Paula mordisqueaba un bolígrafo mientras revisaba minuciosamente documento tras documento. Tenía delante todo lo relativo a la investigación del asesinato de Erik Frankel para examinar el material una vez más. Algo tenía que haber. Un detalle que hubiesen pasado por alto, una porción mínima de información que confirmase lo que ellos sospechaban, que Frans Ringholm también lo había asesinado a él. Paula sabía el peligro que entrañaba revisar el material de una investigación a la luz de esos prejuicios, intentar encontrar pruebas que señalasen una dirección determinada. Pero intentaba mantener la mente tan abierta como podía, y buscaba cualquier cosa que le plantease un interrogante. Con resultado cero, hasta el momento. Aunque aún le quedaba mucho por revisar.
A veces, pese a todo, le costaba centrarse. A Johanna le quedaba poco tiempo para la fecha pronosticada, aunque, en teoría, podía ponerse de parto en cualquier momento. Y Paula sentía una extraña mezcla de miedo y de alegría ante lo que tenían por delante. Un hijo. Alguien de quien responsabilizarse. Si hubiera hablado con Martin, habría reconocido cada una de las inquietudes que la embargaban, pero Paula se las guardó para sí. En su caso, las inquietudes eran de mucho mayor calado que para cualquier futuro padre. ¿Hicieron lo correcto cuando decidieron materializar su sueño de tener un hijo juntas? ¿Habrían de admitir después que fue un acto puramente egoísta, algo por lo que su hijo tendría que pagar más adelante? ¿Y no habrían debido quedarse en Estocolmo, para que el pequeño se educara allí? Tal vez hubiera resultado más fácil que en Fjällbacka, donde la familia que componían destacaría y llamaría la atención, naturalmente. Pero algo le decía que habían hecho bien mudándose. La habían recibido con tanta amabilidad… Y hasta el momento no había notado que nadie las mirase con animadversión. Claro que, quizá todo cambiara cuando naciera el bebé. ¿Qué sabía ella?
Paula exhaló un suspiro y alargó el brazo en busca del siguiente documento de la pila. El análisis técnico del arma del crimen: el busto de piedra que debía estar en la ventana, pero que ellos hallaron lleno de sangre debajo del escritorio. Aunque de ahí no había mucho que sacar. No presentaba huellas latentes, ni rastro de sustancias extrañas, nada. Tan sólo la sangre de Erik, pelos y masa cerebral. Dejó el documento y cogió las fotos del lugar del crimen para examinarlas por enésima vez. Se sorprendió al pensar que la mujer de Patrik hubiese advertido que había algo escrito en el bloc que se veía sobre el escritorio. «Ignoto militi». Al soldado desconocido. Ella misma no había reparado en ello cuando examinó las fotografías y no podía por menos de admitir que, aunque lo hubiese descubierto, no se le habría ocurrido ir a comprobar qué significaba aquella expresión. Erica no sólo había detectado las palabras, sino que además consiguió incorporarlas en el rompecabezas de pistas e indicios, lo cual los llevó a encontrar el cuerpo de Hans Olavsen en el cementerio.
Pero uno de los aspectos más importantes era el de las coordenadas temporales. No tenían la menor posibilidad de establecer con exactitud cuándo asesinaron a Erik Frankel, sólo habían llegado a la conclusión de que debió de ocurrir entre el 15 y el 17 de junio. Quizá pudiera sacarse algo más partiendo de ahí, se dijo Paula sacando un bloc de notas. La agente comenzó a pormenorizar con trazo firme todas las indicaciones horarias y temporales de que disponían y fue marcando los acontecimientos en una línea: la visita de Erica, la irrupción etílica de Erik en casa de Viola, el viaje de Axel a París, y el intento de la mujer de la limpieza de entrar en la casa. Rebuscó entre los documentos alguna prueba de dónde estuvo Frans durante ese tiempo, pero sólo halló las declaraciones de los miembros de Amigos de Suecia, según los cuales Frans estaba entonces en Dinamarca. Mierda. Tendrían que haberlo presionado para obtener detalles más precisos, mientras les fue posible. Claro que, seguramente, hubiese procurado disponer de pruebas escritas que apoyasen su coartada. Tan tonto no era. Aunque… ¿qué había dicho Martin durante una de las reuniones? Que rara vez había una coartada perfecta…
Paula se irguió en la silla de un respingo. Se le había ocurrido una idea que cada vez cobraba más fuerza. Un detalle que no habían comprobado.
