Resultaba extraño. La semana anterior reparó por primera vez en la realidad de que su padre no era inmortal. Y el jueves pasado, la policía llamó a su puerta para comunicarle que había fallecido. Le sorprendió cómo le afectaba la noticia. Comprobar que le daba un vuelco el corazón y que, si extendía la mano, recordaba la sensación de cuando era niño y se la daba a su padre, una mano pequeña en otra grande, y de cómo esas dos manos fueron separándose poco a poco. En ese momento comprendió que había sentido todo el tiempo algo más fuerte que el odio. La esperanza. Era lo único que había sobrevivido, lo único que había logrado coexistir sin ahogarse con el odio exterminador que le inspiraba su padre. El amor había muerto hacía tiempo, pero la esperanza se había escondido en un rincón minúsculo del corazón, oculta incluso para él mismo.
Cuando se vio en el vestíbulo, después de despedir a los policías y cerrar la puerta, sintió que la esperanza, visible de pronto, había quedado al descubierto y, con ella, un dolor tal que le nubló la vista. Porque, de algún modo, el niño que llevaba dentro no había dejado de añorar a su padre; ni de confiar en que hubiera algún camino que pudiera franquear los muros que ambos habían construido. Ese camino había quedado ahora inaccesible. Los muros, en cambio, seguían allí erosionándose, impidiendo cualquier posibilidad de reconciliación.
Se había pasado el fin de semana intentando que su cerebro aceptase el hecho de que su padre estaba muerto. Desaparecido para siempre. Y, además, muerto por su propia mano. Y, por más que él siempre intuyó que sería un final adecuado para una vida tan destructiva, le costaba asimilarlo.
El domingo fue a ver a Carina y a Per. Los había llamado el mismo jueves para contarles lo sucedido, pero no fue capaz de ir a verlos hasta después de haber ordenado sus propios pensamientos y las imágenes que, a raíz del acontecimiento, desfilaron por su retina. Cuando llegó a casa de Carina quedó profundamente sorprendido. Había algo radicalmente distinto en el ambiente, aunque al principio no supo a qué atribuirlo con exactitud. Al cabo de unos instantes, exclamó atónito: «¡Estás sobria!». Y no quiso decir que lo estuviera de manera momentánea, justo entonces, porque así ya la había visto con anterioridad, aunque no muy a menudo, sino que, de forma instintiva, comprendió que algo había cambiado. Leyó en los ojos de Carina un sosiego, una determinación que habían reemplazado la expresión de animal herido que había adoptado desde que él la abandonó y que lo llenaba de remordimientos. También Per parecía cambiado. Estuvieron hablando de lo que sucedería después del juicio por la agresión, y su hijo lo sorprendió con su aplomo y sus razonamientos sobre cómo se enfrentaría a la situación. Cuando Per se marchó a su habitación, Kjell se armó de valor y preguntó qué había ocurrido y, con creciente perplejidad, oyó a Carina contar la visita que les había hecho su padre. Y cómo, según su ex mujer, había conseguido con éxito aquello en lo que Kjell llevaba diez años fracasando.
Eso lo empeoró todo, pues le confirmó lo razonable de esa esperanza que ahora le socavaba el pecho. Porque su padre ya no estaba. ¿Qué esperanza le quedaba ahora?
Kjell se colocó junto a la ventana de su despacho y contempló la calle. Por un momento desnudó su conciencia y se permitió por primera vez examinarse con la misma luz cruel bajo la cual había juzgado siempre a su padre. Y lo que vio lo llenó de temor. Claro, la traición que él cometió con los suyos no fue tan llamativa, tan imperdonable a los ojos de la sociedad. Pero ¿fue por ello una traición menor? En absoluto. Había abandonado a Carina y a Per. Los había dejado en el arroyo como si fueran un saco de despojos. Y también a Beata la traicionó. De hecho, la traicionó incluso antes de que comenzase su relación con ella. Nunca la quiso. Sólo quiso lo que ella representaba entonces, en un instante de debilidad en el que sintió que necesitaba lo que ella podía darle. Pero a ella nunca la quiso. Y en honor a la verdad, ni siquiera le gustaba. No como Carina. No como la primera vez que la vio sentada en aquel sofá, con el vestido amarillo y la cinta a juego en el pelo. Y también había traicionado a Magda y a Loke. Porque la vergüenza de haber abandonado a un hijo había cerrado todas las puertas en su interior convirtiéndolo en un ser nada receptivo a aquel amor crudo, profundo y envolvente que había sentido por Per desde el primer momento en que lo vio en brazos de Carina. Un amor que él negó a los hijos que había tenido con Beata, y que no se creía capaz de recuperar. Esa era la traición con la que debía vivir el resto de sus días. Y con la que también ellos deberían vivir.
Le temblaba un poco la mano con la que cogió la taza de café. Hizo una mueca de repulsión cuando notó que se había enfriado mientras él cavilaba, pero ya se había llenado la boca con un buen buche del frío mejunje e hizo un esfuerzo por tragárselo.
Oyó una voz desde la puerta.
–Tienes correo.
Kjell se volvió y asintió distraído.
–Gracias.
Alargó el brazo para coger el correo personal del día. Lo hojeó con desinterés. Publicidad, alguna factura. Y una carta. Con una caligrafía en el sobre que conocía perfectamente. Empezó a temblarle todo el cuerpo y tuvo que sentarse. Colocó la carta en la mesa y se quedó un buen rato mirándola simplemente. Iba a su nombre y a la dirección de la redacción. Escrita con letra elegante y anticuada. Transcurrían los minutos mientras trataba de enviar señales desde el cerebro a la mano, de ordenarle que cogiera la carta y la abriera. Pero parecía que las señales se perdiesen por el camino y, en lugar de acción, indujesen a una parálisis total.
Pero al final llegaron a su destino y Kjell abrió la carta despacio, muy despacio. Eran tres folios manuscritos y le llevó varios renglones descifrar la letra. Pero lo consiguió. Kjell leyó la carta. Cuando hubo terminado, la dejó de nuevo en la mesa. Y, por última vez, sintió el calor de la mano de su padre en la suya. Luego cogió la cazadora y las llaves del coche. Guardó la carta cuidadosamente en el bolsillo.
Ahora sólo podía hacer una cosa.