Axel oyó voces abajo. Se levantó de la cama con sumo esfuerzo. Le llevaría tiempo recuperarse del todo, eso ya se lo había advertido el médico cuando lo examinó a su llegada a Suecia. Y su padre dijo exactamente lo mismo cuando lo vio por fin al volver a casa, el día anterior. Fue una bendición enorme hallarse en casa de nuevo. Por un instante fue como si todo el miedo, todo el horror que había experimentado no hubiese existido nunca. Pero su madre lloró al verlo. Y lloró cuando abrazó su cuerpo escuálido y frágil. Eso le dolió, porque no eran sólo lágrimas de alegría, sino que lloraba también por la certeza de que ya no era el mismo. Y jamás volvería a serlo. El Axel extrovertido, temerario y siempre jovial, había dejado de existir. Todo eso se lo habían sacado a golpes aquellos años. Y vio en los ojos de su madre que lloraba al hijo que no iba a recuperar jamás, al mismo tiempo que se alegraba de que hubiese vuelto a casa un fragmento de ese hijo.
Ella no quería irse y pasar la noche fuera, como tenían decidido desde hacía tiempo. Pero su padre intuyó que Axel necesitaba tranquilidad, e insistió en que salieran, pese a todo.
–Ya lo tenemos en casa –dijo su padre–. Tendremos tiempo de sobra para estar con él. Más vale que descanse ahora. Y Erik está en casa, así que le hará compañía.
Al final su madre accedió y se fueron los dos. Y Axel sintió un profundo alivio al ver que podría estar solo, bastante tenía con acostumbrarse a la idea de estar en casa otra vez. A la idea de ser Axel.
Prestó atención con el oído derecho. Debía hacerse a la idea de que el oído izquierdo lo había perdido para siempre, ya se lo dijo el doctor. Claro que para él no fue una sorpresa. El mismo día que el vigilante le asestó el culatazo en la oreja notó que algo se le rompía por dentro. El oído dañado se convertiría en un recordatorio eterno y cotidiano de lo que había sufrido.
Salió al rellano arrastrando los pies. Aún tenía las piernas muy débiles, de modo que su padre le había prestado un bastón en el que apoyarse mientras se recuperaba. Era un bastón que había pertenecido a su abuelo, robusto, contundente y con empuñadura de plata.
Tuvo que agarrarse bien a la barandilla para bajar con esfuerzo las escaleras, pero había pasado mucho tiempo acostado descansando y sentía curiosidad por saber a quiénes pertenecían las voces que se oían. Y pese a que deseaba estar solo, le apeteció en aquel momento algo de compañía.
Frans y Britta estaban cada uno en su sillón, y se le hacía raro verlos así, como si nada hubiese ocurrido. Para ellos la vida había discurrido por los derroteros esperados. No habían tenido que ver montañas de cadáveres, ni al compañero de al lado estremecerse primero y desplomarse luego con una bala en la frente. Por un instante sintió una ira intensa ante la injusticia que esa diferencia entrañaba, pero enseguida se dijo que fue él mismo quien decidió exponerse al peligro y que tenía que afrontar las consecuencias. Aunque parte de la ira seguía allí humeando por dentro.
–¡Axel! ¡Qué bien que estés levantado! –exclamó Erik incorporándose de la silla del escritorio. Se le iluminó la cara al ver aparecer a su hermano. Eso fue lo que más alegró el corazón de Axel al volver a casa: ver de nuevo la cara de su hermano.
–Sí, el abuelito ha conseguido bajar con ayuda del bastón –bromeó Axel fingiendo que amenazaba a Frans y a Britta con la vara.
–Hay alguien a quien quiero que conozcas –añadió Erik expectante–. Hans, es noruego y participó en la resistencia, pero consiguió llegar aquí en el barco de Elof cuando lo perseguían los alemanes. Hans, este es mi hermano Axel. –La voz de Erik destilaba orgullo.