–Hola, soy Karin. Oye, ¿podrías venir a casa a echarme una mano? Leif se marchó otra vez esta mañana y tengo una fuga en una de las tuberías del sótano.
–Pues… bueno, yo no soy fontanero –repuso Patrik con cierta reserva–. Pero claro que puedo pasarme a ver si es grave y, en el peor de los casos, buscamos a algún experto.
–Estupendo –respondió ella aliviada–. Tráete a Maja si quieres, así Ludde y ella podrán jugar un rato.
–Claro, Erica está trabajando, así que es condición indispensable que Maja venga conmigo –confirmó prometiéndole que iría cuanto antes.
En honor a la verdad, le provocó una sensación extraña detenerse en la entrada del garaje de la casa de Karin y Leif en Sumpan. Y ver el hogar en el que su ex mujer vivía con el hombre cuyo blanco trasero galopante él aún veía de vez en cuando en su cabeza. Los había pillado in fraganti, algo que no se olvidaba fácilmente.
Karin le abrió la puerta con Ludde en brazos antes de que él hubiese llamado siquiera.
–Adelante –lo invitó haciéndose a un lado.
–La patrulla de salvamento al rescate –bromeó Patrik dejando a Maja en el suelo. Enseguida vino a hacerle compañía Ludde, quien, con pasmosa resolución, la cogió de la mano y la arrastró hasta lo que parecía su habitación, a unos metros de la entrada, pasillo adentro.
–Es abajo. –Karin abrió una puerta tras la cual había una escalera que conducía al sótano, y empezó a bajar delante de Patrik.
–¿No habrá peligro? –se preocupó Patrik mirando inquieto hacia la habitación de Ludde.
–Seguro que son capaces de estar entretenidos unos minutos sin el menor problema –dijo Karin haciéndole una seña para que la siguiese.
Al pie de la escalera, Karin alzó la vista y le señaló preocupada una tubería. Patrik se acercó para inspeccionarla y le dijo tranquilizador:
–Bueno, decir que hay una fuga es mucho decir. Parece que es humedad fruto de la condensación –aseguró señalando las gotas minúsculas que salpicaban la parte superior de la tubería.
–Ah, pues qué alivio. Me puse nerviosa al ver tanta humedad –se tranquilizó Karin resoplando–. Has sido muy amable viniendo a echar un vistazo. ¿Puedo invitarte a un café, para compensarte? ¿O tienes prisa? –Lo miró inquisitiva antes de empezar a subir de nuevo.
–No, qué va, no tengo que llegar a ninguna hora, así que un café no estaría mal.
Minutos después, estaban los dos sentados a la mesa de la cocina, degustando los dulces que Karin había servido.
–Doy por hecho que no te esperabas un bizcocho casero, ¿verdad? –comentó Karin sonriendo.
Patrik alargó el brazo en busca de otra galleta de avena y meneó la cabeza riendo.
–No, descuida, la repostería nunca fue lo tuyo. Ni la cocina en general, si he de ser sincero.
–¡Oye, oye! –exclamó Karin fingiéndose ofendida–. Tan malo no podía ser. Al menos mi asado de carne picada sí que te gustaba.
Patrik hizo una mueca y agitó la mano como diciendo «así, así».
–Ya, pero eso te lo decía más que nada porque como te sentías tan orgullosa… Pero en realidad lo que pensaba era si venderle la receta a la milicia local a precio de oro. Como munición para los cañones.
–¡Pero oye! –protestó Karin–. No te pases, ¿eh? –añadió riendo–. Aunque la verdad, creo que tienes razón, la cocina no es lo mío, como Leif no se cansa de repetir. Por otro lado, no parece que haya nada que sea lo mío, según él. –Al decir esto, se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas. Patrik puso la mano sobre la de ella sin pensar.
–¿Tan mal están las cosas?
Karin asintió y se secó las lágrimas con una servilleta.
