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Aunque hubiese sido inmediatamente puesto en ridículo por los periódicos de la competencia, que fueron capaces de arrancar de la inspiración de sus redactores principales los más diversos y sustanciosos titulares, algunas veces dramáticos, líricos otras, y, aunque pocos, filosóficos o místicos, cuando no de conmovedora ingenuidad, como el de un diario popular que se contentó con la pregunta, «Y Ahora Qué Será De Nosotros», añadiendo al final de la frase el alarde gráfico de una enorme interrogación, el ya comentado titular Año Nuevo, Vida Nueva, pese a su aflictiva banalidad, cayó como miel sobre hojuelas en algunas personas que, por temperamento natural o educación adquirida, preferían por encima de todo la firmeza de un optimismo más o menos pragmático, incluso cuando tuvieran motivos para sospechar que se trataba de una mera y tal vez fugaz apariencia. Habiendo vivido, hasta estos días de confusión, en lo que creían que era el mejor de todos los mundos posibles y probables, descubrían, complacidos, que lo mejor, lo mejor realmente, estaba llegando ahora, ya lo tenían ahí mismo, ante la puerta de casa, una vida única, maravillosa, sin el miedo cotidiano a la chirriante tijera de la parca, la inmortalidad en la patria que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y gratis para todo el mundo, sin un sobre lacrado para abrir a la hora de la muerte, tú al paraíso, tú al purgatorio, tú al infierno, en esta encrucijada se separaban en otros tiempos, queridos compañeros de este valle de lágrimas llamado tierra, nuestros destinos en el otro mundo. Así pues, no tuvieron los periódicos reticentes o problemáticos otra solución, y con éstos las televisiones y las radios afines, que unirse a la marea alta de alegría colectiva que se extendía de norte a sur y de este a oeste, refrescando las mentes temerosas y arrastrando lejos de la vista la larga sombra de tánatos. Con el paso de los días, y viendo que realmente no moría nadie, los pesimistas y los escépticos, poco a poco al principio, después en masa, se fueron uniendo al mare mágnum de ciudadanos que aprovechaban todas las ocasiones para salir a la calle y proclamar, y gritar, que, ahora sí, la vida es bella.

Un día, una señora en estado de viudez reciente, no encontrando otra manera de manifestar la nueva felicidad que le inundaba el ser, bien es verdad que con el ligero dolor de saber que, al no morir ella, nunca más volvería a ver al llorado difunto, tuvo la ocurrencia de colgar en la calle, en el florido balcón de su comedor, la bandera nacional. Fue lo que se suele llamar dicho y hecho. En menos de cuarenta y ocho horas el abanderamiento se extendió por todo el país, los colores y los símbolos de la bandera ocuparon el paisaje, con mayor visibilidad en las ciudades por la evidente razón de que se benefician de más balcones y ventanas que el campo. Era imposible resistirse a tal fervor patriótico, sobre todo porque, llegadas de no se sabe dónde, comenzaron a difundirse ciertas declaraciones inquietantes, por no decir francamente amenazadoras, como por ejemplo, Quien no ponga la inmortal bandera de la patria en la ventana de su casa no merece estar vivo, Quienes no anden con la bandera nacional bien a la vista es porque se han vendido a la muerte, Únete, sé patriota, compra una bandera, Compra otra, Compra otra más, Abajo los enemigos de la vida, la suerte que tienen es que ya no haya muerte. Las calles eran un auténtico real de insignias desplegadas batidas por el viento, si soplaba, o, cuando no, un ventilador eléctrico colocado con maña hacía esa función, y si la potencia del aparato no era suficiente para que el estandarte virilmente ondease, obligándolo a dar esos chasquidos de látigo que tanto exaltan a los espíritus marciales, al menos permitía que honrosamente ondearan los colores de la patria. Algunas personas, pocas, con mucho sigilo murmuraban que aquello era una exageración, un despropósito, que más pronto que tarde no quedaría más remedio que retirar ese enredo de banderas, Y cuanto antes lo hagamos, mejor, porque de la misma manera que demasiada azúcar en el pudín empacha el paladar y perjudica el proceso digestivo, también el normal y más que justo respeto por los emblemas patrióticos acabará convertido en chacota si permitimos que resbale en auténticos atentados contra el pudor, como los exhibicionistas de gabardina de execrada memoria. Además, decían, si las banderas están ahí para celebrar el hecho de que la muerte ha dejado de matar, una de dos, o las retiramos antes de que hartos comencemos a detestar los símbolos de la patria, o vamos a pasar el resto de la vida, es decir, la eternidad, sí, decimos bien, la eternidad, mudándolos cada vez que los pudra la lluvia, que el viento los desgarre o el sol les coma los colores. Eran poquísimas las personas que tenían la valentía de poner así, públicamente, el dedo en la llaga, y hubo un pobre hombre que tuvo que pagar el antipatriótico desahogo con una paliza que, si no se le terminó allí la pobre vida, fue porque la muerte había dejado de operar en este país desde primeros de año.

No todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que ríen, siempre habrá otros que lloren, y a veces, como en el presente caso, por las mismas razones. Importantes sectores profesionales, seriamente preocupados con la situación, ya comenzaron a transmitir la expresión de su descontento ante quien procediera. Como era de esperar, las primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del negocio funerario. Brutalmente desprovistos de su materia prima, los propietarios comenzaron haciendo el gesto clásico de llevarse la mano a la cabeza, gimiendo en plañidero coro, Y ahora, qué será de nosotros, pero luego, ante la perspectiva de una catastrófica quiebra que a nadie del gremio funéreo salvaría, convocaron asamblea general del sector, a cuyo término, tras acaloradas discusiones, todas ellas improductivas porque todas, sin excepción, se daban de bruces contra el muro indestructible de la falta de colaboración de la muerte, esa a que se habían habituado, de padres a hijos, como algo que por naturaleza les era debido, aprobaron un documento para someterlo a la consideración del gobierno de la nación, documento que adoptaba la única propuesta constructiva, constructiva, sí, aunque también hilarante, que fue presentada a debate, Se van a reír de nosotros, avisó el presidente de la mesa, pero reconozco que no tenemos otra salida, o esto, o será la ruina del sector. Informaba el documento de que, reunidos en asamblea general extraordinaria para examinar la gravísima crisis en que se estaban debatiendo con motivo de la falta de abastecimiento en todo el país, los representantes de las agencias funerarias, después de intenso y participativo análisis, durante el cual siempre había imperado el respeto por los supremos intereses de la nación, llegaron a la conclusión de que todavía era posible evitar las dramáticas consecuencias de lo que sin duda iba a pasar a la historia como la peor calamidad colectiva que nos cayó encima desde la fundación de la nacionalidad, o sea, que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros o la incineración de todos los animales domésticos que fenezcan de muerte natural o por accidente, y que tal entierro o incineración, regulados y aprobados, sean obligatoriamente realizados por la industria funeraria, teniendo en cuenta los méritos prestados en el pasado como auténtico servicio público que ha sido, en el sentido más profundo de la expresión, generaciones tras generaciones. El documento proseguía, Solicitamos también la mejor atención del gobierno para con el hecho de que la indispensable reconversión de la industria no será viable sin abultadas inversiones, ya que no es lo mismo sepultar a un ser humano que llevar hasta su última morada a un gato o un canario, y por qué no decir un elefante de circo o un cocodrilo de bañera, siendo por tanto necesario reformular de arriba abajo nuestro know how tradicional, sirviendo de providencial apoyo a esta indispensable actualización la experiencia ya adquirida desde la oficialización de los cementerios de animales, o sea, lo que hasta ahora no había pasado de intervención marginal de nuestra industria, aunque, no lo negamos, bastante lucrativa, pasará a ser actividad exclusiva, evitando así, en la medida de lo posible, el despido de centenares si no millares de abnegados y valerosos trabajadores que durante todos los días de su vida se han enfrentado valerosamente a la imagen terrible de la muerte y a quienes la misma muerte ahora les da de forma inmerecida la espalda, Expuesto lo que, señor primer ministro, rogamos, con vista a la merecida protección de una profesión a lo largo de milenios clasificada de utilidad pública, se digne considerar, no solamente la urgencia de una decisión favorable, sino también, en paralelo, la apertura de una línea de créditos bonificados, o mejor, y eso sería oro sobre azul, o dorado sobre negro, que son nuestros colores, por no decir de la más elemental justicia, la concesión de préstamos a fondo perdido que ayuden a viabilizar la rápida revitalización de un sector cuya supervivencia se encuentra amenazada por primera vez en la historia, y desde mucho antes de ella, en todas las épocas de la prehistoria, pues nunca a un cadáver humano debe de haberle faltado quien, más pronto o más tarde, acudiese a enterrarlo, aunque no fuera nada más que la generosa tierra abriéndose. Respetuosamente, solicitamos de V. E. que atienda nuestra solicitud.