Axel no había notado hasta ese momento que había alguien junto a una de las paredes. El muchacho estaba de espaldas a la puerta, de modo que lo único que Axel pudo ver fue una figura atlética de pelo rubio y rizado. Axel dio un paso al frente para saludar, antes de que el joven se diese la vuelta.
Y en ese instante el mundo quedó en suspenso. Axel vio la culata del rifle. Vio cómo ascendía para estrellársele en la oreja. Volvió a vivir la traición, cómo se sintió tras haber confiado en alguien que él creía que pertenecía al bando de los buenos, para luego sufrir aquella decepción. Reconoció al muchacho de inmediato. Le zumbaban los oídos y la sangre le circulaba salvajemente por el pecho. Sin ser verdaderamente consciente de lo que hacía, Axel levantó el bastón y le asestó al muchacho un golpe en plena cara.
–¿Pero qué haces? –gritó Erik corriendo a atender a Hans, que había caído al suelo y se cogía la cabeza con las manos mientras la sangre le corría por entre los dedos. También Frans y Britta se habían levantado de un salto y miraban atónitos a Axel.
Este señaló al muchacho con el bastón y, con la voz trémula de odio, proclamó:
–¡Os ha mentido! No estuvo en la resistencia. Era vigilante en la prisión de Grini mientras yo estuve encerrado allí. Él fue quien me destrozó el oído, quien me golpeó con la culata del rifle.
Un silencio insoportable invadió la sala.
–¿Es verdad lo que dice mi hermano? –lo interrogó Erik con voz queda, sentándose al lado de Hans, que yacía gimiendo en el suelo–. ¿Nos has mentido? ¿Estabas con los alemanes?
–En Grini me dijo que era hijo de un oficial de las SS –continuó Axel, aún temblando de pies a cabeza.
–Y uno de esa calaña ha dejado embarazada a Elsy –profirió Erik mirando a Hans con odio.
–¿Qué dices? –preguntó Frans, pálido como la cera–. ¿Ha dejado embarazada a Elsy?
–Eso era lo que quería decirme antes. Y ha tenido el valor de pedirme que me ocupara de ella si a él le ocurría algo. Porque tenía asuntos que resolver en Noruega. –Erik estaba tan fuera de sí que le temblaba todo el cuerpo. Abría y cerraba los puños sin apartar la vista de Hans, que intentaba levantarse en vano.
–Claro, ya lo creo que sí, por supuesto que tiene asuntos en Noruega. Irá a buscar a su padre –aseguró Axel levantando otra vez el bastón. Y con todas sus fuerzas, volvió a golpear a Hans, que una vez más se encogió lanzando un gemido.
–No, iba a… mi madre… –balbució Hans mirándolos suplicante.
–Cerdo asqueroso –le espetó Frans apretando los dientes antes de asestarle una patada en el estómago.
–¿Cómo has podido? ¿Cómo pudiste mentirnos en la cara? Cuando sabías que mi hermano… –Erik tenía los ojos llenos de lágrimas y se le quebró la voz. Retrocedió unos pasos y cruzó los brazos fuertemente, temblando más aún.
–No sabía que… tu hermano… –contestó Hans con voz apenas audible y tratando una vez más de levantarse.
–Te has rajado, ¿verdad? –le gritó Frans–. Tenías pensado dejar a Elsy embarazada y largarte. Joder, menudo cerdo. A cualquier otra muchacha, ¡pero a Elsy no! ¡Y ahora, encima, va a tener una cría de alemán! –Frans gritaba ya en falsete.
Britta lo miraba desesperada. Fue como si, hasta ese momento, no hubiese tomado conciencia de los sentimientos que Elsy despertaba en Frans. El dolor que sintió en el pecho la hizo caer al suelo y acurrucarse, sollozando de manera incontrolada.
Frans volvió la vista hacia ella y la observó unos segundos. Antes de que nadie pudiera reaccionar, se adelantó hasta el escritorio, cogió el abrecartas y se lo clavó a Hans en el pecho, hasta el fondo.