–Hemos decidido separarnos. El fin de semana pasado tuvimos una discusión tremenda, y comprendimos que esto no funciona. Así que esta vez se ha ido para siempre, para no volver nunca más.
–Lo siento –dijo Patrik, aún con la mano sobre la de ella.
–¿Sabes qué es lo que más me duele? –preguntó Karin–. Que, en realidad, no lo echo de menos. Que he comprendido que todo fue un tremendo error. –Volvía a quebrársele la voz y Patrik empezaba a sentir un nudo en el estómago al preguntarse adónde los conduciría aquella conversación.
–Tú y yo estábamos tan a gusto, ¿verdad que sí? Si yo no hubiera sido tan imbécil… –Sollozó con la servilleta en la boca y se agarró fuerte a la mano de Patrik de modo que este no podía retirarla, por más que sabía que era el momento de hacerlo.
–Ya sé que has seguido tu vida. Ya sé que tienes a Erica. Pero ¿verdad que tú y yo teníamos una relación especial? ¿Verdad que sí? ¿No existe ninguna posibilidad de que podamos… de que tú y yo…? –No fue capaz de terminar la frase, sino que se aferró suplicante a la mano de Patrik con más fuerza todavía.
Patrik tragó saliva, pero luego le dijo con tranquilidad:
–Yo quiero a Erica. Es lo primero que debes saber. En segundo lugar, la imagen que tienes de lo nuestro no es más que una ilusión, una construcción posterior alentada por lo mal que está la situación entre Leif y tú. Nosotros no estábamos mal, pero no había nada especial. Y por eso acabó como acabó. Era una cuestión de tiempo. –Patrik la miró a los ojos–. Y, si lo piensas un poco, tú misma te darás cuenta. Seguíamos casados por comodidad, no por amor. Así que, en cierto modo, nos hiciste un favor, aunque, claro, yo hubiera preferido que acabase de otro modo. Pero ahora te estás engañando, ¿vale?
Karin rompió a llorar de nuevo, en gran medida por la humillación. Patrik se dio cuenta y se sentó a su lado, le rodeó los hombros con el brazo y le acarició el cabello.
–Calla… Vamos… Todo se arreglará…
–¿Cómo… cómo puedes ser tan amable cuando… acabo de ponerme en ridículo…? –balbució Karin e intentó volver la cara avergonzada. Pero Patrik continuó acariciándole el pelo.
–No tienes nada de qué avergonzarte –le aseguró–. Estás destrozada y no puedes pensar con claridad. Pero sabes que tengo razón. –Cogió la servilleta y le secó las mejillas enrojecidas y anegadas en llanto.
–¿Quieres que me vaya, o nos tomamos el café? –le preguntó mirándola tranquilo a los ojos. Ella dudó un instante, pero luego se relajó.
–Si podemos olvidar que, en principio, acabo de arrojarme en tus brazos… –contestó ella más calmada–. Pues sí, me gustaría que te quedaras un rato más.
–De acuerdo –aceptó Patrik volviendo a su silla–. Tengo memoria de pez, así que dentro de diez segundos sólo recordaré estos estupendos dulces comprados en la tienda –aseveró cogiendo otra galleta de avena.
–¿Qué está escribiendo ahora Erica? –se interesó Karin, ansiosa por cambiar de tema.
–Debería estar trabajando en su nuevo libro, pero se ha atascado en unas investigaciones sobre el pasado de su madre –contó Patrik, contento de poder hablar de otro asunto.
–¿Y cómo es que empezó a interesarse por ello? –preguntó Karin con sincera curiosidad mientras cogía una galleta ella también.
Patrik le habló de los hallazgos del baúl y le refirió que Erica había descubierto una conexión con los asesinatos de los que ya hablaba todo el pueblo.
–Lo más frustrante es que su madre escribió unos diarios, pero sólo encuentra los que llegan hasta 1944. O bien lo dejó bruscamente entonces o bien hay un puñado de cuadernos azules a buen recaudo en algún otro lugar, porque en casa no están –explicó Patrik.
Karin dio un respingo.
–¿Cómo dices que son esos diarios?
Patrik frunció el entrecejo y se la quedó mirando inquisitivo.
–¿Por qué?
