo respeto, que le dijeran cómo lo supo la iglesia, y, si realmente estaba tan bien informada, también debería saber cuánto tiempo iba a durar el aplazamiento. En nota de la redacción, el periódico le recordó al lector que se trataba simplemente de una propuesta de acción, por supuesto no llevada a la práctica hasta ahora, lo que ha de querer decir, así concluía, que la iglesia sabe tanto del asunto como nosotros, es decir, nada. Por entonces alguien escribió un artículo reclamando que el debate regresara a la cuestión que le dio origen, o sea, si sí o no la muerte era una o eran varias, si era singular muerte, o plural, muertes, y, aprovechando que estoy con la mano en la pluma, denunciar que la iglesia, con esas suposiciones ambiguas, lo que pretende es ganar tiempo sin comprometerse, por eso se puso, como es su costumbre, a entablillar la pata a la rana, a dar una en el clavo y otra en la herradura. La primera de estas expresiones populares causó perplejidad entre los periodistas, que nunca tal habían leído u oído en toda su vida.

No obstante, ante el enigma, estimulados por un saludable afán de competición personal, sacaron de las estanterías los diccionarios con que algunas veces se ayudaban a la hora de escribir sus artículos y noticias y se lanzaron a la descubierta de qué hacía allí ese batracio. No encontraron nada, o mejor, sí encontraron a la rana, encontraron la pata, encontraron el verbo entablillar, pero no consiguieron tocar el sentido profundo que las tres palabras juntas a la fuerza tendrían que tener.

Hasta que se le ocurrió a alguien llamar a un viejo portero que vino del pueblo hace ya muchos años y de quien todos se reían porque, tanto tiempo después de vivir en la ciudad, todavía hablaba como si estuviera ante la chimenea contándoles historias a sus nietos. Le preguntaron si conocía la frase y él respondió que sí señor, que la conocía, le preguntaron si sabía qué significaba y él respondió que sí señor, lo sabía. Entonces explíquela, dijo el redactor jefe, Entablillar, señores, es poner tablillas en los huesos partidos, Hasta ahí llegamos, lo que queremos es que nos diga qué tiene eso que ver con la rana, Lo tiene todo, nadie consigue poner tablillas en una rana, Por qué, Porque ella nunca deja quieta la pata, Y eso qué quiere decir, Que es inútil intentarlo, que no se deja, Pero no debe de ser eso lo que está en la frase del lector, También se usa cuando tardamos demasiado tiempo en acabar un trabajo, y, si lo hacemos a posta, entonces estamos taponando, entonces estamos entablillándole la pata a la rana, O sea, que la iglesia está taponando, está entablillándole la pata a la rana, Sí señor, Así que el lector que escribió tenía toda la razón, Creo que sí, pero yo sólo guardo la entrada de la puerta, Nos ha ayudado mucho, No quieren que les explique la otra frase, Cuál, La del clavo y la herradura, No, ésa la conocemos, la practicamos todos los días.

