Los habían reunido en el campo de concentración de Neuengamme. Corría el rumor de que los autobuses blancos tenían la misión de llevarse primero a otros presos, entre ellos los polacos, de modo que después hubiera sitio para los nórdicos. Según el mismo rumor, esa medida costó unas cuantas vidas. Los presos de otras nacionalidades estaban en condiciones mucho peores que los nórdicos, que recibían paquetes de comida por diversas vías y se las habían arreglado relativamente bien en los campos de concentración. Dicen que muchos murieron y que otros acabaron en pésimas condiciones después del transporte desde los campos. Pero, aunque el rumor fuese veraz, nadie tenía fuerzas para preocuparse ahora que, de repente, la libertad se hallaba al alcance de la mano. Bernadotte había negociado con los alemanes, que le permitieron el envío de autobuses para trasladar a los presos de los países nórdicos, y allí estaban.
Axel entró en el autobús tambaleándose de debilidad. Era su segundo traslado en pocos meses. Desde Sachsenhausen los trasladaron súbitamente a Neuengamme, y aún se despertaba a menudo por las noches ante el recuerdo de tan terrorífico viaje. Hacinados en vagones de mercancías, iban impotentes, apáticos, oyendo el sonido de las bombas que caían a su alrededor mientras ellos cruzaban Alemania. Algunas bombas caían tan cerca que oían la lluvia de tierra sobre los vagones. Pero ninguna les dio. Inexplicablemente, Axel logró sobrevivir a aquello también. Y ahora que casi se le había extinguido el último impulso vital, llegó la noticia de que por fin se acercaba la salvación. Los autobuses que los conducirían a Suecia, que los llevarían a casa.
Él estaba en condiciones de entrar por sí mismo en uno de los autobuses, mientras que algunos presos se encontraban en tal estado que tuvieron que subirlos. Faltaba el espacio y la reducida superficie del autobús rebosaba de desgracias. Muy despacio, se acomodó en el suelo, encogió las rodillas y apoyó en ellas la cabeza. No alcanzaba a comprenderlo. Iría a casa. Con su padre y con su madre. Y con Erik. A Fjällbacka. Lo recreó todo en su mente con suma claridad. Todo aquello en lo que no se había permitido pensar durante tanto tiempo. Pero al fin, ahora que sabía que lo tenía a su alcance, se atrevía a dejar que pensamientos y recuerdos campasen por su memoria. Al mismo tiempo, sabía que jamás volvería a ser lo mismo. Que él no volvería a ser el mismo. Había presenciado y vivido experiencias que lo habían transformado para siempre.
Axel odiaba aquella transformación. Odiaba lo que se había visto obligado a hacer y lo que se había visto obligado a presenciar. Y todo aquello no quedaba atrás sólo porque hubiese entrado en aquel autobús. Fue un viaje largo y lleno de dolor, de humores corporales, de enfermedad y de horror. Por el camino iban viendo material de guerra en llamas y un país en ruinas. Dos murieron en el trayecto. Uno de ellos, el hombre sobre cuyo hombro se iba apoyando en los breves intervalos de sueño, cuando el autobús rodaba en la oscuridad de la noche. Por la mañana, al despertar, el hombre se desplomó del todo cuando Axel se irguió. Pero él no hizo más que apartarlo un poco con el pie y llamar a uno de los guardas. Luego se hundió de nuevo en su sitio. Tan sólo era una muerte más. Había visto muchas.
Se dio cuenta de que se llevaba la mano a la oreja constantemente. A veces oía un zumbido, pero por lo general, sólo percibía un silencio hueco, monótono. Había recreado tantas veces aquello en su mente… Claro que había sufrido afrentas peores desde entonces, pero en cierto modo era como si la visión del vigilante que se le acercaba amenazándolo con la culata del rifle representara la traición extrema. Porque, a decir verdad, se conocieron como hombres. Y, pese a pertenecer a bandos diferentes, habían hallado un tono de amabilidad que infundió en Axel una sensación de respeto y de seguridad. Pero en el momento en que vio que el muchacho alzaba la culata del rifle, y en el momento en que sintió el dolor de algo que se rompía cuando se la estrelló contra la oreja, perdió todas las ilusiones sobre la bondad intrínseca del ser humano.
Y mientras iba en el autobús camino a casa, rodeado de hombres enfermos, heridos y conmocionados, se prometió a sí mismo que no descansaría hasta haber pedido responsabilidades a todos los culpables. Habían sobrepasado el límite de su condición de seres humanos, y era deber de Axel procurar que ninguno se librase.
Volvió a llevarse la mano al oído y vio la imagen de su hogar. Pronto, muy pronto, estaría de vuelta.