–Porque me parece que yo sí sé dónde están –respondió Karin.
–Tienes visita –comunicó asomando la cabeza por la puerta del despacho de Martin.
–¿Ajá? ¿Quién? –preguntó el policía lleno de curiosidad, pero enseguida obtuvo la respuesta cuando vio entrar a Kjell Ringholm.
–No he venido como periodista –declaró sin preámbulos con las manos en alto, al ver que Martin se disponía a formular una protesta ante su presencia–. He venido como hijo de Frans Ringholm –declaró dejándose caer pesadamente en la silla.
–Lo siento… –comenzó Martin, sin saber qué decir. Todos sabían cómo eran las relaciones entre padre e hijo.
Kjell lo tranquilizó con un gesto y se llevó la mano al bolsillo.
–La he recibido hoy –informó en tono neutro, aunque la mano le temblaba cuando dejó la carta sobre la mesa. Martin la cogió y la abrió tras la aprobación de Kjell, que la había llevado justo para eso. Martin leyó las tres páginas manuscritas sin pronunciar palabra, aunque enarcó las cejas varias veces.
–Se confiesa culpable no sólo del asesinato de Britta Johansson, sino también de los de Hans Olavsen y Erik Frankel –dijo Martin mirando a Kjell.
–Sí, eso es lo que dice –admitió Kjell bajando la vista–. Pero me figuro que era una posibilidad en la que ya habíais pensado, así que no será una sorpresa.
–Te mentiría si dijera lo contrario –confesó Martin–. Pero en realidad, sólo tenemos pruebas físicas para el asesinato de Britta.
–En ese caso, esto debería seros útil –repuso Kjell señalando la carta.
–¿Y estás seguro de que…?
–¿De que es la letra de mi padre? –intervino Kjell completando la pregunta–. Pues sí, estoy completamente seguro. Esa carta la escribió mi padre. Y, la verdad, no me sorprende –añadió con amargura–. Aunque jamás hubiera creído que… –Se interrumpió meneando la cabeza.
Martin leyó las tres páginas una vez más.
–Bueno, en rigor, sólo dice claramente que mató a Britta, y en lo demás se expresa de un modo mucho más vago: «Soy responsable de la muerte de Erik, al igual que de la del hombre que habéis encontrado en una tumba que no habría debido ser la suya».
Kjell se encogió de hombros.
–Pues yo no veo la diferencia. Es sólo que ahí se ha expresado de un modo más altisonante. Vamos, que yo no tengo ninguna duda de que mi padre es… –No concluyó la frase, sino que exhaló un hondo suspiro, como para mantener controlado el torbellino de sentimientos.
Martin siguió leyendo intrigado.
«Creí que podría arreglarlo todo como suelo hacer, creí que un solo acto de voluntad lo resolvería todo, lo ocultaría todo. Pero en cuanto levanté el almohadón supe que no había resuelto nada. Y comprendí que sólo quedaba una alternativa. Que había llegado al final del camino. Que el pasado me había dado alcance al fin». Martin miró a Kjell y preguntó:
–¿Sabes a qué se refiere? ¿Qué es lo que hay que ocultar? ¿De qué pasado habla?
Kjell negó con un gesto.
–No tengo ni idea.
–Me gustaría quedarme con esto unos días –declaró Martin agitando el manuscrito.
–Claro –respondió Kjell con voz cansina–. Quédatelas. Yo había pensado quemarlas.
–Por cierto, le había pedido a Gösta que hablase contigo, pero ya que estás aquí, podríamos hacerlo ahora mismo, ¿no? –Martin guardó la carta cuidadosamente en una funda de plástico y la dejó en la mesa.
–¿De qué? –preguntó Kjell.
–Hans Olavsen. Tengo entendido que has hecho ciertas averiguaciones sobre él.
–¿Y qué importa eso ahora que mi padre ha confesado que fue él quien lo mató?
–Bueno, podría interpretarse así, pero aún quedan…, pero aún quedan en torno a su persona y a su muerte muchos interrogantes que querríamos aclarar. O sea que, si tienes alguna información, lo que sea, con la que puedas contribuir… –Martin lo invitó a hablar con un gesto y se retrepó en la silla.