La polémica sobre la muerte y las muertes, tan bien iniciada por el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, y por el aprendiz de filósofo, acabaría en comedia o en farsa si no hubiera aparecido el artículo del economista. Aunque el cálculo actuarial, como él mismo reconocía, no era su especialidad profesional, se consideraba suficientemente conocedor de la materia para preguntarse en público con qué dinero el país, dentro de unos veinte años, punto más, coma menos, pensaba pagar las pensiones a los millones de personas que se encontrarían en situación de jubilación por invalidez permanente y que así seguirían por todos los siglos de los siglos y a las que otros millones se les unirían implacablemente, tanto si se hace que la progresión sea aritmética o geométrica, de cualquier manera siempre tenemos garantizada la catástrofe, será la confusión, el desastre, la bancarrota del estado, el sálvese quien pueda, y nadie se salvará. Ante este cuadro espeluznante los metafísicos no tuvieron otro remedio que guardar la viola en su funda, la iglesia no tuvo otro recurso que regresar al cansado pasar cuentas de sus rosarios y seguir a la espera de la consumación de los tiempos, esa que, según sus escatológicas visiones, resolverá todo esto de una vez. Efectivamente, volviendo a las inquietantes razones del economista, los cálculos eran muy fáciles de hacer, veamos, si tenemos tanto de población activa que contribuye a la seguridad social, si tenemos tanto de población no activa que se encuentra jubilada, ya sea por vejez, ya sea por invalidez, y por consiguiente cobra de la otra sus pensiones, estando la activa en constante disminución con respecto a la inactiva y ésta en crecimiento continuo absoluto, no se entiende cómo nadie se haya dado cuenta enseguida de que la desaparición de la muerte, pareciendo el auge, la cúspide, la suprema felicidad, no era, en conclusión, una cosa buena. Fue necesario que los filósofos y otros abstractos anduviesen medio perdidos en los bosques de sus propias elucubraciones sobre el casi y el cero, que es la manera plebeya de decir el ser y la nada, para que el sentido común se presentara prosaicamente, con papel y lápiz en ristre, para demostrar a+b+c que había cuestiones mucho más urgentes en que pensar. Como era de prever, conociéndose los lados oscuros de la naturaleza humana, a partir del día en que salió publicado el alarmante artículo del economista, la actitud de la población saludable para con los pacientes terminales comenzó a modificarse para peor. Hasta ahí, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en que eran considerables los trastornos e incomodidades de toda especie que ellos causaban, se pensaba que el respeto por los viejos y por los enfermos en general representaba uno de los deberes esenciales de cualquier sociedad civilizada, y, por consiguiente, aunque a veces haciendo de tripas corazón, no se les negaban los cuidados necesarios, e incluso, en algunos casos señalados, se endulzaban con una cucharadita de compasión y amor antes de apagar la luz. Es cierto que también existen, como demasiado bien sabemos, esas desalmadas familias que, dejándose llevar por su incurable inhumanidad, llegaron al extremo de contratar los servicios de la maphia para deshacerse de los míseros despojos humanos que agonizaban interminablemente entre dos sábanas empapadas de sudor y manchadas por las excreciones naturales, pero ésas merecen nuestra reprensión, tanto como la que expresaríamos en la fábula tradicional mil veces narrada del cuenco de madera, aunque, felizmente, ahí se salvaron de la execración en el último momento, gracias, como se verá, al bondadoso corazón de un niño de ocho años. En pocas palabras se cuenta, y aquí la vamos a dejar para ilustración de las nuevas generaciones que la desconocen, con la esperanza de que no se burlen de ella por ingenua y sentimental. Atención, pues, a la lección moral. Érase una vez, en el antiguo país de las fábulas, una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación.

Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo llama canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no. De lo que pasara después no hay señal en la historia, pero de ciencia muy cierta sabemos que si es verdad que el trabajo del muchachito se quedó a la mitad, también es verdad que el trozo de madera sigue por ahí. Nadie lo quiso quemar o tirar, ya sea para que la lección del ejemplo no cayera en el olvido, o por si se diera el caso de que alguien decidiera terminar la obra, eventualidad no del todo imposible de producirse si tenemos en cuenta la enorme capacidad de supervivencia de los dichos lados oscuros de la naturaleza humana. Como alguien dijo, todo lo que pueda suceder, sucederá, es una mera cuestión de tiempo, y, si no llegamos a verlo mientras que anduvimos por aquí, sería porque no vivimos lo suficiente. En cualquier caso, y para que no se nos acuse de pintar siempre con las pinturas de la parte izquierda de la paleta, hay quien admite la posibilidad de que una adaptación del amable cuento a la televisión, tras haberlo recogido un periódico, sacudidas las telarañas, de los polvorientos estantes de la memoria colectiva, pueda contribuir a que regresen a las quebrantadas conciencias de las familias el culto o el cultivo de los incorpóreos valores de espiritualidad de que la sociedad se nutría en el pasado, cuando el materialismo que hoy impera todavía no se había enseñoreado de voluntades que imaginábamos fuertes y al final eran la propia e insanable imagen de una aflictiva debilidad moral. Conservemos no obstante la esperanza. En el momento en que el muchachito aparezca en la pantalla, podemos estar seguros de que la mitad de la población del país correrá a buscar un pañuelo para enjugar las lágrimas, y de que la otra mitad, tal vez de temperamento estoico, las dejará correr por la cara, en silencio, para que se observe mejor cómo el remordimiento por el mal hecho o consentido no es siempre una palabra vana. Ojalá todavía estemos a tiempo de salvar a los abuelos.