Tampoco los directores y administradores de los hospitales, tanto los del estado como los privados, tardaron mucho en llamar a la puerta del ministerio del ramo, el de sanidad, para expresar ante los servicios competentes sus inquietudes y sus ansias, las cuales, por extraño que parezca, casi siempre tenían más que ver con cuestiones logísticas que propiamente sanitarias. Afirmaban que el corriente proceso rotativo de enfermos entrados, enfermos curados y enfermos muertos había sufrido, por decirlo así, un cortocircuito o, si queremos hablar con términos menos técnicos, un embotellamiento como el de los coches, y cuya causa radicaba en la permanencia indefinida de un número cada vez mayor de internados que, por la gravedad de sus enfermedades o de los accidentes de que fueron víctimas, ya habrían pasado, en circunstancias normales, a otra vida. La situación es difícil, argumentaban, ya empezamos a colocar a enfermos en los pasillos, o sea, más de lo que era habitual, y todo indica que en menos de una semana nos toparemos no sólo con la escasez de camas, sino también, estando repletos los pasillos y las salas, sin saber, por falta de espacio y dificultades de maniobra, dónde colocar las que todavía estén disponibles. Es cierto que hay una manera de resolver el problema, concluían los responsables hospitalarios, aunque ésta quizá ofenda de pasada el juramento hipocrático, la decisión, en caso de ser tomada, no podrá ser ni médica ni administrativa, sino política. Como a buen entendedor siempre le ha bastado con media palabra, el ministro de sanidad, tras haber consultado con el primer ministro, dio salida al siguiente despacho, Considerando la imparable sobreocupación de internos que ya comienza a perjudicar seriamente el hasta ahora excelente funcionamiento de nuestro sistema hospitalario y que es la directa consecuencia del creciente número de personas ingresadas en estado de vida suspendida y que así se mantendrán por tiempo indefinido, sin ninguna posibilidad de cura o de simple mejoría, por lo menos hasta que la investigación médica alcance las nuevas metas que se ha propuesto, el gobierno aconseja y recomienda a las direcciones y administraciones de los hospitales que, tras un análisis riguroso, caso por caso, del perfil clínico de los enfermos que se encuentren en esa situación, y confirmándose la irreversibilidad de los respectivos procesos mórbidos, sean entregados a los cuidados de las familias, asumiendo los establecimientos de salud la responsabilidad de asegurarles a los enfermos, sin reserva, todos los tratamientos y exámenes que sus médicos de cabecera todavía juzguen necesarios o aconsejables. Se fundamenta esta decisión del gobierno en una premisa fácil y admisible por todas las personas, la de que a un paciente en tal estado, permanentemente al borde de un fallecimiento que permanentemente le viene siendo negado, deberá serle poco menos que indiferente, incluso en algún momento de lucidez, el lugar donde se encuentre, ya sea en el seno cariñoso de su familia o en la congestionada sala de un hospital, puesto que ni aquí ni allí conseguirá morir, como tampoco allí ni aquí podrá recuperar la salud. El gobierno quiere aprovechar esta oportunidad para informar a la población de que prosiguen a ritmo acelerado los trabajos de investigación que, así lo espera y confía, nos conducirán a un conocimiento satisfactorio de las causas, hasta este momento todavía misteriosas, de la súbita desaparición de la muerte. Igualmente informa que una nutrida comisión interdisciplinaria, incluyendo representantes de las diversas religiones en vigor y filósofos de las diversas escuelas en actividad, que en estos asuntos siempre tienen una palabra que decir, está encargada de la delicada tarea de reflexionar sobre lo que será un futuro sin muerte, al mismo tiempo que intentará elaborar una previsión plausible de los nuevos problemas que la sociedad tendrá que encarar, el principal de los cuales algunos han resumido en esta cruel pregunta, Qué vamos a hacer con los viejos, si ya no está ahí la muerte para cortarles el exceso de veleidades macrobias.

Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Haciendo justicia a quien se debe, tenemos que reconocer que la incertidumbre en que se encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes, era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos. Principalmente porque el resultado final, y esto es lo que caracteriza los auténticos dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de la corona de flores con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hogares de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente descompuestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de uva, los miembros trémulos y dubitativos, como un barco que inútilmente anduviese en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped, excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo veremos salir de aquí para morir en casa o en el hospital, como sucedía en los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del feliz ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos señores de lo que de alguna manera también era nuestro, al menos por el trabajo que nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos huéspedes, al gobierno se le había ocurrido la misma idea cuando aquel debate sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones, dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a alguien con suficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia propia y por el panorama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo comparamos con esta eternidad recientemente inaugurada, el remedio, salvo opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como hasta ahora, aprovechando viviendas y palacetes que tuvieron tiempos mejores, sino construyendo de raíz grandes edificios, con la forma de un pentágono, por ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios, después ciudades, después metrópolis, o, usando palabras más crudas, cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será necesaria cada vez más gente para ocuparse de ellos, resultando que el romboide de las edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y temblor, se vería una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con franqueza, con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que semejante suerte.

Una terrible amenaza que se avecina pondrá en peligro la supervivencia de nuestra industria, es lo que declaró ante los medios de comunicación social el presidente de la federación de compañías de seguros, refiriéndose a los muchos miles de cartas que, más o menos con idénticas palabras, como si las hubiesen copiado de un modelo único, estaban entrando en los últimos días en las empresas conteniendo una orden de cancelación inmediata de las pólizas de seguros de vida de los respectivos signatarios. Afirmaban éstos que, teniendo en cuenta el hecho público y notorio de que la muerte había puesto fin a sus días, era absurdo, por no decir simplemente estúpido, seguir pagando unas primas altísimas que sólo servirían, sin ninguna especie de contrapartida, para enriquecer todavía más a las compañías. No estoy para atar perros con longanizas, se desahogaba, en posdata, un asegurado especialmente irritado.

Algunos iban más lejos, reclamaban la devolución de las cuantías ya abonadas, pero eso se notaba enseguida que era nada más que un intento, a ver si colaba. A la inevitable pregunta de los periodistas sobre qué pensaban hacer las compañías de seguros para contrarrestar la salva de artillería pesada que de pronto se les vino encima, el presidente de la federación respondió que, aunque los asesores jurídicos estuvieran, en este preciso momento, estudiando con toda atención la letra pequeña de las pólizas en busca de cualquier posibilidad interpretativa que permitiese, siempre dentro de la más estricta legalidad, claro está, imponer a los asegurados heréticos, incluso contra su voluntad, la obligación de pagar mientras estuvieran vivos, es decir, sempiternamente, lo más probable sería que se llegase a un pacto de consenso, un acuerdo entre caballeros, que consistiría en la inclusión de una breve cláusula en las pólizas, tanto para la rectificación de ahora como para la vigencia futura, en que quedaría establecida la edad de ochenta años para muerte obligatoria, obviamente en sentido figurado, se apresuró a añadir el presidente, sonriendo con indulgencia. De esta manera, las compañías cobrarían los premios en la más perfecta normalidad hasta la fecha en que el feliz asegurado cumpliera su octogésimo aniversario, momento en que, puesto que se había convertido en alguien virtualmente muerto, se procedería al cobro del montante íntegro del seguro, que le sería puntualmente satisfecho. Todavía habría que añadir, y esto no es lo menos interesante, que, en el caso de que así lo deseen, los clientes podrán renovar su contrato por otros ochenta años, al final de los cuales, para los efectos debidos, se registraría un segundo óbito, repitiéndose el procedimiento anterior y así sucesivamente. Se oyeron murmullos de admiración y algún conato de aplauso entre los periodistas rápidos en cálculo actuarial, que el presidente agradeció con una inclinación de cabeza. Estratégica y tácticamente, la jugada había sido perfecta, hasta el punto de que al día siguiente comenzaron a llegar cartas a las compañías de seguros dando por nulas y sin efectos las primeras. Todos los asegurados se declaraban dispuestos a aceptar el pacto entre caballeros que se había sugerido, gracias al que se puede decir, sin exageración, que éste ha sido uno de esos rarísimos casos en que nadie pierde y todos ganan. Sobre todo las compañías de seguros, salvadas por los pelos de la catástrofe. Se espera que en las próximas elecciones el presidente de la federación sea reelegido en el cargo que tan brillantemente desempeña.