Fjällbacka, 1945

Hans iba sonriendo para sus adentros. Quizá no debiera, pero no podía evitarlo. Claro que sería difícil al principio. Muchos les soltarían reprimendas y darían su opinión, y hablarían de pecado ante Dios y cosas por el estilo. Pero cuando hubiese pasado lo peor, podrían empezar a labrarse una nueva vida juntos, él, Elsy y el niño. ¿Cómo podría sentir otra cosa que pura alegría ante semejante perspectiva?

Pero se le murió la sonrisa en los labios en cuanto empezó a pensar en la tarea que tenía por delante. La misión no era fácil. Una parte de él sentía deseos de olvidar el pasado, de quedarse allí y fingir que nunca había vivido otra vida. Esa parte quería ver el día en que se escondió en el barco del padre de Elsy como si hubiese vuelto a nacer a una existencia completamente distinta, una nueva página en blanco.

Sin embargo, la guerra había terminado. Y eso lo cambiaba todo. No podría seguir adelante sin haber regresado primero. Lo hacía más que nada por su madre. Tenía que asegurarse de que estaba bien y quería que supiese que él estaba vivo y que había encontrado un hogar.

Cogió una bolsa y empezó a llenarla con ropa para un par de días. Una semana. No pensaba estar fuera más tiempo. No podría estar lejos de Elsy más tiempo. Se había convertido en una parte tan importante de su persona que no era capaz de imaginar siquiera ausentarse más de lo necesario. Pero en cuanto acabase con aquel viaje, estarían juntos para siempre. Podrían dormir juntos cada noche, y despertarse abrazados todos los días, sin vergüenza y sin secretos. Hablaba en serio cuando dijo lo de presentar la solicitud ante el rey. Si les concedía la dispensa, tendrían tiempo de casarse antes de que naciera el niño. Se preguntaba qué sería. De nuevo irrumpió la sonrisa en su semblante mientras doblaba la ropa. Una niña, con la sonrisa dulce de Elsy. O un niño, con los bucles rubios de su padre. Lo que fuera, bienvenido era. Él se sentía tan feliz que acogería agradecido lo que Dios quisiera darles.

Al sacar un jersey del cajón, un objeto duro se salió del paño que lo envolvía. El objeto tintineó con contundencia al dar en el suelo y Hans se agachó para cogerlo. Se sentó apesadumbrado en la cama mientras observaba la pieza que tenía en la mano. Era la Cruz de Hierro que había merecido su padre como recompensa por su actuación en los primeros años de la guerra. Se la quedó mirando fijamente. Se la había robado a su padre y se la llevó como recordatorio cuando abandonó Noruega, y como salvavidas, por si los alemanes lo capturaban antes de que llegase a Suecia. Una vez allí, habría debido deshacerse de la medalla y lo sabía. Si alguien husmeaba en sus pertenencias y la encontraba, se descubriría su secreto. Pero la necesitaba. La necesitaba para recordar.

No sintió pena ninguna de dejar a su padre. Si pudiera elegir, no querría tener nada que ver con ese hombre nunca más. Representaba todo aquello que estaba mal en los hombres, y Hans se avergonzaba de, en una época de su vida, haber sido demasiado débil para enfrentarse a él. Una serie de imágenes acudieron a su mente. Imágenes crueles, implacables, de acciones ejecutadas por alguien con quien él ya no tenía nada en común. Era una persona débil, una persona que se había doblegado a la voluntad de su padre pero que, al fin, había logrado liberarse. Hans apretó en la mano la medalla con tanta fuerza que las puntas se le clavaron en la piel. No volvía para ver a su padre. Seguramente, el destino ya se habría encargado de él y habría recibido el castigo de que se había hecho acreedor. Pero tenía que ver a su madre. Ella no merecía la preocupación de no saber siquiera si estaba vivo o muerto. Tenía que hablar con ella, hacerle ver que se encontraba bien y hablarle de Elsy y del niño. Y, en su momento, quizá podría convencerla de que viviese con él y con Elsy. No creía que Elsy tuviese nada en contra. Una de las cualidades que más le gustaban de ella era precisamente su buen corazón. Y seguramente ella y su madre se llevarían bien.

Se levantó de la cama y, tras un instante de vacilación, volvió a dejar la medalla en su lugar. La dejaría allí hasta su regreso, como recordatorio de aquello en lo que jamás volvería a convertirse. Un recordatorio de que jamás volvería a ser un muchacho cobarde y débil. Por Elsy y por el niño, ahora debía comportarse como un hombre.

Cerró la bolsa y contempló la habitación en la que tanta felicidad había experimentado los últimos meses. El tren saldría dentro de un par de horas. Sólo le faltaba una cosa por hacer antes de partir. Tenía que hablar con una persona. Salió y cerró la puerta. De repente, tuvo un fatídico presentimiento cuando la oyó cerrarse. La sensación de que algo no iría bien. Luego ahuyentó el presagio y se marchó. Después de todo, estaría de vuelta al cabo de una semana.