Kjell se sentía extrañamente indignado tras la reunión con su padre. A lo largo de los años, había logrado controlar la situación, mantener el odio. Le había resultado tan fácil ver sólo lo negativo, centrarse únicamente en todos los errores que Frans había cometido cuando él era niño. Sin embargo, quizá no todo fuese blanco o negro. Sacudió los hombros para ahuyentar la idea. Era mucho más fácil no ver zonas grises, sólo aciertos y errores. Pero hoy había visto a Frans tan viejo y tan frágil… Y, por primera vez, Kjell cayó en la cuenta de que su padre no viviría eternamente, no permanecería allí como símbolo de su odio. Un día, su padre habría desaparecido y entonces se vería obligado a mirarse al espejo. En lo más hondo de su ser, sabía que el odio ardía con tanto vigor porque aún tenía la posibilidad de extender la mano, de dar el primer paso hacia la reconciliación. No quería hacerlo. No tenía el menor deseo de hacerlo. Pero ahí estaba la posibilidad, y eso siempre le había producido una sensación de poder. Sin embargo, el día que su padre muriera, sería demasiado tarde. Entonces sólo le quedaría una vida llena de odio. Y nada más.

Le temblaba un poco la mano cuando cogió el auricular para hacer unas llamadas. Cierto que Erica se había comprometido a ponerse en contacto con las autoridades, pero él no estaba acostumbrado a delegar en nadie. Más valía comprobarlo por uno mismo. Pero una hora y cinco llamadas más tarde, tanto a distintos lugares de Suecia como a Noruega, hubo de rendirse a la evidencia de que sus pesquisas no le habían proporcionado nada concreto. Ni que decir tiene que era difícil, cuando sólo tenían el nombre y la edad aproximada, pero siempre existía un camino. Aún no habían agotado todas las posibilidades, y había logrado recabar información tan fiable que ya no creía que el noruego se hubiese quedado en Suecia. De modo que sólo quedaba la alternativa más verosímil: que hubiese vuelto a su tierra cuando terminó la guerra y pasó el peligro.

Echó mano de la carpeta con los artículos y, de repente, cayó en la cuenta de que había olvidado enviarle un fax a Eskil Halvorsen con la fotografía de Hans Olavsen. Cogió el auricular una vez más para llamarlo y pedirle el número.

–Por desgracia, aún no he encontrado nada –se disculpó Halvorsen en cuanto Kjell se hubo presentado, pero este le explicó que no era ese el motivo por el que llamaba.

–Sí, una foto podría ser de gran ayuda. Puede enviármela al despacho de la universidad –propuso Halvorsen antes de indicarle el número, que Kjell anotó enseguida.

Acto seguido, le mandó la copia del artículo en la que se apreciaba mejor la cara de Hans Olavsen y se sentó de nuevo ante el escritorio. Esperaba que Erica hubiese conseguido algo. Él, por su parte, sentía que se había atascado por completo.

En ese momento, sonó el teléfono.

–Ha venido el abuelo –gritó Per hacia la sala de estar. Carina no tardó en aparecer en el vestíbulo.

–¿Puedo pasar un momento? –preguntó Frans.

Carina notó preocupada que no parecía el mismo de siempre. Y no es que ella hubiese abrigado nunca ningún sentimiento afable por el padre de Kjell, pero lo que había hecho por ella y por Per le había asegurado un puesto en la lista de personas hacia las que sentía gratitud.

–Sí, pasa –le dijo encaminándose a la cocina. La mujer advirtió que la escrutaba con detenimiento y, como respuesta a una pregunta no formulada, aseguró:

–Ni una gota desde la última vez que estuviste aquí. Per puede atestiguarlo.

Per asintió y se sentó a la mesa, enfrente de Frans, al que dedicó una mirada mezclada con un sentimiento rayano en la adoración.

–Vaya, ha empezado a crecerte el pelo –comentó Frans jocoso dándole al nieto una palmadita en la mollera rapada.

–Bah –repuso Per avergonzado, pero también él se pasó satisfecho la mano por la cabeza.

