Llevaba seis meses viviendo con ellos y tres sabiendo que se querían cuando sobrevino la catástrofe. Elsy estaba en el porche regando las flores de su madre cuando los vio aparecer escaleras arriba. Y lo comprendió en el mismo instante en que vio la expresión de amargura en sus rostros. A su espalda oía a su madre trajinando en la cocina y una parte de ella quería salir corriendo y llevársela de allí, apartarla, antes de que pudiera oír algo que Elsy sabía que no podría sobrellevar. Pero sabía que era inútil. Así que se acercó silenciosamente y abrió la puerta a los tres hombres de uno de los otros pesqueros de Fjällbacka.
–¿Está Hilma en casa? –preguntó el mayor de los tres, que Elsy sabía era el capitán del barco, les hizo una seña y los invitó a pasar. Los hombres precedieron la marcha hacia la cocina. Cuando Hilma se dio la vuelta y los vio, el plato que tenía en las manos se le cayó y se rompió en mil pedazos al estrellarse contra el suelo.
–No, no, Dios mío, no –se lamentó.
Elsy llegó justo a tiempo de coger a su madre antes de que se desplomara. Le ayudó a sentarse en una silla y la abrazó fuerte, mientras sentía como si le estuviesen arrancando el corazón. Los tres pescadores parecían turbados y daban vueltas sin cesar a las gorras que tenían en las manos, hasta que el capitán tomó la palabra.
–Fue una mina, Hilma. Lo vimos todo desde nuestro barco, y nos apresuramos a acudir, pero… no había nada que hacer.
–Oh, Dios mío –repitió Hilma sollozando–. Y todos los demás…
Elsy se asombró al ver que su madre, incluso en un momento como aquel, era capaz de pensar en otras personas, hasta que ella misma recreó la imagen de los demás tripulantes del barco de su padre. Hombres a los que conocían mucho y cuyas familias, justo en aquel instante, estaban recibiendo la misma noticia.
–Ninguno ha sobrevivido –contestó el capitán tragando saliva–. No han quedado del barco más que astillas, y estuvimos un buen rato buscando, pero no encontramos a nadie. Tan sólo al muchacho de Oscarsson. Aunque ya estaba muerto cuando lo subimos a bordo.
Las lágrimas corrían ya imparables por las mejillas de Hilma, que se mordía los nudillos para evitar que el grito hallara la salida desde su garganta. Elsy se tragaba el llanto e intentaba ser fuerte. ¿Cómo iba a sobrevivir su madre a aquello? ¿Cómo iba a superarlo ella misma? El generoso, el bueno de su padre. Siempre a punto con una palabra amable y una mano solícita. ¿Cómo iban a arreglárselas sin él?
Unos discretos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpirlos y uno de los pescadores fue a abrir. Hans entró en la cocina con el semblante sombrío.
–He visto… a los hombres. Y he pensado… ¿Qué…? –Bajó la mirada. Elsy comprendió que temía molestar, pero le agradeció en silencio que hubiese ido a preguntar.
–El barco de mi padre ha chocado contra una mina –contó con la voz quebrada–. No ha sobrevivido nadie.
Hans casi perdió el equilibrio. Luego, se acercó al armario donde Elof guardaba las bebidas más fuertes y empezó a servir resuelto seis vasos que fue colocando en la mesa.
–Creo que nos vendrá bien un trago –declaró en su noruego cantarín, que, según pasaba el tiempo, se iba volviendo cada vez más sueco.
Todos cogieron los vasos menos Hilma. Elsy cogió uno muy despacio y se lo puso a su madre delante.
–Venga, tómatelo.
Hilma obedeció a su hija y, con mano temblorosa, se llevó el vaso a los labios y se tragó el contenido con una mueca de desagrado. Elsy le dio las gracias a Hans con la mirada. Le hacía bien no sentirse sola en aquel trance.
Una vez más, se oyeron los golpecitos en la puerta. En esta ocasión, fue Hans quien abrió. Eran las mujeres, que empezaban a llegar. Las mujeres, que también vivían bajo la amenaza de perder a sus maridos en la mar. Que comprendían lo que estaba pasando Hilma y que iba a necesitarlas cerca. Y acudían con comida y con manos diligentes y palabras de consuelo, que Dios dispone. Y todo eso ayudaba. No mucho, pero todas sabían que, un día, ellas necesitarían el mismo consuelo y por eso hacían cuanto estaba en su mano para mitigar el dolor de la hermana que ahora sufría la desgracia.
Con el corazón bombeando dolor, Elsy dio un paso atrás y vio cómo las mujeres se arremolinaban en torno a Hilma, mientras que los hombres que llevaron la noticia se inclinaban con pesadumbre y se marchaban, para ir a dar la misma noticia en otro lugar.
Cayó la noche y también Hilma, finalmente vencida por el sueño. Elsy yacía en su cama, con la mirada vacía fija en el techo, incapaz de asimilar lo sucedido. Veía ante sí el rostro de su padre. Él siempre había estado ahí. Siempre la escuchó, siempre habló con ella. Elsy siempre supo que era la niña de sus ojos. Ella tenía para él un valor que estaba por encima de todo lo demás. Y sabía que había intuido que algo estaba fraguándose entre ella y el joven noruego al que cada día apreciaba más. Pero los dejó tranquilos. Sin dejar de estar pendiente de ellos, pero dando al mismo tiempo su mudo beneplácito con la esperanza, quizá, de ver un día a Hans convertido en su yerno. Elsy pensaba que su padre no habría tenido nada en contra. Y Hans y ella respetaban tanto a su padre como a su madre. Se limitaron a besos robados y a abrazos comedidos, pero nada que les impidiera mirar a sus padres a la cara.
Pero ahora aquello ya no tenía la menor importancia. Era tan grande el dolor que sentía en el pecho que no podía soportarlo sola, así que se bajó despacio de la cama. Aún había algo en su interior que la hacía vacilar, pero el dolor le destrozaba el alma y la impulsaba a buscar el único alivio que sabía que podría obtener.
Bajó cautelosa las escaleras. Echó una ojeada al dormitorio de su madre cuando pasó ante la puerta y sintió una cuchillada en el pecho al comprobar lo menuda que se la veía sola en aquella cama. Pero al menos, dormía profundamente y el sueño le reportaba unas horas de consuelo ante la realidad.
La puerta de la casa emitió un leve chirrido cuando giró la manilla para abrirla. El aire de la noche era tan frío que le cortó la respiración cuando salió al porche tan sólo con el camisón, y casi le dolían las plantas de los pies descalzos al caminar sobre la escalinata de piedra. Bajó rápido y de puntillas hasta que se halló dudando ante su puerta. Pero la vacilación no duró más que un instante. El dolor la empujaba a buscar consuelo.
Él le abrió la puerta al primer golpe. Se hizo a un lado y la dejó entrar sin mediar palabra. Elsy entró y se quedó así, en camisón, mirándolo a los ojos, sin decir nada. Los ojos de Hans formularon una pregunta muda, que ella contestó cogiéndole la mano.
Por unos breves instantes maravillosos, Elsy logró olvidar el dolor que se le había instalado en el pecho.