–¿Habéis hablado con Erica Falck? –quiso saber Kjell.
Martin negó con la cabeza.
–También pensamos hacerlo, pero puesto que a ti te tenemos aquí ahora…
–Bueno, no tengo mucho que aportar, la verdad. –Kjell le habló del contacto con Eskil Halvorsen y de que aún no había recibido noticias suyas sobre Hans Olavsen, y dudaba de recibirlas.
–¿Y no podrías llamarlo ahora por teléfono, para ver si ha encontrado algo? –propuso Martin curioso, señalando para animarlo el teléfono que tenía encima de la mesa.
Kjell se encogió de hombros y sacó del bolsillo una agenda desgastada. La hojeó hasta que encontró una página con un post-it amarillo en el que tenía anotado el número de Eskil Halvorsen.
–No creo que haya averiguado nada, pero claro, si quieres, lo llamo –repuso Kjell dejando escapar un suspiro. Acercó el aparato y marcó el número sosteniendo la agenda en la otra mano. Se oyeron muchos tonos de llamada, hasta que el noruego respondió por fin.
–Sí, buenos días, soy Kjell Ringholm. Verá, perdone que le moleste, pero quería saber si… Ajá, ¿recibió la foto el jueves? ¡Qué bien! ¿Qué ha…?
Asintió mientras escuchaba atento cuanto le decía el hombre al otro lado del hilo telefónico y, al ver la expresión cada vez más impaciente y ansiosa de Kjell, Martin se irguió en la silla, contagiado de su impaciencia.
–O sea, que gracias a la fotografía…
–¿Ajá, no era ese su nombre? Es decir, que se llamaba… –Kjell chasqueó los dedos y le hizo a Martin una señal para que le diera papel y lápiz.
Martin se abalanzó sobre el lapicero y lo volcó de modo que todos los bolígrafos cayeron al suelo, aunque Kjell logró atrapar uno en el aire y cogió enseguida un informe que Martin tenía en la papelera, antes de empezar a tomar notas febrilmente en la parte posterior.
–O sea, que no era…
–Sí, ya, comprendo que esto es sumamente interesante. Para nosotros también… Créame…
Martin estaba a punto de estallar a causa de la tensión y no apartaba la vista de Kjell.
–Vale, pues muchísimas gracias. Esto le da un giro radical a los acontecimientos. Sí, gracias, gracias. –Finalmente, Kjell colgó el teléfono y le dedicó a Martin una amplia sonrisa.
–¡Sé quién es! ¡Joder, ya sé quién es!
–¡Erica!
La puerta de entrada resonó al cerrarse y Erica se preguntó a qué vendrían los gritos.
–Sí, ¿qué pasa? ¿Se ha declarado un incendio? –Salió al rellano y miró apoyada en la barandilla.
–Ven, tengo algo que contarte –le dijo su marido acuciándola con la mano para que bajase.
–Siéntate –le ordenó encaminándose a la sala de estar.
–Bueno, me vas a matar de curiosidad –repuso Erica ya sentada en el sofá. Lo miró exigente y le dijo–: Cuenta.
Patrik tomó aire.
–Verás, tú sospechabas que debía de haber más diarios en alguna parte, ¿verdad?
–Sí… –asintió Erica notando un cosquilleo en el estómago.
–Pues resulta que hace un rato pasé por casa de Karin.
–¿De verdad? –preguntó Erica sorprendida. Patrik la tranquilizó con un gesto.
–Déjalo y escucha. Bueno, pues por casualidad le mencioné los diarios. ¡Y me dijo que creía saber dónde hay más!
–¿Estás de broma? –exclamó Erica atónita–. ¿Y cómo lo sabe?
Patrik se lo explicó y a Erica se le iluminó el semblante.
–Claro, por supuesto. Pero ¿por qué no dijo nada?
–Ni idea. Tendrás que ir allí y preguntarle –sugirió Patrik, que apenas había terminado la frase cuando ya iba Erica camino de la puerta.
–Eh, que nosotros nos vamos contigo –replicó Patrik cogiendo a Maja.
–Pues daos prisa –advirtió Erica, que ya salía por la puerta blandiendo las llaves del coche.
Poco después, Kristina les abría la puerta sorprendida.