Los demás se quedaron pasmados unos instantes. Erik y Britta estaban paralizados por la conmoción. Axel, en cambio, reaccionó como si la sangre que manaba en torno a la hoja del abrecartas hubiese despertado en él un instinto animal. Dirigió su ira contra el fardo ya inmóvil en el suelo. Golpes, patadas y cuchilladas fueron cayendo sobre el cuerpo de Hans, al compás de los alaridos primitivos de Axel y Frans. Y cuando por fin se detuvieron exhaustos, jadeantes, ya no había modo de reconocer al muchacho que estaba tendido en el suelo. Se miraron. Asustados pero, en cierto modo, animados. La sensación de dar rienda suelta al odio, a todo aquello que guardaban dentro y que quería salir fue liberadora, poderosa, y así lo vio cada uno en los ojos del otro.
Permanecieron allí un momento, compartiendo aquello, impregnándose de ello, manos, ropa y cara empapados con la sangre de Hans. Lo había salpicado todo cubriendo un amplio círculo alrededor de los dos y un charco del fluido negruzco empezaba a extenderse bajo el cuerpo del muchacho. Incluso la sangre había salpicado a Erik, que seguía temblando con los brazos cruzados alrededor del cuerpo. Era incapaz de apartar la vista de aquel saco sangriento, hasta que se volvió a mirar a su hermano con la boca entreabierta. Britta seguía sentada en el suelo y se miraba atónita las manos, también manchadas de sangre, con la misma mirada ausente de Erik. Nadie dijo una palabra. Era como el ominoso silencio que sucede a la tempestad, todo en calma, aunque el silencio aún lleva consigo el recuerdo de cómo silbaba el viento.
Finalmente, fue Frans el primero en tomar la palabra.
–Tenemos que limpiar esto –declaró con frialdad dándole al cuerpo de Hans una patada–. Britta, tú te quedas aquí y arreglas esto. Erik, Axel y yo nos desharemos de él.
–Pero ¿adónde lo llevamos? –preguntó Axel intentando quitarse la sangre de la cara con la manga.
Frans se quedó pensando en silencio unos instantes, hasta que dijo:
–Ya sé lo que haremos. Esperaremos a que anochezca para sacarlo de aquí. Tendremos que envolverlo en algo, para que no siga manchándolo todo. Mientras tanto, limpiamos esto entre todos y nos lavamos.
–Pero… –comenzó Erik, aunque fue incapaz de terminar de formular la pregunta, sino que se arrodilló en el suelo con la mirada perdida.
–Conozco el lugar perfecto. Lo enterraremos con los suyos –propuso Frans en tono jocoso.
–¿Con los suyos? –coreó Axel con la voz hueca. Se había quedado mirando la contera del bastón, que estaba llena de sangre.
–Vamos a enterrarlo en la tumba de los alemanes. En el cementerio –dijo Frans, con una sonrisa aún más amplia–. No me digáis que no tiene algo de justicia poética, ¿eh?
–Ignoto militi –murmuró Erik sentado en el suelo con la mirada perdida. Frans lo miró inquisitivo–. Al soldado desconocido –le aclaró en voz baja–. Eso es lo que dice en la tumba del soldado desconocido.
Frans se rio.
–Pues ya ves, es perfecto.