–Eso está bien –aprobó Frans–. Eso está bien.

Carina le hizo una tácita advertencia mientras medía los cacitos de café. Y Frans asintió levemente, como confirmándole que no pensaba hablar con Per de sus opiniones políticas.

Una vez hecho el café, Carina se sentó a la mesa y miró a Frans inquisitiva. Él bajó la vista hacia la taza y la nuera volvió a reparar en lo cansado que parecía. Pese a que, en opinión de Carina, Frans utilizaba sus fuerzas de forma equivocada, él siempre había sido a sus ojos el paradigma de la fortaleza. Ahora, en cambio, no era el de siempre.

–He abierto una cuenta a nombre de Per –contó Frans al cabo de un instante, aunque aún sin mirarlos a la cara–. Tendrá acceso a ella cuando cumpla veinticinco años, y ya he hecho un ingreso.

–¿De dónde…? –comenzó Carina, pero Frans la interrumpió alzando la mano y continuó–. Por razones en las que no quiero entrar, ni la cuenta ni el dinero se hallan en Suecia, sino en un banco de Luxemburgo.

Carina enarcó una ceja, aunque no le sorprendió lo más mínimo. Kjell siempre sostuvo que su padre tenía dinero escondido en alguna parte, dinero procedente de alguna de las actividades delictivas que lo habían llevado a la cárcel en tantas ocasiones.

–Pero ¿por qué… ahora? –preguntó.

Frans no parecía querer responder, pero, al final, añadió:

–Si algo me ocurriera, quiero que esto quede resuelto.

Carina guardó silencio. No quería saber más.

–¡Guay! –exclamó Per mirando a su abuelo con admiración–. ¿Cuánta pasta me toca?

–¡Pero Per! –profirió Carina en tono recriminatorio. Este se encogió de hombros sin más.

–Mucho dinero –contestó Frans sin especificar más–. Pero, aunque la cuenta está a tu nombre, he impuesto una condición. Por un lado, no puedes acceder a ella hasta que hayas cumplido los veinticinco. Y por otro –y aquí lo señaló con el dedo–, he impuesto una condición en virtud de la cual no podrás tocar el dinero hasta que tu madre considere que eres lo bastante maduro para ello y dé su permiso. Y la condición es válida incluso después de que hayas cumplido los veinticinco. Es decir, si tu madre estima que no eres lo bastante espabilado como para hacer algo sensato con el dinero, no lo verás ni en pintura. ¿Entendido?

Per murmuró algo por respuesta, pero aceptó sin protestar las palabras de Frans.

Carina no sabía qué actitud adoptar ante aquello. Había algo en el comportamiento de Frans, en el tono de voz, que la llenaba de preocupación. Pero, al mismo tiempo, sentía una gratitud inmensa hacia él a causa de lo que hacía por Per. No le importaba de dónde viniese el dinero. Hacía sin duda mucho tiempo que alguien había dejado de echarlo de menos, y si podía servirle a Per en el futuro, ella se mantendría al margen.

–¿Y qué hago con Kjell? –se inquietó.

Al oír la pregunta, Frans levantó la cabeza y la miró fijamente.

–Kjell no debe saber nada de esto, hasta el día en que Per tenga acceso al dinero. ¡Prométeme que no le dirás nada! ¡Y tú tampoco, Per! –exclamó mirando al nieto con el mismo apremio–. Es el único requisito que os impongo. Que tu padre no sepa nada hasta que sea un hecho consumado.

–Sí, no, claro, mi padre no tiene por qué saber nada –aseguró Per, más bien entusiasmado con la idea de tener un secreto para su padre.

En un tono más relajado, Frans añadió:

–Sé que, seguramente, recibirás algún tipo de castigo por la estúpida ocurrencia del otro día, pero ahora vas a escucharme –dijo obligando a Per a mirarlo a la cara–: Tendrás tu merecido, probablemente te envíen a un correccional. Te mantendrás apartado de los líos, procurarás no acercarte a la mierda en general, cumplirás el tiempo prescrito sin causar problemas, y cuando salgas, no cometerás una sola tontería más. ¿Me has oído? –le habló despacio y con claridad y cada vez que Per parecía vacilar e ir a apartar la mirada, él lo obligaba a sostenérsela.

