Elsy puso el dibujo de Erica en el baúl con mucho cuidado. Tore estaba con las niñas en el barco y, durante unas horas, tendría la casa para ella sola. Solía subir allí. A sentarse un rato y a reflexionar sobre lo que había sido y lo que era.
La vida había resultado tan diferente de como ella la había imaginado. Sacó los cuadernos azules de los diarios y acarició distraída la portada de uno de ellos con la yema de los dedos. Era tan joven entonces. Tan ingenua. Cuánto dolor habría podido ahorrarse de haber sabido antaño lo que sabía hoy. Que uno no podía permitirse amar demasiado. El precio era demasiado alto, y por eso pagaba ella todavía por la única vez en que amó de más. Pero había mantenido la promesa que se hizo entonces: no volver a querer así nunca.
Claro que a veces se sentía tentada a ceder, a permitir una vez más que alguien entrase en su corazón. Cuando miraba a sus dos hijas rubias, sus caritas anhelantes vueltas hacia ella. Detectaba en ambas una especie de hambre de algo que esperaban que ella les diera, pero que era incapaz de dar. Sobre todo a Erica. Ella lo necesitaba más que Anna. A veces la sorprendía mirándola con una expresión de amor no correspondido, inquietante en una niña. Y una parte de Elsy deseaba romper su promesa, acercarse y abrazar a su hija y sentir sus corazones latiendo al unísono. Pero algo se lo impedía siempre. En el último minuto, antes de levantarse, antes de abrazar a su hija, sentía siempre el tacto de aquel cuerpo pequeño y cálido en sus brazos. Su mirada totalmente nueva cuando alzó la vista hacia ella, tan parecido a Hans, tan parecido a ella. Un fruto del amor que Elsy creyó que podrían cuidar juntos. Sin embargo, tuvo que alumbrarlo sola en una habitación llena de extraños, sentirlo salir deslizándose de su cuerpo y luego de sus brazos, cuando se lo llevaron con otra madre de la que ella nada sabía.
Elsy alargó el brazo hacia el baúl y cogió la camisita de bebé. Las manchas de su sangre se habían aclarado con los años y parecían de óxido. Se llevó la camisita a la nariz, la olió para comprobar si aún percibía algún resto de su aroma, aquel perfume dulce y cálido que tenía cuando lo cogió en brazos. Pero no notaba nada. Sólo el olor a viejo, a moho. También el olor del baúl había eliminado el aroma del niño, y ya no lo notaba.
En alguna ocasión se le ocurrió la idea de buscar su pista. Al menos para asegurarse de que estaba bien. Pero nunca pasó de ser una idea. Exactamente igual que nunca pasaba de la idea de levantarse, acercarse a sus hijas y abrazarlas, y liberarse de la promesa de mantener hermético el corazón.
Cogió la medalla que estaba en el fondo del arca y la sopesó en la mano. La encontró el día en que registró la habitación de Hans, antes de ir a dar a luz a su hijo. Cuando ella aún creía que había esperanza y que entre sus pertenencias encontraría una explicación lógica de por qué jamás regresó con ella y con el niño. Pero lo único que encontró, aparte de algo de ropa, fue la medalla. No sabía qué significaba, ni sabía dónde la habría encontrado Hans ni qué papel habría desempeñado en su vida. Pero ella tenía el presentimiento de que era importante, por eso la conservó. Con mucho mimo, envolvió la medalla en la camisita y colocó de nuevo el paquetito en el arca. Devolvió también los diarios y el dibujo que le había dado Erica aquella mañana. Porque aquello era lo único que se sentía capaz de dar a sus hijas, un rato de amor cuando se encontraba a solas con sus recuerdos. Entonces sí era capaz de pensar en ellas no sólo con la cabeza, sino también con el corazón. Sin embargo, en cuanto la miraban con esos ojos hambrientos, se le cerraba otra vez aterrado.
Porque quien no ama, tampoco se arriesga a perder.