Inesperadamente, con una deplorable falta de sentido de oportunidad, los republicanos decidieron aprovechar la delicada ocasión para hacer oír su voz. No eran muchos, ni siquiera tenían representación en el parlamento a pesar de que estaban organizados en partido político y regularmente concurrían a las elecciones. Se vanagloriaban, sin embargo, de cierta influencia social, sobre todo en los medios artísticos y literarios, por donde de vez en cuando hacían circular manifiestos por lo general bien redactados, pero invariablemente inocuos. Desde que desapareció la muerte no habían dado señales de vida, ni siquiera, como cabe esperar de una oposición que se dice frontal, para reclamar la aclaración de la rumoreada participación de la maphia en el ignóbil tráfico de pacientes terminales. Ahora, aprovechándose de la perturbación en que el país malvivía, dividido como estaba entre la vanidad de saberse único en todo el planeta y el desasosiego de no ser como todo el mundo, ponían sobre la mesa nada más y nada menos que la cuestión del régimen. Obviamente adversarios de la monarquía, enemigos del trono por definición, pensaban que habían descubierto un argumento nuevo a favor de la necesaria y urgente implantación de la república.

Decían que iba contra la lógica más común que hubiera en el país un rey que nunca moriría y que, aunque mañana decidiera abdicar por motivo de edad o debilitamiento de las facultades mentales, rey seguiría siendo, el primero de una sucesión infinita de entronizaciones y abdicaciones, una infinita secuencia de reyes acostados en sus camas a la espera de una muerte que nunca llegaría, una cadena de reyes medio vivos medio muertos que, a no ser que los colocaran en los pasillos del palacio, acabarían llenando y por fin no cabiendo en el panteón donde fueron recogidos sus antecesores mortales, que ya no serían nada más que huesos desprendidos de los artejos o restos momificados y malolientes. Cuánto más lógico no sería tener un presidente de la república con vencimiento a plazo fijo, un mandato, como mucho dos, y después que se las avíe como pueda, que se dedique a su vida, dé conferencias, escriba libros, participe en congresos, coloquios y simposios, arengue en mesas redondas, dé la vuelta al planeta en ochenta recepciones, opine sobre la largura de las faldas cuando vuelvan a usarse y sobre la reducción del ozono en la atmósfera si todavía queda atmósfera, en fin, que se las componga. Todo menos tener que encontrar todos los días en los periódicos y oír en la televisión y en la radio el parte médico siempre igual, no atan ni desatan, sobre la situación de los internos en las enfermerías reales, que por cierto, viene a propósito que se informe, tras haber sido aumentadas dos veces, están a un tris de una tercera ampliación. El plural de enfermería está ahí para indicar que, como siempre sucede en instituciones hospitalarias o afines, los hombres se encuentran separados de las mujeres, o sea, reyes y príncipes a un lado, reinas y princesas a otro. Los republicanos desafiaban ahora al pueblo para que asumiera las responsabilidades que le competían, tomando el destino en sus manos para dar comienzo a una nueva vida y abriendo un nuevo y florido camino hacia las alboradas del porvenir. Esta vez el efecto del manifiesto no se limitó a tocar a los artistas y escritores, otras capas sociales se mostraron receptivas a la feliz imagen del camino florido y a las invocaciones de las alboradas del porvenir, lo que tuvo como resultado una concurrencia absolutamente fuera de lo común de adhesiones de nuevos militantes dispuestos a emprender una jornada que, tal como la pescada, que todavía en el agua la llaman así, ya era histórica antes de saberse si realmente lo iba a ser. Desgraciadamente las manifestaciones verbales de cívico entusiasmo de los nuevos adherentes a este republicanismo prospectivo y profético, en los días siguientes, no siempre fueron tan respetuosas como la buena educación y una sana convivencia democrática lo exigen. Algunas llegaron incluso a sobrepasar las fronteras de la más ofensiva grosería, como decir, por ejemplo, hablando de las realezas, que no estaban dispuestos a sustentar bestias con argolla ni burros con bizcocho. Todas las personas de buen gusto estuvieron de acuerdo en considerar tales palabras no sólo inadmisibles, sino también imperdonables. Bastaría con decir que las arcas del estado no podían seguir soportando más el continuo crecimiento de los gastos de la casa real y de sus adláteres, y todo el mundo lo comprendería. Era verdad y no ofendía.