–Tú no quieres llevar una vida como la mía. Ha sido una porquería, desde el principio hasta el final. Lo único que ha significado algo para mí en esta vida habéis sido tú y tu padre, aunque él no lo creería nunca. Pero es la verdad. ¡Así que prométeme que no te meterás en ninguna mierda! ¡Prométemelo!

–Sí, sí –asintió Per retorciéndose en el asiento. Aunque se veía que había escuchado y que tomaba buena nota de las palabras de su abuelo.

Frans esperaba que aquello bastase. Por experiencia sabía lo difícil que era salir del camino una vez emprendido. Pero, con un poco de suerte, el mensaje habría calado lo suficiente como para darle al nieto un empujón en otra dirección. En aquellos momentos, no podía hacer más.

Se puso de pie.

–Eso era lo que tenía que deciros. Aquí tienes toda la información necesaria para disponer del dinero. –Colocó un documento sobre la mesa, delante de Carina.

–¿No quieres quedarte un rato? –le preguntó ella sintiendo de nuevo la preocupación de hacía unos minutos.

Frans negó con la cabeza.

–Tengo que hacer. –Empezó a alejarse en dirección a la puerta, pero se volvió en el umbral. Al cabo de un instante de vacilación, musitó quedamente–: Cuidaos –y se despidió con la mano antes de salir a la calle.

En la cocina quedaron Carina y Per. Callados. Ambos con la sensación de haber vivido una despedida.

–Bueno, esto se está convirtiendo en una tradición –comentó Torbjörn Ruud secamente mientras observaba con Patrik el macabro trabajo ya iniciado. Anna se había prestado a quedarse con Maja, de modo que Erica también estaba presente y observaba la excavación con expectación mal disimulada.

–Pues sí. A Mellberg no le ha debido de resultar nada fácil conseguir la licencia –convino Patrik en un tono de insólito encomio para hablar de su jefe.

–Por lo que me han contado, el tipo del juzgado se pasó diez minutos vociferando al teléfono –contó Torbjörn sin apartar la vista de la tumba de la que los sepultureros retiraban capas y más capas de tierra.

–¿Tendremos que excavarlo todo? –preguntó Patrik con un escalofrío.

Torbjörn negó con la cabeza.

–Si tenéis razón, el chico al que buscáis debería estar el primero. Me cuesta creer que alguien se hubiese molestado en meterlo debajo de los demás –ironizó–. Probablemente no se encuentre en un ataúd, y la ropa nos indicará si es él.

–¿Cuánto tardaremos en tener un informe preliminar de la causa de la muerte? –intervino Erica–. Si lo encontramos –añadió prudente, por más que pareciera segura de que la exhumación terminaría por darle la razón.

–Me han prometido que lo tendríamos el viernes, o sea, pasado mañana –contestó Patrik–. Estuve hablando con Pedersen esta mañana y lo colocarán el primero de la lista. Se pondrá manos a la obra mañana mismo, y nos dará la información el viernes. Pero será una información preliminar, insistió. Esperemos que, de todos modos, pueda decirnos la causa de la muerte.

Un grito procedente del lugar de la excavación vino a interrumpirlo, y todos se encaminaron allí llenos de curiosidad.

–Hemos encontrado algo –declaró uno de los técnicos. Torbjörn se le acercó. Estuvieron hablando unos minutos como en secreto. Luego Torbjörn se dirigió a Patrik y a Erica, que no se habían atrevido a acercarse del todo.

–Parece que hay alguien enterrado justo bajo la superficie de la tierra. Y no está en un ataúd. A partir de ahora iremos con más cuidado, a fin de no malograr ninguna pista. Y eso significa que nos llevará un rato sacar al chico –tras dudar una fracción de segundo, añadió–: pero se diría que estabas en lo cierto.