–Hola, ¡qué sorpresa! ¿Vosotros por aquí?
–Sí, bueno, una visita breve –contestó Erica intercambiando con Patrik una mirada cómplice.
–Claro, adelante. Voy a poner café –propuso Kristina, aún intrigada.
Erica aguardó expectante el momento adecuado, hasta que Kristina hubo preparado el café y se hubo sentado a la mesa. Con mal disimulada impaciencia, le dijo:
–Recordarás que te conté que había encontrado los diarios de mi madre en el desván, ¿verdad? Y que últimamente los he estado leyendo para intentar averiguar quién era en realidad Elsy Moström.
–Sí, sí, claro, me lo dijiste –respondió Kristina, evitando mirarla a la cara.
–El día que estuve aquí creo recordar que te comenté cuánto me extrañaba que hubiese dejado de escribir justo en 1944 y que no hubiese más diarios a partir de esa fecha, ¿no?
–Sí –asintió Kristina con los ojos clavados en el mantel.
–Pues hoy ha estado Patrik en casa de Karin. Y, cuando mencionó los diarios y se los describió, ella dijo que recordaba perfectamente haber visto unos cuadernos parecidos aquí, en tu casa. –Erica hizo una pausa para escrutar la expresión de su suegra–. Según ella, un día le pediste que fuese al armario de la ropa blanca a buscar un mantel y, en el fondo de ese armario, recordaba haber visto unos cuadernos en cuya portada se leía la palabra «Diario». Supuso que eran tuyos y no dijo nada al respecto. Pero hoy, cuando Patrik le habló de los de mi madre…, bueno, cayó en la cuenta. Y mi pregunta es –continuó Erica con calma–, ¿por qué no me dijiste nada?
Kristina guardó silencio un buen rato, sin apartar la mirada de la mesa. Patrik procuraba no mirarlas y concentrarse en comerse un bollo con Maja. Finalmente, Kristina se levantó y salió de la sala de estar. Erica la siguió con la mirada conteniendo la respiración. Oyó abrirse y cerrarse la puerta de un armario y, un instante más tarde, volvió Kristina con tres cuadernos azules en la mano. Exactamente iguales que los que Erica tenía en casa.
–Le prometí a Elsy que los guardaría bien. No quería que Anna y tú los vierais. Pero supongo que… –Kristina dudó un segundo, pero al final se los entregó a Erica–. Supongo que llega un momento en que las cosas deben saberse. Y tengo la sensación de que ha llegado ese momento. Creo que Elsy lo aprobaría.
Erica cogió los diarios y pasó la mano por la portada del primero.
–Gracias –le dijo a Kristina–. ¿Sabes lo que contienen?
–No los he leído, pero conozco parte de los hechos que Elsy relata en ellos.
–Me quedaré aquí un rato leyéndolos –decidió Erica, que fue temblando a sentarse en el sofá de la sala de estar. Emocionada, abrió el primer diario y empezó a leer. Sus ojos se deslizaban por las líneas, por aquella letra que tan bien conocía ya, mientras iba enterándose del destino de su madre y, por tanto, del suyo. Con creciente asombro y consternación, leyó acerca de la historia de amor entre su madre y Hans Olavsen, y de cuando Elsy descubrió que estaba embarazada. En el tercer diario, había llegado al episodio de la partida de Hans a Noruega. Y a sus promesas. Los dedos de Erica temblaban cada vez más y llegó a sentir físicamente el pánico que sin duda experimentó su madre cuando escribió sobre cómo pasaban los días, las semanas, sin que Hans diese señales de vida. Y cuando Erica llegó a las últimas páginas, empezó a llorar sin poder parar. A través de las lágrimas, leyó las palabras que Elsy había escrito con su hermosa caligrafía:
Hoy cojo el tren para Borlänge. Mi madre no ha venido a despedirme. Empieza a ser imposible seguir ocultando mi estado. Y no quiero que mi madre tenga que soportar esa vergüenza. Me va a costar hacer esto, pero le he rogado a Dios que me dé fuerzas para superarlo. Fuerzas para abandonar a aquel a quien no he conocido y por quien, a pesar de todo, siento ya tanto amor, tanto, tanto amor…