El violento ataque de los republicanos, pero principalmente los inquietantes vaticinios contenidos en el artículo sobre la inevitabilidad, en un plazo muy breve, de que las dichas arcas del estado no podrían satisfacer el pago de las pensiones de vejez y de invalidez sin un final a la vista, hicieron que el rey notificara al primer ministro que necesitaba tener una conversación franca, a solas, sin magnetofones ni testigos de ninguna especie. Llegó el primer ministro, se interesó por la salud de las reales personas, en particular por la de la reina madre, aquella que en el último fin de año estaba a punto de morir, y después de todo, como tantas y tantas otras personas, todavía respiraba trece veces por minuto, que pocas más señales de vida se dejaban percibir en su cuerpo postrado, bajo el dosel del lecho. Su majestad agradeció, dijo que la reina madre sufría su calvario con la dignidad propia de la sangre que aún le corría por las venas, y luego pasó a los asuntos de la agenda, el primero de los cuales era la declaración de guerra de los republicanos. No entiendo qué les pasó por la cabeza a esa gente, dijo, el país hundido en la más terrible crisis de su historia y ellos hablando de cambio de régimen, Yo no me preocuparía, señor, lo que están haciendo es aprovechar la situación para difundir lo que llaman sus propuestas de gobierno, en el fondo no son otra cosa que unos pobres pescadores de aguas turbias, Con una lamentable falta de patriotismo, hay que añadir, Así es, señor, los republicanos tienen unas ideas sobre la patria que sólo ellos pueden entender, si es que realmente las entienden, Las ideas que tengan no me interesan, lo que quiero oír de usted es si existe alguna posibilidad de que consigan forzar un cambio de régimen, Si ni siquiera tienen representación en el parlamento, señor, Me refiero a un golpe de estado, a una revolución, Ninguna posibilidad, señor, el pueblo está con su rey, las fuerzas armadas son leales al poder legítimo, Entonces puedo estar descansado, Absolutamente descansado, señor. El rey hizo una cruz en su agenda, al lado de la palabra republicanos, dijo, Ya está, y luego preguntó, Y qué historia es esa de las pensiones que no se pagan, Estamos pagándolas, señor, es el futuro lo que se presenta bastante negro, Entonces debo de haber leído mal, pensé que se había dado, digamos, una suspensión de pagos, No señor, es el mañana el que se presenta altamente preocupante, Preocupante hasta qué punto, En todos, señor, el estado podrá llegar a derrumbarse, simplemente, como un castillo de naipes, Somos el único país que se encuentra en esa situación, preguntó el rey, No señor, a largo plazo el problema los alcanzará a todos, pero lo que cuenta es la diferencia entre morir y no morir, es una diferencia fundamental, con perdón por la banalidad, No le entiendo, En los otros países se muere con normalidad, los fallecimientos siguen controlando el caudal de nacimientos, pero aquí, señor, en nuestro país, señor, no muere nadie, mire el caso de la reina madre, parecía que expiraba y ahí la tenemos, felizmente, quiero decir, crea que no exagero, estamos con la soga al cuello, A pesar de eso me han llegado rumores de que algunas personas van muriendo, Así es, señor, pero se trata de una gota de agua en el océano, no todas las familias se atreven a dar el paso, Qué paso, Entregar sus pacientes a la organización que se encarga de los suicidios, No le entiendo, de qué sirve que se suiciden si no pueden morir, Éstos sí, Y cómo lo consiguen, Es una historia complicada, señor, Cuéntemela, estamos a solas, Al otro lado de las fronteras se muere, señor, Entonces quiere decir que esa tal organización los lleva hasta allí, Exactamente, Y se trata de una organización benemérita, Nos ayuda a retardar un poco la acumulación de pacientes terminales, pero, como le he dicho, es una gota de agua en el océano, Y qué organización es ésa. El primer ministro respiró hondo y dijo, La maphia, señor, La maphia, Sí señor, la maphia, a veces el estado no tiene otro remedio que buscar fuera quien haga los trabajos sucios, No me dijo nada, Señor, quise mantener a vuestra majestad al margen del asunto, asumo la responsabilidad, Y las tropas que estaban en las fronteras, Tenían una función que desempeñar, Qué función, La de aparentar un obstáculo al paso de los suicidas no siéndolo, Pensé que estaban ahí para impedir una invasión, Nunca hubo ese peligro, de todos modos establecimos acuerdos con los gobiernos de esos países, todo está controlado, Menos la cuestión de las pensiones, Menos la cuestión de la muerte, señor, si no volvemos a morir, no tenemos futuro. El rey hizo una cruz al lado de la palabra pensiones y dijo, Es necesario que ocurra algo, Sí, majestad, es necesario que ocurra algo.