Erica asintió y respiró hondo, aliviada. Aún a unos metros de distancia apareció Kjell, al que dieron el alto Martin y Gösta, cuya misión consistía en comprobar que ninguna persona no autorizada se acercase demasiado. Erica se dirigió apresuradamente hacia ellos.

–Está bien, soy yo quien lo ha informado de lo que ocurría.

–Ni prensa ni personas no autorizadas, ha ordenado Mellberg expresamente –masculló Gösta poniéndole a Kjell la mano en el pecho para detenerlo.

–Puede pasar –repuso Patrik, que también se había acercado–. Bajo mi responsabilidad –añadió antes de dirigirle a Erica una mirada con un mensaje claro: ella sería la responsable de las posibles consecuencias. Erica asintió y se llevó a Kjell hacia la tumba.

–¿Han encontrado algo? –preguntó con un brillo de expectación en los ojos.

–Eso parece. Creo que hemos encontrado a Hans Olavsen –respondió Erica observando fascinada cómo iban extrayendo el bulto indefinible de un hoyo de apenas medio metro de profundidad.

–Es decir, jamás salió de Fjällbacka –concluyó Kjell conteniendo la respiración, sin poder apartar la vista de la tumba.

–Parece que no. Pero claro, ahora queda la cuestión de cómo fue a parar ahí.

–En cualquier caso, Erik y Britta sabían que yacía aquí.

–Sí, y ambos están muertos –Erica meneó la cabeza, como si así pudiese hacer que todas las piezas cayesen en su lugar.

–Pero, de todos modos, lleva aquí enterrado sesenta años. ¿Por qué ahora? ¿Qué lo hizo de pronto tan importante? –preguntó Kjell reflexivo.

–¿No sacaste nada en claro de tu padre? –quiso saber Erica dirigiéndose a Kjell.

Este negó con la cabeza.

–Nada. Y ni siquiera sé si es porque no sabe nada o porque no quiso contármelo.

–¿Crees que sería capaz de…? –no se atrevió a terminar la pregunta, pero Kjell comprendió a qué se refería.

–Creo a mi padre capaz de cualquier cosa, eso es lo único que sé con certeza.

–¿De qué habláis vosotros dos? –se interesó Patrik, que se colocó al lado de Erica con las manos hundidas en los bolsillos.

–Estábamos comentando la posibilidad de que mi padre haya cometido los asesinatos –dijo Kjell tranquilamente.

Patrik se sobresaltó ante tanta sinceridad.

–¿Y habéis llegado a alguna conclusión? –preguntó entonces–. Nosotros también hemos abrigado ciertas sospechas, pero al parecer, tu padre tiene coartada para el asesinato de Erik.

–Pues no lo sabía –reconoció Kjell–. Pero espero que hayáis cotejado la información dos y hasta tres veces, porque me cuesta creer que buscarse una coartada fuese una misión imposible para un experto visitante de las cárceles del país.

Patrik comprendió que tenía razón y se dijo que debía preguntarle a Martin si habían mirado con lupa la coartada de Frans.

En ese momento llegó Torbjörn, que saludó a Kjell con un gesto.

–Ajá, el tercer poder estatal ha obtenido magnánimamente el permiso necesario para estar presente.

–Tengo en esto un interés personal –respondió Kjell. Torbjörn se encogió de hombros. Si la policía permitía que un periodista participase en aquello, no sería él quien se opusiera. Era su problema.

–Habremos terminado dentro de una hora más o menos –aseguró–. Y sé que Pedersen está listo para ponerse manos a la obra en cuanto llegue.

–Sí, yo también he hablado con él –confirmó Patrik.

–Muy bien. Pues entonces vamos a terminar de sacarlo de ahí, a ver qué secretos esconde este muchacho –declaró antes de darles la espalda para volver a la tumba.

–Sí, veamos cuáles son los secretos que esconde –dijo Erica en un susurro, sin dejar de mirar el hoyo. Patrik le pasó el brazo por los hombros.