Contó con que Erik estuviese en casa. Creía que era importante hablar con él antes de partir. Confiaba en Erik. Había en él algo auténtico, sincero, tras su árida fachada. Y sabía que era leal. Con eso contaba, sobre todo. Porque Hans no podía obviar la posibilidad de que ocurriese algo. Iba a volver a Noruega y, por mucho que la guerra hubiese terminado, era imposible saber qué podría ocurrirle en su país. Él había hecho cosas, cometido acciones imperdonables, y su padre había sido uno de los símbolos más destacados de la maldad de los alemanes en el país. De modo que debía ser realista. Debía comportarse como un hombre y tener en cuenta cualquier eventualidad, ahora que iba a ser padre. No podía dejar a Elsy así, sin red protectora, sin apoyo. Y Erik era el único que, según él, podía cumplir esa función. Llamó a la puerta.
No sólo estaba Erik. Suspiró para sus adentros al ver también a Britta y a Frans en la biblioteca, donde todos escuchaban música en el gramófono del padre de Erik.
–Mis padres estarán fuera hasta mañana –explicó Erik sentándose en su lugar habitual, ante el escritorio. Hans se quedó desconcertado en el umbral.
–En realidad, yo venía a hablar contigo –dijo haciéndole una seña.
–¿Y qué secretos os traéis entre manos, eh? –preguntó Frans en tono provocador, poniendo una pierna en el brazo del sillón en el que estaba sentado.
–Eso, ¿qué secretos os traéis entre manos? –repitió Britta como un eco sonriéndole a Hans.
–Nada, sólo que querría hablar con Erik –insistió Hans.
Erik se encogió de hombros y se levantó.
–Podemos salir un momento –propuso encaminándose a la escalinata del porche. Hans lo siguió y cerró la puerta cauteloso. Se sentaron en el último peldaño.
–Tengo que ausentarme unos días –comenzó removiendo la gravilla con el talón.
–¿Adónde? –preguntó Erik mientras se subía las gafas, que se empeñaban en escurrírsele nariz abajo.
–A Noruega. Tengo que ir a casa y… arreglar unas cuantas cosas.
–Ajá –respondió Erik con desinterés.
–Y quisiera pedirte un favor.
–Vale –asintió Erik encogiéndose de hombros otra vez. La música del gramófono se oía fuera. Frans debía de haber subido el volumen.
Hans vaciló un instante. Luego anunció brevemente:
–Elsy está embarazada.
Erik no dijo nada y se subió las gafas, que habían vuelto a resbalársele hasta la punta de la nariz.
–Está embarazada y quiero solicitar una dispensa para que podamos casarnos. Pero antes tengo que ir a casa a resolver un par de asuntos, y si… si algo me ocurriera, ¿me prometes que cuidarás de ella?
Erik seguía sin pronunciar palabra y Hans aguardaba tenso su respuesta. No quería partir sin la promesa de que alguien en quien él confiase estaría ahí apoyando a Elsy.
Finalmente, Erik le contestó:
–Por supuesto que le ayudaré. Aunque me parece muy desafortunado que la hayas metido en semejante lío. Pero ¿qué iba a pasarte a ti? –preguntó frunciendo el entrecejo–. Deberían recibirte como a un héroe en tu país. No creo que nadie pueda reprocharte que huyeses cuando el asunto se puso peligroso, ¿no? –Dirigió la vista a Hans.
Este ignoró la pregunta, se levantó y se sacudió la parte trasera de los pantalones.
–Claro que no me pasará nada. Pero sólo por si acaso, quería decírtelo. Y ahora tengo tu promesa.
–Sí, sí –aseguró Erik poniéndose de pie–. ¿Vas a entrar a despedirte de los demás antes de marcharte? Mi hermano también está en casa. Llegó ayer –dijo Erik radiante.
–¡Vaya, cómo me alegro! –exclamó Hans dándole un apretón en el hombro–. ¿Y cómo está? Me enteré de que ya volvía a casa, pero que había sido muy duro.
–Sí –el rostro de Erik se ensombreció–. Ha sido muy duro. Y está muy débil. ¡Pero está en casa! –repitió irradiando felicidad–. Venga, entra a saludar, que no os conocéis siquiera.
Hans sonrió y siguió a Erik otra vez al interior de la casa.