Ninguno de los demás se rio, pero tampoco protestaron ante la propuesta de Frans. Con movimientos rígidos y lentos empezaron todos a hacer lo necesario. Erik bajó al sótano a buscar un saco de papel sobre el que pusieron a Hans. Axel fue por los utensilios de limpieza que había en el armario del pasillo, y Frans y Britta se encargaron de limpiar la biblioteca. Resultó ser más difícil de lo que habían pensado. La sangre era muy espesa y, en un principio, parecía que la estuviesen extendiendo. Britta lloraba histérica mientras fregaba, paraba de vez en cuando y sollozaba arrodillada en el suelo con el cepillo en la mano, pero Frans la instaba a continuar. Él, por su parte, trabajaba sin parar y el sudor le corría por todo el cuerpo, pero en sus ojos no se apreciaba el terror velado que se leía en los de los demás. Erik cepillaba el suelo con movimientos mecánicos y ya había dejado de incordiar con que tenían que denunciar lo sucedido. Al final comprendió que Frans tenía razón, no podía correr el riesgo de que la policía detuviese a Axel, que acababa de llegar a casa después de vivir un infierno en el campo de concentración, y lo metiesen en la cárcel.
Después de transcurrida una hora de duro trabajo, se secaron el sudor de la frente y Frans constató satisfecho que no se veía ni rastro de lo que allí había ocurrido.
–Tendremos que coger algo de ropa de mis padres para vosotros dos –declaró Erik en tono monocorde, antes de subir en busca de algunas prendas de vestir. Cuando bajó se fijó en su hermano, que estaba encogido en un rincón de la biblioteca, aún atento a los grumos de sangre y pelos que se habían quedado pegados al bastón. No había dicho una palabra desde que la ira lo abandonó, pero ahora alzó la vista y preguntó sin dirigirse a nadie:
–¿Y cómo vamos a llevarlo al cementerio? ¿No será mejor que lo enterremos en el bosque?
–Tenéis una carretilla para la bici, la usaremos para transportarlo –decidió Frans, resuelto a no abandonar su propósito–. Venga, si lo enterramos en el bosque, cualquier animal terminará por desenterrarlo. Pero a nadie se le ocurriría pensar que haya alguien más enterrado en la tumba de los alemanes. O sea, que allí ya hay gente muerta. Y si lo llevamos en la carretilla y lo tapamos con algo, nadie verá lo que es.
–Yo ya he cavado bastantes tumbas… –repuso Axel como ausente, volviendo a centrarse en el bastón.
–Frans y yo lo arreglaremos –se apresuró a intervenir Erik–. Tú puedes quedarte aquí, Axel. Y Britta, tú puedes irte a casa, que si no llegas para la cena, se van a preocupar. –Hablaba rápido, como si las palabras fueran proyectiles, sin dejar de mirar a su hermano ni un segundo.
–Nadie se preocupa de cuándo salgo o cuándo entro –aseguró Frans en tono áspero–. O sea, que yo puedo quedarme. Esperaremos hasta las nueve. A partir de esa hora apenas hay gente en la calle, y además estará muy oscuro.
–¿Y qué hacemos con Elsy? –preguntó Erik hablando más bajo y más despacio que antes y mirándose los zapatos–. Ella espera que vuelva. Y ahora que está embarazada…
–Ya, una cría de alemán. ¡Pues nada, tendrá que afrontar las consecuencias! –masculló Frans–. ¡Elsy no puede enterarse! ¿Entendido? Que crea que se marchó y la abandonó, que, seguramente, era lo que pensaba hacer. Pero yo no pienso malgastar mi afecto con ella. Tendrá que apañárselas sola. ¿Alguna objeción? –Frans miró a los demás de hito en hito. Nadie dijo una sola palabra.
–¡Vale! Pues acordado está. Esto es y será siempre nuestro secreto. Vete a casa, Britta, no sea que empiecen a buscarte.
Britta se levantó y se alisó el vestido ensangrentado con las manos temblorosas. Sin pronunciar una palabra, cogió el vestido que le ofrecía Erik y fue a lavarse y a cambiarse. Lo último que vio antes de dejar a los tres muchachos en la biblioteca fue la mirada de Erik. Toda la furia que se desató en él cuando se descubrió el secreto de Hans había desaparecido. Ya sólo quedaba la vergüenza.
Unas horas más tarde, enterraron a Hans en la tumba convenida. Y en ella descansó en paz durante sesenta años.